GUÍA LITERARIA
DEL CENTRO HISTÓRICO DE
GuĂa literaria del Centro HistĂłrico de Cuernavaca
Cuauhtémoc Blanco Bravo Gobernador Constitucional del Estado de Morelos Margarita González Saravia Calderón Secretaria de Turismo y Cultura Mario Antonio Caballero Luna Secretario Técnico Montserrat Orellana Colmenares Directora de Publicaciones
GUÍA LITERARIA
DEL CENTRO HISTÓRICO DE
Carlos Francisco Gallardo Sánchez (Coordinador) Roberto Abad • Xaviera Hoffman Montserrat Ocampo Miranda • Félix Vergara
Esta publicación fue financiada con recursos federales a través del Apoyo a Instituciones Estatales de Cultura aiec 2019. Este programa es público, ajeno a cualquier partido político. Queda prohibido el uso para fines distintos a los establecidos en el programa. Guía literaria del Centro Histórico de Cuernavaca / Roberto Abad … [et al.] ; coordinador Carlos Francisco Gallardo Sánchez . -- 1ª ed. --Cuernavaca, Morelos: Secretaría de Turismo y Cultura, Fondo Editorial del Estado de Morelos, 2019. 200 p. : il. ; 21 cm.
ISBN: 978-607-8658-10-7
1. Cuernavaca (Morelos)--En la literatura 2. Cuernavaca (Morelos)--Vida intelectual 3. Cuernavaca (Morelos)--Vida social y costumbres. I. Abad, Roberto, coautor II. Gallardo Sánchez, Carlos Francisco, coordinador. Dewey: 863 G943
LC: PQ7297 G8
Coordinación general e investigación: Carlos Francisco Gallardo Sánchez Coordinación editorial: Montserrat Orellana Colmenares Ilustraciones: Eduardo Santaella Fotografías: Noé Knapp, Fernando Vargas y Maleny Vázquez Reseñas históricas: Carlos Gallardo Corrección de estilo: Patricia Romero Revisión de pruebas: Ricardo Gallardo Cuidado de la edición: Jade Gutiérrez Diseño y formación: Rosario Avilés Cano Realización de productos digitales: Susana Ballesteros (Vintecmor) Primera edición, diciembre 2019 D. R. © 2019, de los textos y las imágenes: sus autores D. R. © 2019, de esta edición: Secretaría de Turismo y Cultura Fondo Editorial del Estado de Morelos Calle Miguel Hidalgo 239 Colonia Centro, 62000 Cuernavaca, Morelos turismoycultura.morelos.gob.mx ISBN: 978-607-8658-10-7 Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio, sin el previo y expreso consentimiento por escrito de los editores y autores. Impreso y hecho en México
ÍNDICE
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Prefacio
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Calle Humboldt o el aire de la melancolía Montserrat Ocampo Miranda
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Calle Las Casas o las fauces del deseo Xaviera Hoffman
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Calle Morrow o el sortilegio entre barrancas Roberto Abad
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Cine Morelos o la oscuridad que se incendia Xaviera Hoffman
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Ex Hotel Bellavista o la mancha de sangre en la cornisa
Félix Vergara
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Jardín Borda o el corazón de un manto de oro
Félix Vergara
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Jardín Juárez o el nido de los auspicios
Carlos Francisco Gallardo Sánchez
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Palacio de Cortés o el castillo paralelo
Roberto Abad
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Plaza de Armas o la memoria a cielo abierto
Montserrat Ocampo Miranda
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Restaurante-bar La Universal o la cofradía forastera
Carlos Francisco Gallardo Sánchez
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Bibliografía mencionada en las crónicas
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Bibliografía general
194
Semblanzas de autores
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Agradecimientos
PREFACIO
La ciudad forma parte de la literatura ya sea como motivo, personaje o escenario. Ahí, en los espacios del texto, es objeto de un cambio por obra del lenguaje: cobra un sentido diferente sin dejar de ser ella misma. La literatura hace emerger otros significados, estuvieran o no antes en los muros o las calles. A fuerza de palabras, inventa nuevamente la ciudad para nosotros, quienes como lectores podemos participar en este acto creador de realidad. Entonces se abre un resquicio para experimentar la urbe más nuestra, cercana y distinta a un tiempo. La literatura ha hecho suya la ciudad, es cierto, pero también podemos decirlo de otra manera: la literatura es parte de la ciudad misma, un manantial que vivifica su geografía; constituye parte de su historia y su devenir, sus visiones y hechos son patrimonio cultural citadino. Este cúmulo entraña múltiples versiones de una ciudad: míticas, históricas, realistas, fantasiosas, críticas, nostálgicas, casi siempre inspiradas y con frecuencia esquivas al trajín de habitantes y viajeros. Caminar en esta dirección es conocer la intimidad de una ciudad siguiendo las trayectorias dibujadas por la escritura, que van de las superficies a las honduras de lo urbano. De las calles y las edificaciones a los pensamientos
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y las emociones que las sustentan: un viaje hacia adentro, hacia la ciudad profunda hecha de personas y relaciones vitales entre ellas y con su espacio, cuyas señales para emprenderlo han quedado impresas en hojas que persisten. Se trata entonces de conocer la ciudad a través de su literatura, de caminar por la ciudad literaria. De vivir la ciudad de todos los días desde nuevos ángulos y hacerlo desde el corazón mismo de Cuernavaca. La Guía literaria del Centro Histórico de Cuernavaca es una obra que se compone de crónicas breves sobre algunos de los lugares de la ciudad que han sido trasladados al universo de la literatura por escritores de distintas épocas. Propone un recorrido por estos sitios y así, en cierta medida, ofrece la historia literaria de la capital de Morelos. En el horizonte despunta un archipiélago donde moran tanto personajes como autores de la Cuernavaca que surge en novelas, cuentos, relatos y poemas. Alrededor de cincuenta textos son los que proporcionan el material literario que se entreteje aquí en nuevos textos, y que nos permiten hablar de nuestra ciudad desde la literatura. Tendremos noticia, por ejemplo, sobre la novela de Enrique Serna ubicada en la convulsa capital morelense de principios del siglo xxi, o sobre el relato que hiciera Guillermo Prieto de su viaje a Cuernavaca en 1845. Están presentes los que podrían considerarse los clásicos locales, no obstante su origen: Rosa E. King, Malcolm Lowry y Alfonso Reyes. Y, entre otras posibilidades, se acude a piezas de escritores de generaciones más recientes, como Alma Karla Sandoval o Gerardo Porcayo. Llegamos a cada destino de la mano de una crónica que conjunta paisaje y literatura, los cronistas fueron invitados
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a recrear la urbe para caminar junto con los lectores. Nos acompañan en el viaje ilustraciones, fotografías y reseñas históricas. Además de su gran valía, una característica identifica a todos los colaboradores del libro: son unos apasionados de Cuernavaca. Y sin duda comparten la certeza que es también la de esta obra: los placeres de la lectura y el paseo representan una buena oportunidad para apreciar la ciudad donde se vive o a la que se llega. Quiere esta guía construir una utopía propia, un lugar hacia donde andar. Dos sentencias resuenan en su atmósfera, de una página a otra, como los susurros de un deseo entrañable y poderoso: “Para una ciudad como ésta, es difícil aceptar la derrota”, “La esencia de esta ciudad se mantiene viva por sus historias”. Que así sea. Carlos Francisco Gallardo Sánchez Cuernavaca / Ciudad de México, septiembre de 2019
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CALLE HUMBOLDT o el aire de la melancolÃa MONTSERRAT OCAMPO MIRANDA
No las ávidas calles, incómodas de turba y ajetreo, sino las calles desganadas del barrio, casi invisibles de habituales, enternecidas de penumbra y de ocaso. Jorge Luis Borges, fragmento del poema Las calles
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os domingos son días solitarios en los que existe, acaso, una insondable melancolía. Nadie sabe de dónde viene. Conforme pasan las horas, el enigmático sentimiento cobra fuerza; entre los murmullos de los árboles, en la inusual calma de las calles poco transitadas, en los acompasados pasos que se escuchan a través de las paredes de las casas vecinas. Este domingo es especialmente frío, aunque el invierno no parece llegar nunca a Cuernavaca. Las estaciones pasan una a otra por las calles, sin grandes cambios. Uno se acostumbra fácilmente al clima templado, a los árboles de eucalipto, al sol, al musgo que crece entre los resquicios de las piedras volcánicas y a las enredaderas amazónicas que se desbordan por las bardas. Uno se acostumbra a todo, a las calles onduladas, adoquinadas e, incluso, improvisadas, las cuales aparecen de pronto como si se tratara de un truco de magia. ¿Recuerdas esta calle?, ¿sabes a dónde lleva? Parece que ya he estado aquí antes. Y la verdad es que todos hemos estado allí más de una vez. Porque el laberinto es enorme, porque todos nos perdemos en la misma estrecha calle poblada de tabachines
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y cipreses. Todos subimos y bajamos la misma pendiente, la Cuernavaca eterna. Fue un domingo cuando el explorador, geógrafo, astrónomo, humanista y naturalista prusiano Alexander von Humboldt pisó Cuernavaca, luego de haber hecho un recorrido de días desde las costas de Acapulco. Seguramente ataviado en ropajes poco apropiados para el templado clima, Humboldt quedó fascinado por la maravilla de una ciudad siempre florida. En sus libros científicos se incluyen algunas observaciones que el polímata viajero consideró de gran relevancia, las cuales avivaron el interés mundial por la ciudad. La estadía de Humboldt en Cuernavaca fue breve, pero suficiente como para otorgarle el mítico título de Ciudad de la Eterna Primavera, frase que a los oriundos nos persigue y que algunas veces nos gusta presumir, con un poco de provocación. Ahora, una calle lleva el nombre de Humboldt. Sinuosa, apretujada y larga, la arteria inicia, de sur a norte, desde la esquina del cruce de la calle Himno Nacional y el final (o inicio) de la avenida Palmira, deslizándose a través de una pendiente que cruza, a la derecha, con la calle Rufino Tamayo y, a la izquierda, con las calles Francisco González Bocanegra, Cuauhtemotzín, Gante, Motolinía, Abasolo y Fray Bartolomé de las Casas, sin olvidar, por supuesto, otra vez a la derecha, el controvertido Hotel Bajo el Volcán, para finalmente desembocar en los límites de las calles Salazar y Zarco, a sólo unas cuadras del Centro Histórico de la ciudad. La ubicación de la calle Humboldt es casi un portento. Si se camina por ella sin ninguna condición física, es casi seguro llegar de punta a punta con medio pulmón devastado. Herido de guerra, uno es incapaz de caminar sin que
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el aliento se corte o le puncen las sienes. Pero, ¿acaso no todas las calles de Cuernavaca son así? Basta caminar un poco por la calle Humboldt para darse cuenta de esto y desviarse hacia la primera arteria que ofrece otra posibilidad enmarañada: la calle Rufino Tamayo. Para ello, es necesario cruzar el conocido Puente de la Emperatriz, el cual hace alusión a Carlota, la de Maximiliano, quien lo reconstruyó para facilitar el paso hacia Acapantzingo, uno de los barrios más antiguos de Cuernavaca. Es allí, desde la casa de los Tamayo, que el escritor Carlo Coccioli ve florecer las colinas con claridad, pese a ser invierno. En el mismo jardín, mientras Rufino riega las flores, un joven Fiorello cubierto de un pelaje blanco y afelpado, parecido al algodón, juguetea con los perros de la familia. La escena se despliega del capítulo veintiocho del libro Fiorello (1973), obra que, según palabras del propio Coccioli, no pretende tener un valor literario, sino más bien intenta ser un registro puro y tierno del genuino amor que uno puede llegar a tener por su perro. El escritor italiano, más reconocido en Hispanoamérica que en Italia, polemizó su homosexualidad desde y a través de la literatura. Su obra, esencialmente narrativa, lo trajo a México, donde no encontró más aceptación que en Europa. Coccioli se topó con el ambiente literario de los años cincuenta, en el que ya sonaban los nombres de figuras reconocidas y canónicas de la literatura mexicana, como Fernando Benítez, Octavio Paz y Carlos Fuentes. Para el escritor italiano fue difícil encontrar lugar en los atrios de la pompa intelectual, por lo que desde el momento en que llegó, hasta el momento de su muerte, se consideró un escritor marginado. Es quizás este rasgo el que convierte a Coccioli en un escritor de detalles, sin alardes. En Fiorello,
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perfila cuidadosamente la imagen del mismo Rufino Tamayo, quizás como pocas personas han podido aproximarse al artista, igual que si se tratara de una estampa, de una fotografía tomada un domingo cualquiera: Rufino, indio zapoteca, se encierra en silencio. Sólo le agrada hablar en voz baja a sus tres perros de quienes dice que son los primos de Fiorello. Entre ellos, tal vez por ser mexicanos, es decir muy reservados, los tres perros de Rufino no se hablan. Rufino les habla en voz baja, sin gestos, largamente. Cuando alguien se acerca, calla.
Así, casi olvidamos que Tamayo es el gran pintor mexicano, y podemos imaginarlo como sólo un hombre, amo de su territorio de flores que él mismo sembraba, compartiendo un domingo con Olga, su esposa, tan enamorado de sus perros como el propio Coccioli. Podemos atrevernos a verlo caminar por la periferia de la calle que lleva su nombre, a un costado de la calle Humboldt. Es la imagen de un Tamayo doméstico, amistoso y conocido. Coccioli no tiene que hacer un libro de ficción, sólo se dedica a retratar y retratarse. Escribe sobre Tamayo y el diálogo misterioso que él y el propio Fiorello tienen: “Fiorello escucha, luego con lentitud vuelve a mí. ¿Qué les ha dicho tu tío Rufino? Fiorello no responde, y suavemente se va la tarde”. Para una ciudad como ésta, aún laureada por una gloria pasada, en la que extranjeros solían edificar casas y albercas, albercas y casas, y beber hasta el hartazgo en el Casino de la Selva, es difícil aceptar la derrota. Nadie pensaría que uno viene a morir a Cuernavaca. Sin embargo, la calle de Humboldt sirvió como nicho de muerte al gran Charles Mingus.
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Aquejado por los dolores de la esclerosis lateral amiotrófica, Charles Mingus, el jazzista mestizo nacido en Arizona, se trasladó a Cuernavaca, donde había escuchado que residía una vieja bruja, la famosa Ponchita, quien poseía poderes curativos que habían revivido a más de un muerto. Mingus, esperanzado en encontrar una cura, compró una casa en la calle Humboldt a finales de 1978. El inmueble de fachada verde fue el último escenario del músico, donde murió únicamente acompañado de su esposa y una enfermera. Mingus no encontró el remedio mágico a la supuesta maldición que él creía tener, por el contrario, lo único que halló fue a una bruja con poderes limitados que lo sentenció: “Usted está enfermo, no embrujado”. Los últimos momentos de Charles Mingus están contenidos en la obra “Mingus, Cuernavaca” (2001), del dramaturgo francés Enzo Cormann. Éste escribe sobre una Cuernavaca “populosa y abigarrada”, en la que la vida transita como una fiesta perpetua; “en Cuernavaca se amará, se morirá, se nacerá, esta noche los volcanes, ahogados en la bruma, resonarán secretamente del trabajo de la tierra, y Mingus buscará inútilmente en la noche el rostro de su madre”. Postrado en un sillón, Mingus se acerca a la muerte, mientras afuera existe una ciudad ruidosa y vibrante. ¿Quién diría que en esa casa muere un músico emblemático? Un mulato despreciado por los negros y los blancos. Un genial contrabajista que se quedó inmovilizado para siempre, incapaz de volver a poner un dedo sobre la cuerda. La obra teatral de Cormann es casi un monólogo, sombrío y duro, excepto por los momentos en los que interviene la voz de la enfermera, quien atiende al jazzista al
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margen de la muerte. Las palabras de Mingus tienen un dejo de fastidio, de enojo, de desprecio hacia sí mismo, hacia su historia y hacia los personajes que lo volvieron el mulato desairado y resentido. El repudio que Mingus siente por todo es provocado por el rictus que lo oprime. El dolor está allí, en cada memoria que lo aqueja. Pero Cormann no quiere sólo ensombrecer la figura del músico, sino más bien dibuja su imagen con lo que mejor puede definir a un hombre: la pasión. ¿Qué ha sido de mi vida? Un montón de conciertos que no conservo en la memoria, grabaciones que no vuelvo a oír, ambientes de trabajo, algunas imágenes, el rostro de una anciana en Nueva York en la calle 42, mi puño contra la jeta de Jimmy Knepper, un guiño de Dexter Gordon en el escenario del Café Montmartre en Copenhague, la mirada de gato de Duke, el cartel de un baile en una cantina de mala muerte en Tijuana, Tampico o Veracruz, ¡y qué música la de Veracruz!, el pulgar mágico de un arpista y su sonrisa desdentada, mi matrimonio con Celia —por qué con ella, por otra parte, en lugar de con otra—, la jeta de mi psiquiatra en Bellevue en el 58.
Mingus se extingue, pero sus viejos reflejos están allí. Postrado en su último día de vida recuerda a sus viejos amigos, a antiguas mujeres, a tierras exploradas; y se oye el primer compás de “Reincarnation of a Lovebird” y más tarde el saxofón que introduce a “Moanin”. Allí está el Mingus vivo, en el sillón sólo está lo que quedó del cuerpo de un jazzista que buscaba la cura en Cuernavaca y sólo halló la muerte. Sus restos serán cremados y luego arrojados al río Ganges.
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Al avanzar unos metros sobre Humboldt, a tan sólo unas cuadras donde Charles Mingus dejó de existir, está el Hotel Bajo el Volcán, el cual se encuentra justo en medio, poco antes de descender la pendiente en la que finaliza la calle. Allí fue la residencia de Malcolm Lowry durante su segunda estancia en Cuernavaca. En su ensayo Salvando el edén de Lowry (1986), John Spencer defiende la importancia de proteger este espacio para mantener la luz de Lowry encendida. Para ese tiempo, la construcción corría el peligro de ser demolida y en su lugar se pretendía erigir un desarrollo comercial: La casa de la calle Humboldt núm. 17, como la casa donde nació Dickens en Portsmouth o la casa en la plaza Gough en Londres donde el doctor Samuel Johnson compiló su diccionario, impresiona por asociación más que por su apariencia física […] la casa de Lowry muestra un contraste triste.
A partir de entonces, Spencer se dedicó a salvar lo que quedaba de la casa de Lowry, a través de peticiones de firmas con el círculo intelectual y artístico que lo rodeaba. Para Spencer era de vital importancia que, por encima del interés económico, el patrimonio cultural fuese rescatado. Sin embargo, pese a sus múltiples esfuerzos, lo único que pudo conseguir fue que la propiedad no se demoliera en su totalidad. Es evidente que para Spencer el nombre de Malcolm Lowry daba sentido a una época especial en Cuernavaca. De hecho, la calle de Humboldt cobra más sentido cuando se menciona el nombre del escritor inglés. En realidad, pareciera que todo Cuernavaca-Quauhnáhuac adquiere
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significado cuando se le nombra. La ciudad descrita en Bajo el volcán (1947) es un híbrido de dos ciudades geográficamente distintas y separadas: Cuernavaca y Oaxaca. “Dos cadenas montañosas atraviesan la República, aproximadamente de norte a sur, formando entre sí valles y planicies. Ante uno de estos valles, dominado por dos volcanes, se extiende a dos mil metros sobre el nivel del mar, la ciudad de Quauhnáhuac.” La ficción es el terreno que Lowry elige para edificar su propia ciudad legendaria. El escritor Francisco Rebolledo, en su libro Quauhnáhuac, un bosque de símbolos (2009), describe la trascendencia de Lowry en el imaginario literario mexicano: En su novela, Lowry consigue apropiarse de un mundo que no era el suyo y en el que apenas vivió unos meses pero que supo comprender y sentir con inaudita sagacidad, para vaciar en él sus obsesiones más profundas, lo más íntimo de su atribulada conciencia.
El paso de Lowry ha marcado una parte importante de la historia de Cuernavaca y ha puesto a la ciudad en el mapa literario mundial. Cuantos más ensayos, críticas, crónicas, seminarios, tesis, entre otros, se hacen en memoria de Malcolm Lowry, más se hallan atajos y abismos en torno a su obra. Que se le veía en La Estrella, cantina ubicada en la calle Matamoros que remite a El Farolito, emborrachándose gustosamente, que si mezcal o mescalina, que si la barranca, que si escribió la novela tres veces, que si prefería los cigarros Alas por encima de cualquier otra marca; sea cual sea la referencia ahí está Lowry. En la calle Humboldt se encuentra, al menos, el rastro distinguible del escritor que entre las
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ilusiones de la borrachera y los momentos de genialidad escribió una novela. Para referirse a la calle Humboldt, Lowry utilizaba el nombre de calle Nicaragua, la cual menciona en más de una ocasión en su obra literaria: Pero, en realidad, la calle Nicaragua no parecía diferente. Allí se extendía aún, atestada de enormes piedras sueltas de color gris, llena de los mismos cráteres lunares y en aquel bien conocido estado de congelada erupción que la hacía parecer como si estuviesen reparándola.
Sin embargo, también hace mención de esta calle en otro relato que parte de otro alter ego: Sigbjørn Wilderness, un escritor que regresa a Cuernavaca como quien ha perdido algo y busca recuperarlo. Protagonista de la novela Oscuro como la tumba donde yace mi amigo (1968), Sigbjørn no es ni por equivocación el cónsul de Bajo el volcán, pero eso no lo salva de ser muy parecido a Lowry y de, por supuesto, coincidir con ciertos aspectos dramático-literarios. Sigbjørn espera ansiosamente reencontrarse con su amigo de antaño Juan Fernando Martínez, en la calle Humboldt, la cual está en Oaxaca, no en Cuernavaca. Luego, un poco más adelante, vieron un letrero azul, calle humboldt, y justo después el Banco Ejidal. Desde luego, estaba en un lugar mucho mejor. Entre los árboles, tenía aspecto victoriano. O, mejor, americano, en cierto sentido. Era como una vieja casa de piedra arenisca en los sombreados márgenes de Parker’s Place, en Cambridge, y aunque ésta no estuviese cubierta de hiedra, así le parecía siempre en el recuerdo.
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La trágica sorpresa de Sigbjørn es descubrir que su querido amigo está muerto. La peregrinación acaba allí, igual que el viaje mágico de Lowry. El regreso a la calle Humboldt es sumamente importante, pues representa el fin de un ciclo, quizás el ciclo del propio Lowry, en el que la desdicha queda sepultada bajo los demonios del pasado. Para Héctor Manjarrez, estos demonios, en cambio, son parte de un paraíso terrenal. El autor relata en El camino de los sentimientos (1990) la vez que se hospedó en la casa de Lowry, la misma de la calle Nicaragua, y bebió cerveza y mezcal hasta el hartazgo; quizá, hasta materializar el vértigo y la confusión permanente en la que Lowry vivía: “¿Era mi ebriedad muy terreebly o en realidad no tanto? Ese hombre Malcolm era, en verdad, un hombre sabio. No se puede vivir sin amar”. Manjarrez describe una noche bohemia en la que bebe con amigos, en la que invoca al espíritu de Lowry para invitarlo a beber también con ellos. “¿Another poquitito?” Incluso, mientras estaba bajo la influencia de los demonios etílicos, sufre una caída, igual que el Cónsul, cuesta abajo. Rueda en el césped como asegurándose de que su miseria sea la misma que la de Malcolm Lowry. “Rodé y rodé. De pronto me di cuenta de lo que estaba pasando… Mi espíritu estaba yendo demasiado lejos. Se hacía parte de otro espíritu, el espíritu de un escritor muerto.” Y es que no sé si exista otro país que ame tanto a los espíritus, aunque éstos sean casi almas en pena, como México. Pues Malcolm Lowry no es el único aparecido en Cuernavaca. Rudolfo Anaya escribe “B. Traven está sano y salvo en Cuernavaca” (2007), un relato que cabalga entre el realismo mágico y la anécdota epistolar. Anaya asegura que B. Traven no murió como todos creemos, sino que, por el contrario,
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está bien vivo en Cuernavaca. Inspirado por los cuentos de Justino, un jardinero que tiene más vocación de chamán, el protagonista del relato se deja llevar por las ensoñaciones que la ciudad primaveral le ofrece, entre ellas, algunas visiones de B. Traven. Y aunque esta historia no ocurre precisamente en la calle Humboldt, sino más bien en los alrededores, sí comparte el encanto efímero que prevalece en cada narración que evoca a la vida intelectual de Cuernavaca antes de nosotros: “La noche tranquila se sentía caliente y pesada. De vez en cuando sonaban unos tiros en la oscuridad, ladraban los perros y la presencia de un México que nunca duerme se cernía sobre mí”. ¿Acaso Anaya no encontró lo que todos tarde o temprano buscan en Cuernavaca como una promesa?, ¿dónde más se sentirá correr el aire con la misma densidad?, ¿en qué otras tierras se pueden escuchar los sonidos del silencio?, ¿de dónde emanarán los aromas idénticos de la noche? ¿Dónde, pues, se encontrará una melancolía acaso más profunda y más indescifrable que ésta? La calle Humboldt, así de estrecha, así de laberíntica, es testigo de los profundos tajos de la existencia humana llevados a los almanaques de la literatura, lo mismo que de la dicha o la contemplación, que de la soledad o la agonía. Porque la ternura de Coccioli por Fiorello está en lo que Lowry deja escrito: “No se puede vivir sin amar”, que es lo mismo que el sonido del contrabajo de Mingus acompañado de la voz inconfundible de Joni Mitchell en “Goodbye Pork Pie Hat”: Love is never easy It’s short of the hope we have for happiness
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Bright and sweet Love is never easy street!
Todo se reduce al amor. Al deseo universal de la pertenencia a través del otro. Poco importa si en el medio se encuentra la muerte. Nadie se imaginaría que en una calle cualquiera, ésa que se parece a todas, han pasado melancólicos días, tan rápidos y fugaces como el viento que se pierde y sacude a los viejos árboles. Pero en aras de la literatura, uno nunca sabe suficiente.
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Un poco antes de cumplirse la primera mitad del siglo xx, la calle Humboldt era todavía la última frontera visible del núcleo urbano de Cuernavaca hacia el oriente, a donde el Palacio de Cortés se asomaba como vigía. Allí se dibujaba una frágil línea de residencias a las que podía llegarse siguiendo hasta el final por calle de Las Casas. Después: la Barranca de Amanalco, el bosque, los pueblos, los volcanes que son dioses. [fotografía: autor no identificado; archivo privado carlos francisco gallardo sánchez.]
RESEÑA HISTÓRICA El espacio natural por el que desde el comienzo se abrieron los caminos, debió ser deslumbrante en Cuernavaca, dada su exuberancia. Tal sería el caso de la parte de paraíso sobre la cual tuvo su origen lo que en el presente se conoce como calle Humboldt. Antes, en 1866, se le conocía como 1a de Tepancingo, lo que hoy comprendería entre el puente de Amanalco y Las Casas, 2a de Tepancingo, de Las Casas a Abasolo, 3a de Tepancingo, entre Abasolo y Motolinía, y San Pablo, de Motolinía al sur.1 Esta última nomenclatura seguramente obedecía a que estaba dentro del barrio de San Pablo Tetepenchi, cuyo núcleo se localizaría en lo que hoy es la calle Cuauhtemotzín. El camino de San Pablo se conectaba con Acapantzingo,2 en lo que probablemente se conoce ahora como calle Rufino Tamayo. Hasta ese entronque terminaría la calle Humboldt. Más hacia el sur, la continuación recibe el nombre de avenida Palmira, vía que seguramente se definió tiempo después, a 1 Valentín López González, Cuernavaca, visión retrospectiva de una ciudad, 2a ed., Cuernavaca, Centro de Estudios Históricos y Sociales del Estado de Morelos/Ayuntamiento de Cuernavaca, 1994, p. 19O. 2 Víctor Manuel Cinta Flores, Barrios de Cuauhnáhuac. Una visión topográfica, Cuernavaca, Casa del Diálogo/Universidad Autónoma del Estado de Morelos, 2O1O, pp. 7O-71.
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raíz de la ubicación de la finca Palmira que perteneció al ex presidente Lázaro Cárdenas y, también, debido al desarrollo urbano residencial que por el mismo rumbo detonó.
Carlos Gallardo
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