El señor de San Juan

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El señor de San Juan José Solana Dueso

Las Tres Sorores NARRATIVA

Premio «Arnal Cavero» 2017



EL SEÑOR DE SAN JUAN José Solana Dueso Premio Arnal Cavero 2017

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Primera edición, diciembre de 2017

© para esta edición PRAMES, S. A.

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A tía María y tío Ramón, de casa Garcés, in memoriam

A la gente de San Juan, a sus heroicos antepasados

A la gente del valle de Chistau



ÍNDICE

SEÑORÍO DE SAN JUAN, AÑO 1556 ................................ 9 1. Toma de posesión (25-30 septiembre de 1556) .............. 10 2. El paso de los Caballos (Febrero de 1557) ...................... 30 3. El dolor de Fermina (Primavera de 1557) ........................ 49 4. Las guerras de Dios (Primavera-otoño de 1557) ............. 63 5. Triste aniversario (Septiembre de 1557) .......................... 78 6. El comisario del Santo Oficio (Marzo de 1558) ............... 88 7. En busca y captura (Marzo-octubre de 1559) ............... 102 8. Tiempo de fuga (Años 1559-1562) ................................. 118 9. Annus horribilis (Otoño 1563) ....................................... 126 10. Espía al servicio del rey (Años 1564-1572) .................. 142 11. Jerónima de Bardaxí (Año 1573) .................................. 158 12. El concejo de San Juan (Otoño de 1575) .................... 165 13. El regreso (Verano de 1576) ......................................... 179 14. El solsticio de verano (Noche de San Juan 1576) ....... 190 15. Los vasallos (Septiembre-octubre de 1576) ................. 197 16. La misa del gallo (Diciembre de 1576) ........................ 206

DOCUMENTACIÓN .......................................................... 215 I. El señorío de San Juan .................................................... 215 II. Escrituras donde los Bardaxí ......................................... 219 venden diversos montes de San Juan III. Monedas, salarios y precios de la época ..................... 221

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Señorío de San Juan, año 1556 Si ustedes creen que en los altos valles pirenaicos solo hay bosques y montañas, paisajes bucólicos, majestuosos cañones y algunas gentes dedicadas al pastoreo, este relato les convencerá de que están muy equivocados. La historia que se narra a continuación ocurrió en San Juan, uno de los siete poblados del valle de Chistau, el único de señorío. Quiere esto decir que hay un infanzón, con el título de señor, que, además de ser dueño de la mayor parte del territorio, acapara las competencias políticas y judiciales. Al señor le incumbe ejercer la jurisdicción, cobrar los impuestos, poner multas, y juzgar y encarcelar al que comete un delito; detenta todos los poderes sobre el territorio y sobre las personas. Los otros pueblos del valle son de realengo, porque están incorporados a la Corona. En ellos manda la administración del reino de Aragón, sean los jueces, los recaudadores y en general todas las autoridades civiles y militares. Los vecinos de San Juan vienen librando desde hace largo tiempo una dura batalla legal por incorporarse a la Corona, lo que significa para ellos dejar de ser vasallos para convertirse en ciudadanos libres. Por su parte, los Bardaxí, titulares del señorío desde tiempos de Alfonso V, defienden sus privilegios feudales con uñas y dientes, haciendo gala de los métodos más brutales y expeditivos. Con estos antecedentes, como podrán suponer, el señorío de San Juan no era precisamente un lugar de concordia.

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1. Toma de posesión Septiembre de 1556 A finales de verano del año 1556, Felipe de Bardaxí se encontraba ultimando los preparativos para tomar posesión como señor de San Juan, tras haber fallecido el año anterior su padre, Guiralt de Bardaxí. Era el día más importante de su vida: desde ese momento se convertiría en dueño y señor de tierras, haciendas y personas del señorío. Todo estaba preparado para la gran efeméride: las despensas estaban repletas, los salones habían sido fastuosamente engalanados, los ropajes del señor testigos de ceremonias semejantes de antaño habían pasado por la mano sanadora de Fermina, el ama de llaves y alma femenina del castillo. Las víctimas sacrificiales, novillos, corderos, cabritos, pavos, vivían felices sus últimos días. Las invitaciones, cursadas a final de la primavera, citaban a los invitados para el último domingo de septiembre. Un personaje que nunca podía faltar en esta ceremonia era el notario, cuyo cometido consistía levantar acta de los sucesos y hechos más relevantes de la toma de posesión. El ritual era tan honorable y solemne para el señor como vejatorio y humillante para los vasallos. Felipe de Bardaxí solicitó un notario a la oficina de Boltaña, de la que era cliente asiduo por ser la más próxima al señorío. Estaba dirigida por don Pedro Amat, y en ella trabajaban hasta seis amanuenses, o ayudantes de notario, encargados de la copia de las escrituras, contratos y otros documentos. El más joven de todos ellos era Gil Falceto, incorporado a la oficina hacía apenas un año. Se había formado con don Miguel de Villanueva, de Zaragoza, y en su currículo constaba que había superado la prueba de idoneidad, lo que demuestra que estaba bien preparado para el arte de la notaría. Por su buena formación, y también porque era el más joven, don Pedro lo enviaba a los lugares más recónditos de Sobrarbe. A diferencia de sus compañeros, el joven Gil Falceto vivía esos viajes más como una ilusionante aven10


tura que como un enojoso trabajo. Obtenía así una doble recompensa porque, además de satisfacer su espíritu aventurero, se ganaba la buena fama de empleado ejemplar dedicado en cuerpo y alma a su trabajo. Si había que redactar una pequeña escritura en Bestué, Puértolas o Badaín, allí estaba Gil Falceto, para viajar a esos lugares colgados en las laderas pendientes de las montañas o escondidos en los sinuosos repliegues de los valles. Casi nunca viajaba solo: su señor don Pedro no lo creía recomendable, pues pensaba que, siendo como era de la tierra baja, se asustaría al primer trueno que retumbara por esos imponentes desfiladeros que parecen la garganta del demonio. Era fácil encontrar acompañantes para el viaje: siempre había algún vecino de esos pueblos que se andaba por Boltaña o por Aínsa haciendo compras, visitando a un médico o consultando a un abogado, y siempre había un tratante que iba a comprar los machos o los caballos que se criaban en los puertos, fuertes como robles, o alguien que iba a visitar a un pariente al que no veía desde hacía años; otras veces eran frailes limosneros los que recorrían esos pequeños poblados arañando los magros donativos de sus gentes, a veces en forma de morcilla, de tajo de panceta o de longaniza y así regresaban con las alforjas llenas que cargaban en las acémilas, que todo es bueno para el convento, como solían decir en señal de gratitud. Siempre había tráfico de gentes y mercancías entre las villas de Aínsa y Boltaña y los poblados de los altos valles del Pirineo. El notario llegó al valle de Chistau en la tarde del 25 de septiembre, recién terminada la feria de Plan, que comenzaba el día de la Santa Cruz y se prolongaba durante diez jornadas consecutivas. La resaca de la feria era palpable por doquier: todos los rincones repletos de desperdicios, boñigas de caballo tapizando las calles, algunos tratantes que no habían cerrado el último negocio, las chicas que ofrecían sus servicios en unas dependencias del concejo habilitadas para el caso. El pasado trasiego de la feria se dejaba sentir sobre todo en ausencia, como cuando te das 11


cuenta de la magnitud de la riada por los troncos de madera atravesados en el cauce del río o por los enormes cantales depositados en la orilla. Era la tercera vez que Gil Falceto llegaba a Chistau. En esta ocasión había viajado acompañado por unos vecinos de Plan que subían con una recua de machos cargados con vino del Somontano. Cuando llegó la pequeña caravana, ya se había puesto el sol de las puntas, así llaman en los valles a las cimas de los montes. El humo de las chimeneas incensaba el aire con aromas de resina al tiempo que parecía dar la bienvenida a los viajeros. Como en anteriores ocasiones, Gil Falceto se alojó en la fonda de Plan, propiedad de Blasco de Bardaxí, ubicada junto al gran casal familiar. Tomó su cena preferida: sopas de ajo y costillas de cerdo a la brasa. Las majestuosas montañas o el aire perfumado de aroma de resina o la fatiga tras el largo viaje desde Boltaña habían aguzado su apetito. Le asignaron una habitación que miraba al oeste. Al cerrar la ventana pudo contemplar los últimos reflejos de la luz solar sobre cuyo fondo se marcaba nítido el perfil quebrado de las montañas. El cielo estrellado, el canto del grillo y el fresco soplo del viento del norte eran una hermosa invitación a soñar. Se acostó pensando en el trabajo del día siguiente. Estaba a punto de coger el sueño cuando escuchó unos suaves golpes en la puerta. Alguien entró sin esperar el permiso. Llevaba una palmatoria con la vela encendida. Parecía saber muy bien lo que debía hacer. La penumbra que dibujaba aquella tenue luz de la vela apenas permitía entrever la silueta de una mujer que sin decir una palabra se metía en su cama. Con ayuda de las manos pronto pudo convencerse de que estaba desnuda. Le pareció que era joven por los pechos turgentes y la tersura de la piel. Por fortuna para él, un tío suyo de Letux lo había llevado a un burdel de Zaragoza cuando terminó sus estudios notariales. Allí se inició en los misterios de Venus de la mano de una señora madura con vocación pedagógica, que lo 12


trataba como si fuera un niño recién nacido. Ella misma le dijo que en realidad estaba naciendo a una nueva vida. Y así fue como Gil Falceto se inició en los misterios del amor. La mujer que tenía en la cama comenzó por besarlo en el cuello, en los ojos, en la boca. Luego como si hablase para sí misma le decía: “Te he estado observando desde que has llegado y al verte me has parecido un ángel del cielo, fino, limpio, educado. Estoy cansada de diez días de feria alternando a destajo con tratantes barrigudos, viejos y malolientes. No quería ir a la próxima feria y volver de nuevo a la degradante faena. Antes tenía que reposar un poco, tomarle de nuevo gusto al sexo deseado y eso solo podía ser contigo; tú no tienes aquí una madre que te vigile, como les pasa a los chicos del pueblo, que no les consienten que se acerquen a nosotras, que nos tratan como si fuéramos apestadas”. La chica de pronto dejó de hablar y se detuvo. Se dio cuenta de que el notario estaba en calzones, y que no acertaba a desnudarse en medio de la confusión. Dejó que se desvistiera él solo, como pidiendo que pusiera algo de su parte en el inicio del acto amoroso. Ella condujo el ritual erótico como una experta maestra de ceremonias. Refrenaba los gestos impetuosos del joven amante, inducia sus movimientos, rectificaba sus posiciones. Jadeaba, suspiraba, lo animaba con leves susurros mientras le mordía la oreja. Gil se sentía poseído por una locura desconocida, habitado por un extraño poder, una fuerza irresistible lo empujaba a fundirse con aquel cuerpo que le había caído como un regalo del cielo. ¡Qué no daría por contemplar su rostro y recibir los rayos de sus ojos en los suyos! Gil se admiraba de cuán armoniosamente se podían conjuntar dos cuerpos, cómo encajaba el uno en el otro. Los gemidos de la chica le anunciaron a Gil el apogeo del placer. Ella se calmó, después se entregó en los brazos del amante. Los dos se relajaron mientras estrechaban su abrazo. Gil seguía besándola y acariciando sus cabellos. Poco a poco la respiración de los dos se fue acompasando y así, 13


abrazados, se adentraron en el mundo de los sueños, ella cansada de los tratantes gordos y viejos, y él de una dura jornada de viaje desde Boltaña. A la mañana siguiente, al despertarse, se percató de que la chica no estaba en la cama. No recordaba cuándo había salido de la habitación. No había rastro, salvo sus calzones por el suelo, de que Venus le hubiera salido al encuentro en la fonda de Plan. La huella quedó solo marcada en la memoria. Su mente aventurera le había hecho imaginar mil historias mágicas por aquellas majestuosas montañas, pero no ver a una bella mujer de carne y hueso colándose en su cama. La muchacha que lo había acompañado durante la noche había desaparecido, dejando la incógnita de su nombre, la impresión de un cuerpo cálido, casi ardiente, suave al tacto, al que Gil había amado tan intensa como brevemente, y un rostro velado, erguido sobre dos pechos altivos y enmarcado en la orla de sus tal vez negros cabellos. Antes de abandonar la fonda con destino a San Juan, supo que una larga caravana de viajeros había tomado el camino de Barbaruens para dirigirse a la famosa feria de Graus, que se celebraba para San Miguel. Supo con pena y decepción que su musa iba en esa caravana. La patrona se reía con sorna maliciosa mientras le informaba de estos detalles, lo que le hacía sentirse ridículo al joven notario, que había cumplido los veintiún años la pasada primavera. Mientras retenía celosamente en su memoria esa inesperada noche de amor y se deleitaba en el recuerdo, Gil Falceto se dispuso a cumplir con su trabajo. La misión que tenía encomendada le exigía ponerse al servicio de Felipe de Bardaxí en su toma de posesión como señor de San Juan. Era la primera vez que intervenía en este tipo de ceremonia, pero don Pedro le había proporcionado instrucciones precisas de lo que debía hacer y de lo que debía aconsejar al señor. Emprendió el camino a San Juan acompañado por dos escuderos que Felipe había enviado, pero no siguieron el 14


camino de herradura que une los dos pueblos, sino que dieron un pequeño rodeo por el camino de La Suerz hasta llegar al molino. El notario, que conocía el camino habitual, les preguntó a sus acompañantes el porqué de ese rodeo. “Son órdenes”, dijeron por toda respuesta. No obstante, antes de cruzar el río, los dos escuderos le invitaron a contemplar el castillo izado sobre un tozal rocoso rematado por una torre esbelta. De una de sus aspilleras se descolgaba un alargado lienzo azul, el color de la casa Bardaxí. Era una contraseña para los lacayos encargados de la seguridad, como decir “todo anda bien”. Cruzaron el puente y tomaron la cuesta de Cinca hacia el castillo, una calle de acusada pendiente y bien empedrada por la que podían circular con comodidad los carruajes del señor. El castillo estaba rodeado por una muralla sólida y compacta que lo cercaba en todo el perímetro que era accesible a pie. El resto lo protegía el acantilado. Era una auténtica fortaleza, fácil de defender desde las almenas que remataban el gran edificio, al que los lugareños llamaban la torraza. Cruzado el gran portalón, el notario y los dos escuderos se plantaron en el patio del castillo. Felipe de Bardaxí salió a la puerta a recibirlos. El notario, al verlo aparecer, se presentó con una ligera inclinación de cabeza. –Bienvenido, Gil Falceto. Esta es tu casa. En el tono de sus palabras se adivinaba campechanía más que arrogancia. –¿Qué tal se duerme en la fonda de Plan? Al oír estas palabras, no pudo evitar un gesto de curiosidad y sorpresa, al que respondió el señor con una mirada burlona. El notario quedó en manos del servicio. Una mujer mayor, llamada Fermina, acompañada por otra muy joven, que respondía al nombre de Margalida, lo alojaron en una habitación con vistas a la peña de Mediodía. La muchacha joven era apenas una adolescente. Fermina parecía dedicarle más 15


atención a ella que al propio invitado. El dormitorio estaba provisto de un hogar para la calefacción en invierno, y de una mesita para que pudiera escribir y organizar sus páginas, la tinta y los cálamos. La habitación parecía lujosa, más que las que solían asignarle en sus trabajos habituales. También es verdad que el cliente en este caso era especial. Durante el almuerzo, don Felipe le puso al corriente de todo. –Voy a tomar posesión el próximo domingo, justo cuando se cumple un año de la muerte de mi padre, ni un día más, puntual, como a mí me gusta. –Esa es la costumbre, un año de luto. –No es que mi hermano Jerónimo o algún otro familiar me disputen la herencia. Mi padre fue muy claro en su testamento, aparte de que soy el primogénito. Lo que pasa es que hay rumores por el pueblo. –Siempre hay rumores, señor. Felipe hizo un gesto de contrariedad y parecía ensimismarse. –Mi señor, don Pedro, dice que hay que dar tiempo al rumor, que la mayoría son flor de un día, como las amapolas. –Hay de todo, chaval. A Gil no le gustó el exceso de confianza, pero Felipe de Bardaxí estaba en su casa y él se encontraba a su servicio. –El concejo y los jurados de San Juan me han declarado la guerra. Bueno, ya se la declararon a mi padre y a mi abuelo, pero están pinchando en hueso. El señorío de San Juan me pertenece: cuento con todas las bendiciones, de mi padre, del rey y de las leyes. –Yo no tengo dudas, señor. –Mañana daremos una vuelta por el pueblo para que te hagas idea de mis propiedades y para que conozcas a los vecinos. Hasta el domingo, que será la toma de posesión, tendrás tiempo para enterarte bien de todo. Mi mayordomo te indicará los detalles de la ceremonia, que será larga, ya te lo advierto. Quiero que seas minucioso y que registres todas mis fincas. –Lo haré, aunque no es necesario. 16


A la derecha de Felipe se encontraba Pardo, el administrador, mayordomo y hombre de confianza, que casi siempre hablaba al oído a Felipe. Nunca daba órdenes ni las recibía: parecía una extensión silenciosa del señor. Aquella tarde la aprovechó Gil Falceto para preparar sus materias escriptorias y familiarizarse con el castillo y el entorno. Al día siguiente, tras el almuerzo, Felipe y Gil Falceto, acompañados de cuatro hombres que les cubrían las espaldas, tomaron el camino a Santiellos, la parte alta del lugar, para contemplar desde allí una panorámica del pueblo y sus alrededores, donde se encontraban buena parte de las posesiones agrarias del señorío. En el trayecto se encontraron con una calle bloqueada por un grupo de personas que se agolpaban ante la puerta de una casa. Se escuchaban lamentos en su interior, una mujer que gritaba “hija mía, hija mía”. Sin duda había ocurrido alguna desgracia. Al ver a Felipe, que se sorprendió de lo que tenía ante sí, todo el mundo se apartó para dejarlo pasar. El notario no se atrevió a preguntar qué estaba ocurriendo. Nadie le ofreció ningún tipo de explicación. A la mañana siguiente, el nerviosismo se había colado en el interior del castillo. Sobre el portalón que daba a la calle alguien había clavado durante la noche un crespón negro. Corrió el rumor de que el pequeño lienzo estaba puesto allí por lo que le había ocurrido a Margalida. Así supo Gil Falceto por qué se arremolinaba tanta gente la tarde anterior a las puertas de la casa de Chaime del Campo. Una de sus hijas, apenas adolescente, precisamente la sirvienta joven que le atendió el día anterior junto con Fermina, había aparecido ahorcada en la falsa de su casa. En un pueblo tan pequeño era imposible ocultar esa terrible noticia. Margalida llevaba pocos meses trabajando en el castillo, justo desde que Felipe regresó de Francia, donde había pasado buena parte del invierno. Los negocios lo llevaban al país vecino con frecuencia. Se decía que poseía una casa en Arreau, con amplios establos, donde alojaba los caballos que pasaba de España. 17


La familia de Margalida se encontraba destrozada entre el dolor por la muerte y la vergüenza que comporta el morir ahorcada. ¿Qué le habría ocurrido a esta adolescente para verse abocada a lo que los expertos en derecho llaman muerte voluntaria? Margalida tenía una hermana gemela, llamada Rosana. Seguramente ella era la única conocedora de sus tristezas, al menos la única decidida a defenderla. El entierro se hizo según las costumbres del pueblo, quizá con menos ostentación de dolor. El suicidio siempre ha estado mal visto. Felipe no asistió ni envió un representante, normalmente el administrador, como hubiera sido lo habitual. En el castillo se quería dar la impresión de que no había ocurrido nada, pese a que Margalida había trabajado allí hasta el día de su muerte. Eran órdenes del señor. Demasiadas sorpresas incluso para una mente aventurera como la de Gil Falceto, que puso de inmediato su magín a trabajar. Se hizo a la idea de que la sirvienta que le atendía en el castillo, la señora Fermina, le daría alguna explicación de lo sucedido. Esa muerte le parecía inexplicable. Desde ese momento, se percató de cómo iba creciendo en él el afán del historiador, del que busca conocer las causas de los acontecimientos, mientras que, al mismo tiempo, se atenuaba su interés como notario, que era por lo que estaba allí. Gil Falceto creía mucho más noble indagar por qué una muchacha apenas adolescente, que debería estar llena de vida y alegría, se sentía triste y humillada (así la había percibido él los escasos momentos en que pudo verla viva) hasta acabar colgada de una viga de su casa, antes que escribir un listado exhaustivo de las propiedades del señor de San Juan, pero le pagaban por lo segundo y por ignorar lo primero. Sí, el joven notario, realmente amanuense, sintió por primera vez la extraña sensación de estar viviendo en un mundo al revés. El hermético silencio sobre la muerte de Margalida, a la que Gil recordaría siempre con la mirada fija clavada en el suelo, se iba convirtiendo rápidamente en un grito. Fermina era la única esperanza de saber qué había ocurrido, pero 18


también ella mantenía la boca cerrada, su mirada decía que era mejor así. Después del funeral, ya próximo el día de la toma de posesión, el alguacil se preparó para dar el pregón, “pregona como si nada hubiera ocurrido”, insistió Felipe antes de que el alguacil comenzara su gira por el pueblo. Tras la cena, Gil Falceto recibió la orden de subir a la azotea de la torre. Allí se encontró a Felipe con Pardo, el administrador, y Fortes, el encargado de la seguridad, un musculoso atleta como unos diez años más joven que su señor, que entonces rondaría los cuarenta y cinco. Tenía la pinta de un ágil guerrero: cualquiera tendría que pensárselo dos veces antes de enfrentarse a él. –¿Lo tienes todo listo para el gran día? –le preguntó Felipe. –Mal notario sería si a estas horas tuviera alguna duda. Los dos acompañantes guardaban silencio, lo que daba a la reunión un ambiente inquietante, casi demasiado para la jornada de pesadilla que acababa de vivir en sus primeros días en San Juan. Un notario tiene muchas obligaciones con su cliente, así que no se atrevió a preguntar por el dichoso crespón negro clavado a la puerta del castillo. Falceto se retiró a su habitación cuando todavía llegaba un ligero resplandor del sol por el oeste. En el pasillo se encontró a Fermina, que llevaba una palmatoria en la mano con la vela encendida. Aferrándose a la posibilidad que ese encuentro fortuito le proporcionaba, le preguntó: –¿Que ha pasado con Margalida? Cuando terminó esta pregunta, Fermina ya había desaparecido. Llegó la hora para Felipe de Bardaxí. Al alba el personal del castillo estaba en pie. Pardo lo tenía todo bien atado. Los vecinos y vecinas fueron convocados a toque de campana. No podía faltar nadie, ni siquiera una pareja de agotes, Sebas y Jana, que habitaban en una cueva en la orilla izquierda del río, próxima al camino que sube al Puyarruego, y que por la cuenta que les traía llevaban bien visible 19


la pata de oca de color rojo bordada en sus camisas, lo que los identificaba como una raza maldita. La ceremonia comenzó cuando llegó el rector, mosén Jacinto Bruned, acompañado por dos monaguillos, uno, portando la cruz, y el otro, el acetre y el hisopo. El señor, sentado sobre un trono instalado en el patio, delante de la puerta principal de entrada al castillo, llevaba lujosos vestidos usados por sus antepasados en ocasiones semejantes. A su derecha había una pequeña mesa cubierta por un mantel azul claro, el color de la casa. Sobre ella estaba abierto el libro de los evangelios. El caso de Felipe de Bardaxí era un poco atípico. Normalmente el señor, al tomar posesión, era un adulto casado, con esposa e hijos. Por edad ese habría sido el estado de Felipe, pero por las razones que se irán viendo el señor de San Juan no había tenido ni tiempo ni ganas de pensar en esponsales. Era un yugo al que no había querido uncirse. El acto, ya con el rector presente, comenzó con la lectura por cuenta del notario del testamento de Guiralt, padre del nuevo señor. No siempre ocurría así, pero Felipe quiso que se diera lectura completa al testamento, así que los vecinos y vecinas tuvieron que escuchar el relato exhaustivo de las propiedades, los derechos del señor sobre el territorio, con los hombres y las mujeres que viven en él, para que entrara en la mollera de sus vasallos (así se lo había dicho al notario para justificar esta lectura larga y tediosa, y además sobre asuntos sabidos por todos) que él era el señor. Una vez leído el testamento, Gil Falceto leyó el elogio del magnífico Guiralt de Bardaxí y de su esposa Leonor de Ros, los dos ya fallecidos. El señor le había ordenado anotar todos los beneficios, favores y bendiciones que los señores habían prodigado al pueblo de San Juan. Elogió la equidad y prudencia con que habían ejercido la jurisdicción, el amor que les habían profesado sus vasallos y el prestigio de que gozaba el señorío de San Juan ante su majestad el rey, Felipe I de Aragón y II de Castilla. Después de leídos estos largos documentos, el alguacil pasó a citar nominalmente a todos los vecinos del lugar, 20


tomando nota si alguno no se había personado. Solo hubo una falta: Antón Garciya, bien conocido por sus reiterados desafíos a la autoridad del señor. Tampoco estaba la familia de Margalida, pero eso tenía explicación por el luto, que se observaba con sumo rigor. El alguacil, como era costumbre, anunció dos veces su nombre. Los presentes no parecían mostrar ninguna sorpresa por el vecino ausente. Todos los demás voceaban su presencia cuando eran citados. Tras haber pasado lista el alguacil, comenzó la parte que más esperaba Felipe: el juramento de fidelidad y el homenaje de cada uno de los presentes. Comenzaron los dos jurados, Bernad y Fayta. Eran los representantes elegidos por el pueblo, así llamados por haber jurado defender los intereses de la comunidad. Se aproximaron a Felipe y, con rodilla en tierra, le entregaron las varas de mando. Ese gesto significaba que devolvían al señor el mando que habían recibido del señor anterior, Guiralt. A continuación, ya desprovistos de la vara, hacían el juramento y el homenaje, y después recibían de nuevo la vara, ahora otorgada por el nuevo señor. Así se hacía evidente para todos que el poder de los jurados dimanaba del señor y no del voto de los vecinos ni de ninguna tradición. El juramento de fidelidad se pronunciaba conjuntamente con el homenaje. El vasallo se ponía de rodillas ante el señor, le prometía fidelidad y a continuación –esto era el homenaje, lo que los vecinos consideraban más degradante– el vasallo ponía sus manos sobre las del señor mientras pronunciaba la fórmula ritual que cada uno iba repitiendo a medida que la recitaba el rector por fragmentos: “Juramos sobre el sacrosanto evangelio y os hacemos homenaje de palabra y mano para que mantengamos y hagamos mantener lo que acabamos de prometer”. Por eso a esta parte de la ceremonia se le llamaba homenaje de boca y manos. Terminado el acto de juramento de los vasallos, el señor tomó posesión del palacio-castillo. Recibió la llave de manos del rector, penetró dentro y cerró con llave. Después 21


salió de nuevo. Entrar y salir de la casa simbolizaba la toma de posesión. Hizo lo mismo en la puerta del huerto, una finca vallada que extendía sus terrazas hasta el río. Tomó posesión igualmente del molino, también próximo al palacio, de la fonda, del horno y de la tienda: todo era propiedad del señor. En todos los casos recibía la llave, abría la puerta, entraba y volvía a salir. Para el último lugar quedaba la potestad de juzgar: el señor era el depositario de la jurisdicción civil y criminal. La justicia estaba en sus manos, en toda su integridad. Y ya se sabe que los señores tienen el derecho de tratar bien o de tratar mal a sus vasallos. No, no es una equivocación. Lo señores tenían el “ius male tractandi”, el derecho al maltrato. Así el Justicia de Aragón, en 1332, reconocía este derecho del señor con sus vasallos, siempre que hubiera causa justificada –se añadía–, y los Fueros también admitían la plena potestad del señor para matar de sed, hambre o frío a sus vasallos. Las Cortes intentaron erradicar esta prerrogativa de los señores, pero sin éxito. La toma de posesión de la potestad jurisdiccional se solemnizaba en una ceremonia particular. En el patio del castillo, en el fondo norte, había un frondoso fresno que Felipe consideraba el testigo del poderío de los Bardaxí, vigoroso y compacto, como la madera del fresno. El administrador cortó una rama del árbol y se la entregó al señor, que tras recibirla la volvió a colgar; a continuación enganchó una gruesa cuerda de cáñamo, recién trenzada, de uno de los camales del árbol y tiró de ella como si quisiera probar su resistencia. Finalmente, las autoridades volvieron a la puerta principal del castillo, donde el señor tomó asiento en un sillón allí preparado. Tras un gesto con la mirada, el señor autorizó al notario a leer un manuscrito que él mismo había redactado. Era la sentencia por la que el magnífico Felipe de Bardaxí, señor de San Juan, indultaba al agote Sebas, apodado el Gavach, y al pobre de solemnidad Juanillo, acusados de pequeños hurtos y que se encontraban separados del grupo. El alguacil los citó por sus nombres. Sebas se abrió camino ha22


ciendo sonar su campanilla, obligación de los agotes para avisar de su presencia. Juanillo, con su habitual sonrisa triste, hizo lo propio. Los dos se postraron ante el señor, de rodillas, con la frente en el suelo para escuchar las palabras de notario. Podría haber dictado una sentencia de muerte, pero en estas circunstancias el señor quería demostrar su jurisdicción con una sentencia absolutoria. Era la primera vez que Gil Falceto contemplaba esta ceremonia simbólica en un lugar de señorío. Pese a su pericia en temas legales, incluso se asustó al ver en directo tal poder omnímodo de vida o de muerte pendiente del capricho de un señor. Al terminar el acto en el patio, observó que la cuerda gruesa seguía suspendida en el fresno. Este ritual, un tanto obsesivo y repetitivo, tenía su punto culminante en la iglesia, también propiedad del señor. Una vez cumplido el ritual de entrar y salir, toda la comitiva pasó al interior del templo. El pastor quería dirigir unas palabras a su rebaño. Sentado Felipe en un sitial de honor, al lado derecho del altar, don Jacinto Bruned subió al púlpito. Pronunció una homilía que glosaba la figura de Felipe de Bardaxí, llena de elogios y flores para la familia señorial. Incluso al notario, menos susceptible que los vecinos del pueblo, le pareció excesivo, aunque carecía de experiencia en este tipo de ceremonias. Don Jacinto había sido nombrado o confirmado en la rectoría de San Juan por Felipe: tampoco podía exigírsele otra cosa. Invitaba a todos a ser fieles a la palabra dada, a ser leales con la mano que nos da de comer, a perdonar a los que nos ofenden como el señor había perdonado a todos los que estaban en falta. Hubo un detalle en aquel sermón del que el notario guardó buena memoria porque en aquel momento resultaba incomprensible: invitaba a todas las mujeres a ser obedientes a sus esposos. Recordó las palabras que respondió la Virgen al ángel Gabriel: “He aquí la esclava del Señor”. Había rezado tantas veces el ángelus que ahora estas palabras, fuera de ese contexto, se le hacían extrañas. No volvió sobre este detalle hasta más adelante cuando los acon23


tecimientos vienen a dar sentido a las palabras. Porque es la vida la que alumbra y explica las palabras y no al revés. Tras salir de la iglesia, la mayoría de los vecinos caminaba con gesto serio, sin ninguna señal de alegría, tampoco de ira. El largo y antiguo contencioso con el señor explicaba esta actitud ambigua. Había que sumar la muerte de la joven Margalida, inquietante sobre todo porque todavía estaba muy reciente. El jolgorio de la chiquillería hacía olvidar en parte estas inquietudes de los adultos que tenían que asistir al acto siguiente: la reunión en Santiellos para tomar posesión simbólica de todo el territorio que estaba a la vista. Cuando Felipe se plantó en el tozal comenzó a citar los nombres de las partidas próximas: Dondelapar, Ligüés, Ferrón, el Ronal y, más arriba, el Puyarruego, los campos de Sosa, el Yerri, el Millar. Gil Falceto se esforzó en memorizar todos los nombres para redactar los apuntes por la tarde. Después de escuchar a Felipe, uno podía preguntarse cuáles eran las propiedades de los vecinos. Quien intentara averiguarlo llegaría a la conclusión de que, aparte de las casas, el corral y algún pequeño huerto, propios de cada familia –como así lo tenían reflejado en sus escrituras­–, las fincas que poseían eran fajas estrechas de tierra, colgadas en las laderas del monte, donde cultivaban cereales: trigo, centeno o cebada. Allí donde había una llanura fértil el señor había hincado sus manos. Toda esta ceremonia de la toma de posesión, con todos sus detalles, fue resumida por el notario en una escritura de treinta y cinco páginas. Don Pedro le sugería que, sobre todo con los señores y ricoshombres, era bueno alargar un poco la palabra y tirar alguna paginilla más. Eso del número de páginas tenía su cosa, porque las Cortes de Monzón del 1533, con el emperador Carlos, habían puesto límite a los honorarios notariales, de modo que no podían superar los dieciséis dineros por un documento de treinta y dos páginas, a razón de veinticuatro renglones por página. Cuando el señor terminó de enumerar sus posesiones, el clérigo don Jacinto, que ya no vestía los ornamentos sagra24


dos, repartió la bendición. La chiquillería rompió el silencio y todo el grupo reemprendió el camino hacia el castillo, donde esperaba el banquete. Al pasar por la puerta de la casa de Margalida, en el camino de vuelta se hizo un silencio del todo inesperado para un forastero como era el notario, pero natural y lógico para todo el vecindario. Ni los propios lacayos de Felipe se atrevían a continuar sus conversaciones. Los golpes de herradura del caballo flotaban en el aire como contrapunto al silencio que los vecinos parecían respirar al unísono, como si fueran una sola persona. Ya en el banquete, el señor ostentaba la presidencia junto a sus hombres de confianza, incluido el notario. En la mesa de honor se hallaba también el rector de la parroquia, los dos jurados, los familiares de Bardaxí de distintas partes del reino de Aragón, muchos de los cuales era la primera vez que visitaban el lugar de San Juan. Llamaba la atención lo vasta y prolífica que parecía aquella estirpe, con vástagos en Plan, Gistaín, Saravillo, Puértolas, todos ellos de Sobrarbe. También había otros procedentes de Ribagorza, como Conques, Villanova o a las Vilas del Turbón, o del valle de Bardaxí, de donde se dice que procede el apellido. A Gil Falceto le extrañó la ausencia de los señores de Letux, que llevaban también el apellido Bardaxí. Felipe le había comentado que su primo Juan, señor de Letux y de una larga decena de baronías en el campo de Belchite y en el Somontano, no podía subir por lo dificultoso del viaje, en un momento del año en que ya podían amenazar las nevadas. Esa era la excusa, aunque Felipe decía que los verdaderos motivos eran las intrigas y conspiraciones que acechaban por la capital del reino, de donde no se podía ausentar uno sin el riesgo de quedar en fuera de juego. Al terminar el banquete, los vecinos, con manifiesto desprecio a la autoridad del señor, fueron desapareciendo del patio como llamados por una voz extraña. Al poco ya solo quedaron los familiares y la gente del palacio, personal suficiente como para dar la apariencia de que la fiesta continuaba, pero el desaire de los vasallos no pasó desaperci25


NARRATIVA

El señor de San Juan José Solana Dueso

La acción de la novela transcurre en la segunda mitad del siglo XVI, en torno a la figura histórica de Felipe de Bardaxí, señor de la localidad altoaragonesa de San Juan (valle de Chistau). Contrabandista de caballos, en una época en la que estaba prohibido su comercio con el vecino reino de Francia, el relato nos sitúa de lleno en una época convulsa en estas tierras fronterizas, en donde se mezclan las luchas de banderías entre la nobleza aragonesa, las guerras de religión en suelo francés entre hugonotes y católicos, la política antiprotestante de Felipe II y los conflictos antiseñoriales.

As Tres Serols ~ Las Tres Sorores ~ Les Tres Sorors

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