CLARO RASTRO del MUNDO OSCURECIDO
Premio Malcolm Lowry
CLARO RASTRO del MUNDO OSCURECIDO Seis acercamientos radiales a la memoria en la prosa de Ida Vitale
lu i s pa n i ag ua
Premio Bellas Artes de Ensayo Literario Malcolm Lowry 2020
SECRETARĂ?A DE CULTURA
Colección Premio Malcolm Lowry Premio Bellas Artes de Ensayo Literario Malcolm Lowry 2020 Otorgado por la Secretaría de Cultura, el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, a través de la Coordinación Nacional de Literatura, y el Gobierno del Estado de Morelos, mediante la Secretaría de Turismo y Cultura. El jurado estuvo integrado por Alejandra Atala, Gerardo de la Torre y Armando González Torres.
Coordinación editorial: Montserrat Orellana Colmenares Cuidado de la edición: Ángel Cuevas Formación: Jade Gutiérrez Ilustración de portada: Eduardo Santaella Primera edición, septiembre de 2020. © 2020 Luis Paniagua © 2020 Secretaría de Turismo y Cultura Fondo Editorial del Estado de Morelos Calle Miguel Hidalgo 239 Colonia Centro, 62000 Cuernavaca, Morelos http://turismoycultura.morelos.gob.mx © 2020 Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura Av. Paseo de la Reforma y Campo Marte s/n Colonia Chapultepec Polanco Alcaldía Miguel Hidalgo, 11560 Ciudad de México isbn:
978-607-8658-17-6
Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin contar con la autorización por escrito de los editores. Impreso y hecho en México.
Para RosalĂa: astro en torno al cual se dibuja la Ăłrbita de mis actos
Nota: Las secciones que conforman el presente ensayo han sido pensadas como acercamientos en torno a un núcleo, que en este caso son los conceptos de memoria y testimonio en cierta prosa de la poeta uruguaya Ida Vitale. Por tanto, la presentación consecutiva de los mismos no guarda necesariamente un orden progresivo, por lo que acepta una lectura también en orden aleatorio, como la observación que se le dedica a un objeto recorriendo su alrededor para tener, en la medida de lo posible, una imagen total. Así, la presentación actual del texto, que condiciona su lectura progresiva, no es limitativa sino demostrativa.
60 ˚. La memoria. Totalidad / minimalia
Suele suceder que cuando un escritor lleva a cabo un ejercicio memorístico acude, desde las primeras líneas, a una especie de cura en salud, suerte de viaje a las aguas termales que justifica tan personalísimas páginas poniendo de manifiesto un fin que no es, en apariencia, la entronización de su persona o la primacía de su experiencia como paradigma moral para la edificación del lector. Así, por ejemplo, Michel de Montaigne advierte en sus Ensayos que la obra de marras no habrá de abonar ni a la gloria de quien la escribió ni mucho menos a la conformación espiritual de quien la aborda (o no es ese el fin primario, podríamos apuntar, vaya); más bien, tiene como objetivo servir de recordación doméstica, de puesta en papel de coordenadas intelectuales para que sus seres queridos puedan hallarlo una vez abandonado el plano de este mundo material. Siguiendo tal rastro de advertencias que comúnmente realiza el autor al lector, y para no ir tan lejos, ni cronológica ni geográficamente hablando, entre los escritores mexicanos del siglo xx hay uno que podemos destacar por su costumbre de echar mano de la memoria: Ricardo Garibay. En Cómo se gana la vida, el hidalguense explica:
9
Georges May, francés, autor de La autobiografía, el número 327 de los Breviarios del Fondo, libro de un investigador para investigadores, que saben por qué se hacen las cosas y cómo, pero no las hacen, libro innecesario para el escritor que escribe su autobiografía, dice que los móviles de cualquiera de ellas son: la exaltación del propio autor, querer dejar testimonio del tiempo vivido, medirse con el tiempo —aboliéndolo—, o hallar sentido a la existencia, que de suyo parece no tenerlo. Bien, creo que ninguno de ésos es el móvil de estos brevísimos capítulos, que formarán el segundo tomo de mis memorias. El primero fue la infancia fiera, la infancia tropezosa, la necesidad de abrirse en canal para perdonarse todo aquello del principio de los tiempos. Ahora, probablemente, por una de tres razones: para divertir al lector, y un poco a mí mismo, como impúdico alarde de sintaxis y de síntesis o antología de la ya larga existencia; y —acaso sea la razón más principal— porque me entusiasma la creación de ese personaje que fui en el pasado irrecuperable, lo que me enfrenta a este dilema: qué es más cierto: el que se era verdaderamente, o el que se es en la literatura que uno mismo hace. Y quiere decir esta parte final que de repente sentí sonrojo de estar contando lo mío a los generosos lectores, y tuve que justificarme. Y esto es una forma de pedir perdón.1
10
He aquí dos ejemplos de declaración de posición frente al ejercicio de la memoria, dos tomas de protesta frente a la humildad del sujeto y de exaltación del objeto escrito: como decir, “lo que está en la página (con lo que ésta tiene de fiel e infiel a la realidad, con lo que tiene de voluntario o involuntario Ricardo Garibay, Cómo se gana la vida, Obras reunidas 7. Memoria dos, Océano-Conaculta, México, 2002, pp. 218-219.
13
del escritor, con lo que tiene de desapego o aplicación) es lo que en verdad debe primar, no la sola y pasajera y deleznable humanidad de quien lo escribe.”2 La poeta Ida Vitale (Montevideo, Uruguay, 1923) recientemente incursionó en el terrero de la pradera memorística con Shakespeare palace. Mosaicos de su vida en México (1974-1984). Resultará evidente para cualquier lector que tenga la curiosidad de asomarse a ese ensamblado de más de una década de recuerdos que la pluma de la escritora sudamericana tampoco escapa a esta declaración de principios de la que nos venimos ocupando líneas arriba; cierto prurito personal (¿cierta comezón moral?) la obliga a consignar desde las primeras líneas (“Algo previo”) el sentido y la aparente finalidad del conjunto de prosas (gesto que se convierte, al mismo tiempo y de forma colateral, en una explicación sobre el subtítulo): No pretendo presentar como memorias las páginas que siguen, aunque estén determinadas por la mía. Aquéllas suelen pretender una ejemplaridad, un zumo moral exprimido de los recuerdos que se ofrecen. No es ésa mi intención, si bien todo lector tiene el derecho a utilizar lo que lee tanto como lo que vive para pensar lo suyo.3
Si bien en apariencia es más compleja la explicación del mexicano — que cito, como se ve, textualmente—, no debemos perder de vista que está tamizada por la teoría de su siglo, lo cual hace que el número de las aristas a través de las cuales sea posible asirla sea mayor. A varios de esos puntos volveremos más adelante en el desarrollo de este ensayo. 3 Ida Vitale, Shakespeare palace. Mosaicos de su vida en México (1974-1984), Lumen, México, 2018, p. 11. 2
11
12
Así, estas pocas líneas arrojan luz sobre dos cuestiones que pudiéramos calificar como reveladoras: la primera es que los mosaicos (esa palabra que elige para desplazar el campo semántico de la palabra memoria —y que en apariencia no tiene mucho que ver con ésta, o no de manera inmediata o directa—, con la intención evidente de atenuar la carga moralizante que la escritora encuentra en la escritura de memorias) son fragmentos de pasado ordenados de tal modo que ofrecen una imagen mayor, a la vez que informan, de manera involuntaria pero innegable, sobre una de sus condiciones, a saber, la imperfección: delineadas no con la exactitud de un escalpelo firme sino con la rectitud falible de un cortador de vidrio, las piezas de un mosaico jamás encajarán con precisión unas con otras; sin embargo, esta característica no les impide sugerir la figura que pretenden proyectar; en ese sentido, es el ojo del observador el que completa la imagen total; de ahí la aseveración al derecho del lector declarada por Vitale: el trabajo de refinado, pues, está en aquel que mira la escena referida; el trabajo de desbaste se encuentra en la lija del ojo. La segunda cuestión tiene que ver directamente con su justificación: no hacer pasar por ejemplar algo que no busca, de entrada, encontrarse en el reflejo que ofrece la coronilla rapada de la lección moral. De esta forma, nuestra autora intenta despegarse del espectro que mana del aura de la ejemplaridad, irradiada ésta sí de las hagiografías, las confesiones o las bio y autobiografías de personajes archifamosos que pretenden voluntariamente eternizarse en el pedestal de la impoluta inmortalidad o de plano justificar o atenuar las atrocidades y torpezas cometidas.
Entendemos, en consecuencia, que la incomodidad que se despierta en el escritor metido a memorialista se debe a un asunto ciertamente espinoso y que tiene que ver, de modo paralelo, con el umbral de veracidad inamovible que reviste a todo hecho pretérito evocado por una memoria abarcadora y sin envés: lo que ocurrió lo hizo de una sola cierta manera, y no hay más (y no puede haber más). Tenemos, por lo tanto, que si el acontecimiento pasado es inmodificable (puesto que yace fijo, debajo de la losa pesadísima de lo que ya es historia), cualquier adenda, glosa o nota al pie tiene como deber moral único, y como única posibilidad, abonar a su calidad de verídico; cualquier otro camino es sin duda el paso errático del amnésico o, peor aún, del malintencionado. Dicho de otra forma, un recuento de la historia (el que sea), que además se atreve a quedar fijado en un soporte que permite su perduración hacia la posteridad, debe estar basado en el principio moral de la fidelidad al hecho acaecido, y esa fidelidad es, en todo caso, su fin último: decir la verdad, recontar los acontecimientos rectamente (y aquí la rectitud no distingue en su condena hacia el hecho deliberado o accidental con respecto al impulso de ir en su contra —la diferencia entre mentir y decir mentira, señalada por Montaigne—). De esta forma, el de la voz en el discurso memorístico pasa a ser no sólo un emisor de cierto mensaje, sino a la vez un canal cuyo material constituyente (moralmente hablando) es de tal perfección que impide la más mínima perturbación en el mensaje. Esta imperturbabilidad (que desemboca en una suerte de irrebatibilidad con respecto del acontecimiento pretérito) deviene aterradora, monstruosa en más de un sentido, pues erige al que recuerda, al
13
14
que articula su recuerdo, como un ser casi sobrenatural debido a que su capacidad de rememorar el pasado exactamente como pasó es a tal grado infalible —y acaso improbable— (una especie de Funes el Memorioso al que le es concedido recordar un día entero en todos sus detalles, arrugas y recovecos, aunque dicha tarea lo orille a desprenderse, en su ejercicio, igualmente de un día en su totalidad), que a su vez tiene el maridaje completo con su insobornable voluntad de recordar sin alterar en lo más mínimo todo aquello que ha pasado. Bien visto, este par de características es, a nuestro juicio, sólo ubicable en seres no del todo humanos. Puestos en ello, podríamos figurarnos que, al ceder ante la irrebatibilidad del hecho pasado (irrebatibilidad, repito, sólo posible de ser alcanzada por un ente alejado del común de los humanos —los santos, cierto tipo de héroes—), caeríamos en una trampa de la que nos sería difícil librarnos: el calabozo del pasado nos atenaza y, de cierta forma, se vuelve la causa del futuro, convirtiéndonos en seres que se limitan a ser sólo observadores pasivos de las consecuencias de todo hecho pasado. Planteada así la perspectiva memorística, nos invade la sensación de desasosiego nacida de la sospecha de que cualquier cosa que digamos podría ser usada en nuestra contra. Empero, nos es posible escaparnos, si no de la dictadura de la verdad, al menos sí de la tiranía de la irrebatibilidad, no sin ciertos riesgos, como la propia autora de Jardín de sílice nos descubre en la misma nota introductoria (“Algo previo”):
No es fácil aceptar el riesgo de una escritura sin libertad. Las cosas que ya no pueden mejorar ni empeorar segregan una sustancia poderosa pero secreta, estímulo o freno que nos guía y determina la selección, el orden de lo dicho y aun de lo en otro tiempo sentido, obligándonos a un viaje nunca exento de melancolía, sobre todo en aquellos casos en que evocamos momentos de rara felicidad. Para que la memoria asuma su tarea, un involuntario contrato interior cierra las puertas a la fantasía, y así la libertad, gloria de la escritura, padece más maniatada de lo que se querría. Sin embargo, la libertad tiene sus recursos y los usa en la elección de los recuerdos. Sí, la memoria se cree poderosa, pero es la libertad la que en su juego, al fin dominante y arbitrario, elige aceptar o borrar. Ella extrae del pasado, caja de Pandora cuya obstinada cohesión deshace, vientos y reposos, lo insípido, lo memorable, incluso lo que podría olvidarse, lo deleznable, si pese a serlo nos ha dejado alguna enseñanza o, simplemente, alguna vibración.4
Ante el aparente callejón sin salida (paredón de fusilamiento de la imaginación) en que se transforma la memoria totalizadora, tenaz e irrebatible, nos es posible hallar, si rebuscamos con ojos más finos (acaso los ojos del tacto sobre ese muro de matanza), una fractura que la vulnera; una fisura que debilita esta característica infranqueable que es su incapacidad de equivocarse. Si bien no le es posible al escribiente, desde la perspectiva de nuestra autora, usar la libertad que proporciona la imaginación para cambiar los hechos narrados a su antojo, le es permitido, en cambio, otro giro: la libertad Op. cit., pp. 11-12.
4
15
16
de elección sobre los recuerdos. Si pareciera que le está negada la modificación de la semilla del árbol del recuerdo, la posibilidad de elegir las ramas a podar para darle una forma determinada se encuentra al alcance de su mano. Y es en esta elección que le va la vida. En “Inicio de remembranza” (ensayo incluido en el volumen titulado En defensa del fervor), Adam Zagajewski sostiene que hay, por lo menos, dos tipos de recuerdos: uno plácido e, incluso, perezoso pero siempre celebratorio, que nos remite a la vida de alguien que conocemos, queremos o admiramos; y otro solemne y serio, que nos refiere a la muerte de, pongamos, ese mismo alguien que conocimos, quisimos o admiramos; en este segundo caso, la memoria intenta, con un inventario de retazos y jirones, erigir el monumento indiscutible que pinte entero y sin claroscuros a nuestro personaje para siempre ido. Por un lado, el retrato casi instantáneo que nos hubiera permitido obtener una cámara fotográfica Polaroid, por ejemplo, la cual nos habría arrojado posiblemente un rostro quizá medio velado por el cabello acaso alborotado por el viento, y que sería muy distinta a una foto tomada cinco minutos antes o después, y que nos habría hecho pensar en las maravillas de la volubilidad del paso del tiempo y el espacio sobre las representaciones corporales; por otro lado, la efigie vaciada en perdurable bronce o esculpida en impertérrito mármol, que parece recordar desde su impasibilidad el pasado imperturbable, imposible de modificar a través de sus ojos fijos y carentes de pupilas para mirar al mundo. Asimismo, en el ya mencionado ensayo, el poeta polaco asevera la existencia
de, por lo menos, dos tipos de memoria a través de las cuales llevamos a cabo la ardua labor, digna de un animal de tiro, de explicarnos el presente: […] resulta que disponemos por lo menos de dos memorias. Una es inteligente, culta y no sólo capaz de elaborar síntesis, sino hasta espontáneamente deseosa de elaborarlas; ella es la que propone grandes trazos, tesis racionales y colores netos. Pero tiene una hermana más modesta, la memoria de pequeños flashes, de breves instantes, una cámara fotográfica desechable que produce átomos de recuerdos no solamente no aptos para ser amplificados y uniformados, sino hasta en cierto sentido orgullosos de su intraducibilidad. Y precisamente ella —nuestra memoria pequeña, lista y perspicaz— no acepta la muerte, no se conforma con la necesidad de cambiar de arriba abajo el sistema de catalogación de los recuerdos. Gracias a ello logra conservar más vida y más frescura en sus destellos. No deja de repetir: ¿te acuerdas?, ¿te acuerdas?, ¿te acuerdas? ..., y con cada “te acuerdas” proyecta una diapositiva de su almacén abismal.5
En este contexto, pareciera que la memoria totalizadora de la que hablamos arriba (esa que nos aterra por tener únicamente un gesto inconmovible) cede, pierde algo de su peso de tortuga, pétrea y antiquísima, y que la libertad de elección a la hora de asir los recuerdos, de la que habla Ida Vitale, tiene verificativo en la segunda clase de memoria (saltarina y juguetona como los pajaritos que tanto animan la poesía de la uruguaya), la cual gana, a su modo, una levedad de almohadón de plumas que Adam Zagajewski, En defensa del fervor, Acantilado, Barcelona, 2016, p. 115.
5
17
18
ofrece una superficie mullida donde descansar el recuerdo quebradizo como cáscara de huevo (acaso puesto y empollado por alguna pajarita entre esos mismos que acabamos de evocar). Así, estos mosaicos que constituyen el conjunto de los recuerdos de los años vividos en México, refinados por la criba de la voluntad de la propia autora, están perfilados por la minucia y el acontecimiento volátil en apariencia, cotidiano en la forma, pero aguzados por la mirada de la poeta que los examina a través de la lupa del espectador cuidadoso, atento y entusiasta hasta la inocencia (“Un niño extrae a la larga más y mejores modos de diversión de una lupa que de un triciclo”,6 dice en su libro de ensayos De plantas y animales). Se diría que, para la poeta, en muchos sentidos el botín que ofrece la realidad es un caudal, cuando no de francos cacharros, por lo menos de debatibles riquezas para el común de las personas, pero inequívocamente valioso e insustituible, este pequeño cofre encantado contiene los rastros de un paraíso por instantes al alcance de la mano de aquellos pocos que saben detenerse a verlos: ¿Paraíso? ¿Qué paraíso? ¿Acaso la tierra puede aparecérsenos como un paraíso? ¿Todavía? Creo, sí, que a espaldas de muchos y con el auxilio de pocos, hay, para quien quiera verlos, rastros de un paraíso desatendido y minado. […] Quizá mi inconsciente propósito sea atisbar la reserva de tensión espiritual que ofrece la naturaleza. Estar atentos para aceptar las múltiples cosas que nos da en espectáculo, las Ida Vitale, “Intención”, en De plantas y animales, Tusquets, Barcelona, Primera Edición Electrónica, 2019, posición 141 de 3,621.
6
enseñanzas y advertencias que ofrece, sería la debida respuesta a lo que encontramos al llegar al mundo.7
Entonces, en lugar de la plaza cívica, simétrica, ordenada y barrida por la municipalidad (por donde se pasea el ciudadano desatento, ese que sólo alcanza a ver en su centro la estatua del prócer levantada por la memoria totalizadora, pero no el excremento que las aves deponen, como una lluvia irónica y corrosiva, sobre ella), la mirada de la poeta (que es una de esos pocos que saben detenerse a ver) prefiere el pequeño paraíso de los recuerdos nimios; frente al hecho Memorable, ese que aparece marcado en el calendario, Vitale prefiere lo que Leonor Arfuch (echando mano del término acuñado por Nicole Laroux) determina como lo inolvidadizo: aquello que es íntimo y, por lo tanto, mínimo, pero que es posible sacarlo a germinar en la esfera de lo público, puesto a los ojos de los que sepan verlo; una semilla pequeñísima (para volver, sobre mis palabras, a la analogía del árbol) que el viento puede llevarse y perder, pero que, arraigada en buen sustrato, puede luego echar sombra fresca para el reposo de los seres fatigados e inermes que somos bajo la luminosidad hostigadora del sol de la historia. En este sentido, el paraíso que puede empezar donde rompen las olas del tedio contra los litorales del recuerdo se nos figura una isla lejana (la “Última Tule” del poema homónimo de la sudamericana: “última Tule / hacia orígenes mágicos”8) aún Ibid., posición 98-104 de 3,621. Ida Vitale, “Étimo: Última Tule”, en Poesía reunida (1949-2015), Tusquets, Barcelona, 2017, p. 296.
7 8
19
20
no colonizada por la memoria totalizadora, sino propicia para unos pocos que tengan voluntad de ver, capaces de buena fe (recordemos, de nuevo, a Michel de Montaigne: en su advertencia al lector ofrece una sola cosa: buena fe; asimismo, este ofrecimiento se convierte, instantáneamente, en un requerimiento, como cuando extendemos la mano a alguien para cerrar un trato: en su gesto sabremos (por lo menos mediante el léxico de la gestualidad, ese lenguaje universal) si seremos correspondidos o no. Dice Francisco Segovia en “Montaigne y el pudor”, ensayo incluido en SobreEscribir, a propósito de la declaración de buena fe: “Pero ¿por qué de buena fe? Pues simplemente porque el autor se propone en ellos un fin humilde, ‘doméstico y privado’”.9 Así, sabemos, afirmamos que lo que se da de buena fe no espera menos que un reflejo especular, a la altura de lo dado; en otras palabras: un paraíso, como la rosa, sin porqué. Cabe aclarar que dicho paraíso está hecho, a qué negarlo, de palabras que habrán de poner en claro y firme, a la vez que en velado y precario equilibrio, la construcción memorística a la que aspiramos: una alejada del umbral, tajante como guillotina, de la verdad inamovible.
Francisco Segovia, “Montaigne y el pudor”, en SobreEscribir, Ediciones sin Nombre, México, 2002, p. 11. 9