Revista Código hoy presenta una nueva edición que invita a los lectores a recorrer los límites desde su potencia crítica: habitar la frontera, resignificarla y repensarla desde una pluralidad de voces. Partiendo de la definición jurídica tradicional de frontera —límite marítimo, terrestre o aéreo del territorio de un estado— abrimos su sentido a la multiplicidad creativa. Desde la interdisciplinariedad como frontera fundante, esta edición bebe de la fuerza de una coyuntura contemporánea cada vez más problematizadora de lo fronterizo: flujos migratorios, cuerpos cyborg, identidades en tránsito, ríos que hoy son sujetos de derecho. Así, reconociéndonos en nuestro contexto y enunciándonos desde lo inestable, lo difuso y lo fluctuante, proponemos ampliar la noción hacia nuevas intersecciones del conocimiento: escribir la frontera desde el cuerpo, la experiencia, la sexualidad y los afectos. Finalmente, esta es también una apuesta por reconocer, en la hibridez de narrativas y formatos, la posibilidad creativa de una ruptura que es pura potencia. Siempre oscilante, esta edición recoge un coro de voces que intentan, desde lo personal y lo político, construir una polifonía que evita cerrarse a los extremos. No desde la ingenuidad, no desde el idealismo, sino desde el reconocimiento del otro en toda la dimensión de su diferencia. En efecto, transitar la frontera, o escribir desde ella, supone ver la potencialidad de lo múltiple y fundar desde allí; alzar puentes entre realidades plurales y construir senderos en los que se pueda transitar-con. La nuestra es una apuesta por el reconocimiento del diálogo y lo colectivo: verse en, desde y con el otro, resonar desde la acción de una palabra crítica y compartida. Somos un espacio dialéctico, un puente y un tejido necesariamente común: ampliamos la discusión a nuevas conversaciones abiertas a la contradicción, reconociéndonos en la producción de un conocimiento nunca acabado.
Esta edición invita al lector a repensar su cuerpo, su entorno y su territorio desde aquello que lo limita. Hoy, desde una pluralidad de textos y una multiplicidad de formatos, abogamos por lo híbrido: abrazamos la fractura, habitamos la contradicción y le damos la bienvenida a lo heterogéneo. La apuesta es por derrumbar el muro, desestabilizarlo, ponerlo en crisis.
Que la frontera sea lo que la haga temblar.
Fotografía: Julia Ramírez De Valdenebro
Habitar otro al
Julia Ramírez De Valdenebro
Leer a Emilia Ayarza es leer-múltiple. Morar en el movimiento, levantar una carpa en la inestabilidad. Es leerla a ella, que devino y deviene mundo: Emilia agua, Emilia tierra, Emilia espiga. Emilia, pero siempre más que Emilia: esta es una escritura de la frontera. Yo soy yo, soy viento y mineral. Soy y somos: multiplicidad. Leerla es habitar y saberse habitada por ella, que fue millonaria y absoluta.
Escribe Emilia: “Esta es tu palabra, amado, que me fija un sitio”. Y, sin embargo, esta palabra no deja de fluctuar, de migrar, de fugarse de su sitio. Y, ante todo, no es esta una palabra ajena, no es su amado sino ella misma quien no cesa de escribirse: esta es la palabra de Emilia. Una que, rompiendo las costuras del yo, no deja de afirmarlo en su multiplicidad. Emilia se dice Emilia con muchos nombres: yo soy yo y me escribo en tránsito, yo soy yo y escribo mi tránsito. Yo escribo el tránsito.
Este es un yo que se desborda. Que estira sus fronteras, las pone en tensión, las desgarra. Deshilachado, en su abertura y fragilidad, este yo puede entretejerse con el mundo: ser con el otro y para el otro. Dejar, eventualmente, de ser yo. Tendríamos que aprender de esta escritura móvil, de este entrelazamiento con los otros, de esta urdimbre común. Aprender, con Emilia, la escritura del pan, multiplicarnos como el trigo y plantearnos nuevas formas radicales de existir en comunidad. Tendríamos que colectivizarnos, radicalizarnos, politizar los vientos y las olas. Migrar, fluctuar, transitar: renunciar, por fin, a la estabilidad de un yo recluido en sus fronteras. Partir —marineras— de nosotras mismas y habitar la posibilidad del contacto. Tocar y ser tocadas. Decir: somos. Palabra elemental.
Emilia fue marinera. Fue espuma, fue nube, fue lluvia. Ola y [relámpago.Viento y mar.
Trenzada de trigo: pan.
Bañada en savia: fruta.
Emilia fue amada. Amante. Fue sol y esposa del sol.
Fue madre y primogénita: abono y cogollo. Brotó e hizo brotar.
Emilia: hierba, árbol, mineral.
Emilia fue en común.
Esa es la palabra que le canta: la palabra de Emilia.
Emilia fue la palabra de sí.
Bibliografía
Ayarza, E. (2022). Acá empieza el fuego. La Jaula Publicaciones y Sintonía Casa Editorial.
PALABRA ELEMENTAL
Esta es tu palabra, amado, que me fija un sitio. La que me clasifica entre el sueño y la verdad y me define amada o simple viento.
Esta es la palabra que me canta: «Emilia, tú estás en la mitad del trigo —en altivez dorada— y debes aprender la escritura del pan. Estás congratulada de nubes y de lluvia.
Estás en el primer vocablo de la vida, alta y joven excluida de la muerte.
En la primicia del abono.
En asocio perfecto con la savia para que la fruta y tú obren el milagro de lo dulce.
Nada hay que no conozcas.
Desde la sed tierna del cogollo, hasta el itinerario del relámpago.
Desde el verde secreto de la hierba, hasta el mar y su alto corazón de sal.
Nada hay que no conozcas.
Eres la primogénita del mundo, la gigante de las cosas diminutas millonaria de sangre y de infinitos concedida en matrimonio al sol.
Estás aquí, hecha de ola capitaneando una verde sucesión de océanos, luciendo marinera, tus mástiles de espuma, con el día y la noche entre las manos y la frente en el límite del mar.
La tierra está cruzada de tu sangre y de tu voz y el viento te edifica desde el norte hasta el sur.
Nada hay que vaya contra ti.
Ni el oscuro surtidor del sueño ni la sombra propicia, ni la fuerza mineral, ni la verdad crucificada, ni la razón del cántico, ni la existencia medida.
Eres la soprano de los árboles.
El tiempo en la distancia. El sabor en la mente del beso.
El deseo primordial del alba».
Esta es tu palabra, amado.
La que me clasifica entre el sueño y la verdad.
La que me define amada o simple viento.
Emilia Ayarza
Fotografía: Luna Sofía Villafáñez
Fotografía: Valentina Forero
Fotografía: Luna Mejía Farías @madame_lunette
Por el río Combeima
Siempre pensó que El Mohán iba a ser igualitito a como lo habían descrito en la escuela: con el pelo largo, las uñas largas, sacando humo por la boca, con taparrabos, y que su plato favorito sería el Nicuro con plátano maduro. Ya le había preguntado a mamá si alguna vez había visto a El Mohán, pero ella solo se reía con la pregunta y seguía lavando los platos de la comida. En la escuela le contaron que El Mohán tenía la cara quemada, y a ella le pareció bastante obvio: con esas mechas, ¿cómo iba a tener un peso para el bloqueador? Parecía que todo El Pueblo, como ella le decía (porque en realidad vivía en una ciudad, aunque fuera pequeña), conocía a ese personaje raro que a ella le parecía tan familiar, y se le hacía muy extraño porque, cuando los gobernadores andaban en campaña o se reunía la junta comunal del barrio, no lo mencionaban. Su hermana mayor ya le había contado cuentos de otros seres. Le contó sobre la vez que las brujas la persiguieron bajando del mirador de Juntas, le jalaron el pelo y le rasguñaron la cara. Ella nunca le creyó, aunque algunas veces su hermana mayor lloraba en silencio, mientras mamá seguía lavando los platos y papá ya estaba acostado.
Una tarde vio a un señor muy parecido a El Mohán. Había acabado de llegar de la celebración de San Juan, la caravana ya había terminado de andar por la Quinta y cada quien se iba para su casa. Pero este señor estaba vestido de camisa blanca de manga sisa, el raboegallo atado al cuello y ese gorrito típico que la gente se pone para celebrar. Le dijo que la acompañara y ella fue, porque conocía todas las caras del barrio. Probablemente mamá estaría ocupada con el oficio y su hermana mayor estaría arreglando alguno de sus viejos vestidos. Le preguntó que para dónde iban; él no contestó. Ella le dijo que ella por Juntas no cogía; él le dijo que fueran entonces al río Combeima. Volvió en la tarde y se acostó en la cama de arriba del camarote con su hermana. Le dijo que creía que había muchos Mohanes por ahí. Se acordó que no fue por Juntas donde pasó lo de las brujas, sino en el Combeima. Ese día se prometió que no dejaría nunca a su hermana mayor y que la cuidaría hasta que fueran viejitas.
"Ya le había preguntado a mamá si alguna vez había visto a El Mohán, pero ella solo se reía con la pregunta y seguía lavando los platos de la comida".
Lorena Andrea B. Galindo
Fotografía: Julia Ramírez De Valdenebro
Laura Roa
Estudios literarios
Raíces Para
Fotografía: Luna Sofía Villafáñez
sobrevivir en nación extraña te obligarás a actuar como local mientras tengas la piel de espejo y la lengua segura entre tus dientes para que no te entierren los suyos.
Aprenderás a ocultar tu ritmo, escupirás la última tilde de tu acento y dejarás que rasguen tu bandera para adornar de colores la alfombra de los reyes que en algún ayer robaron más que tu tierra.
Para sobrevivir en nación extranjera te forzarás a apartar la mirada del gentío que murmura insultos alrededor de un cuerpo inerte con tu bandera intacta sobre su piel.
Ilustración: @rayo_rrojo
Pero, ¿qué son fronteras?
Silvia Chamorro Benavides
Antropología y Ciencia Política
Fronteras, ¿qué son fronteras?
Separaciones entre países.
Separaciones entre espacios.
Separaciones entre tu cuerpo y el mío.
Pero, ¿nos podemos realmente separar?
¿No somos seres interconectados?
Y lo mismo con los países.
Habrá lugares donde un muro, valla o policía separan dos países, pero también hay donde no existe ninguna separación, como Colombia y Ecuador. Tan así que crucé la frontera por accidente y no habría notado mi error si no me lo hubiera recalcado el narrador de Maps. “Bienvenido a la República de Ecuador”, me dijo, y yo, que no quería un viaje internacional, tomé el primer retorno para volver a escuchar “Bienvenido a la República de Colombia”.
Pero no me sentí diferente, ni más segura, ni conectada, ni nacionalizada.
Es diferente con las fronteras corpóreas.
Cuando otrx cruza mis límites y me toca, esto puede agradarme o no. Puedo replicarlo o detenerme, poner una frontera verbal o, aún más, física.
Pero cuando quiero continuar, esas fronteras físicas pare-
cen desaparecer, así como las verbales y mentales se pierden con un “sí”. Y, entonces, ya no son dos cuerpxs, sino una amalgama de órganos, carnes, fluidos y pelos.
Creo que las fronteras son así: creables y efímeras, políticas y materiales; tan fuertes como las queramos y tan débiles como nos propongamos.
Lo que hoy son muchos países, fue en la mente de muchxs uno solo. Una Abya Yala, una Améfrica Ladina, una América. Estas fronteras son más políticas que materiales. Pero también, lo que ahora son varios continentes fue una vez uno solo: la Pangea. Y ahora, aunque separados por agua y kilómetros, podemos sentirlos tan cerca. Ya sea por esta curiosa herramienta llamada internet, que nos permite conocer el otro extremo del mundo, o por las raíces que, no hace mucho, ataban a nuestros antepasados a un territorio previo a su diáspora.
Como las fronteras corporales, las de países y continentes son móviles. Hoy puedo querer que mis fronteras sean sacudidas, atravesadas y estiradas, pero mañana no. Quizá, incluso en cinco minutos, quiera volver a levantarlas, reforzarlas y defenderlas; me siento en ese derecho.
Pero, ¿qué pasa cuando el levantamiento de las fronteras
afecta a más que a un grupo pequeño de individuos decidiendo sobre sus cuerpxs? ¿Cuándo las mismas fronteras son lo que evita la decisión sobre lxs cuerpxs?
Levantar mis fronteras es mi decisión, pero hay quienes no pueden decidir qué fronteras enfrentan, cómo, ni en qué condiciones.
Que yo levante mi frontera no afecta a nadie, pero la frontera que divide Colombia y Venezuela sí, y Colombia y Panamá también.
Son fronteras que administran lxs cuerpos, lxs dividen, y violentan. ¿Por qué estar de un lado de la frontera me hace diferente? ¿Por qué debo pagar un precio por cruzarla? Son preguntas que me hago tras la migración de venezolanos a Colombia y ante el aumento de migración por el Darién.
Las medidas que se han tomado con ambas migraciones han decidido, desde cómodos asientos y deliciosos almuerzos, las condiciones de vida de otrxs no tan cómodxs. Y me pregunto: ¿cuándo acordamos que unos pocos decidan sobre tantos?, ¿es esta realmente la representatividad?
Aunque incluso dentro de un mismo territorio llamado un país, Colombia, veo los cambios que causan unas fronteras imaginarias. He tenido el privilegio de conocer las carreteras de varias de esas subdivisiones políticas y arbitrarias llamadas departamentos, y en ese concreto solidificado en el que solemos medir erróneamente el progreso también se ven las fronteras.
Desde el Quindío hacia Nariño, paso de doble calzadas, con muchos y caros peajes y paradores Rojos y Blancos de comida, a una planicie llamada Valle, en la que se extiende a cada lado la caña, con su olor, y se puede alzar la velocidad. Luego se debe parar, andar en primera y rodear los grandes huecos del Cauca, además de los trancones por constantes derrumbes y necesarios paros. Finalmente, en las curvas de un solo carril en cada sentido, se encuentra la Ciudad Sorpresa, escondida entre montañas y descubierta solo por quienes se atrevan a emprender el viaje. En este trayecto, sin más
"Como las fronteras corporales, las de países y continentes son móviles. Hoy puedo querer que mis fronteras sean sacudidas, atravesadas y estiradas, pero mañana no".
Fotografía: Natalia Matiz Madriñán
demarcaciones que letreros de bienvenida (donde los hay), he cruzado las “fronteras” de cuatro departamentos, aunque más que la limitación política, son sus diversas condiciones las que marcan la diferencia.
¿Por qué es así? ¿Por qué en un mismo territorio, unificado políticamente como país, se ve tanta diferencia? No quiero decir que la diferencia sea mala; la admiro y comparto, pero estas diferencias no son fortuitas. Son la demostración de las diferentes percepciones que existen sobre los departamentos, y la historia desigual que lleva cada uno. Y, sin embargo, persistimos en llamarnos bajo una misma nacionalidad.
Creo finalmente que, en cuanto a fronteras políticas, estas son más una muestra de una visión que de una realidad geográfica. Y, en cuanto a las fronteras corporales, más físicas que las políticas, creo que demuestran lo fácil que es derrumbar una barrera cuando existe el deseo.
Contacto: sf-chamorro@javeriana.edu.co o silviaferchamorro2004@gmail.com
Fotografía: Valentina Forero
DE DÓNDE VIENE LA FUERZA PARA SALTAR?
Colectivo Jardín Andariego
Espacio de encuentro, creación y socialización en búsqueda de ideas y ánimos.
Quien tenga una idea, bienvenido sea.
EFotografía: Manuela Cardozo
l siguiente texto reúne, de forma casual mas no por ello azarosa, retazos de las respuestas dadas por miembros del colectivo a la pregunta: ¿Qué fronteras se ven cruzadas por el Transmilenio? Todas ellas partiendo, a su vez, de la interrogante que da nombre a este experimento y que fue ocurrencia de uno de los miembros. Tanto la pregunta como el título habilitan una reflexión en torno a un eje específico, que desvela muchos de los posibles avatares de Las Fronteras y la relación que establecemos con ellas: la frontera de pagar o no el tiquete; la frontera espacial al moverse de un barrio al otro; la frontera social y política establecida para con los venezolanos; la frontera física del tacto con el otro, etc. Por otro lado, metodológicamente supone un ejercicio de colectivización que, por su misma naturaleza, problematiza la existencia de las fronteras entre un texto y otro. Bien es sabido que toda poética requiere de sus límites (“límite”, nombre que recibe una frontera sana). El trabajo reúne propuestas formalmente disímiles, desparramadas por el espacio de la página: las fronteras genéricas entre poesía, ensayo académico, haikú, meditación, oración, alabanza, perjurio y piropo bien pueden irse al diablo. La nuestra es una voz en coro, llena de disonancias y texturas. Un coro gregoriano de angelitos mal hablados, una provocación escrita en la puerta de un baño público.
Por todo lo anterior, esta no es una obra estática y culminada, sino una viva y sujeta a mutaciones, que gana mucho con la oralidad y la lectura en grupo. Este no es un poema: es un espacio de encuentro y colectivización. Todo encuentro de ideas, de cuerpos, de palabras, de miradas, es una perturbación de las fronteras establecidas: la posibilidad de descubrir cuán grandes podemos vernos reflejados en el otro. Las paredes no se establecen en el suelo, más bien generan divagaciones en el aire. Ahora podemos caminar por entre las paredes.
Así se siente el afán, supongo, a un solo pelo de perecer por un pasaje.
No somos los hijos de la violencia ni los nietos de la opresión.
Como quien huye, Como quien llega.
El mismo vómito epiléptico en mi cerebro. Tránsito ilusorio entre imágenes y palabras grabadas, y recordadas tras las fronteras del gesto emocional. En Bogotá, la ciudad hostil, la línea difusa entre vivir y morir, entre matar y dejar de existir, es apenas una ilusión vaga.
No nos callamos ante la injusticia, ni nos rendimos ante el miedo.
Yo no tengo fuerza física para empujar, ni carácter que mueva montañas; solo tengo irreverencia, y me rehúso a perder mi plata para pancito.
Saltas con la esperanza de poner pan en la mesa.
Una luz verde que se apaga y una luz roja que se enciende.
No lo sé porque siempre he estado del otro lado
El hombre, Del otro lado del torniquete pasando la tristeza, la casa al hombro, Pensando. Buscamos la verdad en nuestra propia voz, y creamos nuestra propia realidad.
Acá todos los días nacemos y morimos un poco. Pero, por lo general, apenas sobrevivimos cuando nos topamos frente a frente con alguien que circula en un andén, directo contra nosotros, y piensa, como nosotros, si el otro se hará a un lado, si cederá él o lo haré yo.
Un morral, La sonrisa de mi madre
La voz de un celador viniendo en el tiempo.
El límite de las manos que huyen del contacto, del pudor o el temblor de otro. Miradas que escapan tras segundos de insinuación, donde la distancia discrimina la fuerza de un encuentro.
Un atleta saca fuerza de su impulso por destacar, por superarse y superar a otros.
Si nos chocaremos y explotará la disputa absurda, si me quitará la vida por usar el mismo carril de su andén, que también es el mío y no es de ninguno.
Evitando encontrarme con las miradas,
Representas el rebusque en el ambiente urbano.
Evitando la frontera.
Inyectarse novelas románticas y atardeceres en los ojos
Qué dicha verte, pero qué triste se siente.
Machacar, cortar, triturar. Primero va la casa,
Sintiendo que la solución se acerca con cada moneda que entra en tu bolsillo.
Llenar de qué sé yo mis poros
Luego va el hombre.
Un artista saca fuerza de la idea de perdurar, de ser recordado. Llenar mis ojos de muchas cosas sucediendo
al mismo tiempo.
Ese dolor, ese que surge tan dentro de mí, ante todas esas miradas que buscan algo, que ansían algo que yo no puedo darles, que yo no sé cómo darles y que, incluso, a veces no quiero darles.
La mano lo sube,
El dedo lo baja. ¿Qué forma tiene el milagro?
16
2024
No somos los que esperan que todo cambie, ni los que se resignan a lo que hay;
Fuimos vecinos
Entre la 45
Reflejos que la luz descontamina en dos espacios bidimensionales de un vidrio donde el sol pega, marcando con el carácter de la división, sombras que se pierden en la ceguera de la luz,
Un golpe
mientras las siluetas de individuos se alejan de leves toques por el movimiento abrupto que generan baldosas superpuestas y levemente arruinadas. La letra de una canción
Entre fronteras políticas y muros de silencio, Nuestros cuerpos trascienden límites impuestos.
No nos conformamos con lo que nos dan, ni nos dejamos engañar por el poder;
“Me gusta estar al lado del camino, fumando el humo mientras todo pasa”1 Incluso evitando entrar en el Transmilenio.
Morir por un tonto choque cósmico en un andén sin dueño: hoy quizás me salvé, pero no sé mañana.
Habrá que esperar Porque el encuentro con ella es doloroso.
Todo por la misma ventana.
¿De dónde viene la fuerza para saltar y colarse en el Transmilenio?
1 (Fito, 1999).
CÓDIGO, 2024
Fotografía: Valeria Tapiero
Confinamiento
Fotografía: Luna Mejía Farías
@madame_lunette
Nuestro
Juan D. Parra
mundo únicamente termina con las fronteras que le pongamos nosotros, no hay regla anti-expansión que no se fragmente bajo un poco de fuerza. Tu mundo me es inaccesible a menos que me ofrezcas una oportunidad, pues no es que sea difícil conocer a otros; es imposible, de cierta manera, y aun así lo que más se mueve son sus fronteras.
¿Y mi mundo?
Termina conmigo, pero llega mucho más allá de donde puedo ir por mi propia cuenta, porque nuestro mundo solo se expande cuando su definición se arriesga, poniendo en juego los límites borrosos hasta que se abran a ideas externas y extrañas, pero iluminantes frente al oscuro firmamento de puertas cerradas que esconden a los otros.
Hace poco vi una de esas estrellas alumbrar un nuevo foco en el cielo nocturno cuando, desde sus fronteras, ofreció una mano hacia una realidad que se está ahogando, mientras yo cerraba mis oídos y actuaba ciego al mundo que en un momento fue hogar de ella.
Fotografía: Valentina Forero
Aprender a montar en bus
Juan Sebastián Osorio Rodríguez
Fotografía: Luna Sofía Villafáñez
Yo no sabía de libertad hasta que me escupió en la cara. Siempre ansioso, creí que la libertad era una casa, una esposa, unos hijos. Quizá fue la temprana condena a una familia fragmentada, quizá fue el exceso de familias felices y graciosas en Disney Channel que me hicieron creer que, en efecto, la libertad —que iba de la mano con la felicidad— era la casa y la familia y los niños y la camioneta y el jardín.
Pequeño, pequeñito, dibujé en el aire una familia donde yo era un esposito y tenía una esposa y dos hijos y hacíamos cosas de familia feliz. Catalina y yo caminábamos por el jardín de nuestra casa blanca con marcos azules y una puerta roja, esperábamos a los niños y cenábamos pavo, un pavo monstruoso y perfectamente dorado que, justo cuando iba a empezar a saborear, el RIIIING estrepitoso me regresaba a la realidad del salón de clases, y a mi familia artificiosa se la llevaba el estruendo del timbre y mis dos paticas por costumbre me llevaban a clase a aprender sobre las vocales y las consonantes que me llevan acompañando desde hace varios años.
Creí, por muchos años, que la libertad era crecer y ser grande como mamá y sufrir de colon irritable, desayunar papaya, beber vino y enojarse con los buses como mi papá y tener un marcapasos como mi tía Cecilia y, sobre todo, moverse todo el tiempo y andar ocupado siempre.
Entonces, frente al ocio abundante de un infante juguetón, actuaba como un pequeño adulto y usaba los paraguas que me doblaban en estatura como un bastón y tomaba un viejo celular que ya no servía y hablaba sobre cuentas y facturas. Y fantaseaba con mi familia de aire, sin saber muy bien cómo llegar a ella. Se aparecía frente a mí con inmediatez y sencillez, esas dos características que solo existen en la infancia.
Luego, la vida se puso en medio. Apareció el deseo carnal y descubrí que una esposa no iba a funcionar, aunque sabe Dios que lo intenté: a los doce años forzosamente buscaba la lujuria con desesperación mientras el café inquieto de mis ojos observaba las piernas largas de las modelos en la revista Soho de mi papá, pero mi imaginación me llevaba a las piernas de González, que eran gordas y largas y con vellitos dorados que, yo creía, sabían a al dulcísimo sudor que se le escurría por el mentón cuando jugaba fútbol.
A los quince descubrí que tener un hijo era carísimo, que en Bogotá se vive en apartamentos y que, a la final, mi familia existiría solo en el anhelo infantil. Entonces, a los dieciocho me encontraba sin respuestas y con una ardua labor: desimaginar la libertad y la felicidad que, no sabía por qué, pero estaba seguro de que iban de la mano.
Perdonarán, entonces, esta bienvenida apresurada a mi vida, pero es necesaria para lo que quiero explicarles. Porque, otra vez, no tenía ni la más remota idea sobre lo que podía ser la libertad hasta que me escupió en la cara.
El día en que el tráfico se convirtió en mi peor enemigo, allí fue cuando empecé a entender.
Clase a las siete de la mañana, quince kilómetros entre mi casa y la universidad, ochenta y nueve calles entre esas dos. La travesía que debía emprender durante cuatro meses todos los martes y luego por la noche lo mismo: salir a las seis de la tarde de la universidad y regresar a casa. Y así se configuraba la vida: algo que se debía hacer y el cómo debía encontrarlo.
Por esa razón, ese destartalado Volvo azul era una aparición divina, era Virgilio y yo un Dante cacorro en una búsqueda profunda, un Dante urgido por su Beatriz que en mi caso era nada más y nada menos que clase de siete de la mañana: el bus me guiaría a través del infierno que es Bogotá y me llevaría a mi destino. Mi mejor aliado para moverme sería ese Fafner cerúleo que rugía y se zangoloteaba bailando un mambo pagano por las calles de Bogotá.
Me surgió un cariño profundo por la bestiecilla, montar en bus se convertía en mi ritual: era el café por la mañana, era lavarse los dientes con prisa antes de salir, era esperarlo a las 6:05 en la carrera séptima y rezar para que no se demorara. Pero eso era un sinsentido, él llevaba su propio tiempo y uno podía frustrarse con esa realidad o aceptarla y asumirla como lo que era, un hecho inamovible: el bus llega cuando se le da la gana a pesar del afán de la vida adulta, no se contagia de esa prisa, llega cuando quiere. Montar en bus era aprender a dejar ir libres al minutero y al segundero, que huyeran juntos a la playa, que dejaran de contar; tomar el bus era convertir a Cronos en Kairós.
Tomar el bus se convirtió en una metodología de pensamiento, yo solo debía dejar ir, respirar muy duro y hondo, sentir los alvéolos hincharse para luego escupir aire caliente por el aro que formaban mis labios. Dejarme ir al tiempo del bus: si él me recogía, yo iría.
Porque uno nunca aprende a transitar, quizá es mejor aprender a dejarse transitar, llegar al tiempo que el otro me permita y no al que yo imponga, pues esas falsas expectativas —un pleonasmo— condenan al fracaso. Es mejor esperar y ver.
El bus a veces llegaba antes y yo me iba sentado, vislumbrando cómo la ciudad se cubría de oropel mientras los rayos de sol la dibujaban, viendo la humedad sobre el verde pasto y queriendo desayunarme el prado entero, viendo a todo el mundo empezar su día, viendo sus propios rituales matutinos: existir en ellos, beber su café, sentir su piel recién bañada, su pelo mojado. El bus tempranero andaba lento, besaba suavemente la grama, acariciaba al viento con sus espejos.
Fotografía: Natalia Matiz Madriñán
Otras veces se demoraba y llegaba endemoniado, sudando ACPM me pitaba para que me subiera y yo entraba y todos ardiendo, las paredes sudando; íbamos miles, diez miles, millones entre esas barandas infernales hechas para incomodarlo a uno, cual quinto círculo, sumergidos en el fango del afán. Sin embargo, es un fango dulce cuando te das cuenta de que no es tan importante: la empresa no se acaba si el puesto se abre a las 8:03 en vez de a las 7:55, la universidad no se cae si el profesor llega diez minutos tarde y deja a sus estudiantes cotorrear un poco más sobre lo que hicieron el fin de semana. Esos minutos no importan, hay que comérselos con salsa rosada, saborearlos enteros.
Esos minutos quédatelos tú y me los quedo yo y con ellos imaginamos lo que queramos, porque el bus es una posibilidad para la imaginación. Todo el paisaje bogotano es un detonante para dejar volar la imaginación como a cóndor por los Andes.
2024
Por ejemplo, al ver el edificio sin terminar en la calle cien con séptima, imagino que allí abajo nuestro propio Batman tiene su baticueva, pero que ese Batman, en vez de usar al murciélago como su signo, usa a las palomas y lucha contra la incipiente presencia del crimen organizado en Chapigay. O, cuando veo a un señor muy perfumado esperando en una banca, pienso que quizá allí espera a su amante todos los días desde hace treinta años y que ella no llega porque está encarcelada; pero ese día cumple su condena y sale de la cárcel a peinarse y perfumarse para encontrarse con su amado, y justo cuando él se está levantando para irse, ella lo abraza y se funden en ese dulce olor de lilas que en las mañanas recorre los parques de la ciudad. En eso se me iba el recorrido de casi una hora todas las mañanas; esa opresión de tener que tomar el bus se empezaba a transformar en libertad.
Antes de continuar, quiero explicarme un poco. Esto no es una defensa al sistema de transporte público bogotano, ni mucho menos: es un sistema precarizado y confuso. Sin embargo, fue en esos buses que encontré la libertad en la imaginación. Los volví parte de mi vida, esa lata sobre cuatro ruedas se convirtió en una prótesis, unas piernas llenas de esteroides que me llevaban por toda mi ciudad; esos números y letras sin sentido —18-3, d906, b907— se convirtieron en una lengua que hablaba a la perfección, un código que me llevaba a la amistad, el amor y el aprendizaje. Fueron esos buses los que me trajeron a este texto.
Y es que la felicidad, al igual que la libertad, no es algo estático ni definitivo. No es esa casa de marcos azules, ni ese pavo dorado en la mesa de fantasía que imaginaba de niño. Es un trayecto, a veces lento y contemplativo como el bus que acaricia la ciudad por la mañana, y otras veces caótico y apretado como el bus que corre endemoniado por las avenidas.
Lo entendí una común noche, cuando el viento bogotano me escupió en la cara, y la epifanía ocurrió sin mucha parafernalia: la libertad no es un destino, sino el acto de soltar el control, de montar en bus. La libertad es vivir entre momentos, dejar que la vida te transite, aceptar los vaivenes y encontrar pequeñas alegrías en lo inesperado. Derrumbar las fronteras montando en bus y descubrir que la felicidad puede ser un simple instante de conexión, una brisa en la cara, un cigarro con amigos, un abrazo torpe, un beso baboso: momentos que derrumban el afán y vuelven al tiempo dulce y espeso como la miel. Y esos momentos llegan, de repente, como el bus que se espera con afán pero que, cuando ya olvidas que lo esperas, aparece entre vapores tóxicos y luces que encandilan. Así es la libertad: te encuentra y tú te montas y gozas. Solo hay que saber esperar lo que no se espera.
2024
Fotografía: Luna Sofía Villafáñez
CÓDIGO, 2024
Ilustración: @rayo_rrojo
CÓDIGO, 2024
Ilustración: @rayo_rrojo
Generaciones
Entre las dos horas vivo, A cuatro buses, un saco raído Y unos audífonos inalámbricos.
Vivo entre cincuenta y cuatro a veinte años, Una sala a madera —cubierta— tapizada de rocío. Hay en mí, saltos no amortiguados. Mullido, suave.
Desfasado kilometraje entre verde y gris.
Fotografía: Luna Sofía Villafáñez
La más alta juguetona de las nubes, Hace dos apellidos era la antena de televisión en el palo.
Sueño ahora alzada en una suma de pisos. El abuelo me dijo: eran barras de titanio.
Embajada de la colina en la montaña Delegada de la montaña en la colina. Cuerpo intermedio privilegiado.
Valentina López
Fotografía: Alejandra Toscano
Natalia Jassaii Gutiérrez Triana
Guayabacon arroz
Hubo un día en que sentí por primera vez. Recuerdo ver a Roselia Urariyuu con su rostro de hoja de palmera llorar en medio del parque. Yo me columpiaba en riña con Teresita, la niña burlona de mis líneas en la cara: decía que mi nariz iba a ser grande, gigante, enorme como la de mi papá, y que mis crespos siempre se enredarían entre las matas. De golpe, sin pestañear, escuché un lamento hondo, profundo, prehistórico, como de huevo ahogado entre agua al fondo. Era mi nana. Se había dado cuenta de que en la Oficina de Correos le cambiaban los billetes que mandaba a su madre en la ranchería de Nazareth por dinero falso. Y ahí fue: sentí miedo de desaparecerme por el latido rápido que viajó sin saberlo a mis pies y dedos. No había entendido que podía sentir miedo con mis huellas. Pasaron los días, a todos se les olvidaba la manta de Roselia. Pero era tan espantosa la oscuridad que siempre pienso el rosado fuego como un cristal de cariño. A todos se les olvidó su cabello, pero mi mamá recuerda su voz desgastada, ronca sin haber vivido en el humo citadino: decía que de tanto ver el mar enroscándose en la punta de la ola sobre la arena había quedado así, entre tierra y agua.
Yo corría para alejar al pájaro de la tortuga, chuchu, se metía por el techo saltando. Me imitaba y sonaba idéntico a mí. Mientras tanto Roselia cantaba con la lengua girada, como maldiciendo el sol de las doce calado por el tejado. Ella lo culpaba por el frío: la abandonaba entre el tráfico citadino, nuevo para su caminar. Le decía: ¿cuándo dejaste de estar a mi lado, condenado? Eran dos desgraciados dándose el hombro. Yo creía escuchar un tipo de confesión: sí, querido, intento no ser un perro que ladra, llegar a tiempo, ser realista, evito ser frontera, o más bien no quiero confrontar al mundo, ni que los hombres me miren; quiero ser centrada y agradable, capaz de grandes autores verticales, grandes, enormes, gigantes. Pero mi casa no tiene madre, y aunque acá somos tres, yo ya no puedo jugar a las sirenas entre el mar. La niña más pequeña es furiosa, le dicen Bataglia porque coge a chancla al papá cuando canta mal, pero de inmediato la alzo por los cabellos con toda la ternura del mundo atrapada en mi cuerpecito y le doy el tetero de guayaba con arroz con leche en polvo, santo remedio. Tururú, tururú, nananá, narará. Ay tortuguita, quítame la mancha, quítame la mancha al caminar. Ay muñequita linda, tú eres crespita como tu papá.
Mi madre supo que no iba a volver cuando la dejamos en el terminal, había fronteras invisibles que no permitieron que la triste Rose volviera a carcajear. La tierra no tiene olvidos y yo siempre la invito a regarse conmigo entre el mar.
Fotografía: Luna Mejía Farías @madame_lunette
Seña Santo Santo & seña
Dana Isabella Ávila Arguello
Alguna vez un hombre me aseguró haber sentido cómo, a plena luz del día, una mano negra, aparecida de repente, le sacaba las entrañas y huía llevándose su corazón. Lo describió como un órgano puntiagudo, tan corriente como la imagen de una tarjeta postal, como imaginaba que serían todos los corazones.
No pude evitar meditar sobre el devenir de aquella mano sin cuerpo, de ese pecho sin corazón y de este cuerpo sin vocación. Solo entonces reconocí el temor, la ansiedad de millones de células que se anticipan a la degradación. Sentí un profundo miedo. No por el hombre ni el extraño acontecimiento que describía, sino por la precisión de sus palabras. La “mano negra”, la “luz del día”, el “corazón puntiagudo”, y todo lo allí plasmado era el artificio preciso para dar continuidad a un “como si”.
El hombre continuó hablando un rato más, quizá hilando toda una genealogía de imágenes hasta llegar a la representación más adecuada de su objeto, quizá simplemente sobrecogido en la conversación. A mí me bastó con reconocer el aleteo de un pájaro para alejarme despacio y en silencio.
“Despacio y en silencio”. ¿Como qué? ¿Como quién? ¿Como si? Como el cuerpo que va cayendo en un profundo sueño, como el hombre que se desangra, como la lágrima que se asoma por el rabillo del ojo. Me reproché: ¡cuánta ingenuidad!, buscar precisión, tiempo y palabra, cuando no hay nada menos preciso y más fugaz que la propia palabra. Palabra labrada para la palabra, con la palabra, por el palabrero. Habrá palabra para labrar la palabra, relabrar la macabra, sin patrón, solo pal’ obrero.
Llevaba meses buscando describir lo habitado, lo fragmentado, el paseo de un esquizofrénico sofocado, las máquinas deseantes y lo deseado, la belleza de un seno caído, el cosquilleo del tabaco encendido, la fragilidad de un armazón quebrado. Pero cualquier aproximación me resultaba insuficiente, imprecisa, etérea. Por encima de todas las cosas, por sobre cualquier razonamiento, yo quería representar el carácter de D: sus manías, su antipatía, sus monomanías, sus temas, mis motivos, el acontecer.
Me extasiaba con la idea de contener su imagen en un instante que pudiese cargar en el bolsillo. No para poseerlo, nunca para poseerlo, simplemente para deambular calle abajo y abandonarlo entre avenidas. La incapacidad de describir a D con la misma precisión que el hombre desposeído por una mano negra lograba narrar la impotencia de cazar un muerto, me provocaba la emergencia de una pesada presión bajo el esternón. El malestar no se reducía a la sensación: cada vez cobraba más materialidad y se asentaba como imponiéndose sobre un mundo carente de organización.
Podría haberse tratado de un pesado trozo de hierro, una esfera de hueso o marfil, quizá una piedra recién extraída del monte o un huevo cocido en el vientre. Estar con D podría asemejarse a sentir el trazo de una tiza blanca dejando garabatos por todo el cuerpo, intercambiar cartas y enseñas con el albur, tragarse la placenta fresca luego de parirse a uno mismo, beber agua dulce y salada al tiempo, profanar la enseña, fumar un tabaco al revés, atiborrarse la cabeza con sangre animal. Pero nada de ello configuraba una imagen homogénea, como tampoco daba cuenta de la intensidad con que lo deseaba.
La imagen de D se tornaba tan abarcadora que podía sentir cómo se desbordaba lentamente entre mis manos, cómo se tornaba dulce y escurridiza entre los dedos. Todo en D se condensaba en la acción, devenía en el instante, se incorporaba en la materia. No podría simplemente hablar desde abstracciones, escribir en pasado o evocar reminiscencias. Necesitaba una palabra viva, un verbo, verbo carne, que no reposara
pasivamente en el espacio de la hoja, que contuviera a D, lo abarcara como inmanencia y ordenara su propia espacialidad. No intentaba describir un sujeto, sino el acontecer que atravesaba la experiencia de un sujeto. Necesitaba una palabra que, al ser lanzada al espacio, no requiriera de ninguna otra entidad, materia o manifestación para configurarse como acción. ¿Dónde se situaba el problema? ¿Debía decantarme por el habla, lo hablado, los actos de habla, la imagen, la mímesis, el mito, la representación? ¿Qué oculta el humo emanado de estas palabras, el viento que sopla por oleadas, el fuego que delinea el cuerpo?
Quería que mi palabra fuese tan fluida y maciza como las cientos de semillas que habitan en el gigantesco cigoto verde en forma de fruta. Que fuese tan precisa que la distancia entre el sujeto y la subjetivación fuese imperceptible. Sin embargo, mi problema con el lenguaje y la representación era ya una incapacidad reconocida, habitada, superpuesta. Era la consecuencia y la contingencia del disciplinamiento que la norma había normado.
En el carácter imperativo de mi relato solo había comunicación muda, aspiración por la materialidad, una crónica encerrada, la ilusión de la compostura, nada de verbo. D solo podía encontrarse en el margen de esta página, al margen de mí, en la curvatura de estas líneas, figurando un pliegue con la página, en el silencio, esperando ser dicho, constituyendo la excepcionalidad como una entidad cotidiana. Yo había llegado a la nada, y la nada era viva y húmeda. Yo había llegado a la totalidad, y la totalidad era artificial y precaria.
En otra ocasión dos mujeres me aseguraron haber sentido el poder de la fuerza divina tras haber lanzado, en un cuarto a oscuras, en medio de una noche fría, un par de puñaladas contra un cuerpo. En medio de este monólogo se desarrolló un diálogo imperceptible, un intercambio de miradas afanosas, disputándose el encuentro, la fugacidad de un instante no narrado, no constitutivo de este relato.
Aquella vez no sentí temor, ni el aleteo de un pájaro como advertencia, así como tampoco escuché el susurro de ningún viento. Recordé la ansiedad del beso no dado, el anhelo desmembrado por el éxtasis sin consumir. ¿Quién ha visto jamás una vida amorosa que no estuviese ahogada en las lágrimas del desastre o del arrepentimiento? Vulnerable, me consumía la incapacidad de contener lo acontecido. Vulnerable como el cuerpo envejecido que se reconoce en su mismidad.
En otro tiempo me valí de la prosopopeya y procuré una personificación para desdibujar el límite entre lo natural y lo humano, pero todo en mí se tornó materia descompuesta. La existencia de D no podía constituirse en metáfora, no podía metamorfosearse, sin el riesgo de ser más que sí. Ya no habitaba yo aquel cuerpo. Otro ser, de lejana y profunda proveniencia se había asentado y disputaba mi propia conciencia. ¿Cómo sustraer de mí lo indecible?
Durante aquella enfermiza obsesión, la alegoría cobraba un papel sintáctico y semántico relevante. En estricto sentido, la figura literaria se caracterizaba, como siempre se ha caracterizado, por la pretensión de dar una imagen a lo que en la materialidad no cuenta con una representación concreta. El lenguaje se constituía en su propia eficacia, como una mirada sostenida, como el eco que no reposa, como el amuleto que se esconde entre los pechos.
D aún no lo sabe, pero ahora su materia habita en mí y es lo que posibilita su existencia. Puedo sentir en mi cuerpo el cosquilleo de su escalofrío, las gotas que resbalan por su torso, el vértigo de su ceguera, el silencio en los tímpanos. Sentir por dos cuerpos resulta agotador. Las correspondencias se detonan entre sí como sincronías perfectas, se anulan como fuerzas antagónicas hasta vaciarse. Me anticipo a su pensamiento y lo habito como si se tratase del mío. Siento la mano que recorre al recorrerme, el cuerpo que eyacula y los labios que lo reciben.
D vive en mí como una experiencia originaria, como una condición trascendental del sentido, como una latencia sublime abstraída por alguna memoria esquiva de sonrisa obscena y mirada ladeada. También me habita en el deseo, en los cuerpos desollados, en el sacrificio a la tierra y aquel hermano muerto en el vientre de mi madre, con forma de lombriz y respiración de anfibio, al que nunca llegué a conocer.
Ahora debo detenerme, debo detenerme o lo haré desaparecer. Siento su dolor, anticipo su sospecha. Me pregunto, pensando en el amor que destilo, por este cuerpo quebrado por el deseo. ¿Cómo recuperar aquello que hundí en las aguas del río? ¿Cómo revivir la ceniza? ¿Cómo encontrar la corriente submarina que recogió sus huesos en susurros? ¿Cómo recuperar lo desplegado, la forma de aquello que neciamente quise modular? ¿Cómo callar la palabra desatada, denostada, lacerada?
Fotografía: Luna Mejía Farías @madame_lunette
Fotografía: Valentina Forero
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