nº 874
5€ Mayo 2023
Dossier LITERATURA Y CIENCIA FICCIÓN DANIEL ESCANDELL MONTIEL RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN GIOVANNA RIVERO MICHEL NIEVA SASCHA HANNIG TOMÁS DOWNEY ALICIA FENIEUX PILAR ADÓN
CÉSAR AIRA: ENTREVISTA Y OTROS TEXTOS FRANK BÁEZ MERCEDES CEBRIÁN MARINA CLOSS
No me preocupa olvidar, al contrario, espero mucho del olvido, que es el combustible que ha hecho marchar mi trabajo 1
DOSSIER
Edita Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación José Manuel Albares Bueno Secretaria de Estado de Cooperación Internacional Pilar Cancela Rodríguez Director de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Antón Leis García Director de Relaciones Culturales y Científicas Santiago Herrero Amigo Jefa de Departamento de Cooperación y Promoción Cultural Director Cuadernos Hispanoamericanos Javier Serena Comunicación Mar Álvarez Diseño Lara Lanceta Suscripciones Cuadernos Hispanoamericanos suscripciones@lapanoplia.com Impresión Solana e Hijos, A.G.,S.A.U. San Alfonso, 26 CP28917-La Fortuna, Leganés, Madrid
CUADERNOS HISPANOAMERICANOS es una revista fundada en el año 1948 por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y editada de manera ininterrumpida desde entonces, con el fin de promover el diálogo cultural entre todos los países de habla hispana, siendo un espacio de encuentro para la creación literaria y el pensamiento en lengua española.
La revista puede consultarse en: Fotografía de portada de Daniel Mordzinski
www.cuadernoshispanoamericanos.com Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es
Depósito Legal M.3375/1958 ISSN 0011-250x ISSN digital 2661-1031 Nipo digital 109-19-023-8 Nipo impreso 109-19-022-2 Avda, Reyes Católicos, 4 CP 28040, Madrid T. 915 838 401
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Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLB Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca: www.cervantesvirtual.com De venta en librerías: distribuye Maidhisa Distribución internacional: PanopliaDeLibros Precio ejemplar: 5 €
SUMARIO
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ENTREVISTA
CÉSAR AIRA por Frank Báez
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CÉSAR AIRA
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SEGUNDA VUELTA
LA ESCRITURA INCESANTE por Mercedes Cebrián
APARICIÓN DE LA HEMBRÚSCULA (SOBRE YO ERA UNA CHICA MODERNA DE CÉSAR AIRA) por Marina Closs
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CORRESPONDENCIAS
DAINERYS MACHADO VENTO Y JOSÉ ARDILA: «LENGUAS MEZCLADAS MALAMENTE. OJALÁ» por Valerie Miles
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PERFIL
¿LO VAS A LEER O SE LO ECHO AL PERRO? por Brenda Navarro
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por Diego Zúñiga DOSSIER
LITERATURA Y CIENCIA FICCIÓN
LA DISTOPÍA (ES) HOY por Daniel Escandell Montiel
LA DISTOPÍA COMO DIAGNÓSTICO por Ricardo Menéndez Salmón
EL AGUA INASIBLE… Y NATURALMENTE DISTÓPICA:UN ENSAYO SOBRE LA LAGUNA H.3, DE ADOLFO COSTA DU RELS por Giovanna Rivero
por Michel Nieva
DISTOPÍAS HÍBRIDAS DE REALIDAD por Sascha Hannig
DESPUÉS DEL FIN DEL MUNDO: ALGUNAS NOTAS SOBRE PLOP, DE RAFAEL PINEDO por Tomás Downey
EL EJERCICIO LITERARIO EN LA DISTOPÍA por Alicia Fenieux
EN LA ISLA por Pilar Adón
MESA REVUELTA
DROGAS, CIENCIA Y ESOTERISMO EN LA NUEVA NARRATIVA HISPÁNICA por Álvaro Luque Amo
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UNA PÁGINA
¡VIVA LA TRADUCCIÓN!
DISTOPÍAS GEOLÓGICAS
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CRÓNICA
SOÑAR LO IMPOSIBLE por Violeta Serrano BIBLIOTECA
MATERIAL DE CONSTRUCCIÓN. Begoña Méndez EL HOMO DIXNEUVIEMIS Y SU ABURRIMIENTO. Christopher Domínguez Michael POSTALES DE VIDA DOMÉSTICA. Mey Zamora RECUERDOS DE LOS GRANDES. Antonio Rivero Taravillo LUGARES QUE CONTIENEN VARIOS MUNDOS. Rebeca García Nieto LA ESCRITURA, UN EJERCICIO PARA BURLAR LA MUERTE. María Ovelar DEL PELIGRO DE LOS LIBROS MALOS. Eduardo Laporte FERNÁNDEZ MALLO Y LA REVOLUCIÓN DEL CAPITALISMO. Ruby Fernández SI EL CAMPO SE COMIESE LA CIUDAD. Juan Marqués NO TODO EL MUNDO. Diego Sánchez Aguilar
ENTREVISTA
Fotografía de Daniel Mordzinski
CÉSAR AIRA
«Un efecto flotante, ambiguo, que deje dudas sobre lo que se propuso el autor, es el ideal literario» por Frank Báez
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Siempre quise hacerle una entrevista a César Aira. Desde hace décadas, el escritor argentino no ofrece entrevistas en su patria y las raras veces que accede a una es cuando está en el extranjero. Al visitar Argentina en el 2010 traté de entrevistarlo, pero no logramos concretizar nada y me olvidé del asunto. Sin embargo, dos años después, recibí un mail suyo en que anunciaba un viaje a Santo Domingo para participar en nuestra feria del libro. Hay un adagio que plantea que no debemos conocer a nuestros autores favoritos, pero en el caso de Aira conmigo no aplicó: su trato generoso y su conversación inteligente y divertida me hicieron admirar aún más su obra. Han pasado diez años de ese encuentro y la narrativa de Aira sigue expandiéndose por el universo como un hoyo negro que se traga todo lo que le sale al paso. Varios de sus libros se han traducido a diversas lenguas y las traducciones han sido bien recibidas, incluso en el 2015 fue nominado para el Man Booker International Prize. Ese mismo año con la publicación de El santo, Random House inauguró la Biblioteca Aira, proyecto que busca publicar su vasto catálogo. En el 2018 su obra —compuesta básicamente de novelas breves, pero también de cuentos, estudios literarios, ensayos, crónicas, diarios y obras de teatro— superó los cien títulos. Además, en los últimos años ha recibido el premio Roger Caillois, el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas y el Premio Formentor. También ha aparecido como candidato al Nobel de Literatura, premio que Aira asegura no va a recibir, pero que yo y muchos lectores confiamos que sí. «Lo difícil es escribir, no escribir bien. En los talleres literarios se puede aprender a escribir bien, pero no a escribir. Para escribir bien hay recetas, consejos útiles, un aprendizaje. Escribir, en cambio, es una decisión de vida, que se realiza con todos los actos de la vida». Las palabras anteriores, tomadas de Conti-
«Con todo, “novelita” tiene el mérito, para mí, de mantener la alusión a la novela, no sólo por lo romántico y fantasioso de lo “novelesco”, sino por un beneficio adicional que tiene la novela, que es lo perdonable» nuación de ideas, lo retratan a cabalidad. Con cincuenta años de labor literaria ininterrumpida y con la publicación de al menos dos libros por año, Aira ha pasado de ser escritor de culto a convertirse en maestro indiscutible de las letras y uno de los escritores más influyentes de Hispanoamérica. Su ingenio, su osadía y su originalidad han transformado la novelística de nuestra lengua del mismo modo que casi un siglo atrás Vallejo —otro César— lo hizo con la poesía. De acuerdo con los especialistas, su interés por el procedimiento y su trabajo vanguardista abrieron un nuevo cauce en la literatura hispanoamericana del que han abrevado nuevas generaciones de escritores. Constantemente lectores y escritores lo homenajean: Los Años Aira de Alberto Giordano acaba de publicarse y el año pasado apareció como personaje central en una novela del español Juan Tallón. De igual modo, su alcance ha trascendido la literatura y muchos músicos, artistas visuales y cineastas han reconocido su influjo. En cuanto a Aira, indiferente a su fama, se sienta en mesas de cafés de Buenos Aires a pergeñar sus dos o tres cuadrillas diarias. La entrevista que aparece a continuación no pudo hacerse en Buenos Aires como yo habría querido y tuvo que realizarse a partir de intercambios de mails. Tal como pueden suponer, yo aproveché la oportunidad y envié un cuestionario con un montón de pre-
guntas, inquietudes y necedades. Aira me contestó que semejante cuestionario le tomaría varios meses responderlo, no solo por la extensión, sino también porque en estos momentos está imerso en una dificil situación familiar. Así que comprimí el cuestionario lo más que pude y se lo mandé de vuelta. A los pocos días recibí estas respuestas que me conmovieron mucho y que incluyo sin cambiarles ni una coma. Los lectores se refieren a tus artefactos de ficción —generalmente de una extensión de 70 a 90 páginas— como novelitas. También tú las llamas así. ¿Por qué el diminutivo? ¿por qué novelitas? Supongo que fue por descarte, o por pereza o falta de audacia para buscar un nombre mejor. Por ejemplo, me habría gustado Historias Extraordinarias, como llamó Baudelaire a los cuentos de Poe. En inglés hay algunos que se habrían adecuado más, como «tale» o «narrative», algo que sonara a primitivo, a cuento de los orígenes, que es un matiz, oriental si se quiere, que siempre he querido mantener en lo que escribo, y por eso es que nunca adherí a técnicas modernas del relato, saltos temporales, trueque de voces, todas esas sofisticaciones del relato. Yo empiezo por el principio y sigo en línea recta hasta el final. Con todo, «novelita» tiene el mérito, para mí, de mantener la alusión a la novela, no sólo por lo romántico y fantasioso de lo «novelesco», sino por
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ENTREVISTA
Fotografía de Daniel Mordzinski
un beneficio adicional que tiene la novela, que es lo perdonable. A diferencia del cuento o el poema, que tienen que ser buenos de la primera línea a la última, y todas tienen que tener su razón de ser, la novela, más relajada, puede permitirse languideces o distracciones. Es cierto que si se las puede permitir es porque la autoriza la extensión, y justamente lo que me falta a mí es extensión. Sea como sea, adecuado o no, el diminutivo tiene algo de despectivo. Si son novelitas es porque no pudieron ser novelas de verdad, y no pueden aspirar a que se las tome muy en serio. Yo me escudo en la densidad de lo breve, como si fuera una cualidad, pero lo cierto es que siguen siendo unas miserables «novelitas». En estos últimos años, con la terrible desgracia que se abatió sobre mi familia, la an-
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gustia y el dolor en el que he estado viviendo, he pensado más de una vez, o mejor dicho lo pienso siempre, que lo único que justificaría tanta tristeza sería que de ahí saliera una obra maestra, un Ulysses, unos Cantos de Maldoror, un Castillo. Pero sólo van a salir «novelitas», a lo que debería resignarme. Debería agradecer que todavía sigan saliendo. Por otro lado, en ese tema tengo una postura ambivalente: estoy de acuerdo con lo que dice Cyril Connolly, que «la única función genuina del artista es producir una obra maestra». Pero al mismo tiempo pienso que no hay que ceder al mandato extorsivo de la Obra Maestra, y escribir como se pueda. En el 2005 publicaste Cómo me reí, una especie de crítica a los lectores
que se te acercaban y te decían que habían leído tu última novelita y se habían reído mucho. En ese libro señalas con cierta ironía que no buscas el humor en tu escritura y que a ti se te da de una manera involuntaria. ¿Puedes hablar un poco del humor en tu literatura? Desconfío del humor porque siempre está cerca de la vulgaridad de la concesión. Obliga a estar atento al gusto y el nivel de comprensión del interlocutor, es una forma degradada de la demagogia, que ya es una degradación del diálogo. Además, es una busca de efecto, necesita producir efecto, lo mendiga recurriendo a cualquier recurso, hasta la humillación y el autoescarnio, busca producir la risa, o por lo menos una sonrisa de compromiso. Eso puede estar bien para el chiste o
el stand up o la televisión, pero la literatura, no por creerse superior sino, al contrario, por humildad e incertidumbre, es más prudente en la procura de efectos. Un efecto flotante, ambiguo, que deje dudas sobre lo que se propuso el autor, es el ideal literario. Y hay algo peor todavía, y es que el humor es subordinante. El que lo practica se pone a merced del que lo recibe, le da el poder de humillarlo y aniquilarlo, con sólo mantener el gesto impasible, con un matiz de agrio, o preguntándole al vecino «¿hay que reírse?». Si fuera un poco más culto podría hacer una cita ilustre, la frase que pronunció la reina Victoria después de ver la actuación de un cómico que habían llevado para divertirla: «We are not amused».
tan poco bizarra como la de una mujer sentada. El ejemplo podría trasladarse al campo literario: las intrincadas máquinas de Raymond Roussel necesitan una prosa de Código Civil, académicamente detallada ella también, mientras que el juego más loco de transformaciones del lenguaje, como en el Ulysses, está ahí para registrar algo tan simple y conocido como la jornada de un pequeñoburgués.
sensibilidad poética y lingüística para escribir con lujos barrocos, y entonces invento argumentos raros y surrealistas para poder decir que mi escritura es así de pobre por necesidad, y no porque yo no podría ser un Joyce si quisiera. Siempre mencionas tu interés por artistas vanguardistas. Pienso, por ejemplo, en Cecil Taylor, que es protagonista de uno de tus relatos. Por cierto, en algún momento de la década pasada, antes de que este falleciera, tuvieron un encuentro en Nueva York. ¿Podrías hablar un poco de la relación tuya con la vanguardia? Cecil Taylor fue parte, en mi juventud, de un entusiasmo vanguardista que incluía a Cage, Godard, Jasper Johns, Andy Warhol, Ligetti, Stockhausen, Rauschenberg, Twombly, los Residents, Gutai, pero también el Pierrot Lunaire, Duchamp, Dada, mil más. Los jóvenes sesentistas éramos omnívoros, y en el precario Cono Sur donde las novedades llegaban de a fragmentos intrigantes, la excitación de lo nuevo se potenciaba. Cecil era para mí el centro irradiante de esa constelación, el más radical, el incorruptible, la piedra de toque de lo «absolutamente moderno» que reclamaba Rimbaud. Yo atesoraba sus discos como antídotos contra el filisteísmo de lo popular, contra la vulgaridad de los otros, Me encerraba en mi mundo cecilcéntrico, a escuchar a Sun Ra o a ver otra vez Rose Hobart, o a admirar mi ombligo vanguardista. Tenía de dónde elegir. Ahora bien, en esa lista, que podría extender indefinidamente, no había escritores. Los escritores iban por otro carril, y los escritores eran esen-
«Quizás yo escribo así de claro y llano porque no tengo la sensibilidad poética y lingüística para escribir con lujos barrocos, y entonces invento argumentos raros y surrealistas para poder decir que mi escritura es así de pobre por necesidad, y no porque yo no podría ser un Joyce si quisiera»
Tienes una imaginación desenfrenada y barroca que muchos te envidiamos. Sin embargo, todo ese componente monstruoso, surrealista e irracional de tus historias lo logras contener en una prosa transparente y sencilla, de grata lectura. ¿Pudieras referirte a ese equilibrio? He dicho más de una vez, no por gusto sino porque me lo han preguntado más de una vez, que al ser complejas y a veces retorcidas y extrañas las ideas narrativas que se me ocurren, necesito una prosa lo más limpia y clara posible para que se entienda. Más que para que se entienda, para que se vea, a través de la prosa, lo que yo vi en la imaginación. Y repetidamente recurrí al ejemplo de los elefantes con patas de mosquito de Dalí. Una imagen tan bizarra exigía un tratamiento limpio y claro, un acabado académico del detalle. Los brochazos expresionistas de un De Kooning sirven, en cambio, para una imagen
Suena convincente, pero ya se sabe que el que busca convencer no retrocede ante los mayores sofismas y ficciones. Yo tratando de hacerme perdonar la pobreza de mi estilo traigo a colación los elefantes de Dalí y las máquinas de Roussel, pero a mí mismo me suena a impostado. Cuanto más claro es un argumento, en el campo de la escritura donde todo es oscuridad, más sospechoso. Además, éste podría ponerse al revés: Quizás yo escribo así de claro y llano porque no tengo la
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ENTREVISTA
por eso libre de compromisos con la actualidad, y esa libertad es la que me ha permitido seguir escribiendo a pesar de todo.
cialmente Borges. Yo era muy consciente de que Borges no habría querido saber nada con ninguno de los nombres de mi lista de entusiasmos vanguardistas, y no me preocupaba. Me sentía con capacidad de llevar una doble vida. Mi idea borgeana de la literatura era la más tradicional, con la honestidad por punto de partida y de llegada, sentía horror (sigo sintiéndolo) por la llamada literatura experimental, por los enrarecimientos y oscurecimientos que no suelen ser más que confesiones de impotencia al simple escribir bien. Si es por eso, me inclino por el juego limpio de la novela policial. Creo que de esa ambigüedad no resuelta procede cierto aire anacrónico en mis libros, un olorcillo a viejas vanguardias, lo que es una forma paradójica de calificar a esa metáfora militar, como llamaba Baudelaire a la vanguardia. Trato de sacar el mejor provecho de esta situación. Si la vanguardia es vieja, está abriendo camino en una guerra del pasado, fantasma, inactual e inefectiva, pero
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Es ya conocida tu afición de escribir en los cafés. Has contado que no escribes más de una página al día, que escribes despacito, muy concentrado y que eso te da control para no tener que volver atrás a corregir. Además, escribes a mano. ¿En qué consiste tu ritual de escritura? No diría que se trata de un ritual. En todo caso, es un ritual negativo, que consiste en esa resistencia casi invencible a empezar a escribir cada día (cada día que escribo, que son casi todos). No me pasa sólo a mí porque se lo oí decir a Manuel Puig, que al sentarse a su escritorio, con el mandato vocacional y profesional de escribir, se ponía a ordenar papeles, consultar la agenda, sacarle punta al lápiz, cualquier tarea inventada con tal de postergar el momento de escribir. A otros les pasará, a mí también, pero peor. Se me puede ir todo el día en la vacilación. Después, una vez cruzado el umbral, todo es fácil. Lo difícil estuvo antes, en el vacío. No es fácil entenderlo, ya que escribir es lo que más me gusta en el mundo. Quizás se trata de un recuerdo inconsciente del umbral biográfico en el que empezamos a escribir con la ilusión de ser escritores, y en la ansiedad cotidiana ante el comienzo lo que se reactiva es el muy justificado miedo ante semejante apuesta. Lo curioso es que esa resistencia es tanto más fuerte cuanto más claro tengo lo que quiero escribir, cuando sé lo que voy a poner y las frases ya se están formando en mi cabeza... En esos casos se me hace más difícil que nunca empezar, lo siento inútil, la escritura material se vuelve redundante porque la mental es igual de real. Reconozco que es un tanto desalentador, pensar que da lo mismo que algo se escriba o que no se escriba. Le da una cualidad
fantasmal a lo escrito, como si lo habitara lo no escrito. Es desalentador, de acuerdo, pero quizás es mejor que sea así. Habría que evitar un exceso de realidad en la literatura. En cuanto a los cafés, cumplen una función en estas entretenidas neurosis. Si voy a uno, con mi cuaderno y la lapicera, algo hago, inevitablemente. Y sirven más allá del aislamiento y la costumbre. Un abogado amigo me contó que cuando estudiaba, como la carrera de Derecho obliga a mucha memorización de leyes y códigos, el recurso que usaba era estudiar distintos tramos de una materia en distintos cafés. De ese modo cada capítulo o pasaje quedaba adherido a un ambiente, a sus colores, formas, sonidos, y se lo podía evocar por esa vía. Sin haber estudiado a Frances Yates o a Giordano Bruno, este hombre estaba poniendo en práctica las técnicas de memoria del Renacimiento, los Palacios de la Memoria. Eso basta para darle a los cafés un poder especial sobre nuestra configuración mental y para saber a qué nos exponemos al entrar a uno. Las editoriales independientes fueron y siguen siendo tus grandes aliadas. Muchos editores latinoamericanos me han hablado de tu generosidad con sus proyectos. Incluso alguno me contó que dos chicas ciegas empezaron una editorial, que sacaban unos libros feos, fotocopias cosidas a mano, y que la primera persona que les mandó manuscritos fuiste tú. ¿Podrías comentar tu relación con las editoriales independientes? No fue exactamente así, pero igual fue como el comienzo de un cuento del folklore escandinavo: tres muchachas, arriesgándolo todo, hicieron un largo viaje para encontrar al escritor, y lo encontraron y el escritor las encontró a ellas, y ese fue el origen mítico de la edición independiente en la
Argentina. Para mí fue una bendición porque pude empezar a escribir en breve, como quería hacerlo, y a medida que fui tomando confianza, empecé a escribir sin preocuparme por lo que dijeran o pensaran los editores en general. La edición independiente me independizó de las reglas y compromisos de la industria editorial. Fue bueno mientras duró, pero no sé si fue tan bueno que durase tanto. La edición, en sus términos empresariales, y aun en los más crudamente comerciales, es parte de la literatura, y un éxodo masivo de sus restricciones podría ser peligroso. ¿Relees tus libros años después de publicarlos o sueles olvidarlos? No releo, y olvido. No me preocupa olvidar, al contrario, espero mucho del olvido, que es el combustible que ha hecho marchar mi trabajo. Sé que hoy tiene mala prensa, pero lo prefiero a lo que se predica en su lugar, la Memoria, la Verdad, que son esas crueldades que nos infligen los bienpensantes. El olvido también puede ser artista. Así como los escultores dicen que la Venus ya está dentro del bloque de mármol, y sólo hay que sacar lo que sobra del mármol para revelarla; del mismo modo dentro del bloque informe de la memoria está nuestra Venus, y el olvido es el que va sacando lo que sobra hasta mostrárnosla. Recuerdo (porque también recuerdo) algo que me pasó con el olvido. Era una época en la que viajaba mucho, y escribía mucho, y no interrumpía lo que estaba escribiendo cuando viajaba, al contrario, la soledad de los hoteles, el extrañamiento de las ciudades en las que me perdía, me inspiraban más que en casa. Esta vez, en un hotel, estaba escribiendo una novela en la que, en ese momento, intercalaba un episodio basado en un hecho de mi infancia. Estaba muy satisfecho con lo que iba saliendo, tan-
Fotografía de Daniel Mordzinski
to que me demoré y salí con atraso a un evento en que se leerían textos míos y de otros escritores invitados. Esto sucedía en Monterrey, México. El evento se celebraría al aire libre, en un pequeño parque que estaba al final de una larga calle que se iniciaba en el hotel. Fui caminando, sin darme prisa porque no soy muy entusiasta de esos eventos. Éste ya había empezado. Me faltaban unos doscientos metros para llegar cuando empecé a oír la lectura que se estaba haciendo con altavoz. A medida que se iba definiendo el sonido, y empecé a reconocer las palabras, creí estar soñando: lo que leían era lo que yo había estado escribiendo en el hotel minutos antes. Y no sólo era lo mis-
mo: era exactamente lo mismo, las mismas frases, palabra por palabra. Como tengo por norma resistirme a creer en lo sobrenatural, traté de encontrarle una explicación, a la vez que apuraba el paso. Y la explicación, que vi al llegar, era que estaban leyendo un pasaje de un viejo libro mío, donde yo había puesto ese recuerdo infantil que ahora había creído estar escribiendo por primera vez.
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ENTREVISTA CÉSAR AIRA
CÉSAR AIRA: LA ESCRITURA INCESANTE Tengo diez libros de César Aira en casa. Como uno de ellos incluye diez novelas cortas suyas, tengo en realidad diecinueve libros de Aira en casa, lo cual es solamente una ínfima parte de su producción literaria. ¿Estarán sus obras más representativas en estos volúmenes? No me preocupa demasiado este asunto: me he encariñado con ellos igual que otros lectores defenderán a ultranza otras obras del autor argentino, que ha ido publicando en editoriales independientes argentinas, en multinacionales de la industria del libro y hasta
Fotografía de Lisbeth Salas
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en cooperativas minúsculas como Eloísa Cartonera. Los argentinófilos literarios lo leemos para aprender de su libertad creativa – Aira hace lo que le da la santa gana con la escritura–, y, en mi caso, la vida también me llevó a estudiarlo formalmente, si es que eso sirve para algo, en un curso de posgrado universitario con el también escritor Reinaldo Laddaga, cuando aún no necesitaba yo gafas de cerca. Aira se deja estudiar muy bien porque su obra nos habla de los problemas del artista de hoy, no tanto de los económicos sino de
los conceptuales, y para generar debate y exponer los temas predilectos del campo de los estudios culturales, Aira viene que ni pintado. En aquellas sesiones académicas orquestadas por Reinaldo Laddaga obtuve algunas pistas que pueden servir para leer mejor a Aira. No sé si a él le gustaría que lo leyeran consultando un manual de instrucciones, por eso lo que sigue son más bien sugerencias sobre cómo y por dónde empezar a trinchar sus textos, como si fuesen el pavo al horno enorme del Día de Acción de Gracias o, mejor y
más argentino, una res al fuego en una parrilla de campo. Una de ellas es percatarse de su constante evocación de la clase media, en contraposición con cierta literatura de vanguardia que se decanta más bien por explorar los márgenes de la sociedad. Eso aprendí en mis clases y lo constaté en novelas como Las noches de Flores, La villa o La guerra de los gimnasios, donde Flores, su barrio porteño, es el escenario de muchas de las historias, protagonizadas por sus habitantes. Otra pista útil que nos tiró Laddaga fue considerar que Aira escribe desde una crisis de la literatura, desde un no saber si el público lector –el lectoespectador, como acertadamente define Vicente Luis Mora al público actual– seguirá leyendo o si abandonará esta práctica por obsoleta. Además, Aira habla de sus libros dentro de sus propios libros. El título de uno de mis favoritos, la brevísima novela Cómo me reí, se refiere al comentario que le hacen muchos de sus lectores al concluir una novela suya: «cómo me reí con tal o cual obra». Y él, incómodo tras escuchar tantas veces la frase, empieza su libro con esta respuesta: «Deploro a los lecto-
res que vienen a decirme que “se rieron” con mis libros, y me quejo amargamente de ellos». Lo que podría parecer en un principio un ensayo autobiográfico sobre la recepción de su obra, acaba siendo una guirnalda de historias de infancia y juventud en su pueblo de entonces, Coronel Pringles, ensambladas con reflexiones sobre lo difícil de la comunicación entre los humanos y otras mil ideas procedentes de su chistera sin fondo. Esta característica manera de guiarnos por zonas que no esperábamos transitar durante la lectura de sus páginas es otra de las particularidades de la literatura del autor argentino. Quien se sienta estafado porque el narrador incumple lo que parecía prometernos al principio del texto no ha de leer a Aira para evitar indignarse. Un buen ejemplo, de los muchos rescatables, se encuentra en la breve crónica titulada En la Habana (Literatura Random House), donde el narrador, alter ego de Aira, comienza contándonos sus impresiones tras visitar la casa de Lezama Lima en la capital cubana, para seguir hablándonos de cómo se construyen las historias en un texto literario, de pavos reales y de las instrucciones de limpieza de un fusil Remington. Aira despliega en él sus más altas dotes de flautista de Hamelin, capaz de llevarnos donde quiere con las melodías de su instrumento, que en su caso es la palabra escrita. Leer las declaraciones del propio Aira acerca de su obra en las entrevistas que circulan por ahí es, además de placentero, práctico. Sus explicaciones funcionan como el prospecto de su propia obra, pues incluyen todo eso que se ha de saber antes de empezar a leerlo, en pequeñas o grandes dosis. Yo al menos confío en lo que los autores declaran sobre su propia obra. Esta cita suya, sin ir más lejos, es de lo más revelador: «Todos mis amigos y maestros fueron poetas, incluidos de un modo u otro en la estela del surrealismo. De ellos tomé el procedimiento y los gestos». Y esta otra, más aún: «Lo mío fue, y sigue siendo, el dibujo laborioso de una escena, y al día siguiente otra, como los
«Quien se sienta estafado porque el narrador incumple lo que parecía prometernos al principio del texto no ha de leer a Aira para evitar indignarse» collages de Max Ernst o las cajas de Joseph Cornell». Me cuadra totalmente este vínculo entre Aira, Ernst y Cornell, pues los tres son unos constructores de imágenes especializados en fabricar poderosas obras a base de restitos y piezas procedentes de la realidad o de otras obras que encontraron por ahí. No en vano Aira ha escrito tanto sobre arte contemporáneo: en cualquiera de sus novelas se deja ver, pero particularmente en obras como su ensayo Sobre el arte contemporáneo (Literatura Random House) o en el breve texto Artforum (Blatt y Ríos), pero también en Un episodio en la vida del pintor viajero (Literatura Random House), cuya inspiración para escribirlo la obtuvo mientras miraba el lienzo de Mauricio Rugendas titulado El malón en el Museo de Bellas Artes de Buenos Aires. Así que me parece que no hay que preocuparse por cuál es el libro indicado para comenzar a leer a Aira. Su obra es un continuo, algo que remite a lo loncheable, pero en el mejor sentido –quien firma esto es defensora acérrima de la caña de lomo ibérico–, por lo tanto, se podría escoger al azar qué leer primero, una práctica muy surrealista que sería del gusto del propio escritor.
por Mercedes Cebrián
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SEGUNDA VUELTA
SEGUNDA VUELTA
Aparición de la hembrúscula SOBRE YO ERA UNA CHICA MODERNA DE CÉSAR AIRA por Marina Closs
Tengo un problema privado que va tomando ciertos rasgos preocupantes. Me gusta mucho leer. Y el problema viene ahora: parece que odio a los escritores. Entonces, cada vez que voy a comenzar un libro, sé que, a la primera frase, probablemente voy a odiarlo. Y voy a odiarlo a la segunda y así, es posible que termine la primera página casi ofendida, quizá (solo difícilmente) llegue a la segunda. Y lea. Después trato de representarme más claramente el objeto de mi odio y veo que nunca es solamente el texto, no es el libro, ni el género. Es estrictamente el escritor. Pero no la persona, sino el escritor en la persona. Lo que hace esa persona cuando se convierte en escritora. Se comprende entonces que siempre comience a leer con cierta incomodidad, como si los libros me acercaran a la parte que menos me gusta de la gente. Algo así me pasó con César Aira, a quien yo, al menos, venía preparada para odiar (y ya tenía dos libros a mi favor: Parménides y El error, que leí solo de mala gana). Yo venía encaminándome a odiarlo, además, un poco también porque es un alivio cobarde pensar que un libro no va a gustarme tanto. Cuando sí me gusta, es casi contraproducente. Enseguida me paso de entusiasmo (hay libros que me dan incluso una especie de taquicardia). Así sucedió finalmente en el caso de Yo era una chica moderna. No duró mucho el disgusto. El esplendor 12
fue brusco: casi como caer enredada bajo el hechizo de un mago. Hechizo, del latín facticius, no natural, fingido, artificioso. Semejante al hecho, semejante al acto, el hechizo es poco natural (como los escritores demasiado buenos). Es semejante a artificial (como los escritores demasiado buenos): aunque artificiosos, los escritores demasiado buenos tienen el poder de hacer que sus invenciones broten de la naturaleza. El hechizo es «fingido» como la ficción. La escritura es el receptáculo. ¿O es al revés? ¿la ficción es el receptáculo? Quien recibe a quién quizá sea el misterio. Pero ahí están las dos como brotadas de un mismo fondo: la capacidad humana de escribir y la capacidad humana de inventar. Como si en la escritura ya hubiese, de por sí, algo de ficticio. Y, demos un paso atrás, de hechicero. Inventar es mejor que respirar aire puro, que comer comida sana, que bailar música fea, inventar es mejor que mejorar. En el acto de inventar se suspende la estúpida necesidad humana de afirmar. Se puede decir que algo no es como es. La ficción es la otra cara de la afirmación. Y ese es el juego infinito de César Aira. Aceptarse como pura ficción es la ocupación de Aira. Porque la invención es su materia prima. Él se transforma en lo mejor de sí mismo pasándose por alto. En general, al menos yo, lo prefiero convertido en otra cosa, por ejemplo: en muchacha. En Yo era
«En el acto de inventar se suspende la estúpida necesidad humana de afirmar. Se puede decir que algo no es como es. La ficción es la otra cara de la afirmación. Y ese es el juego infinito de César Aira» Fotografía de Lisbeth Salas 13
SEGUNDA VUELTA
«Este es entonces el personaje mítico con el que Aira dio en Yo era una chica moderna: ¿qué vamos a hacer con ella? No es real, pero existe. En donde sea que esté, la reconocemos. Porque es la silueta sin fondo de la fantasía, puede estar ahí o en cualquier otra parte. Nunca está de más: es bienvenida para el resto de la eternidad, aunque solo sea por feliz y hermosa» una chica moderna, la chica moderna sueña con el escritor César Aira, mientras en la ficción es esa especie de boluda inolvidable. Ella es, para mí: la cara inmóvil, la esfinge que cuida la entrada a la Argentina entre el 2000 y los noventa. Y no los menciono anti-cronológicamente por puro desorden, sino porque la esfinge está sentada justo en la entrada al pasado más remoto. La esfinge está en el 2000, cuidando la entrada de los noventa: necesitó de los noventa para existir. Después, necesitó del escritor César Aira para tomar una especie de halo: de idealidad, digamos. Pienso que lo máximo a lo que puede aspirar un escritor es crear a su pequeña mujer. Todos los grandes escritores lo saben. O muchos, al menos, lo intentan. Porque las mujeres cuidan los abismos ¿no? Y las pequeñas mujeres: ¿no están paradas por encima de la vida y de la muerte? En Yo era una chica moderna Aira creó a su pequeña mujer: su hembrúscula. Y a partir de la esfinge, crear el abismo fue casi una consecuencia. El abismo es el sitio en donde la novela coloca su boca de alimaña y succiona la savia de la realidad. El punto ciego en el que la novela mata la realidad para reformarla. En este caso, el abismo son los años noventa. La pequeña mujer es una fantasía de la masculinidad (¿cierto?), puede estar semi-dada en la realidad, pero su concreción artística es fruto de una cierta cualidad masculina: la ignorancia. Lo que quiero decir es que la pequeña mujer tiene que ser inventada. ¿Por un varón? No exactamente. Algunas escritoras mujeres también crean pequeñas mujeres. Marcel Schwob escribió el evangelio de la pequeña mujer en El libro de Monelle. En La hora de la estrella, Lispector inventó al escritor (Rodrigo S. M.) que, a 14
su vez, inventó a una pequeña mujer: la nordestina. ¿Para qué? Para que Clarice pudiese tener también una. Era necesario que su reina de la pequeñez saliese de la oscura pluma de un escritor frustrado. A Zazie la inventó Raymond Queneau, a Mardou, Jack Kerouac. A Alicia… y así hasta el infinito. En el personaje de la pequeña mujer, hay algo demasiado tentador: la posibilidad de hablar desde las profundidades de la belleza. ¿Quién no quisiera pararse a mirar desde donde todo, en comparación, parece mucho más feo? La felicidad de la mirada de la pequeña (que, en Yo era una chica moderna, llega a provocar un aborto sangriento sin perder un gramo de proverbial alegría y espontaneidad) es lo ideal (lo que la realidad nunca ofrecerá en ningún lado). La pequeña mujer alumbra la crisis: en medio del derrumbe total, ella casi no siente. Su belleza y su felicidad la envuelven como una cáscara. Por eso, por anti-real, es esfinge. Por más boluda que se precie: es esfinge. Porque nadie sabe cómo hace ¿o cómo hizo Aira? Para que ella fuera así. La pequeña mujer está siempre esperando el día en que se casa. Ese día, será feliz. Mientras tanto, también es feliz, porque la esperanza alcanza. Y no estar casándose, en el fondo, es tan divertido como casarse. En La hora de la estrella, un príncipe azul extranjero pisa con su auto a la pequeña mujer y fin de la historia. En Yo era una chica moderna, en cambio, al final de una noche de fiesta, la pequeña se acuesta, rodeada de amigos, en una plaza. Ahí, un feto saltarín toma el cuerpo de un joven fornido y deseable pero, así como se transforma en príncipe azul, decide ir a drogarse. Desaparece entre la multitud. La hembrúscula de Aira ¿qué va a hacer? Se ríe. Se
casará más tarde. En algún momento tendrá que casarse ¿no? Y ese momento llegará, como todos. Este es entonces el personaje mítico con el que Aira dio en Yo era una chica moderna: ¿qué vamos a hacer con ella? No es real, pero existe. En donde sea que esté, la reconocemos. Porque es la silueta sin fondo de la fantasía, puede estar ahí o en cualquier otra parte. Nunca está de más: es bienvenida para el resto de la eternidad, aunque solo sea por feliz y hermosa. ¿Qué dice de una mujer real Yo era una chica moderna? ¿Que Aira estaba hablando de otra cosa? O quizá hasta pensaba que hablaba de una mujer real, y en cambio, se le escapó el fantasma eterno de la fantasía, la hechicera por excelencia: Servidor del tiempo, amo del presente, esclavo de la libertad, criatura del trabajo, el novelista crea los destinos. Hablar es rápido y fugaz; escribir es lento y difícil. Llegar a tener una voz con la que hablar es mucho más lento: se mide con lapsos de vidas enteras. ¿Podría agregarse: con lapsos de amor pasajero? ¿de amor imposible, quizá? ¿Se tiene que leer el final del primer capítulo de Yo era una chica moderna como una preciosa fantasía de amor entre el escritor y su personaje? O, para qué generar incomodidades, ¿no será todo puro amor nacional? Y la pequeña, entonces, ¿no sería la patria loca o medio tarada, digna de que alguien se atreva a amarla? ¿A inventarla como se inventan entre sí los amantes? La pequeña mujer es ridícula y fantástica, la Argentina de Aira ¿no es exactamente así? Esta es la definición última con la que yo trabajo: la literatura es el medio por el que un brasileño se hace brasileño, un argentino argentino. (…) No se trata solo de ser argentino o brasileño, sino de inventar el dispositivo por el que valga la pena serlo, y vivir una vida siéndolo. (…) No puede negarse que países como los nuestros, históricamente nuevos, ofrecen mejores condiciones para poner en marcha este mecanismo, en tanto conservan un quantum de no inventado. Aira dice quantum: lo no inventado toma el lugar de la porción, porque la totalidad siempre es un invento, pero ¿quién ha visto un quantum? Se puede inventar dirigiendo la mirada a lo parcial, a lo individual, ahí está lo menos inventado de la tierra: una y otra vez se puede empezar a escribir una novela tomando la voz del personaje principal como quantum: porción infinitamente inventable. De ella (de la pequeña mujer, en este caso), brotará una atmósfera; de la atmósfera, (una fiesta, una plaza, una calle) brotará un país; de la pequeña mujer tendida en una plaza brotará, de pronto, una época. No sé si tiene sentido tratar de explicarlo. Al leer Yo era una chica moderna, a mí simplemente me sucedió. Creo que yo no entendía Buenos Aires, por ejemplo.
Y durante la lectura me ocurrió lo impensable: entendí. Empezó a existir así, arrugándose, hurgándose, hurtándose: toda la ciudad con sus fiestas, sus calles, sus plazas, sus terrazas, sus balcones. Dándose a entender en su forma de pequeña mujer histriónica. La pesadilla, el entuerto febril, la mente en su enfermo juicio: despabilándose. La ciudad y su extraña belleza. La ciudad y su extraña felicidad. La felicidad de hacer metástasis en un cuerpo feliz: ¿la ficción es un tumor en un cuerpo feliz? ¿De los escritores? ¿de las sociedades? Digo que es un tumor porque tiene siempre algo de ajena y peligrosa. También algo de innecesaria. Y el cuerpo feliz puede convivir con ella sin verla (de lo contrario, enseguida suele aparecer la afición a controlarla, que es exactamente lo que nos pasa en esta época). La ficción puede resultar benigna o maligna, en función de la conservación del cuerpo en que se injerta. Pero ella misma no es ninguna de las dos cosas: un especie de afuera, aunque esté metida adentro; una suerte de otra cosa, aunque esté incrustada en un interior. Y aun así, la ficción es de origen social, por más antisociales que resulten los escritores. Quizá también por eso es un afuera (incluso de quien la crea). Volviendo a la metáfora del tumor, la ficción es de origen sistémico: hace sistema con el cuerpo de todas las demás ficciones, aunque todas juntas se introduzcan en un cuerpo ajeno. Y entonces sí: lo acosen y lo ataquen. En Yo era una chica moderna pasa lo contrario que en esos libros que está de moda describir como «necesarios». Es la ficción en lo que tiene de innecesaria, redundante, inexplicada, inexplicable. Es la ficción en lo que tiene de certera. Si estos libros «necesarios» piden una cierta lectura seria y moral (serial), Aira es la contracara sonriente. Y como contra-cara, es también contra-poder. No tomar el lugar de la necesidad, abominar de la necesidad. Dejarse llevar, dejarse arruinar, a veces. Esa es la lección de Aira: se puede escribir sin que sea estrictamente necesario. Se puede escribir porque siempre hay algo que no puede ser (la belleza y la felicidad, por ejemplo, ¿todavía pueden ser?). Y esa es su enseñanza, estar siempre en donde no se puede, en donde todo más bien puede perderse. Descubriendo el centro inmóvil del hechizo (la invención del quantum), Aira se queda con la clave del abismo: la única totalidad. Como todo adorador de lo ficticio, Aira despilfarra realidad: no quiere hablar de una mujer real (ni, menos que menos, de una patria). Pero tampoco quiere perdérselas: las chupa y comulga. Se come, en cierta forma, el cuerpo de su amada. Y termina diciendo lo mismo que Fellini: «no debemos lamentar nada, nada en absoluto». ¿Quizá porque en el fondo la realidad es también su única esperanza? 15
CORRESPONDENCIAS
Fotografía de Nina Subin
Valerie Miles Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.
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Fotografía cedida por la autora
Dainerys Machado Vento Es escritora, periodista e investigadora literaria. Tiene una Maestría en Literatura Hispanoamericana por El Colegio de San Luis A.C., México, y está culminando su Doctorado en Estudios Lingüísticos y Culturales en la Universidad de Miami, ciudad donde radica desde 2016. Es autora del libro de cuentos Las noventa Habanas y de la investigación literaria El estruendo de Ciclón. La nueva revista cubana (1955-1959), ambos publicados por Katakana Editores en 2019 y 2022, respectivamente. Ha colaborado en medios como Letras Libres, Literal Magazine, Emisférica, Yahoo Noticias, entre otros de Estados Unidos, México, Argentina, España, Uruguay y Cuba. En 2021, la revista Granta en español la incluyó en su segunda lista de los mejores narradores jóvenes de la lengua.
Fotografía cedida por el autor
José Ardila Escritor y editor colombiano. Escribió y dirigió las obras de teatro Variaciones azules sobre un padre ausente y La cuarta pata de la ye. Tiene dos libros de cuentos publicados: Divagaciones en el interior de una ballena (Instituto de Cultura de Antioquia, 2012) y Libro del tedio (Angosta Editores, 2017). En 2019, fundó con dos amigos Querida, una productora de cine. Desde entonces ha escrito los cortometrajes La herencia, Los enemigos y Lo anunciaron en la radio. También es guionista de la película en desarrollo La cábala del pez. Textos suyos han aparecido en medios como Universo Centro, El Malpensante, El Espectador y El País. En 2021, la revista Granta lo incluyó en su lista de las 25 voces más prometedoras de la literatura en español. Actualmente, prepara la publicación de su primera novela.
CORRESPONDENCIAS
Dainerys Machado Vento y José Ardila: «LENGUAS MEZCLADAS MALAMENTE. OJALÁ» Coordinado por Valerie Miles
VALERIE MILES Donde otros matemáticos veían complejidad y caos, Mandelbrot veía orden, simplicidad y sentido. En las nubes, en las olas, en las costas, en las montañas, existen patrones que siguen un orden natural. Un trueno, nos dice Warburg, representa una serpiente y también la esperanza de la lluvia. Entre su forma y la de mi sistema nervioso hay similitud. Mar y montaña, olas y vientos mueven los fractales de las hojas, las mismas partículas y el sonido del Caribe. José Ardila, desde Medellín y antes Chigorodó, Dainerys Machado Vento, desde Miami y antes La Habana, se escriben desde las crestas y las ráfagas. Escuchen.
DAINERYS MACHADO VENTO
Mi querido Jose, te escribo sin acento, porque sin acento repito siempre tu nombre en mi cabeza. Creo que el cariño no lleva acentos en español.
Por cierto, recuérdame, si volvemos a Valencia, no dejarme vencer por la fila para comer paella; recuérdame jamás, jamás cambiar una paella por una fideuá. Ese es mi único arrepentimiento de aquel viaje del año: no comer paella valenciana en Valencia, ah, y no haber llegado al mar. ¿Cómo lucirá la costa? ¿Será tan linda como la del Caribe?
¿Cómo has estado? ¿Cómo están tus gatos? Me enteré de que has adoptado otro. ¿Cuándo nos encontraremos de nuevo en la madrugada de Valencia, para calentar la conversación con un buen mezcal y burlarnos de todo lo humano y lo divino? Nos reímos tanto esa noche que me quedé sin voz. Hace muchos meses que no sé de ti.
Te cuento que mi último día en Barcelona, en el taxi rumbo al AVE, le pedí al chófer que se desviara del camino y me llevara a ver el puerto. Me salió bien. El chófer era un señor muy amable, que muy amablemente se burló de que los 17 grados Celsius que había ese día, a mí me parecieran un invierno cruel. Yo digo que una de las pocas cosas buenas
Miami
que tiene vivir en lugares muy calurosos es que el clima siempre es el pretexto perfecto para iniciar una conversación. No sé si pasa en Colombia, pero la de hombres que enamoré yo en mi juventud en La Habana, rompiendo el hielo con un constante y sonante «¡pero qué calor hace hoy!», como digna heredera de Luz Marina Romaguera y de todo el drama del teatro cubano que gira en torno al calor. Por cierto, ¿has regresado al teatro o sigues yéndote de karaoke los fines de semana? No quiero que suene a reproche. Si acaso tómalo más como envidia. En los últimos años me he ido de fiesta mucho menos de lo que quisiera y de lo que digo que merezco. Y voy a dejar 17
CORRESPONDENCIAS
esta carta aquí, que te llega llena de preguntas que no sé si vas a querer responder. Pero cuéntame todo de ti, cuéntame qué lees, qué haces estos días o cuéntame lo que quieras, que hace demasiado tiempo que no sé nada. ¿Terminaste la novela? Un abrazo hasta Colombia, Dainerys
JOSÉ ARDILA Medellín Querida Dainerys, ¿cómo van los dragones? Ja. Perdón. Imagino que debe ser chiste viejo en tu vida, pero es en todo caso un chiste que no me animé a decirte en los días en que coincidimos en España, porque recién te empezaba a conocer (y qué pena) y me dio la impresión de que podías ser muy brava (y qué susto). Podés ser muy brava (de eso tengo certeza), pero, ahora que me hacés recordar las risas que nos pegamos a costa de medio mundo, me digo: «Qué carajos, igual y estoy lejos». Es mi forma de decirte que también te extraño. Que no somos tan católicos como para sacarnos un tiempito solo los domingos para hablar. Al fin y al cabo, entre Miami y Medellín no hay mucha diferencia horaria, y aunque la hubiera. La única diferencia, quizás, es el mar. Vos lo tenés ahí todo para vos. Acá debo parar y confesarte algo que de pronto no te he dicho: soy un costeño a medias. Y como soy un costeño a medias, el mar no me hace falta nunca. Soy un costeño a medias porque Chigorodó, donde nací y crecí, queda a unas horas de la playa más cercana y, por lo tanto, tiene del mar casi todo lo maluco y le falta casi todo lo que es bueno. Lo maluco: el calor, los mosquitos, la humedad. Lo bueno: el agua, la brisa, el horizonte. Lo maluco: la vida plena solo a partir de más o menos las seis y media de la tarde. Lo bueno: anochecer con los sonidos de las olas. 18
Me quedan las voces, eso sí. Los acentos. La música. El sentido caribeño del ritmo. Pa qué más. En fin, el mar lo he tenido lo suficientemente cerca y lo suficientemente lejos para no padecer nunca de mucha curiosidad por mirarlo. No cuando era niño, en Chigorodó. No en Barcelona, durante los días en que nos conocimos. No ahora, que acabo de escribir textos para un museo en el Canal de Panamá, sin haber visto, ni olido, ni sentido en mi piel ninguno de los dos océanos que conecta. León de Greiff, que creció en cambio entre las montañas de Antioquia, pero tuvo ancestros vikingos (o eso decía) y no vio el mar sino hasta que estuvo muy viejo, escribió un poema bellísimo sobre sus mares imaginados. Mira cómo empieza: No he visto el mar. Mis ojos –vigías horadantes, fantásticas luciérnagas; mis ojos avizores entre la noche; dueños de la estrellada comba; de los astrales mundos; mis ojos errabundos familiares del hórrido vértigo del abismo; mis ojos acerados de vikingo oteantes; mis ojos vagabundos no han visto el mar… A veces creo que me hubiera gustado más eso. No haber visto el mar del todo, en vez de esta insinuación mía, ese mar en el rabillo del ojo que me acompaña a todas partes. Me alargué con el asunto del mar sin querer. Quería hablarte sobre el teatro (que he visto unas obras maravillosas) y sobre el karaoke (que es una afirmación de mi educación sentimental), pero ya habrá espacio en otra carta. Muero de ganas por leer tu libro nuevo. ¿Te conté que uso tus cuentos de Las noventa habanas para darles clases de escritura a adolescentes, a estudian-
tes de Instrumentación Quirúrgica a los que no les interesa escribir? Me han salvado la vida.
DAINERYS MACHADO VENTO Jose, leo tu carta sin dejar de sonreír. «Qué lindo escribe», «qué bello ese poema», todo eso pienso. Me has hecho recordar a la primera persona que me contó que nunca había estado cerca del mar. Se llama Isabel y nació en San Luis Potosí, una ciudad a cuatro horas de la costa. Limpiaba casas, o «hacía el aseo», porque ya sabes que en México son fanáticos de los eufemismos. Algún día yo me estaba quejando de estar tan lejos del mar, o quizás le estaba contando que me iba de vacaciones a Oaxaca. No recuerdo por qué motivo exacto terminé hablando del mar con Isabel. Ella me dijo que jamás había estado ni siquiera cerca. «¿Cómo es?», me preguntó y ¿puedes creer que no supe que decirle? «Cuando lo veas, te va a encantar», fue lo único que se me ocurrió. Es una de esas pequeñas historias que me mostraron cuán radical iba a ser la experiencia de la emigración. Me sorprendí mucho al encontrar una realidad tan común y a la vez tan lejana para mí: que en el mundo hay mucha gente que no conoce el mar, que nunca lo ha visto, ni se ha mojado los pies en la orilla, ni ha tenido la arena desgranándose entre los dedos; como durante muchos años yo no había visto un volcán, ni un desierto. Fue un colombiano, precisamente, la segunda persona que me contó que nunca había estado cerca del mar. Así que no me sorprende del todo tu carta. Él se llama Hans, es poeta y maestro. Un día me escribió muy emocionado porque pronto iba a visitar, junto a su sobrino adolescente,
una ciudad costera. Después vi fotos de los dos, con caras de niños felices, y me dio tanta alegría como si la foto hubiese sido mía y de Isabel. Rodeada de mar por todas partes, soy isla asida al tallo de los vientos... Nadie escucha mi voz, si rezo o grito: Puedo volar o hundirme... Puedo, a veces, morder mi cola en signo de Infinito. Esos son los primeros versos de «Criatura de isla», de Dulce María Loynaz. En las islas, todos nos sentimos como tierra desgajándose hacia el mar, tal y como ella escribe en ese poema. Nuestra barrera con el resto del mundo es agua salda, es el símbolo de lo finito y lo infinito, una cárcel, un paseo, el final de todos los viajes. Así que no te puedo negar que sí, que el mar es todo mío. Antes de despedirme, tengo que comentar el chiste de los dragones. Me encanta. Pasé de ser una niña con un nombre que nadie sabía pronunciar, a llamarme (casi) como la Madre de los Dragones. Digo que fue un premio por todas las crisis de identidad que antes mi nombre me provocaba. Alguna vez quise cambiarlo a Maribel, como mi tía favorita de la infancia. Pero eso no se lo cuentes a nadie, por favor, o drakarys. Espero tu carta con muchas ganas. Ya te llamaré pronto. Pero escribe, escríbeme. Qué lindo lo de Las noventa Habanas. Son los libros los que nos salvan a todos. Muchos abrazos y muchas olas para ti,
JOSÉ ARDILA No te había respondido antes porque me la pasé todo el día de ayer enguayabado. Y como podrás sospecharlo, el guayabo se debe a una noche de karaoke. Me emborraché en Miércoles
Santo y besé a un muchacho. Pero fue decepcionante. El karaoke, quiero decir. No los besos del muchacho. Y es que no es el karaoke al que normalmente voy. Y me pareció desordenado, con mala curaduría. O sin curaduría alguna. Había música de hace treinta años y de hace dos semanas. Había salsa y rock en español y merengue y baladas románticas y Juan Gabriel y Shakira contra Piqué y Los Enanitos Verdes y Marco Antonio Solís y Totó la Momposina y creo, si el licor no me hace recordar mal, Tego Calderón. Todo eso me gusta por separado. Pero no junto. Y menos en un karaoke que valga la pena. Ajá. Soy un karaokero sofisticado. Que es otra forma de decir que soy un snob. Me acordé del hombre que nos habló en España de los camarones típicamente cubanos, que le encantaban, pero que vos, típicamente cubana (supongo), no habías probado en la vida. Todavía me estoy riendo de eso. Qué loco y qué lindo lo que decís de tu amiga y del colombiano con nombre de alemán. En Antioquia, el deseo de ver el mar es un mal común. Con un agravante, que casi todo el departamento es territorio montañoso. Entonces el sueño de ver el mar algún día, me parece, es el sueño de ver el horizonte. Lo entendí la primera vez que estuve en Buenos Aires y me paré en una de esas calles amplísimas que no terminan en ninguna parte. Que se fugan por allá en un punto en el infinito. Pero la montaña condiciona también la cabeza y a veces el corazón. Uno cree que quiere el horizonte, pero lo que pasa, por lo general, es que el horizonte abruma, asusta. Pienso en la postal que me mandaste adjunta a tu carta. En lo que decís ahí: «En realidad, le tengo mucho miedo al mar». Si en una isla todos se
«León de Greiff, que creció en cambio entre las montañas de Antioquia, pero tuvo ancestros vikingos (o eso decía) y no vio el mar sino hasta que estuvo muy viejo, escribió un poema bellísimo sobre sus mares imaginados» desgajan hacia el mar, el derrumbe de la montaña solo produce más montaña. Escombros sobre escombros. La montaña se prolonga en el intento de moverse. Por eso, quizá, cuando alguien sale de Medellín, no importa el lugar del planeta en el que se encuentre, no demora en buscar gastronomía típicamente antioqueña, aunque la gastronomía antioqueña sea más bien precaria. En la playa. En Europa. En China. «¿Dónde venderán bandeja paisa?». Y por eso, también, en Medellín habrá pegado tanto el tango, la salsa, la música romántica del siglo pasado (que acá llamamos música para planchar) y recientemente el regue19
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tón, pero todo compartimentado, separadito, en bares temáticos, no tan al mismo tiempo, en panorama. Por ejemplo: «¿Qué hacés poniéndome en un karaoke a Amanda Miguel junto a Bad Bunny? ¿Estás loco?». Por cierto, tenés que venir, tenemos que ir juntos a Melodía para dos, que es melodía para treinta, porque uno va allá con los amigos a cantar plancha a grito herido. Como escribió el gran poeta mexicano de los últimos tiempos: Cuando quieras tú, divertirte más y bailar sin fin, yo sé de un lugar, que te llevaré. Besos.
DAINERYS MACHADO VENTO Mi querido Jose, yo nunca he hecho eso. Lo del karaoke, quiero decir. Lo de besar muchachos y muchachas, sí. La vida es demasiado bella. Lo verdaderamente triste es que no todos podamos disfrutar a plenitud su belleza. Hace unos días, el escritor español Daniel María leía en alguna calle de Tenerife su poema «Quiero». Yo estaba viendo los videos de la lectura y un verso suyo struck me like lightning: «Quiero que solo me lean las raras, las peligrosas, las degeneradas», decía Daniel. Yo pensé que era bonito que él quería que yo lo leyera, una rara, degenerada. No sé si peligrosa. Imagino que sí, peligrosa para los guardianes de las buenas costumbres. Ayer le pedí
«Pero ser bilingüe es también esta mezcla de idiomas en la cabeza y, sobre todo, en los afectos. Para mí hay expresiones que solo tienen sentido en inglés; deportes y libros que solo disfruto en inglés; sentimientos que solo me saben bien en español»
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el poema a Daniel, para enviártelo y que lo leyeras, pero me dijo que Con una alita rota —que es el libro donde lo incluyó —no sale hasta dentro de algunas semanas. Me he preguntado mucho por qué amo tanto ese verso. Y creo que es porque me develó una de esas verdades que uno tiene dando vueltas en la cabeza, pero que no golpean el piso, they just don’t hit the ground hasta que alguien más te la devela: Soy una rara en toda la acepción de esa palabra. (Y hablando de rarezas mira qué rara palabra es acepción. Nunca la había visto escrita). Fíjate lo que me pasa cuando estoy agotada, como hoy. Se me mezclan el inglés y el español, divago, presto atención a tonterías. Mucha gente piensa que ser bilingüe es conocer a la perfección dos idiomas diferentes, vivir vidas separadas en cada lengua. Pero ser bilingüe es también esta mezcla de idiomas en la cabeza y, sobre todo, en los afectos. Para mí hay expresiones que solo tienen sentido en inglés; deportes y libros que solo disfruto en inglés; sentimientos que solo me saben bien en español. Quizás te debería estar contando mejor de mis gustos musicales. Pero ya ves, nunca he ido a un karaoke, y en mi lista de música en Spotify salto de Benjamin Clementine a Shakira como si nada estuviese pasando, de las Ibeyi a San Juan Gabriel, según el ánimo dicte. Siempre he sido una mala fanática. Cuando me preguntan por mi autora favorita, por mi libro favorito, por mi música favorita, siempre respondo cualquier tontería. ¿Cómo explicar que todos esos gustos cambian con la dirección de mi espíritu? Sí debo recomendarte que no te emborraches solo escuchando a Chavela Vargas. Mejor nunca te emborraches solo. Pero si llega el momento, no la escuches. Lo he hecho, sin querer, un par de veces, y me toma un mes salir de hoyo de su voz triste.
Escribo poco hoy. He interrumpido esta carta un par de veces. Como te dije, estoy agotada. Solo decirte que acepto esa invitación al Melodía para dos o para treinta y decirte que, cuando alguien me pregunte qué es ser cubana, sacaré de mi bolsa tu carta anterior y le leeré aquello de que la montaña solo produce más montaña. Gracias por toda la música de tus letras. Un beso, Daine
JOSÉ ARDILA Querida Daine (ya te voy a llamar así el resto de la vida): Saco un tiempo en las noches para escribir estas cartas y eso quiere decir, casi siempre, que estoy cansado. O más cansado de lo habitual. Es algo de lo que he hablado (me he quejado) con amigos y extraños últimamente, porque todos sufrimos de lo mismo: de cansancio. Me preguntan: ¿Cómo estás? Y respondo: Cansado. Y no es raro que me digan: Yo también. Y que nos quedemos en silencio, mirando el piso, como a punto de soltar un suspiro. A punto. Porque con qué alientos suspira uno en estos días de aire tan escaso. Un amigo escritor se incapacitó buena parte del año pasado. Estaba enfermo. Le mandaron exámenes de todo. De la cabeza. Del corazón. De las hormonas… De todo. Y cada vez que volvía al médico con uno de esos resultados y el médico le decía que probablemente lo que tenía era cansancio crónico, mi amigo insistía en que le mandaran más exámenes porque le parecía inaudito estar tan mal, y tan permanentemente, solo por cansancio. ¿Qué cansancio no se quita después de una semana de no hacer nada? Este.
«Es que somos demasiado ambiciosos. Nos toca mirar cómo sobrevivir decentemente y, como si eso fuera poco, se nos ocurre que debemos escribir. Imaginate. Debemos. Pero el cuerpo no aguanta tanta fatiga y ya no somos tan jóvenes para estos trotes. Sacar un tiempo en el margen de la vida diaria para escribir cualquier cosa. ¿Qué tiempo?» Es un cansancio que no conocíamos hasta hace un par de años. Excede el cuerpo, los músculos. Se adueña de la mente o el espíritu. Es que somos demasiado ambiciosos. Nos toca mirar cómo sobrevivir decentemente y, como si eso fuera poco, se nos ocurre que debemos escribir. Imaginate. Debemos. Pero el cuerpo no aguanta tanta fatiga y ya no somos tan jóvenes para estos trotes. Sacar un tiempo en el margen de la vida diaria para escribir cualquier cosa. ¿Qué tiempo?
Quiero decirte más y los ojos me pesan, no me dejan. Un último asunto importante: yo también soy bilingüe. Hablo dos españoles. El costeño y el montañero. A veces se me vienen palabras de un tercero, que no domino tanto: el español del Atrato. O sea que te entiendo, querida. Qué enredo. Y qué belleza. Y qué bonito que te suenan las dos lenguas mezcladas buena o malamente. Ojalá malamente.
Me alegra leerte, sin embargo. Me alegra escribirte a estas horas de la noche, con las últimas energías del día. El cansancio me ayuda a decirte lo importante, supongo. Algo muy importante: acato tu recomendación de no oír a Chavela solo y borracho. Pero haceme el favor y no me dejés olvidar la próxima vez que nos veamos que debemos cantar juntos, al menos, «La canción de las simples cosas». 21
PERFIL
YURI HERRERA
¿Lo vas a leer o se lo echo al perro? No conozco al escritor Yuri Herrera, en el sentido más estricto de lo que significa ser escritor en estos tiempos en los que conocer a un escritor es sinónimo de simulación, redes sociales, hermandades, alianzas, conexiones o bandos, alabanzas y buenos blurbs. Pero es verdad que lo conozco desde hace tanto tiempo que sé que muchas cosas de las que se dicen o se piensan de nuestra cercanía son mentira, porque en realidad todo es peor. Siempre todo es peor. En todo caso, para las intenciones de este texto, partiría diciendo que conozco a Yuri Herrera como la persona con la que comparto un interés por el lenguaje y la literatura, que no es sino el placer por la lectura y la conciencia de que somos unos privilegiados, -cada uno a su manera-, por ser parte del escaso y todavía excluyente clasemediero mundo de la «cultura» y que, a pesar de cualquier apuesta pesimista de nuestra parte, hemos logrado sortear dificultades para tener tiempo de escribir. Tiempo para escribir, ese lujo que la mayoría del
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mundo no tiene. Y es quizá por esto, que ninguno de los dos se toma en serio y nos aferramos a mantener dentro de nuestra comunicación todo aquello que no esté relacionado con «lo profesional» sino con los libros, los podcasts, la música o los textos que nos compartimos. No rehuimos a los temas profesionales. En esto solemos preguntarnos sobre decisiones que nos parecen trascendentes y aunque muchas veces no estemos de acuerdo en el punto de vista del otro, sí que somos incisivos al decirnos lo que pensamos, aunque ello no necesariamente signifique que vamos a darnos la razón. Y esto es quizá lo que me interesa compartir sobre Yuri Herrera, que dentro de su única y propia contradicción humana, encuentro en él a una persona que sabe escuchar, para bien y para mal, y que como lo reflejan muchos de sus personajes o de su universo literario, comprende que es mejor llenarse de mugre que ser impoluto. Y que ese ensuciarse, meterse dentro de temas o cuestionamientos incómodos permite que su narrati-
va experimente con las palabras y las conecte con sus obsesiones. Es decir, que más que usar al lenguaje para crear una estética en sí misma, parte de la idea de que la estética no es el fin, sino la herramienta. Porque cuando se tiene la conciencia de lo que significa el oficio de escritor, de hacer la talacha, de hacer prueba y error, no puedes sino hacer más humana la experiencia literaria. Cuando nos compartimos nuestro trabajo, nos hablamos directo, sin tanteo: «¿Lo vas a leer o se lo echo al perro?». «Échaselo al perro». Y entonces, sabemos que pronto tendremos un correo electrónico con un archivo adjunto. Pasa más de mi lado que del suyo, no por otra cosa, sino porque él es más moderno, contemporáneo, casi milenial. Le gusta enviarme fotos de lo que escribe por mensajería instantánea, soy yo, la que apegada al orden se aferra al correo. Es Yuro, como le digo, el catador de memes y stickers de mi día a día. Del chismecito matutino y del enojo nocturno. Es, podría decirse, el testigo de mi persona escribiéndose en tiempo presente. Se sabe mi relato privado y por eso no tengo qué explicarle las cosas que quiero transmitir en mis libros, porque nos acompañamos y confíamos en que cuando se trata de escribir, lo más importante es identificar el fin y no lo que nuestra susceptibilidad necesite en ese momento.
sino que tenga su propia silla en la mesa principal, donde deberían de estar todos los idiomas, conectándose los unos con los otros. La literatura como puente de muchas conversaciones multilaterales y no centralista como todavía pretende. Pero reitero, no conozco en su totalidad al escritor Yuri Herrera, sé, porque las redes así me lo indican, que entre quienes siguen su trabajo están Patti Smith, cantantes que admiro, músicos que escucho, escritoras que leo y amigos que cuando hablan de su trabajo lo hacen con cariño, respeto y admiración. Tampoco sé si quiero conocerlo, me quedo con el Yuro humano que se equivoca, que es curioso, irónico, malora con gracia. Con la persona que cuestiona, que se ríe, que no se toma la vida tan en serio en ese sí tomársela muy en serio. Y al escribir este texto, me preguntaba constantemente qué tanto de él, de este relato construido, pensado y planificado, estaría yo dispuesta a develarlo públicamente, porque como ya señalé, todo puede ser peor, mucho peor de lo que podemos imaginar. Y comprendí que no hay texto, frase, blurb o biografía que le pueda hacer justicia. Yuri Herrera, es ante todo, esa persona discreta que no va alardeando de sí, ¿por qué tendría yo que hacerlo más allá de lo que él necesita? En cualquier caso, ¿quién va a leer esto? ¿Se lo echo al perro?
Yuri Herrera, es el primero en decirme que espabile «Ya estás muy cómoda ahí». «No opines por tus personajes». «Jajaja, ¿esto qué?». Nos reímos. Nos malentendemos y nos contrariamos. Personalmente, me molesta cuando defiende algo que a mí ni me parece bueno, ni propositivo; y sé que a veces él se toma su tiempo para creérme que algo es extraordinario. Por ejemplo, me costó años hacerlo leer a Agota Kristof. Apenas hace unos meses, después de tantos años de conocernos, tuvimos nuestra primera conversación profesional, como colegas, de tú a tú. Fuera de nuestro país y en otro idioma. Al inicio de la mesa, Yuri, se olvidó de que apenas unos minutos antes nos estábamos prometiendo unos tacos y salió serio, -como él cree que es-, y habló ante el público de mi trabajo con la rigurosidad y minucia que un profesional debe de tener. Quizá ese día, fue la primera vez que lo conocí como el escritor mexicano radicado en Estados Unidos, que de una u otra manera ha hecho alguna grieta que se une a las otras grietas que más colegas hacen para que la literatura latinoamericana no sea una invitada más al banquete del canon internacional,
por Brenda Navarro
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UNA PÁGINA
¡Viva la traducción! por Diego Zúñiga
De todos los oficios vinculados a la literatura, el que siempre me ha parecido más admirable es el del traductor. Creo que en esta apreciación subyacen dos motivos puntuales: una cierta gratitud por todos esos libros escritos en otras lenguas que uno pudo disfrutar, y la admiración por esa lectura tan rigurosa y creativa que exige toda buena traducción. En el fondo, cruzarse con un buen traductor es cruzarse con uno de esos lectores que te sacuden la cabeza, el mundo, que te descubren autores, libros puntuales; personas en las que puedes confiar aunque no las conozcas, pues ahí está su trabajo y con eso basta y sobra. Por supuesto que hay algo de idealización en todo esto: no olvido que traducir es una forma más de ganarse la vida, y que hay personas que lo hacen bien y otros no muy bien, unos que lo asumen con profesionalismo pero sin aspavientos, y otros que han descubierto en este oficio una forma única de relacionarse con la literatura. He estado pensando en todo esto, creo, porque hace poco descubrí el Archivo Histórico de Revistas Argentinas, un sitio web en el que han digitalizado una serie publicaciones que fueron fundamentales para la literatura trasandina, donde encontré los 83 números del Diario de Poesía, que se publicó entre 1986 y 2012, un lugar en el que la traducción tuvo un papel fundamental: desde poemas de Auden, Brodsky, Ashbery y Tsvietáieva, pasando por Sexton y Carson, hasta ese artículo alucinante en el que publicaron un curiosísimo intercambio epistolar entre Marianne Moore y la Ford Motor Company, quienes le pedían a la poeta norteamericana ayuda para encontrar un nombre para su nueva serie de automóviles.
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Me parece que es la poesía, justamente, el territorio donde la traducción se puede apreciar de mejor manera. Quiero decir: ninguna inteligencia artificial va a traducir Autorretrato de espejo convexo, de John Ashbery, mejor que Javier Marías, ni se acercarán, nunca, a entregar versiones tan singulares de Emily Dickinson como las de Silvina Ocampo, ni menos podrán acercarse a lo que hizo Nicanor Parra con El rey Lear. Y podríamos seguir citando otros ejemplos, o convocar historias alucinantes sobre la traducción (Piglia contando el periplo borgeano que ocurrió con la traducción de El Quijote al chino, o Coetzee dedicándole un ensayo a la historia de los primeros traductores de Kafka al inglés y cómo eso determinó por completo su lectura en el mundo anglosajón, o la historia fascinante de José Salas Subirat, el primer traductor de Ulises al castellano—, o también podríamos hablar de libros y textos recientes acerca del oficio de la traducción —Se vive y se traduce de Laura Wittner y Este pequeño arte de Kate Briggs son imperdibles—, y seguir convocando nombres de aquellos traductores a los que nosotros —y nuestras bibliotecas— le debemos tanto, pero lo cierto es que debo confesarles que he estado pensando en todo esto realmente porque ahora, en mayo, se cumplen ya cinco meses desde que falleció Marcelo Cohen y todavía cuesta creer que ya no volveremos a leer una nueva traducción suya, que ya no volveremos a tener en nuestros manos una nueva ficción de su autoría. Hablar de Marcelo Cohen es hablar de un traductor y narrador excepcional, que nació en Argentina, que vivió muchos años en Barcelona, y a quien le debemos tantos buenos libros: los que escribió él —con esa sintaxis única que le permitió atravesar géneros y crear mundos fascinantes— y
los que tradujo de forma extraordinaria: pienso en su Locus Solus de Raymond Roussel, o en Los desafortunados de B.S. Johnson o en esa versión inencontrable de La exhibición de atrocidades de Ballard que hoy se vende, en internet, por cientos de euros. Marcelo Cohen era un escritor desafiante, un lector generoso y una persona entrañable. Hay que leer de nuevo sus cuentos; perderse en el Delta Panorámico, ese lugar que se inventó para sus ficciones; disfrutar sus últimos relatos en que se dedicó a contar y contar películas imaginarias y a trabajar con el fantástico de una forma única, mientras seguía indagando en el lenguaje. Hay que volver a esos libros y entregarse a sus ensayos y leer y releer Música prosaica, donde justamente reflexionó sobre su oficio de traductor al punto de armar un ensayo que es una lección sobre la escritura, los modos de leer y el lenguaje. Es ahí donde dice que comprendió «que nadie que piense con frecuencia y alguna profundidad en el lenguaje puede no desembocar en la política, o cambiar su manera habitual de pensarla». Cohen fue un testigo privilegiado de la eterna discusión entre las traducciones españolas y las latinoamericanas; los desencuentros, los quiebres y los diálogos infinitos, en los que él fue protagonista, pues comenzó su oficio de traductor en Barcelona, donde vivió más de 20 años. De todo eso, terminó concluyendo: «Llegué a la teoría de que la fidelidad de la traducción consistía en idear una manera de traducir para cada libro». Y eso fue, precisamente, lo que hizo. Cuesta creer que Marcelo Cohen ya no está porque no hay forma de encontrar consuelo cuando sabemos que se fue un escritor extraordinario, uno que reflexionó cómo pocos sobre esa gran pregunta que es el lenguaje y que nos permitió leer tantos libros extraordinarios.
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Literatura y ciencia ficción La distopía (es) hoy por Daniel Escandell Montiel
La distopía como diagnóstico por Ricardo Menéndez Salmón
El agua inasible… Y naturalmente distópica:un ensayo sobre La laguna H.3, de Adolfo Costa du Rels por Giovanna Rivero
Distopías geológicas por Michel Nieva
Distopías híbridas de realidad por Sascha Hannig
Después del fin del mundo: algunas notas sobre Plop, de Rafael Pinedo por Tomás Downey
El ejercicio literario en la distopía por Alicia Fenieux
En la isla
por Pilar Adón
Coordina Daniel Escandell 27
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LA DISTOPÍA (ES) HOY por Daniel Escandell Montiel (Universidad de Salamanca)1
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e suele contar que en la cultura china existe esa maldición, que tiene algo de dicho, de desearle a alguien que le toque vivir en tiempos interesantes. Sucede habitualmente que, como atrapados en una olla cuya temperatura asciende de forma suave como constante, no se da cuenta de que le están cocinando vivo hasta demasiado tarde. En definitiva, los tiempos interesantes están siempre a nuestro alrededor, pero no siempre somos conscientes de ello en el momento en el que hubiera servido todavía de algo. Las distopías construyen discursos sociales y políticos que deberíamos escuchar como las sirenas (las de las alarmas antiaéreas, por ser más concretos), aunque lo cierto es que si no hubiera en ellas un toque casándrico serían menos distópicas. Así, no resulta extraño consultar el periódico, leer una noticia y pensar que lo que contaba Margaret Atwood en su novela de 1985 está a la vuelta de la esquina y no hacer nada. O sí, quizá hacer algo, como cuando se popularizaron algunos memes en referencia al texto de Orwell. Quizá alguien ya está haciendo referencias a Player Piano, la novela con la que debutó Kurt Vonnegut, en relación con las constantes noticias sobre la IA, retomando (y reformando) el discurso contra la automatización radicalizada. Y en alguna clase están viendo Sleep Dealer, la película de Alex Rivera para introducir debates tan necesarios como incómodos para la hegemonía. La distopía es un ejercicio de prognosis: pocas falacias son más interesadas y erróneas que la atribución al género de la noción de profecía autocumplida. Los escritores que cuentan estas historias construyen sus mundos a partir de la reflexión sobre los indicios que empiezan a observar y las intuiciones sobre las derivas de lo que les rodea. Es hecho más que sabido que hablar de futuros lejanos, de ucronías, y demás, es una excusa para hablar de lo más inmediato y contemporáneo. Al menos, siempre que tras esas palabras haya alguien con algo que contar, pero esta es una observación (algo cruel) que puede hacerse sobre cualquier forma narrativa. En la práctica, nos evidencia una vez más otra de esas razones por las que en un mundo de tecnócratas y de ataque sostenido a
las Humanidades, esta (como las otras formas del arte y su estudio) deben ser respetadas y observadas, sí, pero, sobre todo, escuchadas. Toda inscripción y discurso es un acto políticamente marcado, incluida la voluntad expresa de huir de la significación. Pero si en algo destaca la distopía es en la presentación ante su público de un mensaje con carga política y denuncia social. Y esto hace que resulte especialmente llamativa la tradicional expulsión del género por los guardianes del marchamo de la artificiosa alta cultura, con excepciones tan concretas y veteranas como la de Swift, el considerarlo una suerte de «pecado menor» de autores que consideran respetables, o el aceptar su legitimación cuando el aval proviene de otras lenguas, como con Ursula K. Le Guin (en este caso, pensamos el provincialismo de parte de la crítica y la academia en lengua española). Estudios recientes, como el que firma Teresa Gómez Trueba en Espectáculo Apocalipsis, publicado este mismo 2023 por Visor, señalan que hay una extraña, quizá incluso perversa, sintonía entre lo que Gómez Trueba describe como el estado emocional de nuestro tiempo con el periodo histórico mismo que habitamos, siendo este un panorama de crisis global permanente en lo que llevamos de siglo, desde el pánico terrorista global que se desata a partir del 11-S hasta la pandemia de 2020, un periodo que ha vuelto a poner en los noticiarios el reloj del fin del mundo, que había perdido su protagonismo impulsado por el pánico nuclear. Salvo que el pánico nuclear regresó. Gómez Trueba recorre nuestro periodo y recoge el sentimiento generalizado ya en la introducción de su libro: «la crítica ha señalado que, en lo que llevamos de siglo, ha sido el de las distopías el [subgénero de la ciencia ficción] que ha alcanzado un mayor éxito y popularidad, ya sea en versión cinematográfica, televisiva o literaria». Podemos afirmar que su auge incluso trasciende la frontera de la ciencia ficción y es un crecimiento en términos absolutos, pues coinciden en este momento varias generaciones de autores que llevan toda su vida enfrentándose al pánico continuado y a la ame-
1. Este dosier se enmarca en el proyecto PID2019-104957GA-I00 (Exocanónicos: márgenes y descentramiento en la literatura en español del siglo XXI) financiado por MCIN/ AEI /10.13039/501100011033, cuyo IP es Daniel Escandell Montiel (Universidad de Salamanca), y es resultado parcial de la estancia de investigación realizada en la Universidad de Estocolmo bajo el programa de Ayudas para la recualificación del sistema universitario español 2021-2023 financiado por el Ministerio de Universidades/ NextGenerationEU/ PRTR.
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naza de la distopía, que es solo ligeramente peor que el (no tan) sutil descenso hacia la distopía real para el 99%. Era lógico, por tanto, que las páginas que aquí nos ocupan hayan perseguido dar voz a una muestra de autores en lengua española que han tratado la distopía en alguna de sus muchas formas. Esto implica tanto a quienes han apostado por ella como género en algún momento de su trayectoria literaria como a quienes han ofrecido ya en el pasado sus reflexiones sobre las implicaciones de estas escrituras. En muchos casos, las dos cosas. La tribuna que supone Cuadernos Hispanoamericano cumple aquí dos funciones principales: sumarse a la reivindicación (todavía necesaria) de lo distópico desde los espacios prescriptivos y la de hacerlo, además, recordando que en estos momentos hay una importante nómina de voces transatlánticas absolutamente contemporáneas que apuesta por ello y que, a su vez, recoge un interesantísimo testigo que tomó forma en la segunda mitad del siglo anterior. Así, Sascha Hannig, escritora, periodista e investigadora chilena nos presenta una reflexión sobre el concepto mismo de distopía y sus implicaciones por la intersección con la realidad que conlleva el tema. En sus páginas no teme abordar el cruce entre la ficción y los excesos del mundo real, también en los tiempos actuales. El autor y crítico español Ricardo Menéndez Salmón, por su parte, propone una reflexión en la que la distopía se retrata como una herramienta de diagnóstico de nuestro mundo más inmediato, abordando la relación inherente entre el género y el mundo que lo ve nacer. De he-
cho, esa relación con entre la literatura distópica y la realidad se refleja en el creciente interés por situar el terror de lo climático en el centro del discurso distópico latinoamericano, cuestión que aborda el escritor argentino Michel Nieva en su texto. Y no menos importante es el resurgir en el espacio occidental de la posición distópica a la que se enfrentan las mujeres por el hecho de serlo, un enfoque que centra el texto de la autora española Pilar Adón, quien pone su atención en algunas de las protagonistas de algunos de los principales hitos del género. Por otro lado, la novelista boliviana Giovanna Rivero centra su atención en el caso concreto de Adolfo Costa du Reis. El planteamiento del regreso a la obra, publicada originalmente por su autor en francés, y muchos años más tarde en español, evidencia con claridad y contundencia la fuerza de la distopía como estética transgeneracional y transatlántica. Asimismo, el autor y docente argentino Tomás Downey apuesta por una lectura de la obra Plop de Rafael Pinedo, quien consiguió el Premio Casa de las Américas por ella. Sus reflexiones permiten abordar la novela con una lectura significada a través del contexto latinoamericano mientras nos aproxima a una obra quizá no tan conocida como debiera. Finalmente, Alicia Fenieux, periodista y escritora chilena, plantea una reflexión sobre el proceso creativo de la literatura distópica prestando atención a su visión personal, un recorrido por su propia acción escritural que arroja luz sobre la imbricación entre la propiocepción, el mundo que nos rodea y la creación distópica.
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LA DISTOPÍA COMO DIAGNÓSTICO por Ricardo Menéndez Salmón
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esponsable de algunos de los más fascinantes libros de relatos de la literatura del siglo veinte, caso de Playa terminal, Aparato de vuelo rasante o Fiebre de guerra, desde finales de los años 80 hasta su muerte en 2009, J. G. Ballard facultó un paso capital en la dirección de la distopía contemporánea. Lo que Ballard subrayó con singular intensidad en Furia feroz, su primera gran distopía, y prolongó hasta Bienvenidos a Metro-Centre, su novela de despedida, fue el despojamiento del género de su naturaleza eminentemente anticipatoria en beneficio de rastrear los elementos distópicos que existen aquí y ahora. Es razonable suponer que a Ballard no le agradara demasiado el término que nos ocupa, pues él contemplaba su obra como una investigación clínica a propósito de las patologías presentes en la sociedad posindustrial, pero más allá de la disputa nominalista, lo cierto es que debemos al autor de Crash la intuición de que el futuro es el siguiente cuarto de hora que ya nos acecha, y la mayoría de sus trabajos se ambientan en un tiempo inminente, organizado en torno a lugares de bienestar, privilegiados, satisfechos de sí mismos, en los cuales aparece siempre la pasión por lo oscuro, lo demoniaco, lo perverso. Ballard, en realidad, nos enseñó que la utopía no se cumple porque la felicidad es aburrida, reiterativa y vacua, inane. El displacer, la tentación de la violencia y de la muerte, el riesgo de la incertidumbre son los auténticos depósitos de vida. Lo que nos hace sentir vivos es la posibilidad de perder o malograr la existencia. Lo distópico, pues, no sería, desde esta óptica, otra cosa que la expresión de ciertos deseos reprimidos. O por usar una expresión consagrada por la filosofía, la distopía no es más que otra evidencia del fuste torcido de la humanidad. ***
Esta línea ballardiana se prolonga en ochomiles literarios tan sugestivos como los alcanzados gracias a La broma infinita de David Foster Wallace, El círculo de Dave Eggers o Satin Island, de Tom McCarthy, aunque quiero detenerme en la plasmación de esta corriente distópica tal y como se vislumbra, por ejemplo, en Cero K, penúltima obra hasta la fecha
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de quien en mi ánimo es el escritor vivo más importante de nuestro tiempo: Don DeLillo. Los cuarenta y cinco años que median entre la aparición de la primera novela de Don DeLillo, Americana, y su decimosexta entrega, Cero K, invitan a ser contemplados no sólo como uno de los itinerarios más admirables de la literatura universal, sino como uno de los más coherentes. Esta sensación de unidad viene servida a través de dos elementos: un estilo único y una temática precisa. DeLillo posee una escritura inconfundible, construida en torno a unas características reiteradas y pulidas hasta la exasperación: diálogos donde prima el tono oracular, que se alimentan de la paradoja y el aforismo; un soberano talento para la descripción forense, cifrada en una voz glacial; un magnífico oído para detectar los argots de la época, la constelación de submundos que articulan la red semántica de la globalidad: biopolítica, economía, cibernética. Nutriendo ese estilo, descuellan los temas de nuestro tiempo, el abecedario de temores y anhelos que el escritor ha elevado a rango de verdad revelada: la tecnología como triunfo y condena; la muerte como enigma y destino; el lenguaje como demiurgo y gran mistificador. Este matrimonio entre forma y contenido, entre un modo de narrar y un puñado de argumentos, alcanza en Cero K una decantación purísima. La novela posee mucho de omega literario, de puerto de llegada para una nave cargada de presagios y preguntas. Era de hecho inevitable que DeLillo acabara por aproximarse a un tema que ya no pertenece al imaginario de la anticipación, sino que está instalado en el corazón del enjambre distópico: la superación de la especie humana tal y como la conocemos, la abolición de la mortalidad o, al menos, su domesticación. La reubicación del Homo sapiens en el orden planetario y la conquista paulatina de la inmortalidad hacen de Cero K una encuesta en torno a nuestros límites, a propósito de la rebeldía del hombre como animal que se resiste a la extinción. El elemento definitorio de la vida es que concluye. Esta idea, articulada como motivo a lo largo de la narración, sirve de percha a la peripecia intelectual y emotiva de Cero K, convirtiendo la novela en un simposio filosófico en torno al problema de la muerte en la época de la espesura digital. En Ruido
de fondo, DeLillo había definido la tecnología como la naturaleza desprovista de lujuria. Tres décadas más tarde, Cero K ya no opone tecnología a naturaleza, sino que contempla la tecnología como una naturaleza añadida, cuyo dominio se ha independizado de su creador. La operación es sutil y abre perspectivas complementarias. Por un lado, la tecnología es la instancia que investiga el advenimiento de un tiempo en el que la muerte podrá ser abolida; por otro lado, la tecnología es la garantía de que el mundo se encamina hacia su destrucción. La pira en la que arderá la Tierra alimenta el fuego que salvará a la humanidad. La camada tecnológica amamanta al salvador y al asesino. Instalada en esta dialéctica, Cero K es una invitación a convertirnos en peatones de la debacle y la apoteosis. La coartada para este paseo por las fronteras de lo plausible la presta un gigantesco programa de estudio llamado la Convergencia, en el que algunas de las mayores fortunas del planeta y muchos de sus mejores cerebros han unido sus voluntades para detener el paso del tiempo, preservar los cuerpos del deterioro biológico y aguardar la parusía de la redención tecnológica. Si somos capaces de pensar y hablar de lo que puede suceder en los tiempos por venir, argumenta la distopía, ¿por qué no dejar que nuestros cuerpos sigan a nuestras palabras hasta el futuro? DeLillo no insiste en las condiciones de esta operación situada entre la medicina y la teúrgia, la sintaxis robótica y los poderes del arúspice. Le basta con sugerir el clima y el escenario, creando un espacio casi fantasmal hasta convertirlo en un renovado museo del asombro. Pues a lo que asiste el lector es a la demolición del hombre y a la promesa de su renacimiento como una entidad despojada de atavismos, una perspectiva mejorada y perfeccionada de su actual avatar. El núcleo de problemas en que Cero K abunda pertenece al mundo distópico que Ballard cartografió. En su análisis de las formas que hoy adoptan las viejas preguntas que nos atormentan (cuánto tiempo me queda, qué existe después de la muerte, por qué debo morir), la novela conquista una apertura que la orienta en la senda del relato distópico, un camino del que autores como Lem, Pynchon, los hermanos Strugatski, Philip K. Dick o Ursula K. Le Guin se han servido para identificar no sólo los temas candentes de la contemporaneidad, sino el horizonte de la vida del ser humano sobre la Tierra. El género dibuja entonces una suerte de paradoja. Mientras que el presente es distópico, es el futuro el que puede parecer anticuado. La distopía no habla de los anhelos por mejorar el porvenir, sino de las ansiedades y terrores actuales. El matiz pesimista que invade lo distópico procede de esta pregnancia. Habitamos un presente donde parecen haberse cumplido ya muchas de las distopías más influyentes del siglo pasado. La farmacocracia de la que habló Lem, el bienestar químico soñado por Huxley, la videovigilancia
«Es razonable suponer que a Ballard no le agradara demasiado el término que nos ocupa, pues él contemplaba su obra como una investigación clínica a propósito de las patologías presentes en la sociedad posindustrial, pero más allá de la disputa nominalista, lo cierto es que debemos al autor de Crash la intuición de que el futuro es el siguiente cuarto de hora que ya nos acecha, y la mayoría de sus trabajos se ambientan en un tiempo inminente» orwelliena, la robotización del ser humano augurada por Capek o la presencia del cíborg pronosticada por Gibson definen un día a día que cada vez se parece más a las ficciones que construyeron el esqueleto especulativo del siglo veinte. *** Hasta aquí he mencionado la distopía en textos ajenos. Esbozaré ahora un apunte de mis intereses como autor de distopías apelando a dos obras propias, separadas entre sí una década: Derrumbe, de 2008, y Homo Lubitz, de 2018.
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parrilla de noticias. Incluso la rabia se convierte en objeto de consumo. Derrumbe trata del día a día en el marco de la sociedad occidental, lo cual implica hablar de uno de los asuntos por antonomasia de nuestro tiempo: el fracaso de la comunicación, la imposibilidad de establecer un diálogo real ya no entre sujeto y objeto (diríamos, apresuradamente, entre las personas y el mundo), sino entre sujetos (el diálogo del yo con el tú) y entre el sujeto y su conciencia. Y especialmente implica hablar del drama que supone esta evidencia en un momento histórico en el que parte de la humanidad ha logrado unos estándares de bienestar impensables hace doscientos años y unas cotas de sofisticación tecnológica sin parangón. Las preguntas, pues, que me asaltaban mientras redactaba Derrumbe no eran muy distintas a: ¿Por qué disponiendo de los medios materiales para ser felices y buenos somos, sin Fotografía deJ.G. Ballard, uno de los mejores representantes de la literatura de ciencia embargo, tristes y malvados? ¿Cómo creer en ficción principios trascendentes cuando los dioses haDerrumbe reflexiona sobre la cultura del simulacro en la bitan en pastillas de silicio? ¿Para qué leer Crimen y castigo que vivimos, uno de los aspectos más fecundos del discurso si hay caníbales de fibra óptica en cada recodo de la Red? distópico. La copia de la copia de la copia es su cronomapa: En Derrumbe lo distópico se manifiesta en el hecho de que Second Life no era en 2008 sólo un fenómeno de mercadola realidad se ha vuelto clandestina, expulsada muy lejos de tecnia, sino una metáfora del pavor ante lo real, ante aquello nosotros. El mundo nos ha aplastado; el cibermundo nos ha que no conoce la mediación de la tecnología. Ninguna imaliberado. Las futuras generaciones irán perdiendo todo lo gen más exitosa para definirnos que la platónica del esclavo accesorio: el dedo meñique del pie, el aparato auditivo, las contemplando un desfile de sombras que toma por reales. papilas gustativas. Serán apenas un ojo gigantesco. Junto a esta esclavitud agradecida, asumida sin rubor, se Una década más tarde, Homo Lubitz se asoma a la distopía proyecta un monstruo: la ausencia de empatía. O la impiedesplazando el marco. De la pequeña comunidad que abradad, si se quiere. Pero una impiedad que debe interpretarse zaba Derrumbe, trasunto de mi Gijón natal, se pasa a una acen términos no religiosos. Una impiedad que emana de esa ción que sucede en los escenarios predilectos de la geopolínáusea satisfecha en la que vivimos. Derrumbe es una indatica: China, Estados Unidos, el mundo de las corporaciones, gación en cierto territorio que a la distopía le agrada conjela élite económica que ordena la entropía. Lo distópico es turar: la indiferencia, el hartazgo, la plétora material. Es el aquí antiutópico con más fuerza que nunca, en lo que tiene mundo de Nocturama, de Bonello. De Elephant, de Van Sant. de crítica al intento de implementación de cierta utopía, la De La carnaza, de Tavernier. «Vivimos en Bizancio», se dice del bienestar tecnológico, un bienestar contado mediante en Derrumbe. En el Bizancio de la hiperrealidad y de la mueruna coartada en apariencia extravagante, la posibilidad de te de las correspondencias humanas. Cuando los jóvenes que los chinos dejen de ser intolerantes a la lactosa, para de la novela dinamitan Corporama, el parque temático en acentuar el carácter de control que subyace a las intencioforma de cuerpo que han convertido en objeto de su hastío, nes políticas. lo que están dinamitando son los símbolos explícitos de una O’Hara, el protagonista de Homo Lubitz, es el resultado de esclavitud que se celebra como libertad. La utopía deviene aquel punto sin retorno que Ballard pronosticó en sus ficdistopía en el momento en que se realiza. Es el triunfo de ciones: un tiempo donde no existe transición entre la enunun nihilismo que no busca destruir el mundo para mejociación de un deseo y su realización. En Homo Lubitz se avenrarlo, como había hecho el nihilismo ruso al atentar contra tura que ya todo consiste en un asunto de narrativas, de Alejandro II, sino que se agota en su irrelevancia. Cuando perspectivas, de la hermenéutica adecuada para interpretar Grinevitski asesina al zar está luchando por cambiar algo. cuanto sucede. Que la clave, en definitiva, radica en cómo De Charles Manson para aquí lo único que se persigue es la decir el mundo. Esta es la complejidad primordial de lo que
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«El escritor que piense que sus novelas servirán para reformar el entendimiento es un ingenuo. Ello, por supuesto, no significa que la distopía no posea valor. Al contrario. El pensamiento distópico es uno de los más fenomenales expedientes no ya del mundo hacia el que nos dirigimos, sino del mundo en el que vivimos» nos rodea. Hasta no hace tanto la literatura pensaba que poseía las herramientas para dar cuenta del mundo, pero hoy todo sucede de una forma tan veloz, urgente y plástica que el propio lenguaje parece haber perdido adherencia. De ahí proviene la desconfianza que se experimenta hacia la novela como instrumento de diagnóstico. Y esa desconfianza es la que genera indefensión ante un futuro que cada día parece más presente. El recorte de la distancia que media entre realidad y deseo ha dejado huella en la percepción del tiempo, pero también en el lenguaje. De modo que la función distópica es advertir. Se diagnostica un mal presente, o al menos latente, y se proyectan sus consecuencias, a menudo ominosas. El escritor se convierte no necesariamente en un profeta, pero sin duda sí en un patólogo. Homo Lubitz despunta entonces como una novela sobre el deseo y sus mecanismos. Sobre el deseo como obligación, como imposición. De hecho, uno de los mayores actos de resistencia consiste hoy en no desear, en no poseer, en negarse a ser feliz según la lógica articulada por el capitalismo. Los personajes principales de Homo Lubitz, O’Hara y Control, lo tienen casi todo. Ese casi que les falta es el centro en torno al cual la novela pivota. En realidad, hay dos mitos en el origen del texto: el fáustico del conocimiento y el vampírico de la inmortalidad. Pero es posible que, a la postre, ni el conocimiento ni la inmortalidad sean satisfactorios. Que necesitemos algo distinto para sentirnos completos. O quizá es que esa sensación de realización es imposible, que ese tercer mito, el de la felicidad como deber, es también una quimera, y entonces tenemos que llenar esa carencia con otros placebos: la violencia mediática, el apetito por la muerte, la destrucción como acontecimiento estético.
mejor para la imprevisibilidad de lo que se avecina». Estoy en desacuerdo. La literatura no nos prepara para nada. Zamiatin insinuó en Nosotros hacia dónde se encaminaba la experiencia revolucionaria rusa y nadie le creyó, y unas cuantas generaciones han leído 1984 para después arrojarse voluntariamente en brazos de cualquier sucedáneo del Big Brother. El escritor que piense que sus novelas servirán para reformar el entendimiento es un ingenuo. Ello, por supuesto, no significa que la distopía no posea valor. Al contrario. El pensamiento distópico es uno de los más fenomenales expedientes no ya del mundo hacia el que nos dirigimos, sino del mundo en el que vivimos.
*** Ricard Ruiz Garzón, muñidor de la antología Mañana todavía, ha escrito que «la distopía nos permite prepararnos
Portada de Derrumbe, novela de Ricardo Menéndez Salmón
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EL AGUA INASIBLE… Y NATURALMENTE DISTÓPICA: UN ENSAYO SOBRE LA LAGUNA H.3, DE ADOLFO COSTA DU RELS por Giovanna Rivero
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a Guerra del Chaco, conflicto bélico entre Bolivia y Paraguay (1932-1935) fue, a nivel de impulso literario, uno de los momentos más ricos e importantes de la historia boliviana. Bajo su dolorosa irradiación, el escritor Adolfo Costa du Rels gesta una de las novelas fundamentales para comprender el horror de ese suceso, pero también para preguntarnos –incluso hoy, o quizás más que nunca, hoy– por el gran equívoco que supone entender la naturaleza como esa presencia otra a la que, según mandato divino, es preciso dominar para multiplicar. No solo el arca de Noé buscó en el número par la capitalización
de la fauna, sino que el desprecio por la higuera como criatura vegetal estéril dio cuenta de que, si el mundo material no estaba allí para redituar ganancia, no tenía sentido y debía ser aniquilado. Esa mirada, asustada y, a un mismo tiempo, condescendiente sobre la naturaleza es la que, amparada por el Romanticismo y luego por la Revolución Industrial en su segunda fase, prevaleció y permeó la modernidad del siglo XX, determinando así el modo de leer y consignar distintas manifestaciones estéticas y literarias. El etiquetado de la crítica también se hizo eco de esa percepción y consensuó en llamar «novela de la tierra» o «novela de la selva» a aque-
Fragmento del cuadro del pintor argentino Cándido López sobre la guerra de El Chaco
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llos textos en los que los protagonistas debían embarcarse en colosales aventuras a fin de obtener de la espesa naturaleza su fruto más preciado. Este fue el caso de La laguna H.3 (1938), la novela de Costa du Rels a la que hago alusión, y que citaré aquí en su edición de 1977 publicada por Los amigos del Libro en Bolivia. Pero ¿de qué va este texto cuyo título parece una fórmula atómica o, por lo menos, un mensaje encriptado de la práctica del espionaje? El capitán Bórlagui, un hombre cuya fe en lo divino es lo único que le permite continuar a cargo de un acotado regimiento, azuza a sus soldados para seguir caminando en el monte cerrado del Chaco. Guiados por la dirección de una falsa brújula –un podómetro que Bórlagui hace pasar como el aparatito que los llevará a la ansiada laguna H.3–, los hombres avanzan. Los habita la certidumbre o el presentimiento quemante de que esa sed feroz es lo que va prefigurando al verdadero enemigo: después del monte de árboles sin frutos, o con frutos hostiles, se extiende el desierto. «Arañas, gruesas como el puño, se balanceaban al extremo de invisibles hilos; alguien afirmó que eran frutos sabrosos metamorfoseados en bichos por un maleficio…» (76), describe una voz omnisciente, que se limita a señalar el sendero inexorable de la pequeña legión hacia la muerte física. Sin embargo, antes y después de la muerte y putrefacción de los cuerpos –proceso que los soldados pueden atestiguar con ojos propios, como si la muerte no fuera un hecho súbito y radical, sino un proceso lento y reflexivo– está la mutación ontológica. «Le impongo la prueba a la que el Chaco me ha sometido con frecuencia a mí mismo: la creación de un alma nueva frente a un peligro mortal» (68), le revela Bórlagui al teniente que lo secunda. La ‘prueba del Chaco’ es, efectivamente, una manera de cifrar la violencia inmanente de la naturaleza en tanto entidad negativa, es decir, en tanto subjetividad fáunica que no incluye lo humano, que no puede incluir a lo humano, que –en todo caso– lo impugna para afirmar su presencia molecular en el mundo. Hagamos el ejercicio de imaginar que esta novela no fue publicada en 1938 en París, primero en francés (pues el autor había estudiado en Francia desde muy jovencito y dominaba la lengua) y, ya en 1967, en español. Imaginemos que se acaba de publicar. ¿Diríamos que se trata de una «novela de la tierra», «novela de la guerra», «novela de la selva»? ¿O tal vez, urgidas nuestras lecturas por una sensibilidad mucho más contemporánea, convendríamos en ubicarla en la estantería del fantástico?, ¿o mejor en la repisa de la ciencia ficción retro? Creo que el solo ejercicio nos permitiría ver, con los lentes multifocales de la pulsión histórica del presente (que hoy, me parece, detenta demasiada conciencia de su propia condición de Historia), que La laguna H.3 es una novela que se excede a sí misma en la formulación de su propia identidad literaria. Quizás, parte de esta magia
«He armado todo este preámbulo solo para llegar, perdida yo misma en el bosque de mis intuiciones, a la premisa (cercana a la certeza) de que la naturaleza, entendida como todo lo que no es humano ni creado por la mano y la inteligencia humana y que, siendo anterior a lo humano, constituye la distopía por excelencia. La narrativa boliviana de la Guerra del Chaco ofrece material suficiente para apuntalar esta idea» –que hoy comulgaría muy bien con universos instalados en la bisagra del desquicio científico, como los de Cormac McCarthy– se debe a que aquí, en estas páginas, Costa du Rels no se preocupa por denunciar el saqueo de la tierra –o no lo hace, creo, desde una parcialidad ideológica–, pues en ese caso, con los mismos lentes del inmediato presente, podríamos mover la novela al casillero de la «ecocrítica». Aquí, Costa du Rels parece concentrarse en narrar el extravío abisal de un grupo de hombres en el seno de la jungla boliviana. Y para hablar de ese «seno» –quiero enfatizar la connotación femenina de la palabra– era necesario escarbar en la sombra fresca pero venenosa de los árboles, en la humedad fugaz de algunas hojas y arbustos, en el cilindro muy suyo de sí de los troncos ásperos, y respetar la distopía inmanente de la naturaleza.
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The Road (2006) de Cormac McCarthy irrumpió en la imaginación occidental para quedarse y sugerir un nuevo derrotero para la supervivencia estadounidense, es decir, una ruta hacia el Sur, hacia la cintura del continente americano. Un tono metálico
El escritor boliviano Adolfo Costa du Rels
He armado todo este preámbulo solo para llegar, perdida yo misma en el bosque de mis intuiciones, a la premisa (cercana a la certeza) de que la naturaleza, entendida como todo lo que no es humano ni creado por la mano y la inteligencia humana y que, siendo anterior a lo humano, constituye la distopía por excelencia. La narrativa boliviana de la Guerra del Chaco ofrece material suficiente para apuntalar esta idea. Y es que en libros como Aluvión de Fuego (1935), de Óscar Cerruto, o Sangre de Mestizos (1936), de Augusto Céspedes, por citar solo un par, el territorio del Chaco es más que un referente espacial problemático, más que una circunstancialidad para proveerle suelo a los protagonistas, constituye –al contrario– un eje vertebrador de la subjetividad de los personajes, pero también (y, tal vez, cardinalmente) de su propia presencia óntica. Claro que, antes de adentrarnos más en la selva chaqueña, nos conviene revisar brevemente de dónde nace el concepto de «distopía», pues hace muy pocas décadas su sonido no era tan frecuente en el vocabulario de las lectoras. Devino en trending topic –en paralelo a la noción más popular de la palabra «apocalipsis» – probablemente cuando la novela
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Al principio fue la utopía. Tomás Moro la creó en 1516 con su verbo filosófico. La creó en latín, para que los súbditos apenas pudieran olfatearla. Todo término, lo sabemos, arrastra a su fantasma. De modo que, aunque la palabra distopía todavía no circulara en las charlas nocturnas de las tabernas, ya palpitaba. Solo había que extremar la perfección eugenésica de la utopía –pureza religiosa, pureza moral, pureza biológica– para que todo se desbarrancara en el abismo más siniestro. Sin embargo, hubo que esperar a que el Renacimiento perdiera su fulgor y adquiriera un tono más bien metálico –el de las máquinas de la Revolución Industrial– para que la idea de lo distópico se instalara lenta pero irreductiblemente. E incluso más: fue el positivismo el que terminó de gestar el concepto, tal vez porque la distopía ancla su mecanismo cognitivo en la relación causa-efecto. Es así que el filósofo y economista británico, John Stuart Mill, la propuso en 1868 durante una intervención en la Cámara de los Comunes para ilustrar o darle levadura a sus admoniciones. ¿De qué se trataba? De un horizonte catastrófico a causa de algunas circunstancias del presente que tomaban una deriva terrible. Desde un inicio, casi realismo, ya se ve. Claro que la distopía a la que se refería Stuart Mill –la misma que permeó al género de la ciencia ficción y se robusteció desde la última parte del siglo XX– involucraba el atroz retorcimiento de las condiciones socioeconómicas de la polis. Como mencioné en el anterior párrafo, Stuart Mill había prestado atención a los factores materiales creados por la actividad humana, por sus sesgos ideológicos, por su autopercepción cultural (la Biblia, pienso, subrayó la distancia entre lo humano y el resto de la fauna), y sobre ese análisis había elaborado su terrible diagnóstico: «distopía». Luego decidimos que la etiqueta inauguraba para nosotros, quienes escribimos ficción, un territorio interesante para crear naciones en las que el control de los cuerpos, la natalidad o la invasión de las bacterias constituyeran el núcleo del conflicto. La naturaleza no escapó a esa mirada y fue entonces que nos decantamos por la cli-fi (climate fiction), una taxonomía narrativa en profunda coherencia con la agenda discursiva del Antropoceno. El agua inasible de la laguna H.3 De todas maneras, esa cli-fi distópica elaboraba un paisaje de una naturaleza intervenida, obligada a –qué ironía– ‘desnaturalizar’ su comportamiento para revelarse como un fauno
supernumerario y malintencionado. Lo que, en contrapartida, quiero subrayar es la sencilla idea de que la naturaleza, como entidad distinta a todo lo humano, nunca precisó de nuestra intervención para ser, y en ese ser articular su misterio, anarquía y resistencia, es decir, su identidad distópica, no abierta a la exterioridad de un deseo, sino más bien a la entropía absoluta de la luz, la velocidad, la intersección, la especificidad del espacio y tal vez por sobre la exigencia del tiempo. En La laguna H.3, por ejemplo, el pequeño destacamento boliviano, liderado por el Capitán Bórlagui, busca una sustancia mucho más apetecida y esencial que el petróleo –materia prima por la que Paraguay y Bolivia se enfrentan–: extraviados en la selva chaqueña, los soldados buscan agua. Solo agua. La sed es tan inconmensurable que los órganos internos desarrollan un mecanismo similar a la autofagia, se van secando. Allí, lo más vital que el cuerpo produce es la gangrena. Así, esta suerte de zombificación que emerge desde las entrañas habilita sus conciencias a la alucinación espiritual, una epifanía que sucede como sucedería, en los cuerpos de las santas, el contacto febril con lo divino. La diferencia ontológica, a ese respecto, es que en La laguna H.3 lo divino reside en la inmanencia de la naturaleza, de los árboles indiferentes, del desierto gris. Para que la condición distópica se revele en el monte chaqueño es preciso, sin embargo, instalar el contraste con un horizonte utópico, un lugar al que la voluntad se dirija, compelida por el deseo de superar esa adversidad consustancial. Cuando Bórlagui comunica a sus hombres que «(l)a Laguna H.3 se halla exactamente a 34 kilómetros al norte de Alihuatá. Escondida en el monte… No se llega a ella sino a machete. Ninguna senda conduce a ella. Claro está…». (20), no solo confirma la prueba laberíntica a la que deberán enfrentarse con sus propias fuerzas, sino que recubre con ese nombre de guerra –laguna H.3– el verdadero nombre de un cuerpo de agua que jamás se enuncia en la novela. Ese nombre secreto y verdadero, jamás enunciado, constituye la luz que hará cada vez más insondable y atroz la sombra del tuscal. Dicho en otras palabras, la laguna es la utopía por excelencia, innombrable, desconocida, plagada por el deseo del otro. Si bien es cierto que Costa du Rels acude a la prosopopeya para representar un Chaco hostil, con la pretendida intención de dotar a esas criaturas vegetales de una animadversión nueva, de un odio en el orden de lo humano, considero que la condición fáunica del monte es ya su auténtica subjetividad. Si la palabra «animal» está emparentada con «ánima» y esta con «alma», es decir, con un «soplo de vida», no me parece del todo delirante ejecutar un salto mortal a la concepción junguiana de «ánima» entendida como la energía femenina universal, como las fuerzas colectivas de un colosal inconsciente. Lo que me interesa sugerir es que en La laguna H.3 el tuscal es la distopía fáunica porque responde con exclusividad a su esencial soplo de vida, sin ninguna otra intención que respi-
«Su lectura nos invita a detenernos en una reflexión urgente: cuando el agua, toda el agua, se repliegue en su fantasma, ¿con qué otra sustancia líquida vamos a hidratar y oxigenar nuestras atribuladas células? ¿Cuál será, entonces, el combustible para que estos cuerpos sigan caminando sobre la faz de la Tierra?» rar, que proliferarse e hibridarse con los cuerpos que le salgan al paso. De modo que cuando la voz lírica narra: «El tuscal habíase convertido, en esta guerra atroz, en un tercer oponente; se erguía entre los hombres, fuesen quienes fuesen, y se arrogaba el derecho de matar y de hacer prisioneros. Desde hacía tantas noches, la zarza sucedía a la zarza, la arena a la arena, como si esto no tuviera que acabarse nunca, nunca» (38), confirma, azorada, que la naturaleza no ha cedido ni un milímetro a la propuesta dialógica del hombre. No es, pues, para él una interlocutora. No está expuesta ni a su deseo ni a su esperanza. Hoy, cuando en muchas zonas del planeta el agua constituye una verdadera crisis, ya sea por su escasez o por su estado de contaminación, y cuando los poderes del capital amenazan con adjudicarse el señorío sobre este recurso para multiplicar las condiciones de desigualdad y periferia de las poblaciones vulnerables, esta novela de Adolfo Costa du Rels cobra una renovada importancia. Su lectura nos invita a detenernos en una reflexión urgente: cuando el agua, toda el agua, se repliegue en su fantasma, ¿con qué otra sustancia líquida vamos a hidratar y oxigenar nuestras atribuladas células? ¿Cuál será, entonces, el combustible para que estos cuerpos sigan caminando sobre la faz de la Tierra?
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DISTOPÍAS GEOLÓGICAS por Michel Nieva
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n The Great Derangement, de 2016, el escritor Amitav Ghosh propone que, en el siglo XIX, al mismo tiempo que el capitalismo europeo instituye planetariamente la economía fósil que acumulará las primeras huellas del calentamiento climático en curso, la novela realista ignora estos procesos y desplaza al ambiente al papel de mera escenografía del drama de las pasiones humanas. De espaldas a los profundos cambios ambientales que deforestarán selvas para implantar monocultivos y nublarán de hollín pueblos y ciudades, en la novela realista, para Ghosh, la naturaleza será un paisaje secundario, perfectamente estable, que decorará el fondo de las tragicomedias del yo y de la familia. Un ejemplo del ambiente como marco pictórico podría ser evidente en la obra de una autora realista que además de escritora fue jardinera y paisajista: Vita Sackville-West, cuyos famosos jardines palaciegos diseñados en Sissinghurst, el condado inglés de Kent, destacan por un diseño armónico y racional, en el que plantas y flores simétricas, perfectamente podadas, son puestas al servicio y en función del caminante que los recorre. Rodrigo Fresán escribió alguna vez en broma que en ninguna novela inglesa del siglo XIX, en las que abundan los paseos por jardines de este estilo, leyó que un mosquito picara e infectara a alguno de sus paseantes: «se sabía de memoria todas las novelas de Jane Austen […] y una vez le dijo que en las novelas de Jane Austen no había mosquitos», afirma el narrador en La velocidad de las cosas. Así, esta regla implícita responde menos a la verosimilitud de que haya o no insectos en Inglaterra que a la certidumbre realista de que la mansa naturaleza jamás podrá sublevarse de su convención escenográfica. Porque, podríamos suponer, cada género literario entraña una teoría geológica que lo rige. Así, la geología del realismo sería el uniformismo, propuesto a fines del siglo XVIII por James Hutton y canonizado teóricamente en el siglo XIX por Charles Lyell. De acuerdo con esta doctrina, los cambios planetarios son lentos procesos graduales que duran miles de millones de años, un «tiempo profundo» imperceptible que, para la perspectiva infinitesimal de una vida humana, suspende al ambiente en un ciclo inmutable, de constantes e inalterables ritmos estacionales, como se señala en Time’s Arrow, Time’s Cycle (1987), de Stephen J. Gould.
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¿Pero qué ocurre cuando el impacto de la maquinaria capitalista sobre el ambiente es tan extremo que las olas de calor, los incendios, las sequías, las inundaciones y las pandemias desfondan el consenso en una naturaleza predecible y ordenada, y el ambiente, antes detenido en el murmullo inmóvil del fondo mudo, sacude como un terremoto a las figuras humanas del realismo? La novela realista, y la teoría geológica que la subyace, se desploman, y se tornan obsoletas para dar cuenta de una nueva era geológica en la que el capitalismo se ha vuelto agencia rectora de los procesos planetarios de la Tierra, cuyos efectos sobrevivirán al fin de la humanidad como especie. Porque la novela realista no sólo desplazó al ambiente al decorado, sino que, encorsetada para narrar el tiempo humano (psicológico, onírico, de una vida humana, de una familia o dinastía, diríamos que sus extremos comprenderían desde el Finnegans Wake, que acontece en un sueño, a Cien años de soledad, en poco menos de un siglo) carece de herramientas que puedan abarcar los sedimentos y temporalidades que emergen con el cambio climático, en un arco de lo infinitamente pequeño (el tiempo de un virus) a lo infinitamente grande( el tiempo de un planeta): historias para las que las escalas humanas (años, décadas, siglos) resultan insuficientes, y precisan nuevas unidades de tiempo (eones, períodos o eras) medibles en cientos de millones de años. Y acaso la ciencia ficción, o el terror, géneros en otro tiempo marginados frente a la hegemonía realista, y en los que lo ambiental o las largas temporalidades son tropos convencionales —Last and First Men (1930) de Olaf Stapledon, que transcurre en un lapso de dos mil millones de años, o The Green Brain (1966), de Frank Herbert, sobre una selva inteligente, bien servirían de ejemplos—, interpelan mejor estos procesos geológicos suscitados por el calentamiento climático. Así, en los últimos años, se advierte la emergencia de una subespecie de la ciencia ficción, que podríamos llamar «distopías geológicas», especulaciones sobre un tiempo presente o futuro en el que el ambiente y sus efectos cataclísmicos, a diferencia del realismo y su geología gradualista, ocupan un papel protagónico. Novelas como Plop (2002), de Rafael Pinedo, Habana Undergüater (2010), de Erick J. Mota, La mucama de Omicunlé (2015), de Rita Indiana, El Rey del Agua (2016), de Claudia Aboaf, o Petróleo
(2018), del colectivo escénico Piel de Lava, son ejemplos de esta tendencia emergente de novelas latinoamericanas que ponen el acento en el cambio climático como una crisis capitalista que precariza cuerpos y territorios. Y si alguna vez se dijo que era más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, estas narraciones ponen el acento en la supervivencia zombi de dicho sistema económico, cuando el planeta haya sido irreversiblemente devastado. Porque un punto en común de estas nuevas narraciones distópicas que surgen de Latinoamérica es una interpretación fuertemente política de los cambios ambientales, en las que las violencias raciales, coloniales y capitalistas forman parte cardinal del motor que intoxica la Tierra. A diferencia, quizás, de la tradición anglosajona del clifi, la ficción climática, donde la responsabilidad del cambio climático se atribuye en términos abstractos y ahistóricos a la «humanidad» en su conjunto, en las distopías geológicas, al contrario, es justamente la estructura capitalista de extracción y facturación de recursos la que sobresale como centro y agencia del relato. Un ejemplo podría ser la ya mencionada Petróleo (2018), del colectivo artístico Piel de Lava. Esta obra, que se presentó en 2018, se enfoca en los imaginarios de riquezas subterráneas impensadas que desató el descubrimiento en la Patagonia argentina de
Vaca Muerta, considerada uno de los reservorios de petróleo y gas no convencional más grandes del mundo (cuya extracción requiere de la inyección de fluidos químicos a alta presión, que contamina de manera masiva aire, suelo y agua en zonas ultra desérticas) y que llevó a Mauricio Macri a afirmar que Argentina sería la nueva Arabia Saudita de Latinoamérica. Esta obra escenifica la historia de cuatro obreros subcontratados por una multinacional (bajo brutales condiciones laborales, de doce horas diarias y catorce días seguidos, con uno de descanso) que extrae gas y petróleo del desierto patagónico. Si en la novela realista el ambiente era un decorado escenográfico inmóvil, en esta obra teatral el fondo negro como el petróleo se funde con las oscuras tribulaciones de los protagonistas, que temen ser despedidos porque el pozo donde trabajan deja de producir. Estos trabajadores, dentro del precario tráiler de chapa donde duermen, apoyan sus orejas en el suelo para escuchar en qué profundidades subterráneas se encuentran los hidrocarburos que se niegan a salir. Dado que el pozo, como una especie de Bartleby geológico, se resiste a la succión imparable de petróleo y afirma: preferiría no hacerlo. Por más que excaven, en la analogía fálica que propone la obra, el pozo no eyacula ni una gota. «Es como hacerle la paja a
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«A diferencia, quizás, de la tradición anglosajona del cli-fi, la ficción climática, donde la responsabilidad del cambio climático se atribuye en términos abstractos y ahistóricos a la “humanidad” en su conjunto, en las distopías geológicas, al contrario, es justamente la estructura capitalista de extracción y facturación de recursos la que sobresale como centro y agencia del relato»
Portada de Ecotopía. novela de Ernest Callenbach
un muerto», concluye uno de los personajes. Así, la obra pone en funcionamiento la pregunta: ¿qué ocurre cuando la Naturaleza adquiere agencia, y se niega a ser una fuente ilimitada de recursos? Como una especie de Solaris, el océano inteligente de la novela homónima de Lem, la resistencia del pozo a producir le imbuye una vitalidad enigmática, porque en vez de «eyacular» petróleo emana unos bufidos que parecen provenir de las entrañas de la Tierra, en un viaje vertical hacia la sintaxis del tiempo planetario. Así, en su sublevación improductiva, el pozo no libera recursos, pero brama unos ruidos
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cataclísmicos, de los que se reconocen las voces de obreros anarquistas muertos en el siglo XX, de indígenas exterminados durante la Conquista de América, de la corriente de los ríos contaminados por efecto del fracking, y otros sonidos de otras violencias ininteligibles, acaso olvidadas o perdidas en los lentos sedimentos de los suelos. En el libro Between Gaia and Ground (2021), la antropóloga Elizabeth Povinelli propone que la temporalidad del capitalismo no es cronológica sino sincrónica, ya que las injusticias ambientales y coloniales que lo fundan, al no haber sido nunca reparadas, se repiten en
cada hecho de violencia. Así, la agresión química a la que es sometida el pozo lo impele a proferir aullidos de un «tiempo profundo» de violencias ancestrales con ecos pasados, presentes y futuros. Un tronar de anacronismos simultáneos que parece al mismo tiempo un grito y un terremoto, y que hace preguntarse a los obreros: ¿está vivo el pozo?, ¿puede una formación geológica hablar, cantar, rebelarse y decir «no»? Si, como diría Spinoza, nadie sabe lo que puede un cuerpo, mucho menos lo que puede un pozo. Porque la negativa de estas fauces geológicas a producir contagia su rebelión a los obreros, quienes, al principio, pese a las condiciones precarizantes del trabajo, se comprometían con los discursos motivacionales de la empresa, pero que descubren de manera iniciática en los aullidos del pozo el sinsentido de regalar sus energías a una corporación. De esta manera, en una especie de alianza entre cuerpos y territorios, entre el pozo y los obreros, estos abandonan el trabajo, desactivan las máquinas y se dedican a derrochar su energía como el pozo derrocha sus gritos, en una suerte de culto al ocio que remite al panfleto anarquista El derecho a la pereza de Paul Lafargue, que extiende su invectiva anti productivista no solo a humanos sino también a los ambientes explotados. La actualidad política de distopías geológicas como Petróleo también emana del hecho de que el cambio climático forma parte de los discursos más mainstream y corporativos actuales. Podríamos pensar como fenómeno antagónico y simultáneo de la distopía geológica la emergencia en Estados Unidos de la ecotopía, un tipo de utopía capitalista cuyo nombre proviene de la novela Ecotopia (1975), de Ernest Callenbach. En esta novela fundacional de ciencia ficción ecológica, se narra la historia de Ecotopia, una comunidad antiestatal que se independiza de Estados Unidos y que se extiende por Oregón, Washington y el norte de California, con capital en San Francisco. Este nuevo país es una especie de tecnoutopía anarcocapitalista y ecologista, cuyos preceptos son la total libertad del individuo y el respeto de la Naturaleza a través de tecnologías que no emiten gases contaminantes. Un fresco que anticipa al pie de la letra el ethos californiano que predican las empresas de Silicon Valley, y que encarnan personajes como Elon Musk o Jeff Bezos, gurúes de un «capitalismo verde» que presuntamente solucionará los problemas de la Tierra con las mismas herramientas que lo devastaron. Porque el procedimiento central de la ecotopía es omitir las condiciones de producción de las supuestas tecnologías verdes que salvarán al mundo, y que sólo son posibles a costa de exportar al Sur Global las consecuencias socioambientales de su fabricación. Un ejemplo es nuevamente Musk, y su compañía de autos eléctricos, Tesla. Si bien esta marca se jacta de que sus vehículos no emiten carbono, la extracción del litio que precisan sus baterías es altamente
«La actualidad política de distopías geológicas como Petróleo también emana del hecho de que el cambio climático forma parte de los discursos más mainstream y corporativos actuales. Podríamos pensar como fenómeno antagónico y simultáneo de la distopía geológica la emergencia en Estados Unidos de la ecotopía, un tipo de utopía capitalista cuyo nombre proviene de la novela Ecotopia (1975), de Ernest Callenbach» contaminante, ya que depende del consumo de 2,2 millones de litros de agua potable por cada tonelada de mineral, que justamente se extrae de zonas desérticas con déficit hídrico en Bolivia, Chile, Argentina, Australia y China. Así, en un tiempo en que el capitalismo fabrica ecotopías como única narrativa salvadora posible del «fin del mundo» que el mismo sistema propició, cimentadas en la fantasía de tecnologías verdes cuya manufacturación se realiza mediante la continuación de métodos de extracción que perpetúan la toxicidad en el Sur Global, las distopías geológicas reponen el contexto de estas violencias y las ponen a funcionar en fábulas donde la agencia del ambiente es central para imaginar nuevos futuros anticapitalistas.
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DISTOPÍAS HÍBRIDAS DE REALIDAD por Sascha Hannig
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a palabra distopía entrega más intriga que claridad: para la RAE, la definición es esencialmente literaria, en la imaginación de un futuro que muestre las características negativas de la alienación humana. Sin embargo, este ensayo busca ensanchar y profundizar la definición. Su definición se debate (y a veces se pierde) entre analistas políticos, escritores, periodistas y hasta científicos. Desde sus orígenes en el humanismo, su consolidación en los más oscuros totalitarismos del siglo XX, pasando por regímenes que aún se mantienen en pie cual fósiles de la guerra fría, y hasta películas sobre futuros vacíos
de significados, este género abre una puerta hacia aquel temido encuentro entre la naturaleza humana y el poder. Este ensayo no pretende ser una respuesta absoluta a esa definición ni tampoco una simplificación, sino que busca entregar una mirada que aúna interpretaciones con las que me he encontrado durante los años desde mi experiencia personal. Primero, el análisis internacional y la filosofía, pasando por la narrativa y América Latina contemporánea y finalizando con el lenguaje, hoy usado más allá de las fronteras de la literatura y adoptado en la cotidianeidad de la prensa y las conversaciones de sobremesa. ¿La conclusión? Las distopías requieren de escalas humanas y personajes comunes que exploran un mundo sobre el que pocas veces tienen control. Luego, la distopía ha ido creciendo y adaptándose a la naturaleza de cada cultura, y finalmente, (y aunque no nos guste hablar de esto), hay regímenes en el mundo dispuestos a invertir todos los recursos necesarios para volver realidad las advertencias de autores como Orwell, Huxley, o más recientemente, Ishiguro. En América Latina, los experimentos distópicos también cuentan con particularidades locales, que mezclan además el anacronismo, la tradición y la naturaleza. 1. No existe distopía sin utopía
H.G. Wells. otro de los escritores precursores de la literatura de ciencia ficción
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La distopía es política. No es coincidencia que el término haya sido acuñado por el filósofo liberal John Stuart Mill en 1868 para advertir sobre la exacerbada concentración y abuso del poder, que debía ser limitado -como advierte su obra en general-, por medios institucionales, y aseguraba que el poder debería ser limitado incluso en las democracias, ya que existe una contradicción inherente entre la libertad y la autoridad. Stuart Mill ideó su concepto como el antónimo a la utopía de Tomás Moro que, al contrario, fue el producto de la esperanza por un gobierno organizado, por una forma de estado platónico. Esta obra también requería la formación una sociedad determinista, sin individualidad, propiedad y que coexistiera en perfecta armonía en comunidad. Varios autores de ciencia ficción tomaron la idea en sus propias visiones futuristas, como La máquina del tiempo de H.G. Wells.
«Pese a sus iteraciones más reconocidas, y que le dieron alcance internacional al género, la primera novela reconocida bajo este género es Nosotros del ruso Yevgeny Zamyatin en 1924, que aborda temas como el fundamentalismo científico, la vigilancia, el totalitarismo y el determinismo. La revolución bolchevique marcó la vida del artista y su libertad para crear» Era una época tardía de la ilustración y los albores de la revolución industrial. Una época donde el humano se tornó escéptico de las monarquías teocráticas y en seguida del poder en manos de cualquiera. Pero el optimismo vio también consecuencias oscuras como las malas condiciones laborales y luego Primera Guerra Mundial. En reacción al avance científico y la industrialización, ideologías como el Marxismo ganaban adeptos, bajo la promesa de llegar a un mundo utópico y comunitario. El problema, como pronto identificarían los primeros autores de este género, es que las utopías de algunos pueden ser el infierno de otros. La conclusión puede ser amarga, pero la utopía de Moro y distopía de Stuart Mill comparten más elementos en común que choques: alcanzar cualquiera de esos escenarios requiere dejar atrás al individuo y trabajar por una causa mayor y comunitaria, en sacrificio de aquello que algunos llaman libertad y otros, excesivo individualismo. Por supuesto, las consecuencias de ambos sistemas son radicalmente distantes, pero ambas guardan su origen en fundamentos filosóficos que presentes en todas sus iteraciones: desde las más artísticas a aquellos lugares anacrónicos que moran la tierra. 2. Literatura desde la experiencia Es de esas discusiones filosóficas y el resultado de experimentos históricos que autores transformaron el miedo al futuro, la teoría y el mundo a su alrededor en literatura. La reducción de las personas a partes de un colectivo en algunas experiencias autoritarias, incluyendo los movimientos fascistas que nacieron con el fin de la primera guerra mundial, cambió la relación de los autores con los futuros posibles. Disminuyeron las aventuras en naves maravillosas y aumentaron los caminos hacia el prospectos mucho más oscuros y desesperanzadores: La propaganda fascista, nacional socialista y bolchevique
tienden a ubicar a personajes mirando hacia un mundo futuro y utópico, producto de los sacrificios de la sociedad general, y construida después de transformar totalmente la sociedad. La distopía como género literario, contrario a otras formas de escapismo, muestra la realidad en alegorías crudas que quitan el aliento y buscan convertir a sus lectores en seres escépticos. Pese a sus iteraciones más reconocidas, y que le dieron alcance internacional al género, la primera novela reconocida bajo este género es Nosotros del ruso Yevgeny Zamyatin en 1924, que aborda temas como el fundamentalismo científico, la vigilancia, el totalitarismo y el determinismo. La revolución bolchevique marcó la vida del artista y su libertad para crear. Incluso la publicación de esta obra se realizó en la clandestinidad, fuera de su país, y para una audiencia angloparlante que solo podía imaginar cómo era vivir tras la cortina de hierro. Su obra no fue publicada en idioma original hasta 1988, años después de su fallecimiento. En otras palabras, su vida se tornó tan distópica como su obra. Esta relación, cruda y directa entre la imaginación del creador y la realidad que vive el mundo, especialmente en el ambiente político, hizo de la distopía un atributo propio de la ficción del siglo XX. Orwell se confesó influenciado por esta novela para su reconocida 1984 y aunque Huxley jamás admitió inspirarse en Zamyatin para Un mundo feliz, sí reconoció las similitudes entre ambas producciones, en especial cuando se refería a un estado en busca de la superioridad biológica de la especie. Anthem, de Ayn Rand, también ha sido expuesta por sus similitudes con la misma obra por investigadoras como Melissa Anderson. Es quizá por esto mismo -la experiencia de los autoresque las distopías más modernas incorporan formas de tecnología para el control en varios otros niveles y han ido mutando conforme nos encontramos con nuevas formas de regímenes y la relación junto con los seres humanos. En el ejemplo de Nunca me abandones de Kazuo Ishiguro,
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la pregunta sobre la capacidad de la sociedad para aceptar la crueldad y el miedo a la ciencia es contemporánea a los primeros avances de clonación exitosos. Con todo, para Ishiguro, tanto esta obra como Klara y el sol, a veces son consideradas fuera del canon distópico tradicional, dado que la sociedad mantiene un estado de naturalidad que dista de obras con un aura completamente decadente. 3. No todo lo decadente o restrictivo es distópico. La distopía va más allá de la estética gastada, el mundo represivo que amenaza o los futuros indeseables. Esta tiene un fuerte elemento político y humano. Primero está la amenaza de un poder que irrumpe en la vida y la intimidad de los ciudadanos: una fuerza fuera del control de los personajes, superior y aplastante. Muchas veces invisible y lejana o cuya existencia cabe en la mitología y la superstición. El Gran Hermano de 1984 muestra esto muy claramente. El personaje principal, Winston, nunca se encuentra de cara a cara con las altas autoridades del Ingsoc. Lo mismo ocurre en Fahrenheit 451, donde los miembros de la burocracia difunden el «folclor» que facilita y justifica la quema de libro. En El hombre en el castillo la presencia del fascismo/nazismo se presenta en la interacción con los personajes, y no con los miembros más altos en la jerarquía de cada régimen. Este esfuerzo por mostrar lo ordinario del personaje principal, de su inhabilidad de cambiar su contexto, hace quizá más
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fuerte y significativo su rol en la historia. Enamorarse, romper una regla tan simple como leer, ir en contra de la corriente, arriesgar hasta el último ápice de humanidad, esas son las acciones que marcan la diferencia con entregas con un espíritu más épico de otras obras futuristas. 4. América Latina aborda el socialismo, el capitalismo y la ecología América Latina es conocida por el realismo mágico. Un género que invita al lector a confundir o re-conectar lo místico con lo rutinario. La distopía puede parecer un género lejano y hasta ajeno a la naturaleza de la literatura regional, pero existen todos los elementos para su producción e influencia. La experiencia moderna de América Latina con el autoritarismo es particular. Golpes de estado de cuanto sector político se pueda imaginar y algunas dictaduras, como la cubana, se han extendido por décadas. Además, se repite el carácter populista de muchos y que, en procesos de decadencia institucional, gobiernos que fueron vibrantes democracias en el pasado han elegido a personalidades que una vez en el poder han pervertido el mismo sistema para mantenerse permanentemente en dicha posición, como Venezuela. Por supuesto, existan críticas abiertas también a la influencia que poderes como Estados Unidos han amasado en la región, y cómo eso ha cambiado la historia de cada país.
¿Qué tipo de distopías podrán nacer de un ambiente político como este? Cualquier descripción humana de la vida en alguna de estas dictaduras trae recuerdos de las distopías más clásicas: la calidad de vida empobrecida, el control estatal, la tortura, persecución y cambio en el lenguaje. Sin embargo, la distopía requiere de ir un paso más allá y despojarlas de tiempo, lugar y nombre. Según la Asociación Latinoamericana de Ciencia Ficción y Fantasía (Alciff), uno de los principales exponentes es Mañana, las ratas (1984), una obra futurista reconocida como un exponente temprano del género. Empresas multinacionales (americanas y asiáticas) han reemplazado a los estados-nación y círculos de fanáticos católicos ultraortodoxos afectan una sociedad marcada por una desigualdad comparable a un sistema de castas. También Distrito territorial San Telmo, de la argentina Claudia Cortalezzi; Mugre Rosa de la uruguaya Fernanda Trías; Iris, del bolivariano Edmundo Paz Soldán, etc. Chile, con su historia crispada, también tiene propuestas en el género. Aunque pueda haber un debate al respecto, autores como Gabriel Saldías, uno de los principales académicos que han revisado el género, han descrito Synco, de Jorge Baradit, como una distopía neosocialista, aunque la idea surge primero desde la utopía de un sistema automatizado y centralizado. Una de las razones por las que escribo este artículo tiene que ver con mi novela más reciente, Deltas. Aunque no buscaba insertar una distopía planificada, algunos elementos del género acabaron escurriendo entre las páginas. El autor y crítico Diego Escobedo, describió ese mundo como una «ucronía distópica». El gobierno que reina Chile en aquel mundo paralelo es el resultado, precisamente, de las formas especiales en que se han desarrollado las dictaduras modernas en la región. Por supuesto, a los recuerdos de las dictaduras y las ucronías se suman variaciones. Los futuros desolados por las catástrofes ambientales se repiten, como la chilena Asombro (2013) de Juan Mihovilovich o la argentina Los restos (2014) de Betina Keizman, que están encasilladas en un subgénero llamado «distopía de la evolución». Este tipo de distopías trabajan más con la filosofía de la naturaleza humana, con la supervivencia en ambientes que han retornado a un estado pre-civilizatorio. Nuevamente, la línea de lo que correspondería una «ecoutopía» y un mundo postapocalíptico se cruzan en este subgénero. En conversaciones con la académica Claire Mercier, quien se ha dedicado a revisar este tema, ella me expuso que es difícil encontrar ejemplos de distopías más políticas, y que esto habría alimentado el género. Finalmente, la pandemia del COVID-19 también atrae a la imaginación hacia espacios distópicos. Solo para reflexionar, varias de estas obras recientes relacionan pandemias con el canibalismo, como señala Mercier, mostrando otra posible particularidad temática y estilística de la dictadura latinoamericana.
5. El lenguaje y las distopías actuales Como reflexión final para este artículo, me gustaría retomar un punto importantísimo tanto en la inspiración como en la construcción de los mundos distópicos: la realidad. Sea la Unión Soviética, el fascismo o las dictaduras latinoamericanas, la distopía imagina hasta dónde puede usarse la tecnología para controlar el alma y ambición de los individuos. Conforme la ciencia, la técnica y el conocimiento han ido avanzando, también lo han hecho estos gobiernos. En ese sentido, palabras como orweliano y distópico se han vuelto cada vez más comunes en el lenguaje. De hecho, el mismo uso de técnicas como la construcción de pasado, cambios en el lenguaje, linchamientos públicos y vigilancia exacerbada parecen haber escapado desde las páginas de aquellas obras del siglo XX hasta las mentes de dictadores modernos. Lo que ocurre en las dictaduras modernas, como China, Rusia, Irán, Corea del Norte y en el barrio hispanoamericano en Cuba, Venezuela o Nicaragua son parte de esto. La persecución a disidente, la eliminación de eventos históricos o los campos de concentración modernos son ejemplos distópicos. Sin embargo, la tecnología ha permitido que las cosas vayan un paso más allá. La persecución digital en redes sociales, la censura en internet, el uso de perfiles con ADN y o el reconocimiento facial con inteligencia artificial son cada vez más comunes, y se colabora entre dictaduras para difundirlos. En China también existen otras herramientas como el crédito social, donde se premian comportamientos leales con puntos que se necesitan para renovar el pasaporte, viajar en avión o tren o que tu hijo vaya a una escuela de mejor calidad, cuestión que he abordado en otros ensayos. Sin embargo, hay que ser cuidadoso con el uso de estos conceptos. Políticos, periodistas y obras de ficción a menudo abusan de esta etiqueta para darle forma y contexto a cosas que tienen elementos distópicos, pero que a menudo quedan cortos en la profundidad del significado e impacto de esa descripción. El problema, como ocurre con tantas otras ideas, es que su fuerza acaba en banalidad por su sobre uso indiscriminado. Por ejemplo, el uso obligatorio de las mascarillas durante la pandemia provocó que algunos grupos opositores en occidente llamaran a esta política parte de una dictadura sanitaria y distópica. Algo que se escucha exagerado si se compara con lo que realmente está ocurriendo en países como China, donde hasta hace poco las restricciones iban mucho más allá, encerrando a personas en centros comerciales por semanas, al estilo de una película de zombis y tapeando condominios impidiendo la llegada de vehículos de emergencia, y provocando la muerte de decenas de personas en casos de incendio u inundaciones. ¿Son ambas distopías?
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DESPUÉS DEL FIN DEL MUNDO: ALGUNAS NOTAS SOBRE PLOP, DE RAFAEL PINEDO por Tomás Downey «Grasa de animal para favorecer la combustión. Prendieron fuego. Hubo un grito fuerte, una tos chiquita y silencio». Plop, Rafael Pinedo
I. El hambre Rafael Pinedo murió en 2006, a los cincuenta y dos años. En 2002 obtuvo el Premio Casa de las Américas por Plop, su único libro publicado en vida, seguido póstumamente por Frío y Subte. En Argentina, más allá de algunos cuentos en antologías, su obra fue publicada por la editorial Interzona -Plop en 2003 y Frío, Subte y El laberinto, un relato breve, en un mismo volumen cuya primera edición es de 2013en una colección dirigida por Marcelo Cohen, que en su momento definió Plop como un relato de «ideas en acción». La misma editorial acaba de publicar una edición especial en homenaje por los veinte años de la publicación original. La cita que encabeza estas páginas se refiere a la quema de un bebé albino tras su nacimiento. La superstición que lleva a la tribu de Plop a quemar no solo al niño, sino también la tierra manchada de sangre sobre la que nació, la placenta e incluso las palas que se usaron para todo el trabajo, no viene al caso. Lo interesante es prestar atención al pulso, la templanza con la que Pinedo narra lo impensable. ¿Cómo contar el horror más atroz sin caer en la abyección, en el regodeo? ¿Dónde está el punto de equilibrio entre la crudeza de lo que narra y la frialdad, o franqueza, con que lo hace? Según la biografía que figura en la solapa de sus libros, que suelen estar escritas por los propios autores, Pinedo, a sus dieciocho años, «quemó todos los cuentos que había escrito desde la infancia y recién a los cuarenta volvió a escribir». La anécdota parece implicar una toma de posición,
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la necesidad de marcar un acto fundacional, una depuración radical de su escritura. La obra de Pinedo, y esto es especialmente notable en Plop, parece pensada y ejecutada desde el otro lado de un límite, despojada por completo del prisma desde el que no podemos evitar mirar el mundo. Es una novela que pareciera haber sido escrita, quizás la mayor aspiración y a su vez la peor pesadilla de un autor, como si nadie nunca fuera a leerla. El narrador de Plop es de pocas palabras, dice lo que tiene que decir sin detenerse a subrayar, ni a matizar, y avanza a gran velocidad sin perder nunca la tensión ni el interés. Puede parecer más o menos fácil, pero no lo es. El secreto está en el punto de vista, al ras del piso. Pinedo escribe con los pies hundidos en el mismo barro que sus protagonistas, frente al mismo horizonte chato, bajo el mismo cielo plomizo, con el mismo pragmatismo que organiza todo alrededor de un único objetivo: la supervivencia. Es lo único que importa, el fundamento central de la lógica del mundo de Plop, donde el cuerpo es una máquina que necesita seguir funcionando, y es a la vez parte de una maquinaria más grande, la tribu, que también busca subsistir y desecha a sus miembros débiles, a veces con una lógica que nos resulta discernible y a veces casi por capricho, aunque ese tipo de distinciones queden para el lector. Los rituales, la comida, las violaciones, los desmembramientos, el sueño, la defecación, el reciclaje de los cuerpos, la amistad: en Plop, todo funciona en un mismo plano,
Plop. de Rafael Pinedo
frente al ojo desnudo, sin la guía de un narrador que jerarquice, condene o comente. No hay guiños ni interpelaciones. El narrador parece estar de espaldas al lector y solo se ocupa de señalar. No hay, prácticamente, adjetivos. Hay acciones, hechos concretos que cumplen una función determinada en un sistema. Todo lo demás, la valoración de esos hechos que puede aportar nuestra mirada como lectores, queda fuera del texto, y es esa exclusión la que hace tan interesante, a su manera radical, la experiencia de lectura. La tribu de Plop es nómade y deambula por una llanura barrosa sin accidentes -que parece espejarse en esa prosa al parecer chata, pero espesa-. Cada tanto sientan campamento con chapas oxidadas que montan y desmontan para luego continuar su viaje, pero sin cambiar nunca de escenario, desconfiados de esas grandes extensiones de agua de las que hablan algunos, o de las rocas de las que hablan otros, a unos treinta días de marcha, y que se elevan en el cielo, secas, lejos de ese lodo espeso y nauseabundo que para ellos, en verdad, es igual que el agua para los peces, o la mierda para las moscas: tan invisible como el aire que respiran. El narrador en tercera persona,
«Según la biografía que figura en la solapa de sus libros, que suelen estar escritas por los propios autores, Pinedo, a sus dieciocho años, “quemó todos los cuentos que había escrito desde la infancia y recién a los cuarenta volvió a escribir”. La anécdota parece implicar una toma de posición, la necesidad de marcar un acto fundacional, una depuración radical de su escritura» focalizado en Plop, asiste impávido al derrotero siempre cruento de su antihéroe y de los personajes que lo rodean, generalmente sin nombre, más función que individuos. Pinedo lleva su relato al límite reduciéndolo, paradójicamente, al mínimo, trabajando con descripciones más bien vagas que evitan muy hábilmente la representación gráfica de la violencia -evitando así que la novela se convierta un espectáculo de la crueldad-, pero que sugieren a la vez su horror, logrando así que el relato se vuelva más inquietante y en cierto modo, pese al aire que parece dejar, más opresivo. No sabemos bien cómo lucen los personajes ni las casillas en las que duermen, no sabemos cómo son exactamente esas orgías o a qué huele ese lodo mezcla de agua, tierra, sangre y excrementos, pero justamente por eso estamos constantemente imaginándolo. Pinedo nos deja las palabras justas para que cada lector recree esas escenas bajo el molde de su infierno personal.
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«Toda obra de género, en el fondo, le guste o no, es una gran metáfora, pero el mundo narrado debe tener fuerza y materialidad como para sostenerse por sus propios medios; para que no se lea como un contorno hueco, como una excusa para traficar un concepto» Antes de que comenzara la iniciación, Plop se paró. Todos lo miraron. Señaló a una niña, la más gordita. Uno de los suyos le llevó un pote con grasa; otro acercó a la chica. Plop la tiró boca abajo sobre el trono, le untó grasa entre las piernas y la usó por atrás. Esa prosa pelada, como un hueso blanqueado al sol, es a la vez el soporte y la experiencia en sí misma, la condición de su posibilidad. Tras el primer capítulo, una prolepsis que le da a novela su estructura circular, la trama sigue a Plop desde su nacimiento. Su nombre se debe al ruido que hizo al nacer, en medio de una migración. Su madre, La Cantora, apenas una niña, va atada a un carro, amordazada para ahogar sus gritos, y da a luz ahí mismo, caminando. Plop cae sobre el barro y hace plop. Es la vieja Goro (homenaje del autor a Angélica Gorodischer) quien lo recoge y evita que termine como comida para los chanchos. Tras el nacimiento, la madre de Plop queda catatónica. Durante un tiempo, la mandan al grupo de Servicios, donde, se infiere, la usan para el coito, pero su ensimismamiento crece hasta el punto en que deja de servir incluso para eso. Como antes de cada migración, el grupo vota qué hacer con los que no se pueden valer por sus propios medios y no tienen nadie que se haga cargo de ellos. Las opciones son pira o recicle. La gran mayoría, incluido Plop, todavía un niño, vota recicle. La vieja Goro lo lleva a presenciar el procedimiento:
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La aguja entre las cervicales, el despellejamiento, la carneada. Siendo el hijo, le correspondía pedir algo: un fémur, para hacer una flauta. Nunca la hizo. La vieja lo trató de estúpido: podría haber canjeado mucho mejor los dientes, que estaban completos y todavía en buen estado. Tenían solo treinta solsticios de uso. II. Las ganas de comer En Inmersión. Una imagen proyectada sobre Rafael Pinedo, su autor, Mariano Vespa, ensaya una biografía que es también una reflexión sobre el propio acto de hurgar los rastros, pocos, que dejó Pinedo. Rafael Pinedo Escardo provenía de familias ilustres, tanto en la rama paterna como la materna. Cuenta Vespa que «Rafael solía decir que sus parientes “trabajaban para el bronce”». Él trabajó para el barro. En Plop, si los personajes están alzados, usan al que tenga más cerca; si están enojados, matan a golpes a quien los enfrente; si tienen hambre, comen lo que encuentran o lo que puedan robar. No hay nada que proyectar, no hay distancia entre las ganas y su satisfacción, o su frustración. No es casual la única prohibición de la tribu de Plop, la que él mismo infringe: abrir la boca frente a otros y mostrar la lengua, que no solo es el órgano del lenguaje sino también el del deseo. Plop, en verdad, infringe la prohibición dos veces. De niño, en una reunión de la tribu, le muestra la lengua al grupo a modo de desafío. Lo perdonan porque aún no sabe, porque es muy chico, pero ese hecho lo señala. Él es distinto. La segunda, la que cierra el arco y lo condena, es cuando se hace practicar sexo oral por una esclava delante de todos, sobre su trono, tras haber llegado a líder del grupo. Pinedo raspa y raspa hasta encontrar un núcleo irreductible. No hay, aquí, ni denuncia ni misantropía, sino un descenso a nuestra animalidad, al instinto: «un auténtico festival antropológico de la degradación», según Sergio Gaut vel Hartmann. Decíamos antes que Plop lleva su nombre por el ruido que hizo al caer sobre el barro en el momento de su nacimiento. Es, también, el ruido que cierra la novela cuando lo están enterrando vivo. Barro sobre barro: la estructura circular grafica un aspecto clave: en Plop no hay pasado, no hay futuro, no hay historia, solo un presente continuo; el hambre, el sueño, la sed. El horizonte está literal y simbólicamente oculto: la tierra se funde o se confunde con esas nubes pesadas que encapotan el cielo y no paran de llover. Promediando el primer tercio de la novela, Plop, todavía un niño, se interesa por Rarita, una chica de su edad. El comportamiento de Rarita no es como el de los demás. Es, por ejemplo, una de las pocas que no participa en las orgías grupales. La posibilidad de una relación entre ella y Plop
puede sugerir la idea de un futuro. Pero unas pocas páginas después, Rarita muere al caer en un río contaminado y ya no se la vuelve a nombrar. Los brazos se hundieron hasta los codos, después las manos patinaron y quedó acostada, boca abajo, la mitad del cuerpo enterrada en el líquido. Levantó la cara rápido y los miró. A Plop primero, que desvió la vista. Rarita entendió. Empezó por tirar el cuchillo, después el arco y las flechas que tenía. Se fue sacando la ropa que se podía aprovechar. El resto se sentó, la mayoría de un lado, Plop del otro. La miraban. Ella se arrodilló y los fue mirando de a uno. Quedó de costado al grupo, con los ojos fijos en Plop. Cuando aparecieron las primeras llagas él se levantó. Rarita empezó a emitir una serie de sonidos parecidos a maullidos largos, graves. Plop pensó que debía dolerle mucho. Cuando él cruzó la viga, los ojos de Rarita eran dos agujeros negros que chorreaban. Ella no se movió. Probablemente ya ni pudiera oír. Plop no miró atrás. Empezaron a volver.
El tiempo, en Plop, se mide en solsticios. Es una rueda que gira sobre su eje sin moverse de su lugar. En un mundo con esa lógica, poblado por personajes que caminan en círculos sobre el barro sin otra ambición que comer y dormir para poder continuar, Plop comete el pecado de creerse distinto, capaz de ponerse por sobre la única ley. Desconoce así un aspecto central que lo condena: no hay ninguna posibilidad de trascender. Toda obra de género, en el fondo, le guste o no, es una gran metáfora, pero el mundo narrado debe tener fuerza y materialidad como para sostenerse por sus propios medios; para que no se lea como un contorno hueco, como una excusa para traficar un concepto. La dimensión simbólica tiene que ser obvia y a la vez una sorpresa. Es un equilibrio delicado que Pinedo logra con gran pericia: el mundo de Plop tiene peso propio, se sostiene fácilmente sin necesidad de esos hilos que lo atan a nuestra realidad y a lo que nos puede estar diciendo sobre ella, pero nos habla, casi sin quererlo, casi como si intentara evitarlo, de un destino sudamericano.
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EL EJERCICIO LITERARIO EN LA DISTOPÍA por Alicia Fenieux
Temores activados Los escritores suelen sentir que las ideas que desarrollan en sus obras no son propias, que solo cruzan por su mente como si otros se las hubiesen dictado. Es un sentimiento ampliamente compartido. El escritor chileno Hernán Rivera habla de «el duende que me escribe las novelas»; Isabel Allende en sus entrevistas menciona a sus «fantasmas». En mi experiencia como autora de relatos distópicos lo que se cuela en mi conciencia es la sensación colectiva de un mundo cercano al colapso, un sentir que se nutre de infinidad de datos e imágenes alarmantes, contingencias, cambios tan urgentes como postergados, en fin, de evidencias difíciles de rebatir. A veces creo que atribuir a una conciencia (o inconciencia) colectiva el origen de los cuentos no es más que un síntoma del síndrome del impostor, o incapacidad de reconocer los propios logros, algo también muy común entre los escritores. Pero si lo vuelvo a pensar me convenzo de que los artistas somos en general más sensibles que el resto a las energías del entorno. Y los distópicos en particular, para colmo, no podemos negar o minimiza la gravedad del asunto y sumarnos a la actitud de la mayoría que a mi entender se resume en «qué le vamos a hacer… mejor disfrutar de lo que aún queda antes de que la catástrofe y la alienación total ya no sean una visión de futuro, sino una realidad». Distopía pura. Con la percepción en alerta y la ventaja de poder darle forma a los miedos subyacentes, los escritores distópicos mantenemos los temores activados. Si nos extendemos en este punto, los distópicos siempre han reflejado los temores de su tiempo. Solo un par de ejemplos: Aldous Huxley (Un mundo feliz) y George Orwell (1984) describieron sociedades subyugadas por tiranías cuando Europa vivía entre guerras y se extendía la amenaza del totalitarismo. Con la carrera espacial surgieron las distopías sobre viajes infinitos, navegantes extraviados en el espacio o naves con inteligencia perversa (2001: Odisea del espacio). Hoy nos atemoriza una posible debacle total y la recreamos en cientos de historias apocalípticas. Mis distopías han puesto el foco en los conflictos existenciales que traerá el futuro. Tratan sobre personas co-
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munes y corrientes desconectadas de lo esencial: de la naturaleza, de los demás y de sí mismos. Desconexión total en la era de la hiperconexión. Imagino, por ejemplo, a «empatizadores» profesionales a los que pagaremos para ser escuchados o bien, sistemas aislantes individuales que al menor roce producirán descargas eléctricas de rechazo. En ese futuro el contacto verdadero con otro será una ilusión óptica, existiremos solo en el metaverso. Es obvio que estos miedos existían en mí cuando comencé a escribir distopías pero me inquietaban de un modo indefinido, como esas heridas leves –aunque contantes y molestas– de las cuales se tiene poca noción. La voz interior (eco de un sentir general, creo) se abrió camino en esbozos de historias y la escritura les dio estructura, un formato y contenido. No sabía entonces que esa recreación desencantada del futuro se llamaba distopía; busqué la palabra en el diccionario cuando la escuché por primera vez después de publicar mi primer libro. La toma de conciencia de lo que yo supongo está por venir –sigo suponiendo– afloró en un caudal de relatos que fluyó por años hasta que pareció agotarse o me cansé de ellos. Imaginar lo verosímil Las ideas o sensaciones que logro sintonizar solo son una inspiración. Una historia se construye con trabajo artesanal casi siempre obsesivo y un sinfín de revisiones («un libro no se acaba, se entrega», dice Hernán Rivera). En la ciencia ficción ese trabajo es aún más exigente ya que debemos crear mundos que no existen. Hay un permanente ejercicio de la imaginación. En este punto la distopia impone otra exigencia: los relatos distópicos deben ser posibles en el tiempo. Es necesario alejarse de lo fantástico para mostrar, en una proyección verosímil, aquello que puede ser realidad en el futuro. Nuestras ficciones se alimentan necesariamente en hechos del presente, en especial en situaciones que ya se están gestando o desarrollando en el terreno de las ciencias, en los ámbitos sociales o en el medio ambiente. Eso exige un pie a tierra, husmear por aquí y por allá y profundizar en aquello que nos llamó la atención. Como dijo Vargas
Llosa en alguno de sus artículos: «se investiga para poder mentir». O, diría yo, para extrapolar al futuro un hallazgo con densidad literaria. Por ejemplo, si la manipulación genética de embriones es ya un hecho de la ciencia, ¿por qué no imaginar que en pocos años más podremos «diseñar» a nuestros hijos? En cuanto a la clonación de personas (no me cabe duda de que está en curso), ¿serán humanos de segunda clase o, por el contrario, los haremos «mejorados»? ¿Los reproduciremos a todos iguales, en serie, como si fueran insumos? Y ni hablar de los problemas de identidad que enfrentarán los pobres clones... Esa sí es una fuente inagotable de cuentos. En distopía el futuro es probable, cercano y sin duda, feroz. Y para los escritores, una veta riquísima a explorar. Hay veces que la imaginación se dispara y llegamos a fantasear con plantas que mutan a monstruos y terminan devorando al jardinero. Entonces dejo que la fantasía haga su trabajo y después voy podándola hasta que el disparate se transforma en algo creíble. De hecho, escribí ese relato y se llama «Spoiled». «No dejéis que os digan que no hay monstruos... El mundo místico depende de vosotros y de vuestra tolerancia a lo absurdo». Nick Cave, compositor australiano. Sin embargo, dados los tiempos, las imágenes que dan origen a un cuento caen en frente de uno como fruta madura a cada momento. Basta con ver a los adolescentes de hoy escribiendo en sus teléfonos celulares con ambos pulgares para inferir que en el futuro seremos ambidiestros con el pulgar o que, al menos, estos se habrán extendido hasta alcanzar el largo del dedo índice. Lo estético es otra faceta interesante en este género. Es necesario crear escenarios para un mundo distópico y ese esfuerzo, como si fuera levadura, va creciendo sobre sí mismo. Diría incluso que podría pasearme por uno de esos lugares sin sorprenderme mucho. Así, a estas alturas, me he provisto de una imaginería futurista muy útil para el desarrollo de una historia. He visualizado condominios gigantescos protegidos por escudos antirradiación o por domos geodésicos y en el espacio, centenares de drones, vehículos y todo tipo de satélites destellando como pequeños soles. Cada paso que demos quedará registrado en sistemas inteligentes a través de extensiones en nuestros cuerpos (muñequeras de comunicación, lentes interactivos, implantes para mejorar el rendimiento, sensores y chips de identificación insertados en la piel) los cuales también podrían usarse para inducir el sueño, estados de satisfacción, suspender el período menstrual o quitar el hambre. La ropa será fantástica: cambiará de color, de textura, incluso de grosor, según nuestro estado de ánimo o las amenazas del entorno. Es posible que podamos implantarnos recuerdos o una memoria histórica o una eutanasia que se activará cuando lo estimemos oportuno. Segura-
George Orwell. autor de 1984, novela en que especula con la influencia de las transformaciones tecnológicas en las sociedades futuras. Fuente: wiki-commons
mente viajaremos sin salir de una cabina de conexión virtual. La naturaleza tal cual la conocemos hoy habrá desaparecido y solo la veremos en parques en calidad de turistas; los drones de polinización reemplazarán a las abejas y a los pájaros. El «agua de tierra» será un bien suntuario ya que solo se consumirá agua de mar desalinizada. Físicamente también cambiaremos. Ya lo han dicho quienes estudian estas materias: tendremos cabezas más grandes, cuerpos disminuidos, pies pequeños, ojos inquietos. Ya no sufriremos con las muelas del juicio (habrán disminuido al punto de casi desaparecer) y es posible que los dedos meñiques de ambos pies se achiquen hasta convertirse en apéndices inservibles. Los aparatos reproductivos, cada vez más en desuso, también perderán tamaño e importancia. Es probable que nos tornemos verdosos porque evitaremos el sol. No iremos pareciendo cada vez más a las representaciones actuales de los extraterrestres. Los escenarios del futuro darán cuenta de las maravillas de la ingeniería, la informática, la medicina, las comunicaciones y otras ciencias. Sin embargo, si rasguñamos esa fachada, encontraremos la tragedia de haber perdido
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la conexión esencial con los otros, con la naturaleza y con nuestra propia humanidad. Ese es, a mi juicio, el gran tema de las distopías de nuestros tiempos. Ejercicio terapéutico Me ha resultado divertido incursionar en estos temas, los personajes me hacen reír. La distopía tiene mucho de humor negro, incluso podría calificarse de sátira. Las tramas casi siempre plantean situaciones límites que derivan fácilmente en el patetismo. Podemos imaginar los extremos a los que llegaría un fóbico social en medio de una multitud o a una anciana que se niega a envejecer. Y ambos, en un futuro que les ofrecerá una infinidad de recursos. La ciencia ficción es por lo general un espejo distorsionado del ser humano cuya esencia, ya lo sabemos, no cambia. Podemos tomar distancia, ver cómo actuamos, reconocernos y reírnos de nosotros mismos. Desde esa perspectiva todo se amplifica y se torna cómico, remecedor, ridículo, pavoroso o espléndido. En fin, lo observado adquiere mayor riqueza dramática sin perder la cercanía. Y los escritores, además de contemplar el espectáculo, podemos mostrarles a otros esa imagen deformada pero reconocible de lo que somos.
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Por otra parte, he ido descubriendo que la distopía ejerce en mí cierto efecto aliviador frente a la indiferencia humana o al daño ambiental. Resulta paradójico que al sumergirnos por medio de la escritura en el desastre que causamos se alivie de algún modo el dolor de la pérdida. De verdad evito ver imágenes del Amazonas en llamas o enterarme de la desaparición de especies por falta de alimento, así como también, hago la vista gorda frente al sinsentido de la guerra, la corrupción de los poderosos y otras miserias humanas. Me producen desosiego. Pero al desmenuzar la tragedia y transformarla en una creación literaria, esta transmuta en algo maleable. Así como una palabra pierde sentido cuando la repetimos muchas veces, al remirar y recrear la realidad pareciera que aquello que nos duele se atenúa. (En la física cuántica el simple hecho de observar una partícula, como un electrón, altera su estado). O quizá sentimos que la omnipotencia del autor se extiende sobre lo real. El arte tiene esa virtud: embellece la realidad o le da un sentido o la humaniza o simplemente, la desdramatiza. Pero, si escribimos distopías no podemos evitar los finales tristes. En mi experiencia el final cae por su propio peso, es decir, el tenor de lo narrado se impone sobre las expectativas del autor y no hay más que aceptar el desenlace. En este género literario no puede haber finales felices. Distopía es desesperanza, la no-utopía.
Respecto de los lectores, sembrar reflexiones a través de mis libros le ha dado sentido a lo que hago. Los autores nos preguntamos a menudo por qué escribimos. Es un oficio ingrato, solitario, exigente y a veces obsesionante. Hallé la respuesta al compartir con otros mis aprensiones. No soy la única «loca de la casa» –como dice Rosa Montero– que se queja de que el jardín se está secando y a nadie le importa. Las distopías, en especial entre los jóvenes, remueven una suerte de incomodidad y los moviliza. Suelen preguntarme qué hacer para evitar el daño. Algunos se reconocen afortunados porque viven en contacto con la naturaleza; otros, por haber descubierto en la lectura un punto de encuentro. Un grupo de niños plantó un árbol. Son pequeños gestos que a mí me causan gran satisfacción. Sin embargo, mis textos no pretenden ser moralejas ni llamados a la acción. Nada me interesa menos que pontificar sobre el deber ser o el correcto hacer. Solo se trata de historias que quise contar. Noción de daño El hecho de pensar en un futuro que inevitablemente luce catastrófico en lo ecológico y en lo humano va decantando en algo así como un sarro emocional que, a la larga, incomoda. No es extraño que los escritores de ciencia ficción migren hacia otros géneros. La mirada distópica va contaminando el presente y nos convertimos en incansables buscadores de evidencias del desastre que imaginamos. Descubro con ojo de águila basura humana en un bosque protegido, dudo de la pureza de las aguas de cualquier playa, soy la única que ve en una fruta madura la intervención química y advierto codicia, indiferencia o ignorancia donde probablemente no la hay. Sin embargo, esa mirada crítica no me angustia como debiera. Observo los cambios que conducen a la debacle (en los cuales todos somos parte activa) como lo haría un patólogo que analiza un cadáver, sin culpa, enfrentando lo inevitable. Sí, me parece que estamos desahuciados; la plaga insaciable en que se transformó nuestra especie acabará con todo. Bueno, quién sabe, solo es una opinión. Esa noción del daño es la parte ingrata del proceso, más todavía porque sentimos que no estamos tan equivocados. Según el futurólogo y periodista norteamericano David Wallace–Wells, autor de El planeta inhóspito, nos encaminamos hacia un «mundo funesto», un futuro al menos no apocalíptico, pero en el cual difícilmente sobreviviremos. En base a una investigación rigurosa, proyecta escenarios similares a los de la película Mad Max o a los imaginados por Octavia E. Butler en su novela La parábola del sembrador: «Un sistema del que nadie será capaz de escapar en las próximas décadas», según precisa Wallace–Wells en una entrevista. El planeta inhóspito es uno de los ensayos más aplaudidos por los expertos y uno de los mejores libros del 2019 según The New Yorker.
«Por otra parte, he ido descubriendo que la distopía ejerce en mí cierto efecto aliviador frente a la indiferencia humana o al daño ambiental. Resulta paradójico que al sumergirnos por medio de la escritura en el desastre que causamos se alivie de algún modo el dolor de la pérdida» En este escenario catastrófico difícil de rebatir, las distopías hacen eco en un número creciente de seguidores. Por eso está de moda: la desesperanza es un sentir general acentuado, por supuesto, por un torrente de información que no podemos negar porque la estamos viendo o viviendo. Me gusta la idea de que cunda el desasosiego aunque claramente eso no acelera los cambios urgentes, por el contrario, pareciera que aquello que hacemos mal se está normalizando. Otra vez, distopía pura. A modo de epílogo ¿Qué es belleza en la escritura? Para mí, la hay cuando logramos plena honestidad en el texto y esa honestidad toca a los otros; cuando el lector se detiene, se conmueve o reflexiona porque pudo ver en nuestro trabajo algo de su propia humanidad. Cuando los textos hacen eco en otro, la conciencia se amplia. También hay belleza si hay sublimidad: cuando la frase es tan precisa que logra sutilizar algo que es muy concreto o difícil de explicar. En su libro Qué es el arte Tolstoi dice que solo hay arte en una obra si el autor es capaz «contagiar» a otros con los sentimientos que él ha experimentado. Gabriela Mistral agrega: «No darás la belleza como cebo para los sentidos, sino como el natural alimento del alma». En tal sentido, la distopía es bella.
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DOSSIER
EN LA ISLA por Pilar Adón
L
a novela Los desposeídos (1974) de Ursula K. Le Guin comienza con la frase «Había un muro […]. A lo largo de siete generaciones no había habido en el mundo nada más importante que aquel muro». En una conversación con el escritor Hari Kunzru, la autora (que definió esa obra como una utopía anarquista) le contó que el hecho de que la novela se mantuviera en circulación y que algunos jóvenes activistas siguieran acercándose a ella en busca de consejo político le hacía sentir algo «avergonzada y un poco culpable», pues una de las conclusiones a las que llegó tras escribirla fue la de que un sistema utópico anarquista sólo podía llevarse a la práctica
Matriarcadia, de Charlotte Perkins Gilman
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a través del completo aislamiento, apartándose de todo lo demás y, aun así, con toda probabilidad el propio sistema terminaría destruyéndose a sí mismo desde dentro «porque somos criaturas perversas». Dos años después, en 1976, Marge Piercy publicó Mujer al borde del tiempo. En su introducción a la edición de 2016 Piercy decía: «Como la mayoría de las utopías de mujeres, Mujer al borde del tiempo es profundamente anarquista y tiene como objetivo reintegrar a las personas al mundo natural y eliminar las relaciones de poder». Y en la distopía de Octavia E. Butler, La parábola del sembrador (1993), la joven Lauren cumple los quince años aislada en su comunidad de California con su padre, un pastor baptista, su familia y sus vecinos, protegida en principio por los muros que rodean su barrio. «Me parece una locura vivir sin un muro que te proteja», piensa. Partiendo de la localización que el propio Tomás Moro ya buscara para su sociedad (una isla), el aislamiento geográfico parece consustancial a ambas categorías, un elemento imprescindible para la generación de utopías y distopías. Si la utopía se desarrolla en un medio habitualmente natural, lleno de luz, la distopía, como fenómeno más reciente, queda vinculada a la explotación de unos hombres por otros en un mundo dominado por la oscuridad, del que los que quedan más allá no quieren saber nada. Así, el lugar aislado se nos presenta como un espacio puro, libre de factores externos que lo contaminen, sin influencias perniciosas, artificios ni anzuelos que arrastren a sus habitantes al caos. Un espacio de libertad, de triunfo, de recompensa por los peligros o sacrificios del pasado, en el que predomina la naturaleza, el jardín, la fuente, los animales apacibles, el clima benévolo, la cosecha constante y garantizada sin guerras, envidias ni pretensiones de acabar con el prójimo. El lugar aislado como utopía se vincula a la tierra prometida, al paraíso en esta vida que garantiza lo que a otros se les promete sólo en la próxima. Un espacio de paz e igualdad social que se contrapone al caos exterior, sin las indignidades vinculadas a los gobiernos de cada época. El espacio de reposo, de realización personal, aprendizaje y mejora física y espiritual. Por el contrario, el lugar aislado como distopía viene a introducir en la ficción la esencia de la realidad, el espacio de condena del que resulta imposible escapar, con unos ciudadanos que viven en la desconfianza, la pobreza y la
opresión casi siempre derivada de la industrialización y sus nuevos siervos, en el que se purgan los pecados cometidos por los propios habitantes o sus gobernantes, y en el que los propósitos de justicia e igualdad han quedado desvirtuados en clara identificación con la sociedad conocida, llevada al límite de lo tolerable, a veces de lo grotesco. La forma de gobierno responde normalmente a la del autoritarismo, sin posibilidad de cambio ni de mejora, en un entorno desolado, donde la naturaleza les es asequible sólo a unos pocos: los regentes despóticos o los que de alguna manera han quedado fuera. Constatando que no es posible un sistema perfecto compuesto por seres esencialmente imperfectos, dominados por unas mismas pasiones universales que conducen al desastre. Una constatación que no sólo se formula en la ficción, sino que se ha venido repitiendo en las múltiples intentonas de llevar a la práctica la utopía en la tierra. El deseo de vivir en un mundo ideal, de generar una sociedad ideal, ha llevado a la concepción y organización de todo tipo de sociedades, más o menos concurridas y eficaces, regidas por sus propias normas y basadas en sus propios códigos morales, religiosos y sociales. Louisa May Alcott cuenta en Fruitlands cómo su padre, Amos Bronson Alcott, quiso volver la mirada hacia las formas más básicas de la existencia y, en principio, más sanas. Así, fundó la homónima Fruitlands en 1843, que fracasó como lo harían las numerosas comunidades que se establecieron en el siglo XIX en Estados Unidos (más de ochenta en la década de 1840), como la de Brook Farm, creada en Massachusetts en 1841: un espacio que pretendía liberar a sus integrantes de las servidumbres del capitalismo cuidando la tierra juntos y compartiendo los frutos de su esfuerzo sin distinción entre hombres y mujeres, sin que nadie estuviera sometido a la dura competitividad de la industrialización. En Brook Farm la verdadera búsqueda sería la de la alta cultura, ya que los logros literarios y científicos que ellos consiguieran se extenderían al resto de la sociedad, y así la huma-
nidad entera saldría beneficiada. Ralph Waldo Emerson, Nathaniel Hawthorne, Henry David Thoreau, Margaret Fuller y Elizabeth Peabody la frecuentaron y, ciertamente, cultivaron el intelecto, pero no tanto los bienes básicos para la subsistencia diaria. Como sucedería en Fruitlands, desatendieron los asuntos prácticos, y finalmente, los problemas económicos y las discusiones internas erosionaron la buena marcha del grupo. En 1846, tras un incendio, la granja se vendió. Si el aislamiento parece una característica común a utopías y distopías, también lo es, con frecuencia, la llegada del intruso que se presenta en la nueva tierra para descubrirla, explotarla o porque se ha perdido, con perspectivas normalmente inoportunas, y que viene, también con frecuencia, a desbaratarlo todo. Este elemento disruptivo se multiplica por tres en el caso de Matriarcadia (1915), de Charlotte Perkins Gilman, ya que son tres los hombres que llegan al país de las mujeres con la intención de explorar, conocer e interpretar su forma de vida. Con el claro antecedente de Mizora (1880), de Mary E. Bradley Lane, donde se plantea una sociedad perfecta en la que reinan la paz, la belleza, la música, ubicada en el interior de la tierra y gobernada por unas mujeres que practican la partenogénesis como técnica reproductiva, encontramos en Matriarcadia un lugar también aislado, que lleva dos mil años habitado exclusivamente por unas mujeres que pueden ser madres sin la intervención de los hombres (se reproducen igualmente por partenogénesis), y al que llegan estos tres exploradores después de haber sorteado todo tipo de dificultades, como explica el narrador, el sociólogo Van Jennings, al describir los terrenos cenagosos, los bosques, los lagos, las cataratas y los ríos interminables que han dejado atrás. En este rincón del mundo no hay guerras ni conflictos, y queda definido en cierto modo por los contrastes con el mundo más sombrío del que proceden ellos. El aislamien-
«Partiendo de la localización que el propio Tomás Moro ya buscara para su sociedad (una isla), el aislamiento geográfico parece consustancial a ambas categorías, un elemento imprescindible para la generación de utopías y distopías»
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«Si el aislamiento parece una característica común a utopías y distopías, también lo es, con frecuencia, la llegada del intruso que se presenta en la nueva tierra para descubrirla, explotarla o porque se ha perdido, con perspectivas normalmente inoportunas, y que viene, también con frecuencia, a desbaratarlo todo. Este elemento disruptivo se multiplica por tres en el caso de Matriarcadia (1915), de Charlotte Perkins Gilman, ya que son tres los hombres que llegan al país de las mujeres con la intención de explorar, conocer e interpretar su forma de vida»
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to en ambos casos es evidente, como lo es el impuesto a la narradora-protagonista de El papel pintado amarillo (1892), de la misma autora, que vive encerrada en una habitación de una casa apartada siguiendo las indicaciones de John, su marido, que es médico y le aconseja que no escriba ni piense. Aunque no se trate en este caso de ninguna utopía, lo cierto es que la tendencia a encerrar a las mujeres en casas, torres, conventos o sanatorios viene de antiguo, y por tanto el planteamiento del confinamiento utópico o distópico por parte de las escritoras ofrece un enfoque especialmente significativo desde el momento en que no parece que vaya a resultarles ajeno como tampoco les resulta ajena su superación. Ya que se ha supuesto durante siglos que la mujer ha llegado al mundo para encargarse de lo privado, lo hogareño, lo particular, lo doméstico o lo interior, la creación de paraísos inventados o la fabulación para huir de espacios de pesadilla lleva a pensar en la puesta en práctica de estrategias aprendidas durante años y técnicas de pura supervivencia. Ya en La ciudad de las Damas (1405), de Christine de Pizan, tres Damas (Razón, Derechura y Justicia) se presentan ante la narradora para anunciarle la construcción de un lugar en el que «las damas y todas las mujeres de mérito puedan de ahora en adelante tener una ciudadela donde defenderse de tantos agresores». Más tarde, fueron sobre todo las autoras inglesas y estadounidenses quienes empezaron a plantearse si el lugar utópico soñado por las mujeres coincidiría con el lugar utópico soñado por los hombres. Puestos a fantasear, ¿lo inventado se parecería? ¿Imaginaríamos la perfección en los mismos lugares y con los mismos códigos? Es fácil comprobar cómo las primeras utopías concebidas por mujeres se centran esencialmente en sociedades en las que no han de depender de los hombres, ni siquiera para la reproducción, y así, en la época en que se escribió y publicó Matriarcadia, sin duda la sociedad propuesta suponía una mejora sustancial con respecto a la situación de la mujer, lo que se esperaba de ella y los derechos a su alcance. Cierto es que, analizadas bajo la lupa de la actualidad, la presencia de ciertas prácticas relacionadas con la eugenesia, que evitaban que las características menos «adecuadas» se transmitieran a las generaciones futuras, y el que la maternidad fuera el eje central y casi único de la vida de todas las mujeres, que debían formarse para esa tarea desde niñas, hace que Matriarcadia pueda resultar hoy más próxima a lo distópico. Ciertos aspectos relacionados con las excepciones y las exclusiones se habían presentado ya en otras obras que parecen situarse a medio camino entre la descripción de una sociedad utópica y lo que sería justo lo contrario, que fueron utópicas en su época pero que hoy no lo parecen tanto: El mundo resplandeciente (1666), de Margaret Cavendish, o Nueva Amazonia
(1889), de Elizabeth Burgoyne Corbett. En cualquier caso, lo precario de la situación de las mujeres hace que su análisis ofrezca una particular perspectiva de sus formas de protesta y aspiraciones. No deja de resultar curioso que una obra como la brutal La noche de la esvástica (1937), de Katharine Burdekin, se mantenga casi desconocida en nuestros días (como tantas otras), siendo tan visionaria y clara antecesora de novelas mucho más célebres. Publicada doce años antes que 1984, de George Orwell, y dos años antes del inicio de la guerra, plantea un mundo en el que las mujeres han perdido su categoría de seres humanos y están más próximas a la de los animales, sólo sirven para tener hijos y sufren una violencia constante en una sociedad gobernada por un régimen nazi que ha destruido cualquier recuerdo histórico que no se adecúe a su concepción de la realidad.
taré sólo tres novelas protagonizadas por mujeres que logran salir de los muros del internamiento de diversas maneras: Helada en mayo (1933), de Antonia White, donde a la opresión del convento se une la del patriarcado, los juegos de poder, la solemnidad y los ritos. Picnic en Hanging Rock (1967), de Joan Lindsay, en la que el aislamiento del selecto colegio Appleyard actúa como reflejo de la propia Australia como lugar aislado y utópico. Y la magnífica Los hermosos años del castigo (1989), de Fleur Jaeggy. Asimismo, como distopía reciente destacaría La rastra (2021), de Joy Williams, que ofrece un mundo marcado por una naturaleza devastada, y cuya protagonista, Khristen, recorre el país en busca de su madre tras salir de un internado en el que esa misma madre quiso que estudiara, convencida de que Khristen tiene un don: murió y resucitó siendo un bebé, y podría saber cosas que los demás no saben.
Un peculiar espacio de generación de utopías y distopías que incorpora el requisito del lugar aislado es el internado. Siendo un tema que daría para otro texto, ano-
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RELATO MESA REVUELTA
DROGAS, CIENCIA Y ESOTERISMO EN LA NUEVA NARRATIVA HISPÁNICA por Álvaro Luque Amo
E
n el primer capítulo de la serie televisiva The Corner (1997), precuela de The Wire, un yonqui le muestra a su compañero de jeringuilla una rara curiosidad por las profundidades del cerebro; mientras se chuta, le explica: «no nos damos cuenta de lo poderosa que es la mente humana. No utilizamos casi nada del poder que tenemos, ¿sabes? Si lo estudias científicamente, si el hombre progresara hasta el punto de utilizar todo su cerebro, entonces todo sería posible: milagros…». Son dos yonquis nostálgicos, perfilados con rigor, que buscan y no encuentran el chute que los reconcilie con sus inicios en la droga. En esa búsqueda, no es arbitraria la obsesión de este personaje por los parajes más oscuros del cerebro, espacios que de algún modo pretende iluminar a partir de la autoexperimentación continua. En la narrativa hispánica de las tres últimas décadas, parece predominar un impulso de exploración interior manifestado en el cultivo de escritura autobiográfica, por un lado, y en la proliferación de un tipo de literatura que pone en diálogo asuntos como la ciencia, la droga y el esoterismo, por otro. Una síntesis de los dos estilos puede encontrarse en una de las grandes obras del XXI: La novela luminosa, de Levrero. Allí el uruguayo dedica la mayor parte de su obra a un diario autobiográfico, escrito entre 2000 y 2002, en el que se examina día a día, testimonia su experimentación con fármacos antidepresivos y programas informáticos —son los inicios del Internet doméstico—, y registra sus sueños y experiencias paranormales. La atmósfera resultante es un híbrido entre realidad cotidiana e irrealidad espiritual en la que el Yo protagonista levanta un poderoso artefacto literario. Lo cercano se problematiza, se cuestionan los límites entre la realidad y lo onírico, y en este proceso cobra una especial relevancia ese sintagma decimonónico de paraísos artificiales que Levrero cruza con la nueva realidad informática.
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Otros autores juegan con estos elementos en los siguientes años —Luis Magrinyà, por poner un ejemplo, los utiliza de forma equivalente en Intrusos y huéspedes (2005)—, pero es sobre todo en la última novela hispánica cuando empieza a ser una constante en escritores como Benjamin Labatut, Mateo García Elizondo, Víctor Balcells Matas, Aixa de la Cruz o Mónica Ojeda, entre otros. Son autores jóvenes que ya no escriben en las coordenadas punk de las primeras novelas de José Ángel Mañas o Mariana Enríquez, no están interesados en la narconovela, ni tampoco en el tono quiqui de un Francisco Casavella o en los vínculos entre droga y violencia. La utilización de la droga, la ciencia y lo esotérico que ellos proponen se vincula a ese impulso interiorista explicado más arriba, a la necesidad de escribir sobre las realidades adulteradas que abren nuevas posibilidades a la experiencia humana. Es, bajo el evidente influjo de autores como Burroughs o Dick, una narrativa cercana en algunos casos a eso que Germán Labrador, siguiendo a Alberto Castoldi, denominó «literatura drogada». *** Benjamin Labatut (1980) es uno de esos escritores notoriamente raros, excéntricos, que carecen de una tradición concreta a la que pertenecer. Nacido en Rotterdam, criado entre La Haya, Buenos Aires y Lima, y asentado en Santiago de Chile, escribe en español e inglés indistintamente, y a esta biografía móvil se une su interés por un tipo de narrativa rara. Un verdor terrible (Anagrama, 2020), su novela de consagración, es un recorrido por varios hitos de la ciencia del siglo XX. A medio camino entre la novela y el ensayo, Labatut se propone ahondar en los límites de lo que George Steiner denominó posficción, quizás la modalidad macrogenérica más importante de la literatura occidental del XXI. Un verdor se divide en cuatro secciones y un epílogo. Como confiesa el autor, es «una obra de ficción basada en hechos reales» y la «cantidad de ficción aumenta a lo largo del libro». El estilo que emplea es rápido, ágil, y la forma en que tiene de afrontar un personaje y unos hechos históricos, diseccionarlos, y a partir de ahí desarrollar una historia novelesca, remite al método de Stephen Greenblatt y su neohistoricismo. Labatut parte así de la anécdota histórica, el asunto aparentemente pequeño, que le sirve, como el Stendhal de la Cartuja, para desarrollar un relato en el que se superponen todo tipo de referencias históricas. El enfoque, sin embargo, es más cercano al de Greenblatt que al de Stendhal, de modo que el relato histórico aguanta las continuas embestidas del discurso ficcional. En la primera narración, Azul de Prusia, se centra en el origen y la evolución del cianuro hasta que pasa a convertirse en uno de los grandes venenos del siglo XX. Este recorrido, que es también una particular historia de los colores, se abre con la masiva utilización de anfetami-
«En la narrativa hispánica de las tres últimas décadas, parece predominar un impulso de exploración interior manifestado en el cultivo de escritura autobiográfica, por un lado, y en la proliferación de un tipo de literatura que pone en diálogo asuntos como la ciencia, la droga y el esoterismo, por otro. Una síntesis de los dos estilos puede encontrarse en una de las grandes obras del XXI: La novela luminosa, de Levrero» nas por parte del ejército nazi en su guerra relámpago y concluye con el relato de la novelesca vida de Fritz Haber, padre de la guerra química y quien pasó sus últimos años de vida obsesionado con la idea de que su método para extraer nitrógeno del aire acabaría alterando el equilibrio natural del planeta; las plantas se esparcirían así sobre la faz de la tierra hasta cubrirla por completo y sepultar al ser humano bajo un verdor terrible. En los dos siguientes cuentos relata las teorías que desarrolló Karl Schwarzschild para complementar el trabajo de Einstein, por un lado, y la enigmática figura del matemático Alexander Grothendiek, por otro. Y en la última narración, la más larga del libro, Labatut se centra en el bello mano a mano de Schrödinger y Heisenberg en el debate que cambió la física del siglo pasado. Un verdor funciona como un compendio, como un museo compuesto por infinidad de personajes e historias muy bien hiladas y que tienen un elemento común en el cuestionamiento de la realidad llevado a cabo por la ciencia a lo largo del último siglo. Mucho más próxima a la etiqueta de «literatura drogada», y más lejos de la ciencia, se sitúa la primera nove59
RELATO
la del mexicano Mateo García Elizondo (1987), Una cita con la Lady (2019). Un yonqui abre sus páginas con una memorable frase: «Vine al Zapotal para morirme de una buena vez». Este homenaje a Juan Rulfo y su Pedro Páramo no se queda ahí, sino que además el estilo que cabalga la novela tiene las reminiscencias rulfianas en el cultivo de lo breve, lo antirretórico, lo oral. El yonqui, de nombre desconocido y apodado como muertito, lleva a cabo durante doscientas páginas la crónica de sus últimos días. La Lady es la droga, la heroína que el protagonista quiere consumir hasta morir, y el Zapotal, esa villa tan parecida a Comala, es el lugar que ha elegido para hacerlo. Allí convive con los lugareños, quienes lo reciben con rechazo y también extrañeza, y con tres cosas que lleva consigo: un cuaderno, todos sus recuerdos y un ejército de fantasmas que se le aparecen, en la vigilia del mono, cada cierto tiempo. Este último elemento es el que emparenta la novela con el realismo mágico de Rulfo, con los fantamas de Comala, si bien en el caso de Elizondo son fruto de la visión, adulterada por el efecto o la ausencia de la droga, del protagonista. Esto también lo sitúa en unas coordenadas similares a las de Mariana Enríquez en Nuestra parte de noche (2019), dentro del neogótico latinoamericano, una novela que curiosamente se ha publicado el mismo año que Una cita con la Lady, lo que evidencia el universalismo de la nueva literatura hispánica. Este homenaje a Rulfo, por otro lado, no es arbitrario. Elizondo es mexicano, pero además es nieto de Gabriel García Márquez, de quien es conocida su afición por la literatura de Rulfo —confesaba, Gabo, su fascinación al leer por primera vez Pedro Páramo—, de modo que Comala y Macondo devienen ahora Zapotal, y los fantasmas de ambos lugares son las apariciones que frecuentan a este yonqui. Pero Elizondo, respecto a sus predecesores, incorpora nuevos elementos. Por ejemplo: el humor tragicómico del protagonista, en busca de una muerte burlona y esquiva; algunas referencias costumbristas; y sobre todo los elementos referidos al mundo de la droga. En la configuración de este personaje protagonista y su relación con la droga está mayor el logro de la novela. García Elizondo es capaz de construir un yonqui verosímil, de irónicos carne y hueso, que capitaliza esta figura del mundo moderno. En el séptimo capítulo de la novela, el protagonista rememora la primera vez que probó la Lady: «Esa fue la primera vez, y siempre la revivo porque nunca hubo ninguna otra como esa. Ese vez en la playa con Jairo y el Cleto, esa es la sensación que he estado buscando por años y no logro encontrar, ese hogar mío al que nunca podré regresar». Si volvemos al comienzo de este artículo, podemos encontrar esa nostalgia del yonqui ilustrado de The Corner; el hogar todo yonqui está en el pinchazo que nunca va a igualar. El efecto alucinatorio de la sustancia que consume o necesita consumir el protagonista tiene, además, una correspondencia en el aspecto formal. Su visión adul60
terada, que el yo autobiográfico acapara durante toda la narración, incide en la creación de una atmósfera irreal, a partir de un espacio no vinculado a referentes geográficos y que posee un carácter atemporal, mezcla de pasado, presente y futuro. En un número reciente de esta revista, Elizondo escribía una carta a Michel Nieva para sugerirle su interés por lo que denomina una «ficción psicodélica», una literatura «en la cual los fantasmas de la mente se desbordan de los límites del cráneo, y se vuelven indistinguibles de la realidad externa». No hay modo más efectivo de definir la naturaleza de este tipo de narrativa; los fantasmas mentales se hacen visibles como monstruos goyescos, se confunden con los personajes reales a semejanza de lo que ocurre en Una cita y se problematiza, tal y como sucede siempre en los géneros próximos a lo fantástico, lo cotidiano. Como imbuido de la novela de Levrero, el español Víctor Balcells (1987) emplea en su segunda novela, Discotecas por fuera (2022), el espacio virtual para redundar en esa exploración introspectiva. El protagonista, que tiene el mismo nombre del autor, se dedica a posicionar webs —como el autor—, y vive en Barcelona —como el autor—. Estos elementos propios del discurso autoficcional —recuérdese: identificación entre autor, narrador y personaje protagonista en un marco novelesco— no buscan tanto el cuestionamiento de la identidad autorial y sus desgastados juegos como cierto anclaje en lo cotidiano que le permite al narrador contraponer ese espacio con una realidad distópica. Más allá de alguna referencia burlesca al ámbito real de Balcells —como el cameo del filósofo Ernesto Castro bajo el nombre de Ernst Castro—, en Discotecas por fuera se despliega una trama de ciberpunk en la que vuelven a aparecer, enhebrados, la ciencia —computacional—, el esoterismo y las drogas. Este protagonista de nombre Víctor acaba de dejar su relación con Ur, su novia. Como una suerte de terapia, compra un dominio de internet para crear una enciclopedia online de monstruos y se va a vivir junto a una amiga, Ju, que también es posicionadora de webs, y otros compañeros de piso. En esa especie de comuna internauta, compuesta por personajes variopintos, Víctor experimenta con MDMA, flirtea con Ju, y finalmente se ve envuelto en una especie de batalla virtual contra el Halo, una especie de fuerza magnética —como la niebla de Cormac McCarthy en La carretera, pero invisible— que amenaza con convertir a todos los mortales en seres sin voluntad propia, zombies urbanos. El rasgo determinante de este Halo es que es «un producto de la psique o la imaginación», de modo que, tal y como teoriza Elizondo más arriba, son los fantasmas de la mente los que desbordan los límites del cráneo para poblar la realidad. En una entrevista, Balcells ha reconocido que en la época en que escribió esta novela sufrió «una psicosis o momento de colapso después de haber trabajado en
una agencia de posicionamiento, entonces fui medicado y al mismo tiempo tomaba ciertas sustancias, la mezcla me llevó a importantes experiencias esotéricas». Este es el anclaje biográfico sobre el que se basa una narración totalmente alejada de lo referencial. Balcells traduce sus experiencias esotéricas con una trama en la que el mundo real está amenazado por ese mundo fantasmal del halo; el protagonista de Discotecas va asumiendo las propiedades de la niebla invasora a partir de experiencias cotidianas —droga, informática, amor— que cuestionan la propia realidad existente, y en ello radica la proximidad de la novela de Balcells con las obras anteriores, su pertenencia, por decirlo así, a esta nueva narrativa. *** El derrumbe del sistema de conocimiento acaecido tras la llegada de Internet, el cuestionamiento de los esquemas de pensamiento previos y la revolución que, en definitiva, supone este Aleph permanentemente disponible, inciden en el interés por las ciencias ocultas, alternativas, demasiado novedosas para ser canonizadas y muy atractivas gracias a su capacidad de sugerencia y misterio. Esta querencia por lo desconocido triangula de forma obvia con el campo de la informática, pero también de modo menos evidente con el mundo de las drogas y los fármacos. Las drogas y sus efectos, gracias entre otras cosas al tabú social más que vigente, siguen siendo grandes desconocidos para el público medio, y prueba de ello es el interés que despiertan obras como la de Antonio Escohotado, padre de la divulgación académica sobre estupefacientes. En la literatura reciente, autores como los de arriba aprovechan esta inclinación hacia lo esotérico para construir novelas que problematizan los nuevos accesos a la realidad. Son escritores jóvenes —nacidos, por lo general, a partir de los ochenta— que han tenido contacto con las nuevas tecnologías en un periodo temprano de su vida. Se trata, además, de una tendencia narrativa que dialoga estrechamente con el neogótico latinoamericano; más arriba se citaba a Mariana Enríquez, pero sobre todo debe mencionarse la obra de la ecuatoriana Mónica Ojeda (1986). En Nefando (2016), novela de la que ya me ocupé en otro artículo de esta revista, los protagonistas —hackers y aficionados a la informática— crean un videojuego basado en imágenes morbosas que produce una adicción similar a la propia de las drogas, que además también aparecen en escena. Es un registro muy similar al encontrado en Discotecas por fuera —ambos autores,
tanto Balcells como Ojeda, muestran la herencia y superación del movimiento afterpop—, lo que, sumado a la juventud de la autora, convierte a Nefando en claro precedente de las novelas analizadas. Otros escritores abundan en cuestiones aledañas. En España, Daniel Jiménez (1981) publica en 2016 la novela Cocaína, en la que, a partir de una autoficción muy cercana a la escritura autobiográfica, confiesa y examina su adicción a la sustancia que da título al libro. La introspección en la obra, continua, se centra en el autoexamen del narrador respecto a sus adicciones: «De lo único que no has podido librarte —se dice el narrador— es de la adicción a la cocaína como método de supervivencia ni de la adicción a la escritura como única vía de escape». Y Aixa de la Cruz, por su parte, ha dado a la imprenta en 2022 Las herederas, una novela en la que una de sus cuatro protagonistas es una periodista freelance enganchada a la cocaína y otras drogas que utiliza para mejorar su rendimiento laboral. En la novela, que abre un capítulo titulado «Farmacología familiar», la droga es la vía de escape para esta protagonista, sepultada bajo la dinámica del llamado postrabajo, pero además es una fuente de autoconocimiento, pues la trama está basada en una suerte de exploración interior, de camino hacia lo íntimo, para comprender su vida y su relación con sus hermanas tras el suicidio de la abuela Carmen, motor de la obra. Advierte García Elizondo en la entrevista que, para él, «las culturas indígenas del mundo, ya sea protegiendo una corriente de agua, o llevando a cabo una ceremonia de yagé, intentan a su manera impedir un Apocalipsis que el mundo occidental se empeña en provocar, y que podría llegar por tantos frentes». Resulta significativo que una de las series más exitosas del 2023, The Last of Us, adaptación del videojuego del mismo nombre aparecido 2013 y con claras influencias de La carretera, tenga una trama relativamente similar a las de Un verdor terrible y Discotecas por fuera. La amenaza que preocupa a nuestra especie ya no viene del exterior, de un ente extraterrestre, sino que, como ocurrió en la pandemia del 2020, está originada en el ecosistema terrestre o, incluso, en nuestro propio organismo. La reflexión de Elizondo está otra vez vinculada a ese interés por encontrar en nosotros mismos y en nuestro sistema de pensamiento —en la ciencia oficial y en la alternativa, en la relación con la droga, en las creencias esotéricas— las respuestas a las preguntas planteadas por esta época. Y la nueva narrativa hispánica planea sobre estos asuntos, aprovecha estas inquietudes, se aventura, una vez más —pero de otra forma—, en las honduras de la mente.
«En una entrevista, Balcells ha reconocido que en la época en que escribió esta novela sufrió»
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Soñar lo imposible por Violeta Serrano
«Y, entonces, ¿a qué ibas con 25 años a perderte tan lejos de casa? Buscaba el temblor. El volcán. La vida. Y la encontré. Y era tan luminosa como el manto eléctrico que cubre Buenos Aires a las 4 de la madrugada, dato de aterrizaje del vuelo de Aerolíneas Argentinas que salía de Madrid doce horas antes»
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Lo que me impresionó fue la claridad eléctrica. El manto de luces que cubría un espacio que jamás pensé que iba a concebir. Y sin embargo, ahí estaba. Buenos Aires se presentaba bajo mis pies como un mar de luminarias espasmódicas que me amenazaban y, a la vez, me hacían sentir lo que casi siempre me provoca Latinoamérica: pura vida. No diré que aquello fue sencillo. Mentiría. Pero sí fue hermoso. Sigue siéndolo. Sé, sin embargo, que es bello siempre y cuando sea posible salir y tomar aire. Sacar la cabeza de las burbujas para llenarse de aire los pulmones y entonces sí, volver a sumergirse en el lodo que hace, a la vez, que la vida sea lo único importante. La paradoja. Digo esto y pienso en Chimamanda Ngozi Adichie, que vive entre Nigeria y EEUU y, en ese contraste de sentidos erige su obra. Ese privilegio difícil es el que yo también elegí y ese movimiento estratégico es el que me hace ser la escritora que soy, la persona que duda, la que reflexiona siempre con un crisol de perspectivas muy por encima de las posibilidades de quien nunca abandonó su casa. Escribir, en el fondo, es eso: dudar hasta el extremo y, a partir de ahí, tomar decisiones. Vengo de un país en el que durante casi 40 años hubo estabilidad económica. Social, sí, también, aunque podríamos poner algún pero, por supuesto. Pero la democracia, sí. La Constitución, también. El estado del bienestar. O sea, la sanidad pública. O sea, la educación. O sea, la seguridad. Música de violines. El funcionariado: esa clase española que, por mucho que lo negásemos iba a acabar concretando no sólo el método de
subsistencia más cabal de nuestra lógica cotidiana sino de toda la cultura de un país. Porque en España, en general, casi todos pensamos como funcionarios aunque no seamos funcionarios. Permanente de peluquería y sueldo a fin de mes tan excelso como para ser eterna clase media y que no desees nada más. Satisfacción justa. Sobremesa sosegada y buena siesta después. O sea, vivir bien, sin que te falte de nada, pero tampoco deseando nada más allá de lo suficiente para consumir el engranaje preciso que te mantiene en pie. La cultura del funcionariado. La de la obediencia. La de la tranquilidad. La de la nómina fija. La de la seguridad total. La antítesis de la pura vida. Y, entonces, ¿a qué ibas con 25 años a perderte tan lejos de casa? Buscaba el temblor. El volcán. La vida. Y la encontré. Y era tan luminosa como el manto eléctrico que cubre Buenos Aires a las 4 de la madrugada, dato de aterrizaje del vuelo de Aerolíneas Argentinas que salía de Madrid doce horas antes. Y ahora, 10 años después de haber tomado ese avión transoceánico, ese vuelo largo como medio día enfrascado de noche oscura del alma, ese abismo de agua salada e islas e islotes e incluso selvas impenetrables, vuelvo al origen y pienso que tampoco estábamos tan mal y, a la vez, sí, carajo, qué mal que estábamos. ¿Y ahora, cómo vamos a decidir estar?, ¿tenemos margen de maniobra?, ¿algún despertador va a sonar a tiempo? Dediqué los últimos años a reflexionar sobre mi movimiento migratorio. No tiene ningún sentido pensarlo en base a mi caso particular. Sólo sirve si esa experiencia personal tiene una lección intrínseca que valga como revulsivo, que desborde y penetre en un pensamiento social. Eso hice. Escribí Poder migrante (Ariel) y Flores en la basura (Ariel) como antídoto al desencanto. Y funciona: quienes los leen admiten que salen de sus páginas con energía y esperanza. Ojalá suceda más. Ojalá se expanda ese sentimiento que tanta falta nos hace. Yo soy una de tantas que se fue cuando la estabilidad española empezaba a hacer aguas. Una de esas jóvenes que había nacido con la promesa de conseguirlo todo y, sin embargo, ay, apenas había nada cuando en 2013 terminé tres carreras con premio extraordinario, un máster y un frío en los huesos que aún recuerdo como un broche de silencio y dudas. Mi decisión, es cierto, no fue la más común. La mayoría de los míos, esa especie que se pasó varios años en la universidad con la supuesta garantía de salir de allí con herramientas para tener, por lo menos, un sueldo digno, decidieron escapar hacia lugares más auspiciosos. El norte de Europa, fundamentalmente. Yo, sin embargo, decidí tomar el rumbo más inesperado, el más camicace, tal vez: Latinoamérica. No, ojo, ni siquiera eso. Todavía peor: la Argentina. El país de la turbulencia económica por excelencia. El país que, sin embargo, me permitió hacerme adulta cuando me tocaba y me dijo sí a cosas que en España me estaban vedadas. Ningún contacto en las altas esferas, ningún camino diferente, ninguna grieta por la que colarse cuando la estabilidad se rompió y era necesario conocer la excepción para lograr la dignidad. Así que huí allí donde mis tres carreras fueran apreciadas por contraste. Y lo fueron. Argentina es
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un país que valora la cultura como pocos. Y su lengua. Y yo tuve que arremangar mi castellano perfecto y ponerlo al servicio del cantito del Río de la Plata. Y lo hice. Ya lo había hecho en Barcelona cuando una leonesa como yo decidió estudiar casi en la frontera con Francia. Siempre lo mismo, siempre al límite para encontrarle la vuelta al fracaso, la más común de las realidades si no te mueves, si sólo respiras con el aire que te cae y no con el que te inventas. Mi decisión de hacer camino en la Argentina fue, ahora lo sé, crucial. Aprendí a creer en mí y, sobre todo, a trabajar y vivir en contexto de incertidumbre. Justo lo que este siglo XXI propone ya con una fuerza inusitada. Cuando en 2017 decidí estar más tiempo en España, no lo logré. Casi nadie confiaba en una trabajadora que sí, oh, había triunfado pero no en Londres, no en París, no en Berlín, no en Nueva York. Lo mío era de cuarta. Haber triunfado en Buenos Aires, qué tontería. Sin embargo conocí la inflación más desmesurada, lideré equipos con personas que no sabían cuánto iban a ganar mañana, con reglas del juego que se modificaban cada día y había que reinventarlas. Eso que llaman ahora resiliencia. Eso que llaman creatividad. Eso, amigos, es la Argentina. Y por eso, en el fondo, mis dos ensayos son una defensa a ultranza de ese pueblo tan maestro en naufragar y salir a flote construyendo botes con astillas. Es ya 2022 y sigo escuchando llantos a mi alrededor. Ahora sí puedo vivir más tiempo en España que en Argentina. Ahora sí, alguien confió en mí y me ofreció trabajo. Lo celebro. No porque no extrañe cada día la pura vida que allí dejo siempre que tomo el vuelo inverso, sino porque todavía en España tenemos lo suficiente para crear una cotidianeidad sostenible a pesar de que creamos que no tenemos con qué hacerlo. Y de ahí el llanto. Un llanto que me preocupo por calmar en cada obra. Tengo amigos que son hermanos al otro lado del océano. Amigos con los que también sigo trabajando. Y digo así porque eso me enseñó también la otra orilla: que la amistad va más allá de lo que podemos concebir aquí. Y es, también, porque cuando todo se tambalea urge crear una red, una contención, una lona de brazos que no te van a dejar rozar el suelo cuando la turbulencia te alcance. Nadie se salva solo. Estamos a tiempo de entenderlo. Pero hace demasiados años que pensábamos que aquí sí, que podríamos hacer camino sin mirar alrededor. Y no es cierto. Que pensábamos que esa democracia y esos derechos y ese bienestar venían incluidos en el precio. Pero resultó que no. Resultó que había que pelearlo cada día, había que entender que los derechos traían aparejadas obligaciones y que la democracia sostenida no era lo normal, sino la excepción, y que, por eso mismo, urgía defenderla. Y claro, hay desconcierto y hay lágrimas y mucho dolor. La economía se desbanda y los miedos se acogotan en los dedos de quienes teclean su presente tratando de no pensar en el futuro. Hacen bien. El futuro no existe y el dinero, por cierto, es ficción. Eso también lo sabe la Argentina y aquel que, alguna vez, ha tenido el valor de empezar de cero, de perderlo todo. Quien lo probó, lo sabe. Pura vida es lo que importa: lo demás son zarandajas. Estamos ante un abismo transversal y por eso mi experiencia particular aquí tiene un recorrido útil para otros. Por eso la cuento en esos
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ensayos que tratan de poner en valor una decisión mínima, como la de todo ser humano, pero que puede ser a la vez universal. Nos toca ser valientes y aprender de quienes llevan décadas naufragando. No nos gusta admitirlo pero en Europa el barco se está hundiendo y a veces no sé si el capitán registra la catástrofe. El bienestar se diluye y va a hacer falta que la cultura del funcionariado también lo haga, porque ahora toca tener el coraje de imaginar un mundo nuevo y ponerlo en marcha. En Flores en la basura me fijo en la situación de los jóvenes que, como yo, sienten que fueron defraudados: no se cumplió el trato que firmaron cuando nacieron en la acolchada comodidad de finales de los ochenta. Viviremos peor que nuestros padres: el pacto social se ha roto. Pero no todo está perdido. Este momento de cambio de rumbo es la gran oportunidad para repensarnos. Para imaginar todo otra vez. Para volver a las míticas frases del París del 68 y creernos eso de que hay que soñar lo imposible. Es tan urgente que da calambre. Pero hoy, en el 2022, la vida que habíamos diseñado no va más. La de nuestros padres es una, la nuestra, sin duda, debe ser otra. Distinta, muy distinta a la que habíamos soñado. El deseo de desarrollarnos en grandes núcleos urbanos y obtener estabilidad y una rutina de confort, se acaba. El lujo de la inconsciencia no tiene cabida para la mayoría de nosotros. Toca imaginar un mundo nuevo y, para eso, nada más útil que mirar a quienes deben reinventarse cada día en condiciones diferentes. Tomé decisiones difíciles y las tomé desde el momento que bajé de ese avión transoceánico. No sabía, entonces, que incluso estaba poniendo mi herramienta de trabajo en juego: mi lenguaje ya nunca volvería a ser el mismo. Ni mi cabeza. Mi pensamiento mutó. El privilegio de ser sobre el tener se fue clarificando cada día, cada mes, y la Argentina me enseñó que debía ser libre. Eso hacen los amantes de verdad, dejar ir al otro, dejarlo marchar para que el amor siga intacto. Así que en 2022 regresé para hacerme un refugio en el único lugar seguro para alguien que está convencida de que las turbulencias y el caos se llevan mejor cuando hay tierra cerca, y agua, y silencio, y animales comestibles. Volví al lugar del que me marché, al terreno que describo en el poemario que publiqué en el año pandémico por excelencia, ese 2020 que se pintaba exótico y capicúa y que fue, sin embargo, un bofetón de la Naturaleza. Publiqué Antes del fuego (Índigo) y pensé en los campos de trigo y cebada que peinan las laderas del valle en el que me crie. Decidí que quería levantarme cada día viendo la montaña del Teleno y que, para apreciar ese nuevo deseo, sí, fue necesario el dolor. Sentir miedo, soledad, frío y pura vida. Sentirlo todo para quedármelo dentro y escribir, desde aquí, el nuevo capítulo de mi vida. No estamos tan mal entonces. Sólo falta el coraje para soñar lo imposible.
«Mi decisión de hacer camino en la Argentina fue, ahora lo sé, crucial. Aprendí a creer en mí y, sobre todo, a trabajar y vivir en contexto de incertidumbre. Justo lo que este siglo XXI propone ya con una fuerza inusitada. Cuando en 2017 decidí estar más tiempo en España, no lo logré. Casi nadie confiaba en una trabajadora que sí, oh, había triunfado pero no en Londres, no en París, no en Berlín, no en Nueva York. Lo mío era de cuarta. Haber triunfado en Buenos Aires, qué tontería»
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Material de construcción Eider Rodríguez
Material de construcción Random House 208 páginas
Cómo desentrañar el significado de la palabra familia como instancia cultural y herida de clase media de aspiraciones burguesas; cómo explicar que la base de un hogar es la transacción de miserias y la gestión de la mierda; cómo escribir que los cuerpos sometidos a discursos patriarcales están llenos de señales y cicatrices blandas; cómo conseguir que un relato familiar, íntimo y personal, se convierta en la captura de un fragmento de la historia de un país, de un territorio; cómo contar el lamento de una hija que se duele porque ha perdido a su padre, sin que esa muerte suene a tópico literario, cómo transformar el caso particular en un gesto político; cómo hacer de la conversación con el padre fallecido una estructura de duelo que no sea dulce ni pegajosa, que no decline lo feo, que no blanquee ni mienta y que asuma la vergüenza y la rabia maceradas en el sótano de casa; cómo asumir la pérdida sin que la pérdida nos coma por dentro; cómo explicar que el amor es algo sucio y complejo, que el amor es un encuentro de deseo y decepción, que incumplimos las promesas, que
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siempre lo hacemos mal; cómo escribir que la piel tiene su léxico propio, un acervo familiar de silencios y de roces y de afectos replegados que susurran por encima y por debajo de las palabras dichas; cómo entender que el amor es un manojo de afectos casi siempre en conflicto, de odio y desencuentros, de ojos que no se miran, de ternura contenida, de cabezas que se agachan y se inclinan hacia el suelo; cómo dejar registrados los silencios que no gritan, pero que prenden fuegos, cómo narrar las caricias que no se dieron o la melena de niña que el padre nunca peinó; cómo mirar a los ojos del cadáver de tu padre y perdonar su alcoholismo, sus pantalones meados, su ropa llena de mierda, sus desayunos con cava, sus amigos pordioseros, los mendigos y los bares del extrarradio migrante, las botellas escondidas entre archivos y papeles. Material de construcción, la primera novela de Eider Rodríguez (Rentería, 1977) tiene las respuestas a estos interrogantes: hay que escribir la familia asumiendo que es un lastre, una carga, una pena, una soga que amenaza con estrecharnos
los cuellos. Eider Rodríguez responde con materiales humildes, como un testigo modesto, con la reelaboración de las notas de sus cuadernos íntimos, con la memoria hecha un caos, con olvidos y silencios entre un montón de recuerdos, un desorden que exige dar sentido a la experiencia y que crezca, esplendorosa, la belleza del desastre: algo que no que consuela pero que sin embargo permite otorgarle algún sentido a la experiencia humana. Material de construcción es una carta al padre muerto, el registro por escrito de una larga conversación que no pudo ser en vida, porque la voz narradora necesitaba esa muerte para decir su cariño y poder amar sin miedo a su padre: «Quiero que papá muera para poder seguir hablando con él. Quiero que papá muera. Papá quería morir. Quiero hablar con papá. Solo a través de la escritura puedo alcanzar el máximo grado de intimidad. Suicidarse puede llevar toda una vida».
La novela, una trama de fragmentos y de notas que dan saltos en el tiempo, metaboliza el dolor y todo lo insoportable de la vida familiar, lo asimila y lo transforma en un vínculo profundo con su padre fallecido, un gesto, una caricia, que no puede pronunciarse, pero sí puede escribirse, porque, como afirma la narradora, «una cosa es que tu padre se cague encima todos los días, y otra muy distinta escribir acerca de que tu padre se caga encima todos los días. Las palabras tienen capacidad metabolizadora. Soy la reina de la casquería». Y es que, en esta suerte de diario de duelo, la voz narradora, trasunto de Eider Rodríguez, consigue aprender a amar la vergüenza y la rabia, el miedo y la impotencia que su padre le ha legado, toda la incomprensión de la hija hacia el padre convertida en ofrenda: «Escribir se ha convertido en una manera de estar contigo y de estar para ti». Una dádiva que no pretende eludir lo podrido familiar ni su rastro viscoso; precisamente por eso, la narradora se hace esta pregunta: «¿Cómo es posible querer tanto a un borracho?», una cuestión central que atraviesa y da sentido a toda la novela, porque surge de la voluntad de derrocar de una vez la idea de amor romántico, una ficción obscena y atroz, que también cruza las relaciones entre padres e hijos y que tapa las verdades, frágiles y con frecuencia indignas de los lazos amorosos. Adiestrarse en el tormento, domeñar las fantasías, descreer de todo amor; entonces, ¿cómo amar? Un interrogante que habría sido imposible sin la mirada política y feminista que Eider Rodríguez despliega en su texto. Y es que su pregunta implica el deseo de entender quién fue ese hombre panzón que olía a vino barato, que era ausencia y silencio, quién fue ese hombre caído que provocaba a su paso vergüenza y desconfianza. Se ama, nos dirá la narradora, con el uso del lenguaje, con palabras que no bastan y que sin embargo son el único instrumento para acercarse
a los otros. Por eso decide adentrarse en los despojos de su vida familiar, ahondarse en sus fantasmas y en sus recuerdos, en la ira y la compasión que su padre generaba con todas y cada una de sus borracheras: materiales de construcción para alcanzar a saber, para intentar comprender quién fue ese padre perdido, por qué hubo tanto en él que se le escapa y no entiende, por qué decidió matarse, por qué prefirió la muerte a vivir por ellas. Para esta labor de derribo y de extracción, para esta firme vocación de hacer caer los relatos del padre heroico, sitúa su experiencia personal en el marco histórico de un País Vasco y una España marcadas por la euforia del ladrillo, por una clase media que creyó todas y cada una de las consignas del estado del bienestar. Una época en que la familia se pensaba como estructura férrea e incuestionable y que estaba construida sobre leyes que prohibían la emoción y la ternura, el llanto y la empatía, una institución que premiaba los silencios, la obediencia, la contención, la dureza; las consignas de la madre, aparato de propaganda contra la blanda ternura de saberse vulnerable: «he hecho algo inconstitucional: le he acariciado el pelo, le he tocado un brazo. Es suave», escribe la narradora y a mí, como lectora, se me rompe el corazón. Tanta violencia encubierta, tanta grieta y tanto roto. No en vano, la novela traza el retrato de un hombre deshecho por sueños que no cumplió y por sueños que no tuvo o que tuvo y nadie supo, un hombre apuntalado por el orden patriarcal de la mili y del alcohol, del esposo que trabaja en la empresa familiar, del cabeza de familia que hace viajes de negocio y que lleva a su familia a veranear en Benicàssim. Proveedor, amo y jefe que aseguró que su hija llevara zapatos de marca y que hablara en euskera porque ese idioma es signo de clase adinerada. Para cuando el negocio empieza a declinar por la crisis del ladrillo, la identidad de ese hombre está ya brutalmente
mermada por su alcoholismo: una fuga a ningún sitio, una huida que le lleva a dar tumbos por las calles, a ser casi un vagabundo. Una ciudad, Rentería, que no es inmune a los cambios: frente al paisaje de ayer, organizado por castas (de un lado las familias vascas, hogares acomodados, dignos y escrupulosos; del otro, barrios migrantes, bares sin pinchos, gente que grita y que no guarda las formas. Y en medio de todo eso, tierra de nadie, chatarra y descampados, colchones desvencijados donde se acuestan los yonquis; ETA y las bombas lapa y las pelotas de goma y los cuerpos policiales y los muertos de ambos lados, siempre el hedor a detritus), una ciudad homogénea, segura y perfumada, repeinada, adocenada, donde el ciudadano trabaja para cumplir el deber de ser feliz y ejemplar, una exigencia de estado que casi todos acatan. Y así, la familia de la protagonista, sus miserias, sus aspiraciones, todos los sueños caídos, se revela como una sucursal privada del medio social y por debajo la rabia. Del esplendor a la crisis, del alcohol como alegría y celebración de vida, al alcohol traducido en ictus y enfermedad hepática. De un negocio floreciente, a un negocio que se arruina. La ruina es la mentira que no se sostiene más. Un material de derribo que le sirve a Eider Rodríguez para levantar de nuevo un relato más honesto de su historia familiar que son todas las historias; da igual que nuestro padre sea alcohólico o no; no importa si murió o si sigue vivo. Porque «todo el mundo acarrea historias ajenas sin darse cuenta», Material de construcción es la carta a todo padre que redacta toda hija.
por Begoña Méndez
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El homo dixneuviemis y su aburrimiento Yuri Herrera
La estación del pantano Periférica 185 páginas
En México no hay verdaderas biografías de Cantinflas, ni de Hugo Sánchez, ni de Elena Poniatowska. Y la última biografía seria, profesional, del presidente Benito Juárez data de 1948 aunque su autor, el erudito neoyorkino Ralph Roeder, la tradujo al español y la actualizó en 1967 con el título de Juárez y su México. Esa negligencia, aunque es común al mundo hispánico, se agudiza en México, acaso por la pésima combinación que padecemos entre el recelo indígena y el recato criollo. Digo, es un decir: recelo y recato. Es cierto que en los últimos años, la situación ha ido cambiando y ya tenemos, al menos, una gran biografía en proceso (la de Carlos Tello Díaz sobre Porfirio Díaz, su ancestro) y otras, significativas, sobre otros personajes históricos y literarios. Pero estamos muy, muy lejos de la facilidad anglosajona y francesa para ejercer con frecuencia –obsesivos– la biografía. Recuerdo que cuando publiqué mi biografía de fray Servando Teresa de Mier (2004 y 2022) amigos míos, escritores mexicanos muy cultos, se
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sorprendían de la naturaleza, de las dimensiones y del aliento del libro, cuando lo que yo pretendí fue, solamente, escribir una buena biografía profesional, como las que aparecen cada día en otros países. Ocurre que un país enamorado de su historia como México, los escritores no leen biografías a la inglesa, ni las escriben. Lo que sí hacen algunos de ellos, es cultivar (aquí, como en otras latitudes) ese género bastardo y casi siempre infeliz que es la biografía novelada o la novela biográfica, que reúne, obra de la flojera y de la falta de imaginación, del apetito por poco dinero, pero fácil de agenciarse con un editor complaciente, lo peor de la novela y lo peor de la biografía. Recuerdo como una pesadilla el año de 2010 cuando, a título del bicentenario mexicano de la Guerra de Independencia y del centenario de la Revolución mexicana, el mercado –y mi buzón de crítico– se llenó de infamias cocinadas en el horno de microondas sobre el emperador Agustín de Iturbide, doña Leona Vicario, el virrey Juan Ruiz de Apodaca, Emiliano Zapata, Pancho Villa, los curas Hidalgo
y Morelos, doña Josefa Ortiz de Domínguez… Escribir una novela histórica, profunda, rica, eficaz, es muy difícil. Quien, en ese género no sueñe, al menos, con emular La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, o las Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, deberá dedicarse a otra cosa. Escribir una novela histórica es difícil porque, como es obvio, el buen lector de una novela de esa naturaleza sabe el desenlace de la historia y el autor debe abrir, por fuerza, la ventana a otra realidad, que simultánea a los hechos históricos, los deforme, los oculte, los interprete. Hace años, Eduardo Antonio Parra, un cuentista de raza, publicó Juárez, el rostro de piedra (2008), una novela histórica de corte tradicional, competente pero La estación del pantano, de Yuri Herrera es otra cosa, un tipo superior de literatura. La prosa de Herrera, trabajadísima sin ser churrigueresca, hace del año y medio que Juárez habría pasado en Nueva Orleans, entre 1853 y 1855, una ensoñación. Al futuro prohombre
de las Leyes de Reforma y de la lucha contra el Imperio de Maximiliano, no le ocurre allí gran cosa, en ese miserable pantano junto al Golfo de México. Nada de lo que gustan registrar sus escasos biógrafos, aunque allí conoció a Melchor Ocampo, liberal a quien ciertas leyendas urbanas le atribuyen el haber sido uno de los primeros traductores de Marx al español. No sé si lo fue, pero pudo serlo. Se olvida con frecuencia que, si toda vida es aburrida si se le valora con exactitud, las vidas decimonónicas y las de antes del XIX, sobre todo cuando eran la de alguien llamado a las tareas del héroe, estaban llenas del tiempo muerto atenuado, en el mejor de los casos, jugando a las cartas al calor del fuego del hogar, y en el peor, penando entre las chinches y penumbras del calabozo. Por ello, el homo dixneuviemis fue autor de obras muy vastas y correspondencias copiosísimas porque su dilatado tiempo muerto no lo consumían las redes sociales. La estación del pantano introduje neologismos, juega virtuosamente con el tamaño de las fuentes tipográficas y menudea en aciertos prosísticos de una belleza precisa, presentando a «un borracho que amanecía con la novedad espantosa de que ya no estaba borracho». O al referirse a los exiliados varados en el puerto de la Luisiana, alguien dice: «–Si supiera la cantidad de gente que lleva años aquí sólo por unos días». Y tratándose del célebre pianista y compositor Louis Golttschak, nativo de Nueva Orleans, cuenta cómo empezaba a «correr las manos por todo el teclado, no le fueran a robar alguna tecla». Más allá del exilio de Juárez, sólo por la prosa, vale La estación del pantano y aunque me incomodó que Herrera dejase abierta la novela (Juárez simplemente regresa a dar cumplimiento a su destino político, el fuego), una segunda lectura me recordó que las buenas madres y los pedagogos justicieros festejan el aburrimiento de sus
hijos, de los niños en general. Reafirmé así que un Juárez aburrido, enfangado, es un plato de cardenal si aparece un escritor como Herrera dispuesto a sacar provecho de lo que no ocurre, contento con reinar en la alusión. No necesito recurrir a la teoría de la punta del Iceberg, para convencerme de que Herrera trabajo minuciosamente el período novorleanista del legendario presidente y como novela histórica, La estación del pantano importa por lo muchísimo que fue desechado. Quedo así, si se quiere, una meditación sobre el exilio político. Los mexicanos, a diferencia del resto de los latinoamericanos, no suelen exiliarse. Por exilio no cuento yo la estancia en el antiguo México que quedó enclavado en los Estados Unidos, a partir de 1847. Durante guerras, revoluciones y mudanzas, perseguidos y conspiradores solían salir huyendo rumbo a La Habana o Nueva Orleans para regresar lo más pronto posible al territorio nacional. Ello se debe menos al supuesto deseo existencialista de los mexicanos en hombrearse con la Muerte sino a que, sobre todo durante el siglo XX tras la Guerra de 1910, la historia mexicana ha sido, en comparación con otras, benigna. Ello se acabó, como bien lo sabe Herrera, con las guerras narcas del siglo XXI, que él ha narrado con humor, gesto de valentía que se le agradece. Mientras otros autores hispanoamericanos ya cuentan a su edad –Herrera nació en Actopan, Hidalgo, en 1970– con bibliografías intimidantes llenas de novelas baratas, él ha meditado cada libro que ha escrito y se ha tomado su tiempo para publicarlo. Mantiene al mercado a raya. Sabe Herrera qué hacer con el tiempo muerto, con el aburrimiento de un héroe que aún no lo es, apaciguando su zozobra mirando las nubes y sus formas. Incapaz de entender los periódicos en inglés, Juárez se recuerda dando clases de física en el Instituto
de Artes y Ciencias de Oaxaca meses antes del destierro, y con él, piensa en sus estudiantes mirando «los signos y fórmulas en la pizarra como si fueran garabatos humanos». «Entonces», sigue Herrera, «él explicaba como cada número y cada garabato hacían algo cuando estaban juntos, y como ese algo era algo profundamente humano, y ellos empezaban a reconocer mundo en las ecuaciones, como uno reconoce animales en las nubes, pero estos animales sí existen. Unas palabras las sabía, otras las intuía». La estación del pantano es prosa que no se olvida y meditación sobre el exilio político, he dicho. Y sobre todo, un tratado sobre el tiempo muerto, sobre qué ocurre con la Historia cuando la mayúscula se tarda en llegar: «los papeles muertos están para funerariar la vida, para crear la ilusión de que puede ser contenida y archivada. Los papeles muertos abundan en puntos finales. Los papeles vivos, en cambio, vienen calientitos, sangrando tinta, alardiando historias, insinuando desenlaces, dejándose querer, suspensiando las cuitas del día anterior, anticipando las del día siguiente». Obra prologal, barrunto sin ser borrador, libro por venir, anticipación. Eso es La estación del pantano, de Yuri Herrera.
por Christopher Domínguez Michael
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Postales de vida doméstica Ana Navajas
Estás muy callada hoy Seix Barral 191 páginas
Al cerrar las páginas de este libro, una siente que se ha colado en la vida de una mujer corriente de mediana edad que ha dejado la puerta entreabierta para dejarnos asistir al discurrir de sus días; una mujer que se muestra tal cual es. La vida doméstica de Ana, casada, con tres hijos y un perro, circula por este libro. Ella es la cuarta de cinco hermanos de una familia que se crio en una localidad del litoral argentino. Su madre murió hace unos años a consecuencia de un cáncer. Queda el padre, que sigue viviendo en la casa familiar. A través de ese espacio a medio abrir que ha propiciado la protagonista, oteamos las rutinas de la casa y sus ocupantes, escuchamos las palabras pronunciadas y las calladas, las que se quedan dentro, y las que resuenan del pasado. Nos acercamos a las sensaciones que generan los aconteceres cotidianos, aquellos que por nimios que parezcan van punteando la existencia (el lugar en el que se sientan alrededor de la mesa, la elección del color de las flores para llevar al cementerio, la serie preferida, las músicas que suenan,
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las diferencias entre su casa y la de su amiga de infancia…). Nos movemos de dentro hacia fuera, donde fluye la vida exterior, aquella que expande las experiencias concentradas entre las cuatro paredes de la casa. Ana Navajas (Buenos Aires, 1974) se estrena en la escritura con esta novela que fue editada por primera vez en Argentina, en 2019, por el sello Rosa Iceberg, creado por Tamara Tenembaum, Marina Yuszczuk y Emilia Erbetta para dar a conocer a escritoras noveles. La identificación de la narradora con la autora existe y la propia Navajas lo ha ratificado en diversas entrevistas. Estamos, pues, ante un volumen más de la llamada literatura del yo, una fórmula que sigue viva pese a las reiteradas voces que hablan de su extinción, de su agotamiento. ¿Al servicio de qué está en este volumen? Parece no responder a un esquema previo, a una racionalización de la escritura. Se intuye que simplemente surgió de forma natural; que la autora, conforme acontecían los hechos, puso palabras a lo vivido y después compuso un mosaico a base de esos
retazos. El yo se presenta sin artificios y apenas preámbulos. Se va revelando a lo largo del relato con su propia identidad. La autoficción parece el molde perfecto para este testimonio literario que transmite autenticidad. No es una construcción de cartón piedra, ni un envoltorio, es la plasmación de una pulsión vital y literaria. Ana se dedicaba a redactar textos publicitarios o comunicaciones institucionales. En el presente trabaja junto a una compañera en la escritura de una tesis sobre economía doméstica en el siglo pasado. Dos mujeres «que no pueden avanzar porque siguen dedicadas, principal y fundamentalmente, al cuidado de los demás». Ana es ama de casa. Ana es una cosa y la otra, como antes lo fueron su madre -socióloga- y su abuela -profesora de francés-: «Simones de Beauvoir en batón de entrecasa». El cuidado de Rosa, su hija adolescente, de Elena, que la sigue en edad, y del pequeño y cautivador Pedro es su prioridad. No ha perpetuado en cambio el papel de esposa devota que practicaba su madre.
La protagonista se mueve en la cocina, va con el coche arriba y abajo para llevar o recoger a alguno de sus hijos, los acompaña al médico…es una madre que de forma natural se vuelca en la atención familiar. Abordar la vida doméstica, con sus gratitudes y desencantos, tal cual acontece, es un logro de este libro. La vida va imponiendo las prioridades y Ana las asume sin necesidad de justificar o de gritar grandes proclamas a favor o en contra de nada. Visibiliza con su escritura el cuidado, la atención, la dedicación amorosa a la familia. También la exploración de otros territorios que la llevarán a cuestionarse su relación de pareja y la dedicación a sí misma. El libro arranca con la muerte de la madre. Sabemos que la hija decidió acompañarla en sus últimos momentos. Hay pues un duelo en curso. Lejos de teorizar sobre grandes temas existenciales, la autora habla llanamente de lo divino y de lo humano, de cómo a veces se entremezclan los planos: «Mientras mamá se moría, yo estaba comiendo salambe y matambre arrollado». La madre sufrió una larga agonía, que no desea para ella. Una madre, que ha dejado su huella y que ahora ya no está. La normalidad impregna esté testimonio incluso en momentos muy dados al elogio y a la idealización («Como en muchas otras cosas, espero no parecerme a ella»). Siente a la vez dolor y liberación. La desaparición de la madre conlleva afrontar pequeñas decisiones que van presentándose como qué hacer con el contacto en el móvil o con la ropa en el armario y otras mayores que la protagonista toma con practicidad -¿hasta qué punto tiene sentido respetar la voluntad del que se ha ido en ciertas cuestiones? -. El duelo se ha ido lidiando de forma soterrada en los años posteriores a la muerte de la madre, mientras sus hijos crecían. La maternidad recorre esta novela, que habla de mujeres, madres e hijas.
Cuando la protagonista da a luz a su primera hija todo cambia: «Ser madre se convirtió en un vicio». La muerte de su progenitora la aboca a una dedicación en exclusiva: «Murió mi madre y decidí convertirme en madre. Lo único que iba a ser de ahí en más era madre, la mejor madre». Pero esta mujer cuidadora quiere también buscar espacio y tiempo para ella, aunque no sabe muy bien de qué manera hacerlo, acostumbrada a estar pendientes de los demás. Cuesta ser una misma cuando siempre hay alguien que depende de ti y te arrastra con ciertas rutinas («Quiero enfrentar la soledad»). Con palabras escogidas el relato combina ternura, crítica y sentido del humor: «Tal vez tenga razón Rosa y seamos una familia de mierda, una vereda de baldosas sueltas después de un día de lluvia» o «No me sale la charla de cóctel, que vendría a ser similar a la de velorio». La concisión no va en detrimento de la poética. La autora sabe sugerir y en unas pocas páginas consigue sumergirnos en una escena particular, en un clima -tumbada en la cama con su madre agonizante contemplan las copas de los árboles por la ventana-. La madurez vital se trasluce en las idas al pasado y en la confrontación con el presente, en la reinterpretación y adecuación a la propia vida de las herramientas heredadas: «hay un desdén genético por la búsqueda de la felicidad» o el miedo como «arma heredada». El paso del tiempo y de las estaciones contribuyen a esa sensación de progresión. La novela tiene una estructura fragmentada, como si fuera un diario o la transcripción de notas personales tomadas en momentos concretos de la existencia, que no sigue un orden cronológico. Pero es una estructura coherente y homogénea. Este es otro de los méritos de este volumen. No son pocos los libros que caen en nuestras manos bajo el reclamo de novela y que
en su interior contienen una burda correlación de microrrelatos que no funcionan como un todo. Aquí hay un elemento que da forma: una voz, particular, personal, distintiva, que va amasando las palabras y los hechos. Existe también una coherencia narrativa, una ordenación de los capítulos, que permite a quien lee reconocer los espacios, los personajes, las diferentes épocas. La escritora argentina habla con palabras y modismos locales, transita entre la gran ciudad y el campo. Ella se crio en el seno de una familia sin problemas de dinero, con niñera, en una casa en el litoral menguada cuando tres hermanos mayores se fueron a vivir a la capital, donde ahora reside. Construir un hogar ha sido importante para ella. Su casa en la ciudad le da seguridad, por eso siente cierto desasosiego cuando se aleja y siempre desea volver. Adaptarse ha sido una constante en sus días. Recuerda como al llegar a Buenos Aires los vocablos eran otros para expresarse. Elogia las virtudes de la vida en la urbe, aunque el pueblo sigue dentro: «Cada vez que alguien toca la bocina, un instinto de pueblo hace que me dé la vuelta. Creo que me están saludando». Navajas encabeza el libro con dos citas, una de Natalia Ginzburg que explica como adquirió una forma de hablar breve, rápida y concisa para ser escuchada en una familia con hermanos mayores. La alusión es extensible a este volumen también corto que tiene la virtud de englobar mucho en poco espacio. La autora italiana resuena en estas páginas. Hay cotidianidad y también hondura, hay un punto de vista, una mirada inteligente del mundo, introspección y sentido del humor. El resultado es sencillo y eso que parece fácil no lo es. Esperamos que esa voz vuelva a alzarse en futuros libros.
por Mey Zamora
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Recuerdos de los grandes Gonzalo Celorio
Mentideros de la memoria Tusquets 262 páginas
En la figura de Gonzalo Celorio (México, 1948) coinciden de un lado el catedrático de la UNAM, el asesor literario de la FIL Guadalajara, el director general de FCE durante unos años y el actual director de la Academia Mexicana de la Lengua (cargo no insignificante si se tiene en cuenta que México es el país con más hablantes de español); de otro, el escritor no solo de trabajos académicos, sino de ensayos enjundiosos y novelas que tienen en común, salvo alguna excepción, el ejercicio memorialístico. Celorio ha dado a la estampa libros en los que recoge la historia de su familia, con raíces asturianas y cubanas. Ha titulado zumbonamente esa trilogía «Una familia ejemplar». La componen Tres lindas cubanas (2006), El metal y la escoria (2014) y Los apóstatas (2020). También de la familia literaria ofrece ahora una galería de recuerdos que constituyen, como la imponente galería de madera de la biblioteca de su casa que domina en fotografía, en la que un lector querría quedarse a vivir, la cubierta del libro, una galería de escritores que ha conocido y que están entre lo más granado no solo del
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México de los últimos cincuenta años (que ya es decir mucho, dada la riqueza de esas letras); también de la literatura hispanoamericana y aun universal. Siempre cercana a lo coloquial o distendido, caracteriza la admirable y ágil prosa de Celorio un algo juguetón, festivo, humorístico, veta que en su país ha tenido y tiene el cultivo de grandes colegas entre los que se encuentran, por citar solo algunos, para entendernos, Jorge Ibargüengoitia, Guillermo Sheridan, Juan Villoro o Antonio Ortuño. Curiosamente a ninguno de ellos se dedica algún capítulo de Mentideros de la memoria. A quien sí hallará el lector en estas páginas es a Juan José Arreola (a quien tampoco le faltaba ese punto burlón), Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez, Juan Rulfo y Umberto Eco, también por mencionar solo unos pocos (muchos más de los que figuran en los epígrafes, pues hay aquí apariciones de numerosos otros, como Tomás Segovia o Darío Jaramillo). En alguna ocasión, ciertos textos se solapan con otros del muy recomendable tomo I de La carrera de la edad (FCE), donde el autor reunía la
primera mitad de su obra ensayística (y también incursionaba en lo autobiográfico). Pero es una delicia asistir a estas semblanzas y anécdotas, que en algunos casos se limitan a un único encuentro. En ellas pesa mucho más el escritor que el académico, el recuerdo jugoso que el análisis filológico. Hay algunos guiños, como sucede en «Algo sobre la muerte del menor Sabines», remedo del título del libro de poemas de Jaime Sabines (en el que se refería al «mayor», su padre). También, confesiones personales, lejos de la asepsia informativa de unos perfiles que podrían ser en otros meramente informativos pero que en él no tienen nada de periodísticos. Varios viajes a Colombia están llenos de momentos impagables (robo incluido), como muy evocativo y emocionante resulta el viaje a la Habana y el encuentro con Eliseo Diego y Dulce María Loynaz. Igualmente, cuando a él le toca ser anfitrión el humor está servido (como un caballito de tequila), y no faltan locales de la Ciudad de México, escenarios de charlas y confidencias, antros donde corre la música a la par que el alcohol.
A Bryce Echenique lo vemos como el bebedor ininterrumpido que fue y, amigo suyo, Celorio no evita entrar en el espinoso asunto de los plagios cometidos por el peruano, que lo han condenado a un ostracismo no del todo justo, como todos los linchamientos que se quedan epidérmicamente con los efectos pero no se compadecen de las causas. Tampoco elude el episodio por el cual la familia de Rulfo impidió que el nombre del autor de Pedro Páramo siguiera vinculado al premio que otorga anualmente la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, que desde entonces se denomina Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances y ha ensanchado el ámbito de sus premiables a escritores que como Cartarescu o Carrère escriben en lenguas primas del español. Y el recuerdo lo ensombrece la melancolía al evocar a Natasha, la hija de Carlos Fuentes y Silvia Lemus tan prematuramente desaparecida en 2005 y a cuyo velorio, posterior funeral y ulterior cena de amigos para acompañar en el dolor concurrió la crema de la intelectualidad mexicana: «No había manera de romper el silencio con el que nos fuimos acomodando en nuestros imprevistos lugares. De ninguna de las dos alas de la mesa, la femenina y la masculina, salió una palabra, ni siquiera una tos o un carraspeo. El mundo de la palabra ahí reunido enmudeció». Es esta una excelente crónica. Virtud del escritor es mantener siempre un justo equilibrio entre lo vital y lo trágico, acaso porque ambas sean caras de la misma moneda, cara o cruz o «águila o sol», como se dice en México y queda memorablemente grabado en el título de Octavio Paz. Esa ambivalencia es cifra de lo humano, y en la obra de Celorio, en su prosa ligera y simultáneamente profunda, está siempre presente. Igualmente hay constancia de los españoles exiliados en México. A estos republicanos a los que acogió el presidente Lázaro Cárdenas, Celorio ha dedicado, siguiendo el verso de uno de ellos, Pedro Garfias, uno de los que
viajaron a bordo del Sinaia, el libro Un río español de sangre roja. Es el caso del exiliado Luis Rius, profesor del autor. Otra estampa es del cantaor Manuel Gerena, «la oveja negra del flamenco», a quien organizó un concierto en la sala Nezahualcóyotl de la UNAM. Completan el volumen unos divertidos enredosos lingüísticos y sociológicos propiciados por la amplitud de la lengua española. Aquí se nota la impronta del académico de la lengua, pero no hay nada plúmbeo ni pedante, al contrario, como se adivina ya desde su título: «Tópicos del equívoco, la sorpresa, el sonrojo, el milagro y la fascinación». Lo chispeante se apoya a veces en otros, como cuando escribe acerca de Siqueiros que no es su muralista mexicano favorito, tampoco Rivera. Y añade: «Luis Cardoza y Aragón decía que los tres muralistas mexicanos eran dos: Orozco. Suscribo su aforismo». O cuando Alfonso Reyes quiso visitar a Pedro Henríquez Ureña en el piso de este en Madrid y la malencarada portera no le dejó usar el ascensor y, señalando las escaleras, le ordenó: «¡Andando!». Como toda literatura, la de México cuenta con notables obras memorialísticas y autobiográficas de diverso alcance, de fray Servando a sor Juana, de José Juan Tablada a José Vasconcelos, de Jaime Torres Bodet a Juan García Ponce, de Sergio Pitol a Carlos Monsiváis, por nombrar a unos pocos. Monterroso dejó igualmente algunos retratos estupendos en Pájaros de Hispanoamérica y La letra e. Fragmentos de un diario, incluida alguna página también sobre Bryce Echenique. Celorio no les va a la zaga a los citados. Consigue eludir toda suficiencia y no olvida que uno es más en su relación con otros, en el trato con los cuales se define y crece. La contracubierta del libro declara que este se halla «entre la ficción y el testimonio, el ensayo y la memoria». Difícil es saber qué es ficticio, deliberadamente ficticio; para saberlo cabalmente sería preciso haber acompaña-
do al autor como una de esas máquinas que registran el sueño, pero en la vigilia, en todas las circunstancias de su vivir. Pero hay algo que ineludiblemente se sobrepone a ello: los deslices en los que caemos al recordar, las equivocaciones que contienen casi literalmente las evocaciones, los desajustes que la mirada atrás realiza en nuestro pensamiento cuando más queremos afinarla. En este sentido, se da una enriquecedora ambigüedad en el título Mentideros de la memoria, porque si el diccionario de la Academia indica que «mentidero» es «lugar donde se reúne la gente para conversar» sin duda remite también al verbo «mentir», con toda su gama de palabras afines al engaño, incluido el «autoengaño». Nadie recuerda las cosas como fueron: recuerda las cosas en una precaria negociación entre cómo le impactaron en el momento de su suceso y cómo su yo actual hace una criba en el tamiz: la coyuntura cuyos ejes de abscisas y ordenadas son la deformación y de la amnesia. Recordar el pasado no es necesariamente recordar lo pasado, sino aquello que logra atravesar ese cedazo. En un buen escritor la ficción, además, rellena sin traicionar la veracidad Nada se indica de la procedencia de los textos de este estupendo cajón de sastre. Si una parte fue ya publicada (la pieza sobre Monterroso o el artículo sobre Julio Cortázar donde el autor escribe con gracia «mi vida se había dividido, como la de tantos otros, en antes de J.C y después de J.C.»), es oportuno su rescate y un gozo leerlos todos juntos con los nuevos, y de corrido. Como Vladimir Nabokov, Celorio parece haber instado: Habla, memoria. Y ejecuta a la perfección su papel de ventrílocuo.
por Antonio Rivero Taravillo
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Lugares que contienen varios mundos Marina Closs
Pombero Páginas de Espuma 160 páginas
Si escritores como Herta Müller o Günter Grass hubieran nacido en un lugar distinto a Nițchidorf (Rumanía) o Danzig (actualmente, Polonia), habrían llegado igualmente a ser los grandes escritores que conocemos, pero su obra no sería la misma. La mezcla cultural y lingüística de dichos enclaves, unida a sus peculiares circuns76
tancias históricas, fueron el caldo de cultivo de una obra literaria única, hasta el punto de que cuesta trabajo imaginar que En tierras bajas o El tambor de hojalata hubieran podido escribirse de haber crecido sus autores en otra parte. El lugar en que creció Marina Closs (Aristóbulo del Valle, Misiones, Argentina) ha dejado también una fuerte impronta en su escritura, y es curioso, porque, como ha contado alguna vez, durante mucho tiempo pensó que la vida allí era «inescribible». El relato que abre esta colección, «Pombero», alude a un duende o espíritu de la mitología guaraní que habita en los bosques de algunas zonas rurales de Argentina. Su presencia es etérea, parece estar en todas partes, pero solo se materializa si alguien osa pronunciar su nombre. El Pombero se encarga de proteger el monte, castiga a quienes hacen daño a los animales que habitan en él, y está tan arraigado en el imaginario popular que hace poco un niño se perdió en el bosque y sus padres pensaron que lo había raptado el mítico ser. El relato está narrado desde el punto de vista del Pombero, lo cual es un acierto. El hecho de que se trate de alguien sin forma ofrece interesantes posibilidades narrativas a la autora y le permite lucir una escritura cercana a la poesía: «Soy un despacio entre muchos rápidos. Mi caminata es, por la selva, un aire lento». También «Jabalí» se nutre de textos y formas orales propios del territorio en que creció. En esta ocasión, Closs opta por utilizar nombres y giros sintácticos propios de los qom o los wichís (imposible no acordarse aquí del mítico Eisejuaz, de Sara Gallardo) con la pretensión de «alzar una pequeña voz de miedo ante el tiránico español monótono». No estoy en absoluto de acuerdo con quienes piensan que el particularismo lingüístico puede ser un obstáculo para el disfrute de los lectores de «este lado del Atlántico». Al contrario. No solo disfruté mucho de libros como El llano en llamas (donde abundan términos como «encampanar» o «atarantada», desconocidos por
estos lares), sino que al terminarlos tuve la impresión de vivir en un mundo más grande. Más allá del lenguaje utilizado, lo interesante de «Jabalí» es la yuxtaposición de universos, de tiempos, en el mismo espacio: el de los ancianos, con sus creencias ancestrales, que han sobrevivido al paso de los blancos por el lugar, y el de los jóvenes, que ven a «los padres viejos, olvidando» y apenas creen más en nada. Con todo, la mayor parte de relatos narran experiencias universales. En «Rosita, uñas negras» se aborda la shakespeariana cuestión de qué hay en un nombre. La madre de Rosita, nacida Alfonso, le pregunta por qué se hace llamar así y no Alfonsina, como si, más que cambiarse de sexo, quisiera cambiarse de familia. Como ya ocurriera en su anterior libro, Tres truenos (Tránsito, 2021), cuestiones como la maternidad o la pérdida de la virginidad están también muy presentes. A María das Luzes «los hijos se le resbalaban como lágrimas», pues ninguno de sus embarazos llegaba a término. Los padres de Dunka, una niña de trece años, accedieron a casarla con un señor mayor. Aunque seguirá yendo a la escuela, nunca más volverá a ser como las demás niñas. El último relato, «La bella Marioka», tiene algo de cuento de hadas retorcido. De la protagonista podría decirse una frase de Sara Gallardo: «Demasiado bella. No mirarla. La belleza excesiva parte el alma», pues su hermosura acabará siendo el mayor de sus problemas. En 160 páginas Closs hace gala de un estilo y un imaginario propio y reconocible. Es el segundo libro que leo de ella, y no será el último. En los últimos años la literatura argentina nos ha dado a conocer a grandes escritoras, como Selva Almada, Samanta Schweblin o Ariana Harwicz. A esta lista añado ahora el nombre de Marina Closs.
por Rebeca García Nieto
La escritura, un ejercicio para burlar la muerte Begoña Huertas
El sótano Anagrama 160 páginas
Jean Paul Sartre describía a los libros como seres vivos en Las palabras (1963), la novela en la que narra su infancia y adolescencia, y su pasión por la literatura. Algo de eso tiene El sótano de Begoña Huertas (Gijón, 1965). Resulta extraño leer esta poderosa nouvelle en primera persona sobre lo que le sucede a la identidad cuando enfermamos, sabiendo que su autora,
que padeció cáncer, murió el pasado noviembre. Entre lo narrativo y lo ensayístico, plagada de símbolos y metáforas, su última novela es un fino estudio del ser humano ante la inminencia de la muerte. Y un homenaje a la escritura. ¿Porque qué mejor manera de burlar lo inevitable que con palabras? Cada término, cada cadencia equivale a un pálpito de su corazón extinguido: «es un ritmo vivo, bailable, feliz. Es el sonido de mi corazón», escribe. La brújula que la guía es Rerum natura, el poema escrito por Lucrecio hace más de 2.000 años. Es fácil intuir el solaz que pudo encontrar la autora en las teorías de este heredero del atomismo, que se adelantó a los avances de la física moderna. En una época turbulenta en la que los dictadores mataban indiscriminadamente –como hace el cáncer–, Lucrecio recordaba que si no temblamos ante la nada antes de nacer, no deberíamos hacerlo tras la muerte. No somos títeres del destino, defiende el poeta romano, porque como los átomos nos desalineamos para iniciar nuevos caminos, ya que «hay un momento indeterminado y un indeterminado lugar donde se desvían lo suficiente para que se produzcan choques», como escribe Huertas. En una puesta en abismo, la ensayista sitúa el clásico entre las pocas pertenencias de la protagonista, «ahí estaba De rerum natura de Lucrecio, abierto en canal sobre la mesa», y convierte a las células en un símbolo: el personaje nos habla de su «yo difuminado», de despertar «con partículas de Dolores adheridas», de respirar las «células muertas» de los otros. La trama, si bien secundaria, ayuda a indagar sobre la identidad y el impulso creativo (junto al amor, argumenta Huertas, lo único que merece la pena): la protagonista, de 37 años, madre de dos hijos («una madre es algo práctico y material, de a diario, casi sin identidad») a la que han extirpado un tumor en el apéndice, se interna en una clínica de lujo. Su estancia debería facilitar su recuperación, el paso previo a una cirugía preventiva. Pero nada de eso le interesa («no iba a cuidarme. No sé si iba a morir»).
En ese difícil ensamblaje entre narración y análisis, Huertas explora la relación entre la enfermedad y la culpa, «estar enfermo como quien está en pecado». La protagonista ni siente ni padece: es incapaz de decidir si tiene frío o calor; come riñoncitos, aunque no le gusten; se instala en una satisfacción mental agradable, envuelta en un albornoz con una humeante taza en la mano. Sin voluntad, se deja llevar como un átomo a la deriva: «Tengo la sensación de haber dicho que sí a todo […] como quien expía un pecado». No le hace falta exagerar para convocar un tono inquietante: la doctora guía al personaje por su despacho como por una galería, descolgando fotos de tipos de cáncer –destacando los patrones dignos de «la mejor pintura abstracta»–, y ella se deja mecer en su cháchara hundiendo los pies «en la blandura de la moqueta». Si la asepsia médica es la norma, el principio que organiza a los pacientes es el disimulo. Estos personajes dicotómicos –que otorgan hondura a la reflexión sobre la identidad– no hablan de intimidades, su deber es «mantener la calma». Y en ese pacto hipócrita se mueven por un edificio que compone una alegoría del cuerpo. Mientras los boxes de tratamientos del sótano huelen al sufrimiento, el vestíbulo de la primera planta carece de olor, porque «lo oscuro no estaba sobre la piel, venía de dentro». Sigue patente el afán por ordenar el mundo, una constante en Huertas, que a veces peca de reiterativa, privándonos la posibilidad de interpretar las metáforas; a veces le falta imbricación a los dos planos: no siempre sale airosa esta equilibrista del yo filosófico y el yo narrativo. El camino ha sido este, pero podría haber sido otro, como prueba La novela que no escribí, una especie de epílogo con ilustraciones de la autora, probablemente basadas en la «trama médica, sórdida y criminal» que barajó crear la protagonista y tal vez la propia Huertas. Porque El sótano nos propone un juego de cajas metaliterarias para burlar a la muerte.
por María Ovelar 77
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Del peligro de los libros malos Constantino Bértolo
Una poética editorial Trama editorial 170 páginas
Constantino Bértolo (Lugo, 1946) es conocido en el panorama literario español por su labor como editor. Su nombre se relaciona con autores de referencia que marcaron tendencia en los noventa y que aún siguen atrayendo el interés del público lector. Elvira Navarro, Marta Sanz o Ray Loriga son algunas de las ‘chicas Almodóvar’ de este editor ya emérito que en su momento soñó con apuntalar un discurso literario de altura. Una poética editorial, por no decir política,
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en su sentido más amable, que es como se titula esta recopilación de artículos y conferencias que componen el libro publicado por Trama Editorial. Elementos para acercarse con interés a un libro como este, como también resultó estimulante, con esa labor de antólogo e historiador, aquel reciente ¿Quiénes somos? 55 libros de la literatura española del siglo XX (Periférica). Sobre todo, por cuanto se defiende la labor de editor como un escritor que emplea libros en lugar de palabras, que cree en el catálogo como la materialización de una mirada al mundo, no tanto una ideología, aunque a la postre también. Una defensa de aquellos libros que invitan a pensar, a desmontar los propios mitos, las inercias propias, alertando del peligro que generan los libros malos, principal caballo de batalla (que no de Troya) de Constantino Bértolo. Como si la moneda mala retirara del mercado a la buena, como leemos en una de las reflexiones de Una poética editorial. Se cita en este punto a la ¿visionaria? Fahrenheit 451 de Truffaut, cuya tesis no es que el fuego acabara con los libros, sino que los «libros perezosos, potitos, bonitos, al servicio de un lector que no está para muchos esfuerzos» acabaron con los libros buenos. En un tiempo en que se fomenta cualquier tipo de lectura, esta idea resulta estimulante, incluso provocadora en cuanto que puede resultar elitista. ¿Y qué pasa con ese camarero, esa enfermera, ese personaje blasé que cuando llega a casa prefiera leer a Máximo Huerta en lugar de a Faulkner? ¿Constituye Paula Hawking y La chica del tren, señera representante de esa novela de aeropuerto, la gran amenaza para la madurez intelectual de una sociedad? Bértolo no da puntada sin hilo y, con una ironía que no estomaga, surte al lector curioso de agudos juicios sobre el mundo editorial y la expansión de este. En muchos casos, ilumina, pero en otros, peca de un derrotismo (no dramático) que el tiempo se ha encargado de rebatir. Ahí encontraríamos el punto flaco de esta gavilla de conferen-
cias publicadas alrededor de 2010: no todas han envejecido bien. Porque una década, en el contexto actual, equivale a casi un siglo en otras épocas. Esto se acusa especialmente en «La literatura como cadáver», fechada en julio de 2009. Entonces, acababa de nacer el grupo Contexto, con editoriales que renovarían el paisaje de las letras españolas de un modo significativo. Impedimenta, Libros del Asteroide, Periférica y otras aunarían literatura (en el sentido que defiende Bértolo) y público, con librerías que encontrarían también su rescate e incluso florecimiento cuando nadie daba un duro por ellas. La resurrección que nadie previó Bértolo expide el certificado de muerte de la literatura en los albores de 2010, sin prever que su resurrección se encontraba a la vuelta de la esquina. Habla de un cadáver aún exquisito cuya estela aún alimenta foros y suplementos, pero la literatura ya no está ni se la espera. Era la lógica pesimista de un tiempo que no imaginaba que un autor como Cărtărescu contaría con una legión de devotos lectores en nuestro país, de la mano de Impedimenta; o que Annie Ernaux ganaría su Nobel para regocijo de una pequeña editorial (Cabaret Voltaire); o que Irene Vallejo lograría decenas de ediciones de su maravilloso ensayo... ¡sobre libros! O que las redes sociales serían vehículo de inquietudes literarias en todas sus expresiones. No todo es jauja en 2023, ni mucho menos. Ahí están esos premios literarios cargados de sospecha, como el último Nadal de un Manuel Vilas que firma para Planeta. Pero la literatura se resiste a morir. ¿Y los libros malos? ¿Acabarán con los buenos? ¿Acabó el folletín decimonónico con Tolstói o Dostoievski? Lo bueno —y lo malo— de estas cuestiones librescas es que no hay certezas. Pero se ensancha el ojo crítico al plantearlas.
por Eduardo Laporte
Fernández Mallo y la revolución del capitalismo Agustín Fernández Mallo
La forma de la multitud Galaxia Gutenberg 304 páginas
Si tuviésemos que definir la supuesta hermenéutica de la multitud, diríamos que, de alguna manera, tendría forma de pequeño relicario rectangular en donde depositar la fe, aquella que antaño se enjugaba con la celulosa religioso testamental del papel moneda. La forma de la multitud (Seix Barral 2023), es el nuevo ensayo cuasi distó-
pico, que Agustín Fernández Mallo nos propone. Como dijese en su momento Mario Aznar, Mallo nos muestra ‘el gran salto de longitud entre los prefijos aftery post- que lleva implícito el progreso’, exponiendo teorías aglutinadoras que pretenden contener todo el espectáculo de la edad contemporánea. Basándose en la en la reciente ontología de la inteligencia artificial y su entorno tan digital como impersonal, se jugará con los extremos de la masa categorizable y apropiacionista que es el humano convencional; pero ¿qué es el contemporáneo si no un mero sistema presa de sí mismo con difusa y compleja proyección? Planteamiento y tratamiento semántico – un tanto arduo- que Fernández Mallo aplica a este corpus de salvación basado en la emoción de lo fragmentario. Programa histórico-político regido por mercados y mercaderes, que se encuentran a hombros de la barca del capitalismo más progresivo y pecuniario que podamos imaginar. En las tripas de este ensayo todo arde, como la endorfina disparada por el comercio de segundos. Aquí de nada vale rezar si más tarde todo se llenará de cera. A lo largo de este ensayo vemos como se trabaja con una de las células tumorales que dan soporte a este paradigma; el lenguaje, moneda de cambio, como bien explicaba el marxismo, el cual, actualmente está viendo devaluada su hombría al no poder destilarse y tener que trabajar entre escala de grises. Diferentes bocas son las que malogran el destino de lo que llamamos cuerpo; este ya no nos pertenece de la misma forma que lo hizo, por lo que nuestra capacidad de balbuceo y su capitalización vacía de contenido significativo, que no significante, es el error en el que ahora nos hallamos. En superficie el neoliberalismo campa a sus anchas, pero en profundidad nos encontramos en una fragua, desgastada por la aceleración de una maquinaria rodeada de sosa cáustica. En La forma de la multitud, nos enfrentamos a cuestiones aparentemente insustanciales y terreros benignos; como
pudieran ser el capitalismo aplicado a la red y a sus múltiples analogías. Muchos son los pavimentos que este autor pisa, pero uno de los más importantes, por no decir el que más, se encuentra afectado por el síndrome de Cotard; viéndose incapaz de morir, conforme va invadiendo el organigrama de toda una región. Somos seres biológicamente fractales, una especie en continuo viaje que se subdivide en partículas, datos, microdatos y, por qué no decirlo, meta-fragmentos, de los que se nutren bots para operar por nosotros en la realidad de lo virtual. Como niños inundados por la pena del yo latente, el posthumano que este autor nos presenta, deja que jueguen al rodeo con la parte natural e inabarcable que les queda, llegando a un caos indeterminista consensuado; alcanzando por otros caminos el punto omega del mismo. Aunque económico, tecnológico, artístico y religioso podemos decir que este ensayo es cien por cien cerebral, conteniendo en sí mismo un alto grado de antropología y existencialismo fundamentado, en parte, en la Noosfera y la traducción de la realidad oral y la otredad del todo circundante. Mallo sabe de sobra que el capitalismo no se hizo para ser derrocado, sino para sentarlo a la mesa de nuestra multitud y rellenar con él los huecos que la experiencia consumista no fue capaz de tapar. Con esto nos quiere avisar de que no todo lo posible es experienciable, y es por ello que, en la parte vívida del humano, devendrá otro momento de crisis vital donde hará acto de presencia el paradigma tiempo-edad, y con ello el concepto de muerte y economía. Aunque estas siempre estuvieron entre las cuatro paredes de lo que llamamos iglesia, y sujetas a un código deontológico -acaso reinterpretable- llamado Biblia. Sabed que morir no es lo mismo que ser matado, pero entre depredadores con tarjetas de fe se dispensa la partida. Solo quien sabe de tecnología antropológica conoce al hombre.
por Ruby Fernández
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BIBLIOTECA
Si el campo se comiese la ciudad Pedro Mairal
El año del desierto Libros del Asteroide 368 páginas
Si yo rodase alguna vez una película en la que tuviera que aparecer un mago (pero no un mago de los de Tolkien, sino un mago de parque de atracciones), creo que a la hora de pensar en el casting me acordaría de Pedro Mairal, y le ofrecería el papel no sólo por la imagen adecuada que luce en las fotos de sus solapas, sino sobre todo porque así podría introducir una broma privada, ya que de corazón considero a Mairal un hechicero del lenguaje, alguien capaz de hacer trucos asombrosos con las pa80
labras, un virtuoso de la magia blanca, relativamente inofensiva. Al margen de esa encantadora nouvelle que es La uruguaya, o de esa pequeña genialidad que es Salvatierra (que en casa tengo junto a Un mes en el campo, de J.L. Carr, y Guerra y trementina, de Stefan Hertmans, en el estante dedicado a mis pintores favoritos de ficción), Mairal es autor de cuentos perfectos, como el vertiginoso «Hoy temprano» (recogido en España en Breves amores eternos), y de artículos o micro-ensayos magníficos que a su vez se reunieron en Maniobras de evasión. En uno de ellos, titulado «Las cosas cuando terminan», afirmaba Mairal que «creo en el destino sólo cuando miro hacia atrás», y eso es lo que en cierto modo le sucede a María, la protagonista de El año del desierto, esta novela que regresa ahora y que se confirma como otra obra maestra. Como se publicó originalmente en 2005 (y tuvo ya en 2013 una primera edición española, en Salto de Página), creo que aquí no ha lugar a hablar de spoilers, sobre todo porque no es exactamente una novela de sorpresas: la tensión argumental es constante, pero no por las revelaciones sino por la propia intensidad de lo narrado, por la experiencia extrema, por los cambios radicales de situación que sufre María, tan profundos que son casi cambios de estado físico. En la primera página del libro ya sabemos que ella está salvada, trabajando de bibliotecaria en algún país de habla inglesa (tal vez la Irlanda de sus ancestros), y desde la protección que le da esa «luz traducida» que la baña se remonta para contar con detalle lo que le ocurrió años atrás en su Buenos Aires natal, cuando «la Intemperie» comenzó a devorar las casas, las cuadras, los barrios, no destrozando sino disolviendo, borrando, como con voluntad de volver al paisaje original, antes de los humanos. Al fin y al cabo, «debajo de la ciudad, siempre había estado latente el descampado». La confusión que produce en todos esa insólita epidemia conduce previ-
siblemente al desconcierto, al caos en los trabajos y en el abastecimiento, a la pobreza, a la violencia, al pillaje, al aislamiento o, por el contrario, a extrañas formas de organización, a improvisaciones desesperadas pero eficaces (impresionante ese sistema de puentes y plataformas que construye una ciudad sobre la ciudad, un pueblo en el vacío). Pero lo mejor en Mairal son los detalles, las intuiciones que apenas se desarrollan pero que contribuyen decisivamente a que imaginemos o «veamos» lo que está ocurriendo no sólo en el caso de María sino en otros. La narración nunca se despista de ella, que no en vano escribe en primera persona, pero sí ofrece a veces una visión panorámica, a vista de dron, de lo que sucede no en lo particular sino en lo general, sobre todo porque esto acaba condicionándola a ella directamente. Así, por ejemplo, la rápida involución en los derechos de las mujeres, que es sólo uno de los apuntes que evidencian el retroceso general que está viviendo todo, como si el calendario volviera a los tiempos de los daguerrotipos, y luego a la época de la presencia española, y luego a la de las tribus precolombinas autóctonas… Como si fuera una novela picaresca, cada cambio de residencia de María (la casa paterna, el «panal», el burdel del puerto, los campamentos…) implica una nueva capa en su personalidad, y también una nueva «fase» de la desertización. Ahora que sí hemos vivido una pandemia mundial y hemos asistido a fenómenos que hubieran sido inverosímiles pocas semanas atrás, se puede volver a esta novela con ojos muy distintos, y constatar de paso que, al margen de la alegoría que subyace al relato, o aparte de las implicaciones que sobrevuelan esta distopía, en El año del desierto le salió maravillosamente bien a Pedro Mairal una temeridad literaria que no le sale bien jamás a nadie.
por Juan Marqués
No todo el mundo Marta Jiménez Serrano
No todo el mundo Sexto Piso 212 páginas
Marta Jiménez nos ofrece, en su primera incursión en el género, una colección de relatos caracterizada por su unidad: todos los cuentos son historias de pareja y comparten la misma localización geográfica y temporal. Si a eso le sumamos la uniformidad (con excepciones) en las edades, orientación sexual y clase social de los protagonistas, podríamos decir que No todo el mundo constituye un análisis o muestrario de conflictos amorosos de la joven clase media, heterosexual, urbana y culta, en el Madrid de las primeras décadas del siglo XXI.
Contar el ilusionante inicio del flechazo, las tensiones de la convivencia, la caída en la rutina y la triste separación es algo mil veces repetido que exige algún desvío narrativo que desautomatice la «historia de amor» y la haga de nuevo significativa (véase, en este sentido, la magnífica Feliz final de Isaac Rosa). Marta Jiménez emplea en los catorce relatos todo tipo de recursos para efectuar esa desautomatización; lo interesante es que en esas técnicas no hay una voluntad puramente formal, pues siempre revelan algo esencial sobre el mundo real, sobre qué significa, hoy día, formar una pareja. El breve espacio de la reseña no deja lugar al análisis pormenorizado de esas técnicas destinadas a crear distancia entre el lector y los personajes (si bien es una distancia amable, que no implica una frialdad feroz como la que, en el análisis de lo amoroso, desplegó Elfriede Jelinek en Las amantes), pero sí me interesa destacar que todos esos recursos literarios son el reflejo de la distancia, igualmente irónica o postmoderna, con que los personajes viven sus propias historias de amor y los roles que les toca interpretar como pareja. Tomemos, por ejemplo, el primer relato, el más largo del libro. El narrador es una primera persona del plural, un nosotros que invita a los lectores para que, desde esa cómplice distancia, contemplemos a los personajes. Junto a esa voz narrativa, el otro recurso empleado en «Tenemos que dejarlo» es el de la prolepsis o flash forward: continuamente, en cada una de las «fases» del planteamiento-nudo-desenlace, el narrador avanza el final y nos recuerda el tiempo que falta para que un personaje diga «tenemos que dejarlo». Lo interesante de este recurso (parecido al que ya utilizó la autora en su novela Los nombres propios) es que no son solo el narrador y el lector quienes sabemos que estos personajes no van a ser felices y comer perdices: ellos también lo saben. La pareja, hoy día, tal y como la muestran estos cuentos, es una narrativa en tensión con su propio género, y el mayor elemento de esa tensión es precisamente, el de su desenlace. Las parejas de No todo el mundo
se embarcan en las historias amorosas, entran en el planteamiento de su historia, sabiendo ya que esa unión, ese nudo, no va a ser hasta que la muerte los separe. De ahí, también, la importancia de la figura de la expareja en casi todos los relatos: este personaje fantasma, esta huella de las relaciones pasadas, es un constante recordatorio de lo efímero de la relación en curso, de su inevitable desenlace. El eje narrativo de los relatos es, por lo tanto, la tensión entre la persona y lo que se espera de ella como personaje de un relato de pareja. Esas tensiones son variadas y el espacio de una reseña no deja lugar a su análisis detallado. Encontramos, por poner algunos ejemplos, a la adolescente oriental que es sometida a la categoría pornográfica de «Horny asian teen», a la anciana que sabe que por su edad no debería sentirse como una adolescente enamorada de «Filmin», o la dificultad de asumir la palabra «novio» con todo lo que ella acarrea del relato «La ciudad moderna»... Esta última tensión, la que sufren los personajes de «La ciudad moderna», es tal vez la más extendida a lo largo del libro: cómo se conjuga esa pasión por ser individuo libre, independiente y ávido de experiencias, con las ideas de compromiso, fidelidad, eternidad, entrega, sacrificio y renuncia que parece incluir la palabra «pareja». En un mundo occidental, contemporáneo y urbano, en el que la mujer es independiente económicamente y la maternidad es solo una opción, la palabra «pareja», y el relato que esta implica, es conflictiva, irónica, compleja: en ella se dan todas las tensiones narrativas y sociales de la misma forma entrelazada con que Marta Jiménez las retrata en No todo el mundo.
por Diego Sánchez Aguilar 81
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