es una revista fundada en el año 1948 por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y editada de manera ininterrumpida desde entonces, con el fin de promover el diálogo cultural entre todos los países de habla hispana, siendo un espacio de encuentro para la creación literaria y el pensamiento en lengua española.
La revista puede consultarse en: www.cuadernoshispanoamericanos.com
Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es
Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLB
Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca: www.cervantesvirtual.com
De venta en librerías: distribuye Maidhisa Distribución internacional: PanopliaDeLibros
Precio ejemplar: 5 €
SUMARIO
ENTREVISTA FERNANDO VALLEJO por Nadal Suau
UNA LECTURA SOBRE ESCOMBROS por Rubén Gallo 10
DOSSIER
DESDE LOS MÁRGENES: EL RESENTIMIENTO Y LA PERIFERIA EN LA LITERATURA DE LA «ESCUELA DEL RESENTIMIENTO» AL PODER DEMOCRÁTICO DE LOS MÁRGENES
por Michelle Roche Rodríguez
LECTURA Y RESENTIMIENTO
por Diego Zúñiga
LO MARGINAL NO EXISTE PORQUE EL CENTRO NO EXISTE
por Pablo Katchadjian
DAR EL TIEMPO POR SENTIDO. SOBRE CARMEN JODRA DAVÓ
por Elvira Navarro
DE PRISIONES, MUJERES Y HOMBRES: SHAHRNUSH PARSIPUR Y CARLOS MONTENEGRO por Karla Suárez
SEGUNDA VUELTA UN REALISMO DIFERENTE por Pilar Adón
PERFIL JUANA BIGNOZZI por Mercedes Halfon
LA MUSA PARADISIACA por Sergio Ramírez 4 38 46 12 16 20 24 28 40 48 52 56 60 64
CORRESPONDENCIAS
JOSÉ MARÍA MERINO Y LUIS MATEO DÍEZ: «CONTAR Y ANDAR CONTANDO» por Valerie Miles
UNA PÁGINA LORCA SÍ, GALDÓS NO por Marta Sanz
MESA REVUELTA UNA GENEALOGÍA AFECTIVA por Laura Chivite
ESTÉTICAS DE LA DERROTA por Juan Cárdenas
LA POESÍA DE PABLO PICASSO: DIARIO DE UNA DESTRUCCIÓN por Andrés García Cerdán
BIBLIOTECA
PEREGRINA Y PEREGRINAJE. Rodrigo Fresán
NUESTRO VACÍO. César Tejeda
EL SUEÑO DE LA TRANSCENDENCIA
PRODUCE MONSTRUOS
Antonio Marcos
HISTORIA DE MADDI, LUCHADORA DE LA RESISTENCIA. Mercedes Monmany
LITERATURA DEL ECLIPSE. Lorena Amaro
LA DOBLE VIDA DE HILDA BUSTAMANTE. Rebeca García Nieto
EL FRENESÍ RELATADO. Juan Ángel Juristo
UN CRIMEN JAPONÉS. Sergio Galarza
SANTANDER, 1936, ¿OTRA BENDITA NOVELA SOBRA LA GUERRA CIVIL?
Cristina Gutiérrez Valencia
LAS VITALIDADES: LEER DESDE LA BRUMA. Olalla Castro
ME HE CRUZADO CON UN HOMBRE QUE PASABA. Alfonso Alegre Heitzmann
FERNANDO VALLEJO
«En literatura el ritmo es la música»
por Nadal Suau
Fotografía de Ruben Mendoza
En cumplimiento de un contraste que suena a cliché o a norma casi inexcusable entre escritores asociados a un perfil público deliberadamente incómodo, Fernando Vallejo arrastra la fama lejana de resultar tan amable en el trato como desabrido en su escritura. Será. Sí, sí será, pues yo mismo he podido intuirlo. Sin embargo, los ecos de tal cantinela o rumor no iban a aquietar el nerviosismo que me invadió durante los días que transcurrieron entre la aceptación de la tarea de entrevistarlo para Cuadernos Hispanoamericanos y el primer correo electrónico que le dirigí. Soy adicto a la obra de Vallejo por cuatro razones: me hace reír a carcajadas, me horroriza hasta el abismo, juega con descaro a despreciarme o quizá me desprecie (a usted también, no crea) sin ambigüedad alguna, y despliega tremenda prosa, descomunal.
A la vista del tercer punto, aquella inquietud inicial mía se explica sola. Para un frecuentador de su literatura descreída, derrocadora de solemnidades, arrojadora de esperanzas al fango, negadora de lo humano, machacona con avaricia… para un lector como yo, digo, ¡qué fácil resultaba predecir el hastío que experimentaría Vallejo ante cada pregunta reiterativa o pretenciosa o fútil, porque algo de eso, estaba seguro, iban a parecerle todas sin excepción!
¡Qué fácil iba a ser para él jugar con ellas al gato y el ratón, apenas por esquivar un rato el aburrimiento o el asco de vivir o la servidumbre de promocionar libros, qué fácil torturarlas a base de respuestas ingeniosas o perezosas antes de arrojarlas hacia esa ridícula Nada que, a juicio sumarísimo vallejiano, devora cuanto somos y nos rodea!
Y miren qué cosas: si bien el resultado final de la entrevista confirma en cierto modo mis temores prematuros, resulta que gracias a ello se produce un efecto benéfico que no supe prever pese a que era bien previsible, la verdad, o quizá no, quizá mucho peor, no era previsible sino obvio, absurdo de
tan obvio, humillante de tan obvio, a saber, el siguiente: la entrevista se convierte en una inconfundible entrevista a Fernando Vallejo, en un tipo de entrevista que únicamente Vallejo puede permitirse (e incluso concebir) conceder. Elusiva, repetitiva, agotadora y agotada, divertidísima, vituperante, sarcástica, desentendida, gruesa. Por eso me ha parecido necesario conservar algunas respuestas lacónicas, digresivas o hastiadas que normalmente habría podado durante la edición… ¿Qué hacer cuando tu interlocutor se empeña en reconducir un tema tras otro a las mismas tres o cuatro obsesiones? Fácil: si Vallejo te vacila, tú te callas y lo asimilas. Total, los lectores decidieron ya hace mucho si lo odian o lo aman.
Como insinué arriba, la conversación con el novelista transcurrió a distancia, mediante un intercambio de correos espaciados en varias semanas. Su trato fue impecable sin alentar confianzas. Respondió de inmediato y en pocas horas a cada batería de preguntas, tres en total. Le confesé dos veces el deseo de divertirlo siquiera un poco con ellas; no dio testimonio en ese sentido ni en el contrario. La literatura de Fernando Vallejo se impuso hace mucho un doble reto extenuante. Por un lado, perfora la paciencia lectora como una gota malaya que repite y repite y repite las mismas manías sin tregua, en mínimas variaciones grotescas, hiperbólicas. Por otro lado, hipnotiza o mesmeriza a sus lectores, nos inyecta una necesidad delirante de volver a leerle escribir lo mismo otra vez para comprobar que sí, que se atrevió de nuevo a repetirse, sin vergüenza ni reparo, y cuando volvemos a leerlo de nuevo vuelve a poseernos el estupor placentero, exuberante, de no dar crédito a tanta insolencia, a tanta libertad. Y está el estilo que arrastra, acumula, derriba. No sé si Vallejo se divirtió o no con esta entrevista. Sí sé que la impregnó de todo lo anterior. Favor que nos hizo.
¿Hay alguna pregunta que jamás le hayan hecho y le divertiría responder?
Me han hecho tantas entrevistas y he cambiado tanto de opinión, que no sé qué quede faltando.
Al buscar su nombre en Google, entre los primeros enlaces que aparecen destaca una propuesta pedagógica para «llevar a los colegios colombianos» La virgen de los sicarios… ¿Qué le parece semejante iniciativa?
No soy partidario de poner a los niños ni a los muchachos a leer libros. Que lleguen a ellos por su propia iniciativa. Y que el que no quiera leer, que no lea. Pero eso sí: que no vean partidos de fútbol ni vayan a misa porque se estupidizan.
Su obra es una inagotable inventiva contra su país. Sin embargo, ¿a Colombia no podría salvarla por el idioma? ¿Sería erróneo creer que el vínculo entre usted y Colombia se refugia en el idioma con que trama sus libros?
No, no es erróneo. Mi vínculo con la humanidad entera, no solo con Colombia, es mi idioma, la lengua castellana o española: la de ayer, la de hoy, la de siempre, mientras dure. Quiero decir mientras dure yo. Mientras yo viva no haré nada para que se acabe. Trataré siempre de ennoblecerla, nunca de envilecerla ni de mancillarla.
Permítame reformular: ¿no hay algo específicamente colombiano en su prosa? ¿Algo parecido incluso, glups, a una deuda mutua?
Yo escribo en prosa literaria vivificada por la lengua coloquial de Colombia, y a veces, en menor medida, por la de México, los dos países en que ha transcurrido mi vida.
En La conjura contra Porky solo salva a dos tipos de personas: los protectores de los animales y los lectores de Fernando Vallejo. Ahora bien, el segundo colectivo engloba a quienes lo leemos
«Y es que no hay más forma de apresar y abarcar la realidad que el lenguaje, y básicamente el escrito, que son justamente todos los géneros de la literatura: la poesía y la novela, ya muertos; y la biografía, la autobiografía, las memorias, el ensayo y la historia, que son géneros menores, insignificantes, despreciables.
No queda para dónde mirar»
celebrando cada línea y a quienes, por el contrario, lo hacen indignándose con ellas. ¿Nos aprecia por igual? ¿Juzga compatibles ambas actitudes con la inteligencia?
Conmigo el problema no es de inteligencia sino de moral porque la mayoría de la humanidad no comparte conmigo la mía, que es la única posible y que tiene solo dos mandamientos, no diez como la tonta ley de Moisés. Dos a saber: «No te reproduzcas que no tienes derecho a imponerle a quien está en la paz de la nada, y a la que deberá regresar, el horror de la vida y el horror de la muerte». Y el otro es: «Entiende, por favor, carajo, que los animales que tienen un sistema complejo como el nuestro y por el que sienten como nosotros la sed, el hambre, el miedo, la angustia, también son nuestro prójimo y no solo los sucios bípedos humanos, como pretendía el loco Cristo, quien jamás quiso a un animal: les predicaba sus pretensiones de Hijo de Dios a los reyes de la creación, a los bípedos pensantes». ¡Qué van a poder pensar estos asquerosos!
¿Le interesan los recientes intentos filosóficos por construir un discurso y un marco ético trans-especistas?
No me gusta la palabra «ética» porque es un término filosófico, técnico. Prefiero la palabra «moral», que no es pretensiosa y vale para todos, católicos o protestantes, judíos o musulmanes, futboleros o no. Me dedico a hablar de moral. Soy un predicador, como el loco Cristo.
Pero mejor que él, ¿no? Menos hipócrita… ¡Y real!
Tú lo has dicho, como contestó en los Evangelios el loco Cristo cuando le preguntaron algo parecido. Pero sin el «menos»: no soy hipócrita. soy veraz. O más exactamente, irreal. Soy una especie de entelequia mística, a la que le atribuyen dos mandamientos: «No te reproduzcas» y «Respeta a tú prójimo, los animales». En cuanto a los humbres (palabra en la que incluyo a las monstruosas mujeres), no son tu prójimo, son tus enemigos.
Es notorio el desprecio que le merece Dios; en cambio, tengo la sensación de que las menciones al Diablo han ido disminuyendo desde aquel exorcismo en Años de indulgencia. ¿Qué consideración le merece este otro personaje bíblico?
Es un personaje teológico: la personificación de la rebelión contra Dios. Puesto que Dios no existe, el Diablo
resulta siendo una rebelión inexistente. De todos modos es mejor llenar la vida con la teología y no con el fútbol, que es la imbecilización de media humanidad. Queda faltando por imbecilizar la otra media. La guerra nuclear no va a dar tiempo para ello.
«Si uno ve la verdad escueta, se pega un tiro», declara el narrador de La virgen de los sicarios. Dado que usted se caracteriza por exhibir hasta el último resquicio de lo que ácidamente señala como «la verdad», ¿cabe interpretar sus libros como una amable invitación al suicidio?
Sí. Solo que yo no me puedo suicidar mientras viva mi perra Brusca a quien quiero tanto. No puedo dejarla huérfana. Huérfana de un esclavo diurno y nocturno que la quiere mucho, y sin exigirle reciprocidad a ella, sin pedirle que me dé a cambio del mío su amor. Me da la idea de que poco más me quiere.
La alusión a La virgen de los sicarios me recuerda su faceta de cineasta. ¿Alguna vez volverá a embarcarse en un proyecto cinematográfico?
Desde hace décadas me dejó de interesar el cine, ese embeleco del siglo XX que está durando más de la cuenta. No tengo ningún proyecto cinematográfico pero sí uno literario: poner patas arriba la literatura, que la omnisciencia y los diálogos de las novelas han convertido en un arte miserable. Trato de escribir, sin lograrlo, un libro sobre mi amor por los animales y odio a la horda paridora que llaman «la humanidad». Y no consigo escribirlo, tal vez porque en el solo título queda dicho todo y el resto del libro sale sobrando: Mi doliente amor por los animales y odio al puto género humano.
Italo Calvino escribió que la literatura pervivirá mientras haya cosas que pueda decir solo ella o formas de decirlas que le sean exclusivas. ¿Cuáles podrían ser esas «cosas»?
A juzgar por esa idea que me dices Italo Calvino no es que fuera muy lúcido. Y
es que no hay más forma de apresar y abarcar la realidad que el lenguaje, y básicamente el escrito, que son justamente todos los géneros de la literatura: la poesía y la novela, ya muertos; y la biografía, la autobiografía, las memorias, el ensayo y la historia, que son géneros menores, insignificantes, despreciables. No queda para dónde mirar.
Su obra me gusta más cuanto mayor es usted, contra el reproche de cierta crítica sobre una tendencia a repetirse. Yo no niego tal repetición, sino que la reivindico. Me divierte mucho, porque detecto una burla cada vez mayor a costa del género «novela» y porque invita a especular acerca de su sentido: ¿desafío al público, genuina indiferencia a la recepción...?
Exactamente. No tengo ni una sola palabra que agregar a lo que dices.
Entonces, ¿me quedaré sin aclarar si es desafío o indiferencia?
Ambas cosas. «Ni bueno ni malo, sino todo lo contrario», como habría contestado Luis Echeverría, el que fue presidente de México. Un ex, o sea que ya no es. Un expresidente es menos que un escupitajo en una bacinica (de las que ponían en Colombia a un lado de las camas para orinar en ellas en la noche, no sé si también en España), o dicho más exactamente en una escupidera (de las que hacen falta muchos millones en China, un país de escupidores).
¿Servimos de algo los críticos? ¿Puede señalar alguna aportación nuestra al idioma, a la literatura? Y en su caso particular, ¿alguna vez le fue de utilidad alguna reseña?
Nada, nada y nada. Tres nadas a tus tres preguntas.
El sarcasmo del asunto reside en que un día usted ya no estará y los críticos seguiremos especulando solemnemente sobre la identidad, la ironía, la crónica, la nación o lo grotesco en
Fotografía de Randy Ayazo
«La-obra-de-Fernando-Vallejo»… ¿Preferiría que callásemos?
Lo que pase después de que me muera me tiene sin cuidado. Y ya me doy por muerto.
Ha declarado que lo único que puede desearle a Colombia es que muera, sin más, para que acabe su agonía…
Colombia es mala, muy mala. Lo que quiero es que siga viviendo (y pariendo) para que siga sufriendo.
¿Y a México, qué le desea?
¡Pobre México! Después de que murió José Alfredo Jiménez quedó sobrando.
Aún así, en la última Feria Internacional del Libro de Bogotá, frente a un millar de asistentes, usted dijo: «Vine a desenmascarar hampones». Se refería a los políticos, esos «mafiosos» y «parásitos». Disculpe la osadía, pero… el gesto de subir a tribuna y el decisionismo implícito en la perífrasis, ¿no delatan la asunción de una responsabilidad pública, de un (ejem) «compromiso»?
A veces hablo en público por desocupación y por ociosidad, porque no sé qué hacer con mi vida. Mi único compromiso, sartriano, es con los animales: les juré amor eterno.
¿Alguna vez sus opiniones le han acarreado amenazas lo bastante verosímiles como para inquietarlo?
Nunca. Por fortuna no me toman en cuenta.
«No quieras volver a Medellín porque no encontrarás nada de lo que dejaste. Muertos, muertos y muertos», escribió en Entre fantasmas. Pero volvió. ¿Por qué? ¿Qué representa la ciudad en su literatura?
Volví a Medellín, de México, hace seis años y encontré lo que tanto tiempo atrás había anunciado, pero en grande: muertos y más muertos y más muertos. No hay posibilidad de volver a lo que uno dejó y todos los vivos se mueren, con una falta de originalidad muy desagradable. No nos hagamos ilusiones con la literatura, ni con la religión, ni con la inteligencia artificial, ni con el fútbol, ni con la ciencia, ni con el rap, ni con el reguetón, ni con nada. Todo termina en nada.
¿Cómo hay que reírse de la muerte?
Iba a preguntar si «podemos» hacerlo, pero intuyo cuál sería la respuesta…
Coincido con tu intuición, la adivino perfectamente, me da mucha risa la Muerte. ¡Pobre mujer, a mí me tiene miedo, conmigo no se mete!
En La conjura contra Porky, el Yo narrador se confunde con el espacio, el tiempo, el Universo… Siendo así, su muerte será el final de un mundo irrepetible. ¿Tampoco debe entristecernos eso?
Muchísimo. Debe entristecerles muchísimo. La humanidad va a perder muchisisísimo con semejante catástrofe cósmica.
Para usted, la reproducción constituye el mayor pecado, y uno de sus mandamientos (leemos en Peroratas) reza: «No te reproduzcas». Solo por jugar: ¿se anima a señalar una persona a quien consideraría un acto benéfico eximir de esa norma?
Sí. Uno al menos: Sartre, un mal escritor y una fea persona, pero genio de una sola frase: L’enfer c’est les autres (El infierno son los demás).
¿Le complace la comparación constante con Thomas Bernhard? A mí me parece acertada: me río muchísimo con ambos.
Yo en cambio no puedo reírme de Bernhard porque nunca lo he leído, no tengo tiempo, me quitan mucho tiempo los artículos de la Wikipedia: quiero metérmela toda en la cabeza. Estoy seguro de que si la mencionada Señora Muerte me da tiempo suficiente, me la meto.
«El que no se niegue a sí mismo en el Quijote no existe. Negarse allí es el precio de existir», escribió en una ocasión. ¿Y si al final resulta que a quien se parece usted es a Cervantes?
¡Ojalá! Cervantes era un hombre bueno, de alma grande: yo soy malo y de alma chiquita. Pero Cervantes no quería a los animales y yo sí.
¿Ha leído por cuarta vez el Quijote en los últimos ocho o diez años? Y, si es así, ¿qué nuevos aspectos ha descubierto?
Sí, en los últimos dos años y he descubierto muchas cosas: que es una obra de teatro, un largo diálogo a caballo entre
don Quijote y Sancho. Los episodios de los molinos de viento, de los encuentros con Ginés de Pasamonte y los galeotes, o con los del Santo Oficio, o el de las odres de vino, etcétera, y que son los que ilustraron tantos (entre los cuales Doré) solo ocupan una pocas páginas. Que don Quijote y Sancho son los personajes que más peso tienen en la literatura universal, dicen los cervantistas. ¡Claro, porque son los que más han hablado! ¡Qué verborrea tan aburrida e imparable! Pero no me voy a pelear con los cervantistas porque ya ni existen. Cuando yo nací eran «especie en extinción»: hoy son especie extinguida (para que la estudien los paleontólogos, o mejor dicho, los paleógrafos).
En un ensayo reciente, Mester de batería, Ce Santiago hermana música y literatura a través del ritmo, eje central compartido por ambas que, además, las conecta con el cuerpo. ¿Cómo de importantes son ritmo, musicalidad y cuerpo en su escritura?
En literatura el ritmo es la música. El primer libro que escribí se titula Logoi. Una gramática del lenguaje literario. Hoy detesto ese título doble, me imagino que copiado de la manía de los gringos de ponerles a los libros de ensayos dos títulos, y mejor la llamaría Sintaxis de la prosa española. El problema es que Logoi sostiene la tesis de que la lengua literaria tiene una sintaxis bastante distinta a la que es propia de la lengua hablada, y que esas fórmulas o estructuras sintácticas son comunes a todas las lenguas literarias europeas pues todas vienen de la misma fuente, la griega, que empieza con la Ilíada y la Odisea. Y entonces Logoi está lleno de ejemplos que tomo de varios idiomas, de los que medio conozco, y no solo del español. Tiene un capítulo sobre el ritmo, sobre el ritmo ternario, que da cuenta de un único procedimiento rítmico común a la prosa española, francesa, inglesa, italiana, de las que tomo ejemplos. Pero yo no puedo dar cuenta
«Pero yo no puedo dar cuenta de la infinita complejidad del ritmo en todos esos idiomas que no son el mío, el español, que es el que tengo en el alma, con el que pienso y existo. En los otros no. Yo soy en español y no puedo ser en otro idioma. Tal vez pudiera escribir hoy un libro titulado El ritmo en la prosa española. Pero no lo voy a hacer. No soy tan ocioso. Conclusión: no pierdas el tiempo leyendo Logoi»
de la infinita complejidad del ritmo en todos esos idiomas que no son el mío, el español, que es el que tengo en el alma, con el que pienso y existo. En los otros no. Yo soy en español y no puedo ser en otro idioma. Tal vez pudiera escribir hoy un libro titulado El ritmo en la prosa española. Pero no lo voy a hacer. No soy tan ocioso. Conclusión: no pierdas el tiempo leyendo Logoi.
¿Qué futuro le espera a la sintaxis del español?
El desastre. Pero no solo a la sintaxis. También a la morfología, a la pronunciación, al léxico, ¡y al alma! La lengua española es otra especie en vías de extinción.
Su segundo libro fue la biografía del poeta Barba Jacob, que publicó en 1984 y recuperó en 1991, sometida a grandes cambios. ¿Qué le llevó a afrontar esa tarea inusual de reescritura?
La investigación para esa biografía me tomó diez años y la escribí dos veces y sobre el mismo material que había juntado durante ese tiempo en los muchos países por donde él anduvo (Colombia, México, Cuba, los de Centro América, Perú, los Estados Unidos) y con el mismo título, Barba Jacob mensajero, pero los dos libros son muy distintos: el primero es la vida de Barba Jacob y está escrito por un biógrafo que habla en tercera persona; y el segundo es mi
búsqueda de Barba Jacob y yo hablo en primera persona, en una carrera contra la muerte, buscando su huella espiritual en quienes lo conocieron aquí y allá, y de los que a algunos de los que buscaba no alcancé a conocer y a entrevistar, uno por un mes, otro por una semana, y dos el mismo día, en la misma noche. Pero ni uno ni otro libro son biografías noveladas. Son biografías estrictas y todo cuanto digo de Barba Jacob lo justifico citando mi fuente en el texto mismo, no en una bibliografía o en notas de pie de página, pues en el género biográfico, según mi descubrimiento (que no es la norma), es tan importante lo que el biógrafo cuenta de su biografiado como la forma en que llegó a saberlo. De todos modos la biografía, la estricta, es un género menor de la literatura; pero la biografía novelada (como la del tirano de la República Dominicana Rafael Leonidas Trujillo en La fiesta del chivo, por ejemplo) es despreciable.
Su obra incide en el sexo hetero y homo, la violencia, el parto, los instintos las edades del ser humano y otros asuntos orgánicos… El cuerpo de cada uno de nosotros, ¿es nuestro amigo o nuestro enemigo?
Las neuronas del cerebro son las que producen el alma, el yo. Y nadie es amigo ni enemigo de sí mismo. Somos, existimos, ¡qué desastre!
¿Cómo experimenta usted la escritura? ¿Lo agota, excita, aturde, relaja…?
Me entretiene. Estoy vacío. No estoy en el presupuesto público como Sánchez. No tengo nada que hacer. Soy un desastre ontológico. Tampoco estoy en la RAE. Ni en la Iglesia. Y la Iglesia no me excomulga... Quiero darle una probadita al infierno, a ver a qué sabe.
En efecto, juzgo síntoma de severa decadencia institucional que la Iglesia Católica no excomulgue al autor de La puta de Babilonia… ¡Y un papa latinoamericano representa una oportunidad inmejorable!
La Iglesia Católica está en bancarrota, gracias a Dios. No vale la pena mencionarla.
Pues a mí, en resumen, me parece que usted es, sobre todo, un antimoderno… ¿Le ve sentido al calificativo?
Tiene mucho sentido, pero precisándolo: me siento un antimoderno antihumano.
Para terminar: ¿está valiendo la pena vivir siendo escritor?
No. Sigo viviendo porque no puedo dejar huérfana a mi perra Brusca. Le pido a la Muerte que venga de noche por nosotros dos, mientras estemos dormidos, abrazaditos.
UNA LECTURA SOBRE ESCOMBROS , DE FERNANDO VALLEJO
«A la 1 y 14 minutos de la tarde de ese martes siniestro me estaba afeitando cuando empezó el terremoto». Así arranca Escombros, el libro más vertiginoso y desgarrador que ha publicado Fernando Vallejo. En él narra la destrucción causada en su vida por el terremoto que sacudió la Ciudad de México el 19 de septiembre de 2017 y que los capitalinos vivieron como una réplica, 32 años después, del sismo que destruyó una parte de la ciudad en el mismo mes y en el mismo día de 1985.
Vallejo vivió esos minutos interminables sobre la azotea de su edificio en la Colonia Condesa, acompañado de Olivia, su empleada doméstica, que
le iba narrando cómo se derrumbaban los edificios aledaños (el novelista había olvidado sus anteojos). «¡Se cayó el del señor Ripstein, don Fer!». Pero Fernando, que ni siquiera en esos momentos perdía su sentido del humor ni su ironía, respondió:
¡Qué se iba a caer, pura histeria de mujer! […] el edificio de Ripstein no cayó, resistió. El que sí se fue al suelo fue el de su izquierda, tal y como se había ido segundos antes el de su derecha. De esta suerte el cineasta Ripstein quedó sin vecinos al lado, entre dos vacíos. ¡Qué afortunado! Mientras menos vecinos menos enemigos.
Cuando paró de temblar, el edificio de Vallejo, como el de su vecino Arturo Ripstein, seguía en pie, pero al bajar a su apartamento se encontró con una escena apocalíptica: todo el contenido de su casa — las lámparas, los muebles, los cuadros, los cientos o miles de adornos y recuerdos de viajes coleccionados a lo largo de una vida — estaba hecho añicos. Las alfombras quedaron cubiertas por una capa de vidrios rotos, fragmentos de esculturas y adornos hechos trizas:
Un vidrierío de terror: copas de bacará, porcelana de Limoges, caballos de arcilla de la dinastía Ming, un vaso Fortuny de antes del Renacimiento, bodegones, jarrones, etcétera, etcéte-
ra, todo en el suelo. Una vida entera en astillas, en añicos, en pedacitos, la de David y arrastrada por la suya, la mía. De no creer. Mis ojos que tanto han visto se me salían de las órbitas tratando de abarcar la magnitud del desastre.
David — David Antón, el artista y escenógrafo con quien Vallejo había compartido los últimos 47 años de su vida — se pasó el sismo sentado en el borde de su cama, catatónico. Al final se quedó inmóvil, paralizado, sin hablar ni ponerse de pie. Con el terremoto también se derrumbó la vida de David, que nunca volvería a ser el mismo y que moriría unos meses después. Escombros es también la crónica de esa muerte, que puso fin a casi medio siglo de complicidad y convivencia.
El tercer personaje del libro es Brusca, la perra que Fernando recogió un día en las calles de la Ciudad de México y que alegró las vidas de los dos amigos. Al ver el tapiz de vidrio en que había quedado convertido su apartamento, la primera reacción de Fernando es proteger a Brusca: «Si la perrita da un paso más, se corta las patas y se nos desangra. Mire cómo está eso. Voy por una escoba y el recogedor para abriles camino», le dice a la empleada. Pero Brusca no se cortó las patas ni se desangró: acompaño a Fernando durante los meses que duró la limpieza del apartamento — subiendo y bajando los siete pisos del edificio a pie y sacando cajas de escombros y de vidrios rotos — y la agonía de David. Después de la muerte de David, Fernando decidió poner fin a más de cuatro décadas de vida en la Ciudad de México y volver a su país. Escombros es también la crónica de ese viaje accidentado,
acompañado de Brusca, hasta Medellín, en donde los dos se mudaron a una casita en el Barrio Laureles que David había alcanzado a remodelar antes de su muerte. Para evitar que Brusca tuviera que hacer un segundo viaje en el maletero del avión, Fernando decidió que después del aterrizaje en Bogotá harían el resto del viaje por carretera, parando en ciudades y pueblos hasta llegar a Antioquia: una odisea de muchas horas, que se hicieron más porque Brusca tenía que parar para tomar agua, para ir al baño, para salir a dar una vuelta.
Después de la llegada a Medellín, Escombros se transforma en la crónica de un regreso tardío a la ciudad de la infancia, de los recuerdos, de la nostalgia… y del horror. Como en todos sus libros, Vallejo pinta los males de su país con humor negro y con un gran sentido de la ironía. Si México se había convertido en una pesadilla, Colombia resulta ser un infierno:
Gran error haberme metido en la gobernanza de Colombia, este país no agradece ni aprende, es cerril. La cerrilidad le viene de los españoles, los patipuercos que nos trajeron los curas y nos robaron el oro. Pero la mala índole le viene en su conjunto de ayuntamiento de tres sangres: la blanca, la negra y la aborigen, un batiburrillo espantoso que cocinó la lujuria en un caldero hirviendo. ¿Comen? No es que coman, devoran, no paran de tragar. Tres veces al día mínimo más los tentempiés que hacen en los entreactos. Digamos seis comidas diarias. ¡Como no van a tener hambre! Todo el tiempo la tienen. La tienen que tener. El colombiano come, pide, pretende, exige y enarbola derechos.
Escombros, como todas las obras de Fernando Vallejo, celebra el arte de la fuga y de la digresión, ese componente tan importante de las grandes novelas que afinaron Cervantes, Laurence
Sterne, Rabelais y tantos otros. La narración del regreso y la instalación en la casa de Laureles, por ejemplo, se interrumpe constantemente por reflexiones sobre la historia y la política de Colombia, recuentos de sueños e incluso anotaciones sobre lecturas apócrifas, como por ejemplo ésta:
Ya acabé el libro del marqués de Vargas Llosa. Interesantísimo. Trata de cómo en su primer año de gobierno en el Perú acabó con Sendero Luminoso y metió preso a su líder Abimael Guzmán: lo encerró bajo tierra, le puso un uniforme de presidiario de rayas amarillas verticales sobre fondo blanco, ¡y lo dejó como una cebra!
Gracias a estas divagaciones —hay otras en que el autor recuerda su estancia en Nueva York en los años 70, el encuentro con un hustler por las calles de la ciudad, las juntas de condóminos en el edificio de la Ciudad de México, la argentinidad del Papa Francisco —, Escombros es, a pesar del tema que trata, un libro lleno de chispa, de ingenio y de vida.
eso el mundo deja de ser un horror ni sus habitantes unos monstruos. Milan Kundera decía que si algún día los novelistas dejaran de reírse del mundo, de sus tragedias, y de ellos mismos, habremos llegado al fin de la literatura. Por suerte nos queda Fernando Vallejo para seguir haciéndonos reír de nuestra condición: mientras siga escribiendo, seguirá existiendo la literatura.
Cualquier otro autor hubiera narrado el terremoto y la muerte de su compañero con sentimentalismo y autocompasión. Pero no Fernando Vallejo: en éste, como en todos sus libros, hay una profunda comprensión de la naturaleza humana y de la sociedad. Los seres más queridos mueren y todos nosotros moriremos pero no por por Rubén Gallo
Fotografía de Randy Ayazo
DOSSIER
Desde los márgenes: el resentimiento y la periferia en la literatura
De la «Escuela del Resentimiento» al poder democrático de los márgenes
por Michelle Roche Rodríguez
Lectura y resentimiento
por Diego Zúñiga
Lo marginal no existe porque el centro no existe por Pablo Katchadjian
Dar el tiempo por sentido. Sobre Carmen Jodra Davó por Elvira Navarro
De prisiones, mujeres y hombres: Shahrnush Parsipur y Carlos Montenegro por Karla Suárez
DE LA «ESCUELA DEL RESENTIMIENTO» AL PODER DEMOCRÁTICO DE LOS MÁRGENES
por Michelle Roche Rodríguez
Como evidencia de la naturaleza de las relaciones humanas, el resentimiento es fundamental para la cultura contemporánea. De ordinario, esa emoción implica a una persona o grupo que se siente ofendida por el trato injusto recibido de otra persona o colectividad. Aunque a primera vista parezca negativo, para las democracias ese estado de irritación puede tener ventajosas repercusiones éticas, siempre y cuando sea la condición inical para que los grupos subalternos tomen consciencia de su condición e inicien el cambio. Siempre hay un mínimo resquicio para la libertad aunque a veces solo sea en la intimidad de la psique. Porque el fenómeno de la sujeción trasciende la subordinación del sujeto a una norma impuesta por los grupos hegemónicos. Según Friedrich Nietzsche, la misma constitución del sujeto ocurre a través de su subordinación. En Mas allá del bien y el mal plantea que como la vida es apropiación e injuria o la conquista del extraño y del débil por quienes pueden, así como la supresión que hacen quienes tienen poder en quienes no, a la dinámica social la caracteriza el conflicto. La necesidad de subyugar al otro aparece en su obra La genealogía de la moral como la fuerza que mueve la dinámica social. La llama «voluntad de poder». En esa dialéctica entre amo y esclavo, la emoción señera del último es, comprensiblemente, el resentimiento. La posición de dominación del amo establece los valores morales de la sociedad, es decir: los principios del bien y el mal que la rigen.
Las condiciones en las cuales se escribe, se lee y se enaltecen ciertas obras sobre otras obedecen también a una voluntad de poder. Los críticos literarios son conscientes de esto al menos desde la centuria pasada, cuando se instaló la dialéctica entre autores consagrados y periféricos. El prestigioso académico inglés, Harold Bloom, se refiere con desprecio a la revisión de la tradición literaria que han planteado los estudios culturales desde 1968 en su célebre
obra El canon occidental. Allí acusa a una cierta «Escuela del Resentimiento», identificada con una «trama académico-periodística», de querer «derrocar el canon con el fin de promover sus supuestos (e inexistentes) programas de cambio social». Su renuncia a aceptar escuelas criticas como la psicoanalítica, la feminista y la poscolonial le presenta como alguien empeñado en promover una tradición androcéntrica, anglosajona y blanca; es decir: en un agente de la hegemonía. Su postura es una reacción al surgimiento de los cultural studies, la rama de la academia cuyo objeto de estudio es la producción y la representanción de la experiencia humana. Según esa perspectiva, la literatura es un vehículo para representar el quehacer humano, como lo son también las artes plásticas, el cine, la música y los programas de televisión, entre otras manifestaciones. Críticos de generaciones posteriores a Bloom, el estadounidense Jonathan Culler y el tambien inglés John Sutherland ponderan el desarrollo de los estudios culturales que ha acompañado la expansión del canon literario y argumentan que este ha permitido nuevas lecturas sobre los clásicos. Para Culler, lo que Bloom llama la Escuela del Resentimiento, en realidad ha servido para añadir dinamismo a las lecturas tradicionales y mirar más allá del criterio de la excelencia literaria.
Lo importante de la dialéctica entre la producción literaria del centro y la periférica es que ahora podemos enfocarnos también en los márgenes, en donde se articulan las propuestas estéticas más novedosas. Porque hay periferia mucho más allá de los resentidos, como demuestran los ensayos de la española Elvira Navarro y la cubana Karla Suárez contenidos en este dossier. Navarro se refiere al caso Carmen Jodra Davó, una poeta convertida a su pesar en celebridad literaria cuando ganó el premio Hiperión en 1998, a los 18 años, con su poemario Las moras agraces, el cual tuvo seis reediciones en su pimer año a la venta. El texto de Suárez
conecta a dos autores de tradiciones literarias distintas y periféricas como son la iraní y la cubana, a través del espacio creativo que les ofreció la cárcel: Shahrnush Parsipur y Carlos Montenegro. Lo marginal como herramienta de lo creativo es lo común entre estos tres escritores.
Lectores resentidos, escritores marginales
En la misma línea de Culler y Sutherland, el ensayo del chileno Diego Zúñiga para este dossier nos invita a leer con resentimiento. Zúñiga está menos interesado en la voluntad hegemónica de canonizar a ciertos escritores que en los protagonistas racializados, feministas o anticoloniales de ciertas obras que venden el buenismo acomodaticio de moda. Si bien a primera vista pareciera que Zúñiga critica a la Escuela del Resentimiento es lo contrario: le preocupa cómo la voluntad de poder del mercado editorial aprovecha las demanadas de los subalternos (las mujeres, los empobrecidos habitantes de antiguas colonias o quienes no son blancos) para la lógica capitalista, así convirtiendo los discursos del resentimiento en herramientas destinadas a la perpetuación de la hegemonía. Sus reflexiones recuerdan que la lectura nunca es inocente.
Pero como pasa en la vida, en el ámbito literario, el resentimiento nunca se agota solo con las demandas de los subalternos, sean estos lectores, escritores… o personajes. Fernando Vallejo ha hecho de esta emoción tema y estilo de una literatura cuya marca es la apuesta por el antihumanisno radical. Lo demuestra en la entrevista con Nadal Suau en la portada. Si Sutherland reconoce en la ironía el recurso del autor furioso, al escritor nacido en Medellín le enfuerce todo: la Iglesia católica, los gobiernos de América Latina y, lo que más, el sentimiento de superioridad de los seres humanos ante otras especies animales. Tales son las formas que la hegemonía toma en sus novelas. El autor de La conjura contra Porky denuncia esa voluntad de poder desde una singularisíma voz narrativa que le permite poner el foco menos en subalternidades como la racial o la de género y más sobre los protagonistas que expresan sus valores morales. Si son marginales es porque el centro no es un lugar deseable para Vallejo.
Tampoco es un lugar deseable para el autor argentino Pablo Katchadjian. En el texto presentado para este dossier compara al centro con la fiesta a la que no hemos sido invitados o el meollo de todos los asuntos. Se pregunta qué pasaría si desapareciera. ¿Qué haríamos si desplazáramos de lugar a la hegemonía? Sin voluntad de poder no habría resentimiento, ¿no? Sin canon no existiría el contra canon, ¿no? La ausencia del núcleo sería también la ausencia de los márgenes, ¿no? Lo de Katchadjian es una estrategia retórica pero a los efectos del texto que lee ahora permite ilustrar
«El prestigioso académico inglés, Harold Bloom, se refiere con desprecio a la revisión de la tradición literaria que han planteado los estudios culturales desde 1968 en su célebre obra El canon occidental. Allí acusa a una cierta “Escuela del Resentimiento”, identificada con una “trama académicoperiodística”, de querer “derrocar el canon con el fin de promover sus supuestos (e inexistentes) programas de cambio social”»
cómo la periferia sirve para cuestinar nuestros valores. Porque la falta de centro es inconcebible. Si, como propone la filosofía de Nietzsche los principios del amo limitan los del esclavo, y como lamenta Bloom desde la periferia se han ido incluyendo en el núcleo de la tradición literaria occidental distintas formas de escritura y de lectura subalternas, el resentimiento de esos marginales es la fuerza que difumina los límites entre las posturas del amo y del esclavo. La literatura se presenta entonces como la oportunidad para sublimar los conflictos de la sociedad ofreciendo argumentos racionales que disminuyan los márgenes en virtud de núcleos heterogéneos y democráticos.
LECTURA Y RESENTIMIENTO
por Diego Zúñiga
Sangría (2023), el último libro del poeta argentino Martín Gambarotta, abre con un poema que podría ser la hoja de ruta de este texto: «Dan a entender que podrías llegar/ a ser como ellos, te alientan a que/ intentes ser como ellos, te tratan/ como si fueras igual a ellos/ porque saben que nunca/ serás uno de ellos».
En el poema, «ellos» son la clase dominante, los dueños de la pelota, los que controlan las cosas, el dinero, la política. Si se traslada ese «ellos» a la literatura, probablemente un lector pensaría directamente en las fuerzas que componen el campo literario y –Bourdieu mediante— pasaría a desentrañar esas relaciones hegemónicas y sus influencias: quién determina qué se lee, cómo se lee y a quién se lee; un escenario que efectivamente remitiría en casi todo Hispanoamérica a esa clase dominante, a esos dueños de la pelota, a la élite económica y cultural de cada país.
Esa lectura crítica sobre la composición del campo literario está sin duda vigente y cada cierto tiempo revive en forma de discusión en nuestros distintos países: un reportaje, algún cruce de columnas, una entrevista, una crónica que devela los nombres y las influencias y que instala la sospecha y la duda sobre cúan importante es esta composición con respecto a la recepción y difusión de los textos literarios, y a la conformación del canon. Las nuevas generaciones lo tienen claro, quizá más claro que sus antecesores, y disputan este terreno con lo que pueden. Y eso se agradece, cómo no, pues nunca deja de ser necesaria esta discusión. Pero quisiera ir un poco más allá, o un poco más acá, dependiendo desde dónde nos plantamos frente a los textos, que ese sea el punto de partida: cuando leemos «ellos» en el poema de Gambarotta, quisiera que no pensáramos en quiénes integran el campo literario, sino en quiénes protagonizan las novelas, los cuentos, las memorias y las autobiografías, detenernos en quiénes son esos «ellos» que recorren estas historias y que alientan a los lectores a ser como ellos y los tratan como si fueran iguales a ellos, porque saben que nunca serán uno de ellos.
Pienso que la única forma de enfrentar esto es agudizar la lectura y plantear, quizás, una estrategia, una política: leer entre líneas, leer con sospecha, leer en contra: en contra de las declaraciones que damos los autores, en contra de los comunicados de prensa, en contra de los blurbs, en contra de las solapas y de las contratapas, en contra de las buenas intencio-
nes porque, como explicaba hace unos años Belén Gopegui, «se trata de no dar nada por hecho. Se trata de tener el pequeño valor de quien rehúsa ver lo que las cosas dicen que son y en cambio ve lo que son».
Una estrategia, una política: leer con resentimiento.
De la relación entre escritura y resentimiento —y campo cultural y resentimiento—, hace unos años me aventuré a tantear algunas líneas posibles, en una breve intervención que hice en Filba, en Buenos Aires, y convoqué ciertas lecturas que me habían llevado, en ese entonces, a pensar en estos vínculos: Didier Eribon —y ese libro extraordinario que es Regreso a Reims, y también sus ensayos posteriores—, Annie Ernaux, Pierre Bourdieu, Mark Fisher, María Moreno y Pedro Lemebel, entre otros.
Una semana después de esa intervención, el Premio Nobel de Literatura recaía en Annie Ernaux; en la ceremonia de premiación, ella leería un discurso furibundo, donde se definía como una tránsfuga social y recordaba una frase que había anotado en su diario cuando era una veinteañera: «Escribiré para vengar a mi raza». Y luego añadía: «Pensaba orgullosa e ingenuamente que escribir libros, hacerse escritor, al final de una estirpe de campesinos sin tierras, de obreros y pequeños comerciantes, de gente despreciada por sus modales, su acento, su incultura, bastaría para reparar la injusticia del nacimiento. Que una victoria individual borraba siglos de dominación y de pobreza, con una ilusión que ya la escuela me había incentivado por mi alto rendimiento escolar. ¿Cómo podría compensar mi éxito académico las humillaciones y las ofensas sufridas? No me planteaba la pregunta».
La literatura de Annie Ernaux está atravesada por los conflictos de clase y género, y también por una voluntad admirable por «sacar a lo luz lo “indecible social”», como lo definiría ella en ese mismo discurso. Una obra que nunca ha tenido miedo de indagar en esa zona incómoda y que, por supuesto, le trajo problemas y rechazos en un campo literario como el francés, donde muchos siguen sin comprender por qué esta mujer, que venía de una estirpe de campesinos y obreros, fue premiada con el Nobel y, más encima, viajó a Suecia a leer un discurso donde insistió en resaltar esas relaciones de dominación de clase, raza
y género, tal como lo ha hecho en su literatura. Un proyecto donde «la escritura se apoya en la creencia, convertida en certeza, de que un libro puede contribuir a cambiar la vida personal, a romper la soledad de las cosas soportadas y soterradas, a pensarse de manera distinta. Hacer que lo indecible salga a la luz es un asunto político», explicó ese día en Estocolmo. Esa batalla de Ernaux, probablemente a los lectores latinoamericanos nos interpela de una manera tan directa como familiar: nuestra tradición literaria está marcada por hacer que lo «indecible social» salga a la luz. Y por más que una buena parte de nuestros escritores y escritoras no procedan de una estirpe campesina ni obrera, la realidad política los ha empujado hacia esos territorios. Desde Chile, imposible no pensar en la narrativa de Marta Brunet, que con el tiempo se ha impuesto como una ficción imprescindible para comprender los movimientos de clase y género que marcaron la primera mitad del siglo XX chileno; o el caso de José Donoso y una escritura que está atravesada por las discusiones de clase, por un resentimiento que a veces toma la forma de lo monstruoso, como en El obsceno pájaro de la noche, esa novela descomunal que ojalá algún día vuelva a recibir la atención que se merece. Y esa tradición, en las últimas décadas, se profundizó con Diamela Eltit y Germán Marín, y explotó con Pedro Lemebel, y sigue creciendo con los cuentos de Cristián Geisse y Daniela Catrileo, y con novelas como Panaderos de Nicolás Meneses, Iluminación artificial de Cristofer Vargas Cayul, Mientras dormías, cantabas de Nayareth Pino Luna y Aviso de demolición de Gabriela Alburquenque. Pensar que esta tradición no ha perdido vigencia y que se sigue escribiendo y reescribiendo implica, también, que la lectura tome posición frente a lo que se escribe y se reescribe y se publica en nuestro tiempo. Es en ese sentido que plantear una estrategia de lectura motivada por el resentimiento tiene pertinencia, pues se vuelve urgente hoy, en un contexto en que la idea de clases sociales ha quedado relegada en la discusión frente a una serie de nuevas categorías que están cruzadas por esa problemática, pero cuyo enfoque, por lo general desde el norte, cómo no, ha evitado concentrarse en esos cruces, en esa interseccionalidad. De esta forma, se termina prescindiendo de cualquier atisbo de lo popular en estas disputas, esas que buscan preguntarse por los conflictos políticos que nos acechan y que los escritores desplegamos en nuestros libros, con mayor o menor ambición, con mayor o menor sinceridad. Resultaría oportuno convocar de nuevo a Belén Gopegui y Rompiendo algo, libro que reúne sus ensayos, columnas y conferencias, y que puede entregar algunas señales de ruta con respecto a cómo enfrentarse a un texto literario desde una mirada politizada. En una de sus intervenciones más lúcidas —«La responsabilidad del escritor en los relatos de victoria y derrota»—, Gopegui lo explica así: «Reivindico […] la posibilidad de criticar la ficción por lo que cuenta, por lo que propone, después de haber analizado no sólo las comas, las estrategias narrativas, la brillantez formal, sino de haber analizado además a quién salpica la sangre y de quién es la sangre que
Annie Ernaux ganadora del Premio Nobel de Literatura de 2022. Fuente: wikicommons
salpica o, dicho de otro modo, qué valores se articulan y dramatizan y por qué».
La idea de una lectura atravesada por el resentimiento debiera tender hacia una mirada que no tenga miedo del conflicto, que no renuncie a él ni que expulse la contradicción. Que se detenga en esos puntos ciegos que esconde toda construcción narrativa y que intente ponerlos sobre la mesa e impulsar así una conversación que, casi siempre, terminará excediendo lo literario y se instalará en el presente. Se vuelve urgente una forma de lectura que reuna estas características porque estamos en un tiempo en que la crítica literaria ha perdido relevancia en los medios culturales y porque desde la academia tampoco llegan señales que promuevan la discusión. Porque al final estamos todos leyendo lo que nos dice el mercado que leamos. Y ese mercado se ha vuelto más complejo en muchos sentidos, pues no demora nada en cooptar cada discurso emancipatorio que va surgiendo hasta volverlo inofensivo, y lo hace cada vez con más sofisticación. Es decir: nos meten goles todo el tiempo, todo el tiempo nos están pasando gato por liebre porque en la contratapa dice feminismo, colonialismo, nuevos materialismos, ecocidio, clasismo, y bajamos la guardia y leemos a favor, entregados, sin preguntarnos cómo funcionan realmente estos dispositivos, a quién salpica la sangre y de quién es la sangre que salpica, o a qué discursos les conviene mi color de piel, mi condición de migrante o mi género para hacer negocios y tranquilizar la culpa del hombre blanco.
Una lectura como la que propone Gopegui exige que sospechemos de las buenas intenciones. Lo hace ella cuando lee Soldados de Salamina en relación a la Guerra Civil española, y lo podría hacer uno también al leer Patria de Fernando Aramburu y su relación con el conflicto vasco, o Feria de Ana Iris Simon y su relación con el presente material de sus contemporáneos. En el caso de ciertas novelas latinoamericanas que abordan la violencia del narcotráfico, los feminicidios y el horror de las dictaduras —por citar algunos ejemplos—, estos temas parecieran predisponer al lector y situarlo de inmediato en el lugar de quien está leyendo una denuncia y una crítica sobre estos hechos, pero lo cierto es que muchas veces esas novelas terminan por favorecer el estado de las cosas. Lo favorecen por la manera en que disponen y sitúan los materiales con los que trabajan, y muchas veces, también, por no llevar esa disputa al lenguaje, a ese territorio en que la sintaxis termina por definir la relación de la escritura con el poder.
En una conferencia que dio a principio de los años 80, titulada «Formas populares de escritura», Raymond Williams ahondaba en estos puntos al detenerse en la compleja relación entre el habla y la escritura. Cuestiona ahí por ejemplo la idea de pensar el melodrama como un género popular, y la enumeración de problemas que descubre en él podrían servir como un antecedente a la hora de leer los textos narrativos del presente. Williams escribe: «[Ese género] era, en efecto, popular, pero en el sentido de que una parte mucho más amplia del pueblo acudía a él y, sin duda, enganchaba a la gente al escribir sobre temas que le interesaban; las tramas del melodrama están llenas de injusticia social, de pobres engañados por los terratenientes, por los funcionarios, por la aristocracia. Esos son, de hecho, sus temas estándar. Pero no sólo trata de ese tipo de vileza, pues, al mismo tiempo, en el melodrama siempre se escapa mágicamente de ella. Lo que hace que la mayoría de melodramas sean, al final, una expresión extremadamente conformista: se señala al funcionario, o al aristócrata malvado y, normalmente, se señala también a la heroína, la chica traicionada por uno de ellos.
Pero lo importante es que no se atraviesan las dificultades, no se dice dónde se encuentran esas dificultades ni qué se debe hacer con ellas».
Una lectura que lleve a pensar en esas dificultades, en los caminos materiales que atraviesa un personaje hasta llegar al momento en que los lectores lo conocen, puede permitirnos ingresar en un texto desde una mayor complejidad y descubrir, a partir de ahí, sus distintas capas de sentido, y profundizar en las diversas dimensiones que pueden conformar un relato.
Estar alerta frente a esos detalles permite que uno relea la tradición y entre en disputa con el canon, indagar en las lecturas establecidas y remecerlas. Ver qué surge de ese movimiento, de los cuestionamientos y de las preguntas nuevas que pueden actualizar ciertas obras cuyos sentidos parecían ya completamente definidos.
Si me permiten una pequeña anécdota: recuerdo la primera vez que entrevisté a Hebe Uhart, en un lejano enero de 2011. Esa vez, ella insistió mucho en que no le gustaba la idea, que se había instalado sobre su literatura, de que su mirada se fijaba en minucias, en ciertas vidas mínimas, en lo íntimo, y no en los “grandes temas” de la vida. Se resistía a esa lectura, pero esa lectura ya estaba instaladísima. Y yo no pude entender su resistencia, su reclamo, sino hasta mucho tiempo después, cuando comencé a pensar en esa sintaxis que se inventó para armar y desarmar la realidad, y en ese interés incansable por visitar una serie de pueblos perdidos latinoamericanos y anotar el habla de los lugareños, obsesionarse con las distintas formas del lenguaje que podía hallar en esos lugares que terminaron siendo los protagonistas de las crónicas que escribiría en su últimada década de vida. Recién ahí, cuando me detuve en su obsesiones con el habla y cómo tradujo eso a la escritura, empecé a entender su resistencia a esa lectura que la situaba en un lugar que políticamente podía leerse como inofensivo. Pero fue realmente el descubrimiento de un texto de I Acevedo el que me aclaró estas cosas, un texto en que se detenía en una novela breve de Uhart, Señorita, para, desde ahí, realizar una lectura política de su obra. Una lectura que se hacía cargo de la intimidad de su mundo pero que resaltaba las claves emancipatorias que sostenían, realmente, ese trabajo, esa escritura que Hebe Uhart desarrolló a lo largo de casi 60 años: «Une autore no tiene que hablar en su obra completa acerca del peronismo para que le consideremos peronista. Ni tiene que defender el feminismo o tener protagonistas mujeres cis o trans supervalientes a lo largo de toda su obra para que le consideremos feminista», anota I Acevedo al comienzo de su intervención, y luego va rastreando ese peronismo y ese feminismo en los distintos movimientos narrativos que despliega Uhart tanto en Señorita como en otros relatos: personajes que cruzan fronteras y que adquieren conciencia de clase a partir de sus vínculos con los otros. Porque al final, como dice I Acevedo, «[Uhart] también nos enseña que no es necesario ser miles en las calles, que las microalianzas de a dos también son una rebeldía poderosa».
Mosaico dedicado a Pedro Lemebel. Fuente: wikicommons
Una estrategia de lectura que se sostenga en el resentimiento debiera modificar nuestra percepción, complejizarla, volverla real, inclinarla hacia una «tendencia materialista», que fue el concepto que eligieron tres críticos argentinos —Violeta Kesselman, Ana Mazzoni y Damián Selci— para titular una antología dedicada a la poesía de los años 90 de su país —Gambarotta incluido—, en la que rastreaban una tendencia «a incorporar mediaciones de carácter social en cada uno de los objetos percibidos». Y añadían en el prólogo de la antología: «Los referentes nunca están simplemente “ahí”, sino que aparecen cruzados por procesos y discursos que los delimitan, circunscriben y sitúan».
Quizá un ejemplo contundente de esta tendencia se halla en un poema de Sergio Raimondi titulado «Qué es el mar», en el que escribe una curiosa definición de esa masa de agua salada, y empieza así: «El barrido de una red de arrastre a lo largo del lecho,/ mallas de apertura máxima, en el tanque setecientos mil/ litros de gas-oil, en la bodega bolsas de papa y cebolla,/ jornada de treinta y cinco horas, sueño de cuatro, café,/ acuerdos pactados en oficinas de Bruselas, crecimiento/ del calamar illex en relación a la temperatura del agua y las firmas de aprobación de la Corte Suprema…».
Es decir, más que entregarse a lo visual, Raimondi busca descifrar todas las redes que componen un objeto puntual y describir las condiciones que permitieron que ese objeto sea el que es. Y esa forma de mirar la realidad podría ser la estrategia con que enfrentemos la lectura: no sólo contemplar el mar y fascinarse con su belleza, o imaginar qué hay en él, más allá de lo que conocemos, sino pensar en todo lo que rodea, define y determina su uso, su vida y su lugar político en la realidad. Que la lectura de los textos —y no sólo del campo literario— sea una estrategia de combate, de resistencia, un arma que nos permita enfrentarnos al presente y no sucumbir ante la habilidad del capitalismo —y del capitalismo cognitivo— de cooptarlo todo, de pasarnos constantemente gato por liebre, de decir una cosa pero hacer otra, porque el mercado hace y deshace frente a nuestros ojos, por más rabia y resentimiento que tengamos. Este escenario —en que la literatura sucumbe a las modas académicas del norte con tanta facilidad— lo retrataba muy bien el escritor cubano Carlos Manuel Álvarez en una reciente columna en El País, en que escribía: «Hay una fiebre del oro del yo subalterno, aislado en prototipos que luego se venden como quincalla exótica en los lavatorios de la culpa colonial. Pavimentadas están las rutas de las peregrinaciones constantes hacia los bazares académicos del norte donde la gente oferta la piel de su familia, renta la marca de su linaje o su bastardía, y la competencia del comercio de ideas les exige especializarse en ellos cada vez más. Que sean más indios, que sean más negros, que estén cada vez más condenados, pero para que todo siga más blanco».
Hay que sospechar en todo momento. Sospechar de esa novela que se presenta de izquierda, popular, anticolonial, feminista, antiextractivista. Y sospechar también del futuro que
«Es decir: nos meten goles todo el tiempo, todo el tiempo nos están pasando gato por liebre porque en la contratapa dice feminismo, colonialismo, nuevos materialismos, ecocidio, clasismo, y bajamos la guardia y leemos a favor, entregados, sin preguntarnos cómo funcionan realmente estos dispositivos, a quién salpica la sangre y de quién es la sangre que salpica, o a qué discursos les conviene mi color de piel, mi condición de migrante o mi género para hacer negocios y tranquilizar la culpa del hombre blanco»
se está ensayando en la literatura hispanoamericana actual. ¿No les resulta curioso la cantidad de novelas distópicas que han aparecido en estos años, donde la lectura del futuro es siempre la misma? ¿No sería bueno detenerse un momento y pensar qué hay detrás de esa imaginación desgastada que tanto se celebra? ¿No será justamente que «ellos» —el «ellos» del poema de Gambarotta— quieren que imaginemos el futuro así porque les conviene?
LO MARGINAL NO EXISTE PORQUE EL CENTRO NO EXISTE
por Pablo Katchadjian
En una entrevista, Gilles Deleuze habla de la amistad y dice que uno es sensible a ciertos detalles de las demás personas y no a otros. Dice que así como uno puede ver alguna cosa mínima en otra persona y pensar «¿qué es esa inmundicia?», de la misma manera uno puede ver cosas mínimas en otras personas y sentirse atraído, apreciar el encanto de gestos que el que los hace no podría, quizá, reconocer. Deleuze habla sobre esto para responder a la pregunta de por qué, o cómo, mantuvo largas relaciones amistosas con distintas personas que muchas veces fueron también compañeras en la creación de obras. Entonces explica esto de los gestos y dice que esa sensibilidad permite que uno entienda al otro sin necesidad de explicaciones.
Yo tengo la misma tendencia a mantener relaciones amistosas duraderas con varias personas, siempre en la modalidad de la pareja: no en grupo sino de a dos, así es como funciona la amistad para mí. Pensaba en esto y enseguida pensé en otra cosa. Desde siempre, o más bien desde, digamos, los quince años, tuve una tendencia bastante fuerte a que me gustaran cosas que no le gustaban a casi nadie, de tal manera que cuando encontraba alguien a quien le gustaba lo mismo podía estar más o menos seguro de que ahí había un posible amigo. Siempre pensé en esta tendencia sin entenderla del todo. La respuesta más sencilla —y la menos lúcida— a por qué uno tiene ese tipo de gustos es el esnobismo. Pero yo sabía que no era esa la respuesta, y ahora creo tener la respuesta adecuada: la amistad en el sentido que la explica Deleuze. O no la amistad sino la sensibilidad a ciertos detalles.
Por ejemplo: escucho un disco de Marc Ribot y la segunda nota trastea; él dejó esa nota así, es decir, no quiso corregirla, porque de alguna manera su forma de tocar contenía esa posibilidad. Yo en ese pequeño trasteo encuentro, como dice Deleuze, un encanto del que quizá Ribot podría decir: «Ah, sí, no sé». Un encanto y una revelación de la totalidad. Misha Mengelberg se sienta a tocar el piano con una caja de pañuelos bajo el brazo: ¡oh! Bueno, no es nada, y ese es el punto. Lo que quiero decir es que mis preferencias están ba-
sadas en una sensibilidad a cosas pequeñas como la amistad para Deleuze. Mi sensibilidad literaria también.
Claro que también me gustan muchas cosas donde no veo esos gestos, pero esas son cosas que gustan a mucha gente. Son gustos, podría decirse, generales: me gusta William Shakespeare, me gusta Aleksandr Pushkin, me gusta Jimi Hendrix. Pero, de todos modos, pienso: no sé si lo que me gusta de Shakespeare o de Pushkin o de Hendrix es lo que... Por ejemplo, de Shakespeare me gusta que sea un poco atorrante, que mezcle cosas que no quedan bien, que sea caprichoso, no tanto que sea un Maestro. De Pushkin, la ligereza desprolija. De Hendrix, que su sonido sea sucio, confuso y suelto.
Pero vuelvo a lo que me gusta «solo a mí», porque en esas cosas ya está el planteo de la amistad de a dos. Nunca van a ser gustos generales, incluso si fueran el gusto de muchas personas –que lo son, claro–: el planteo siempre va a ser uno a uno.
Dije todo esto porque me propusieron escribir sobre la marginalidad de los escritores, y ahora veo que lo estoy haciendo desde la marginalidad del gusto, cosa que ya es un problema, porque hablar de «gusto»... Quizá debería decir: de lo que me gusta. Marginalidad en el sentido de que es un gusto que se centra en cosas marginales, y no en, por decirlo de alguna manera, la «maestría». La maestría es centralidad, juicio claro, objetividad de la época. La marginalidad en el gusto permite que aparezcan joyas en cualquier lado y por cualquier motivo. O que una gran joya no sea de oro ni diamantes. Pero es un poco más que eso. La idea sería que en un gesto marginal se ve la totalidad. En una materia que enseño en la Universidad Nacional de las Artes de Buenos Aires un estudiante escribió un ensayo final en el que criticaba mi selección de autores del programa por elitista, a grandes rasgos, y a esa selección oponía autores más populares. En el programa hay autores como Felisberto Hernández, Heinrich von Kleist, Leonora Carrington, Virgilio Piñera, Robert Walser, Quirinus Kuhlmann, Violette Alhaud, Joe Brainard, Sergei Dovlátov, Félix Fénéon, Marcelle Sauvageot, etc. Yo le respondí esto: «Como me desagrada tanto como a vos la
comodidad elitista en la literatura, lamento que hayas interpretado así la propuesta, que apuntaba, al contrario, a expandir la idea de narración desde algunos de sus bordes. Finalmente, todas estas cosas raras que ves como elitistas son las que peor se llevaron siempre con los poderes: los autores pelearon en la resistencia, fueron mandados a campos de concentración, censurados, expulsados de países, o desertores, parias, locos, pobres, etc. Los otros, muchas veces, se hacían ricos. No quiero convencerte de nada —ya no pude hacerlo—, sólo digo esto en defensa de...».
Terminaba así mi mensaje, con puntos suspensivos. El estudiante lo recibió bien y los dos lamentamos que la virtualidad debida al Covid nos hubiese evitado una discusión interesante. Pero, claro, no hace falta que unos se hagan ricos y que otros se vuelvan locos o luchen en la resistencia. Ese no es el punto. El punto es que en un gesto marginal, formal, en una decisión estética no declarativa, se puede ver un gesto hacia la totalidad de la vida. Y que en una declaración se puede ver lo contrario de lo que se declara si los pequeños gestos no acompañan. Pienso en el ensayo de Carlo Ginzburg sobre «el método Morelli» para reconocer pinturas falsificadas: mirar las uñas de las manos y los lóbulos de las orejas, porque en esas cosas menores, donde la atención flaquea, se revela la mano que pinta. No tiene nada que ver, en un punto, pero a la vez sí. No tiene nada que ver porque no es lo mismo hablar de que en los detalles se revela la totalidad que decir que en el margen hay más verdad que en el centro. Pero sí tiene que ver si uno piensa que en el síntoma a interpretar hay más verdad que en la manifestación general adaptada y transparente. Voy a dar un rodeo, otro rodeo, porque no quiero escribir un texto sobre la marginalidad sino un texto, me doy cuenta ahora, que da vueltas alrededor de algo que no tiene sentido. La propuesta era escribir sobre la marginalidad y/o sobre el resentimiento, cosa que me dejó pensando: ¿cómo resentimiento y marginalidad podrían ir juntos? Diría que hay dos tipos de resentimiento. Hay uno que parte de la idea de que el centro es un lugar deseado, como alguien que quedó afuera de una fiesta y desde la vereda de enfrente dice que la fiesta es horrible pero apenas lo invitan a pasar entra con-
tento. Tenemos, en Argentina, en este momento, un nuevo presidente electo que siguió esta lógica: gritar y gritar desde una supuesta marginalidad del sistema político hasta que lo invitaron a ser parte, y ahí empezó a juntarse con los políticos conservadores y neoliberales más rancios. La obsesión con el centro es de derecha, y no sólo en política sino en todas las áreas de la vida. Ni siquiera digo que sea una estrategia: es una lógica, una dinámica social, es decir, un esquema de comportamiento. El otro tipo de resentimiento sería el de Léon Bloy, que rescata la figura del mendigo ingrato: un mendigo que, tras recibir dinero, insulta a quien se lo dio, porque lo considera un burgués repugnante. Muchas veces es difícil distinguir uno del otro. Es como el cinismo: está el acomodaticio, que se niega a pensar las implicancias de las acciones porque no pensarlas le resulta ventajoso, y el plebeyo, que pone en duda los valores dominantes con genuino desdén. El resentimiento es desagradable cuando parece
«Entonces ahora voy a ir un poco más allá y voy a decir que no es el centro lo que hace lo marginal sino lo marginal lo que hace el centro. Porque el centro no es nada, en el sentido de que es un lugar donde no pasa nada. Es como si la forma fuera la de un embudo en el que se tira algo viscoso y lento.
Pasan cosas en los bordes que lentamente chorrean hacia el centro y luego se van por un agujero»
obsesionado con el centro; el cinismo es desagradable cuando es adaptativo.
La marginalidad también puede terminar obsesionada con el centro de las cosas. Me gusta mucho la biografía de Kafka de Reiner Stach, entre otras cosas porque ahí se ve que Kafka en cierto momento empieza a fantasear con irse a vivir a Berlín, porque sabe que ahí está el centro de la literatura en alemán y quiere que lo publiquen y lean, pero finalmente no puede, no se anima, no logra hacerlo. Quizá lo que detenía a Kafka era una pregunta: ¿qué tengo que hacer ahí? U otra: ¿qué tengo que ver con eso? Y se respondía: nada. La marginalidad me interesa cuando parte de la idea de que el centro no es un lugar interesante. O no, mejor: que el centro no existe, en el sentido de que no es algo. Hay un momento en Tristres trópicos en el que Claude Lévy-Strauss ve desde su mirada de antropólogo no las tribus amazónicas sino la elite de Sao Paulo. Dice: «Los botánicos enseñan que las especies tropicales incluyen variedades más numerosas que las de las zonas templadas, aunque cada una de ellas está, en compensación, constituida por un número a veces muy pequeño de individuos». Así, la sociedad paulista tenía todo lo que debía tener una sociedad civilizada, pero cada casillero estaba representado por un solo individuo: un católico, un liberal, un comunista, un gastrónomo, un bibliófilo, un amante de los perros de raza, uno de la pintura antigua y otro de la pintura moderna, un erudito, un poeta surrealista, etc.
Es la mirada de un antropólogo, pero un extraterrestre podría verlo así también. O un místico, para quien nada en esta tierra tiene sentido. Imaginemos que toda esa elite paulista vive como si sus funciones tuvieran un sentido pleno: es el centro de la sociedad. Ahora imaginemos que toda esa elite paulista vive como si estuviera actuando en una comedia: es un fenómeno marginal. Creo que ahí hay una clave. Si nada tiene sentido, no importa la posición. Quiero decir que si el eje de las acciones no está en la posición, la posición no importa. Negarse a estar en el centro sería, también, un sentimiento poco marginal, porque da valor al centro. Leí ayer una
respuesta del cantautor Nick Cave a un seguidor de diecisiete años, cantante, que le preguntó si debía ir a grabar a un estudio o esperar a estar más maduro. Cave le respondió: «Estamos obligados a hacer nuestros mejores esfuerzos para convertirnos en los que queremos ser, de otra manera seremos siempre los penosos consortes de nuestra propia derrota». No le dijo esto solo refiriéndose a que grabara, sino a que cantara. Supongamos que el chico va, graba y le queda feo. ¿Qué importa? Si no grabara, probablemente escucharía a otros que sí grabaron lleno de envidia y resentimiento. O no lleno, pero a la larga podría llenarse. Si Kafka, en lugar de tratar de ir a Berlín, hubiese pensado «no quiero ser como esos idiotas de Berlín», no hubiese sido Kafka, el luminoso y oscuro, sino solamente Kafka, el resentido. La clave es, como dice Nick Cave, cantar y tratar de hacer lo que uno quiere lo mejor que le salga. Theodor Adorno dice que la conciencia social es como un loro que en el hombro del artista dice: «Todavía te falta». «Todavía te falta» es para que uno haga y siga haciendo, no para que deje de hacer: eso sería un padre horrible que dice «no servís para nada». Casualmente, el presidente electo dijo sobre su padre: «cuando estudiaba siempre fue muy despectivo para mi carrera, siempre me dijo que era una basura, que me iba a morir de hambre y que iba a ser un inútil toda la vida». Entonces lo que queda después es gritar en busca de aprobación, ser de derecha y tratar de conquistar el centro.
Pero un marginal va a ser marginal incluso si ocasionalmente termina en el centro. Y un falso marginal va a ser central incluso desde el margen. Quiero decir que me quiero hacer esta pregunta: ¿cuál es el margen, dónde está? Los libros de Alfred Jarry siguen siendo ilegibles y potentes. A Heinrich von Kleist el estado alemán le acuñó monedas, pero sus textos siguen produciendo, doscientos años después de escritos, la misma incomodidad que le produjeron a Goethe. Las películas de Luis Buñuel siguen siendo inquietantes. Me podrían decir: «No es eso, no va por ahí». Pero para mí sí. Porque hay algo inasimilable en cualquier texto marginal
que lo hace inmune. O Leonora Carrington y su locura alegre. Incluso en Montaigne hay marginalidad, y no porque se haya recluido en una torre sino porque decidió que lo único que tenía que hacer para pensar era escribir como si estuviera hablando en voz alta.
Entonces ahora voy a ir un poco más allá y voy a decir que no es el centro lo que hace lo marginal sino lo marginal lo que hace el centro. Porque el centro no es nada, en el sentido de que es un lugar donde no pasa nada. Es como si la forma fuera la de un embudo en el que se tira algo viscoso y lento. Pasan cosas en los bordes que lentamente chorrean hacia el centro y luego se van por un agujero.
Me voy alejando y acercando: el centro no es nada, y lo marginal tampoco. No se juega nada en esa distinción. La palabra está mal, porque está llena de presupuestos invisibles: pobreza, enfermedad, discriminación, envidia, odio, locura.
Pienso que lo único que interesa es que hay cosas fuera de lugar y cosas que no. Víctor Shklovski escribió hacia el final de su vida sobre «la persona fuera de lugar» como motor de cualquier narración: el patito feo, Cenicienta, el príncipe mendigo. Y Giorgio Agamben, al preguntarse qué es lo contemporáneo, se respondió que era lo que podía ver su época desde cierta distancia. Juntando las dos ideas, nos queda que el motor de cualquier narración es una persona que escribe a cierta distancia de su época, es decir, fuera de lugar. Ahora sí puedo volver a la palabra «marginal» desde un margen. Marginal es lo que está fuera de lugar y necesita hacer algo para poder existir. Necesita que el mundo cambie, y no hay negociación posible ahí. Si la hay es porque la marginalidad era coyuntural, no intrínseca. Un extraterrestre nunca dejará de ser un extraterrestre, pero sí podría lograr un mundo en el que los extraterrestres sean parte habitual de ese mundo. Eso sería lo coyuntural. Pero supongamos que ese extraterrestre es el único que hay en este planeta. Lo intrínseco sería que el extraterrestre, por ser un extraterrestre, solo podrá escribir como un extraterrestre. Es malo el ejemplo. Lo que quiero decir es que lo marginal es haber sido lo suficientemente fiel al desequilibrio propio como para que la búsqueda de equilibrio encuentre una forma única. Una forma única que haga que, cuando yo lo lea, o cuando lo lea cualquiera, se pueda ver en un mínimo gesto no premeditado una totalidad que haga sentir amistad, cercanía, comprensión, amor, posibilidad de diálogo y transformación.
Si, en cambio, ese desequilibrio se propuso buscar el equilibrio apoyándose en un imaginado centro, las formas serán las del centro, y finalmente, cuando la coyuntura cambie su carácter... Lo marginal estaría en la forma de decir, en la respiración, en... Como un extraterrestre que respira raro en nuestro planeta. Siempre va a respirar raro. Y algunos en esa respiración van a encontrar a un amigo.
La conclusión sería que cualquiera que escriba siguiendo su propia respiración extraterrestre va a ser un marginal, es decir, cualquiera que parta de la condición inicial: reconocer
que está fuera de lugar. Aunque habría que pensar si no será al revés: si no será la escritura la que produce la marginalidad. Pienso de repente en un texto del siglo dieciocho que leí hace varios años sobre una «niña salvaje» encontrada en un bosque francés. La encuentran, la limpian y ven que su piel no es oscura sino blanca, por lo que deciden hacerla como ellos, es decir, «civilizarla». Pero la niña no se adapta bien: come pollos crudos que roba de la cocina, se escapa, etc. No recuerdo en qué queda la situación, creo que finalmente muere. Muchos niños y niñas encontrados morían cuando se intentaba adaptarlos a la sociedad, y muchos otros quedaban tristes y apagados, inadaptados. Imaginemos que una de esas niñas se hubiese puesto a escribir. Recuerdo ahora también a Pedro González, el «salvaje gentilhombre de Tenerife» del siglo XVI sobre el que escribió el historiador Roberto Zapperi. Él sí se adaptó, pero era una situación diferente: no había sido encontrado perdido sino que tenía todo el cuerpo cubierto de pelo, incluso la cara. Se adaptó, pero siempre fue considerado raro. Y, por lo que recuerdo, no escribió nada.
Entonces uno lee el texto de la niña salvaje o del salvaje gentilhombre y se siente cerca, porque ve que se habla de un lugar que está fuera de lugar. Después eso lo lee mucha gente, o poca, o nadie. ¿Y? Ese no sería el punto. El punto sería: ¿qué pasaría si él y ella dejaran de pensarse como personas fuera de lugar? Digo esto y pienso en algo que dice John Berger sobre Picasso: «El éxito convierte al artista que continúa reclamando una exención en un escapista». Es decir, uno no puede sostener el fuera de lugar si su lugar fue validado. Por lo cual deberá seguir buscando un fuera de lugar más adentro, o más afuera. Digo esto y recuerdo una canción de Malvina Reynolds: «Somebody else’s definition / Isn’t going to measure my soul’s condition» [La definición de algún otro / no va a medir la condición de mi alma]. La canción se llama «I Don’t Mind Failing» (No me preocupa fracasar). Con lo que volvemos otra vez al centro como centro: ¿qué es el éxito? Porque recuerdo, también, de repente, el final de un ensayo de Ezequiel Alemian: «Dime cómo te consagras y te diré quién has sido siempre». El punto sería quién define cuál es el momento de consagración, qué es el éxito de algo. Donde uno ve consagración otro podrá ver decadencia. Malvina Reynolds responde esta pregunta. Y recuerdo, también, una frase que dijo el cómico y actor Alfredo Casero en una entrevista: «El único lugar al que se entra por arriba es un pozo». Es una frase atribuida a mucha gente.
Entonces, con respecto a la conversación uno a uno de la que hablaba al principio: si es uno a uno no hay un centro. Una voz que habla en un libro nunca es ni marginal ni central. Imaginemos una charla entre más personas. Uno habla, después habla otro, después otra, etc. No hay centro. Si hay centro ya no es una conversación. Y, diría, tampoco es literatura. Pero nadie sabe qué es la literatura y además no importa. Digamos, entonces, que el centro es un tema para otras especialidades humanas.
DAR EL TIEMPO
POR SENTIDO.
Sobre Carmen Jodra Davó
por Elvira Navarro
Conocí a Carmen Jodra Davó en 2005, cuando entré como becaria en la Residencia de Estudiantes. Su presencia imponía porque había ganado el Premio Hiperión con solo dieciocho años en una época en la que la juventud no era un valor tan cotizado y, por tanto, banalizado (y menos en poesía). No es que no concurriera (el Hiperión se da a menores de treinta y cinco años, y antes que Jodra lo había ganado Luisa Castro con diecinueve años, por ejemplo), ni que la estrategia no perfilase ya un camino, pero todavía se trataba de excepciones. El reconocimiento temprano acarreaba, por tanto, un prestigio y un peso que, si no era el de la canonización prematura e inmediata, se le parecía. Esa enorme pesadez —pesadumbre— se alimentaba del mundo de la poesía española de aquella época, un nido de águilas donde las peleas por las migajas de poder eran feroces, y que tenían como excusa la división que reinó a lo largo de los años noventa entre poesía de la experiencia y poesía metafísica. La división olía ya a naftalina (¿qué sentido tenía confrontar modelos poéticos que no eran incompatibles entre sí?), y Las moras agraces, que se publicó precisamente en 1999, puede leerse hoy, y aunque el libro no lo pretendiera, como un carpetazo a una absurda disyuntiva al situarse ya en otra onda. El poemario recibió los parabienes de la crítica. Se vertieron sobre ella alabanzas como que se trataba «del nacimiento de una de las voces más sólidas de la poesía del siglo XXI» (Jesús Castaño) o que «Quizá sólo Rafael Alberti y Miguel Hernández mostraron ya desde sus comienzos un tan prodigioso virtuosismo verbal, semejante capacidad de mímesis. Pocas veces se habrá encontrado el lector con un libro tan sorprendente» (José Luis García Martín). Desparpajo, insolencia, sinceridad, perfección clásica, rupturismo, osadía o encanto fueron algunos de los muchos elogios que cosechó. Elena Medel, que reeditó en 2020 el célebre poemario en La Bella Varsovia, lo valoraba, dos décadas después de su aparición, del siguiente modo: «La lectura de Las moras agraces despierta varios asombros, y me gustaría hablar de “aportaciones”, en plural: la manera brillante en la que afronta la tradición, y no la asume desde el mimetismo sino que la incorpora de una forma tan viva como personal; la madurez
con la que se enfrenta al desencanto, en ese retrato de la adolescencia escrito desde la adolescencia misma; la inteligencia con la que maneja recursos como el del humor, tan difícil sin caer en el pastiche o el fingimiento, o incorpora el culturalismo a un discurso en el que la literatura pesa lo mismo que la vida. Entiendo que Las moras agraces transitó por una vía de la poesía española que entonces, a finales de los años noventa, no gozaba de la misma visibilidad que otras propuestas estéticas; esa vía ella la renovó y la actualizó, de manera tan simbólica, en el cambio de siglo».
Carmen Jodra Davó se convirtió, sin pretenderlo, en la poeta de su generación y en una pequeña celebridad cuando todavía no era más que una estudiante de Filología Clásica. Fue una ambición enorme y, al mismo tiempo, modesta, la que le hizo presentarse al premio, pues no deseaba fama (la logró y enseguida la rehuyó), sino que le confirmaran que era buena. Si el poemario entusiasmó a muchos se debió, como señalaba Medel, a su manera de conjugar dos elementos difíciles: de un lado, un profundo conocimiento de la poesía clásica grecolatina y española (los poemas, además de referencias que evidencian un amplísimo bagaje lector, están escritos usando sonetos y décimas), y del otro, el presente de una muchacha que estrenaba la vida desde ese sentir al borde del abismo que se tiene en la mocedad, aunque matizado por un tono autoirónico y satírico que rebaja la intensidad de las pasiones y el fervor del descubrimiento, y que apunta a un hondo desengaño que se exacerbará luego en su segunda obra, Rincones sucios. Jodra Davó usa técnicas rigurosas sin sonar acartonada, antigua ni petulante, y preguntada por el camino escogido, ella siempre respondió que le divertía y que, sobre todo, aquella era la literatura que leía desde niña. Su oído estaba educado en ese tipo de verso. «Hoy sigo sin oír el verso libre, no me sale hacerlo, lo he intentado. No me gusta tanto cuando lo leo porque no es en lo que mi oído se formó. Yo quiero el sonido perfecto y los acentos en su sitio y todo eso. Y sí, creo que empecé a escribir así porque sencillamente era lo que había empezado a leer. Quizás si hubiera leído verso libre, si en la biblioteca de mi casa hubiera habido verso libre, pues habría empezado a escribir en verso libre. No
hay nada mejor que un buen soneto, es maravilloso», afirmó en el programa Tertulias Poéticas de Canal Norte Televisión. Homero, Safo, Góngora, Quevedo, Wilde, Rimbaud o Baudelaire son referencias explícitas y, como ella misma contaba, le debe su vocación a la lectura, a los doce años, de la célebre biografía novelada del poeta persa Omar Khayyam escrita por Harold Lamb, lo que a su vez le llevó a sus cuartetas. Estas le impresionaron tanto que se dijo: yo voy a hacer lo mismo.
Las moras agraces está dividido en tres partes: «Apuntes de la biblioteca», «Época negra» y «La vida real y otros poemas», y en todas ellas encontramos conclusiones reveladoras, de una extraña madurez. Ya desde «Apuntes de la biblioteca», el lector se topa con referencias cultas: el duelo de Aquiles por Patroclo, Afrodita, Psique, Eros, el mito de Leda y el cisne, todo ello para hablar del amor, de sus identidades y transgresiones, hasta desembocar en «Época oscura», título elocuente para señalar una exploración de las sombras: así los poemas rotulados como «Ciclo satánico» que culminan en «Nada». El pecado, la tentación, los placeres, el hastío, el desengaño, el dolor, la autodestrucción. El deseo de muerte se perfila aquí como uno de los temas principales del poemario. En «La vida real y otros poemas», Tánatos se despliega en un paisaje más cotidiano: un profesor que pregunta por un alumno que ha muerto, el deseo de ser rentista (donde se equipara el dinero y la muerte), el decimosexto cumpleaños de una adolescente virgen y abstemia que se declara vieja.
La edición de La Bella Varsovia incluye un conjunto de décimas coetáneas al poemario que permanecían inéditas.
Rotuladas como Hecatombe, y ganadoras del II Premio de Poesía «María Dolores Mañas», inciden en la pasión amorosa primeriza. Elena Medel decidió incluirlas en esta nueva edición porque se leen como un bloque y son «unas décimas perfectas, cuyos versos fluyen con naturalidad —no se esfuerza por encajar rimas y sílabas: domina la música y conoce el lenguaje, de manera que todo sucede—, y en los que aparecen las referencias artísticas, una vez más la obsesión por la belleza, la conciencia de la edad y del tiempo».
Rincones sucios, su segundo poemario, permaneció durante demasiados años inencontrable. Ganó el accésit del XIX Premio «Joaquín Benito de Lucas» y lo publicó el Ayuntamiento de Talavera de la Reina en 2004, en su colección Melibea, centrada en sus premios literarios. Las ediciones de los ayuntamientos son muy limitadas, rara vez cuentan con distribución y visibilidad, y Rincones sucios apenas fue leído y reseñado. Sí lo hizo Luis García Martín en El Cultural, destacando que «confirma la intuición de que nos hallamos ante una poeta de verdad, no ante los fuegos fatuos de un virtuosismo adolescente que se esfuma con la llegada de la madurez», y también que contiene «unos pocos espléndidos poemas. Los suficientes», en los que alcanza «la más difícil maestría: la que abjura de su maestría». Descrito como «un libro asustado» en la contracubierta, la mayor parte de los lectores de la poeta madrileña hemos podido disfrutar de Rincones sucios gracias a la reedición llevada a cabo en La Bella Varsovia en 2011 (es entonces cuando Medel se convierte en su editora).
Imagen de la Biblioteca Luis Rosales donde trabajo Carmen Jodra durante sus ultimos años.
La temática de este segundo poemario ahonda en el desaliento vital hacia el que ya se lanzaba en Las moras agraces, pero aquí la experiencia es más amarga, la decepción está consumada («Sobre mi vieja huella voy hollado, / y desgasto el camino conocido, / y donde dije amor digo silencio, / para no alcanzar nunca lo que pido»), el retrato —del mundo y de sí misma— es directo, sin el tamiz culturalista, y a pesar de ello está cuajado de iluminaciones. «Vivo juzgando la belleza humana, / hábil y pobre cual platero pobre», dice, y también: «Tengo amor a esa niña recelosa, / solitaria, tan tímida y tan sosa. / Piedad y amor, la niña tonta, / tan parecida a mí cuando era niña». Las moras agraces empezaba con Aquiles en un tono dramático y épico; aquí también es el héroe de la guerra de Troya quien abre el poemario, pero la voz poética ya no se encarna en este personaje, pues la identificación se torna ya imposible: «Es tan fácil hablar sobre uno mismo: / uno es el héroe de su propia historia, / se convierte en gran héroe con tan solo / unas pocas palabras escogidas. / Uno llega a creerse más que Aquiles, / pero afuera en el mundo no hay palabras».
El libro doce es su último poemario, y fue publicado póstumamente en 2021, dos años después de su temprana muerte el 24 de julio de 2019 por un cáncer, con tan solo treinta y ocho años. Venía precedido por un larguísimo silencio de casi dos décadas (muchos nos preguntábamos si acaso había dejado de escribir). En todo ese tiempo, la autora se había sacado unas oposiciones para ser bibliotecaria, profesión que ejerció primero en la Universidad Politécnica y luego en la Biblioteca Pública Luis Rosales, apartándose voluntariamente del mundo literario, en cuyos cenáculos jamás se sintió cómoda. Sin embargo, a pesar de las apariencias, sí había seguido escribiendo, como demuestra El libro doce, cuyo primer borrador fue entregado en 2018 por la poeta a su editora según cuenta la propia Elena Medel en una nota final. «La enfermedad interrumpió el proceso de reescritura y corrección, por lo que esta obra tiene mucho de libro (im)posible», y sin embargo, añado yo, esplendoroso, pues aunque el libro hubiese sido ligeramente distinto si Carmen Jodra Davó hubiera podido corregirlo hasta el final, se trata de un poemario soberbio tal y como está (de entre los tres, es mi favorito). En él vuelve a sus temas de siempre (la belleza tan tangible como inalcanzable, el amor) desde una visión adulta, sosegada, más amplia y experimentada. Incluso la ironía, en la que tantas veces se sitúa la voz poética en sus anteriores poemas, se da aquí de lado para acoger una perspectiva más generosa y abierta, una grandeza en la mirada: «de pronto, si renuncias / a la ironía, un brillo de esperanza en las cosas: / si renuncias / al recelo, podemos casi ver / una orgía pandémica de abrazo universal».
El libro doce es una referencia al libro XII de la Antología palatina, los poemas de amor efébico que cantaban las relaciones, aceptadas en la Grecia que va del periodo clásico al bizantino, entre adolescentes de buena familia y varones adultos y bien
posicionados. Este marco da pie a unos poemas que celebran la belleza de ese territorio indefinido que es la pubertad, encarnación de un ideal que trasciende los cuerpos al no tratarse solo de una pulsión erótica, sino de lo que está contenido en esa condición efímera del efebo. En el tránsito de niño a hombre todas las posibilidades permanecen abiertas, incluida la de ir más allá de la humana condición. Por momentos, los versos no parecen cánticos a meros muchachos, sino a dioses. «No es un niño y no es un hombre. / Todavía es esto otro, / volátil. Que nos permita / mirarlo mientras es esto. / Cuando levanto los ojos / ya no está. ¿Cuándo se ha ido? / No lo hemos visto irse». Y también «¿qué diremos, sino lo más sencillo / que se puede decir de la hermosura?: que puso en el mundo / un destello de luz de lo divino, para los que mirábamos». El dominio formal, que la poeta siempre tuvo, da aquí sus mejores frutos, alcanzando ese tipo de perfección donde lo más difícil parece fácil. Rimbaud decía: «La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato», y eso es lo que encontramos en El libro doce: una esencialidad que solo está al alcance de los grandes poetas.
Preguntada sobre la percepción actual de la obra de Carmen Jodra Davó, Elena Medel, que es quien mejor conoce su repercusión, afirma que «pesan dos hechos: su decisión de apartarse de la vida pública —por así decirlo— para centrarse en lo que le hacía feliz, que era leer y escribir, además de su trabajo como bibliotecaria, y por tanto rechazar invitaciones para participar en antologías, revistas —le espantaba el mercadeo con poemas inéditos— y actividades; y todos los años en los que Las moras agraces ha permanecido agotado. Esto dificultó el acceso a su obra, al menos al que era su libro más popular, de ahí que muchos poetas y muchas poetas de la generación más joven apenas sepan de ella más que su nombre, y apenas conozcan de ella más que una imagen absolutamente distorsionada: no la imagen de la Carmen que fue en realidad, una mujer adulta que tomó sus propias decisiones y construyó una obra rigurosa por el placer de escribir sin más —que no es poca cosa: debería ser lo principal—, y sí la ficción idealizada sobre Carmen que han transmitido de nuevo algunos artículos y comentarios a raíz de su muerte, una Carmen a la que infantilizan y romantizan y transforman en víctima».
Terminaré este artículo con algunos recuerdos, pues no fue solo una poeta fabulosa lo que perdimos, sino también, y para quienes tuvimos la suerte de conocerla, una persona peculiarísima, excepcional en todos los sentidos. «Si Carmen Jodra está aquí, es que este es un buen sitio», cuenta siempre la politóloga y escritora Nere Basabe que pensó durante la entrevista para la concesión de la beca de la Residencia de Estudiantes cuando vio a la poeta, que entonces tenía veintitrés años y llevaba uno viviendo allí. Yo me la encontraba muchos días en el desayuno leyendo en voz alta los titulares de los periódicos
más tendenciosos y amarillistas para burlarse de esa manera en que ella lo hacía, siempre inteligente, irónica y sacándole el jugo al absurdo de algunas noticias —al absurdo, en verdad, de la existencia—. Solía llevar encima una libreta, vestía de negro y a menudo de largo, cual dama victoriana. Estaba escribiendo una novela de fantasía, lo que no era raro en alguien cuyo imaginario estaba habitado por la mitología: los dioses, en un mundo laico y obcecadamente materialista, solo viven en la ficción (Siruela publicará esta novela de Carmen, titulada La prueba de los reyes, en el primer semestre de 2024). Junto con Sofía Rhei, organizaba las mejores fiestas de Halloween, y ahí brillaba, no tanto por la fiesta sino por la abertura y transgresión de todo carnaval, donde se ensanchan, o al menos lo parece, los límites de lo posible. Jodra Davó tenía una gran capacidad para ver la belleza del mundo, que, para escándalo humano, se nutre del sinsentido («Todo ángel es terrible», escribió Rilke), y que por ello requiere fuerza. El poeta y crítico Juan Marqués, que también fue becario en la residencia, escribió tras su muerte un acertadísimo retrato en The Objective donde afirma que «era facilísimo hacerla reír y, cuando lo hacía, lo hacía con todo el cuerpo, a largas carcajadas, plenamente feliz. Ausente, sí, pero absolutamente amable. Huidiza, desde luego, pero cariñosa. (…) Era, probablemente, una persona algo triste o, mejor, entristecida, melancólica, pero también se la veía a menudo muy contenta, satisfecha con su solitaria forma de pasarlo bien, y tendía a lo risueño cuando, eso sí, se veía forzada a participar del grupo».
La última vez que vi a Carmen fue en la Biblioteca Pública Luis Rosales, donde ella trabajaba. Yo tenía que dar una charla; la encargada me dijo: Creo que conoces a Carmen Jodra, y me señaló la parte infantil de la biblioteca. Carmen movía unas marionetas delante de unos niños. No sé qué cuento les contaba porque no podía escucharla, pero nada me pareció más natural que topármela poniéndole voz a un muñeco para encandilar a unos chiquillos, y que su lugar de trabajo fuera aquella hermosísima biblioteca, en lo alto de Carabanchel, que parece suspendida sobre Madrid gracias a unos inmensos ventanales desde los que se ve buena parte de la ciudad. Carmen estaba allí como una centinela, no en un lugar oscuro sino abierto al cielo, a la claridad. Tomamos unas cañas al terminar ella la función de marionetas y yo la charla. Me contó que vivía en el ensanche de Vallecas, que está rodeado de carreteras, tiene cerca el basurero de Valdemingómez y parece una continuación del paisaje desesperante y yermo, de yesos, sobre el que se levanta. Sin embargo Carmen, que había entrenado su mirada para la belleza, no resentía nada de eso. El sitio le gustaba porque entraba la luz a raudales. Conducía un coqueto Fiat 500 y en él desapareció, fulgurante: una lechuza nocturna, blanca y sabia. Mientras finalizo estas líneas, leo varias veces el Anexo IV de El libro doce, poema incluido a petición de María del Carmen Davó, considerado el último que escribió la autora, cuando ya
«Solía llevar encima una libreta, vestía de negro y a menudo de largo, cual dama victoriana.
Estaba escribiendo una novela de fantasía, lo que no era raro en alguien cuyo imaginario estaba habitado por la mitología: los dioses, en un mundo laico y obcecadamente materialista, solo viven en la ficción (Siruela publicará esta novela de Carmen, titulada
La prueba de los reyes, en el primer semestre de 2024)»
sabía que iba a morirse. Se trata de una aceptación llena de gratitud. Está fechado el 10 de junio de 2019, y dice así: «SENTIR EL VIENTO, LA LLUVIA. Dar el tiempo por sentido, / a veces con esa angustia, a veces con esa indiferencia. / Hemos salido a la calle… Hemos visto, / sufrido, sentido lo que había para nosotros. / Lo damos por sentido y hasta por bueno. Y / ahora que se acerca al final, / eso que parecía que no iba a ocurrir nunca, / hay una aceptación, una resignación, que es serenidad. / Hemos tenido el sol, la lluvia. Eran regalos. / Los hemos recibido. Se ha cumplido. Está bien. / Aún hay sol y viento, un poco más que queda todavía / hasta que nos vayamos, ya sin aquella / angustia ni aquella indiferencia, / sino serenos, porque lo tuvimos todo, se nos dio todo y lo tomamos».
DE PRISIONES, MUJERES Y HOMBRES: SHAHRNUSH PARSIPUR Y CARLOS MONTENEGRO
por Karla Suárez
Hace unos años llegó a mis manos una novela cuyo título me llamó la atención: Mujeres sin hombres. Entonces yo no conocía a su autora, Shahrnush Parsipur, pero ese título me hizo pensar inmediatamente en otro autor que sí conocía, Carlos Montenegro, y en su novela Hombres sin mujer. Bonito juego, me dije.
En principio no parecía que Montenegro y Parsipur tuvieran mucho en común. Él nació en Galicia en 1900, y a los siete años su familia se lo llevó a La Habana donde terminó convirtiéndose en escritor. Ella nació en Teherán en 1946 y allí se hizo escritora. Lo que sí tienen en común, más allá de la literatura y de la coincidencia de los títulos, es que ambos estuvieron en la cárcel. Comparten entonces el haber sido excluidos, marginados, porque la prisión condena a vivir al margen de la sociedad, en un universo distinto, cerrado, con otras leyes y otro tiempo.
Son muchos los escritores que han pasado por esta experiencia: Miguel de Cervantes, Fiódor Dostoyevski, Oscar Wilde, Henri Charrière o Reinaldo Arenas, por ejemplo. La lista es larga y las razones para sus encierros muy variadas. Y si bien la cárcel deja marcas en cualquier persona, cuando se trata de un escritor lo hace doblemente: en sus vidas pero también en sus literaturas. Aunque, por supuesto, las marcas no son las mismas para todo el mundo. En cuanto a Montenegro y Parsipur hay, además, algo que me resulta particularmente curioso. Los libros que mencionaba arriba fueron fundamentales en sus carreras y están relacionados con la prisión, aunque hicieron el viaje a la inversa. El de Montenegro fue de la cárcel a la literatura: tras su experiencia carcelaria escribió Hombres sin mujer. El de Parsipur fue de la literatura a la cárcel: escribió Mujeres sin hombres y por eso la condenaron. Este viaje en sentido inverso y el juego de los títulos me lleva a unirlos en un texto.
Esto y otros detalles que contaré después, pero es mejor empezar por el principio.
Primeros encierros, primeras escrituras
El inicio de vida de Carlos Montenegro fue bastante agitado. De Galicia, a La Habana, luego Argentina y de vuelta a La Habana donde la familia terminó estableciéndose. Ya con catorce años, comenzó su vida marinera que lo llevó a viajar esa vez por México, Estados Unidos y Canadá. Cambió de barco, conoció los bajos fondos y ejerció disimiles oficios durante las temporadas en tierra.
En una de esas andanzas, Montenegro fue a la cárcel por primera vez. Estaba en Tampico. Existen varias versiones sobre la causa, él mismo dio varias: reyerta, robo. En lo que sí hay certeza es en que ese primer encierro duró poco. No fue sino hasta 1918 que Montenegro conoció a fondo la dureza de la cárcel. Esa vez en La Habana. Y el motivo, más serio: tras una pelea en los muelles, mató a un hombre. Él tenía dieciocho años. Fue condenado a catorce años y ocho meses. «Se sentía ahogar en aquel ambiente hostil y viscoso a la vez. Ya no sabía en dónde ocultarse, porque de todos los lugares, es el presidio donde menos puede uno escapar a su destino», escribiría más tarde en su novela. Y fue en el presidio donde Montenegro comenzó su carrera literaria.
Por su parte, Shahrnush Parsipur, comenzó su andanza literaria a los dieciséis años. Se fue a la universidad, se casó, tuvo un hijo. Mientras trabajaba y estudiaba siguió escribiendo cuentos y artículos. En 1974, tras obtener su licenciatura en Sociología y el divorcio, se mudó con su hijo a casa de unas primas y ahí entonces se puso a trabajar en la que sería su primera novela: El perro y el largo invierno.
En el otoño de ese año, Parsipur fue a la cárcel por primera vez. Trabajaba como productora de un programa en la Televi-
sión Nacional iraní, pero decidió renunciar públicamente a su puesto en protesta por la condena y ejecución de dos activistas políticos, que eran periodistas y poetas. Entonces gobernaba en Irán Mohamed Reza Pahlavi, el último Sah de Persia. Parsipur fue arrestada y, aunque no tuvo cargos formales, pasó cincuenta y cuatro días en la cárcel. Tenía veintiocho años. Veintiocho años tenía Carlos Montenegro, en 1928, cuando siendo aún un recluso, ganó con su cuento «El renuevo» el Premio convocado por Carteles, prestigiosa revista de la Cuba de entonces. En la prisión trabajaba como funcionario el escritor José Zacarías Tallet, quien rápidamente se convirtió en uno de los primeros lectores de Montenegro y en un vínculo entre éste y el mundo literario. Hasta esa fecha, Montenegro era un recluso que escribía y aprovechaba su encierro para estudiar de manera autodidacta, pero aquel premio hizo que su nombre saltara los muros de la prisión. La literatura fue la libertad que le estaba negada. De marginal homicida pasó a ser el centro de atención de la comunidad literaria cubana. De ella formaba parte Emma Pérez Téllez, joven poeta, periodista y pedagoga, cuya relación con Montenegro empezó por cartas, siguió con visitas y terminó en un matrimonio celebrado en la misma cárcel, en 1929. El caso de Montenegro movilizó a la comunidad literaria a tal punto que se organizó una protesta y un pedido de indulto, promovido por cubanos y por extranjeros del mundo de la cultura, sobre todo de España y Francia.
Por su parte, Shahrnush Parsipur estaba en Francia en 1979, adonde se había ido después de salir de prisión. Allí escribió una segunda novela y comenzó a estudiar Filosofía y Lengua China, pero no pudo terminar sus estudios. En 1979 las revueltas en Irán llevaron a la revolución que depuso a la Dinastía Pahlavi e instauró la República Islámica bajo la guía del Ayatolá Jomeini. Poco después, Parsipur regresó a Teherán.
En 1981 fue a la cárcel por segunda vez, ahora con el nuevo régimen. De nuevo por razones políticas, aunque según contó ella en una entrevista concedida a la periodista iraní-sueca Golbarg Bashi, se trató de un malentendido. La policía encontró en casa de su hermano unas publicaciones de tendencia izquierdista y, aunque ningún miembro de su familia era activista político, los arrestaron a todos. La República Islámica ejercía un férreo control sobre los medios de comunicación. Y aunque tampoco esa vez Parsipur fue acusada de manera oficial, estuvo en la cárcel durante cuatro años, siete meses y siete días.
Hombres sin mujer
Carlos Montenegro salió de la cárcel en 1931. Ya en libertad comenzó a dedicarse al periodismo. Se afilió al Partido Comunista y estuvo colaborando con publicaciones vinculadas a éste o cercanas a la izquierda (en la cárcel
Parsipur escritora iraní encarcelada por sus reivindicaciones.
había estrechado relaciones con presos izquierdistas). A finales de la década, mientras trabajaba en la revista Mediodía, fue enviado a España como corresponsal para cubrir la Guerra Civil y sobre esta experiencia publicó después los libros Aviones sobre el pueblo y Tres meses con la fuerza de choque (División campesino). En cuanto a su escritura de ficciones, en 1934 publicó un segundo libro de cuentos titulado Dos barcos. El primero, El renuevo y otros cuentos, que incluía el cuento ganador del concurso, había salido cinco años antes, cuando él aún era un recluso.
Luego de doce años de encierro, Montenegro era un hombre libre pero, como dice uno de sus personajes: «La primera labor del presidio es sembrar en la mente del recluido la idea de que entre él y el mundo exterior no hay nexo alguno. De que ya, para siempre, será un presidiario aunque recobre la libertad.»
En varios de sus cuentos Montenegro hacía referencia a la prisión, pero quizá para dejar de ser un marginal cautivo, necesitaba escribir una novela, la novela sobre aquella experiencia. Así, por fin, en 1938, publicó en México Hombres sin mujer, considerada por muchos críticos como una obra maestra, además de ser precursora en literatura sobre el tema de la homosexualidad.
Hombres sin mujer narra una historia carcelaria, vista desde un ángulo que hasta ese momento muy poca literatura había tratado. Es la historia de Andrés, un jovencito recién llegado a la cárcel, y de Pascasio, un hombre maduro que lleva ocho años allí y hasta ese momento ha sido capaz de aguantarse las ganas de sexo. Es la historia del amor que surge entre ambos, la humana necesidad de compañía en un
Shahrnush
ambiente tan cerrado como aquél, las pasiones que encienden las privaciones. La novela es dura, pero tremendamente conmovedora. Te duele y te atrapa. Y, sobre todo, te hace ver una realidad que uno no quisiera vivir nunca: la de la cárcel. El sitio donde lo marginal se marginaliza más todavía, donde están el desprecio, el abuso de poder, el racismo, las violaciones de cualquier tipo, lo más bajo. «Nos hemos convertido en bestias», dice uno de los personajes.
En el prólogo del libro Montenegro aclaraba que su propósito era: «... la denuncia del régimen penitenciario a que me vi sometido...». Y lo consiguió. Hombres sin mujer es como un grito, un doloroso llamado de atención.
Mujeres sin hombres
Cuenta Shahrnush Parsipur en una entrevista, que mientras cumplía su segunda condena en la cárcel, intentó retrabajar Mujeres sin hombres, una novela que tenía escrita desde los años setenta. De hecho, el primer capítulo había sido publicado en la revista literaria Alefba en 1974. Durante su cautiverio se puso a trabajar en ella, pero le confiscaron algunos cuadernos y, finalmente, decidió quemar los que le quedaron, porque sentía que no estaba escribiendo con el corazón. El ambiente en la cárcel era terrible. Había ejecuciones diarias y miedo, mucho miedo. Ella no quiso que el temor a la censura la hiciera autocensurarse.
Si bien a veces la literatura abre las puertas de la prisión, como le ocurrió a Montenegro, otras veces puede ocurrir al revés: la prisión le cierra las puertas a la literatura y la deja adentro, también ella cautiva.
Solo cuando salió de la cárcel, en 1986, fue que Parsipur pudo reescribir Mujeres sin hombres, pero no consiguió publicarla en ese momento. Se la llevó a un editor, que no la quiso. Ser expresidiaria suponía una mala carta de presentación. Demasiado marginal. Así pues, Mujeres sin hombres tuvo que seguir esperando.
En 1989, Parsipur terminó otra novela, Tuba y el significado de la noche, con más suerte esta vez porque ese mismo año se publicó y muy pronto fue un éxito en Irán. El libro se agotaba, hicieron varias ediciones. Parsipur tuvo el reconocimiento de los lectores de su país y empezó a recibir invitaciones de Estados Unidos y de países de Europa. Y, luego de tanto éxito, entonces sí que quisieron publicarle su novela anterior. Mujeres sin hombres salió en el verano de 1990. Este libro es para mí una joyita. Y pongo un diminutivo solo por la extensión de la novela, que es corta. Son las historias de cinco mujeres de diferentes clases sociales: Madojt, joven de familia burguesa obsesionada por la virginidad, quien decide convertirse en árbol; Munés, que se suicida y resucita, su hermano la mata y resucita otra vez; Faezé, que quiere a toda costa casarse con el hermano de Munés; Zarrin Colá, la prostituta que un día se
Montenegro Rodríguez autor gallego que estuvo encarcelado varios años en La Habana. Fuente:Wikicommons.
levanta y ve a todos los hombres sin cabeza; y Farrojlagha la aristócrata cincuentona que sueña con ser importante. Todas deciden cambiar la vida a la que están destinadas y, casi por azar, terminan juntas en una casa de campo; lo cual no significa necesariamente el paraíso. En esta novela lo aparentemente surreal se vuelve real y viceversa. Uno se ríe y se entristece. Hay ternura y hay violencia, mucha, de la evidente y de la que “casi” no se ve. Es una historia con muchas capas: de lectura sencilla, pero que nos deja pensando durante mucho tiempo. Parsipur muestra lo que significa ser mujer en Irán. La marginación a la que están sometidas en esa sociedad tan patriarcal.
De la cárcel a la literatura y de la literatura a la cárcel
Estas dos novelas, además de tener personajes marginados (los prisioneros de Montenegro y las mujeres de Parsipur); tienen en común el hecho de que han sido blanco de acusaciones por el modo en que abordan el sexo y los deseos físicos.
Si Montenegro no hubiera estado en la cárcel, quizá Hombres sin mujer no existiría o, de existir, fuera distinto. Él mismo explicaba en el prólogo: «No es mi objetivo el logro de un éxito literario más o menos resonante, ya que para ser leído con complacencia hubiera tenido que sacrificar demasiado la realidad». Aunque su objetivo no fuera el éxito sí que lo tuvo pero, justamente, por haber mostrado la realidad sin adornos, de una manera que escandalizaba a mucha gente.
La primera edición en español de la novela salió en 1938, pero dos años antes ya se había publicado un capítulo en la
Carlos
revista Mediodía, donde Montenegro colaboraba. A raíz de esto tanto él como el Comité Editorial de la revista tuvieron que comparecer ante los tribunales acusados de pornografía y propaganda subversiva. Y, aunque la acusación no llegó a mayores, lo cierto es que el libro terminó publicándose en México y no en Cuba. Entonces, hablar de relaciones homosexuales y todavía peor, de homosexualidad en la cárcel, era un tema demasiado tabú en la mayoría de los países, incluida la isla, donde lo siguió siendo durante muchos años (la novela no se publicó en Cuba sino hasta 1994).
En el caso de Shahrnush Parsipur sucedió algo similar, aunque con matices bien diferentes. Desde su inicio, la República Islámica de Irán se ha caracterizado por mantener estrictas reglas en cuanto a la moral y por haber privado a las mujeres de muchas libertades. En Mujeres sin hombres las protagonistas se expresan como piensan. «La virginidad no es velo, es un orificio», dice una de ellas. «Quiero fundar la organización anti-hermanos, para que ya nadie más pueda matar a su hermana», dice otra, y concluye: «O tienes fuerza para enfrentarte con el peligro o das media vuelta y, como un cordero obediente, entras en el rebaño. Y aunque vuelvas, te dicen que apestas y se apartan de ti. Así que te quedan dos salidas: o aceptas ser una apestada o no lo soportas y te quitas la vida».
Parsipur escribió sobre la condición femenina en Irán. No fue un cordero obediente, así que, en 1990, apenas una semana después de haber publicado su novela, la acusaron de antiislámica, inmoral y subversiva. Dos días después fue arrestada y enviada a juicio junto con su editor y dos funcionarios del Ministerio de Cultura y Orientación Islámica que habían dado el permiso para la publicación de su libro. Era la tercera vez que iba a la cárcel. Luego de dos meses de reclusión salió bajo fianza, pero como su familia no pudo cubrir la garantía, tuvo que regresar a la cárcel para concluir el proceso. Aunque esa cuarta vez ya por poco tiempo. Tras las acusaciones contra Mujeres sin hombres, los libros de Parsipur fueron prohibidos en Irán.
Exilios de vida, exilios de escritura
Después de Hombres sin mujer, parece como si Montenegro ya no hubiera sentido tanta necesidad de hacer literatura. Publicó dos piezas de teatro y otra colección de cuentos, Los héroes. Y en 1944, ganó en Cuba el Premio Alfonso Hernández Catá con su relato “Un sospechoso”. A mediados de esa década rompió con el Partido Comunista y con las publicaciones vinculadas a éste, aunque continuó trabajando en prensa. De hecho, a partir de ese momento el periodismo fue ocupando cada vez más espacio en su vida, mientras que la literatura quedó limitada a esporádicas publicaciones de cuentos en alguna revista. En 1959, tras el triunfo de la Revolución en Cuba, con la que Montenegro no simpatizaba,
partió al exilio: México, Costa Rica y, por último, Estados Unidos, donde acabó estableciéndose.
Después de lo sucedido con Mujeres sin hombres, Shahrnush Parsipur escribió otra novela, La razón azul, pero ya no pudo publicarla en Irán. En 1992 fue invitada a varios eventos en Estados Unidos, Canadá y algunos países de Europa. A su regreso a Irán, luego de nueve meses de gira, su situación seguía como antes de partir. No conseguía trabajo. Ningún editor se atrevía a publicarla. La habían convertido en una marginal en su propio país. En 1993, recibió en Estados Unidos el Premio Hellman/Hammett que concede el Human Rights Watch a escritores que han sido víctimas de persecución política y tienen necesidades económicas. Un año más tarde se estableció en Estados Unidos.
En Miami, Montenegro siguió ejerciendo el periodismo y el activismo anticastrista. Alguna vez dijo que estaba escribiendo otra novela, pero no volvió a publicar literatura. Quién sabe el motivo. Es como si en Hombres sin mujer se lo hubiera dejado todo, piel, huesos y entrañas. Como si escribirla hubiera sido de veras la única forma posible para dejar de ser un marginal cautivo. Y una vez escrita hubiera logrado, finalmente, ser libre. ¿Será por eso que Montenegro se exilió también de la escritura? No lo sabremos nunca.
A diferencia de él, Parsipur sí continuó haciendo literatura. Viviendo ya en Estados Unidos, publicó Ceremonia del té en presencia de lobo y La razón azul, escritos anteriormente, y escribió nuevos libros, entre ellos Shiva, En las alas del viento y Memoria de la prisión, éste último sobre sus experiencias en la cárcel. En la entrevista a la periodista Golbarg Bashi que citaba anteriormente, concedida a propósito de la traducción al inglés de Tuba y el significado de la noche, Parsipur hablaba sobre su condición de exiliada. Por un lado, su deseo era regresar a Irán, pero no soportaba la atmósfera instalada en el país: «Mis conexiones con ciertos aspectos de Irán han sido cortadas». Por otro lado, en Estados Unidos tampoco se sentía como en casa: «me hubiera gustado haberme vuelto completamente estadounidense, pero eso también es imposible, porque vivo en un ambiente iraní y, aproximadamente, el noventa y nueve por ciento del tiempo me relaciono con iraníes». Imagino que escribir la hace sentirse libre, lejos de la marginación a la que el exilio condena.
Las vidas de Shahrnush Parsipur y de Carlos Montenegro sólo se solaparon por un breve tiempo. Ella sigue viviendo en Estados Unidos. Él murió en Miami el 5 de abril de 1981; pocos meses antes de que, en Teherán, ella fuera por segunda vez a la cárcel. Sus existencias no se tocan. Sin embargo, sus trayectorias literarias siguen un paralelismo que sorprende. Me gusta pensar que, a veces, tantas, la literatura nos salva de sentirnos marginales, entre los muros reales de piedra o entre los invisibles muros del exilio.
SEGUNDA VUELTA
Un realismo diferente
por
Pilar Adón
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«Era noche cerrada, sin luna, cuando desembocaron en el soto, tras del cual se elevaba la ancha mole de los Pazos de Ulloa. No consentía la oscuridad distinguir más que sus imponentes proporciones, escondiéndose las líneas y detalles en la negrura del ambiente. Ninguna luz brillaba en el vasto edificio.»
«Eran las montañas negras, duras, macizas en apariencia, bajo la oscurísima techumbre del cielo tormentoso; era el valle alumbrado por las claridades pálidas de un angustiado sol; era el grupo de castaños, inmóvil unas veces, otras visiblemente sacudido por la racha del ventarrón furioso y desencadenado.»
Decía Italo Calvino que «toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera». Los lectores cambiamos con el paso del tiempo, como cambian las costumbres, el pensamiento social, el posicionamiento colectivo frente a lo políticamente correcto y lo que ya no lo es. Y las conclusiones a las que llegamos tras la relectura de un libro varían en consecuencia. Toda relectura resucita al lector que fuimos para acabar con él al instante mediante unas impresiones que podrán ser
más o menos benévolas, más o menos beligerantes, pero que se refieren casi siempre no a la calidad ni al contenido del libro, sino a la interpretación que del texto hicimos nosotros como lectores en el pasado. Inicialmente podremos apelar a nuestro yo antiguo con cierta dulzura, con nostalgia, pasando una mano comprensiva por la portada mientras leemos la contra si se trata del mismo ejemplar. Pero no hay duda de que, superado el momento dorado del reencuentro, lo más inmediato será que procedamos a destruir a aquel primer yo lector tachándolo de infantil e inexperto, para quedarnos con la nueva interpretación, la nueva experiencia, que se nos antoja más clarividente y que será la dominante.
Calvino vinculaba su definición anterior (la cuarta) de lo que es un clásico a la definición sexta: «Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir». Podríamos vernos, por tanto, relectores del presente, como seres más atentos, capaces de una escucha más educada, sin necesidad de censurar al que fuimos. Pero lo habitual es que concluyamos en un «no me enteré de nada».
Tras releer Los pazos de Ulloa, he destacado los dos fragmentos de más arriba como representativos de la imagen que prima ahora de la esencia de la nove-
«No fue amiga Pardo Bazán de las etiquetas. Decía: “Todo el que lea mis ensayos críticos comprenderá que ni soy idealista ni realista ni naturalista, sino ecléctica. Mi cerebro es redondo, y debo a Dios la suerte de poder recrearme con todo lo bueno y bello de todas épocas y estilos”»
«Los lectores cambiamos con el paso del tiempo, como cambian las costumbres, el pensamiento social, el posicionamiento colectivo frente a lo políticamente correcto y lo que ya no lo es. Y las conclusiones a las que llegamos tras la relectura de un libro varían en consecuencia. Toda relectura resucita al lector que fuimos para acabar con él al instante mediante unas impresiones que podrán ser más o menos benévolas, más o menos beligerantes, pero que se refieren casi siempre no a la calidad ni al contenido del libro, sino a la interpretación que del texto hicimos nosotros como lectores en el pasado»
la después de que la imagen previa haya quedado apartada. La constatación de una íntima vinculación con el espíritu romántico, ese interés por la impetuosidad de la naturaleza, la ruina, la desolación del paisaje como representación simbólica de la interior desolación de las almas, la fuerza del sentimiento, han sido descubrimientos recientes, de los que no fui consciente en una primera lectura de juventud, cuando, influida por las asociaciones que se hacían de la autora con un realismo que me interesaba poco y, más allá, con un naturalismo que me interesaba aún menos, neutralicé toda interpretación personal y descarté incluso antes de empezar el libro que me fuera a gustar. Los pazos de Ulloa estaba incluida en el casillero de un movimiento literario que ciertamente podía ser el predominante en su época, pero que, bajo la óptica de la lectora que soy ahora, no se refleja en la obra de una manera tan absoluta. Decía también Calvino que «toda lectura de un clásico es en realidad una relectura» porque se nos ha hablado tanto de ese clásico, de sus parentescos y nexos, filias y fobias, que, aun no habiéndolo leído, lo conocemos, lo juzgamos y lo prejuzgamos. De modo que no llegamos limpios a él.
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No fue amiga Pardo Bazán de las etiquetas. Decía: «Todo el que lea mis ensayos críticos compren -
derá que ni soy idealista ni realista ni naturalista, sino ecléctica. Mi cerebro es redondo, y debo a Dios la suerte de poder recrearme con todo lo bueno y bello de todas épocas y estilos». Cierto que ella misma se encargó de relacionarse de manera muy estrecha con el naturalismo, para defenderlo o para criticarlo, y más que con la obra de Zola, con la de Daudet, que contó con el aplauso del público incluso cuando llegó el declive del naturalismo porque su estilo se mantuvo en un espacio amable, menos salvaje que el de Zola, más armonioso, y no tuvo que cambiar su técnica, su manera de concebir la narrativa, que siempre fue tan del gusto burgués. Su realidad huyó del sentimentalismo, pero no terminó de ajustarse a los parámetros más afilados del naturalismo. Y es que Daudet hizo del naturalismo una corriente más agradable, incluso más festiva: los sinsabores de sus historias se mostraron atenuados por unos retratos menos despiadados que los de un Zola, sin entrar en lo despiadado, lo obsceno, aunque tampoco dejase de lado lo más abrupto y escabroso de la sociedad. Se enfrentó a la realidad, pero de un modo sutil. Habló de la decadencia y de las miserias del ser humano, pero también de las bondades que hacían del hombre una criatura capaz de compasión, capaz de soñar y de buscar un espacio más luminoso, sin centrarse únicamente en las sombras y la mentira. Capaz de sentir simpatía por los demás.
A él le dedicó Pardo Bazán el artículo XII de La cuestión palpitante (1882): «Aquella nota festiva, ligera a veces, que en la vida no falta y sí en las novelas de Zola, la posee el teclado de Daudet». Y es también en La cuestión palpitante , en el prólogo a la cuarta edición, cuando la autora habla de que «Zola —más perspicaz que la inmensa mayoría de mis compatriotas, que no se hartan de llamarme sectaria naturalista— ve en mí a un disidente o heterodoxo, y se da cuenta exacta del abismo que media entre mis ideas filosóficas y religiosas y las suyas». En La novela experimental (1880), decía Zola que ésta es «una consecuencia de la evolución científica del siglo; continúa y completa la fisiología, que a su vez se apoya en la química y en la física; sustituye el estudio del hombre abstracto, del hombre metafísico, por el estudio del hombre natural, sometido a las leyes físico-químicas y determinado por las influencias del medio; es, en una palabra, la literatura de nuestra era científica, al igual que la literatura clásica y romántica ha correspondido a una era de escolástica y de teología». No podía comulgar Pardo Bazán con la raíz filosófica del naturalismo, dado que el determinismo se daba de bruces con su fe católica. En los Apuntes autobiográficos que preceden a Los pazos de Ulloa (1886), decía: «Yo examino la estética naturalista a la luz de la teología, descubriendo y rechazando sus elementos heréticos, deterministas y fatalistas, así como su tendencia al utilitarismo docente, e intentando un sincretismo que deja a salvo la fe». Y en el prefacio de su segunda novela, Un viaje de novios (1881), hablaba del «impudor frío y afectado de los escritores naturalistas», y reflejaba las discusiones y controversias que despertaban las novelas naturalistas en la época —«asunto de encarnizada discusión que suscita tan agrias censuras como acaloradas defensas»—, para posicionarse al decir que «el discutido género francés novísimo me parece una dirección realista, pero errada y torcida en bastantes respectos», y hacer a continuación una defensa de un realismo más próximo: «el que ríe y llora en la Celestina y el Quijote , en los cuadros de Velázquez y Goya, en la vena cómico-dramática de Tirso y Ramón de la Cruz. Un realismo indirecto, inconsciente, y por eso mismo acabado y lleno de inspiración; no desdeñoso del idealismo, y gracias a ello, legítima y profundamente humano, ya que, como el hombre, reúne en sí materia y espíritu, tierra y cielo».
Una palabra, idealismo, que nos conduce a la que es en la obra de Pardo Bazán una pervivencia equilibrada del romanticismo con la técnica realista e incluso con ciertos cuadros del género picaresco, como en la escena de la borrachera de Perucho en Los pazos de Ulloa. Cuando en la novela Julián abre la ventana la primera mañana, recién llegado a la casa, en un momento en el que su espíritu aún se siente tranquilo y en paz, leemos: «lo que abarcaba su vista le dejó encantado. El valle ascendía en suave pendiente, extendiendo ante los Pazos toda la lozanía de su ladera más feraz {…} Al pie mismo de la torre, el huerto de los Pazos semejaba verde alfombra con cenefas amarillentas, en cuyo centro se engastaba la luna de un gran espejo, que no era sino la superficie del estanque».
Esta descripción del paisaje no es sólo la manifestación de una particularidad geográfica de la zona sino, esencialmente, un reflejo del ánimo del personaje. Y así, cuando el mismo Julián se da cuenta de lo que está sucediendo realmente en la casa, pasa a los momentos de pesadilla «a cual más negra y opresora», a sus terrores, al total desasosiego. «Empezó a soñar con los Pazos, con el gran caserón», pero en lugar de ver «sus espaciosos salones, su ancho portalón inofensivo, su aspecto amazacotado, conventual, de construcción del siglo XVIII», sueña con un huerto que se ha convertido en un «ancho y profundo foso; las macizas murallas se poblaban de saeteras, se cocinaban de almenas; el portalón se volvía puente levadizo, con cadenas rechinantes». Terminada su pesadilla, le sigue pareciendo estar ante un «paisaje tétrico y siniestro». «El viento, sordo unas veces y sibilante otras, doblaba los árboles con ráfagas repentinas». Y «al regresar y acercarse a la entrada de los Pazos, un remolino de hojas secas le envolvió los pies, una atmósfera fría le sobrecogió».
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Más allá del pazo que da título a la novela, y cuya ruina pone de manifiesto la ruina espiritual de los que lo habitan, su decadencia anímica relacionada con la decadencia física de la casa, damos con la soberbia descripción del pazo-palacio de «la señorial mansión de Limioso», que hallamos aún más ruinoso y malogrado. La llegada se anuncia premonitoria: «El camino era difícil y se retorcía en espiral alrede-
dor de la montaña; a uno y otro lado, las cepas de viña, cargadas de follaje, se inclinaban sobre él como para borrarlo. En la cumbre amarilleaba, a la luz del sol poniente, un edificio, prolongado con torre a la izquierda, y a la derecha un palomar derruido, sin techo ya {…} Desde bastante cerca, el pazo de Limioso parecía deshabitado, lo cual aumentaba la impresión melancólica que producía su desmantelado palomar. Por todas partes, indicios de abandono y ruina: las ortigas obstruían la especie de plazoleta o patio de la casa; no faltaban vidrios en las vidrieras,
por la razón plausible de que tales vidrieras no existían, y aun alguna madera, arrancada de sus goznes, pendía torcida como un jirón en un traje usado». Los retratos de Ramoncito Limioso, de «poco más de veintiséis años», con sus maneras antiguas, su delgadez, su dignidad, ofreciéndole a Nucha «no el brazo, sino, a la antigua usanza, dos dedos de la mano izquierda» para que «en ellos apoyase la palma de su diestra», y de las «dos viejas secas, pálidas, derechas» que hilaban como en los cuentos, nos llevan a lo que parecen páginas de una novela gótica de terror: «Dos estatuas bizantinas, que tales parecían por su quietud y los rígidos pliegues de su ropa, manejando el huso y la rueca {…} Las dos ancianas se irguieron, y tendieron a Nucha los brazos, con movimiento tan simultáneo que no supo a cuál de ellas atender, y a la vez y en las dos mejillas sintió un beso de hielo, un beso dado sin labios y acompañado de una piel inerte. Sintió también que le asían las manos otras manos despojadas de carne».
Ninguna relectura es inocente, y ésta ha ido conscientemente en busca de la ambientación romántica, los paisajes sombríos, los bosques tenebrosos, las ruinas, los sótanos, las criptas, los pasadizos y los desvaríos nocturnos; elementos que, a decir verdad, se han encontrado con facilidad. Así, junto a las pesadillas de Julián, aparecen las visiones de Nucha, depositaria de las particularidades de las heroínas románticas y víctima por tanto de un destino fatal. Buena y fiel, incluso cándida doncella en apuros a la que Julián pretende salvar, se ve enfrentada a graves peligros, encerrada en un espacio que la está consumiendo, y del que sólo podrá librarse de la mano de la muerte. «Interrumpió su labor y alzó la cara; sus grandes ojos estaban dilatados; sus labios, ligeramente trémulos.» Julián cae en la cuen-
ta de la coincidencia que existe entre sus propios terrores y los de Nucha al descubrir cómo son sus visiones: «La ropa que cuelga me representa siempre hombres ahorcados {…} Hay veces que distingo personas sin cabeza; otras, al contrario, les veo la cara con todas sus facciones, la boca muy abierta y haciendo muecas… Esos mamarrachos que hay pintados en el biombo se mueven, y cuando crujen las ventanas con el viento, como esta noche, me pongo a cavilar si son almas del otro mundo que se quejan…» Hasta llegar al suceso culminante, que se produce cuando Nucha quiere salvarse y deshacerse de los miedos que le produce la casa desde que nació su hija. «Las murallas se han vuelto más gordas y la piedra más oscura…» Decide salir de su habitación y bajar al sótano para ver si localiza allí arcones para la ropa blanca. Convence a Julián, y juntos acceden al claustro superior, momento en que parece inevitable que el cielo se oscurezca y se desencadene una tormenta: «Un relámpago alumbró súbitamente las profundidades de las arcadas del claustro y el rostro de la señorita, que adquirió a la luz verdosa el aspecto trágico de una faz de imagen».
Como Nucha sigue empeñada en combatir sus propios terrores, llegan al sótano, donde dan con la llave. «Al introducirla en la cerradura y empujar la puerta, otro relámpago bañó de claridad fantasmagórica el sitio». La tormenta continúa, mientras ellos se alumbran con una cerilla de Julián: «Rugía con creciente ira el viento, y la tronada se había situado sobre los Pazos, oyéndose su estruendo lo mismo que si corriese por el tejado un escuadrón de caballos a galope o si un gigante se entretuviese en arrastrar un peñasco y llevarlo a tumbos por encima de las tejas».
Las formas distorsionadas, la oscuridad, la naturaleza desbocada que altera aún más el ánimo de los personajes, mientras persiste la tormenta, «cuya violencia sacudía y hacía retemblar los Pazos como si fuesen una choza», son elementos que contribuyen a que Nucha, que ha estado luchando contra su propio estado de confusión y terror, sufra un ataque de nervios: «de repente, se incorporaba, lanzando un chillido, y corría al sofá, donde se reclinaba, lanzando interrumpidas carcajadas histéricas que sonaban a llanto. Sus manos crispadas arrancaban los corchetes de su traje, o comprimían sus sienes, o se clavaban en los almohadones del sofá, arañándolos con furor…»
«Una palabra, idealismo, que nos conduce a la que es en la obra de Pardo Bazán una
pervivencia equilibrada del romanticismo con la técnica realista e incluso con ciertos cuadros
del género picaresco, como en la escena de la borrachera de Perucho en Los pazos de Ulloa»
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Ninguna lectura es inocente, y menos lo es una relectura, como decíamos. Regresar a un libro nos habla de quiénes éramos entonces y quiénes somos ahora, pero sobre todo nos muestra la manera en que nos apropiamos de las historias y nos las llevamos a nuestro terreno. Cómo las fagocitamos, las asimilamos, y cómo depositamos sobre ellas nuestras referencias personalísimas atendiendo a nuestras propias apetencias. Cómo hacemos de un texto otro, insertando en él nuestras ideas y nuestras vivencias particulares, las circunstancias en que nos encontramos, y hasta nuestra memoria y nuestro carácter. No ha sido objetiva esta relectura de Los pazos de Ulloa, no pretendía serlo, pero tampoco me ha resultado difícil dar con los elementos que buscaba. Como último ejemplo, la novela comienza y termina con la llegada de Julián a la casa, y en las páginas finales se adentra en el cementerio, elemento cumbre del imaginario romántico, con su «muro coronado de hiedra», para cerciorarse de que, efectivamente, allí descansa Nucha, «la santa, la víctima, la virgencita siempre cándida y celeste».
Fotografía de Alejandra López
Juana Bignozzi
Conocí a Juana Bignozzi porque escribí un texto sobre ella. Desde este primer encuentro, ocurrido ocho años atrás, hubo muchos otros textos y muchos otros encuentros. La mayoría durante su vida, pero también hubo algunos después de su muerte. Me refiero a textos en los que hablaba de ella por alguna razón, pero que tenían, al mismo tiempo, algo de encuentro. Volver a pensarla, siempre fue como iniciar una nueva conversación. Juana es una poeta a la que he leído y releído más que a ninguna otra. Tiendo a olvidar la mayor parte de lo que leo y con ella me sucede lo contrario: sus poemas son una especie de oráculo, un diccionario que tengo en la punta de la lengua y en el que encuentro siempre la línea adecuada, esa que cuando sea que la lea, me habla en tiempo presente. Si me remonto en el tiempo puedo verme como una joven periodista que va a encontrarse con una poeta mayor, admirada y temida. Puedo ver el modo en que ella abrió la puerta de su departamento, su rostro un poco payasesco, su ropa europea extravagante, la gestualidad amistosa con la que me invitó a sentarme y acomodó a mi alrededor bebidas y bocaditos. Todos estos agasajos estaban dispuestos para aquella entrevista que saldría en un diario nacional, donde ella iba a ser la tapa del suplemento de cultura. Yo estaba atemorizada, pero tenía estudiado mi libreto de chica estudiosa y suave. Hice una tras otra las preguntas que había pensado durante varios días de intensa
lectura de sus poemas. De reojo observaba el sofisticado departamento de paredes moradas, repleto de obras de arte que la rodeaban, como en un escenario de su imaginación. Y ella, en el centro del cuadro, desde un sillón tallado con forma de elefante, diciendo frases graciosas, afiladas, del tipo: «Yo ya soy el mausoleo de una generación» o «La poesía es una escuela del carácter» o «A esta edad tengo más claridad sobre los poetas que yo sé que van a quedar y los que no van ni a la esquina». Después de más de dos horas, la charla concluyó y logré escabullirme en dirección a la calle. Una semana más tarde salió publicada la nota y me llamó por teléfono para agradecerla el mismo día, estaba encantada. Le había gustado una frase en especial, donde me refería a su departamento, ubicado en pleno centro, a pocas cuadras de la Plaza Congreso. Decía: «En qué otro lugar podía vivir ella, chica de barrio que se tomó el colectivo al centro y no volvió nunca más».
Hay personas que te eligen por una frase y hay escenas que quedan en la memoria durante toda la vida. Así fue con Juana y así la conocí. Ella había nacido en 1937 y vivido su infancia en el barrio de Saavedra, suburbano por aquel entonces. Su padre era panadero y su madre costurera, anarquistas y luego miembros del Partido Comunista. Juana se crio en ese hogar obrero y rojo, donde no había heladera, pero en cambio se leía, se escuchaba ópera y eran frecuentes los mitines políticos. Esa cuna
era para mí parte fundamental de su atractivo, un color que la resaltaba del entorno de escritores o poetas de Buenos Aires, pertenecientes casi en su totalidad a la clase media. Recuerdo cómo Juana definía rápido a algunos poetas cercanos a nosotras que, en libros y lecturas, posaban de marginales o niños terribles: «chicos alimentados con milanesas por sus mamás».
Para cuando la conocí había vivido casi treinta años en Barcelona: se había ido poco antes de que comenzara la dictadura argentina y volvió bastante después de que regresara la democracia. La idea había sido tomar distancia del clima político convulsionado de principios de los setenta, quedarse un tiempo breve, ver pintores que amaba, escuchar operas de Verdi, hacer algunos estudios y volver. Hacía poco que se había casado con Hugo Mariani, su pareja de toda la vida. Pero la historia torció el destino de Argentina. Y en ese tiempo Juana también se volvió otra. Consolidó su trabajo como traductora --en la Biblioteca Nacional de Barcelona figuran más de 200 títulos traducidos por ella, que van de Alfred Jarry y Fleur Faeggy a una versión de Los tres cerditos—, un oficio que había empezado a practicar en Buenos Aires. Viajó cada año a Florencia, a especializarse en los pintores barrocos y manieristas. Trabajó mucho, extrañó demasiado. En esos años murieron sus padres. La casa del barrio de Saavedra se vendió. Sus cosas que habían quedado ahí se perdieron para siempre. Algunas, incluso, fueron quemadas. Juana se demoró mucho para volver. Recién a mediados de los 90 empezó a viajar a Buenos Aires de visita. Parecía darle algo de miedo el retorno, el encuentro con una ciudad transformada. Uno de sus libros publicado en ese momento se llamó Regreso a la patria. Allí escribía: «Pero aquí no habrá salvadores/ lúcidos detectives jóvenes enamorados/ sólo héroes que miran cómo agonizan/ y simulan vivir una vida/¿quién la llamó vida?/ sin revolución».
Por supuesto que este recorrido la distinguía de otros devenires de poetas locales. Juana era argentina y extranjera, proletaria y aristocrática, ícono del 60 y también del presente, de una izquierda decepcionada pero también resistente y así. Pero, por sobre todo, ante todo y después de todo, estaba su poesía. Yo había llegado a ella gracias a una obra reunida, publicada en los tempranos 2000. La edición --había decidido dejar afuera sus libros de juventud-- comenzaba con su tercer libro, Mujer de cierto orden, donde se escuchaba la voz que la iba a caracterizar. Ella, que había sido parte del PC, partidaria de la acción directa, la única mujer miembro del Pan duro, grupo de poesía que proclamaba una escritura comprometida, hecha en y para los lugares de conflicto, abría su libro diciendo: «Hace unos días he decidido luchar/ y la sola idea de la lucha/ me ha producido un cansancio tan infinito/ que hasta mis mejores amigos guardan una distancia respetuosa». Allí ya estaba todo lo importante: su desencanto, su aparente trivialidad, su lucidez, su ironía, su beligerancia, la importancia central de la amistad como un lugar de combate, de sosiego y un reflejo de sí misma. Todo esto, en los primeros cuatro versos de una voz que sigue viva hasta hoy. Y no es una metáfora para los tiempos que se viven en este país. Todo esto venía de antes, yo ya lo sabía. Después de aquella entrevista nos hicimos amigas o eso quiero pensar. Hablábamos por
teléfono casi a diario. La visitaba en su casa. Íbamos al teatro, a comer, alguna lectura de poesía. A Juana le interesaba mucho el presente: quiénes estaban publicando, qué chismes se decían, a qué poeta había que leer. Era de las pocas consagradas que circulaba por los mismos lugares que nosotros, los y las jóvenes poetas. Iba a las lecturas que había que ir, en bares o centros culturales polvorientos, y nunca pasaba desapercibida. También fueron saliendo otros libros suyos que confirmaban su lugar definitivo en nuestra poesía. Y así como los jóvenes la leíamos y la admirábamos y ella quería estar cerca nuestro, también nos hablaba duramente desde sus libros: «aunque sé que a veces me escuchan pensando que soy/ el mausoleo de una generación/ cuyas reivindicaciones ahogó la dureza de estas décadas/ y se asombran de que aún emprenda animosa el viaje/ hacia corazones y lenguajes jóvenes/ siga hablando del color con que vi el mundo/ y lea con más gusto a unos desconocidos que a viejos compañeros/ debo decirles/ aprendí hace mucho/ que no hay nada más patético/ que la canción del verano la canción del momento/ pasado ese verano pasado ese momento».
Por esos años, la editorial en la que publicaba le propuso armar su obra completa, con todos sus libros, los primeros, que permanecían inéditos y los últimos. Juana había pasado la frontera de los setenta años. Me pidió que la ayudara a hacerla, yo accedí y en ese contexto me comentó que había pensado ponerme en su testamento como albacea. Hacía poco tiempo que había muerto su amado marido Hugo, y Juana pensaba y hablaba constantemente de la muerte. Decidí ignorar sus comentarios, no llevarle el apunte.
A veces me gusta pensar en ella a partir de sus poemas. Imaginar escenas de su vida que contó en entrevistas. Cuando a sus veinte viajaba por el interior del país realizando encuestas y cenaba sola con vino en bares de pueblo. Sus noches interminables de poesía y discusión furiosa en bodegones del centro. O cuando iba a los museos de Florencia a fascinarse con Andrea del Sarto y conversaba con él, como si fueran viejos amigos. Su deseo de mundo y de soledad. El estado de concentración y libertad con el que escribiría sus poemas, siempre en papelitos, o en el reverso de otra cosa. Solo imagino, porque de todo eso, no podré preguntarle nada.
El 5 de agosto de 2015 Juana murió. No quiero demorarme mucho en esto, solo decir que cuando finalmente ocurrió, ella había dejado su obra en mis manos. Desde ese momento nuestros encuentros fueron aún más frecuentes. Más todavía ahora, que en mi país triunfó la ultraderecha y entre mis amigos y amigas reina el desánimo, la desorientación. Es ahí cuando aparece la poesía de Juana, esa voz fuerte y resuelta que tenía para leer, como si tratara de transmitir una verdad escrita hacía mucho y que iba a durar para siempre. Juana vuelve a decir algo que, como solía hacer, parece hablar de ella, pero en realidad está hablando de todos nosotros: «Nada escapa a estas referencias:/ patriotera, portuaria mítica/ el camino de la revolución eternamente perseguido/ el camino del amor/ el paso de mis amigos en esas historias».
Valerie Miles
Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.
José María Merino
Nació en A Coruña en 1941, aunque se le identifica con León, pues allí vivió un largo periodo de su vida, hasta que se trasladó a Madrid. Empieza en la literatura en el grupo Claraboya, grupo que edita en León la revista con el mismo nombre. Alterna la publicación de novelas con la de libros de relatos, poesía y literatura para jóvenes, por los que ha obtenido premios como el de la Crítica en 1985 por su novela La orilla oscura, el Nacional de Literatura Infantil y Juvenil en 1993 por No soy un libro, el Premio Miguel Delibes de narrativa por Las visiones de Lucrecia (1996); Ramón Gómez de la Serna de Narrativa en 2004 por El heredero; el Premio Torrente Ballester por El lugar sin culpa o el Premio de la Crítica de Castilla y León por El río del Edén (2012) que mereció también el Premio Nacional de Narrativa. En 2021 obtuvo el Premio Nacional de las Letras por el conjunto de su obra.
Luis Mateo Díez
(León, 1942) es uno de los escritores más prolíficos del panorama literario español. Además de sus dos libros poéticos, cuenta con una obra narrativa, autobiográfica y ensayista que han sido objeto de importantes premios narrativos. Dos veces premio de la Crítica y Premio Nacional de Narrativa, Premio Francisco Umbral y Premio Café Gijón, entre otros. En 2020 le fue concedido el Premio Nacional de las Letras Españolas. En 2023 obtuvo el Premio Cervantes de Literatura por el conjunto de su obra. Entre sus obras más destacadas se encuentran Las estaciones provinciales (1982), La fuente de la edad (1986), los cuentos reunidos en Brasas de agosto, Las horas completas (1990), El expediente del náufrago (1992), El espíritu del páramo (1996), la autobiográfica Días del desván (1997), el ensayo El porvenir de la ficción (1999), los relatos Las lecciones de las cosas (premio Miguel Delibes 2004) o los más de ochenta cuentos reunidos en “Vicisitudes” (2018). Sus últimas novelas son Los ancianos siderales de 2020 y Mis delitos como animal de compañía de 2022.
Fotografía de Nina Subin
Fotografía cedida por el autor
Fotografía de Miguel Lizana
CORRESPONDENCIAS
José María Merino y Luis Mateo Díez:
«CONTAR
Y ANDAR CONTANDO»
Coordinado por Valerie Miles
VALERIE MILES
Recordamos con cierta ternura, compasión e ironía, los sucesivos redescubrimientos de las generaciones más recientes; la auto ficción, las formas híbridas, el microcuento. Este último se define ya desde tiempo inmemorial, con un léxico apabullante, según Ángeles Encinar y Carmen Valcárcel: ficción súbita, nanoficción, relato ultracorto –miniaturesco, cuántico, liliputiense, ascético, pigmeo, gnómico- textículo, descuento o cuentín. Es una modalidad que ya en su día recuperaron Gómez de la Serna, Borges, Cortázar para la generación de Luis Mateo Díez y José María Merino. Ellos también la emplean en otra forma recuperada, la del filandón, al que su generación se ha añadido el término «posmoderno»: se remonta a las reuniones nocturnas en torno al fuego durante las nevadas asturianas para compartir historias, leyendas y canciones. Oralidad. Nabokov nos recuerda que «la literatura no nació el día en que un chico llegó corriendo del valle neanderthal gritando “el lobo, el lobo”, con un enorme lobo gris pisándole los talones; la literatura nació el día en que un chico llegó gritando “el lobo, el lobo”, sin que lo persiguiera lobo alguno». Hay que escribir sin tasa ni tregua afirma Luis Mateo Díez, premio Cervantes 2023. Ahora veamos cómo.
JOSÉ MARÍA MERINO
Querido Luis Mateo:
Tu reciente Premio Cervantes, que tanto nos ha satisfecho a todos tus amigos y lectores, me ha incitado a recordar los tiempos lejanos en que empezamos a tratarnos tú y yo, para establecer una amistad que luego se ha vigorizado con el paso de los años.
Como la realidad no necesita ser verosímil -según el profesor Eduardo Souto- a pesar de haber vivido en el mismo tiempo y en León nuestra infancia, adolescencia y primera juventud, no tuvimos ningún contacto hasta 1971 en Madrid -yo con treinta añitos- a tra-
vés de los ya difuntos y queridos amigos Javier Alfaya y Agustín Delgado. Yo conocía a Javier Alfaya -que fue prologuista de mi primer libro de poemas, Sitio de Tarifa- y él a Agustín Delgado que, con otros amigos, tú entre ellos, había editado la revista Claraboya- y un día nos reunimos los cuatro–Javier, tú y yo con nuestras respectivas mujeres, Bárbara, Margarita y Mari Carmen, y Agustín solo, porque todavía no tenía novia ni esposa- en una cafetería del barrio de la Estrella…
Desde entonces se fue fortaleciendo nuestra amistad, tan confortablemente arropada por la literatura, que fue el principal apoyo de nuestra relación… Juan Pedro Aparicio estaba entonces trabajando en Inglaterra, pero se uniría al equipo a su regreso a España.
Tú también habías publicado poemas -en la revista Claraboya-, pero lo cierto es que éramos bichos raros, lectores de ficciones y poemas en los tiempos infantiles y juveniles en que la ley escolar y eclesiástica determinaba novelas noverlas, sintiendo la oralidad narrativa como algo apetecible y no arcaico, y disfrutando de una biblioteca familiar que era la verdadera riqueza material de nuestros hogares. Y esos estímulos iniciales se habían ido fortaleciendo con la lectura de los clásicos, con las novelas francesas, inglesas, rusas, españolas… del siglo XIX, con el descubrimiento de los grandes de la escritura de siglo XX…de manera que
«Estábamos
destinados a compartir ese viaje literario que mencionas y con él a materializar el bien mayor que el viaje iba a suponer, que no sería otro que el de la amistad y el natural y enriquecedor contraste de nuestra obra, la intensidad con que la hemos compartido con beneficio mutuo. Esto de la amistad, en general y entre escritores particularmente, es algo impagable y creo recordar que era tuya la frase de que tenías amigos para escribir, no que escribías para tenerlos»
teníamos una idea clara del significado y sentido de la literatura.
No puedo olvidar que entre tú, Agustín Delgado y yo, escribimos y editamos en 1975 el Parnasillo provincial de poetas apócrifos, que unía al humor una cierta mirada irónica sobre determinados referentes poéticos que se trataban en el ambiente cultural como deslumbrantes descubrimientos…
En 1973 publicaste en la editorial Novelas y Cuentos tu primer libro de narrativa -cuentos- Memorial de hierbas, y yo en 1976 gané el premio Novelas y Cuentos con Novela de Andrés Choz, que se publicó en el mismo año. En 1981, publiqué mi segunda novela, El caldero de oro, en la colección Nueva Ficción/ Nostromo de la editorial Alfaguara, y en 1982 publicaste tú también ahí tu novela Las estaciones provinciales. ¿Te acuerdas de que fuimos a presentar la colección a Oviedo, y que fue una peripecia un poco peculiar?...
En fin, querido Luis Mateo, que tu Premio Cervantes, tan merecido y que refuerza el reconocimiento del admirable viaje literario de tu vida, me ha hecho recordar aquellos primeros años de nuestra amistad, y no sabes cuánto
me reconforta ser uno de tus compañeros en esta aventura de escribir, tan real como ficcional.
LUIS MATEO DÍEZ
Querido Merino: me alegra tu carta y te la agradezco, ya que la ocasión incita al recuerdo y son tantas las razones para volver la mirada a los tiempos lejanos y encontrarnos, entre tan inolvidables amigos, algunos de ellos ya desgraciadamente desaparecidos
La ocasión conecta sin remedio con la edad, este incordio de ser octogenarios, pero la deja en su sitio, aunque entendamos, cosa que compartimos, que con ella el cuerpo pesa y la vida resulta, sin remedio, incómoda. Es algo que yo repito demasiado y que, curiosamente, se acepta entre quienes me escuchan, como una aseveración irónica y hasta humorística, lo que no entra en mis intenciones.
El cuerpo pesa, siempre lo hizo, pero ahora parece intensificarse la ley de gravedad o el acarreo del mismo ya no tiene la mínima coartada para llevarlo sin resquemor. El hecho de que la vida sea incómoda no pasa de ser una opinión
congruente con lo que cuesta vivir, si los años no perdonan.
No me paso de pesimista, ya sabes que de estas sensaciones se llevan apropiando mis personajes desde hace mucho tiempo, y a ellos les echo la culpa. Los entes de ficción, como bien sabe tu profesor Eduardo Souto, son habitualmente quisquillosos y de lo que sienten y les duele en seguida dan cuenta a quien los acoge, alienta y alimenta, son riesgos del oficio. Estos personajes míos son muy pesados, como tú sabes mejor que nadie, ya que por aquellos tiempos lejanos alguno de ellos mantuvo contigo una correspondencia, nada piadosa conmigo, y tuve que aguantarme, sabiendo que tú, como así hiciste, los pusiste en su sitio.
Por cierto, qué pena que aquella correspondencia ya no exista, sería una curiosidad no ajena a nuestro Parnasillo Provincial de Poetas Apócrifos, una de las humoradas que por entonces nos gastábamos gustosos.
Los recuerdos que concitas tienen un irremediable aroma generacional y no soy capaz de soslayar un punto melancólico, sobre todo al contabilizar las desapariciones, otro atributo de la edad y la precariedad de la existencia.
Estábamos destinados a compartir ese viaje literario que mencionas y con él a materializar el bien mayor que el viaje iba a suponer, que no sería otro que el de la amistad y el natural y enriquecedor contraste de nuestra obra, la intensidad con que la hemos compartido con beneficio mutuo. Esto de la amistad, en general y entre escritores particularmente, es algo impagable y creo recordar que era tuya la frase de que tenías amigos para escribir, no que escribías para tenerlos.
Había también razones de connivencia en nuestro encuentro, ese tipo de razones que orientan el sentido de algo que siempre nos interesó, la procedencia, la idea de saber de dónde vienes, no ya de qué sitio, de qué tiempo de qué lecturas y aficiones.
Eso muy unido a la que asumíamos en el compromiso generacional de unos tiempos desastrados y a la extrema curiosidad y búsqueda de ejemplaridades y magisterios, nos gustaría heredarlo si alguna posibilidad existiese, lo que radicalizaba, por ejemplo, aquella idea de nuestro admirado Torga de que lo universal es lo local sin fronteras.
Tú eras el maestro de las ficciones fantásticas, un conocedor exhaustivo de los grandes autores y las grandes tradiciones, y yo os daba la tabarra con Pavese y los italianos que me traían obsesionado.
En fin, Merino, qué acierto has tenido con las rememoraciones de tu carta, me dejas lleno de sentimientos que andaban adormecidos, lo que fuimos, lo que nos debemos, el patrimonio de lo que hemos compartido con la generosidad de ser como éramos, vividores y escritores obsesionados y, si te das cuenta, con el mínimo pagamiento de nosotros mismos, con la ambición metida en un saco y la capacidad para relativizar cualquier circunstancia que no fuera el reto de escribir sin tasa ni tregua. Nos vemos y seguimos. Cuida a Mari Carmen, que la vi pachucha.
JOSE MARÍA MERINO
Supremo Hacedor de Celama, ante todo ¡Feliz año Nuevo! Te he llamado así porque, como debes saber, un encuentro inesperado con Ismael Cuende, importante personaje tuyo entre los casi quinientos que has imaginado en Celama, me hizo conocer que ese era tu apelativo en aquellos territorios…
Cierto que eres octogenario, y que ya Lope de Vega en la Dorotea dijo que …no hay secreto que más se sienta descubrir que el de los años… pero hay que reconocer que los tuyos te han permitido descubrir secretos verdaderamente gozosos, como esa Celama cuyos habitantes, por muy quisquillosos que sean, te adoran y están encantados de que
les hayas dado vida en ese espacio, o el Premio Cervantes que no me cansaré de mentar…
El peso del cuerpo y esa incomodidad de la vida, que con tan buen criterio mencionas, tienen a veces sus compensaciones, y en nuestro caso una de ellas puede ser la celebración de filandones.
En algunos aspectos, los años consolidan cosas, y sin duda nuestro filandón es un ejemplo de ello. Ya sabes que yo opino que su origen es prehistórico, cuando las tribus del homo sapiens -única especie que empezó a manejar el fuego, tan importante para su desarrollo -se reunían por las noches en torno a las hogueras, en cuevas y otros refugios, para relatar y escuchar historias reales, sobre sucesos acaecidos, y otras imaginarias, que intentaban descifrar e interpretar la misteriosa realidad que los rodaba. Sin duda aquellas reuniones fueron decisivas, no solo para ejercitar la imaginación, sino para consolidar y enriquecer el lenguaje… Y no deja de ser sorprendente que la costumbre ancestral llegase a convertirse en el filandón leonés y a alcanzar el siglo XX, en esas noches de invierno, cuando la nieve cerraba los caminos y, congregados los vecinos en diversas cocinas, filaban las mujeres, hacían zuecos o arreglaban utensilios los hombres, y se narraban historias: de aparecidos, de amores y desamores, de desdichas individuales y colectivas, de lobos, de tesoros… Era el esplendor de la palabra oral, perpetuada en la memoria comunal.
No olvido la película con ese título de Chema Martín Sarmiento que se rodó en 1983 y en la que fuimos autores y actores, y que 39 años después ha ganado la Espiga de Honor en el festival SEMINCI, pero recuerda que nuestro primer «Filandón posmoderno» lo celebramos Juan Pedro Aparicio, Antonio Pereira, tú y yo en Segovia, en septiembre de 2006, y tuvo tanto éxito, que en enero de 2007 -ya no intervino Antonio Pereira, porque la edad no le permitía esos viajes largos- repetimos
la experiencia en Cartagena de Indias, y obtuvimos una clamorosa ovación entre gritos de «bravo». Los organizadores del Festival nos invitaron a celebrar el filandón en la propia localidad británica de Hay-on-Wye -con el título A Filandón-Words in the Snow- en este caso con el apoyo de tres estupendos traductores.
El que nos proponen ahora tendrá lugar en Sevilla, donde nunca lo hemos hecho. Recordaré que lo hemos celebrado en otras ciudades andaluzas: Granada, Jerez de la Frontera y Marbella. También lo hemos llevado a cabo en varias ciudades de España -Bilbao, Salamanca, Soria, Teruel, Zamora, Zaragoza, Valladolid… ¿no? En León y provincia, numerosos. Y en Madrid lo hemos celebrado en más de una docena de instituciones…Eso en lo que se refiere a España, porque también hemos filandoneado en Londres, Bath, Guadalajara de México, La Habana, Panamá, Tegucigalpa, Nueva York, Belgrado, Berlín, Bremen, Hamburgo… Seguro que se me olvida alguno…
En fin, querido Luis Mateo, que somos viejos pero resilientes, como se dice ahora.
LUIS MATEO DÍEZ
Querido Merino, lo de Celama es uno de esos asuntos que se comparten sin que las razones territoriales tengan mucho que ver con las geografías al uso, ya que como bien sabes los territorios imaginarios tienen mucho de mentales, y cualquier jocosa celebración de sus habitantes no deja de ser una ocurrencia con visos de cerebración inconsciente, como decía el poeta. En cualquier caso, tu encuentro con Ismael Cuende, que es sin duda el muerto más espabilado de aquel Páramo, me llena de satisfacción y, al tiempo, me inquieta, ya que estos entes de ficción son poco de fiar, y de Supremos Hacedores estamos hasta el gorro.
Nunca vuelvo a Celama sin avisar y no hay modo de quedar en ella sin sufrir quebrantos y alteraciones, sabes mejor que nadie que lo literario es un saco sin fondo, habitualmente lleno de sorpresas y con el saco al hombro el peso del cuerpo, del que te hablaba el otro día, incide en la incomodidad de la vida, aunque el saco esté lleno de historias, de piedras sería mucho peor, pero no sigo divagando. A Celama volví este verano desde la Drova, que es donde me recoge como sabes mi hermano Antón, para rescatar unas «Sacras estampas de Celama» que te haré llegar en cualquier momento.
No tenía ni idea de que hubiéramos hecho tantos filandones y en tantos sitios, aunque son muchos los años de celebración desde aquel Hay de Segovia, donde a Aparicio se le ocurrió denominarlos posmodernos, y donde se demostró la eficacia de los microrrelatos leídos y el ambiente verbal de nuestras gracias y consideraciones.
Es un hecho curioso constatar cómo a la gente le gusta escuchar historias, no ya leerlas, lo que se da por supuesto, sino escucharlas, hacer que la voz narrativa sea la voz oral, y la curiosidad proviene sin remedio de aquellas tradiciones orales vecinales, que tú y yo conocimos, si no en su esplendor, sí al menos en su persistencia, cuando éramos niños de posguerra y acudíamos embelesados a los filandones nocturnos y a los calechos del atardecer, ya que en los inviernos desmedidos los vecindarios habían inventado la sesión continua, convenía saciar y entretener lo que el tiempo demoraba y aburría.
Creo que siempre explicamos bien el sentido, ya no meramente antropológico de estas reuniones, también la expansión, que nosotros revivíamos, anotando su significado en las grandes colecciones de las sucesivas culturas que se mezclan contando sus cuentos, desde los egipcios y los indios a los griegos y latinos, desde Pantchatantra y Somadeba a las Mil y una noches, un fluir narrativo, propicio a la voz, desde la baja latinidad al
Renacimiento y que acaba fructificando, ahí es nada, en el Libro de Petronio y el Conde Lucanor, el Decamerón y los Cuentos de Canterbury
Lo ha estudiado muy bien nuestro querido Sabino Ordás, y a él le debemos un prólogo ilustrador en la edición de nuestras Palabras en la Nieve que luego tuvo traducciones al inglés y al alemán, donde la clientela se sentía perfectamente comprometida, lo que corroboraba lo que ya sabíamos, el contar universal de las voces que se escuchan.
Recuerdo, y me parece que ya me estoy poniendo pesado, una presentación de Luisita Chan en su universidad de Taiwán donde filandoneábamos, en la que remitía a las veladas literarias, las convocatorias narradoras de Los hermanos de San Serapión en Hoffman, Las Veladas de Dikanka de Nikolái Gógol o las de aquellos amigos que se reúnen alrededor del fuego para escuchar una estremecedora historia de fantasmas en Otra vuelta de tuerca de Henri James, entre otras.
Contar y andar contando, Merino, cuánto voy y vengo, qué largo es el camino de la imaginación para quienes tenemos vendida el alma al diablo, si en la ficción encontramos lo que el diablo nos ofreció como contraprestación a los tributos concedidos, y ya ves como un premio vale otro denario, el diablo no perdona, aguanta más que Dios y, al fin, nos adopta como sobrinos, recuerda que Diderot y otros muchos lo han contado a su manera. Abrazos a la vuelta de la esquina
su prólogo de Palabras en la nieve –123 páginas que reúnen 45 relatos, 15 de cada uno de nosotros- me ha hecho buscar el libro, y al releer el prólogo he descubierto algo muy importante para desvelar la sustancia del filandón y, creo yo, el sentido de su éxito.
Hace unos jueves, cuando salimos de la RAE, me preguntaste por un relato breve mío del que no recordabas el final. Es «Viajero aparente», que salió en Cuentos del libro de la noche y dice así: «El itinerario del aperitivo no fue como todos los días. Al encontrarse con él, muchos mostraban gran regocijo, lo felicitaban por su regreso, se alegraban de volver a tenerlo entre ellos. Bienvenido, Ramiro, ya era hora de que volvieses, bienvenido, te habías ido demasiado lejos, lo invitaban, un bar después de otro, Ramiro ha vuelto, decían, esto hay que celebrarlo. Bebió de más y cuando, después de despedirse, se fue a su casa para almorzar, con bastante retraso, caminaba inseguro y tenía mucha confusión en la cabeza, pero no tanta como para no saber que nunca había salido de aquella ciudad y que no se llamaba Ramiro».
Si incluyo el relato no es para abusar de tu paciencia -lo conoces de sobrasino para mostrar una de las razones del interés que despierta el filandón: el que en la charla que mantenemos Aparicio, tú y yo a lo largo del acto, tenga una importancia decisiva la extensión de los relatos que vamos leyendo, su condición de minicuentos
JOSE MARÍA MERINO
Caro Luis Mateo, contar y andar contando, como dices…
Nosotros hemos andado contando mucho, mucho…Pero tu alusión a nuestro bien querido Sabino Ordás y a
Para nuestra generación, fueron muy importantes en la consolidación del minicuento no sólo Borges y Cortázar, sino la recuperación de Ramón Gómez de la Serna y la aparición de antologías como la de Antonio Fernández Ferrer La mano de la hormiga, que hace un homenaje expreso a aquella reflexión de Juan Ramón Jiménez: « ¡…un libro puede reducirse a la mano de una hormiga porque puede amplificarlo la idea y hacerlo el universo!».
Nuestras amigas Ángeles Encinar y Carmen Valcárcel, en el prólogo de Más
Por Menos, Antología de microrrelatos hispánicos actuales –es sorprendente la cantidad de antologías y estudios que el género ha merecido– señalan «la mayoría de los múltiples términos, en muchos casos insólitas y originales creaciones léxicas, con los que se designa esta modalidad genérica de extraordinaria concisión narrativa: minificción, minicuento, microrrelato, microficción, ficción súbita, nanoficción, cuento muy breve, brevísimo o hiperbreve, relato ultracorto –mínimo, miniaturesco, cuántico, liliputiense, ascético, pigmeo, gnómico- textículo, descuento o cuentín, entre otros…».
Las antólogas advierten también de que «…guarda relación con las parábolas, proverbios y alegorías de la Biblia, con los textos sánscritos e hindúes, con la filosofía china, con los cuentos árabes, con los haikús y tankas japoneses, con las fábulas griegas, con los epigramas latinos o con los exempla medievales. Es evidente además su proximidad al cuento folklórico, mítico y legendario, al poema en prosa, al aforismo o a la greguería…».
El caso es que el minicuento es la sustancia de nuestros filandones, y en ellos alternamos el humor, el horror, lo fantástico, lo amoroso, lo abominable… con toda clase de personajes, situaciones y espacios. Incluso, como en los filandones clásicos, se recita algún poema -el romance de Delgadina-. Y la diversidad de voces, y el interés que los textos despiertan en el público, determinan que nos sigan invitando a celebrarlos.
La verdad es que a mí me encanta filandonear, pero recordarás, y con esto termino, que cuando estuvimos en Taiwan nos invitaron a una cena los directivos de un importante club literario, y como éramos dos españoles, y los españoles somos al parecer muy bebedores, cada uno de nuestros anfitriones llegó con un par de botellas de vino tinto que no sé cómo habían conseguido, y a lo largo de la cena le dieron tanto al sople que se emborracharon terriblemente…
¿A que da para contarlo en un filandón?
LUÍS MATEO DÍEZ
Querido Merino, te agradezco infinito que me recuerdes El viajero aparente, que es un micro tan insólito como verdadero, dos posibles características de ese género en el que, como en otros tantos, eres un maestro. Lo insólito y lo verosímil o la extrañeza de lo incierto, cuando en la realidad hay sucesos que desmienten cualquier disparate, por mucho que la imaginación se ponga estupenda. Como ese viajero aparente me sentí días atrás en manos de un conocido del barrio, y por eso quise recordar tu mini, ya que, tras un encuentro alborotado, con muchos abrazos y requerimientos, me llevó por muchos bares y en todos me asaltaron amigos interesados en saber mi paradero, algunos de ellos con no menos efusión que preocupación, hasta hacerme sentir incómodo. Nada se correspondía con la convención o naturalidad de quien conoces y saludas, todo resultaba algo absurdo o inquietante. O me habían confundido o el conocido del barrio se pasaba de listo. Me fui para casa con dos o tres copas de más y el vago recuerdo de una despedida en la que me felicitaban como autor de La lluvia amarilla y El caldero de oro. No me atreví a aclararles que Julio Llamazares y Merino eran muy amigos míos, pero no era yo el autor en ningún caso, aunque mucho me hubiera gustado escribir esas novelas.
La vida es un minicuento. La verdad una añagaza. La mentira una tabla de salvación. La falsedad una ignominia. No hay buena ficción que no cuente lo que no debe. No te fíes de los amigos que te saludan alborozados. En las barras de los bares peligra la identidad. El barrio tiene la solera de las farolas que lo iluminan…
Se me va la olla, Merino, y se me ocurren estas bobadas que a veces me animan para pasar el rato, son muchos los micros que adquieren la contunden-
cia de la contradicción y la sorpresa, es verdad, con frecuencia los mejores, y es curioso como en la ocurrencia de los mismos yo me he dejado llevar, lo que no deja de ser una opción arriesgada, ya que en este género lo estricto es mejor que lo descabalado, y atar bien atada a la imaginación parece una buena forma de evitar la facilidad y las trivializaciones.
Fíjate, yo creo que una parte sustancial del éxito de nuestros posmodernos filandones, como los llama Aparicio, estriba primero y, por supuesto, en la eficacia de los micros, en lo que el género tiene de complejidad y concisión. Después en la variedad de nuestra oferta, los distintos que son nuestros mundos narrativos, las ideas y obsesiones que conciertan. Y en las voces, en el hecho de nuestras voces, y maneras de expresarnos, cierta curiosa elocuencia para leer y comentar, para decir en cualquier caso y con la espontaneidad propicia.
Este pesado conocido del que te hablo y que me metió en la situación que te cuento, me abordó ayer en el bar donde suelo quedar con Marchamalo, y lo que me dijo redunda en la apariencia de cualquier paseante inusitado: las novelas que mentaron el otro día estaban equivocadas, no eran ni de Merino ni de Llamazares, tampoco mías, quiso aclararme, y si alguna vez alguien se decidiera a publicar las mías, remató el muy ladino, ibais a enteraros de lo que es bueno, es un aviso para navegantes aparentes.
En estos días el barrio está lleno y confuso, me guardo a mí mismo las ausencias y no entro en los bares, no queda nadie que no sepa que soy un viudo concienciado, lo que facilita mi anonimato. Nos vemos, si llegamos sanos.
Lorca sí, Galdós no
por Marta Sanz
1. El pasado noviembre estuve en el Instituto Cervantes de Nueva York conversando con mi traductora al inglés, Katie King. Me refiero a ella como «Katie» con la familiaridad del cariño. Katie es una profunda conocedora de las culturas hispánicas y americanas, lectora sagaz y re-creadora literaria de gran sensibilidad y oído lingüísticos. Katie me eligió y doy gracias: ella se deja la piel por mis textos. Especialmente por pequeñas mujeres rojas que, por amor al arte, Katie tradujo de cabo a rabo recreando la musicalidad del estilo original, sus reminiscencias trágicas y humorísticas, la hondura -de fosa por descubrir- en los que yo pensaba mientras escribía. Gracias al buen hacer de la agente literaria María Cardona, Clavícula será publicada en inglés por Unnamed Press con traducción de Katie King. Estamos de celebración. Hay motivos.
2. Tengo 56 años y quince novelas publicadas. Mentiría si dijera que la traducción de mis libros al inglés no era para mí una cuenta pendiente. Astillita clavada entre uña y carne. Se puede infectar. Mi caso no es excepcional. No es fácil ser traducida al inglés. Sin embargo, en la conversación con Katie, ella me ayudó a combatir mi pesimismo y prejuicios que también podrían haberse transformado en astillas: España es el país que cuenta con más traducciones literarias en Estados Unidos, por delante de Argentina y México. Este dato debería diluir esa tendencia al victimismo que, a menudo, he detectado entre quienes nos dedicamos en España al oficio de escribir. También nos permite ser moderadamente optimistas respecto al papel de las instituciones públicas y sus ayudas a la traducción. Digo «moderadamente optimistas», porque, en el contexto europeo -uso datos de Katie- las obras en español traducidas al inglés están por
debajo de los textos en francés o alemán. Es necesario frenar inercias que no se relacionan con la «calidad» -concepto movedizo-, sino con el poder cultural -es decir, económico- de las obras nacidas en un determinado país. Apelamos a la sapiencia del huevo Humpty Dumpty, señorial e indómito: «No importa lo que las palabras signifiquen, lo importante es saber quien es el que manda. Eso es todo». Las Alicias del mundo memorizamos la frase, la interiorizamos, para corroborar que la sentencia del huevo no es una huevada, sino pura lucidez: la autonomía del campo cultural, en el que se incluyen los trabajos de traducción literaria, se pone en tela de juicio en los tiempos del capitalismo avanzado porque los aspectos industriales fagocitan y recluyen, dentro de la jaula de lo minoritario, la diferencia y el riesgo de algunas propuestas artísticas. Especies en peligro de extinción.
3. Las subvenciones públicas no deberían reproducir la lógica del consumo cultural masivo que, en su apelación a la familiaridad y la espectacularidad, en su idea de lo cultural despojado de lo intelectivo, sobrevive sin necesidad de ayudas. También soy consciente de que, en términos generales, rodar una película cada vez es más difícil: desaparecen los cines -en New Haven, sede de la universidad de Yale, no hay ni uno- y «consumimos» películas en nuestros dispositivos digitales. Tanto el verbo «consumir» como el sintagma nominal «dispositivos digitales» repercuten en la definición de «película». En los atributos con que hoy tratamos de responder a la pregunta «¿Qué es el cine?».
4. Estas reflexiones contextualizan el segundo tema importante del conversatorio en el Cervantes. El título que Katie eligió para nuestro encuentro se basaba en un ejemplo retador: «Lorca sí, Galdós no». Durante mucho tiempo y aún hoy, Lorca es el poeta más admirado y traducido. El viaje que cristalizó literariamente en Poeta en Nueva York desencadenó un interés
al que se suman el asesinato de Lorca, la altura, el desasosiego y el misterio de su estilo, la fusión de tradición y vanguardia, el cosmopolitismo y el españolismo simultáneos que caracterizan los versos lorquianos. El olvido de Galdós probablemente surge de una visión degradada del realismo decimonónico como estilo incapaz de universalizar lo local: demasiados garbanzos, demasiado Zumalacárregui, demasiado Madrid, demasiada impregnación republicana, demasiado carácter local para una cultura no hegemónica en el mundo, porque ya sabemos que nuestra noción de lo global está marcada por la sentimentalidad del imperio y nunca hay demasiado pavo del día de Acción de Gracias ni demasiado Lincoln ni demasiado New York… «Lorca sí, Galdós no», el lema de Katie King me hizo pensar que hoy sucede exactamente lo contrario: narratividad, literalidad, asequibilidad lectora, intolerancia a la incertidumbre y a la frustración, aplicación de técnicas folletinescas, familiaridad con la página literaria reconvertida en salita confortable facilitan la venta de derechos de obras a la manera de Galdós, frente a la de poetas del amor oscuro a la manera de Lorca. En Frankfurt algunos libros se venden a partir de un extracto, y otros son desechados por su idiosincrasia literaria y su voluntad de estilo. Que nos traduzcan es milagroso y resulta indignante que obras fundamentales como Antagonía de Luis Goytisolo fuera traducida en 2022 en Estados Unidos. The New Yorker la señaló como uno de los libros del año. Ahora nos queda por ver cómo evoluciona la literatura y si, en la época de la velocidad del 5G, la precariedad -en el lenguaje, en la cartera-, la epidermis, la homogeneización en las traducciones de la IA, la política slogan de Milei y su preconizado fin de la justicia social, aquí y ahora, la forma literaria de leer se convierte en espacio de resistencia política para desentrañar los mecanismos de la realidad.
UNA GENEALOGÍA AFECTIVA
por Laura Chivite
Hace unos años, alguien me pidió que le dijera cuáles eran mis diez películas favoritas. Yo cogí un folio dispuesta a cumplir con su deseo, segura de que sería capaz de hacer una lista que reflejase con exactitud mis gustos y, ya de paso, mi alma. En cierto momento, miré el papel y en él había cuarenta y cinco títulos. Todas ellas eran mi película favorita, no fui capaz de quitar ninguna y tuve que forzarme por no añadir más. Dejé fuera Alien , por ejemplo, y no debería haberlo hecho.
Ahora me ocurre algo similar, lucho contra el impulso de empezar a soltar nombres a diestro y siniestro, temo ser incapaz de decidir o adivinar qué lecturas me han marcado en el transcurso de mi vida, qué autores o autoras merecen un lugar predilecto en esta humilde genealogía. Además, pienso ahora, algunas me habrán marcado como escritora y otras como persona. Pero, naturalmente, no voy a intentar hacer esa división, primero porque ni siquiera sé si existe tal división.
Empecé a leer a los quince años. Al principio, de una manera voraz y un poco patológica, como casi todo lo que se hace a esa edad, o como en cualquier momento que descubres por primera vez que todos los libros hablan de ti, que cada frase que subrayas está escrita para ti. Los libros que lees parecen ser todos los libros y después de haber leído veinte clásicos tienes la convicción irrefutable de que lo sabes todo sobre literatura.
En esa temporada de grandes nombres y grandes historias, hubo tres a los que posteriormente he vuelto y sigo volviendo sin parar: Salinger, Dorothy Parker y Truman Capote. En aquel entonces, del último solo leí Música para camaleones y de Dorothy La soledad de las parejas, pero recuerdo la manera en la que, junto con todos los cuentos y novelas en torno a la familia Glass de Salinger, se me abrió un mundo narrativo que hasta entonces no creía posible.
Después me mudé a Granada a estudiar Literaturas Comparadas y la literatura norteamericana quedó a un lado, porque durante los siguientes años leí, mayoritariamente, poesía. Fascinarse siendo joven con la poesía es como aprender a leer de nuevo, aprender a mirar las cosas de otro modo. Y esto lleva, con frecuencia, a escribir cientos de poemas malísimos que un día destruyes con
El autor estadounidense Truman Capote. Fuente: wikicommons
vergüenza y que, más tarde, cuando empiezas a cogerle cariño a la persona que fuiste, te arrepientes de haber destruido.
Una amiga mía me introdujo a Cristina Peri Rossi y me obsesioné con Cristina Peri Rossi, otra a Javier Egea y me obsesioné con Javier Egea, otra a Adrienne Rich y lo mismo. Durante un tiempo daba la sensación de que cada persona venía con un poeta, o al menos era una asociación que me divertía. Yo me traje de casa a Fernando Pessoa y me pregunto si habrá alguien en algún sitio que piense: «Ah, sí, la chica esa que me descubrió a Pessoa, ¿cómo se llamaba?». Mi hermana me enseñó a Stella Díaz Varín, otra amiga a Thelma Nava, y otro a José Ángel Valente, y así fui completando una estantería de libros y fotocopias que para mí contenían la verdad del universo. Después llegaron Paca Aguirre, Rilke, Blanca Varela, y voy a parar antes de que esto se convierta en el temido artefacto monstruoso de nombres.
Recuerdo, de todos modos, una anécdota graciosa que me ocurrió en esa época. Iba con una amiga por la feria del libro y nos topamos con esos tomos enormes de Lumen de las poesías completas de Alejandra Pizarnik e Idea Vilariño. Ninguna se decidía por cuál de los dos comprar, de modo que los cogió y me dijo: «Cierra los ojos y elige uno». Me tocó Pizarnik, así que ella se quedó a Vilariño. A ambas, sendos libracos nos acompañaron durante mucho tiempo, y más tarde, cuando por fin leí a Idea, pensé, con exagerada afectación pensé, en cómo hubiera sido mi vida si aquel día a mí me hubiera tocado su libro y a mi amiga el de Alejandra. Ella ha acabado haciéndose abogada fiscal, así que quién sabe.
En segundo de carrera, entre las asignaturas que podíamos elegir se encontraban las literaturas de una gran cantidad de paises, y como yo estaba pasando por un momento de especial idolatría con Wislawa Szymborska, opté por la literatura polaca. Gracias a ella, conocí, por ejemplo, a Witold Gombrowicz y a Stanislaw Lem, y así empecé a leer algo de ciencia ficción. Cuando me encuentre a Wislawa en algún espacio supraterrenal, le diré: «¿Sabes que tú me introdujiste indirectamente a la ciencia ficción?». Ella me mirará con los ojos entrecerrados y su sonrisa de genio cansado y me dará la respuesta más ingeniosa que exista. La aguardo con impaciencia. Un día, llegó a mí David Foster Wallace, y con él regresé a la narrativa norteamericana. Me hechizaron sus interminables frases subordinadas y su constante intento por abordar cada matiz de la realidad, por tratar de explicar la paradoja desde todos los ángulos. De sus cuentos y ensayos me propuse leer La broma infinita , y pasé un verano inmersa en esa trama alocada y, aunque no lo parezca, entretenidísima. Cuando lo acabé, pensé en hacer mi trabajo de fin de carrera sobre él y sobre Salinger, así que tuve que volverlo a empezar. Cuando le mencioné a una amiga el trabajo que hice en su día sobre La broma infinita
«Fascinarse siendo joven con la poesía es como aprender a leer de nuevo, aprender a mirar las cosas de otro modo. Y esto lleva, con frecuencia, a escribir cientos de poemas malísimos que un día destruyes con vergüenza y que, más tarde, cuando empiezas a cogerle cariño a la persona que fuiste, te arrepientes de haber destruido»
y la familia Glass, me dijo: «¿Y la gente no sale corriendo cuando se lo cuentas?». Me reí porque tenía razón: para mí son como dos padres a los que detestas un poco, pero a los que no puedes evitar querer.
Ese momento coincidió con que hacía poco que se habían traducido al castellano Manual para mujeres de la limpieza de Lucia Berlin y El club de los mentirosos de Mary Karr. Los leí a la vez y siguen pareciéndome de los mejores libros que he leído en mi vida. Fue uno de esos momentos clave en los que a una le golpea con fuerza el deseo de escribir así, de poder hacer eso. Y, justo después, el miedo a no ser capaz nunca de hacer eso, de hacerlo así.
Más tarde, mi padre me regaló los cuentos completos de Grace Paley, y durante mucho tiempo he estado centrada en relatos breves de escritoras estadounidenses y canadienses. No puedo sino celebrar la recuperación y reedición que se está haciendo de muchísimas autoras en las que por fin se está poniendo el foco. Siento que bastante gente de mi generación lleva ya un rato abrazando, como yo, esos tomos de los cuentos completos de Amy Hempel, Lorrie Moore (aunque de ella lo que más me gustan son sus novelas) o Lydia Davis. O descubriendo por primera vez a Jhumpa Lahiri, Alice Munro, Bonnie Jo Campbell… Escritoras tan diferentes entre sí y brillantes de un modo tan particular que no puedo sino soltar un profundo suspiro de gratitud al escribir sus nombres.
Por otro lado, hace poco he empezado a leer novedades literarias. Antes, por lecturas pendientes o por sencilla ignorancia, casi no leía a autores que estuvieran publicando ahora, y cada vez me topo con más libros que me sorprenden de maneras inesperadas. Además, lo bueno de leer a vivos es que, si todo va bien, van a seguir escribiendo. Me encanta la perspectiva de que pasen los años y me haga mayor leyendo las siguientes obras de Camila Sosa Villada, Alejandro Zambra, Roque Larraquy, Marta Jiménez Serrano, o tantas otras. Cuando yo era adolescente (cosa que, en realidad, ocurrió hace no mucho), prácticamente no se publicaban libros escritos por mujeres, o al menos esa era mi impresión, y eso me influyó mucho en mi manera de entender la literatura. Incluso en la manera de escribir, diría. Y por eso me alegra tanto que las próximas generaciones se inicien leyendo a autoras
que les inspiren, sea cual sea su género querido, el terror, el romance, el drama familiar, la fantasía, el humor, o todo eso junto.
Tengo la sensación de que, conforme crezco, mis lagunas literarias van creando un mar en el que nunca podré bañarme del todo (¿era posible hablar de los libros de mi vida sin caer, al menos una vez, en la torpe construcción de alguna metáfora cursi?). Que nunca llegaré a leer tanta literatura rusa como tengo en mente, que no seré nunca experta en Faulkner, o que, sencillamente, ni siquiera me leeré todos los libros que hay en mi casa. Sobre todo teniendo en cuenta lo mucho que me gusta releer. Por eso intento, o al menos estoy empezando a intentar, marcarme metas un poco menos ambiciosas.
Por ejemplo, aún no he leído a Iris Murdoch, Carmen Martín Gaite o Margaret Atwood, y son escritoras a las
La poeta argentina Alejandra Pizarnik. Fuente: wikicommons
«Cuando yo era adolescente (cosa que, en realidad, ocurrió hace no mucho), prácticamente no se publicaban libros escritos por mujeres, o al menos esa era mi impresión, y eso me influyó mucho en mi manera de entender la literatura.
Incluso en la manera de escribir, diría. Y por eso me alegra tanto que las próximas generaciones se inicien leyendo a autoras que les inspiren, sea cual sea su género querido, el terror, el romance, el drama familiar, la fantasía, el humor, o todo eso junto»
que admiro, cuyas entrevistas he visto y de las que sería capaz de hablar durante más o menos media hora con una desconocida. Pero no las he leído. Incluso podría contar un chiste buenísimo que contaba Atwood.
Aquel acerca de un escritor al que se le presenta el demonio y le dice:
«Serás el mejor escritor de la década. O mejor, del siglo. O mejor, del milenio. O mejor, serás el mejor escritor que haya habido jamás. Todo el mundo hablará de ti y te estudiará. Todo esto a cambio de la vida de tu madre, tu mujer, tus hijos y tu hermano». Entonces el escritor le dice: «De acuerdo, bien, vale, ¿dónde hay que firmar?» Y el demonio le dice: «Aquí, aquí, firma aquí». Y el escritor, contento, dispuesto a convertirse en una leyenda, está a punto de firmar, se detiene y le dice al demonio: «Espera, espera, ¿cuál es el truco?».
Conozco el chiste pero no su literatura, y la lista de casos similares es larga. ¿Cómo no va a serlo? Llevo trece años leyendo a un ritmo constante, ya no tan voraz y patológico como en mi adolescencia, pero sí bastante decente, y las lecturas pendientes no hacen sino crecer. Sin embargo, intento recordarme a mí misma que es importante seguir leyendo lento, detenerse en un párrafo cinco minutos, sin que el ansia de la acumulación guíe mi mirada.
En relación a esto, hay un tipo de textos que nunca me canso de leer y que, más allá del placer, me sirven como una especie de bastón a la hora de escribir: aquellos en los que los escritores hablan sobre su proceso de escritura. Me resultan profundamente útiles y entretenidos porque son como un manual de autoayuda para cualquier persona a quien de pronto se le olvide el sentido del acto
de escribir. Hay frases de Mi oficio de Natalia Ginzburg o de Mientras escribo de Stephen King que me han dado fuerzas para escribir un libro entero. Quizá porque, a veces, lo único que una necesita es que le recuerden por qué merece la pena seguir haciendo aquello que ama, que las palabras de una muerta amable la zarandeen y la pongan en su sitio.
Me doy cuenta ahora, casi en el final de este despliegue de escenas y apellidos, de que la genealogía de los autores de mi vida es, en el fondo, la genealogía de las personas de mi vida. Tal vez este ejercicio de memoria en el que llevo sumergida un rato me esté haciendo pecar de romántica, pero pienso de repente que los nombres que aparecen en estas líneas no son sino el resultado de las personas que entraron en mi vida una determinada tarde de abril, una noche de septiembre o qué importa cuándo. Y que mis lecturas futuras, esas lagunas de las que hablaba antes, serán aquellas que traigan las manos del mismo azar que trajo las anteriores.
ESTÉTICAS DE LA DERROTA
*Texto leído durante la presentación del libro Tierra de Campeones, de Diego Zúñiga.
por Juan Cárdenas
Permítanme una hipótesis irresponsable, como un gesto de hospitalidad hacia el extranjero. Es una hipótesis sobre la literatura de este país -precisamente Chile, cuna de ese bebé de Rosemary que es el neoliberalismo-. La formulación es sencilla: desde los años 70 hasta la fecha, la práctica de la literatura en Chile está marcada por algo que voy a llamar las estéticas de la derrota. Tomo prestado el nombre de mi amigo Bruno Bosteels, que habla de filosofías de la derrota para referirse al pensamiento de posguerra y sus embrollos metafísicos.
Ustedes se preguntarán a qué me refiero con ese término, estéticas de la derrota. Es sencillo: hablo de la manera en que la literatura ha respondido a la catástrofe posterior al 73. No quiero decir con esto que todos los textos chilenos producidos desde entonces encajen en esas estéticas o se dejen reducir a esta descripción que, por motivos de tiempo, es necesariamente un boceto, pero sí me gustaría sostener la idea de que dichas estéticas marcan un horizonte ideológico. La derrota se siente como algo irreversible, fatal y esa sensación, esa atmósfera política, acota el espacio potencial de lo que se escribe o, diría más, de las condiciones de posibilidad del texto.
Así, para empezar con la descripción, en la literatura de los 80, cuando el trauma estaba tan reciente y era necesario comprender y resistir, la literatura descubrió la metonimia entre cuerpo y lenguaje como superficie de inscripción del malestar social. El lenguaje que se enferma, el lenguaje secreto y esquizoide que surge como la radiación que escapa milagrosamente de un agujero negro. Ahí tenemos textos como El padre mío, de Diamela Eltit, está la poesía de Zurita y las novelas de Germán Marín, para dar algunos ejemplos. Pero también tenemos el cuerpo que, sometido a toda clase de vejámenes, privaciones, torturas, negligencias y represiones, empieza a producir una voz (una voz quebrada que puede ser insurgente o colaboracionista o una pura resistencia, en todo caso una voz potencial). Bajo la dictadura, la metonimia cuerpo/lenguaje produce textos de notable oscuridad y no es solo que tengan que hablar en clave, como los espías, para pasar la censura. Lo que sucede Una imagen ampliamente divulgada por medios de comunicion y artistas del Palacio de La Moneda en Santiago de Chile tras el golpe de estado de 1973. Fuente: wikicommons
es que la propia capacidad del lenguaje para crear sentido está en peligro y por eso los textos se deslizan a una zona de opacidad. Es el sentido mismo lo que amenaza con desaparecer en medio de la represión.
Y por supuesto, luego vienen los 90 y con ellos la transición democrática. Una época marcada por un extraño triunfalismo que no es otra cosa que la aceptación cínica de la derrota. La derrota entonces se vive como un raro triunfo y el sobreentendido de los textos producidos en esta etapa es que todo aquel horror era necesario, un blessing in disguise, para que los chilenos pudieran escribir sobre problemas del primer mundo, sobre sus pequeñas angustias existenciales dulcemente mitigadas por la avalancha de marcas y referencias pop provenientes del «mundo libre» («mundo libre», que, por cierto, es el responsable original de la derrota).
Los últimos veinte años estuvieron marcados por la postulación de la intimidad como la única alternativa, ya ni siquiera de resistencia, sino de resignación. El refugio aterciopelado. Es la era de la familia post-dictatorial bajo la mirada de los hijos en el tránsito al mundo adulto. Esta literatura, quizá hace falta decirlo, está marcada por una despolitización casi programática heredada en gran parte de la literatura de los años 90.
Ingresamos a una etapa donde la única vía es la soledad. Una poética basada en el principio vagamente orientalista de cómo asumir dignamente la derrota mientras usamos los codos para hacernos un huequito tierno en este mundo tan hostil.
Asimismo, estas estéticas de la derrota se manifiestan en otras prácticas que, echando mano de recursos provenientes del arte contemporáneo o del cine de vanguardia, apuntan a la creación de textos que, animados por la recepción algo tardía de los trucos del post-estructuralismo, vuelven a poner como máximo valor cierta idea de opacidad. Son escrituras que basan su eficiencia retórica en el prestigio cultural de la ambiguedad y que utilizan esos recursos de las artes visuales para crear zonas de indeterminación que, en medio de las agitaciones sociales recientes, han acabado por traducirse como gestos de tibieza política y conformismo. La ambigüedad como mecanismo para no tomar posición y criticar solo aquello que ya ha sido criticado, aquello que es totalmente seguro criticar.
Las estéticas de la derrota, en esta fase crepuscular, yo diría que la más sofisticada de todas sus fases, han acabado por dotar de glamour artístico a las imágenes de la catástrofe. Han conseguido fetichizar las imágenes del trauma, utilizaras como material estetizado, artístico, de unas instalaciones literarias que, rascando un poco más allá de la artesanía del collage, ya no producen aquella voz esquizo que surgía en la literatura de los años 80, sino lugares comunes y totalmente seguros del ideario progresista internacional.
«Y por supuesto, luego vienen los 90 y con ellos la transición democrática. Una época marcada por un extraño triunfalismo que no es otra cosa que la aceptación cínica de la derrota. La derrota entonces se vive como un raro triunfo y el sobreentendido de los textos producidos en esta etapa es que todo aquel horror era necesario, un blessing in disguise, para que los chilenos pudieran escribir sobre problemas del primer mundo, sobre sus pequeñas
angustias existenciales dulcemente mitigadas
por la
avalancha
de marcas y
referencias pop provenientes
del “mundo libre” (“mundo libre” que, por cierto, es el responsable original de la derrota)»
«El pueblo, sin embargo, no pre-existe a su invención. El pueblo no es una escencia o una sustancia metafísica, tampoco un recurso natural que hay que salir a explotar como una mina. Al pueblo hay que inventárselo. Hay que construirlo, hay que articularlo, hay que soñarlo»
Las estéticas de la derrota han devenido estéticas del conformismo. Al fin y al cabo, la única y verdadera labor del artista es triunfar en la producción de fragmentos, ruinas, hibridaciones, rumbo hacia el terreno teológico de lo ilegible o lo indecidible (como en la paradoja del gato de Shrödinger, Apruebo y a la vez No Apruebo).
La derrota entonces se volvió una cosmética que, déjenme repetirlo, fetichiza las imágenes del trauma y las convierte en una mercancía con un alto capital simbólico en el mercado internacional. Al artista entonces solo le queda barajar bien y hacer un coqueto «montaje» siguiendo las instrucciones de Didi-Hubermann o de la estética relacional de Nicolas Bourriaud.
Esto se me hizo particularmente evidente en una performance reciente de Nona Fernández donde las imágenes del Palacio de la Moneda bajo las bombas se proyectaban sobre el cuerpo de la artista. Las imágenes -convertidas en mercancía sentimental- y la artista fundidos en una prestigiosa danza espectral derrideana.
Advierto que con esto no estoy haciendo una valoración o un juicio sobre las obras. Por motivos de espacio y tiempo no puedo desmenuzar aquí los méritos de esas escrituras. Mi única intención es describir el clima ideológico donde se están produciendo esos textos, sus condiciones de posibilidad, como decía antes.
Sé que estoy abusando de su hospitalidad, pero ese es el panorama dominante tal como este extranjero culiado y entrometido lo ve.
Y es ahí, en medio de esa descripción, donde quiero situar la más reciente novela de Diego Zúñiga, esta Tierra de campeones que aparece justo en medio de las estéticas de la de-
rrota y que hoy presentamos justo aquí, en este lugar, desde el cual podemos divisar las calles que estallaron en 2019 y cuya exasperante quietud actual animan estas notas1 .
Voy a formularlo como una pregunta: ¿qué tipo de intervención supone un texto como este en el contexto actual donde parece que no se puede escribir más allá del microcosmos carcelario de esas estéticas de la derrota?
Voy a responder con una palabra clave, con el ábrete sésamo que, en mi opinión, hace que esta novela sea hoy más pertinente que nunca.
Esa palabra es PUEBLO.
Porque fue el pueblo lo que la dictadura se encargó de borrar. Ese mismo pueblo que con tanta paciencia habían construído años atrás Violeta Parra, en sus peregrinaciones por toda la largura de este país luminoso y a la vez eternamente resfriado; tan generoso y a la vez tan tacaño; tan contradictorio, en definitiva. La dictadura hizo todo lo posible para que el pueblo, un pueblo que, en gran medida, habían creado los artistas, fuera reemplazado por una comunidad de delatores y consumidores.
En esta novela de Diego Zúñiga asistimos a la puesta en escena de unas fuerzas ocultas pero siempre latentes. Unas fuerzas plebeyas que van configurando un nosotros donde la lucha por la supervivencia convoca la posilbidad de la utopía. Un nosotros frágil, es cierto, muy vulnerable, a merced tanto de la naturaleza como de las maquinaciones políticas, pero que no por eso deja de desarrollar habilidades, pericias, potencias, en definitiva, futuros.
El pueblo, sin embargo, no pre-existe a su invención. El pueblo no es una escencia o una sustancia metafísica, tampoco un recurso natural que hay que salir a explotar como una mina. Al pueblo hay que inventárselo. Hay que construirlo, hay que articularlo, hay que soñarlo.
Y aquí, en la novela de Zúñiga, el pueblo se postula indirectamente, como sucede también con los otros dos ejes en los que la novela se mueve, esto es, el paisaje y el territorio. No con la aspiración de una representación directa, a la manera del muralismo de la épica nacionalista o de los frisos imperiales, sino mediante un artificio que recuerda a eso que Auerbach llama el estilo bíblico, con una tendencia a la abstracción y donde la presentación de las acciones hace aparecer un fuera de campo. Se trata de un modo indirecto basado en el tejido de voces abandonadas que le permite a la la novela producir una intuición indirecta de las situaciones y los espacios y de paso crear silencios cargados de sentidos y sugerencias. Y así, por efecto de este artificio, va surgiendo completo el pequeño universo de la caleta donde el protagonista, llamado Chungungo, como se les dice a las nutrias marinas en el norte chileno, aprende poco a poco a dominar su curioso arte submarino.
1.Esta lectura tuvo lugar en la librería del GAM, en Santiago de Chile, desde cuyos ventanales se pueden ver las calles que fueron el epicentro del estallido social de octubre de 2019.
Ese uso del estilo bíblico nos permite reconectar la novela con otros textos latinoamericanos: las parábolas de Raduan Nassar, el Tomás González de las soledades del pacífico colombiano, las alegorías de Rey Rosa, el Ribeyro de los cuentos sublevantes o el último Arguedas.
Y esa apertura a dichas literaturas constituye otro de los puntos de fuga que el texto propone, más allá de las estéticas de la derrota.
Tierra de campeones, por otro lado, se atreve a ser político sin recurrir a la profilaxis de los lenguajes del arte contemporáneo y decide investigar (o sea imaginar, conjeturar, llevar al terreno de lo posible) cómo se forjó en las capas más secretas de la sociedad el sentimiento popular allendista. El allendismo o el proceso de politización, no como resultado de un adoctrinamiento o un catecismo, sino como un proceso de movilización de los afectos, las pasiones, el amor, el deseo. El allendismo como un campo emocional, como un territorio de sentimientos que movilizan a la acción y al compromiso.
La novela nos invita a pensar qué otras metonimias hicieron posible ese pueblo, esa lengua popular y esa sensibilidad. Y en definitiva, nos invita a preguntarnos por la
parábola del protagonista. ¿Qué quiere decir el periplo de ese cazador submarino que parece tener habilidades sobrehumanas, casi animales?
Termino estas notas con una última provocación: si Lemebel al morir se llevó a la tumba el secreto del pueblo, esta novela viene a decirnos que es hora ya de despertar a Pedro de su larga siesta, de sacudirlo dulcemente por los hombros para que nos susurre al oído al menos una pista, una contraseña que nos dé acceso a ese reino hermoso y festivo de los saberes plebeyos.
Y ya es hora de que la literatura deje de escribirse de espaldas a ese pueblo, de espaldas a la necesidad de inventar ese pueblo, ya es hora de dejar de escribir aceptando cómodamente la clase social que la dictadura asignó a la escritura. Porque la derrota es, en el fondo, eso mismo, una nebulosa clase social a la que todos, cuicos o no cuicos, pertenecemos. Solo la irrupción de un pueblo puede sacarnos del melancólico antejardín donde venimos escribiendo. Y no solo en Chile, en toda América Latina.
Libreria con novedades editoriales en el escaparate. Fuente: wikicommons
LA POESÍA DE PABLO PICASSO: DIARIO DE UNA DESTRUCCIÓN
por Andrés García Cerdán
el águila vomita sus alas sobre la miel del cielo
25 de diciembre de 1939
La obra maestra desconocida
En enero de 1937 Pablo Picasso, dejando atrás su casa en Rue La Boétie, 21, y el Castillo de Boisgeloup, se mudó al número 7 de Rue des Grands Augustins, París. No a cualquier número ni a cualquier edificio. Por sugerencia de Dora Maar, alquiló el lugar donde Balzac había situado el taller del pintor Frenhofer en su novela La obra maestra desconocida. Con algunas estancias en el sur de Francia, Picasso viviría aquí hasta 1955. En estos talleres fue concebido el Guernica, por ejemplo. Aquí aguantó la ocupación alemana de la ciudad. Las fechas son significativas porque se ajustan casi totalmente con los años en que Picasso fue escritor. Entre 1935 y 1959, el pintor malagueño escribió más de cuatrocientos poemas, las obras de teatro El deseo atrapado por la cola, Las cuatro niñas y El entierro del Conde de Orgaz, además de multitud de apuntes y notas inclasificables.
El inicio de este torrente poético coincide con un momento de crisis en la pintura y con excepcionales sucesos personales: el divorcio de Olga, el nacimiento de Maya, hija de Marie Thérèse Walter, y el encuentro con Dora Maar.
Al poeta Jaume Sabartés le había confiado en 1939 que aspiraba a un libro que fuera «el reflejo más exacto de su personalidad», «un verdadero popurrí»:
Habría letras y números, alineados o no […], como hacen los que se dejan llevar por el entusiasmo y la impaciencia. Habría saltos de línea, tachones y manchas, añadidos entre líneas, frases señaladas al margen con una flecha, figuras y objetos totalmente incomprensibles, a veces menos fáciles o menos legibles. Simplicidad y complejidad se combinarían como en sus cuadros, sus dibujos o sus textos, como en una habitación de su apartamento o de su taller, como en él mismo.
Pablo Picasso artista plastico y también poeta. Fuente: wikicommons
Sabartés sería el encargado de descifrar y transcribir aquellos poemas, de ordenarlos según la fecha con la que Picasso siempre o casi siempre los databa. Como cuenta Georges Brassaï, «Sabartés vino en noviembre [de 1935], se instaló en la casa de su amigo en La Boétie y empezó a ordenar sus papeles, sus libros, a descifrar sus poemas, a pasarlos a máquina».
Picasso se mostró en esas tentativas literarias absolutamente libre ante lo desconocido, sin más reglas que el instinto y llevado de un entusiasmo y una anarquía prodigiosos: «Mejor hacer una [gramática] de mi cosecha que plegarme a reglas que no me pertenecen».
Una «mística de la revuelta», como quería Aldo Pellegrini, hay desde el primer momento en esta escritura sin dogales, donde asistimos a la ceremonia de quien está inventando su propia forma de decir.
Pero estos textos ¿son poemas?, ¿poemas en prosa?, ¿escritos, así, de una forma amplia?, ¿son grafismos, obras de arte? Hay textos forjados en el espacio intermedial entre arte y literatura, otros que han sido grabados o litografiados individualmente. La permeabilidad entre géneros o disciplinas es lo que encontramos cuando Picasso pretendía la unidad de las artes: «Puedes escribir un cuadro con palabras, de la misma forma que puedes pintar sentimientos en un poema».
Para Michel Leiris, estos textos no adquieren jamás «forma de discurso». Para Bernadac, la escritura dice lo que la imagen no alcanza a decir. El mismo Picasso explicaba que los pictogramas e ideogramas orientales podrían haber sido suficientes para expresarse. «Si fuera chino -explica el malagueño-, no sería pintor sino escritor. Escribiría mis cuadros». La palabra en absoluto renuncia a su naturaleza visual, gráfica, a su capacidad de comunicar desde el significante, a esa conexión profunda que une los signos (lingüísticos, visuales, gráficos) con la realidad.
En cualquier caso, para hablar de su poesía se habla de escritura rizomática, de incoherencia, de destrozo de la sintaxis, de gramática perdida, de delirio y vómito, de antiestética, de desconocimiento, de senderos que se bifurcan, de escritura automática, de experimentación, de reescritura y borrones, de «plasmación visual», de «poemas río», de «chorro de palabras que nada detiene» y «poemas variaciones» (Androula Michaël), de falta de lógica consecutiva, de catarata, de respiración entrecortada e inacabable, de fragmentos, de pictogramas, de jeroglíficos, de trance, de exorcismo, de confluencias.
Todo ello es cierto y nada lo es. Roland Penrose avisaba en su biografía con palabras de Georges Ribémont Dessaignes: Rien de ce qu’on peut dire de Picasso n’est exact Casi una por una Picasso fue desmontando estas ideas, cualquier presuposición. Por ejemplo, negó haber utilizado la escritura automática o haber pertenecido a la escuela surrealista. A Jerome Seckler le dijo que no había sido nunca surrealista: «No he estado jamás fuera de la realidad».
En una anotación manuscrita, al margen de un artículo de Jean Cocteau sobre las Iluminaciones rimbaudianas, lo escuchamos defender un lugar único: «por qué meter a Rimbaud en la misma cama: entre Pascal y Racine. Ni delante ni detrás él
jamás habría querido acostarse con ellos». La unicidad es algo irrenunciable. El arte en sentido estricto, en su forma más bruta, no admite estabulación, cohabitación. Esta idea recuerda lo que Leo Spitzer decía a propósito de la crítica literaria: es imposible reducir la belleza a conceptos, cada obra lleva inscrita la necesidad de una interpretación propia.
Un libro es algo único, en movimiento. De movimiento -un movimiento salvaje, órfico, visceral- están hechos todos y cada uno de los poemas de Picasso.
Este libro en movimiento será, más que simple reflejo de su personalidad, una especie de segunda piel. El desorden y el riesgo trazan las huellas dactilares de una identidad literaria a día de hoy casi desconocida.
En vida de Picasso, apenas unos pocos textos suyos fueron publicados. La muerte accidental de Ambroise Vollard en julio de 1938 frustró la publicación de un libro de poemas. En 1937 apareció Sueño y mentira de Franco («fandango de lechuzas escabeche de espadas pulpos de mal agüero estropajo de pelos…»).
En 1936 Breton publicó una muestra de su quehacer en Cahiers d’art. En 1943, incluyó, entre Guillaume Apollinaire y Arthur Cravan, dos poemas de 1935 en su Anthologie de l’humour noir En 1954 la galería Louise Leiris publicaría Poèmes et litografies, con 11 textos en francés de 1941 y litografías de 1949.
Lo más simple y lo más complejo conviven en esta veta creativa casi secreta de uno de los genios del siglo XX.
La edición de Escritos/Écrits
La poesía completa de Picasso, Écrits, sólo se publicó en 1989. Al cuidado de Marie-Laure Bernadac, conservadora del Museo Picasso de París, y de Christine Piot, Gallimard editó un hermoso volumen con los poemas de Picasso, traducidos al francés por Albert Bensoussan, incluyendo al margen el texto original en español. El volumen se acompañaba de ilustraciones y copias de algunas páginas de los cuadernos, con sus anotaciones, sus cambios, sus tachones o sus dibujos.
En 2005, Ediciones Le Cherche Midi publicó en francés el volumen Poèmes, una antología de un centenar de textos. Esta misma selección aparecería en España en 2008, en traducción de Ana Nuño, con el título de Poemas en prosa, en la editorial Plataforma de Barcelona.
Akal ha publicado, con fecha de julio de 2023, sus Escritos, en traducción de Esperanza Martínez Pérez, de nuevo con prólogo de Leiris, con introducción y notas de Bernadac y Piot y una selección gráfica que muestra la originalidad y lo radical de la propuesta poética de Picasso. Esta colección amplía el corpus picassiano con textos recuperados en el archivo de Dora Maar, en colecciones privadas y en los fondos de los Museos Picasso de Barcelona y París.
Podríamos hablar de nuevo de una «obra maestra desconocida», dado que, por su naturaleza, por las condiciones de edición y por la gran sombra que su fama como pintor vuelca sobre ella, la poesía de Picasso apenas ha trascendido públicamente. Su literatura vive una situación de ancilaridad con res-
pecto a su obra artística, por más que sean múltiples los vasos comunicantes entre los distintos lenguajes en que se expresó. Con todo, son multitud los críticos que se han ocupado de analizarla y en estos últimos años goza de una atención quizá nunca vista. Así, el Museu Picasso de Barcelona organizó en 2019 la exposición «Picasso poeta», que un año más tarde llegaría al Museo Picasso de París para «escuchar el corazón» de su universo. En 2023 el Museo Reina Sofía o el Museo Picasso Málaga han preparado encuentros en torno a su poesía con especialistas y poetas.
Escribir mal
«¡Si escribir mal fuera posible! […] para lograrlo, habría que tener un perfecto conocimiento de la semántica». Escritos de Pablo Picasso es un libro que niega, invalida y demuele, a su manera, lo que entendíamos por literatura. Lo hace, además, hasta sus últimas consecuencias: incendiar, quemar, enterrar, ahorcar, defenestrar.
doy arranco tuerzo mato atravieso incendio y quemo […] taparé todas las ventanas y las puertas con tierra y con tus cabellos ahorcaré todos los pájaros que cantan (17 de septiembre de 1935)
En À propos de Baudelaire, Marcel Proust decía que algunos libros son, antes que nada, una cuestión de geología. Eso es lo que encontramos en Escritos: una inmensa fuerza, secreta, mineral, geológica. Un terremoto. Un regreso a la materia:
piedra bronce acero sangre fuego negro hollín puñetazo martillo maroma cadena de hierro perro lobo calamar frito negro disco de cante jondo orín ladrido de la campana labio ojo silbido flecha grito si el silencio se apaga ya está listo di cien veces a y después b y después a b a a y después a b a b y después y después a b c d salto del sapo que cae se ahoga (22 de enero de 1936)
La poesía de Picasso -poemas en prosa, razzias teatrales, apuntes, notas sueltas- será concebida en su práctica totalidad entre abril de 1935 («si yo fuera afuera las fieras vendrían a comer en mis manos») y agosto de 1959. Trozo de piel y El entierro del Conde de Orgaz son los últimos grandes textos. Como escritor, Picasso no se puede comparar con nadie. Para encontrar una raíz a esta explosión, casi por filogénesis, deberíamos acercarnos a profetas, místicos, heterodoxos, visionarios como William Blake o Emanuel Swedenborg, poetas malditos como Charles Baudelaire o Arthur Rimbaud, patafísicos como Alfred Jarry y dadaístas como Tristan Tzara. Y al Ulises (1922) de James Joyce o al García Lorca de Poeta en Nueva York (1929-1930). Una misma energía los atraviesa a todos: la excepción, el calambre, la iluminación.
La onda expansiva picassiana alcanzó a los grandes poetas de la vanguardia. Fue muy estrecho el contacto con Guillau-
me Apollinaire, Max Jacob, Paul Éluard, Jean Cocteau, Michel Leiris, Tristan Tzara, Jacques Prévert, Robert Desnos, André Salmon o Pierre Reverdy.
El mismo André Breton, sometido a esta expresividad adánica, pretendió desde muy pronto acercarlo la escuela surrealista, una etiqueta en la que nunca cupo el malagueño. En cualquier caso, parece que Picasso esté ahí desde el principio de todo, desde antes.
Breton publicó las primeras notas sobre un poeta iniciático en Cahiers d’Art en 1923. En 1936, en la misma revista, el francés recoge algunos fragmentos:
escucha en tu infancia la hora que blanco en el recuerdo azul bordea blanco en sus ojos muy azul y trozo de índigo de cielo de plata las miradas blanco cruzan cobalto el papel blanco que la tinta azul arranca azulada su ultramar baja que blanco goza del reposo azul agitado en el verde oscuro pared verde que escribe su placer lluvia verde claro que nada verde amarillo en el olvido claro al borde de su pie verde la arena tierra canción arena después de mediodía arena tierra en secreto cállate no digas nada
«La belleza será convulsiva», había pedido Breton. La poesía es «desnudarse del todo cuando no es el momento», dice Picasso, y «el cuerpo todo desnudo arrastrado al galope de los recuerdos» (7 de enero de 1940). Los recuerdos destrozados al galope, desfigurados, como Héctor arrastrado por Aquiles alrededor de Troya, sin compasión. Hay desnudez, hay ritual y hay desmembramiento.
Picasso podría decir con Mallarmé, «la destrucción fue mi Beatriz».
La destrucción es lo que se persigue.
La destrucción de la sintaxis, de la lógica, de la coherencia, del orden no es sino la destrucción de un sistema que es siempre insuficiente a la hora de decirnos, de escribirnos.
Escritos podría leerse así: como el diario de una destrucción.
y la voz que repite el espejo desnudado por cortesía del azul decidido a arrancarle alaridos de la boca desdentada de la ventana le hace una muy ceremoniosa y sumamente extraña reverencia (1 de marzo de 1940).
Gritos, aullidos, alaridos que vienen del hombre, de los enseres de la casa, de la mitología:
el borde de la sábana mordido por los alaridos de las sirenas degolladas (4 de marzo de 1940)
Los poemas nos arrastran al desarreglo de los sentidos y al desarreglo del lenguaje, que ya no puede ser denotación, convenio, sino creación, naturalismo expresivo. Para ello se invoca una y otra vez una «razón enloquecida y desnuda».
Algo hay de profecía en lo que el pintor le había dicho a Ángel Ferrant en una conversación de 1926:
Me preguntaron por qué no escribía. Es muy fácil escribir cuando se es escritor, tenéis a las palabras amaestradas y os llegan a las manos como pájaros. Pero, sí; realmente escribiré un libro […], así de grueso, y ofreceré un premio de doce botellas de champán para aquel que pueda leerme más de tres renglones.
Las palabras no pueden ser pájaros amaestrados: son un huracán de pájaros delirados, un torbellino arrebatador de alas y de vuelos que caen en picado sobre el mundo. Ese libro, que tardaría más de medio siglo en aparecer publicado y que Picasso fue urdiendo, excavando, deshilando durante más de 30 años, fue un libro grueso -más de 700 páginas en la edición de Akal- y un libro que sitúa al lector, palabra a palabra, al borde de un precipicio. Su alcance lo convierte en un documento artístico insobornable, de una exigencia radical y, en cierto sentido, sin exégesis posible. Es lo que es. Picasso nos obliga a aprender a leer de nuevo, según una gramática que responde únicamente a su «capricho».
y qué fuerza escondida en el agua del mármol líquido de sus gestos alimenta la fuente de tantas risas heno recién cortado aliento perfumado del gran paño de pared herido de muerte expirando su color en la pila de platos sepultada en la sombra (12 de febrero de 1937)
El premio de doce botellas de champán a quien pudiera leer más de tres renglones es una boutade, pero sobre todo una certeza:
nido de víboras sujetador amapola piedad camuflaje corpiño basura dorado tomate inyección centro de la circunferencia sabor amargo qué importa si necesariamente el día sabe encontrar su sitio preferido bajo la almohada y hacer sus necesidades perfumadas a la rosa matemática irresistiblemente agresiva mala y más negra que la naranja la música arrugada por el olor de mostaza en sus ojos la palabra última de la canción aviva el trozo de pared a la derecha de la ventana del poco de orgullo fijado con dos clavos en el lugar donde el sol golpea sin piedad (6 de febrero de 1937)
Sólo es posible recoger un fogonazo de esta gran hoguera donde se quema la cordura del mundo. Todo o nada. Picasso concibe sus poemas como un objeto instantáneo, que se hace y deshace en la lectura, escrito del tirón y con mucha frecuencia sin correcciones, es decir, de una totalidad inmediata, incendiaria e irreductible.
A Raymond Cogniat intenta explicárselo: «Tiendo a la semejanza más profunda, más real que lo real, que toca al surrealismo».
Un lenguaje sin ninguna limitación.
archivo de pedos podridos en su corazón bacalao lleno de gusanos sobre su lengua prisionera dentro de su boca rellena de pelos (19 de marzo de 1937)
Picasso despliega una lengua no prisionera. Lo había hecho con la pintura, de forma irreversible, casi cuadro a cuadro. En cada texto, la consciencia de que el lenguaje no puede ser solo convención, representación, causalidad.
maldita sea joder joder joder y orgullosa como Artabán y nada bonita cubierta de piojos y de pústulas sin elegancia alguna grasienta y negruzca hecha con el molde de hacer los cerdos de pan de especias para la Foire du Trône (5 de marzo de 1951)
El ritual de una escritura íbera.
Las palabras son un líquido amniótico, un líquido ritual en que somos bautizados cada vez en el sinsentido.
los brazos líquidos (son los brazos de la palabra en cuanto sale de los labios y ya va borracha del poco caso envuelta en el algodón hidrófilo de la melodía musical que se arrastra bajo la almohada) (2-7 de febrero de 1938)
A veces, el poema es un homenaje a sus maestros:
el personaje en la puerta es Goya pintando haciéndose un retrato con su sombrero bonete de cocinero y sus pantalones rayados como Courbet y yo – sirviéndose de una sartén como paleta
Qué coherencia, sin embargo, de principio a fin, la de este volumen con la obra escrita de quien lo apostó todo en cada palabra.
Jakovsky pareció entenderlo: «Todo es poesía y solo existe la clave de la poesía que puede abrir las puertas del arte de Picasso […]. La belleza está en todas partes y en ninguna».
Hacia el final de su vida Picasso le habría dicho al fotógrafo Roberto Otero, no sin ironía: «Soy un poeta descarriado. En el fondo, creo que soy un poeta que se ha echado a perder».
«No sé nada» se intentaba explicar ante Brassaï.
«Y punto eso es todo».
LA MUSA PARADISIACA
por Sergio Ramírez
El nombre científico del banano es musa paradisiaca, lo cual no es poca cosa. Una musa que se pudre sin los cuidados adecuados desde que el racimo es cortado de la mata, es transportada luego por barco en bodegas refrigeradas, y necesita de cámaras de maduración hasta que llega a los consumidores.
Su historia política, económica y social, y literaria, es larga, desde que, en 1870, el capitán Laurence Dow Baker, al mando de la goleta Telegraph, compraba bananos en Kingston, Jamaica, y los vendía en el puerto de Boston con una ganancia exorbitante. Era una fruta sabrosa, nutritiva, y más barata que las manzanas: con 25 centavos se compraba un racimo de doce bananos, frente a sólo dos manzanas.
En Centroamérica los cultivos se iniciaron alrededor de ese mismo año de 1870, pues el café en algunas zonas necesitaba de la sombra protectora de las matas de banano. Y es cuando surgen personajes como Minor Keith, fundador de la United Fruit Company en Costa Rica; Sam Zemurray, fundador de la Cuyamel Fruit Company en Honduras, y los hermanos Vaccaro fundadores de la Standard Fruit Company, también en Honduras.
Las compañías bananeras llegaron a ser verdaderos enclaves. Deponían y ponían gobiernos, atizaban guerras fronterizas, controlaban los ferrocarriles y los puertos, y se hallaban libres del pago de impuestos y de las leyes laborales. Tenían sus propias fuerzas policiales y los ejércitos a su disposición para reprimir las huelgas; y cuando se topaban con gobiernos díscolos, tramaban golpes de estado, o la infantería de marina de Estados Unidos acudía en su auxilio.
A comienzos del siglo veinte, un viajero que recorría Centroamérica escribió: «países que no importa cómo se llamen, son gobernados por una firma de importadores de café en la ciudad de Nueva York, por una firma de ferrocarriles alemana, por una línea de vapores costeros, o por una gran casa de comercio, con sus oficinas en Berlín, o Londres, o Bordeaux...y ahora por la frutera desde Boston, Massachusetts».
Minor Keith, originario de Brooklyn, era hijo de un comerciante de madera, y a los 16 años se empleó en una tienda de Broadway, para convertirse luego en inspector forestal, y en dueño de una finca ganadera en Texas, hasta que en 1871 se trasladó a Costa Rica para trabajar con su tío en la construc-
Fuente: wikicommons
ción del ferrocarril a la costa del Caribe, necesario para las exportaciones de café, base entonces de la economía de los países centroamericanos.
En 1882 la empresa del ferrocarril se hallaba en quiebra. Keith echó una mano al presidente Próspero Fernández para su rescate financiero con la banca internacional, y el destino le echó otra a él, pues se casó con la hija de don José María Castro Madriz, quien había sido el primer presidente de Costa Rica y conservaba gran influencia en la política del país.
Comprometió su propio capital en el rescate del ferrocarril, y a cambio el presidente Fernández le otorgó en 1884 la concesión de un área de 3.000 kilómetros cuadrados a lo largo de la ruta del ferrocarril, y la operación del ferrocarril mismo por un plazo de 99 años.
Poco tiempo después de su llegada a Costa Rica, él y su tío habían empezado con la siembra del banano para alimentar a los trabajadores que construían la vía férrea, pero no tardó en iniciar la exportación de la fruta hacia Nueva Orleans a través de su empresa Tropical Trading and Transport Company, que extendió sus operaciones a Panamá y a la costa del Caribe de Colombia, y luego hacia El Salvador, Honduras y Guatemala, país donde llegó a ser dueño del 40% de las tierras cultivables. Y en todos estos lugares se hizo también con el control de los ferrocarriles.
La United Fruit Company, la «Mamita Yunai», se originó en 1899, cuando la Tropical Trading se fusionó con la Boston Fruit Company, propiedad de Andrew W. Preston, quien controlaba la producción del banano en las islas del Caribe, y poseía una importante flota de barcos de carga, que tras la fusión pasaría a ser conocida como «la flota blanca».
Pero Keith no reinaba solo en el negocio bananero. Sam Zemurray era un inmigrante judío de Besarabia que a los 18 años compraba en el puerto de Nueva Orleans los bananos que llegaban de Honduras pasados de madurez para fabricar vinagre, y se le ocurrió que la mejor ganancia estaría en cultivarlos. A los 21 años había hecho suficiente dinero como para comprar un vapor viejo en el que viajó a Honduras en 1910, donde adquirió 20 kilómetros cuadrados de tierras junto al río Cuyamel, y a su regresó contrató a una partida de mercenarios encabezados por Guy «Machine» Molony y Lee Christmas, para que armaran una tropa que ayudara a volver al poder al presidente Manuel Bonilla, quien vivía exiliado en Nueva Orleans tras haber sufrido en 1907 un golpe de estado.
Una vez reinstalado Bonilla en el palacio presidencial en Tegucigalpa, Zemurray procedió a fundar en 1911 la Cuyamel Fruit Company que recibió generosas concesiones de tierras vírgenes, exención de todo tributo fiscal, y autonomía en sus operaciones. A partir de entonces pasaría a ser conocido como el todopoderoso Banana Man
En 1920 el gobierno de Honduras entregó a Roberto Fasquelle, socio de Zemurray, la operación del Ferrocarril Nacional de Honduras, que le endosó la concesión. Amplió sus operaciones a Nicaragua, y en 1929 exportaba a Estados Unidos cerca de 10 millones de cabezas de banano. Ese
año, a cambio de acciones por 31 millones de dólares, cedió el control de su empresa a la United Fruit Company.
Los hermanos Giuseppe, Félix y Luca Vaccaro, inmigrantes de Sicilia a Estados Unidos, empezaron importando cocos en 1899 desde el puerto de La Ceiba en Honduras, para crear luego su empresa bananera Vaccaro Brothers en 1906, gracias a la concesión que les otorgó el generoso general Bonilla. Y se dedicaron también a la producción de hielo para refrigerar los barcos de transporte. En 1924 crearon la Standard Fruit Company, la gran rival de la United Fruit, con la que competía por el control del hielo, guerra en la que terminaron triunfando porque se hicieron con el control de todas las fábricas de hielo en Nueva Orleans, y Giuseppe pasó a ser conocido entonces como el Rey del Hielo
Tras el crack de la bolsa de Nueva York en 1929 el mercado del consumo de bananos se redujo en Estados Unidos, con lo que el valor de las acciones de la United Fruit se vino al suelo. Es cuando Sam Zemurray vuelve a entrar en escena, y al comprar la mayor parte de las acciones devaluadas de la compañía, se adueña de ella.
Ya para entonces las repúblicas centroamericanas, y no pocas del Caribe, pasan a ser conocidas en el imaginario político como «banana republics», un término que se debe al escritor William Sydney Porter, conocido como O’Henry. Se hallaba empleado como cajero del del First National Bank en Austin, cuando en 1895 fue acusado de desfalco. En la víspera del juicio huyó en un barco de carga que salía de Nueva Orleans hacia el puerto de Trujillo en Honduras, donde se quedó por siete meses; años después escribió una colección de cuentos de temas relacionados, que bien pude ser leído como una novela, De coles y reyes, publicado en 1904.
El título viene del poema de Lewis Carroll «La morsa y el carpintero», que aparece en A Través del espejo: «Ha llegado el momento -dijo la Morsa- de hablar de muchas cosas: de botas y botes y betún, y de repollos y reyes…».
En el libro, Trujillo pasó a ser Coralio, y Honduras la república de Anchuria, y fue en sus páginas donde acuñó el término: «En esos tiempos teníamos tratados con casi todos los países extranjeros excepto con Bélgica y aquella república bananera de Anchuria…».
Bandera de la Banana Fruit Company. Fuente: wikicommons
«La
presencia avasallante de estos enclaves, cuyo
símbolo mayor era la United Fruit,
da
paso en Centroamérica a la novela bananera, que surge en los años cuarenta, y la primera de esas novelas, y la más emblemática, es Mamita Yunai. El infierno de las bananeras de Carlos Luis Fallas, publicada en 1941.
Otras del género son Bananos (1942) del nicaragüense
Emilio Quintana y Prisión Verde (1950), del hondureño
Ramón Amaya Amador, los tres con la experiencia de haber sido trabajadores en las plantaciones de banano, antes de pasar al periodismo»
El rápido paso de la república liberal hacia la república bananera en Centroamérica, hacía que se cumpliera el sueño positivista de fin de siglo: ferrocarriles, puertos, nuevos poblados, energía eléctrica, técnicas agrícolas, radiotelegrafía, la selva virgen penetrada por el arado mecánico; desde entonces, riqueza para pocos. Y alrededor de los miles de hectáreas que las concesiones les otorgaban con largueza, las bananeras tendían sus cercos alambrados y pasaban sobre la ficción republicana estableciendo sus enclaves.
La vieja oligarquía quedaba relegada a sus plantaciones de café, cultivo pasivo y estacionario que no demandaba ninguna modernización, y no recibió ninguna participación en las empresas bananeras que quitaban y ponían presidentes y controlaban las cámaras legislativas. Sam Zemurray afirmaba que «en Honduras los diputados eran más baratos que las mulas». Las repúblicas independientes se volvían una ficción.
La presencia avasallante de estos enclaves, cuyo símbolo mayor era la United Fruit, da paso en Centroamérica a la novela bananera, que surge en los años cuarenta, y la primera de esas novelas, y la más emblemática, es Mamita Yunai. El infierno de las bananeras de Carlos Luis Fallas, publicada en 1941. Otras del género son Bananos (1942) del nicaragüense Emilio Quintana y Prisión Verde (1950), del hondureño Ramón Amaya Amador, los tres con la experiencia de haber sido trabajadores en las plantaciones de banano, antes de pasar al periodismo.
También figuran dentro del género el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, quien escribió una trilogía compuesta por Viento Fuerte (1950) El Papa Verde (1954) y Los ojos de los enterrados (1960); y el costarricense Joaquín Gutiérrez con Puerto Limón (1950); un ciclo que en el Caribe se extiende hasta Cien años de Soledad (1976), del colombiano Gabriel García Márquez, donde la presencia de la United Fruit es esencial en la vida de Macondo.
Carlos Luis Fallas (Calufa), quien nació en 1906 y murió en 1966, fue desde adolescente liniero ferroviario, y en las bananeras peón, cargador de racimos, ayudante de albañil, operador de dinamita y tractorista, «ultrajado por los capataces, atacado por las fiebres, vejado en el hospital», según su testimonio; se hizo zapatero, y pasó luego a dirigente sin-
dical y militante fundador del Partido Vanguardia Popular, el partido comunista costarricense, encabezando las huelgas en las plantaciones.
Costa Rica era un caso singular. Era el único país de Centroamérica que no había caído bajo la égida de las dictaduras militares, salvo muy fugazmente con los hermanos Tinoco, entre 1917 y 1919, y conservaba la alternancia de gobiernos electos, y el funcionamiento de sus instituciones. Y, caso singular también, el partido comunista era legal, y tuvo un papel central en la historia de Costa Rica cuando en 1940 fue parte de una alianza política con el gobierno del doctor Rafael Ángel Calderón Guardia, de orientación socialcristiana, y la iglesia católica bajo el liderazgo del arzobispo de San José, monseñor Víctor Manuel Sanabria, alianza que hizo posible la promulgación de leyes sociales fundamentales, entre ellas el Código del Trabajo.
Mamita Yunai surge como la novela de un militante forjado en las luchas sindicales, y en las huelgas bananeras, la más importante de ellas la de 1934. Antes de ser editada en forma de libro fue publicada por entregas en el semanario Trabajo, órgano oficial del partido, y como novela testimonial, no oculta su carácter de denuncia, según reconoce el propio autor en el prólogo a la edición hecha en Cuba en 1966: «Escribí este libro, sin ser escritor, fundamentalmente para llenar una necesidad revolucionaria».
Mamita Yunai se compone de tres partes: Politiquería en el Tisingal de la leyenda; A la sombra del banano; y En la brecha. El personaje principal José Francisco Sibaja, Sibajita, activista del Bloque de Obreros y Campesinos, nombre original del partido comunista, y que asume el papel de narrador, es un alter ego del propio autor. En la primera parte es enviado por su partido a vigilar el desarrollo de un proceso electoral fraudulento en la sierra de Talamanca, tierra de indígenas, y en las otras dos se convierte en testigo de los abusos de los funcionarios de la frutera en las plantaciones y campamentos de la costa del Caribe, y del sufrimiento de los trabajadores. En la edición mexicana de 1957, agregó, «a manera de cuarta parte», un discurso suyo del 18 de septiembre de 1955 en una asamblea de trabajadores, donde cuenta sus experiencias de la huelga de 1934.
Fallas no tenía ninguna instrucción literaria, pero sí una dotación natural de narrador que deja patente en Mamita Yunai y en sus otros libros, como Gentes y gentecillas (1947) Marcos Ramírez (1952), que es también autobiográfico, y donde relata su infancia.
Y es esta virtud suya, de observador acucioso capaz de llevar a la página el registro de los padecimientos y alegrías de sus pequeños personajes, lo que libra a la novela del panfleto y la convierte en una crónica cotidiana, en reportaje de vida y en testimonio íntimo.
Pablo Neruda, otro militante comunista, hizo que la novela fuera editada en Chile en 1949 por la editorial Nascimento: «el soplo poderoso del gran poeta Pablo Neruda le echó a correr por el mundo» diría el propio Fallas. Y uno de
«Mamita Yunai surge como la novela de un militante forjado en las luchas sindicales, y en las huelgas bananeras, la más importante de ellas la de 1934. Antes de ser editada en forma de libro fue publicada por entregas en el semanario Trabajo, órgano oficial del partido, y como novela testimonial, no oculta su carácter de denuncia, según reconoce el propio autor en el prólogo a la edición hecha en Cuba en 1966: “Escribí este libro, sin ser escritor, fundamentalmente para llenar una necesidad revolucionaria”»
los personajes de Mamita Yunai, al que sólo conocemos por su apellido, Calero, un muchacho trabajador bananero que muere aplastado por un árbol, en evocado en El canto general, aparecido en México en 1950:
No te conozco. En las páginas de Fallas leí tu vida, gigante oscuro, niño golpeado, harapiento y errante. De aquellas páginas vuelan tu risa y las canciones entre los bananeros, en el barro sombrío, la lluvia y el sudor.
Qué vida la de los nuestros, qué alegrías segadas, qué fuerzas destruidas por la comida innoble, qué cantos derribados por la vivencia rota, qué poderes del hombre deshechos por el hombre!
BI BLIO TECA
Peregrina y peregrinaje
Leila Guerriero
La llamada
Anagrama 430 páginas
Mi novela favorita de Joan Didion se titula Una liturgia común y transcurre en una republiqueta centroamericana que no es Argentina pero que podría serlo por su contexto revolucionario y clandestino. Y porque habla y cuenta acerca de la pérdida de personas —de seres más o menos queridos— en el nombre de la Historia. Y porque se concentra —los encomillados son de Didion— en las «complicaciones».
Y la de Didion podría ser del tipo de novelas que —por ambición y por talento y por riesgo; y porque en ella una mujer escucha a otra y toma notas— escribiría la gran cronista argentina Leila Guerriero de no estar dedicada y exclusivamente preocupada y ocupada por la realidad. Esa palabra a la que Vladimir Nabokov recomendaba —a la hora de serle fiel y preciso a y con sus complicaciones— escribir siempre entre comillas.
¿Y a qué género pertenece La llamada? Es una crónica, claro. Pero, también, La llamada es otra crónica de Guerriero. Género muy particular dentro del género general acerca del que, me pregunto, cuáles serán sus constantes y reincidencias, sus rasgos comunes y reconocibles.
En principio no parece que los tenga. Pero al poco tiempo se me ocurre que los «protagonistas» o los «héroes» de los libros de Guerriero sí tienen algo que los une. Se me ocurre que esos ventosos suicidas de la Patagonia, ese casi samurái-zen bailarín de malambo, ese pianista diferente como suelen serlo todos los grandes pianistas, esos soldados bajo tierra extranjera que se quiere patria e, incluso, la misma autora postulando en dosis homeopáticas la teoría de su gravedad con agudeza son, sí, todos mutantes. Todos empiezan siendo algo que ya eran y acaban siendo algo que ya serían luego de oír el llamado de una vocación o, sí, de la llamada de algo que los convoca y los arrastra. Y que entonces el trabajo y la tarea de Guerriero —eso que es también lo que le gusta o, usando ese verbo tan ambiguo y de maldición china, le interesa— es el de atraparlos/retratarlos en el acto mismo de esa metamorfosis a veces íntima, a veces colectiva.
Y La llamada es el retrato de una mutante
Y su título alude a una providencial a la vez que condenatoria llamada telefónica (y en la novela de Didion hay, tam-
bién, una llamada telefónica de esas) pero, también, a una llamada ideológica-revolucionaria-histórica-sociológica-etc. y, por lo tanto y a su manera, a una llamada cuasi litúrgica-religiosa-mística (y la propia Guerriero confiesa, en las primeras páginas del libro, como si se tratase de algo que no es penitencia pero tampoco bendición, que «Así inauguro mi peregrinación a esa mujer»). La llamada es, también, antes que nada y después de todo, la peregrina protagonista de La llamada. Pero la llamada es también Guerriero, quien acude a su llamado. Y aquí viene y voy a dejar que Guerriero presente a esa mujer a la que se acerca con la más cercana de las distancias, como debe ser, así: «Silvia Labayru, estudiante de Medicina, Historia, Psicología, brevemente de Sociología, argentina, exiliada en España desde junio de 1978, actualmente fluctuando entre Madrid y Buenos Aires. Si se le pregunta dónde vive, a veces responde: “En el limbo”». A lo que añade Silvia Labayru, y se lo anticipa a Guerriero: «A veces me da temor no poder expresarte lo que pasó, porque tengo esta manera tan fría de contarlo».
Pero Silvia Labayru —secuestrada y violada y abducida y poseída durante un año y medio en esa casa embrujada que es la Escuela de Mecánica de la Armada— no tiene por qué o de qué preocuparse por su temperatura mental o corporal. Porque quien la cuenta a ella —y a su particular odisea con mucho de ilíada generacional— es Guerriero.
Y en La llamada se insiste una y otra vez en la conjugación de un verbo. Y es ese verbo que está en el principio y en el durante y en el final del oficio que Guerriero supo elegir. Y ese verbo es reconstruir que —tal vez, para Guerriero— sea sinónimo de peregrinar.
Así, en La llamada, hay un párrafo que —como si fuese una oración, una plegaria, una liturgia poco común— se repite varias veces y que, pienso, es además una suerte de mantra de todo el asunto a la vez que es el llamado al que acude Guerriero.
Allí se lee: «A lo largo de cierto tiempo —días, semanas, meses—, nos dedicamos a reconstruir las cosas que pasaron, y las cosas que tuvieron que pasar para que esas cosas pasaran, y las cosas que dejaron de pasar porque pasaron esas cosas. Después, a lo largo de cierto tiempo, nos dedicamos a reconstruir las cosas que pasaron, y las cosas que tuvieron que pasar para que esas cosas pasaran, y las cosas que dejaron de pasar porque pasaron esas cosas».
Esta es, pienso, una parrafada no didionesca sino un puñado de palabras por las que Didion hubiese matado por escribir e incluir en esa novela, Una liturgia común, que empieza con la frase: «Seré su testigo».
Y, sí, en La llamada Guerriero es testigo de Silvia Labayru y de los suyos. De sus idas y vueltas, de sus evoluciones e involuciones y de revoluciones. De su ser arrastrada por las tempestades de una época. De su, digámoslo de una vez, vida «de novela». Porque La llamada es, seguro, el libro más novelesco de Guerriero. Y el más realista en el sentido en que lo son Anna Karenina o Madame Bovary que, como La llamada, tuvieron su
primer latido en la lectura casual de un artículo de periódico. Y el más modernista en el sentido en que lo es, siempre con esa ambigüedad, La señora Dalloway; o lo son esas tramas —de Henry James o de Joseph Conrad o de Ford Madox Ford— que siempre empiezan en una veranda con alguien contando algo un poco al pasar para que enseguida pase de todo.
Y en La llamada pasa de todo y son muchos los que pasan para dejar de pasar o seguir pasando: víctimas y victimarios de Guerra Sucia, padres e hijos, amigos y amantes y camaradas de batallitas que se quieren limpias, civiles y militares y guerrilleros, torturados y torturadores, médiums y fantasmas, caídos en acción y veteranos de trincheras, chispas e incendios, llamadas y llamaradas. Y una chica inmensa que en otra dimensión hubiese sido la perfecta muchacha ojos de papel reconocida —no como montonera chic bajo el alias del nombre-de-guerra de Mora— sino como la sonrisa y las curvas en alguna de esas setentistas publicidades argentinas de jingle irresistible cantándole a una marca de cigarrillos o de jabón. Y el mejor elogio que se le puede hacer a La llamada es que entiende y hace entender el pasado del mismo modo en que nos lo enseñó William Faulkner: «El pasado nunca está muerto. Ni siquiera es pasado».
Pero el pasado está y, como ya se sabe, es la parte más importante del breve presente y del futuro que nunca acaba de llegar por más que se lo llame. En cambio, si se lo llama, el pasado siempre acude a nuestra llamada. Es más: nada le gusta más al pasado que el que lo llamen. Pero, claro, hay que arriesgarse a hacerlo. En La llamada se arriesga a llamarlo Silvia Layburu (por motivos que para mí siguen siendo un gran misterio, y ese es uno de los más grandes méritos de La llamada). Y en La llamada también se arriesga Guerriero (por motivos más que evidentes: aquí hay una gran historia que más que merece a una grande para que la cuente a lo grande).
Podría decir que siempre pensé que Leila podía llegar a escribir un libro tan formidable y estremecedor como La llamada. Pero estaría mintiendo y me privaría de uno de los grandes y más culposos placeres en la vida de un lector y de un escritor quien conoce personal y amistosa y admirativamente a quien está leyendo: el de que ese alguien y ese algo superen aún sus expectativas más optimistas y fantásticas. La llamada —me parece, estoy seguro— es ese libro que Leila Guerriero estaba llamada a escribir. Guerriero escribió muy buenos libros antes y, seguro, escribirá muy buenos libros después; pero puedo asegurar que, en la obra y vida de Guerriero ya hay y habrá un antes y habrá un después de La llamada.
En Una liturgia común, Didion comienza con la narradora prometiendo dar voz al testimonio de una mujer, y termina con la admisión de un fracaso: «No he sido el testigo que quería ser».
En La llamada, alguien le dice a Guerriero: «No entiendo por qué te interesa Silvia Labayru. ¿Qué tiene de singular?... No sé qué le ves».
Y, una línea más abajo, Guerriero explica: «Hay una pregunta que hacen siempre: “¿Por qué elige las historias, con qué criterio?”. Quizás con el peor de todos. Una abstrusa y soberbia necesidad de complicarse la vida y, al final, vencer. O no. A lo mejor por preguntas de hace dos décadas que quedaron flotando en el viento».
En la nada abstrusa y del todo y en el mejor sentido soberbia La llamada, Guerriero pregunta y se pregunta.
Y se responde.
Y es la testigo que quiso ser.
Y así vemos y oímos a la compleja Silvia Labayru porque —habiéndola llamándola primero para llamarnos después— es Leila Guerriero quien se complica la vida con esta vida para, al final pero desde el principio, vencer.
O sí.
por Rodrigo Fresán
Nuestro vacío
Josefina Vicens
El libro vacío/Los años falsos
Tránsito
308 páginas
1.
Josefina Vicens —autora mexicana, tabasqueña— ganó el prestigioso Premio Xavier Villaurrutia de escritores para escritores en 1958 por El libro vacío, su primera novela. Octavio Paz, quien había recibido el mismo premio en 1956, le escribió entonces una carta para decirle, entre otras cosas: «ahora que reina en tanto espíritu la discordia y la ira divisoria, es maravilloso descubrir que coincidimos con alguien y que realmente hay afinidad entre los hombres». Aunque el uso de «hombres» hoy pueda resultar polémico, la intención de Paz era, podemos suponer, darle a Vicens la bienvenida al mundo literario, en donde «hombres» fue utilizada de forma genérica en vez de «personas».
La ensayista Adriana González Mateos considera que aquellas palabras, más allá de su intención original, fueron para Vicens el cumplimiento de sus sueños: «ella, bautizada como Josefina, era un hombre». De acuerdo con esta lectura, el narrador de El libro vacío, José García, había permitido a Vicens «comparar su propio desempeño masculino
con el de otros hombres y tranquilizarse al comprobar que todos sufren la misma sensación de deficiencia».
A mí, la verdad, en referencia a la carta de Paz, me provoca interés otro detalle: el empleo de la primera persona del plural: ¿quiénes encontraron maravilloso coincidir con Josefina, además del propio Paz?
2.
Las lecturas sobre El libro vacío —cada vez más, por fortuna— no pueden soslayar tres aspectos formales de la novela. 1) El tema: trata, en apariencia, sobre la nada, donde un hombre de mediana edad, insatisfecho con la vida, se enfrenta a la imposibilidad de escribir, lo que constituye su mayor anhelo. 2) el héroe: José García, un sujeto que se considera «mediano, con limitada capacidad», sin más ambición que la literaria, víctima de su propia sensibilidad en el México de mediados de los años xx, y que, por medio de su sensibilidad, construye un mundo conmovedor. Y 3) la estructura: José compra dos cuadernos, uno, donde habrá de escribir con hipergrafía, y otro,
en donde habrá de pasar en limpio aquello que le guste del primero. El segundo cuaderno permanece vacío mientras que el otro crece ante los ojos del lector. Como metáfora, tal vez demasiado obvia, pero triste, a fin de cuentas, uno de los muchos temas que surcan esta novela coloquial, íntima y en apariencia sencilla, es la del hombre que desconfía de su intuición incluso en la soledad de la escritura. Un problema que debió enfrentar la misma Vicens, quien publicó su primer libro a los 47 años y sólo llegaría a publicar uno más, Los años falsos, casi un cuarto de siglo después.
3.
Para mi generación, la de los años 1980 —que comenzó su carrera en la primera década del siglo xxi— El libro vacío era un secreto a voces que circulaba en fotocopias o libros viejos que algún afortunado se había encontrado por ahí. La novela, tarde o temprano, llegaba a tus manos, y los talleres de escritura solían dedicar algunas sesiones a desentrañar en qué consistía su hipnótico misterio, pero, tengo la sensación, aquellas dis-
cusiones deambulaban alrededor de aspectos superficiales, acaso técnicos, porque —tengo la sensación de nuevo— El libro vacío no puede abarcarse desde unas cuantas lecturas. Ya sabemos que una persona no puede nadar dos veces en las aguas de un mismo libro y no me refiero a eso. La primera novela de Josefina Vicens no puede ser abarcada por medio de lecturas grupales e incluso generacionales. Se ha revelado con los años como libro infinito para el que no bastan todas las miradas ni todos los tiempos, pero que depende de ellos para seguir creciendo. O un libro, y valga el juego borgeano, que habrá de permanecer vacío hasta que no sume todas las lecturas del mundo. Menos mal que el Fondo de Cultura Económica puso a Vicens en manos de nuevas generaciones en el año 2011. Menos mal que Editorial Tránsito publica una edición española en 2023: el libro se acerca, un poco, de esa forma, a su imposible encomienda.
4.
En aquella lectura iniciática de El libro vacío, y puedo acceder a los subrayados de entonces, la hipergrafía de José me parecía una metáfora del alcoholismo: un día el personaje escribe que lleva todo el día obsesionado con lo último que escribió, está harto, quiere romper sus cuadernos, pero se detiene porque sabe que, cuando lo haga, conseguirá otros y escribirá que lo hizo. Se propone alejarse de «su vicio» por un año, luego recapacita y piensa que seis meses serán suficientes; podría emplear el tiempo que suele gastar escribiendo en observar su compulsión. Para lograrlo, concluye, debería comprar una libreta corriente en donde podría anotar con sinceridad si en un día determinado su tentación de escribir ha sido grande, si otro ha sido soportable o si en el último ha sido inexistente. Podría hacer de ello un hábito y, cuando la ocasión lo amerite, ampliaría el informe escribiendo un poco más, cediendo a la tentación de escribir, pero de forma justificada.
Aline Pettersson, en su bello prólogo para la edición del Fondo de Cultura Económica de 2011, retoma la carta de Octavio Paz para escribir que la novela nos hace cómplices a partir de «el vacío que nos habita y al que queremos darle la espalda, aunque estemos ciertos de que todos lo padecemos, de que el tránsito humano se acompaña primero de nuestra única verdad: la muerte, y después, de un deseo más allá de lo razonable: el buscar librarnos de la estrechez de los límites de la vida». Llenar ese vacío, de acuerdo con Pettersson, sería la piedra de Sísifo que nos empeñamos a empujar a sabiendas de los resultados.
González Mateos, en su referido ensayo, invita a una nueva interpretación que no niega las anteriores, pero no sabría si es correcto decir que las complementa. La novela invitaría a una doble lectura: una «obvia, destinada al lector común, generalmente heterosexual, mientras permiten otra especialmente dirigida a los lectores iniciados en el secreto, cuya relación con el texto es de complicidad», y por estos últimos se refiere a quienes debían ocultar su homosexualidad para formar parte de los mundos intelectual y político, tradicionalmente heterosexuales.
Cualquier lectura es atinada y libre. Vamos a decir, y lo estoy diciendo sólo como hipótesis, que El libro vacío es — también, además, ¿por qué no?— un libro sobre la masculinidad. Supongamos que Vicens, por los motivos que sean, fue la única persona del mundo literario mexicano de los años cincuenta y algunas décadas porvenir capaz de observar con nitidez la paradoja de la sensibilidad masculina. Una observación, acaso, compasiva. Imaginemos que Octavio Paz se identificó con José García, y no necesariamente con su carácter solitario, sino con su carácter vulnerable. Algo que en aquellos años pudo haber sido un tabú, pero hoy adquiere improbable relevancia. El inconsciente del poeta lo habría llevado a escribir aquello de «es maravilloso descubrir que coincidimos con alguien», refiriéndose a los hombres
—no personas— impedidos a mirarse en el espejo.
En uno de los pasajes que más me asombran de la novela, José García camina por la calle mirando a otros hombres iguales a él, asombrándose de que, a pesar de ser iguales, permanezcan extraños. Se siente solo y tiene el deseo de conversar con alguno, pero no lo hace por un frío que termina paralizando sus manos dispuestas a tenderse. Llega a casa y se hunde en sí mismo: «Pero yo soy para mí como un pequeño sitio visitado anteriormente, conocido, repasado, caminado hasta la última fatiga».
6.
Nunca antes me había sentido tan identificado con José García como en la escritura de este ensayo, y no me refiero a su capacidad literaria ni mucho menos a su sensibilidad para ver el mundo. Me refiero, desde luego, a cuestiones prácticas, porque, como él, abrí dos archivos para escribir: uno, en donde fui anotado ideas, frases y citas; otro que, muy a mi pesar, permanece en blanco.
De repente, copio un solo párrafo del primer archivo y lo pego en el segundo. Es este: «El libro vacío, coloquial y extraño a la vez, trata de una diversidad de temas por medio de una trama más o menos sencilla: la del escritor incapaz de escribir que, no obstante, escribe que es incapaz de escribir y de esa forma concluye un libro estupendo, cuya calidad, víctima de su contexto, es incapaz de reconocer».
Luego lo borro y regreso al primer archivo, como quien se mira en el espejo reiteradamente esperando haber, por fin, cambiado en algo.
por César Tejeda
El sueño de la transcendencia produce monstruos
Roque Larraquy
La comemadre
Fulgencio Pimentel 177 páginas
Tres médicos conversan en un despacho. Hablan sobre un posible paciente que ha dedicado sus últimos años a desentrañar el secreto del cinematógrafo: «¿Sabe qué? Me dijo que el movimiento de la pantalla es mentira. No hay ningún movimiento. Son fotografías, ¿entiende? ¡Como en un giroscopio! ¿Y cuántas fotografías por segundo son necesarias para que el movimiento sea fluido y natural? Apostemos. ¿Usted qué dice?». ¿Cuántas? «¡Nadie sabe cuántas! Ese es el problema», dice el doctor Papini en un sanatorio de Temperley, provincia de Buenos Aires, año 1907.
Tomemos el funcionamiento del cine como espejo de los principales asuntos sobre los que Roque Larraquy (Buenos Aires, 1975) construyó su primera novela, La comemadre (2011), reeditada ahora por Fulgencio Pimentel después de la gran acogida de su último trabajo hasta la fecha, La telepatía nacional. El cine como ese espacio generador de fantasmas que combina la mirada documental con la fábula, que se asienta en la ciencia óptica para elaborar ficciones artísticas, luz efímera que –como la fotografía– otorga una visible inmortalidad a
quienes comparecen ante su foco. El vehículo de transmisión más potente para que lo monstruoso se haya convertido en uno de los grandes motivos de la cultura contemporánea. Cinematógrafo: trastienda de laboratorio, engaño de los sentidos, vocación de barraca de feria.
Ese ambiente de proyección científica para esconder un fraude constituye la esencia del Sanatorio Temperley, calificado como establecimiento especial para el tratamiento del cáncer y enfermedades de la sangre. «Es evidente que el cáncer se cura por completo con el suero anticanceroso del Profesor Beard, de la Universidad de Edimburgo (Inglaterra)». El famoso suero es un placebo, agua en su mayor parte.
El doctor Quintana es el último en incorporarse al equipo médico y toda esta primera parte de la novela consiste en una especie de crónica o diario de sus percepciones: la mirada glacial de un observador implicado pero distante, un mapa de los juegos de poder vigentes dentro de la clínica, la voz cínica del científico corrupto y el deseo de amar/someter a la enfermera Menéndez, la única figura femenina del entorno. Quien nos conduce por esos pa-
sillos de arquitectura higienista resulta ser un monstruo perfectamente integrado en la institución, un funcionario cuya abyección se camufla –concuerda, diría–con un proyecto de progreso científico, de trascendencia personal.
La noción de trascendencia –junto a la de frontera– es clave en toda la novela y sirve para unir y completar, como en una declinación, sus tan diferenciadas como entroncadas dos partes.
El equipo médico del sanatorio pretende alcanzar algún tipo de trascendencia científica basándose en experimentar con una idea recibida de lo que uno de ellos descalifica como «una tradición oral de los verdugos»: una cabeza cortada conserva la conciencia durante nueve segundos, por eso el verdugo que guillotina la alza cogida del cabello, para mostrar al finado una última visión del mundo, como el actor que saluda en el escenario antes de que se cierre el telón.
El experimento: decapitar a los pacientes terminales –potencialmente, todos los del sanatorio– y hacer preguntas a su cabeza cercenada para obtener quizá una revelación de lo que hay más allá de la muerte. Un frase, un documento sobre lo
que existe traspasada la última frontera, un testimonio de lo inalcanzable, un relato inédito. Algunos consideran este proyecto «una novela de aventuras», otros «una ciencia audaz».
Entre esos dos términos se sitúa el tema de fondo que otorga a la novela su clima, su tono lúgubre y la sensación de hallarnos en una especie de pasado del futuro: la aceleración de la ciencia en el siglo XX dejando atrás vías fracasadas, intentos sin fruto, los relatos convincentes que cada experimento necesitó para prosperar y concretarse en resultados aceptables. Una especie de épica del fracaso en el que cada paso sembraba la semilla de su decadencia y allanaba su camino al baúl de lo seudocientífico.
Los doctores necesitan convencer a los pacientes para someterse al experimento y ahí es donde Larraquy construye una radiografía precisa del lenguaje persuasivo de las instituciones de poder, encarnadas en el hospital. El positivismo científico, la jerga médica excluyente, los criterios de autoridad, las llamadas al patriotismo y la posteridad, el ataque ad hominem, la oligarquía teñida siempre con un tono patriarcal, racista y clasista, y ese vago aroma a lo colonial por vía de la propiedad inglesa de las instalaciones. «El paciente no entiende, pero le basta con que yo sí lo haga», explicita el doctor Quintana.
Quintana emerge aquí como el despiadado monstruo que habíamos intuido en las primeras páginas. Por sus acciones, sí –depura y hace avanzar el sistema de decapitación, encuentra soluciones para deshacerse de los restos–, pero también por la entidad lingüística que le otorga Larraquy a su narración en primera persona. Su estilo es aséptico, preciso, con frases breves que describen acciones siempre miradas desde un ángulo extraño, situaciones que derivan en una lógica perversa de las relaciones y los deseos. El giro irónico es constante, el humor negro lo impregna todo, convierte cada escena en una hipérbole que actúa como un elemento distanciador, un antídoto contra el realismo: asistimos a esa galería de atrocidades y bajezas humanas como
mirando un giñol retorcido, esperando el momento en el que quien puso las voces salga finalmente a tranquilizarnos, a decirnos que todo fue una farsa y a pedirnos una moneda. Pero no sale.
No solo no sale, sino que la novela tiene una segunda parte, un episodio que transcurre un siglo después, concebida por el autor como «una afloración tumoral» de la primera.
Aquí la voz la toma el objeto de observación frente a la ciencia: un artista conceptual que trabaja con las posibilidades estéticas de los cuerpos corrige el boceto de una tesis doctoral que una estudiante realiza sobre su vida y obra. Intenta fijar un relato a su medida, completar los vacíos de las imágenes multiplicadas de sus polémicas intervenciones en galerías de arte y museos internacionales. Quiere establecer los términos de su trascendencia.
Lo que a principos del novecientos se construía como monstruoso dentro de los términos de una institución poderosa bajo estricta apariencia aséptica, cien años más tarde se ha convertido en un sistema blando –el mercado del arte– que empuja a cada participante a elevar el volumen de su monstruosidad por su cuenta y riesgo, a ser el gestor infatigable de una posición duramente adquirida a fuerza de alimentar la maquinaria comercial-mediática con productos-obras cada vez más sofisticados, búsquedas manieristas de la atención, rupturas de la frontera de lo que es aceptable moral o artísticamente. Es un breve episodio biográfico de un niño prodigio que empieza copiando cristos de Mantegna a mano alzada y avanza hacia lo autofágico, dueño de un cuerpo que recoge todas las presiones que le rodean. El relato funciona como un pequeño ensayo narrativo sobre el arte y la cultura contemporáneas: el poder del foco mediático para convertir en monstruoso todo lo que toca, la condición extraña y terrorífica del doble, una figura contracultural en momentos de ego desmedido.
La comemadre, la planta que da título al libro y que produce larvas que la devoran hasta convertirla en cenizas, y algunos lejanos vínculos familiares funcionan como
nexo de unión entre las dos partes, que se desenvuelven en tonos muy distintos.
La primera –de un estilo más clásico–recuerda a los extravagantes y juguetones puntos de partida de Juan Emar y contiene fragmentos que bordan la ironía: «La mayoría de los donantes maneja un vocabulario de no más de cien palabras, preposiciones y artículos incluidos, y bajo esas condiciones es difícil no incurrir en la poesía», escribe.
La relación (de caza) amorosa en ese tramo se afianza sobre un profundo desconocimiento del deseo femenino por parte de los protagonistas, misóginos hasta alturas psicoanalíticas. La atmósfera de opresión, deseos reprimidos y decadencia me ha recordado en algunos momentos a El astillero, de Juan Carlos Onetti.
En esta historia está muy presente esa revisión cada vez más en auge en la narrativa hispanoamericana del concepto del progreso aplicado al pasado: los cimientos de un sistema de explotación natural y humana en nombre de la ciencia y los descubrimientos. Peregrino transparente, de Juan Cárdenas, publicada una década después, es un gran ejemplo en esa línea.
Roque Larraquy ha trabajado como guionista audiovisual y debemos agradecerle su apuesta aquí por el desarrollo de una auténtica búsqueda literaria. Son frecuentes en los últimos tiempos novelas concebidas bajo las estructuras narrativas más convencionales, revestidas con marcas de estilo de probada efectividad y prestigio. Articular una obra en dos partes tan dispares y con una hilatura de difícil encaje es la mayor fricción que podría encontrar un lector no demasiado abierto a la sorpresa.
La novela fue candidata en la lista larga del National Book Award norteamericano a literatura traducida en 2018 y contiene toda esa carcajada amarga característica de la obra posterior de Larraquy, que maneja muy bien el contraste entre crueldad y humor, la incorporación de todo un despliegue de ideas dentro de la narración. Un gran punto de partida.
por Antonio Marcos
Historia de Maddi, luchadora de la resistencia
Edurne Portela Maddi y las fronteras
Galaxia Gutenberg 247 páginas
En el otoño de 2021, los depositarios de lo que hasta entonces había permanecido en las brumas de un recuerdo remoto para algunos habitantes de la frontera vasco-francesa, contactaron con una excelente y conocida escritora, Edurne Portela. Documentos y archivos históricos en mano, se trataba de narrar la vida insólita y sorprendente de una valerosa «pasadora de frontera», María Josefa Sansberro, como lo fue en su día la célebre Lisa Fittko, que ayudó a Walter Benjamin y tantos otros, en el otro confín de los Pirineos, en la frontera entre el último pueblo español, Portbou, y la Francia ocupada durante la Segunda Guerra Mundial. Hombres y mujeres, jugándose la piel en aquellos días, arriesgaban a diario la vida ayudando a muchos a huir de la sangrienta dominación nazi a través de complicadas y peligrosas rutas de montaña que los llevarían a la libertad y a continuar con su lucha en otros lugares.
¿Cómo hacerlo? ¿Cómo poner en orden todos aquellos documentos que habían llegado a las manos de una escritora e insuflarles vida? Lisa Fittko dejó un precioso e inapreciable testimonio escri-
to, Mi travesía de los Pirineos, pero este no era el caso de Josefa Sansberro, llamada por todos Maddi. Ni siquiera estaba organizada políticamente, como sí sucedía con los judíos y militantes de la izquierda berlinesa, Lisa y su marido Hans, que desde 1933 ya eran unos conocidos activistas antinazis.
En el caso de ese personaje singular, contracorriente, complejo y a cada paso fascinante que es Maddi, nacida en Oiartzun en 1885. Tras huir de un matrimonio desgraciado y de la maledicencia de los lugareños que no simpatizaban con las mujeres solas, con las que tomaban las riendas de su propia vida, alguien tenía que hacerse cargo de su lucha por la libertad de todos y de su sacrificio; de su sufrimiento y su muerte muy lejos del que había sido su hogar, en un campo nazi, una vez desapareciera. Para su sobrevivencia como mujer independiente, una vez se alejó de su familia, Maddi se hizo cargo de un hotel, muy solicitado por excursionistas en los años 30 del pasado siglo, a los pies del monte Larrún, en la frontera entre España y Francia.
Las opciones de llevar a la literatura a este personaje de carne y hueso, que
realmente existió, eran limitadas. O bien la escritora, Edurne Portela, a la que le fue ofrecida aquella valiosa documentación, se limitaba a una escrupulosa y exacta exposición del material y testimonios verbales que se conservaban, ciñéndose a unos hechos estrictos, a la manera de un historiador, o bien dejaba «volar la imaginación», como buena narradora experimentada que era, metiéndose sin temor en la piel de una posible Maddi y contando de forma creíble y convincente, armonizando circunstancias personales, época histórica y unos acontecimientos que se sucedían a una velocidad de vértigo, lo que fue la valerosa lucha antinazi de los grupos de la Resistencia en las tierras vasco-francesas durante la Ocupación.
La excelente autora que siempre ha demostrado ser Edurne Portela, con un primer y maravilloso debut, la novela Mejor la ausencia (Galaxia Gutenberg, Premio 2018 al mejor libro del año, por el Gremio de Librerías de Madrid), así como dos obras siguientes, igualmente espléndidas, las novelas Formas de estar lejos y Los ojos cerrados (ambas en Galaxia Gutenberg) era la ideal para llevar
al campo de la ficción, una ficción fuertemente atada a hechos realmente sucedidos, a personajes que poblaron aquella época de miedo, violencia, camaradería y coraje, con la amenaza continua de miserables delaciones. La vida, en definitiva, de aquellos valerosos resistentes que operaban en la frontera.
hoy por fin acabará. Te han regalados las palabras registradas en los archivos de mi paso por esta vida y esta muerte: partida de nacimiento, matrimonios, divorcio, deportación Dachau, Ravensbrück, Sachsenhausen, condecoraciones, reconocimientos (…) No escucharás mi voz y apenas entenderás mi rostro (…) ¿Cómo vas a contar mi historia? ¿Cuánto vas a fantasear para darle un sentido? ¿Vas a entender mis motivos? ¿Vas a convertirme en heroína? ¿En víctima? De ti depende cómo me recuerden (…) No inventes demasiado. No imagines demasiado». Todo cambiará con la Ocupación de los alemanes en Francia. Un día, a través de un contacto habitual en las redes de frontera, Maddi es llevada junto al padre Bordes, que actúa como representante del Ejército de la Francia Combatiente en la zona. Sabedor de que Maddi es una experta en la transmisión de informaciones y personas a través de la frontera, así como perfecta conocedora del terreno, le ofrece alistarse al servicio de la Francia Libre de De Gaulle, que acaba de decir en una alocución desde Londres: «¡Francia no está sola! Pase lo que pase, la llama de la Resistencia Francesa no debe apagarse y no se apagará jamás». En ese momento, se están estableciendo redes de evasión de soldados aliados, pero también vías de escape para los que huyen del servicio de trabajo obligatorio en Alemania. Maddi, aún teniendo peligrosamente albergados, de manera forzosa, a oficiales nazis en su hotel, no dudará en alistarse y dirigir muy pronto operaciones cada vez más arriesgadas, subiendo y bajando de trenes hacia Burdeos, ante las mismas narices de los carabineros, la Gestapo y los nazis de su hotel. Junto a su red de expertos mugalaris llevará con éxito numerosos golpes y operaciones, atravesando el Bidasoa por la noche. Pero tras el desembarco aliado de Normandía, la guerra en todo el país y en la frontera en particular se recrudece. Por fin, a causa de una delación, Maddi será detenida el 8 de junio de 1944, junto a su prima Marie Jeanne, el padre Bordes y un alto número de resistentes.
Tras ser torturados en Hendaya, el 9 de agosto serán embarcados desde Toulouse hasta el campo de Dachau en Alemania. Aunque este solo será el comienzo de otra ruta sádica: enviadas al campo de mujeres («algunas no parecen ya mujeres») de Ravensbrück, más tarde serán de nuevo deportadas y Maddi acabará sus días en Sachsenhausen, en el este de Alemania.
Tiene mucha razón Ruth Klüger, citada por Edurne Portela, y sobreviviente del Holocausto, que en su magnífico libro de memorias Seguir viviendo (Galaxia Gutenberg) dijo que «las guerras pertenecen a los hombres, las mujeres no tienen pasado». Poco a poco, las historias por fin narradas, los reconocimientos, las obras literarias y ensayísticas han ido recogiendo esta memoria escamoteada y ausente de mujeres valientes, audaces, olvidadas de sí mismas e inflamadas por esa verdad y justicia robadas en su tiempo por tiranos y asesinos. Como ha hecho ahora prodigiosamente Edurne Portela en Maddi y las fronteras, lo hizo también en su día la escritora y expartisana Renata Viganò en una sobrecogedora novela (Agnese debe morir, Errata Naturae) donde evocaba la historia de una sencilla y valerosa campesina de la Resistenza. También un buen número de memorias aparecidas estos últimos años tanto en Italia como en Francia, de conocidas resistentes como una mítica Irma Bandiera (Mimma) partisana brutalmente torturada, a la que los camisas negras le sacaron los ojos antes de asesinarla. Un libro de subyugante belleza, apasionante, en muchos momentos estremecedor, a la vez que sumamente necesario, con el que Edurne Portela nos acerca a una vida, la de Maddi, «difícilmente imaginable, por buenas intenciones que se tengan», como decía Jorge Semprún, refiriéndose a todos aquellas y aquellos valientes luchadores que no dudaron en entregar su vida por sus ideales.
Para un lector, ya sea uno buen conocedor de aquella época infame de la historia de Europa, o uno escasamente familiarizado con los hechos que se cuentan, lo más fascinante de la novela Maddi y las fronteras de Edurne Portela es precisamente el personaje central de Josefa Sansberro, la resuelta y audaz mujer que, unida a la Resistencia, acabó sus días trágicamente en los campos nazis. El indudable atractivo consiste en contemplar el paso «natural» que, sin pensárselo dos veces, da Josefa: alguien de firmes convicciones democráticas y de justicia social, de un intachable sentido del deber y del compromiso con los demás; alguien cuya actividad hasta entonces había consistido en ser una modesta contrabandista de frontera de productos y víveres diversos, decide convertirse en una militante decidida de la Causa con mayúsculas. La causa entonces era la del único bando posible, el de los aliados, en el que militar para cualquier persona con dignidad y decencia en un país ocupado por los bárbaros de entonces, los nazis, en perfecta coordinación con los fascismos de España e Italia. Es emocionante, y encoge el corazón, la súplica de Maddi con la que se abre el libro de Portela. Una súplica imaginaria, hecha desde el campo de concentración de Sachsenhausen, el 13 de noviembre de 1944, a punto de morir Maddi, en representación de tantas y tantas mujeres anónimas, sin tumba, víctimas de la barbarie del Tercer Reich. Maddi se dirige a alguien que está a punto de sacarla del olvido. A punto de inventarle una existencia construida con muchas verdades conocidas y otras tantas intuidas: «Intentas entenderme, completar mi biografía. Rellenar todos los vacíos, esclarecer las incógnitas que te suscita mi vida, que por Mercedes Monmany
Literatura
del eclipse
Benjamín Labatut Maniac
Anagrama 400 páginas
¿Cómo se vinculan locura y conocimiento, matemáticas y mística? ¿Qué contradicciones, pero también extrañas alianzas, se pueden establecer entre la aspiración a lo absoluto y lo siniestro? No son temas nuevos. Por alguna razón la cultura occidental ha romantizado la relación entre la sabiduría y la demencia: el pensamiento ilustrado resaltó la luz de la razón, pero detrás, como sabemos, se agazapaban los monstruos que fascinaron al romanticismo. Una trama de iluminación y tinieblas cargada de solemnidad, que a veces, solo a veces, la literatura aborda con algo de ironía y humor. Pienso, por ejemplo, en un libro de culto, escrito hace ya más de cuarenta años por Juan Rodolfo Wilcock, el insólito narrador ítalo-argentino: La sinagoga de los iconoclastas (1981), donde desfilan una gran cantidad de vidas imaginarias -de inventores, utopistas, científicosque oscilan entre el delirio y la estupidez. Algo de ese humor, de esa ironía, le falta a Maniac, el último libro del escritor chileno Benjamín Labatut (La Haya, 1980). Esta nueva publicación sigue la hebra de sus dos publicaciones anteriores, Un verdor terrible (2020), conjunto de relatos
que tuvo un enorme éxito editorial, y el breve ensayo La piedra de la locura (2021). No es raro que existan muchos lectores interesados en su propuesta, ya que Labatut ha sabido dar con sagacidad en una suerte de fórmula, que le permite abordar narrativamente interesantes episodios de la historia científica. Tres elementos son fundamentales en esta articulación: en Maniac los hechos narrados son reales, basados en otros textos y en documentación que el propio autor releva, como es el caso del relato «Lee o Los delirios de la inteligencia artificial» (prácticamente describe el documental AlphaGo (2017), de Greg Kohs); en segundo término, se trata de historias que atraviesan, en algún minuto, la Segunda Guerra Mundial y el desarrollo científico que nutrió el armamentismo de esos años y los posteriores; finalmente, la utilización de una lengua despojada de localismos, un español neutro que, si bien permite deslizarse fácilmente por los sesudos rieles de la física, las matemáticas y la computación, no invita (tal vez por eso mismo) a perderse en la fascinación por la escritura.
En lo que respecta al primer punto, Maniac es ante todo una excelente pieza
de divulgación periodística. Se detiene en personajes y anécdotas indudablemente atractivos que ayudan a retratar las grandes obsesiones del siglo XX y sus proyecciones más recientes. Ninguna de sus historias es menor; todos sus protagonistas y narradores tuvieron un lugar destacado en el desarrollo teórico y científico europeo y norteamericano: Kurt Gödel, Niels Böhr y Albert Einstein, entre otros. El primer relato, dedicado al físico austríaco Paul Ehrenfest, funciona como una obertura: los demonios personales y los de la física contemporánea se asoman en la desgraciada vida de este profesor, que durante los primeros años del nazismo disparó contra su hijo con Síndrome de Down, para luego suicidarse. El libro de Labatut comienza con la espectacularización de este episodio, que revela las angustias y contradicciones del científico. La segunda parte, la más extensa, narra la vida del genio húngaro John von Neumann, quien dejó obra sobre múltiples materias: matemáticas, teoría de juegos, computación y los primeros trabajos sobre inteligencia artificial, y que fue al mismo tiempo una pieza clave en la carrera armamentista
de la Guerra Fría, llegando a defender, en los 50, la idea de que se realizara un ataque nuclear masivo a la Unión Soviética. Este protagonista se da a conocer a través de diversos personajes que lo acompañaron en vida: amigos de infancia, sus parejas, su hija, otros científicos, narraciones entre las que se intercalan algunos subtítulos y textos de continuidad. El último relato, sobre el juego del Go y el desarrollo de la IA, es probablemente el más esquemático de todos: va presentando, uno por uno, a los protagonistas del singular juego que tuvo lugar entre el campeón coreano Lee Sedol y AlphaGo, inteligencia desarrollada por DeepMind, la empresa del inglés Demis Hassabis, y luego, narra las cinco partidas que se jugaron, más un epílogo.
adueñar de los grandes temas del Norte global (Borges defendió hace ya muchas décadas, y muy productivamente, estas apropiaciones, en «El escritor argentino y la tradición»), pero sí sería interesante que les añadiera algo, una marca, alguna inscripción particular desde el frágil e incierto territorio del Sur, más todavía en un presente cargado de incertidumbres y de conflictos tan terroríficos como el Plan Manhattan. Poco hay de esto en el relato perfectamente internacional, perfectamente claro, de Maniac, en que el registro subjetivo se limita a la admiración casi adolescente de la figura, hoy bastante denostada, del genio prometeico. El escritor prácticamente no se distancia de esa grandilocuencia y por eso no es raro que muchos de sus narradores repitan un libreto solemne, sombrío y declamativo: «Ese chico luciferino —dice Eugene Wigner sobre Von Neumann— nos cayó encima al igual que un meteorito, como si fuese el heraldo de algo grandioso y terrible, uno de esos mensajeros celestiales que merodean por la oscuridad de nuestro sistema solar»; «mi hermano —dice Nicholas von Neumann— sufrió una premonición, amorfa pero sobrecogedora, que lo poseyó con ferocidad y que desató en él la macabra fascinación que hasta entonces solo había sentido por la guerra y las explosiones»; «La matemática es diferente —explica Theodore Von Kármán, tutor de Von Neumann—. Cegadora e irrecusable, siempre ha sido considerada como la luz de la razón, una antorcha que brilla en medio de la oscuridad que nos rodea». Seguro que no es por esta retórica desmesurada que han calificado los últimos libros de Labatut como «sebaldianos»: distan bastante, en verdad, del estilo taciturno y el espesor histórico que se puede hallar en los textos del alemán, en que la constatación de la ruina pone en doloroso diálogo al pasado y el presente. Por el contrario, el de Labatut es un libro liviano, fácil de leer y básicamente entretenido, aunque le sobren algunas páginas. Se podría decir que Maniac es a la literatura lo que Oppenheimer —una
película tan próxima en su fascinación por el genio científico y sus contradicciones— al cine de autor: prima en ella, ante todo, cierto sentido del espectáculo. Finalmente, lo que más interesa de este libro, que no me atrevería a calificar de «novela» (el primer episodio podría ser un relato más de Un verdor terrible), no tiene que ver solo con él; se trata de las preguntas a las que nos confronta, igualmente válidas para textos como El infinito en un junco, otro libro de divulgación cuyo tema «prestigioso» (la ciencia, los libros) probablemente incide en su sobrevaloración: ¿Cuál es el futuro de la literatura? ¿Será que en adelante aplaudiremos o daremos cierto valor simbólico a formas de narrativa lineal y predecible, de alcance masivo, como lo ha sido siempre cualquier bestseller sin mayores pretensiones artísticas? ¿O es que estamos viviendo solo un eclipse parcial de las ideas de resistencia y riesgo que románticamente se han tejido en torno a lo literario, un tiempo bisagra en que las piezas del mercado, la política y la estética están desde hace poco reacomodándose?
Demasiado esquemático o formulaico, al relato de Labatut le falta ironía e imaginación. Todo se juega en la mímesis de un pasado anecdótico, interesante pero clausurado, lejano y presentado convencionalmente, por lo que no logra dialogar o, más bien, no logra hacer sentir—aunque lo intenta, tiene todo para hacerlo— los grandes dilemas y experiencias que siguen conmocionando a la humanidad: los totalitarismos, la guerra, el impacto de la inteligencia artificial y, tristemente, el genocidio (impulsado por varios de los genios de Maniac). Una escritura en que abunda la explicación histórica y científica y escasea la literatura.
No resulta extraño que comparen el libro de Labatut con Los detectives salvajes, imagino que por su articulación coral, o con otros textos de Bolaño, por su interés en la guerra. Lo han comparado también con Borges, quien imaginó el Aleph, el libro de arena y un laberíntico jardín de senderos que se bifurcan, anticipando teorías filosóficas y científicas contemporáneas. Pero habría que puntualizar que, en ambos casos, fue la ficción la que alimentó la proximidad con la historia o con la teoría, y no al revés. De ahí que Borges o Bolaño con su escritura abrieran puertas en múltiples direcciones. La aproximación histórica de Labatut, en cambio, confronta al lector con unas ideas y un tiempo encapsulado, los restringe a la anécdota. Si bien la última parte del libro nos muestra cómo las ideas de los científicos de la primera y segunda secciones del libro se siguen desarrollando en el presente —hoy con una serie de herramientas computacionales que Von Neumann no tuvo a su disposición—, todo lo que se cuenta tiene el aroma del pasado, de lo ya ocurrido, de una gran Historia en que la palabra del escritor no logra proyectar líneas de fuga. Valdría la pena preguntarse qué es lo que un escritor chileno, desde el territorio latinoamericano, podría agregar a estas historias. No es que no se pueda por Lorena Amaro
La doble vida de Hilda Bustamante
Salomé Esper La segunda venida de Hilda Bustamante
Editorial Sigilo
167 páginas
No es la primera vez que un personaje literario resucita —en Cien años de soledad, Melquíades regresó de la muerte «porque no pudo soportar la soledad»—, pero sí la primera, que yo recuerde, en que asistimos a su resurrección en vivo y en directo. Cuando conocemos a Hilda Bustamante acaba de despertar del sueño eterno y tiene aún la boca llena de gusanos. Tras
muchos esfuerzos, logra romper el ataúd y abrirse paso hasta la superficie. Ha pasado un año desde su fallecimiento.
De cómo encajan «la venida» sus familiares y vecinos trata el resto de la novela, una feliz conjunción de tradición oral y realismo mágico. Fenómenos inexplicables como los que encontramos en la Biblia conviven en perfecta armonía con los chismes que circulan en el pueblo; las reflexiones sobre la voluntad de dios cohabitan con naturalidad con las quejas de los vecinos sobre la gestión municipal. Y en medio de todo, atravesando la novela de principio a fin, una historia de amor, la de Hilda y Álvaro, una de las más bellas que he leído en mucho tiempo.
Los puntales que sostienen la novela son la ternura y el humor. Salomé Esper ha dado con el tono justo para tratar con mucha gracia cuestiones tan dolorosas como el duelo o la tristeza. La autora es capaz de convertir una misa en algo divertido sin ofender los sentimientos religiosos o burlarse de la fe de nadie. El cariño con el que trata a todos los personajes —femeninos y masculinos, virtuosos y pecadores— dota a la novela de un tono uniforme, similar al que emplean los abuelos con los nietos, con la apariencia de las historias de antes.
Con todo, debajo de esa superficie intemporal, Esper aborda temas de máxima actualidad. La de Hilda es una familia bien avenida que no se ajusta a la idea normativa de familia. La amistad entre mujeres juega asimismo un papel muy importante. Las «Devotas» van juntas a misa, se ayudan cuando pueden y, sobre todo, se acompañan: «Mi mamá», dice una de ellas, «siempre dice que Dios nos da lo que podemos aguantar, pero yo no creo que sea así. Aguantamos porque nos ayudan. Sola no se puede ni con la felicidad». El milagro de la «venida» de Hilda no pondrá a prueba la amistad de las Devotas, pero sí su fe. Cada una interpretará de una forma distinta el regreso de su amiga.
Cabe destacar también un par de dardos «antisistema» por parte de la autora. En esta época de exaltación de la productividad, Esper ha elegido como protagonista a una mujer de 79 años. Pese al edadismo
imperante, los abuelos de la novela, como todos los abuelos, demuestran ser esenciales para la economía familiar. Si Álvaro no se ocupara de ir a buscar a Amelia a la escuela, su madre tendría serias dificultades para conciliar familia y trabajo. Por otro lado, como dijo en una entrevista, la escritora se proponía «quebrar el ansia por la productividad incluso del milagro». Ahora que todo tiene que tener una funcionalidad, servir para algo, está bien que se reivindique aquello que no vale para nada salvo para disfrutar del mero hecho de estar vivo.
Se nota que Esper viene de escribir poesía —antes de esta incursión en la narrativa, había publicado un par de libros de poemas: sobre todo (Intravenosa, 2010) y paisaje (Tres tercios, 2014)—. Como todos los grandes escritores, es capaz de extraer poesía hasta de los hechos más cotidianos. Y es precisamente en esos momentos cuando su prosa coge una mayor altura literaria: cuando, tras su retorno, Hilda llamó a Álvaro para preguntarle dónde estaba la muda para su nieta, este, «al escucharla, al escucharse en esa voz, se encontró en su nombre como hacía tiempo no se encontraba, y su cuerpo volvió a su cuerpo, letra por letra, sin saber que antes se había ido». También se nota (para bien) que, además de escritora, es editora. La novela tiene la extensión justa. No le sobra ni le falta una frase. Todo ello hace que sea tan extraordinaria como los hechos que relata. Más aún si tenemos en cuenta que se trata de una primera novela.
por Rebeca García Nieto
El frenesí relatado
Silvia Hidalgo Nada que decir
Tusquets
217 páginas
El problema que le puede acontecer a una novela como ésta es la de habérselas con el malentendido del valor sociológico con que ahora se miden buena parte de las narraciones escritas por mujeres. No de otro modo se explica la atención dada a cómo dirime la justeza con la que retrata las relaciones de pareja actuales; o la incidencia en —de nuevo el retrato— la manera que tiene un determinado libro de radiografiar a la mujer de hoy, sin caer en la cuenta de que reducen a un cierto estereotipo la variedad enorme de roles existentes en la sociedad actual. Estas lecturas, final-
mente, podrían llevar a querer encuadrar el libro en antecedentes de probada excelencia, por lo que en ocasiones se nos sugiere que nos las tenemos que ver con una suerte de Marguerite Duras a la española. La cosa no es nueva y acontece que este tipo de malentendidos suele darse con obras que en su día supusieron una transgresión sexual para lo establecido en ese momento; en libros de clara militancia feminista; o, por supuesto, en libros que participan de ambos atributos, como es el caso de las novelas de Colette que inauguraron el siglo XX con ansiosa expectación y escandalosa polémica. En otros ejemplos, como en Miedo a volar, de Erika Jong, esta cuestión de los malentendidos alcanzó una cota poco imaginada hasta entonces porque la novela, publicada en los setenta, en plena revolución de las costumbres y con un movimiento feminista en auge, entró en el mercado del best-seller, haciendo de su protagonista Isadora Wing una suerte de paradigma de la nueva mujer libre de los prejuicios burgueses del momento, un híbrido entre la reivindicación feminista y el género erótico cuya versión más sofisticada en la época fue la francesa Histoire d´O, de Pauline Reage.
El malentendido proviene del hecho de que no se atiende a lo único que debe salvar a una obra de arte, su valor estético. Silvia Hidalgo (Sevilla, 1978) es autora, además de esta su última novela, de Dejarse flequillo y Yo, mentira, es decir, una novela sobre una adolescente, la primera, y otra sobre una mujer de mediana edad que se considera mediocre porque está casada con el Escritor —así con mayúsculas— y busca volver a revivir ese estado en su temprana juventud en que se sentía plena. Pocos atendieron a la prosa de Hidalgo, una prosa muy pulida que se atiene a huir de cualquier atisbo de subordinada en aras de una prosa eficaz, esa prosa que no reflexionaba sino que actuaba, en palabras de Dashiell Hammett y que, además, está dotada de imágenes rutilantes y de una excelencia tal que procura actuar al modo de alfilerazos en la conciencia del lector. Y vaya si lo consigue. El comienzo de Nada que decir, después de que la cita que abre el libro sorpren-
da al lector con una frase de Samsung al modo de aforismo que define el marco en que se desarrollan ahora nuestras tragedias, «La señal es débil o no hay señal», es digno de aquello que aconsejaba Céline, el del puñetazo en el estómago del lector como medio idóneo de revulsivo: «No es más que una tarada sentada al volante mirando fijamente el móvil. Todavía es joven, pero ya es alguien que fue otra persona, al menos una mujer». Este comienzo nos introduce de repente en un personaje que va a reunirse con su amante, que por ahora no es más que una cita por Internet, y que se menosprecia a sí misma mientras aguarda a éste para entregarle a su hijo. La espera le produce ansiedad. «Respira en rojo con las luces de emergencia clin clon clin clon», ya que en ese instante «no es más que una mujer esperando a que un tipo responda al mensaje que le envió hace un rato y que, entonces, si contesta, está dispuesta a arrancar el motor y a conducir más de dos horas en plena noche de tormenta para ir a verlo».
La narración, algo más extensa que lo que se suele otorgar a una nouvelle, se muestra como la extensión idónea para esta especie de abertura en canal en la personalidad de la protagonista, llena de imágenes rutilantes y muy efectivas, algunas de enorme belleza, abertura que se prolonga a su mundo de relaciones laborales —«Jefes fríos o cercanos, psicóticos todos en mayor o menor medida, temerosos ante su presencia»— pero que adquiere su máxima expresión sobre todo cuando hay que dar cuenta del propio cuerpo: «El estrés le provoca una infección de oídos, le pasa cada cierto tiempo. Ella nota cuando la bola de pus va creciendo y calcula el momento en que la dolerá más y explotará». Todo ello en consonancia con el adjetivo que ha puesto al amante, el Hombre Tumor. Novela de estilo absorbente, de una gran intensidad, con imágenes rotundas... En pocos casos conviene, como en éste, resaltar sus valores literarios sobre sus supuestos sociológicos.
por Juan Ángel Juristo
Un crimen japonés
Daniel Guebel
Un crimen japonés
Literatura Random House
512 páginas
Hay lectores que consideran que la narrativa histórica proporciona conocimiento además de entretener, creen que sus lecturas, casi siempre amenas, son la mejor manera de aprender Historia, cuando la mayoría de las veces se trata de libros basados en investigaciones superficiales o interpretaciones erróneas propias de quien no posee las herramientas básicas de un historiador. Quizás esta percepción se deba a las descripciones detalladas de los hechos (en eso no suelen fallar los editores), al lenguaje pulcro y accesible y a la falta de zonas grises en las tramas, porque todo se explica, todo se resuelve. Un crimen japonés, de Daniel Guebel podría encajar en este género porque es una aproxima-
ción a la cultura japonesa. Sin embargo, posee otras virtudes que marcan cierta distancia respecto a los productos literarios señalados al inicio de este párrafo. El clan de Yutaka Tanaka es atacado por un grupo de samuráis enmascarados. Su padre, Nishio, muere, pero su madre, Mitsuko, sobrevive. Los samuráis trocean el cuerpo de Nishio y meten los restos en bolsas. La humillación y el hecho de no saber quiénes son los culpables siembran el deseo de venganza en Yutaka. Antes, Guebel ha establecido el marco histórico dentro del que sucede la novela, una suerte de prólogo que además sirve como advertencia: esto no es sólo un libro de ficción, también es uno de divulgación. Por ejemplo, ¿cómo se conocieron los padres de Yutaka? Él aniquiló al clan de Mitsuko y la convirtió en su esposa. Ella siempre mantuvo una actitud risueña que Nishio nunca supo descifrar a qué se debía. Y a diferencia de otros clanes, a la madre se le permitió criar a su hijo más años de los usuales, pues los hijos solían pasar bajo la tutela del padre muy pronto para formarlos como futuros líderes. Otra práctica más llamativa era la entrega de los hijos de un daimyo (clan) a otro, para que les dieran entrenamiento militar a ellos y les enseñaran las tareas del hogar a ellas. Se trataba de una jugada estratégica para mantener la paz. La entrega de la descendencia era una especie de seguro de vida. Un clan no iba a atacar a otro que pudiera acabar con los suyos de inmediato, aparte esta forma de crianza forjaba la lealtad con la familia adoptiva.
Todo estos datos y explicaciones aparecen después de unos párrafos que el autor considera que deben ser aclarados. ¿Por qué? Una narración tendría que ser descifrada sin problema gracias a los mismos hechos que cuenta, no es una teoría que necesite unos ejemplos para ser comprendida. Siendo benevolente, pienso en la tesis que propongo, que Guebel haya elegido esta dinámica para entregar una novela divulgativa, más que un policiaco histórico como han opinado otros comentaristas. La intriga es lo que menos peso tiene hasta la página cien, cuando Yutaka ya ha conseguido entrevistarse con la dama Ashikaga (su intención real era hablar con el jefe
Shogún, no con su mujer), buscando ayuda para dar con el asesino de su padre. A partir de entonces hay un cambio. Lo divulgativo queda de lado y la novela avanza pese a problemas como sus diálogos forzados, más cercanos al teatro y a una concepción del lenguaje antiguo que roza el ridículo: «Ardo en deseos de escucharte, joven y apuesto daimyo». Se agradece la información aportada sobre la cultura japonesa, es muy valiosa y cumple la función divulgativa que aparenta perseguir la historia, pero las carencias de la trama se han acumulado y el interés ya no es el mismo. Guebel tampoco es un gran prosista, son pocos los escritores actuales que consiguen crear una marca con el lenguaje. El problema es que hay pasajes que requieren una relectura para captar su sentido, sobre todo al comienzo. La búsqueda de una venganza y la manipulación de la dama Ashikaga no son suficiente incentivo. Más interesante es la segunda parte, con la aparición del mago Lun Pen Lui y los autómatas. Todo cambia y mejora a partir de esta mitad de la novela: la trama, la prosa, los diálogos. Este gasto de energía resulta incomprensible. El balance puede ser positivo si se lee sólo la segunda parte, literatura sin otra pretensión que entregar una historia contundente. La primera, habría que editarla.
Santander, 1936, ¿otra bendita novela sobre la Guerra Civil?
vela sobre la Guerra Civil, o a la autoficción sobre la memoria familiar. Lo cierto es que tras su lectura es difícil dirimir la cuestión, por un lado porque temporalmente la obra se centra en los años y meses previos a la guerra, en esa época prebélica de escalada de tensión, aunque se interne finalmente casi sin darnos cuenta en el periodo de confrontación directa; por otro, porque Álvaro Pombo sabe ir por libre y se aleja de las aproximaciones al pasado familiar desde el yo, centrándose en la indagación psicológica y las relaciones establecidas entre sus personajes, que bien podrían ser, si no conociéramos su parentesco, ficcionales, y no recreaciones de su familia.
el bombardeo franquista desde el barco prisión como si fueran testigos -con ese mismo aturdimiento- de aquella otra explosión en el mismo puerto medio siglo antes, la del buque Cabo Machichaco. A veces surge esa inverosimilitud porque sus conversaciones filosóficas parecen más diálogos platónicos que charlas juveniles, otras porque Wences, que ni siquiera es falangista, se presenta tan memorioso que llega a citarle textualmente a Alvarín más de veinte líneas de un artículo de José Antonio Primo de Rivera.
Álvaro Pombo Santander, 1936
Anagrama 328 páginas
Al ver el título de la nueva novela de Álvaro Pombo, Santander, 1936, y observar en la contracubierta que el protagonista es Álvaro Pombo Caller, tío carnal del novelista, nos preguntamos si con ese cronotopo y esas piezas en el tablero, entre la realidad y el realismo, la novela se acercará más, dentro de los dos grandes polos que vienen marcando la narrativa española en las últimas décadas, a la -bendita... o maldita- no-
Álvaro Pombo Caller es en la novela, pese a las reticencias del joven y a su vigor físico, Alvarín o Alvarito; esto provoca algunas rimas discutibles, como en «Al final le pareció a Alvarín que el llanto sin llanto de su amigo tenía principio pero no tenía fin. Como un tornillo sin fin». Tras volver de estudiar un tiempo en Francia, donde era aún apolítico y solo se interesaba por el boxeo y otros deportes, se inscribe en Falange Española, que le proporciona el sentido de pertenencia que su familia, con la separación de sus padres y el distanciamiento con su hermano, no le puede dar, y colma el idealismo y las aspiraciones espirituales, aunque laicas, del carácter melancólico del chico. Con su madre, Ana Caller Donesteve, o Ana de Pombo, tratando de triunfar en la moda parisina, caracterizada en sus cartas por un afán de notoriedad que torna la figura materna en caricatura, el joven falangista establece una relación especial con su padre enfermo, Cayo Pombo Ybarra, hombre de la alta burguesía santanderina algo venida a menos pero republicano de izquierdas, y especialmente azañista. Las ideas políticas contrapuestas de padre e hijo, lejos de separarlos, conducen a una dialéctica que es la central en la novela: las conversaciones y cartas paternofiliales son el eje sentimental y político de la obra, muestran la lucidez de un narrador con clase (y de clase), pero a la vez resultan poco verosímiles, por un intimismo que raya lo cursi, siempre a corazón abierto, como si cada conversación fuera la última, nunca cotidianos ni intrascendentes. Pasa lo mismo en la parte final en las conversaciones entre Álvaro y Wences, un ex seminarista que está detenido con él y con el que vive
La sensatez y la preocupación de Cayo Pombo, que sabía, por ejemplo, que el enfrentamiento no era solo entre izquierdas y derechas políticas, sino que era también una lucha de clases, y que «la dinámica de toda esa representación acabará siendo la confrontación armada», choca con la ingenuidad extrema de Alvarín, que no ve contradicción en militar en un grupo católico de extrema derecha o morir por Dios y por la patria siendo agnóstico, o que se enfada cuando un amigo de la infancia los llama señoritos y privilegiados, mientras él vive en una casa donde ni él ni su padre trabajan pero hay tres personas en el servicio, y sus familiares crearon el Ateneo santanderino, el Racing de Santander, el Casino, el club de Tenis, la plaza Pombo, etc.
La dialéctica familiar se establece en un plano más amplio a nivel narrativo como una dicotomía continua entre interior y exterior. En este sentido Santander se presenta también como la síntesis de ambas cosas: lo familiar (Gándara 6) y lo político (Falange), lo local y lo universal. La Santander provinciana del 36 se muestra como sinécdoque de España, y es, para alguien como yo que ha vivido unos años en la ciudad, totalmente reconocible. Intuyo que por eso, más allá de sus virtudes, esta novela puede gustar a mucha gente, igual que les gusta a los adolescentes STV (que dirían ellos -de Santander de Toda la Vida-) esa novela juvenil de fantasmas ambientada en Santander, por el gusto conformista por lo reconocible. Ahora que lo pienso, también Santander, 1936 es una novela juvenil de aprendizaje y de fantasmas, de los fantasmas del pasado y de la historia de España que continúan persiguiendo nuestra política y nuestra narrativa.
por Cristina Gutiérrez Valencia
Las vitalidades: leer desde la bruma
Ángela Segovia
Las vitalidades
La Uña Rota
108 páginas
Esta novela, la primera de Ángela Segovia, es la natural prolongación de su obra poética. En ella regresan los temas que aparecían ya en Amor divino, Mi paese salvaje o Pusieron debajo de mi madre un magüey, siempre cambiantes y a la vez golpeando insistentemente en los mismos lugares: el empeño en ensanchar los límites del lenguaje, la concepción del sentido como
una niebla (algo brumoso que avanza y retrocede sin parar), la forma de entender la escritura como un acto de amor y de fe. Las vitalidades es un texto triste que por momentos se aproxima al terror, pero cuya belleza lo hace resplandecer. Quizás ésa sea la clave de la escritura de Segovia: convertir la tristura y el miedo en semillas de lucidez y de belleza. Estamos ante la historia de una espera y una búsqueda; de la intemperie que habita quien espera y quien busca. La novela se alza sobre la ausencia y el anhelo del otro, personificado en un él que se convierte en un todo para Rune, una niña solitaria que no conoce más mundo que la enorme mansión en la que desde siempre ha vivido. Ese él, que carece de nombre propio en la novela, es el motor del relato. La voz que nos habla, desde un estado impreciso que la vuelve al tiempo niña y mujer, busca con desesperación a ese otro que nunca termina de llegar. Pasada por el tamiz de Cumbres borrascosas o de El papel pintado amarillo, Las vitalidades entronca con una tradición de escritura femenina que entendió pronto que el malestar, el encierro, la claustrofobia, el carácter monstruoso y fantasmático de la existencia eran propios de ese cuerpo-mujer obligado a habitar un mundo-hombre que apenas le devolvía la mirada. Hay mucho de eso que intuyeron ya Jane Austen, las Brönte, Charlotte Perkins Gilman o Edith Wharton en Las vitalidades y en la distancia insalvable que separa a Rune de la vida.
Hay un anhelo de proximidad, de amor, alentando cada palabra y cada acción de Rune. Hay una sed de cercanía, de pertenencia, de calor. Las vitalidades habla de un ser solo, de un ser que se gesta al margen de la otredad necesaria para articular al yo; un ser que es pura mismidad, pura avidez de compañía. Un ser que aprende por sí mismo, que se ve obligado a inventar un modo propio de intelección (las vitalidades), al tiempo que entiende que ese modo propio de ser impone una distancia insalvable entre ella y los demás, que la rechazan sistemáticamente. Rune genera miedo y extrañeza en quienes la rodean porque se vuelve alguien indescifrable, incom-
prensible, radicalmente distinta y ajena. Entre Rune y los otros hay una estrechura insoslayable.
Las vitalidades nos mantiene en ese leve mareo, ese estado casi febril en que parece vivir la propia Rune. Ella es una narradora que apenas entiende lo que ocurre a su alrededor, que carece de los códigos para desentrañar el mundo, que sabe mucho menos acerca de lo que está pasando que el resto de personajes. Esa visión de mirilla o de túnel condiciona por completo nuestra interpretación. Sospechamos de la poca fiabilidad del relato de Rune, como ella misma sospecha en varias ocasiones de la poca fiabilidad de sus percepciones y sentidos. La extrañeza se trasvasa a la lectura, nos acompaña en todo momento, no nos abandona jamás. Y, si bien al principio resulta difícil para la lectora/el lector lidiar con la confusión, el libro consigue que poco a poco, página a página, dejemos de preguntarnos qué pasa con Rune, quién es él, cuál es la historia que los une (de entender el mundo/texto en clave de desciframiento), y aceptemos rozar el sentido, mirarlo de reojo y dejarlo escapar.
Segovia nos habla de cómo la razón no alcanza, de cómo el nombre que dimos a las cosas no es capaz de albergarlas; de cómo el lenguaje, lejos de desvelar el secreto que éstas guardan, no hace más que alejarnos de ellas. Nos invita a leer desde la bruma, a permanecer en el misterio y renunciar de algún modo a la lógica, que no a la verdad. Porque, ¿qué es el mundo sino esta niebla que nunca se termina de disipar?
por Olalla Castro
Me he cruzado con un hombre que pasaba
passeit. Con excelente criterio, este libro ha sido incluido en su totalidad en la antología bilingüe que acaba de publicarse en la editorial Cátedra, preparada y traducida por el poeta y catedrático barcelonés Jordi Virallonga, bajo el título Me he cruzado con un hombre que pasaba
Resulta curioso constatar que los mejores y casi únicos embajadores, por así decirlo, de la literatura en lengua catalana en el resto de España hayan sido, precisamente, los autores catalanes que han escrito, y escriben, total o parcialmente, su obra en lengua castellana. Son ellos los que han intentado establecer los puentes que no han sabido ni han querido construir nuestros políticos, de allí y de aquí, en ya casi medio siglo.
Estoy seguro de que Virallonga se siente orgullosamente heredero de otros poetas de su ciudad natal que, como él, iniciaron hace años esa labor.
contrar en estas páginas estos importantes autores de nuestra literatura puestos en relación, como estuvieron en vida, con otros escritores españoles de lengua castellana como: Humberto Rivas Panedas, Isaac del Vando-Villar, Guillermo de Torre —con quien Salvat mantuvo una intensa correspondencia— o Ramón Gómez de la Serna, que en 1920 reseñó su libro Poemes en ondes hertzianes. También es una fiesta leer aquí sobre la estrecha relación que el malogrado poeta tuvo con pintores tan importantes de la vanguardia como Joaquín Torres García, Rafael Barradas, Josep Obiols o Salvador Dalí.
Joan Salvat-Papasseit
Me he cruzado con un hombre que pasaba.
Antología de poesía y prosa.
Edición bilingüe de Jordi Virallonga
Cátedra 472 páginas
Se cumplen cien años de la primera edición de uno de los grandes libros de la poesía de vanguardia española, me refiero a Poema de la rosa als llavis (Barcelona, 1923), del poeta catalán Joan Salvat-Pa-
No hay espacio aquí para hacer justicia a tantos autores de Barcelona que, al margen de las políticas oficiales —de los ciegos gobiernos centrales y autonómicos de turno—, y guiados exclusivamente por su amor a la poesía, en catalán o en castellano, han intentado que nombres de una literatura maravillosa y milenaria llegaran a todos los españoles. En el caso que aquí me ocupa, ya en los años setenta el poeta, editor y librero barcelonés José Batlló, tradujo al castellano y editó una parte de la poesía de Salvat-Papasseit. El propio Virallonga publicó en 2008 su poesía completa, traducida al castellano, en una edición de menor difusión que esta.
Sin duda, un factor relevante de esta nueva edición del poeta de la rosa als llavis es, precisamente, el que haya aparecido en un sello de la importancia y proyección académica de la colección Letras Hispánicas de la editorial Cátedra. En el documentado, ameno y extenso prólogo de Virallonga, vemos desfilar a figuras fundamentales del vanguardismo catalán que son sólo nombres, o ni siquiera eso, en las historias de la literatura española al uso: J.V. Foix, Carles Riba, Josep Maria Junoy, Tomás Garcés, Josep Pla, Eugeni D’Ors o Joaquim Folguera. Uno respira feliz al en-
Como todo gran poeta vanguardista, Salvat-Papasseit fue más allá de las vanguardias. Él también hubiese podido escribir la decisiva frase de J.V. Foix: «Me encanta lo nuevo y me enamora lo viejo». En la poesía de Salvat conviven el billete de autobús y la canción de amor cortés; el erotismo del Cantar de Cantares y la airosa presencia de una mujer que trabaja en el mercado. Por ello, en él, la cotidianidad auténtica (tan rara o espuria hoy en nuestra poesía) parece anunciar a ese gran y epifánico poeta que fue nuestro añorado Joan Brossa, ya desde el título elegido para esta antología. Porque en Salvat, que apenas vivió treinta años, la poesía es vanguardia, sí, pero vanguardia siempre desde lo humilde, desde el mundo obrero al que el poeta catalán perteneció. Por ello, con excelente criterio también, Jordi Virallonga incluye además en el libro una selección de textos en prosa, que nos permiten conocer al extraordinario personaje que fue Salvat-Papasseit. Un hondísimo poeta surgido de las clases populares más pobres, huérfano de padre a los siete años, que tuvo su universidad en las calles de la convulsa Barcelona de las primeras décadas del siglo xx, al que la tuberculosis se lo llevó en su joven plenitud, y que en 1916 escribió: «Por encima de las banderas y de los altares, encubridores de crímenes y pillajes, están los que trabajan y no pueden comer».
por Alfonso Alegre Heitzmann
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