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Los Dueños de la Tierra
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Escucha mi Silencio
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Más Allá de la Orilla
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Por Escribir sus Nombres
David Viñas
Miguel Torres López
Quino Vila Bruned
Finalista Premio Novela Corta Ciudad de Barbastro, 2006
Víctor Juan
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Pastoral
En Calladas rebeldías un historiador que se encuentra ultimando una biografía sobre Luis de Marichalar, vizconde de Eza, encuentra por azar el cuadernillo autobiográfico de un hombre que se denomina a sí mismo como «el Cigüeño». A partir de ese momento el historiador abandona la redacción de la biografía del Vizconde y se dedica a reconstruir vivencias y aconteceres de «los hombres sin historia». Ambientada en un medio rural de la España interior en las épocas de la Restauración y de la Segunda República, Calladas Rebeldías es, ante todo, un amplio muestrario de relaciones de poder –quintas militares, elecciones, iglesia, comunales, emigración, mendicidad….– y de una permanente lucha entre esa inexorable ley de la existencia, que es la de vivir como se puede, y el mantenimiento de la dignidad humana.
3 Carmelo Romero Salvador Carmelo Romero
Calladas Rebeldías
Efemérides del Tío Cigüeño Carmelo Romero
narrativa 3
As Tres Serols - Las Tres Sorores - Les Tres Sorors P R A M E S
Premio de Narrativa Universidad de Zaragoza 2006
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Las Margaritas No Son Inocentes
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El Perfume de la Higuera
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Mientras Caen las Hojas
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El Río Voraz
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El Espejo Griego
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Malos Tiempos
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Las Lágrimas de la Maladeta
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La Isla de los Pelícanos
Carmen Angás Baches
Damián Torrijos
«El hambre de cada uno –escribió “el Cigüeño”– es cosa de cada uno. Además, sepa usté que quienes nada poseemos, como nada tenemos que conservar, podemos obrar como nos viene en gana y sin seguir otro dictado que el que nos manda nuestra conciencia».
Ramón Gil Novales
Cal l ad as rebel días
Ángel Gracia
Nació en Pozalmuro (Soria) en 1950. Doctor en Historia Contemporánea de cuya disciplina es profesor titular en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza. La mayor parte de sus investigaciones han estado centradas en las problemáticas económicas y las actitudes sociopolíticas del campesinado de la España interior. Entre su treintena de obras cabe citar Soria 1860-1936; El crítico alborear del siglo XX; La suplantación campesina de la ortodoxia electoral; Estado débil, oligarquías fuertes o “las palabras para el gobernador los votos para el obispo”; Tensión y conflicto en la España interior durante la Restauración; La imagen cultivada de cenicienta: la periferia castellana; Oligarquía y caciquismo: el reinado de Isabel II; Urnas y escaños: los desequilibrios de la ley; Soria. Crónica contemporánea… Calladas rebeldías fue su primera obra de creación literaria, a la que han seguido Romería laica en Masegoso y La historia más bella, esta última de próxima publicación.
Reiner Schiestl
Alberto Cambas Sabaté
Pintor y dibujante de origen austriaco, se formó en la Academia de Bellas Artes de Viena. Es un enamorado, de antiguo, de las tierras y las gentes de Castilla, lo que le llevó a adquirir casa y estudio en Medinaceli (Soria) donde pasa largas temporadas cada año. Expone su obra desde 1965 en España y Europa, estando presentes sus trabajos en colecciones públicas y privadas.
José Luis Corral
Chusé Inazio Nabarro
Marta Iturralde Navarro y Alberto Martinez Embid
José Luis Galar
As Tres Serols - Las Tres Sorores - Les Tres Sorors P R A M E S
www.prames.com
4ª edición
As Tres Serols - Las Tres Sorores - Les Tres Sorors P R A M E S
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CALLADAS REBELDÍAS EFEMÉRIDES DEL TÍO CIGÜEÑO 1ª Y 2ª PARTE OBRA COMPLETA
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CALLADAS REBELDÍAS OBRA COMPLETA
CARMELO ROMERO
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Ilustraciones e imagen de portada: Reiner Schiestl. Portada: PRAMES
1.ª edición, noviembre 1998 2.ª edición, junio 1999 3.ª edición, mayo 2010 4.ª edición, enero 2015 © Carmelo Romero © para esta edición Las Tres Sorores–PRAMES PRAMES, S.A. Camino de los Molinos, 32, 50015 Zaragoza Tel. 976 106 170 – Fax 976 106 171 www.prames.com • publicaciones@prames.com 50015 Zaragoza I.S.B.N.: 978-84-96793-26-2 Dep. Legal: Z-1813-2010 Imprime: INO Reproducciones, S.A. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización previa de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, (ww.cedro.org) sinecesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
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A MODO DE AVISO DE CÓMO TRATANDO DE AMBIENTAR AL VIZCONDE DE EZA ME TOPÉ CON EL TÍO CIGÜEÑO Andaba yo terminando de recoger material para escribir una biografía de don Luis Marichalar y Monreal, vizconde de Eza, cuando, inesperadamente, me salió al encuentro el tío Cigüeño. Sucedió –más, menos– tal como paso a narraros. –Tenía acumulada ya amplia documentación de la actuación del Vizconde en el distrito de Soria por el que fue diputado, ininterrumpidamente, desde 1899 hasta –¡ahí es nada!– 1923. Tenía también no pocos datos de su gestión en la alcaldía de Madrid y de su paso por los ministerios de Fomento y de la Guerra(1). En Fomento, la verdad, ni fu ni fa, pero en Guerra, para su desgracia y la de muchos más, ya fue otro cantar. Y es que su estancia al frente del . Luis Marichalar y Monreal, vizconde de Eza (1873–1945) fue ministro de Fomento en 1916 y ministro de la Guerra en 1920–1921. (1)
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Ministerio de la Guerra «vino a coincidir» con el célebre, por catastrófico en extremo, Desastre de Annual(2). ¡Malhaya Dios de coincidencias de este tipo! porque, aunque el Vizconde no tuvo mucho que ver –fue, sobre todo, cosa del general Fernández Silvestre y del Borbón Alfonso XIII, «El Africano»–, vino a probarse lo que todos sabemos pero muchos suelen olvidar: en numerosas ocasiones los últimos en darse por enterados son aquellos que más obligación tienen de estar al corriente de los acontecimientos. Con frecuencia ello no tiene demasiada importancia, pero cuando, como es el caso, ese no enterarse conlleva más de trece mil muertos...(3). Tenía ya, como decía, prácticamente concluida la recogida de material y leída la numerosa y, en algunos aspectos, muy notable producción bibliográfica del vizconde de Eza, cuando decidí, como he hecho en otras ocasiones para otras biografías, aproximarme más a lo que fue su entorno particular con objeto de comprender mejor al personaje. Para ello frecuenté una de las moradas del Vizconde, en concreto su caserón palaciego de la calle Aduana Vieja donde, por cierto, también pasó infancia y adolescencia uno de sus nietos, don Jaime Marichalar, quien, cuando estas líneas se escriben, acaba de matrimoniar con una de las biznietas de Alfonso XIII, la infanta doña Elena de Borbón. En la bien surtida biblioteca del citado caserón ojeé los mismos libros que el Vizconde había leído y hasta creí notar entre las hojas las huellas de sus dedos largos, finos y huesudos. Apagué, mientras la lectura, centenares de cigarrillos en un cenicero donde se destacaba, en tonos azules y amarillos, el escudo de los Eza. Di inconta(2) El Desastre de Annual (25–31 de julio de 1921) conllevó más de trece mil muertos entre las tropas españolas ante las kabilas marroquíes dirigidas por Abd el Krim. (3) Alfonso XIII empujó a su protegido general a la descabellada acción por medio de un telegrama en el que equiparaba el grado del valor con el tamaño de los cojones. Tan desastrosas resultaron la planificación y el desarrollo de la acción que el historiador británico Geoffrey Regan no dudó en incluirla entre las catástrofes más representativas de la incompetencia de los mandos militares de todos los tiempos y lugares. (Ver al respecto G. Regan «Historia de la incompetencia militar». Edit. Crítica. 1989).
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bles paseos por el atrio empedrado de la casa, procurando percibir los ecos antiguos de las zancadas largas y parsimoniosas del Vizconde, y pasé no pocos ratos sentado en el sillón de cuero donde éste debió recibir –ora iracundo, ora paternal– centenares de visitas de labriegos temerosos, de funcionarios pedigüeños, de jerarquillas tan altivos con los subordinados como rastreros y babosos con los «jefes» y de arrendatarios suplicantes y harapientos. Reviví, en suma, centenares de actos que, más que imaginaba, sabía había realizado el Vizconde a lo largo de su vida, llegándome a sentir el propio Eza en persona. Para terminar de recrear su ambiente lo máximo posible, decidí llenar la habitación en la que iba a llevar a cabo la escritura de la biografía con objetos pertenecientes a aquellos labriegos, pastores, artesanos y comerciantes de la Soria de los primeros años del siglo XX que dieron al Vizconde lo que éste les requería: los votos. A tal fin me encaminé al lugar adecuado: al número 31 de la avenida Mariano Vicén donde don Pedro Alcubilla posee un auténtico arsenal de muebles viejos(4). Tras deambular entre los más variopintos enseres –sillas de anea, cómodas de roble, aparadores repintados, puertas carcomidas, armarios desvencijados... –, aparté un palanganero con espejo, un vasar de pino, un orinal de loza con el asa rota y un moisés de bambú, objetos todos ellos que el señor Alcubilla certificó, con palabra de hombre experto y serio, ser de principios de este siglo. Mas, pronto mi vista se dirigió a una arqueta polvorienta y repleta de carcoma en la que yacía un buen fardo de papeles. Una rápida ojeada me hizo saber que se entremezclaban allí números sueltos de periódicos sorianos de los años veinte, ejemplares de novelas por entregas, cartelones de calendarios con las mujeres morenas y melancólicas que pintó Romero de Torres, cuentecillos de los que con gran profusión editaba Calleja y algunos cuadernos escolares. Mariano Vicén fue alcalde durante bastantes de los años –en cinco ocasiones entre 1901 y 1923– en los que el Vizconde era diputado por el distrito de Soria. (4)
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Aunque el hallazgo me causó enorme regocijo, recordé a tiempo lo que mi padre me había enseñado de cara a los tratos y mostré gran interés por la arqueta –que, a decir verdad, me traía al pairo– y ninguno por su contenido. Con tanta presteza como incontenible verborrea respondióme el anticuario que la arqueta ya no estaba en venta pues hacía unos días que la había adquirido, junto con otros objetos más, uno de sus clientes más asiduos, don Félix Pastor Ridruejo. Extendióse entonces el Alcubilla en hablar de los Ridruejo y díjome, entre otras muchas cosas, que don Epifanio, el «gran don Epifanio», echaba mano frecuentemente de los cartones de las cajas de zapatos –el señor Alcubilla además de a las antigüedades se dedica a la venta de zapatos– para utilizarlos como «pagarés» y que por ello, en no pocas ocasiones, tuvo que presentarse en «la Banca» a cobrar tan insólitos recibos. 10
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Comentó también que don Félix guardaba en su finca de Frentes –en la que actualmente se decide la política provincial y no pequeña parte de la regional– tan gran número de puertas que, a buen seguro, podría con ellas, si un día lo desease, «cerrar» toda la provincia con tanta firmeza y seguridad como lo ha hecho políticamente a todo lo que no es Partido Popular. Resultan curiosos, cuando menos –pensé yo–, los muchos paralelismos que existen entre los mandamases de la política provincial de principios y de finales de este siglo –el vizconde de Eza y Pastor Ridruejo–. A los sustantivos de ser ambos conservadores, terratenientes y social católicos cabe añadir también, entre otros muchos, el aparentemente banal de sus similares gustos coleccionistas: éste, Pastor, colecciona puertas, mientras que aquél, el Vizconde, coleccionaba aldabas y todo tipo de llamadores de las puertas. Aproveché un parón en la charla del anticuario, y en mis propias cavilaciones, para hacerle patente mi gran contrariedad por no poder adquirir la arqueta y díjele que, al menos, me vendiera los papeles viejos. Con tanta sorpresa como alegría escuché de labios del bueno del Alcubilla que me los regalaba a cambio tan sólo de no hacerme descuento alguno en los objetos que había adquirido. Más contento que unas pascuas abandoné el almacén del anticuario y, ya en mi casa, me dispuse a disfrutar con los papeles viejos como si de un ratón hambriento me tratase. Aunque entre el fardo de papeles se encontraban números de los periódicos Tierra Soriana y El Ideal Numantino en los que polemizaban, con tanta tenacidad como saña, el republicano Benito Artigas Arpón y el abad de la Colegiata Santiago Gómez Santa Cruz con motivo de un execrable crimen en Duruelo, y aunque había asimismo números de El Faro del Hogar cuya adquisición y lectura estaban enriquecidas por el obispo de la diócesis de Osma con quince días de indulgencia –¿por qué no harán lo mismo con los oyentes de la COPE?–, mi atención, no obstante, se centró sobremanera en un cuaderno que estaba forrado con papel de estraza, de ése que utilizaba en mi infancia para descamar a golpe de pisotón sardinas arenques, y que contenía no más de una cuarentena de hojas, tan abundantes, por cierto, en manchas de vino y de grasa como en letras. 11
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En el citado cuaderno, con letra torpe y dibujada –tal que ésa que con frecuencia vemos trazar a personas no acostumbradas a escribir cuando tienen que firmar los «Recibí» en la «Caja de Ahorros» que no ha mucho era «de Soria»–, alguien, que a sí mismo se denominaba el Cigüeño, daba cuenta de algunos episodios de su vida. Quizá lo que en el cuaderno se cuenta no tenga importancia alguna para el común de los mortales, pues, al fin y al cabo, son tan sólo retazos deshilachados de la vida de un hombre cuya máxima singularidad fue la de ser, en apariencia al menos, escasamente singular. Mas, a mí me interesó tanto lo que allí con letra gorda y torpe se decía que, desde ese mismo instante, abandoné la redacción de la biografía de don Luis Marichalar y Monreal, vizconde de Eza, y pasé a desvivirme por saber más cosas de ese personaje que se autodenominaba el Cigüeño y que, inesperadamente, me había salido al encuentro –entre polvo, maderas desvencijadas, muebles viejos y carcoma– en el almacén de buen anticuario que en la avenida Mariano Vicén, esquina con el Ventorro, posee don Pedro Alcubilla.
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I A LA BÚSQUEDA DE LAS RAÍCES DEL TÍO CIGÜEÑO Para mi fortuna, el tío Cigüeño citaba en su cuaderno, varias veces además, el nombre del lugar donde nació y vivió –Valdelpozal– y hacia este pueblo soriano me encaminé prestamente con objeto de paliar el hambre de saber cosas del personaje que en mí había despertado la lectura de su cuadernillo. Partí de Soria, tomé la carretera nacional 234, en dirección a Zaragoza por Calatayud, y, tras recorrer poco más de una veintena de kilómetros, cogí un desvío a mano izquierda, una carretera vecinal bien asfaltada –en Soria todas las carreteras están bien asfaltadas, según las malas lenguas para facilitar la emigración– que en poco más de cinco kilómetros me llevó a Valdelpozal, el pueblo del Cigüeño. No me sorprendió ver más casas en estado de derribo que en pie, pues sabido es que la mayoría de los pueblos sorianos tiene, entre sus notas comunes, la citada. Tampoco me extrañó el que tardara un 13
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buen rato en encontrarme con un alma viviente, pues también este hecho es muy frecuente en la mayoría de los pueblos de Soria durante buena parte del año. Sí destacaré, no obstante, que fui a dar con un paisano rara avis pues no frisaría los 40 años y, ciertamente, tan jóvenes como él quedan ya pocos en las tierras de pan llevar. Mi impaciencia hizo que tras un rápido saludo de rigor le preguntara, sin más dilación, por los Cigüeños. Sabía yo, y convendrán en ello mis lectores entendidos, que en los pueblos los apodos se transmiten de generación en generación constituyendo dinastías de rancio origen y abolengo. Tengo la certeza de que hay sagas populares cuya «denominación de origen» es harto más antigua que la de cualquier casa nobiliaria. A buen seguro que los Cantarranas de Aldealsiervo son más antiguos, aunque nunca hayan dispuesto ni de castillo ni de archivo y sí de miseria, que aquellos que durante mucho tiempo fueron sus «señores», los duques de Medinaceli. Por su parte, los Mataliebres de Valdecristo estaban ya cansados de hacer honor a su nombre cuando los condes de Gómara comenzaron a aposentar por aquellos pagos sus nobles posaderas y a cobrar –a punta de espada– tercias, alcabalas y demás tributos. ¿Y qué decir de los Pinceles de Castil del Hayedo? Aún no eran ni condes los duques de Alba cuando ellos –puede dar fe del hecho el docto archivero del Histórico Provincial, don Carlos Alvarez– ya habían decorado la mitad, cuando menos, de los retablos de las entrañables iglesias románicas de Soria. Y hasta es posible que algunos miembros de los susodichos Pinceles pusieran su arte en las cerámicas de Numancia y de Termancia e incluso, ¿por qué no?, en las pinturas rupestres de Valonsadero(1). Sabedor, como decía, de todo lo antedicho, tenía la certeza de que, mencionar en Valdelpozal a los Cigüeños e indicarme cualquier coterráneo cómo llegar a ellos, sería todo uno. Y no me equivoqué. (1) Espero sigan esta línea de investigación nuestros sabios arqueólogos Alfredo Jimeno, José Luis Argente, Juan Antonio Gómez Barrera o cualquier otro de la amplia nómina de arqueólogos que nuestra provincia ofrece. Que de otras cosas careceremos, pero lo que es de arqueólogos...
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Una vez que tuvo conocimiento el lugareño de mi interés por conversar con los Cigüeños me indicó de inmediato un camino vecinal, a la salida del pueblo, que, sin pérdida posible, me conduciría a un torreón donde moraban los tres «Cigüeños» que quedaban. Deseoso como estaba de encontrarme con los descendientes de «mi» personaje, emprendí raudo la marcha. Recordando lo que había leído en el cuadernillo no me sorprendió en absoluto que vivieran aislados y retirados del pueblo. Eran del todo consecuentes con el modo de ser de su ancestro. Tras caminar un par largo de kilómetros llegué, reseco y ahíto de polvo y de sudor, ante el torreón. Me extrañó sobremanera el estado ruinoso de éste y comprendí de inmediato que allí hacía no ya años sino siglos que no habitaba ser humano alguno. Pensé, en principio, que había equivocado camino y torreón, mas recordé a tiempo la proverbial «retranca» que caracteriza a no pocos aldeanos y como advirtiera en lo más alto del torreón un inmenso nido de cigüeña con dos cigüeños ya crecidos, supe que me la había jugado buena el paisano. Desanduve cabizbajo el camino y al llegar de nuevo al pueblo tuve que aguantar la fina e hiriente ironía de mi informante que, sin nada mejor en qué ocuparse, me esperaba para decirme con toda la sorna que os podéis imaginar: —¿Qué? ¿Ha resultado de su agrado la plática con los «Cigüeños»? Aguanté la andanada sin decir ni pío y me encaminé hacia la plaza del pueblo donde, sen15
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tados a la sombra, departían del tiempo y la cosecha media docena de ancianos que, a ojo de buen cubero, no sumaban menos del medio milenio. Me senté junto a ellos y, tras trabar conversación, llevé la charla donde quería: a los Cigüeños humanos. Tras estudiarme de hito en hito, el más anciano –rozaría la centena– ahuecóse la boina, carraspeó un par de veces y me informó de que «en este pueblo no hay Cigüeño alguno. A decir verdad, hubo uno, pero murió cuando la guerra y sin dejar descendientes, pues se fue a la tumba como vino al mundo, soltero». Para facilitar la conversación me llegué a la tienda del pueblo –una de esas viejas tiendas, antecedentes de los modernos supermercados, en las que se entremezclan, en curioso amasijo, las botellas de anís y de moscatel con el jabón de lavadora, y las latas de escabeche con las pilas de transistor– y merqué vino de Cariñena y cacahuetes. Entre cacahuete y cacahuete y entre trago y trago, mis contertulios me fueron informando de muchos de los aconteceres del Cigüeño, pues no en vano lo conocieron y trataron siendo ellos jóvenes y el Cigüeño ya maduro. Añadiendo a lo que yo ya sabía, por el cuadernillo autobiográfico que hallé en la tienda del anticuario, lo que averigüé conversando con los ancianos de Valdelpozal y lo que descubrí consultando los archivos parroquial y municipal del citado pueblo, híceme una idea bastante cabal –a mi entender al menos– de lo que fue la vida terrena, que es la que me interesa, del tío Cigüeño. De ella tendrá cumplida cuenta quien desee seguir leyendo estas páginas.
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II ACERCA DEL ORIGEN DEL SOBRENOMBRE DEL CIGÜEÑO Quien no lo sepa es hora de que lo aprenda: todos los apodos tienen su historia y su porqué. Y son cabales, precisos y aun exactos en su origen, como producto que son de la sagaz sabiduría popular. No pongáis en tela de juicio lo afirmado cuando, en ocasiones, no encontréis ninguna relación entre una persona y el apodo con el que se la conoce. Tened en cuenta que muchos «alias» se han transmitido a lo largo de generaciones a numerosos miembros de una misma familia y, dados los múltiples cruces genéticos, sólo muy de tarde en tarde –como sabemos desde Mendel y sus guisantes– alguno de los descendientes guarda gran parecido con el progenitor de la estirpe que dio origen al apodo. Por lo que hace al tío Cigüeño pude averiguar que, por parte de padre, pertenecía a la vieja saga de los Renegridos, así llamados por ser más blancos que «las hostias», y, por parte de madre, a la no menos 17
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antigua dinastía de los Centenos, nombre que aludía a su pobreza extrema, la cual les había obligado a no catar más pan que el de este mísero cereal. Pero nuestro personaje, ya desde su más tierna infancia, no fue ni Renegrido ni Centeno, sino Cigüeño, y como tal sería conocido siempre, por todos y en todas partes. Como quiera, asimismo, que no tuvo descendientes a los que poder transmitir su apodo, habrá que convenir que fue un espécimen del todo único, al menos en Valdelpozal. Acerca del porqué de su «remoquete» he recibido dos versiones sumamente diferentes y que, pese a ello, me parecen igual de verosímiles. Según una versión, fue su figura la que dio pie al apodo. Y es que, ya desde muy niño, el Cigüeño destacó por su corta talla que se hacía más corta todavía en sus piernas. El acusado contraste entre su achaparrada figura y la esbelta y zancuda de las cigüeñas fue, por tanto, el fundamento para el apodo. La verosimilitud de esta versión es manifiesta, pues sabido es que la antítesis –y cuanto más acusada mejor– ha estado en el origen de no pocos motes. Así, entre otros muchos ejemplos, me vienen a las mientes el del famoso Bellezas de Riosecuelo y el de la no menos popular Doncella de Sepulvedilla de las Matas. El Bellezas
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debía su sobrenombre a que nadie, tras conocerle, se atrevió a afirmar jamás haber conocido hijo de madre tan feo. En lo que hace a la Doncella, probado está que antes de cumplir sus dieciséis diciembres ya había retozado por ribazos y pajares con todos los varones del pueblo –incluido el cura, por supuesto– y con no pocos de la comarca, atraídos más que por los encantos de la moza por la gratuidad y la facilidad con que la Doncella dispensaba «sus favores». Vistos estos ejemplos, y contando con los muchos más que en el tintero quedan, nada tendría de extraño que nuestro personaje, que no debió de pasar del metro cincuenta –dato éste comprobado según tendré ocasión de comentar–, y que, como quedó dicho, era manifiestamente paticorto, fuese conocido con el sobrenombre de Cigüeño precisamente por eso, por contraste. La otra versión a la que me refería alude a que habiendo nacido el Cigüeño en familia tan pródiga en hijos –él hacía el número doce de los habidos y el séptimo de los logrados– como escasa en recursos, no fue bien recibida su presencia. Y como quiera que ni agujas ni emplastos abortivos le hubieran impedido pasar los nueve meses de reglamento en el vientre de su madre y salir –cortito de talla, pero entero y llorón– cumplido tal plazo, a los pocos días cayó despeñado desde la casa paterna a la calle, mediando entre ambas una más que regular altura. (El Renegrido y la Centena siempre hablaron de caída por descui-
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do, mas las malas lenguas –que eran todas las demás del pueblo– de arrojamiento deliberado). Quiso la fortuna, no obstante –la fortuna del Cigüeño se entiende, no la de sus padres–, que el cuerpecito de nuestro personaje viniera a encontrar en su caída un blando y más que mediano montón de estiércol, en el que se entremezclaban los excrementos de burra y de gorrino, que lo acogió con no menor suavidad que si de alas angélicas se tratase. De inmediato unas vecinas, alertadas, según contaron una y otra vez durante meses y aun años, más que por el ruido de la caída por el olor que las heces despidieron al ser removidas, lo recogieron y lo devolvieron, enmierdado pero ileso, a su familia. El paralelismo que en esencia guarda este despeñamiento con el que, en ocasiones, las cigüeñas efectúan con uno de sus huevos, pudo ser, sin duda, la base para el apodo. En efecto, sabido es que cuando las cigüeñas ponen tres huevos terminan arrojando uno desde el nido ya que, bien por vagancia congénita bien por experimentada imposibilidad de manutención, nunca alimentan a más de dos polluelos. El Cigüeño de Valdelpozal, de hacer caso a esta versión –y nada racional nos lo impide– fue, por tanto, «el tercer huevo», el «huevo estorbo» de las cigüeñas. Mas, como decíamos, el mullido estiércol donde cayó salvó a nuestro personaje e hizo que el Renegrido y la Centena viéranse obligados a alimentar una boca más. Por otra parte, he podido comprobar en el registro parroquial de Valdelpozal que al Cigüeño le fue impuesto en la pila del bautismo el nombre de uno de los santos del día de su nacimiento –12 de septiembre de 1873–. En concreto el de Leoncio, siendo sus apellidos Sánchez Jiménez Jiménez Sánchez. Pero olvidemos, desde ya y ahora, nombre y apellidos, porque Leoncio Sánchez Jiménez Jiménez Sánchez fue, para él mismo y para todos cuantos le conocieron, y así ha de serlo también para nosotros por siempre jamás, el Cigüeño.
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Cal l ad as rebel días
Ángel Gracia
Nació en Pozalmuro (Soria) en 1950. Doctor en Historia Contemporánea de cuya disciplina es profesor titular en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza. La mayor parte de sus investigaciones han estado centradas en las problemáticas económicas y las actitudes sociopolíticas del campesinado de la España interior. Entre su treintena de obras cabe citar Soria 1860-1936; El crítico alborear del siglo XX; La suplantación campesina de la ortodoxia electoral; Estado débil, oligarquías fuertes o “las palabras para el gobernador los votos para el obispo”; Tensión y conflicto en la España interior durante la Restauración; La imagen cultivada de cenicienta: la periferia castellana; Oligarquía y caciquismo: el reinado de Isabel II; Urnas y escaños: los desequilibrios de la ley; Soria. Crónica contemporánea… Calladas rebeldías fue su primera obra de creación literaria, a la que han seguido Romería laica en Masegoso y La historia más bella, esta última de próxima publicación.
Reiner Schiestl
Alberto Cambas Sabaté
Pintor y dibujante de origen austriaco, se formó en la Academia de Bellas Artes de Viena. Es un enamorado, de antiguo, de las tierras y las gentes de Castilla, lo que le llevó a adquirir casa y estudio en Medinaceli (Soria) donde pasa largas temporadas cada año. Expone su obra desde 1965 en España y Europa, estando presentes sus trabajos en colecciones públicas y privadas.
José Luis Corral
Chusé Inazio Nabarro
Marta Iturralde Navarro y Alberto Martinez Embid
José Luis Galar
As Tres Serols - Las Tres Sorores - Les Tres Sorors P R A M E S
www.prames.com
4ª edición
As Tres Serols - Las Tres Sorores - Les Tres Sorors P R A M E S