Todavía no: Justicia, democracia y transición en América Latina

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TODAVÍA NO

Justicia, democracia y transición en América Latina

TODAVÍA NO

Justicia, democracia y transición en América Latina

TODAVÍA NO Justicia, democracia y transición en América Latina CAROLINA ROBLEDO SILVESTRE ANA GUGLIELMUCCI JUAN PABLO VERA LUGO Coordinadores

Reservados todos los derechos

© Pontificia Universidad Javeriana © Universidad del Rosario

© Ciesas

© Carolina Robledo Silvestre, Ana Guglielmucci y Juan Pablo Vera Lugo, coordinadores

© Varios autores Primera edición Bogotá, D. C., septiembre de 2022

ISBN (impreso): 978-958-781-743-0

ISBN (digital): 978-958-781-744-7

DOI : http://doi.org/10.111.44/ Javeriana.9789587817447 Número de ejemplares: 300 Impreso y hecho en Colombia Printed and made in Colombia

Editorial Pontificia Universidad Javeriana

Carrera 7.a n.° 37-25, oficina 1301 Edificio Lutaima Teléfono: 601 320 8320 ext. 4752 www.javeriana.edu.co Bogotá, D. C.

Corrección de estilo Andrea Liñán Durán

Diagramación y montaje de cubierta Nathalia Rodríguez

Imagen de cubierta Fotografía de Ana Guglielmucci, 2018 Impresión DGP Editores S.A.S.

Editorial Universidad del Rosario

Carrera 7 No. 12B-41, of. 501 Teléfono: (+57) 601 297 0200, ext. 3113 https://editorial.urosario.edu.co

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Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S. J. Catalogación en la publicación

Benítez Jiménez, Maira Ixchel, autora Todavía no: Justicia, democracia y transición en América Latina / autores, Maira Ixchel Benítez Jiménez [y otros diez]; coordinadores, Carolina Robledo Silvestre, Ana Guglielmucci y Juan Pablo Vera Lugo ; prólogo Rachel Sieder. -- Primera edición. -- Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana: Editorial Universidad del Rosario, 2022.

272 páginas; 17 x 24 cm Incluye referencias bibliográficas.

ISBN: 978-958-781-743-0 (impreso) ISBN: 978-958-781-744-7 (electrónico)

1. Justicia transicional - América Latina 2. Democracia - América Latina 3. Posconflicto - América Latina 4. Violación de los derechos humanos - América Latina 5. Falsos positivos (Conflicto armado) - Colombia 6. Violencia contra la mujer - América Latina I . Robledo Silvestre, Carolina, coordinadora II . Guglielmucci, Ana, autora, coordinadora III . Vera Lugo, Juan Pablo, coordinador IV. Sieder, Rachel, prologuista V. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias Sociales VI . Universidad del Rosario VII . Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS)

CDD 340.12 edición 15 inp 05/08/2022

CONTENIDO

PRÓLOGO 9

Rachel Sieder

INTRODUCCIÓN 15

Carolina Robledo Silvestre

Ana Guglielmucci

Juan Pablo Vera Lugo

PRIMERA PARTE NEGACIONISMOS Y SILENCIOS HISTÓRICOS 41

1. CONTRAMOVILIZACIÓN Y BACKLASH FRENTE

A LA JUSTICIA PENAL EN LA GUATEMALA DE POSGUERRA 43

Maira Ixchel Benítez Jiménez

2. ESTADO EN TRANSICIÓN Y CRÍMENES DE ESTADO: MEMORIAS HISTÓRICAS Y NEONEGACIONISMO SOBRE LA VIOLENCIA POLÍTICA PASADA EN ARGENTINA 73

Ana Guglielmucci

SEGUNDA PARTE EL COMÚN DE LA IMPUNIDAD 105

3. CAMINOS DE IMPUNIDAD. DIGNIDAD Y DESESPERANZA ANTE LOS MAL LLAMADOS ‘FALSOS POSITIVOS’ DEL ESTADO COLOMBIANO 107

Laura Langa Martínez

4. DE LA FEMOSPP A LA COMISIÓN DE LA VERDAD PARA EL CASO AYOTZINAPA. NOTAS PARA UNA GENEALOGÍA DE LA JUSTICIA TRANSICIONAL EN MÉXICO 133 Érika Liliana López López

5. EL ESTADO VS. EL ESTADO. POLÍTICAS DE JUSTICIA TRANSICIONAL, IMPUNIDAD ADMINISTRACIÓN DE LAS VÍCTIMAS EN MÉXICO 155

Ximena Antillón Najlis Ángel Ruiz Tovar

TERCERA PARTE FRENTE AL LÍMITE DEL DERECHO 173

6. ESCENARIOS DE POSCONFLICTO EN LA COSTA CARIBE DE NICARAGUA: LAS CONTRADICCIONES DE LA REPRESENTACIÓN Y LA REPARACIÓN SOCIAL 175

Dolores Figueroa Romero Miguel González

7. ¿CÓMO DOCUMENTAR LAS VIOLENCIAS Y SUS IMPACTOS DESDE LA PERSPECTIVA DE MUJERES VÍCTIMAS Y DEFENSORAS DE GRAVES VIOLACIONES A DERECHOS HUMANOS EN MÉXICO? 197

María Paula Saffon Giulia Marchese

CUARTA PARTE HORIZONTES 223

8. ¿TODAVÍA NO? HACIA UNA ETNOGRAFÍA DE LO POSIBLE, LA IMAGINACIÓN DEMOCRÁTICA Y LA PAZ EN COLOMBIA 225

Juan Pablo Vera Lugo

REFERENCIAS 247

México se encuentra hoy en una encrucijada; enfrenta una de las crisis más graves de derechos humanos que se ha vivido en todo el continente latinoamericano en el último siglo. Desde el inicio de la ‘guerra contra el narco’ en el 2006 las cifras oficiales de personas desaparecidas han superado los ochenta mil y los desplazados internos van en aumento, al igual que los feminicidios —otra categoría de cuerpos desaparecidos o borrados que se disparó en estos años—. A lo largo del territorio mexicano, la complicidad y responsabilidad directa de las autoridades de Estado en estos hechos ha quedado más que clara. Al mismo tiempo, durante este periodo de profundización del modelo neoliberal global las desigualdades de clase, raza y género se han acentuado brutalmente, siendo las graves violaciones de derechos humanos una expresión de violencias estructurales y sistémicas profundas. La crisis económica mundial desatada por el Covid-19 en febrero de 2020 seguramente agravará la lucha por los recursos, vulnerando aún más los cuerpos y vidas de personas que por mucho tiempo han sido desechables para el sistema.

¿Cómo se puede encarar esta crisis sin precedentes de violencia e impunidad en México? ¿Qué lecciones dejan las experiencias de otros países de América Latina que han enfrentado crisis de violencia y graves violaciones de derechos humanos? ¿Será que estas experiencias nos pueden servir como guías acerca de qué hacer o no?

La justicia transicional se ha expandido exponencialmente en los últimos años, convirtiéndose en un campo de saber-poder transnacional que cubre una enorme variedad de iniciativas y contextos. Su inicio en América Latina se da en las transiciones de gobiernos militares a gobiernos electos del Cono Sur en los años ochenta, e involucra una serie de mecanismos como comisiones de la verdad, amnistías, juicios penales y distintas medidas de reparación. Los mecanismos y aprendizajes del Cono Sur se adaptaron luego para los finales de los conflictos armados internos en El Salvador, Guatemala, Perú y últimamente en Colombia, generando una

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enorme diversidad de perspectivas y procesos. Dos aspectos se destacan en este largo abanico de casi cuatro décadas de experiencias de justicia transicional en América Latina: primero, la creciente insistencia en la necesidad de poner las experiencias y demandas de las víctimas en el centro del diseño de los mecanismos de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición; y, segundo, la imprescindibilidad de mecanismos de justicia transicional que transformen, o por lo menos plantean transformar, las agudas condiciones de desigualdad y violencias estructurales que posibilitan (y en sí constituyen) graves violaciones de derechos humanos.

¿Cuáles son entonces las perspectivas de los aprendizajes regionales sobre la justicia transicional para aplicar en México? ¿Es posible desarrollar medidas de justicia transicional en ausencia de una transformación evidente del régimen o de la cultura política? Ciertamente la captura de los mecanismos del Estado por la macrocriminalidad (algo muy marcado a escala local) o, según otra óptica analítica, la mutación de las fuerzas que detentan el poder estatal hacia perpetradores directos de violaciones sistemáticas de derechos humanos, ha sido un rasgo muy marcado en la realidad nacional desde 2006. Sin embargo, la reproducción de estructuras de corrupción y violencia estructural es algo de larga data en las formaciones del Estado mexicano. El capital simbólico de la ‘Cuarta Transformación’ del gobierno de Manuel López Obrador (electo en el 2018) parece hasta ahora insuficiente para revertir estas tendencias históricas, que se reflejan en una infinidad de pactos de corrupción e impunidad a nivel municipal y estatal.

Sin embargo, lo que nos muestra la experiencia de otros países de América Latina es que en toda ‘transición’, ya sea del autoritarismo a la democracia o de la guerra a la supuesta paz, hay muchos elementos de continuidad. Los autoritarismos encuentran sus expresiones en la democracia electoral, y el cese de los conflictos armados no necesariamente se traduce en menos violencia para los más desprotegidos. Entonces, es evidente que los procesos transicionales no necesariamente implican cambios o fracturas políticas profundas ni el fin de las violencias.

A pesar de estas continuidades históricas y de las condiciones de violencia actual, los autores de este libro insisten en que las iniciativas de justicia transicional centradas en las perspectivas de las víctimas (y que ponen el dedo en la llaga de las desigualdades y violencias estructurales) pueden ser detonadores importantes de nuevos horizontes políticos. Al final de cuentas, esta es la apuesta de la justicia transicional ya no vista desde los cálculos políticos de quienes detentan el poder, sino desde las perspectivas de vida de los que sufren en carne propia el entrecruce de múltiples violencias.

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Rachel Sieder

Como nos relatan algunos capítulos de este libro, hasta ahora las experiencias de justicia transicional en México no han generado muchas esperanzas. El fallido experimento de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (femospp) durante el gobierno de Vicente Fox, más el perfeccionamiento de los simulacros de reforma institucional para seguir preservando la impunidad, han generado sospechas justificadas de las víctimas frente a las políticas oficiales de justicia transicional. Tristemente se revela que experiencias como las comisiones de la verdad para Guerrero y posteriormente para los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa en 2014 han seguido la misma ruta de simulacros e impunidad.

Como subrayan algunos de los autores, el Estado mexicano tiende a administrar o gestionar distintos grupos de víctimas a través de políticas focalizadas (para los desplazados, las víctimas de feminicidio, los desaparecidos, etc.), en vez de investigar a fondo las circunstancias de las violaciones o enfrentar sistemáticamente los factores estructurales que producen y reproducen las violencias. Así, las víctimas de graves violaciones de derechos humanos se convierten en el quehacer de una infinidad de comisiones, instancias, protocolos y procedimientos de un sistema político cuya médula central por un siglo ha sido el clientelismo. En palabras del sociólogo Javier Auyero (2013), se convierten en ‘pacientes del Estado’, personas en su mayoría pobres y sin poder, sujetos a los procesos burocráticos y administrativos de programas asistencialistas, forzados a esperar eternamente resultados que pocas veces se dan.

En otras palabras, en México la gestión de las víctimas se ha convertido en un modo de seguir garantizando la impunidad. De esta manera, las políticas de justicia transicional impuestas ‘desde arriba’ se pueden entender como la continuación de formas de dominación históricas. Al mismo tiempo, lo que nos demuestra la experiencia en América Latina es que las alternativas mediante el sistema de justicia penal ordinario tampoco se ven muy alentadoras. La justicia penal tiende a fijar responsabilidades individuales por las graves violaciones de derechos humanos, obviando factores estructurales y sistémicos, y en contextos donde la impunidad está tan arraigada son excepcionales los casos emblemáticos que alcanzan condenas.

Como sugiere este libro, los mecanismos de justicia transicional pensados desde otras ópticas pueden ofrecer rutas y oportunidades para imaginarnos a futuro justicias en plural: efectivamente, estas pueden constituirse en una especie de contramapeo frente a las narrativas oficiales de los agravios y daños tejidos desde arriba, lo que nos lleva a entender las injusticias encarnadas en sus diversos contextos históricos y geográficos. La esperanza es que

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estos ejercicios puedan dibujar nuevos imaginarios de justicia, tanto para los cuerpos como para los territorios que, como nos han insistido los pueblos indígenas organizados, también son víctimas de múltiples violencias.

El reto sin duda es saber cómo combinar las ventajas que pueden ofrecer los mecanismos de justicia transicional, entre ellos las posibilidades de investigar a fondo los agravios y de establecer patrones sistemáticos de violaciones graves de los derechos humanos y los factores que los fomentan. Se trata así de mandatar procesos de justicia extraordinarios y ejemplares con formas de verdad, justicia y reparación que satisfagan en alguna medida las demandas de las víctimas. Además, como nos demuestra el reciente ejemplo de Colombia explorado en el capítulo de Laura Langa Martínez, otro reto es asegurar que las pocas victorias logradas por las víctimas mediante la justicia penal ordinaria no sean borradas en nombre de la justicia transicional oficial que, a final de cuentas, siempre ofrece nuevas fórmulas de castigo para algunos y borrón y cuenta nueva para otros.

En vez de gestionar impunidad, una justicia transicional transformadora debería detonar procesos que tengan un impacto real en la vida de los que siempre sufren las violencias y violaciones de derechos humanos, y que les dote de reconocimiento y dignidad. En este sentido, son centrales las disputas sociales sobre las narrativas y memorias del pasado, y sobre las representaciones de la violencia social, económica y política. Actualmente, como nos demuestra Maira Ixchel Benítez en su capítulo sobre Guatemala, pareciera que estamos frente a un backlash frente a una (tal vez breve) época donde la lucha por los derechos humanos y en contra de la impunidad llevó a condenar a algunos militares y políticos en América Latina por su papel en graves violaciones. Ahora ellos se reinventan y se reivindican como defensores de la nación, en una nueva iteración de la posguerra fría. Sin embargo, también es un momento en donde las personas categorizadas por el paradigma de la justicia transicional como víctimas están reivindicando sus historias de lucha y subjetividades políticas, enfocándose no solo en los agravios y daños que sufrieron, sino también en sus sueños y horizontes políticos. La lucha por la memoria es finalmente una lucha por los sentidos, entendimientos y horizontes. Como nos recuerda Ana Guglielmucci, aquí las formas de nombrar y archivar la violencia son formas de aprehenderlas y eso moldea no solo el pasado, sino el presente y el futuro. Por eso, las iniciativas de las víctimas y de distintas instancias de la sociedad civil en América Latina han centrado sus esfuerzos en la construcción y reivindicación de la memoria, lo que significa no solo archivos de dolor, sino también de esperanza.

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A lo largo del continente, las demandas por verdad, justicia y memoria han sido una constante en los movimientos de víctimas y de derechos humanos, los que han mostrado gran tenacidad y creatividad en perseguir sus demandas a lo largo de décadas. Este libro se enfoca en las experiencias de la justicia transicional en América Latina, subrayando la importancia de las iniciativas de justicia construidas ‘desde abajo’ o más bien desde las subjetividades de los que sufren la violencia y luchan por la justicia. Claramente, los testimonios pueden ser usados para muchos fines políticos, tal como nos demuestra el capítulo sobre la lucha de Luz María Bernal, madre de un joven ejecutado extrajudicialmente y presentado como ‘falso positivo’ en Colombia y quien se convirtió en una de las caras más reconocidas de las víctimas en las pláticas de paz en La Habana. En ese sentido, es innegable el papel que ha jugado el testimonio de las víctimas en las luchas contra la impunidad y las violencias estructurales en América Latina. Todo depende del contexto y de nuestra capacidad de escucha, empatía, solidaridad y acción.

La pregunta de fondo es si las violencias estructurales y cotidianas, las violencias extremas y las violencias normalizadas se pueden reparar mediante paradigmas de justicia transicional. A lo mejor debemos debatir y tratar de solventar las injusticias y violencias en otros registros fuera de este campo de saber-poder, es decir, en otras arenas de debate y acción política. Hasta el momento la justicia transicional no hace eco en la gran mayoría de organizaciones de víctimas o de la sociedad civil en México. En este momento, sus luchas siguen siendo fragmentadas y localizadas, pero, como subraya este libro, es en esta diversidad de experiencias que se están construyendo otros paradigmas y rutas de búsqueda de justicia.

Ciudad de México, 29 de marzo 2020

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INTRODUCCIÓN

Es difícil establecer si América Latina ha avanzado en los procesos de transición hacia la democracia y la paz cuando enfrentamos hoy conflictividades que ponen en profundo riesgo la igualdad social y la dignidad humana en nuestra región. Por esto es fundamental cuestionarse si hemos transitado hacia algo después de tantos intentos por promover la justicia transicional o si todavía no hemos logrado ese “prospecto del futuro imaginado” (Castillejo, 2017, p. 1). Este libro intenta responder estas preguntas mirando reflexivamente hacia el pasado y el presente, aunque también se plantea la necesidad de ubicar la mirada colectiva en el futuro, como una apuesta a tan diversas y múltiples perspectivas de transformación que se producen en el contexto latinoamericano.

La justicia transicional es un sistema de significados y prácticas que ha reordenado el imaginario y la cultura política en vías de una consagración simbólica de la democracia y los valores asociados al Estado de derecho. Esto ha sido posible a partir de leyes, instituciones, lenguajes y formas de lucha empaquetadas en un sistema global de tratamiento del pasado violento que ha viajado por diferentes contextos, promoviendo el interés de intelectuales, activistas, funcionarios públicos y comunidades que luchan por la exigencia de sus derechos.

Como proyecto intelectual pragmático, la justicia transicional ha puesto la responsabilidad sobre los hechos en el centro del tratamiento de los crímenes, implicando el desarrollo de un sistema de justicia penal (Fletcher y Weinstein, 2015), lo que quizá haya limitado la perspectiva de lo que es y puede ser la transición si se le dota de contenido propio o se imagina a partir de otros lenguajes que superen el corsé del derecho y de la justicia penal.

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Carolina Robledo Silvestre Ana Guglielmucci Juan Pablo Vera Lugo

Se trata de una invención social producida en Occidente a partir de la Segunda Guerra Mundial, cuyo aterrizaje —y reinvención— en América Latina se produce en el marco de los procesos de ajuste de cuentas con el pasado dictatorial del Cono Sur, especialmente en Argentina, Chile y Perú (Aspen Institute, 1989). Como mecanismo global, la justicia transicional solo se hizo posible a la par de un proceso geopolítico de consenso en torno a lo inaceptable de no hacer algo frente a la devastación social a gran escala producida por la violencia bélica.

Dos principios han acompañado este proyecto social: la idea de que los Estados deben tener en cuenta el pasado en el que se cometieron los crímenes y de que los errores cometidos por los líderes de los regímenes, bajo los cuales estos tuvieron lugar, deben ser considerados como comportamiento criminal (Fletcher y Weinstein, 2015). En términos formales, se trata de un “conjunto de aproximaciones judiciales y no-judiciales por el que las sociedades intentan hacer frente a un legado de graves violaciones de derechos humanos, al momento que pasan de un periodo de conflicto armado y de opresión a un periodo de paz, democracia y respeto hacia las reglas de un estado de derecho” (ict, 2007).

En general, se pueden distinguir cuatro objetivos de esta “caja de herramientas” (Viaene, 2013) que gradualmente ha logrado imponer sus conceptos en los debates y agendas sobre democratización, justicia y reconstrucción social en América Latina (Viaene, 2013): 1) la justicia (el deber de sancionar, de investigar y del debido proceso); 2) la verdad (el deber de recordar y el derecho a saber); 3) la reparación del daño; y 4) la no repetición. En algunas experiencias también se ha incluido, no sin tensiones, la reconciliación entre las partes del conflicto o entre víctimas y perpetradores.

Este sistema ha sido estudiado y reformulado por diversas disciplinas entre las cuales han dominado el derecho y la ciencia política, interesadas en aplicar, evaluar y teorizar en torno al paradigma de la justicia transicional, haciendo de este un campo en extremo “abstracto, general, legalista, y con una visión de arriba hacia abajo” (Viaene, 2013, p. 89). Una de las consecuencias de este dominio disciplinario ha sido la centralidad que ocupan los crímenes y graves violaciones de derechos humanos como forma clasificatoria de la realidad, relegando un fondo histórico de violencias estructurales que no se acotan a tal tipificación.

Otras perspectivas, menos dominantes, se han interesado por producir una crítica a este “movimiento teleológico” (Castillejo, 2017), cuestionando los supuestos fundamentales que pretenden dar respuesta a la violencia masiva y la reconstrucción de las sociedades (Fletcher y Weinstein, 2015).

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Carolina Robledo Silvestre, Ana Guglielmucci y Juan Pablo Vera Lugo

Esta corriente no solo se propone ‘localizar’ la justicia transicional o imaginar una “justicia transicional desde abajo”, sino también problematizar el paradigma dominante atendiendo a otras ontologías y lógicas culturales profundas que promueven ideas y prácticas diversas de justicia y transformación social (Viaene, 2013; Bell, 2009; Lambourne, 2009). Estudiosos de este paradigma se han interesado sobre todo por adaptar el discurso global de la justicia transicional a las particularidades históricas, culturales y de género de las poblaciones afectadas, poniendo en el centro a los sobrevivientes como protagonistas de los procesos (Crosby y Lykes, 2019).

En este marco epistemológico se sitúa esta obra colectiva que reúne experiencias y reflexiones de México, Colombia, Argentina, Guatemala y Nicaragua, países que han transitado en diferentes escalas por procesos de justicia transicional, o que pretenden hacerlo, y que comparten en común la persistencia de la violencia y de la impunidad. Se trata de un conjunto de reflexiones críticas en torno a los procesos de justicia transicional promovidos en estas geografías o, de su ausencia (como el caso de Nicaragua), así como sobre las formas en que se apropia y se reconstruye el paquete global de la justicia transicional desde contextos profundamente diversos.

¿De qué nos curamos?

Desde el fundamento dominante de la justicia transicional, la violencia es sinónimo de violaciones a los derechos humanos, tipificados en crímenes individuales o colectivos cometidos por el Estado o en el marco de conflictos armados. A partir de esta gramática encontramos en América Latina una manifestación bastante diversa de conflictos que implican pérdidas humanas masivas, prácticas de violencia sexual, detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas, tortura, ejecuciones extrajudiciales, masacres, desplazamiento y reclutamiento forzado, aspectos asociados al carácter militar de la guerra.

Estas violencias no pueden pensarse de manera singular o ser segmentadas en periodos de tiempo concretos, pues sus manifestaciones son continuas, dinámicas y bastante complejas. Se trata también de atrocidades contenidas en el marco de guerras globales y condiciones geopolíticas que rebasan el territorio nacional y moldean tanto las formas que adquiere la violencia como las respuestas que se ofrecen para enfrentarla.

Por ejemplo, no es posible comprender los procesos de violencia política que se establecieron en América Latina en la segunda mitad del siglo xx ,

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y que después animarían los primeros procesos de justicia transicional en la región, sin mirar los aspectos geopolíticos que los propulsaron, en particular la Guerra Fría y la política norteamericana de externalización de la guerra, aún vigente.

En su enfrentamiento al comunismo, los Estados Unidos se atribuyeron la misión de garantizar universalmente la propiedad privada y el modelo de desarrollo capitalista por medio de su estrategia de ‘seguridad nacional’. Una de las operaciones mejor documentadas a través de la cual se hizo posible este proyecto fue el Plan Cóndor, instituido en Chile en 1975 y con la participación de militares de Brasil, Argentina, Paraguay, Uruguay y Bolivia.

El Plan Cóndor tuvo sus raíces en la ola de golpes abiertamente apoyados por la cia y por Usaid (us Agency for International Development)1 en los años sesenta y setenta y en la generalización de medidas represivas contra las amplias movilizaciones armadas y civiles que combatían la dominación norteamericana en la región y luchaban por la instauración del socialismo y de regímenes democráticos2

El modelo dictatorial característico de la época fue un gobierno militar basado en la doctrina de seguridad nacional, iniciado en Guatemala (1954), luego en Brasil (1964) y diseminando posteriormente por gran parte del continente gracias al apoyo logístico, tecnológico y financiero de los Estados Unidos3: Bolivia (1964), Argentina (1966 y 1976), Chile y Uruguay (1973).

1 Brasil fue el país más favorecido por la inversión de Usaid en la región para la asistencia militar. En total, Usaid invirtió 9,637 millones de dólares entre 1952 y 1979 en ayuda militar para América Latina. Durante este mismo periodo invirtió 51 348 millones de dólares en ayuda económica bajo un modelo permisivo con las inversiones extranjeras llamado Alianza para el Progreso. Aunque hubo una lógica general de la política de Usaid, las dinámicas locales marcaron las oscilaciones de la política general.

2 En 1973, un mes antes del golpe en Chile, se había constituido la Junta Coordinadora Revolucionaria ( jcr), formada por el Movimiento de Izquierda Revolucionario (mir) chileno, el Ejército Revolucionario del Pueblo (erp) argentino, los Tupamaros de Uruguay y el Ejército de Liberación Nacional (eln) de Bolivia. América Latina fue el escenario de mayor desarrollo de la lucha de guerrillas en la historia reciente, especialmente después de la Revolución cubana. Se desarrollaron movimientos guerrilleros en los años sesenta y setenta en Perú, Guatemala, Venezuela, Colombia, Nicaragua, El Salvador, Brasil, Argentina y Uruguay. El ciclo de guerrillas iniciado en los años sesenta se desarrolló básicamente en el campo y terminó con la muerte de Ernesto Che Guevara. El segundo ciclo tuvo una vertiente rural en Guatemala, El Salvador y Nicaragua, y desembocó en la victoria de la Revolución sandinista. Y tuvo una vertiente urbana en los países del Cono Sur, que concluyó en los golpes militares.

3 Su primer componente era un sistema central de información que tenía como sede a Chile, pero que se compartía entre los diferentes países a través de un transmisor ubicado en el

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Carolina Robledo Silvestre, Ana Guglielmucci y Juan Pablo Vera Lugo

Este modelo de control militar y económico norteamericano sobre América Latina no cesó en este periodo. El Plan Colombia, iniciado en el año 2000, y la iniciativa Mérida de 2008 en México consolidan en estos países la recurrente presencia de tropas militares norteamericanas en la región y la promoción de políticas de seguridad de tolerancia cero, antiterrorismo y guerra contra las drogas. Dicho control militar sigue respondiendo a la necesidad de monopolizar económicamente los recursos y de contener las capacidades organizativas que rechazan la dominación, el colonialismo y la desigualdad.

En las últimas décadas, los intentos de profundizar las políticas neoliberales en América Latina han contribuido a la expansión de este modelo militar, en un proceso que se ha bautizado como neoliberalismo de guerra. Un tipo de práctica colonialista que tiene en el centro una política de empobrecimiento y saqueo del mundo (González Casanova, 2002).

El neoliberalismo de guerra, profundizado a partir del 11 de septiembre de 2001 (Sader et al., 2006), ha implicado la extensión de un sistema social represivo que abarca reformas limitativas de los derechos y de las libertades democráticas, al tiempo que otorga mayor poder e impunidad al accionar de las fuerzas policiales y el incremento de la violencia estatal y paraestatal. Impulsado a través de un movimiento global hacia la securitización, este proyecto de seguridad implica la criminalización de la pobreza y de la protesta social, la intensificación de las economías extractivistas y el despojo de los recursos comunes.

Ya sea localizando al enemigo en las expresiones del terrorismo, el narcotráfico o el crimen, esta ideología de la seguridad reposiciona el carácter estructural de la violencia de Estado como una cuestión global que encuentra en la privatización y la propagación de los aparatos militares —estatales y privados— uno de sus rasgos característicos (Davis, 2017, p. 29).

Los procesos de macrocriminalidad en México son una manifestación de este modelo de guerra irregular que ha costado miles de vidas, desapariciones, desplazamientos forzados y despojos colectivos en de la disputa permanente por los recursos naturales, los territorios y los cuerpos. Se trata de un sistema de guerra que reconfigura radicalmente la geografía

canal de Panamá. El segundo componente era un sistema de colaboración entre los Ejércitos en las capturas, interrogatorios y torturas. Un detenido podía ser trasladado de un país a otro, interrogado y ejecutado por militares de otros países. El tercer componente consistía en un plan de erosión de las redes sociales que sostenían a los grupos considerados subversivos. Aunque las cifras son únicamente estimativas, se calcula que la Operación Cóndor dejó por lo menos 40 000 víctimas, 30 000 de las cuales fueron solo en Argentina.

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política, social y económica de América Latina, no sin encontrar fuertes resistencias en movimientos sociales que enfrentan el proceso de concentración de la riqueza, militarización, paramilitarización y despojo sistemático. Al mismo tiempo, impone grandes retos para pensar la justicia y los procesos de transición en el presente y el futuro latinoamericano.

El paquete latinoamericano América Latina ha sido un continente pionero en la aplicación de enfoques de justicia transicional desde los años ochenta hasta la fecha. Durante este tiempo, se han establecido comisiones de la verdad, instrumentos de reparación a las víctimas y, en algunos casos, juicios para sancionar a los responsables. En la región han existido al menos diez comisiones de la verdad, un número mucho mayor de iniciativas oficiales y no oficiales de memoria y, en al menos ocho países, se han desarrollado procesos penales en contra de perpetradores de graves violaciones a los derechos humanos. Recientemente se han producido también iniciativas de justicia especial para hacer frente a la corrupción como un mal que lesiona profundamente la democracia y produce otras formas de violencia. La Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig) es un ejemplo de ello. También se han implementado medidas de justicia transicional en contextos de macrocriminalidad, como la comisión de la verdad para el caso Ayotzinapa en México, temática que es desarrollada en este libro en el capítulo de Érika Liliana López.

Todas estas iniciativas de justicia transicional promueven la responsabilidad estatal en la procuración de medidas satisfactorias para las víctimas, de modo que este se encuentra en el centro de las exigencias y de las soluciones para la transición, siendo uno de los aspectos más críticos imaginar un horizonte político más allá de sus márgenes. Además, el paradigma de la justicia transicional sostiene algunos supuestos, necesarios de señalar para dar marco a las reflexiones que continúan en esta obra. La justicia transicional asume que:

• Los conflictos suceden en un tiempo acotado y es posible diseccionar la historia para ser tratada en partes a través del derecho. De allí se desprende la idea de que hay un punto de inicio y un punto final

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Carolina Robledo Silvestre, Ana Guglielmucci y Juan Pablo Vera Lugo

de la violencia que pueden ser observados y tratados como periodos autocontenidos.

• Existen sujetos y colectividades que son víctimas y victimarios y se distancian moralmente uno del otro como entidades opuestas. Esto anima las clasificaciones morales y un tipo de esencialismo binario para entender cómo ocurre y cómo se repara la violencia.

• El daño es reparable y el conflicto superable, por lo que la justicia transicional implica que es posible hacer una clausura de los procesos de sufrimiento social.

• La justicia transicional se propone regresar al estado anterior al daño causado, sin considerar que ese estatus pueda ser menos deseable porque hizo posible la violencia.

• La transición no es posible si alguno de los componentes de la ‘caja de herramientas’ falla: justicia, verdad y reparación deben considerarse complementarios, asumiendo que su realización es un deseo universal.

• La justicia transicional es una promesa de futuro, que puede ocluir la continuidad de ciertas formas históricas de violencia estructurales que subyacen a sus manifestaciones más extremas.

Dada la complejidad y diversidad de trabajos que han sido desarrollados en este campo de estudios, nuestro interés radica en reunir algunas aproximaciones críticas sobre el devenir de esta ola de justicia transicional en Latinoamérica, privilegiando los trabajos basados en la inmersión y la cercanía con la experiencia propia de las comunidades.

Este interés se manifiesta en un ejercicio de mirarnos al espejo y explorar cuáles han sido las secuelas de los procesos de justicia transicional, más allá de los límites del derecho, para reconocer los cambios producidos en los lenguajes, las prácticas, los sentidos, las emociones, las estrategias y los recursos que han circulado en torno a procesos tan heterogéneos y sinuosos.

Este ejercicio se formula desde un contexto de nuevas conflictividades, marcado por la precarización de las condiciones de vida, la lucha por los derechos colectivos e individuales, la represión de las disidencias, la defensa del territorio, nuevas olas de desaparición forzada y asesinatos selectivos y la consolidación de un proyecto de militarización en gran

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parte de nuestra región. Ante este panorama que lesiona profundamente el bienestar de quienes habitamos América Latina, nos preguntamos por las herencias de la justicia transicional, sus promesas pedagógicas de no repetición y abrimos la pregunta sobre otras alternativas para pensar futuros posibles más justos y menos violentos.

Las y los autores que han decidido colaborar con este libro tienen una importante trayectoria de investigación en diferentes disciplinas de las ciencias sociales y el derecho; algunos se han comprometido personalmente con los procesos de justicia transicional y todos sostienen un análisis crítico basado en sus propias experiencias y un material empírico de enorme profundidad.

Algunas de las preguntas que alientan esta iniciativa y con las cuales esperamos despertar el interés de quien se acerca a este libro son: ¿está en decadencia el proyecto de justicia transicional? ¿Estamos frente al ocaso del derecho y, por lo tanto, de este sistema? ¿Qué tipos de violencia enfrentan los países postransicionales? ¿Qué justicias y qué verdades ofrecieron los mecanismos de transición? ¿Qué formas alternativas de justicia emergen desde América Latina por fuera del marco transicional? ¿Cómo cambió la ola transicional a los movimientos sociales de nuestra región? ¿Cuál ha sido el posicionamiento de la academia y cuáles los desafíos que se le presentan para pensar la justicia? En las siguientes secciones intentaremos reflexionar sobre estas preguntas a la luz de lo que nos ofrecen las contribuciones de cada capítulo y nuestras propias observaciones.

Instituciones y burocracias transicionales

La institucionalización de la justicia transicional ha tenido efectos paradójicos en Latinoamérica. Por un lado, la apropiación de las prácticas, discursos e instituciones de la justicia transicional ha permitido la movilización de reclamaciones de víctimas, grupos y organizaciones que se han politizado, y al mismo tiempo ha delineado los límites de la imaginación política por medio de su lenguaje y posibilidades. Por otro lado, las institucionalidades emergentes, si bien han permitido la apertura de discursos públicos sobre la violencia, los responsables y las víctimas, han terminado al servicio de la relegitimación del Estado y las estructuras de poder que la verdad, la justicia y la reparación esperan transformar.

La justicia transicional ha desarrollado diferentes instituciones características: las legales, como fiscalías y tribunales; las de memoria, como

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museos, archivos y memoriales; los centros de reparación administrativa (individual y colectiva); las instituciones forenses; y las instituciones para la desmovilización y la reincorporación de excombatientes. Sin embargo, rara vez la justicia transicional ha transformado o afectado las instituciones históricas del Estado. Pocas veces se han realizado purgas en instituciones militares o de policía. Excepcionalmente se han hecho reformas constitucionales que derivan en aperturas burocráticas. De manera que los principios transicionales suelen ser incorporados dentro del aparato político e institucional vigente sin grandes transformaciones estructurales.

Los discursos legales y los regímenes jurídicos de la justicia transicional han emergido como dispositivos expertos que reorganizan la experiencia de las personas y las comunidades. Estos dispositivos jurídicos se han materializado en políticas públicas y burocracias que modulan los discursos de las personas mediante la clasificación de hechos y comportamientos y de la generalización de las narrativas de violencia. Usualmente, estas instituciones necesitan de saberes expertos como el derecho, la antropología forense, la historia, la economía, la psicología social, entre otros, para el desarrollo de dispositivos de explicación, racionalización y mediación de las experiencias y relatos de dolor colectivo e individual. Estas instituciones desarrollan diferentes procedimientos y estrategias para implementar y evaluar sus mandatos, como la tipificación (tipos de hechos y patrones de victimización), la segmentación (poblacional o enfoque diferencial) o la priorización (según criterios de escasez de recursos), transformado la experiencia en un relato político, económico o cultural global.

La institucionalización de la justicia transicional así realizada selecciona, excluye, silencia y recalca ciertos legados y narrativas sobre la violencia política. La burocratización de la justicia transicional transforma las experiencias de dolor, búsqueda de justicia y politización de las personas y comunidades en itinerarios burocráticos que demandan años y crean expectativas generalmente incumplidas. Como lo demuestran algunas de las contribuciones de este libro, la justicia transicional no ha resuelto la frustración de las personas y comunidades sobre la búsqueda de justicia y democratización de las sociedades.

La observación de estos fenómenos ha sido recurrente y se asocia a los mecanismos de estatalización y financiación del humanitarismo transicional. El origen y articulación de la justicia transicional con el derecho internacional, el derecho internacional humanitario y los organismos multilaterales de cooperación estructuran en gran medida la dimensión política, moral y económica de la ideología transicional, caracterizándose por

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la articulación entre burocracias públicas y privadas de carácter nacional e internacional. Estas articulaciones institucionales promueven economías morales que transforman valores culturales y humanitarios (Vera, 2017).

Como se ha señalado en otras partes, lo que importa para la burocracia humanitaria no es enmarcar una narrativa articulada sobre la victimización que claramente tiene implicaciones políticas, ni abordar las demandas y necesidades de las víctimas, sino que son maquinarias que refuerzan el poder del Estado (Ferguson, 1990) mediante la administración del dolor de los pobres (Gupta, 2012) y de las víctimas (Fassin, 2012).

De esta manera, actores internacionales y agencias de cooperación movilizan discursos, técnicas y dispositivos socioculturales que enmarcan concepciones morales y económicas sobre la ayuda, la solidaridad y la justicia. Las nociones de verdad y reparación se enmarcan en principios morales de solidaridad y empatía que, como señala Fassin (2012), reproducen las relaciones de desigualdad. El humanitarismo, así visto, fundamentado en la solidaridad, se constituye en la economía moral del liberalismo tardío. No es la lucha contra la desigualdad y la inequidad lo que caracteriza a la moral humanitaria, sino su perspectiva filantrópica, de empatía y asistencialismo (Fassin, 2012; Meister, 2012).

En tanto la justicia transicional no aborde las causas estructurales de las violencias, este sistema seguirá operando como un dispositivo legal y simbólico de legitimación del Estado y las fuerzas que lo hacen posible. Estos atributos se articulan con la economía política de la justicia transicional. Los fondos de cooperación internacional, las agencias de cooperación y las instituciones públicas direccionan fondos a las necesidades y paradigmas de desarrollo y fortalecimiento institucional, designadas de antemano por los financiadores y las agencias. Muchas de las veces estos esfuerzos se quedan estancados en élites técnicas y políticas, sin atender las necesidades de la población y resolver los objetivos de democratización y justicia.

Esto no quiere decir que no sean procesos contenciosos, de disputa política e interinstitucional. En casos como Guatemala, Colombia, Chile y Argentina, permanecen vigentes grandes disputas por la memoria histórica y la verdad judicial, como ha sido ampliamente documentado. Las luchas por reabrir casos, por pasar la página o por hacer purgas institucionales son actualizadas en el marco de disputas políticas y de memoria que no han logrado cierres o consensos, incluso cuando han pasado varias décadas.

Por otra parte, dentro de las mismas instituciones, transnacionales o no, se encuentran resistencias y luchas por reconfigurar las relaciones sociales asimétricas instauradas, o por empoderar a las poblaciones

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mediante la apropiación de las narrativas y prácticas transicionales emergentes. También se encuentran funcionarios, provenientes por lo general de organizaciones sociales u organizaciones no gubernamentales, que han buscado un lugar estratégico en las instituciones para promover las políticas transicionales hacia arriba, es decir, hacia los tomadores de decisión; así como impulsar los procesos hacia abajo, movilizando recursos y estrategias participativas con comunidades.

Todo esto, sin embargo, plantea fuerzas dinámicas, en contención y en movimiento. Como el discurso y la práctica de los derechos humanos, la justicia transicional proporcionó en su momento una novedosa perspectiva sobre la justicia, que sacrificaba una perspectiva penal internacional de derechos humanos, del derecho penal internacional, el derecho internacional humanitario y el derecho penal local, por formas de justicia alternativa y restauradora que, fundamentada en la verdad, la legitimación de la experiencia de las víctimas y el reconocimiento, buscaba balancear los obstáculos y demoras de los sistemas de justicia nacionales.

Esta perspectiva de justicia ha sido central para muchas organizaciones que, sin renunciar a la justicia retributiva, han articulado sus demandas, no solo como causas personales, sino como potentes reclamaciones de la sociedad. Por otra parte, las reparaciones administrativas, poco estudiadas en su impacto sociopolítico y reparador, han hecho más sentido como política del reconocimiento que como antídoto a la deshumanización de la violencia y su justificación.

Las luchas que han emergido en el marco de las instituciones públicas, la emergencia de diálogos novedosos entre fuerzas armadas, élites políticas nacionales y locales, organizaciones de derechos humanos, empresarios, y víctimas de diferentes perpetradores son muestra de la fuerza discursiva, legal y política que distintas experiencias de implementación de paquetes de justicia transicional han traído a varios países de Latinoamérica.

Sin embargo, ahora nos queda claro que la justicia transicional no es y no será el camino para la transformación política e institucional frente a conflictos vigentes y futuros en nuestra región. Hoy sabemos que no es posible atribuirle a la justicia transicional la transformación de relaciones estructurales de poder, ni de transformar la cultura política de diferentes contextos nacionales. El problema resulta ser que en muchos contextos nacionales ha terminado siendo funcional a los poderes económicos y políticos dominantes y preexistentes o se ha convertido en la única alternativa política para lidiar con el reclamo de derechos frente a violencias masivas.

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Los repertorios de apropiación, innovación y resistencia de los discursos y prácticas de la justicia transicional por parte de comunidades y organizaciones han sido bastante documentados. Como se muestra en este libro, no es necesario ahondar en las discusiones conceptuales y paradigmáticas de la justicia transicional para el desarrollo de ideas propias de justicia, memoria y reparación. Los movimientos por los derechos humanos son de vieja data en Latinoamérica y muestran su engranaje con las luchas por la ciudadanía y la participación en la conformación del Estado-nación.

En este sentido, la justicia transicional es un legado de experiencias situadas en las catástrofes causadas por estados autoritarios a mediados del siglo xx y de campañas internacionales por la modernización de los países contra la amenaza de otros modelos de estatalización extrema. Sin embargo, la justicia transicional no logra reconocer el legado colonial del que se deriva (Viaene, 2013), que es el mismo que promueve la dependencia financiera y los modelos económicos extractivistas que reparan en élites políticas y económicas fundamentadas en tradiciones autoritarias e instituciones débiles que garantizan la precarización de la vida y los derechos.

¿Qué le ha dejado la justicia transicional a Latinoamérica?

La identificación de claroscuros en la implementación de procesos de justicia transicional en Latinoamérica pone en evidencia las disputas existentes en torno a sus potencialidades y limitaciones, y los sentidos políticos que le imprimen diversos actores, sectores sociales y agencias. En algunos casos y momentos, el diseño e implementación de este tipo de medidas se da desde arriba, desconociendo muchas veces las perspectivas y necesidades de las personas y grupos directamente afectados. En otros casos, ellas pueden construirse y aplicarse de tal manera que las instituciones estatales busquen consensuar el contenido y extensión de tales medidas o, al menos, que las víctimas participen de su definición y alcance (Saffon y Tacha, 2019).

Esto se observa, por ejemplo, a través de las políticas de reparación, individuales o colectivas, que suelen ser negociadas y renegociadas entre los propios sujetos y comunidades, estableciendo quiénes y con base en qué criterios deben ser resarcidos por el Estado. En especial, se trata de identificar cuáles son los daños que deben ser reparados y quiénes son los sujetos o grupos que los han padecido y deben ser compensados de algún modo, ya sea persiguiendo un fin político para recomponer el lazo o cohesión social,

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o como una forma de hacer justicia y restituir la confianza en alguna clase de poder soberano.

Lo cierto es que, a pesar de los múltiples planes de reparación material y simbólica, que incluyen medidas de restitución, compensación, rehabilitación, satisfacción y garantías de no repetición, difícilmente se puede hablar de experiencias percibidas como exitosas por las propias personas reparadas, o, como políticas verdaderamente transformadoras de las relaciones de poder y de la situación de vulnerabilidad de muchos de los sujetos y colectivos victimizados (Moffet, 2017). Al rastrear la aplicación concreta de medidas de justicia transicional en distintos países y contextos sociopolíticos, vemos cómo estos planes de reparación individuales y colectivos siguen siendo aún hoy debatidos o incluso confrontados.

En Argentina, las políticas de reparación administrativa implementadas durante la década de 1990 hacia las personas afectadas de manera directa durante el terrorismo de Estado han sido duramente criticadas por sus beneficiarios por el carácter individualizante y por ser pagadas con bonos del Estado tomados con deuda pública. Esto fue comprendido por numerosos activistas políticos y de derechos humanos como un factor que fomentó la despolitización de las víctimas en un momento de pleno auge de medidas económicas neoliberales y que pervirtió el carácter político de la transición, profundizando la dependencia a través del endeudamiento externo y las desigualdades sociales, que justamente impulsaron los enfrentamientos entre diversos sectores de la sociedad en las décadas de 1960 y 1970 en este país (Guglielmucci, 2015).

A partir de estudios de largo aliento, es posible advertir cómo la justicia transicional se ha adaptado de los procesos sistémicos estatales y de sus políticas públicas, que en general han culminado en las mismas promesas tradicionales de una política de intervención primordialmente asistencialista (Vera, 2017). Esto a pesar de que, de forma paradójica, se siga afirmando que el paradigma de la transicionalidad supone una transformación del Estado y una democratización de sus prácticas e instituciones.

En el caso de Colombia, por ejemplo, es notoria la manera en que las políticas de reparación administrativa implementadas por la Unidad de Atención y Reparación Integral a las Víctimas, creada a partir de la llamada Ley de Víctimas y Restitución de Tierras (Ley 1448 de 2011), parecen haber generado nuevas desigualdades entre personas y comunidades antes mucho más próximas, debido al reconocimiento estatal diferencial de ciertos sujetos o colectivos en cuanto ‘víctimas’ o, en tanto ‘casos emblemáticos de victimización’ durante el conflicto armado. La promoción de la

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identificación de los sujetos afectados como víctimas, según la particularidad de cada hecho victimizante, parece haber fomentado también la fragmentación de colectivos y movimientos sociales fundados de manera previa en otro tipo de identidades —como la de desplazado forzado— (Lemaitre, 2014), y haber propiciado prácticas clientelares y formas de cooptación política por parte de autoridades y burocracias locales.

La delgada línea entre continuidad y transformación política en las prácticas institucionales es evidente también cuando observamos la tensión entre verdad y justicia como marcos interpretativos sobre el pasado y el valor dado a la memoria en estos procesos transicionales. En especial, si prestamos atención a las maneras en que la apelación a la memoria, la verdad, la justicia, o incluso a la reconciliación y la paz, han impactado a las culturas políticas y legales en diferentes países (Castillejo, 2017).

En algunos de los Estado-nación que experimentaron dictaduras militares, como Argentina y Chile, los reclamos de verdad, justicia y memoria han impulsado procesos de revisión de la institucionalidad pública, altamente desvalorizada por la injerencia previa de sus agencias y agentes en diferentes formas de violencia autoritaria. Esto, a grandes rasgos, ha promovido la relegitimación de las instituciones estatales durante regímenes de gobierno constitucionales pos transición, sobre todo a través de demandas de justicia retributiva.

En otros países, como en México o Colombia, donde las graves violaciones a los derechos humanos han acontecido en “democracia”, la demanda de verdad suele ser priorizada frente a la de justicia, debido a la persistente falta de credibilidad en las autoridades políticas y judiciales, y al limitado e inequitativo acceso a los procesos del sistema judicial ordinario. Sin embargo, es aquí justamente donde los aparatos de justicia son sometidos a un profundo y rico cuestionamiento en torno a sus sentidos históricos, éticos y políticos. Y donde se debate de forma abierta cómo deslindar y asignar responsabilidades no solo con una finalidad punitiva, sino más bien restitutiva o incluso transformadora, en un contexto de violencia sistemática que aún continúa.

La articulación de demandas por parte de personas o colectivos directamente afectados por procesos de violencia masiva son cambiantes e interdependientes respecto a las estructuras de poder y las percepciones que ellas engendran en diferentes sociedades y momentos históricos. Es a partir de estas formas de articulación como se van delineando ciertos paradigmas culturales, políticos y legales dominantes para tramitar pasados y presentes de violencia. Ello se manifiesta en las modalidades heterogéneas que

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adquieren los procesos de justicia transicional, así como en la propia efectividad de las medidas implementadas según cada contexto sociopolítico.

Por supuesto, cabe aclarar que los procesos transnacionales no son homogéneos ni siquiera respecto a los propios Estado-nación pues, en primer lugar, no se pueden desconocer los cambios en las medidas implementadas en un mismo país a lo largo de diferentes gobiernos. Tampoco se pueden ignorar las relaciones de desigualdad y exclusión entre sujetos y poblaciones que han marcado la propia configuración histórica de cada uno de los países latinoamericanos. Respecto a esto último, cabe destacar que muchas de estas relaciones de marginalización e inequidad han persistido e, incluso, se han agudizado tras varias décadas de modelos económicopolíticos de corte neoliberal que han desmontado los mecanismos y valores de un anhelado estado de bienestar generalizado.

El impacto de las medidas de justicia transicional difiere, por lo tanto, según el estatus social y económico-político de sectores sociales y grupos étnicos y las formas de negociación de los conflictos y los acuerdos establecidos. Esto ha sido destacado a partir del caso guatemalteco, donde los pueblos indígenas fueron afectados de forma diferencial por el gobierno militar y la represión a través de numerosas masacres, lo que a posteriori se refleja en las políticas reparatorias y las memorias públicas particulares sobre estos mismos hechos.

Este asunto también es analizado en el capítulo de Dolores Figueroa Romero y Miguel González Pérez en este libro, en el que los autores analizan cómo la violencia política acontecida en la costa atlántica nicaragüense contra la población indígena y afrodescendiente exigió el desarrollo de formas expresas de negociación y reparación política que incluyeron el reconocimiento constitucional de los derechos colectivos de los pueblos indígenas y comunidades étnicas, así como mecanismos expresos de representación política.

Durante procesos transicionales es común que se promuevan espacios o situaciones para reflexionar sobre las causas de fenómenos de violencia masiva que han impactado en amplios sectores poblacionales. Es en estos contextos en los que, a contravía, también pueden emerger discursos revisionistas de la memoria que impulsan diversas formas de negacionismo en torno a la veracidad de algunos hechos, o que alegan que el olvido y la amnistía son las únicas medidas posibles para garantizar la paz social. Estos discursos, por un lado, tienden a opacar todo tipo de actividad crítica respecto al pasado desde el presente en pro de defender la estabilidad del statu quo. Y, a su vez, suelen desalentar la imaginación política crítica a futuro,

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desactivando todo tipo de pensamiento utópico que aliente un cambio social y la transformación de las estructuras de poder (Guglielmucci 2017).

En Colombia, el actual debate sobre el museo de la memoria del conflicto armado parece girar en torno a este punto, ya que desde su dirección se trata de censurar aquellas narrativas o imágenes que exponen debates y disputas políticas acerca de diversos proyectos de país a lo largo de los siglos xx y xxi. En cambio, en la Argentina uno de los focos de debate reciente se ha dado sobre la cifra de personas desaparecidas, expuesta en la consigna del movimiento de derechos humanos: “30 000 compañeros detenidos-desaparecidos. ¡Presentes!”. Esta cifra fue cuestionada por algunos gobernantes y servidores públicos del Gobierno del expresidente Mauricio Macri (2015-2019), descalificando así a dichos activistas y desconociendo la propia dinámica secreta del terrorismo de Estado y la desaparición forzada de miles de personas cuyo destino final nunca fue revelado por los perpetradores.

En relación con los procesos de memoria durante y después de procesos de justicia transicional, otra cuestión señalada por diversos analistas como un legado problemático ha sido la fijación del trabajo de recuerdo público en ciertas formas de violencia delimitadas como hechos del pasado (Bevernage, 2012) o declaradas inconmensurables respecto a otras posibles manifestaciones presentes o futuras (Todorov, 2000). Uno de los riesgos frente a este tipo de aproximación a fenómenos de violencia masiva es que ello puede tender a obliterar la visibilización de posibles continuidades e incluso minimizar otras situaciones de violencia más actuales. Ya sea, por ejemplo, a través del reciclaje de dispositivos militares de represión y control, o de la aplicación de lógicas disciplinantes como la criminalización, desacreditación y persecución de defensores de derechos humanos, medioambientales y de los sectores excluidos de la economía de mercado, situación que se repite en la mayoría de los países de la región.

Esto último se puede observar claramente en el caso colombiano, donde el asesinato de líderes sociales es una situación que se ha acrecentado luego del proceso de paz firmado entre el Gobierno nacional y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (farc) en 2016. Y, donde las ejecuciones extrajudiciales de personas con uniformes de guerrilleros apócrifos (casos conocidos como ‘falsos positivos’) continúan siendo efectuadas por parte de miembros de las fuerzas militares en vinculación con grupos armados irregulares y estructuras criminales privadas.

Este tipo de situaciones que se presentan como aisladas, en un principio, pero que luego se van hilvanando por el accionar de quienes buscan a

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los desaparecidos, recogen los cadáveres y al mismo tiempo batallan contra la impunidad por estos crímenes, nos impulsan a reflexionar, como lo hace Laura Langa Martínez en su capítulo “Caminos de impunidad. Dignidad y desesperanza ante los mal llamados ‘falsos positivos’ del Estado colombiano”. En otras palabras, sobre el sentido de irrealidad, desazón y liminalidad que estas situaciones producen y cómo ello repercute en las personas en contextos donde el discurso de la democracia y la paz no logran realizarse como hechos efectivos en la vida cotidiana.

Otro punto importante sobre los procesos transicionales es que las demandas realizadas hacia el Estado después de periodos de guerra o conflicto interno pueden encontrar serias dificultades y limitaciones debido a los hábitos y valores autoritarios que aún persisten tanto a nivel institucional como social, pero también en las propias doctrinas de seguridad a nivel nacional e internacional. Algunos de estos desafíos se desprenden del hecho de que las estructuras militares, así como otras instituciones estatales, se han mantenido permeadas en muchos casos por la lógica represiva o contrainsurgente. Es más, en ocasiones lo que se ha observado con posterioridad al desmonte de gobiernos militares dictatoriales —como el argentino o el chileno— es la sumisión del Ejército al poder civil constitucional y su orientación exclusiva a la defensa exterior, al mismo tiempo que se promueven políticas de seguridad interna que suponen la militarización de las fuerzas policiales o la gendarmería. El capítulo de Ximena Antillón y Ángel Ruíz en este libro nos permite ver cómo en México se produce un tipo de reciclaje de prácticas represivas por parte de los aparatos militares, extendidas a las fuerzas policiacas y las redes de macrocriminalidad en el marco de la llamada guerra contra las drogas.

Así, aunque nuevos discursos políticos y normas establecen ciertas promesas transformadoras desde arriba, las prácticas y los valores signados por procesos violentos y amenazantes pueden pervivir incluso a través de ciertas rutinas o de nuevas transformaciones institucionales. Es más, el discurso de paz y protección de la vida puede ser utilizado en algunos contextos o situaciones para promover medidas represivas y retroceder en el campo de la justicia, como ocurre cuando se apela a la amenaza del terrorismo o la insurgencia para limitar la actividad política, o vulnerar la libertad y seguridad individuales durante regímenes constitucionales, como ha sucedido en México en la guerra contra el narcotráfico o en Colombia contra el “narcoterrorismo”.

En el marco de procesos transicionales que han implicado la adopción de medidas disímiles orientadas a reparar a las personas victimizadas

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durante conflictos internos o guerras, se puede observar también que aún persisten situaciones que dificultan las garantías de seguridad de las víctimas y los testigos. Un caso paradigmático ocurrió en Argentina en 2006 cuando un sobreviviente de uno de los cientos de centros clandestinos de detención tortura y exterminio (Jorge Julio López) fue nuevamente desaparecido luego de declarar contra un exmiembro de la fuerza policial involucrado en delitos de lesa humanidad durante la última dictadura militar.

A grandes rasgos, podemos afirmar que los procesos de justicia transicional y las políticas implementadas en América Latina en torno a la reparación de las víctimas, las comisiones de la verdad y las medidas ordinarias o extraordinarias de justicia han cultivado una noción liberal de ciudadanía que ve en el Estado no tanto a un ejecutor de justicia social sino más bien a un árbitro de disputas legales y defensor de los derechos individuales (Grandin, 2005, p. 47). En este sentido, quizá uno de los grandes desafíos todavía no abordado de manera suficiente consista en recuperar y reformular viejas y nuevas utopías o proyectos comunitarios y autonómicos.

La lucha por la imaginación democrática

Si algo sostiene el horizonte de futuro para pensar América Latina frente a la pregunta por la justicia, son las luchas por la vida y la dignidad que expresan la reserva moral de nuestras sociedades. Aunque el daño que han causado guerras y conflictos a miles de comunidades y sujetos es irreparable, su capacidad de respuesta ha sido igual de potente, como se evidencia en varios de los capítulos de este libro.

Muchas de las acciones de las comunidades que han sufrido crímenes atroces han propiciado la deconstrucción de los discursos psicologizantes que les sitúan en la posición de víctimas, para construirse como sujetos políticos dueños de su propia historia. Con ello han desafiado la “sensibilidad legal” (Geertz, 1994), que pone en el centro al daño, hipervisibilizando a los sujetos de dolor a través de su testimonio de la violencia sufrida y el trauma (Crosby y Lykes, 2019, p. 8) y ocluyendo no solo otras violencias, sino también la persistencia de la lucha y la agencia de los sujetos y comunidades.

La emergencia y proliferación de la figura de la víctima en la vida política de las sociedades contemporáneas se relaciona estrechamente con el ejercicio de la justicia transicional y el humanitarismo internacional. Desde que Jaen Michel Chaumont (1997) escribió La concurrence des victimes.

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Génocides, identité, reconnaissance y después de la publicación de La raison humaniraire de Didier Fassin (2012), se sucede una atención global a la concurrencia de las víctimas en la escena pública. Esta categoría termina por convertirse en una subjetividad política dominante en algunos contextos y moviliza la posición del dolor, la vulnerabilidad y la necesidad de protección reclamando desde allí la condición de ciudadanía4.

Sin embargo, este papel de víctima doliente es resignificado en contextos y situaciones concretas y a partir de genealogías políticas propias de las comunidades y organizaciones en torno al reclamo de derechos. Las mujeres mayas de Guatemala, por ejemplo, al incomodarse con el lugar de “mujer violada” producido desde un régimen de poder colonial y patriarcal expresado en el campo de la justicia transicional, han encontrado muchas otras formas de hablar de su experiencia, posicionándose de tal manera que la noción de víctima no borre sus historias de agencia de larga data que preceden y sobreviven a la experiencia del daño. Alison Crosby y M. Brinton Lykes (2019) argumentan que hay diversas maneras en que los discursos transicionales son vernaculizados por las víctimas y los intermediarios que acompañan sus demandas. Pese a la cantidad de experiencias de procesos de justicia transicional de las dos décadas anteriores, las “lecciones aprendidas” y las “buenas prácticas”, estos procesos expresan que la tensión entre los sobrevivientes, los perpetradores, los espectadores y el Estado en torno a la gestión del pasado violento está acotada por los contextos.

Cuando se trata de pensar y construir las justicias, hay una multiplicidad de actores que construyen significados y posibilidades transformativas, a través de la negociación de realidades y expectativas del orden local, regional, nacional y global. Así lo demuestra el capítulo de Giulia Marchese y María Paula Saffon, quienes desempacan el discurso de la justicia transicional para pensar el sentido que adquiere el daño y la reparación desde coordenadas locales específicas, en un contexto de ‘no conflicto’ como el que vive México hace años, pero que implica un estado de acecho constante para la vida de las mujeres que buscan a sus hijos desaparecidos.

El papel de las organizaciones y movimientos de víctimas en la construcción de narrativas sobre el pasado ha sido crucial para la reconfiguración de entramados sociales rotos por el conflicto, la violencia, la migración y el desplazamiento. Muchas de estas experiencias, como las tejedoras de la memoria en Bogotá o la capilla de la memoria de Fundescodes en

Para revisar una genealogía de este concepto y sus manifestaciones globales y locales se recomienda la lectura de Un mundo de víctimas editado por Gabriel Gatti (2017).

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Buenaventura, son prácticas de resiliencia colectiva que se nutren de las redes internacionales de derechos humanos e iniciativas de la iglesia social. Numerosas de estas iniciativas constituyen ejemplos para las organizaciones de cooperación internacional y las burocracias humanitarias que reconfiguran su comprensión sobre la experiencia social y sobre la incidencia local. A su vez, los paradigmas de política pública humanitaria y transicional también se transforman y renuevan impulsando procesos de cambio en las agendas y alterando las perspectivas políticas y organizacionales de los colectivos, grupos y asociaciones.

Algunas organizaciones han tenido un alcance regional y global. Sin duda, uno de los movimientos más notorios en Latinoamérica y el mundo lo han constituido las Madres de la Plaza de Mayo, y organizaciones de hijos e hijas de detenidos y desaparecidos. El movimiento de los derechos humanos se disemina y vernaculariza en América Latina desde las décadas de 1970 y 1980, en el contexto de los golpes de estado en el Cono Sur y la continuación de las insurgencias en el continente. Los movimientos indígenas también han articulado luchas regionales alrededor de los derechos y la memorialización de su exclusión, incluso desde periodos previos. No obstante, en otros contextos como el colombiano, la actuación de organizaciones se ejerce dentro de las grietas del Estado, movilizando derechos y nociones de justicia, ya configurándose en su mayor parte constelaciones aisladas dentro de las culturas políticas nacionales. Si bien estas movilizaciones se dan dentro de la arena política por periodos, en general ellos se oscurecen bajo otras narrativas y representaciones del poder del Estado asociadas a las crisis políticas y económicas, a la seguridad, y a las crisis sociales y ambientales que determinan buena parte de sus funciones en el mundo contemporáneo. La diversidad en las manifestaciones de inestabilidad política, de contención ideológica y partidista, contrasta con consensos en modelos económicos de política global y la importación de instituciones legales como cortes, fiscalías y entidades técnico-forenses. Paradójicamente, los desarrollos jurídicos colombianos en temas constitucionales, justicia transicional y de política pública en temas de víctimas, restitución de tierras, jurisdicciones especiales de justicia, metodologías forenses, etc., son reconocidos globalmente en otras culturas jurídicas como progresistas e innovadores.

La articulación de nuevos modelos de justicia con instituciones políticas nacionales ha tenido grandes efectos en la manera como las aspiraciones de verdad, justicia y reparación se manifiestan. En Colombia, por ejemplo, se hizo un tránsito de la politización de la esfera pública a la

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judicialización con la ley de Justicia y Paz de 2005, y luego un salto a las aspiraciones de las reparaciones administrativas, impactando a las organizaciones de víctimas. Por otro lado, los esquemas de justicia han desarrollado sus propios paradigmas penales transitando de teorías del derecho penal individual a perspectivas sobre la sistematicidad, la macrocriminalidad y máximos responsables. Por otra parte, las comisiones de la verdad se han hiperespecializado dejando de lado la participación de las víctimas, las comunidades y la sociedad.

Este divorcio institucional le ha planteado nuevos retos a las personas y comunidades en contextos urbanos y regionales, quienes siguen movilizando luchas y necesidades locales, tramitando y negociado con el Estado y actores armados las expectativas de bienestar comunitario, la protección del medio ambiente y la garantía de sus derechos; siendo muchas veces victimizados, como los líderes y lideresas sociales en Colombia, o los protectores y protectoras del medio ambiente en Honduras y Guatemala. Sin embargo, estos repertorios de liderazgo social siguen vivos y se renuevan constantemente.

Las organizaciones de víctimas en su exigencia por la justicia han ocupado gran parte del interés de los estudios sobre justicia transicional, sin embargo, las iniciativas reaccionarias han ocupado menos la atención, pero no por ello son irrelevantes. Como lo demuestra Maira Ixchel Benítez en el primer capítulo de este libro, existe una gran capacidad organizativa de las élites militares, empresariales y políticas para hacer frente a las conquistas de derechos y enfrentar los avances contra la impunidad en el marco del conflicto de Guatemala. Este tipo de organización social, que se repite en otros países latinoamericanos, se sostiene en el respaldo de extensos sectores de la población animados por la propaganda y la producción social del miedo. Los contramovimientos han sabido organizarse de manera sistemática para sostener el negacionismo y retroceder en las conquistas jurídicas a partir de una revisión constante de las narrativas sobre el pasado. Al respecto, el capítulo de Ana Guglielmucci demuestra cómo las batallas por la memoria producen tensiones sociales de largo alcance en torno a la construcción de la verdad por fuera del campo jurídico, advirtiéndonos sobre el carácter contingente y conflictivo de la memoria y la capacidad de las élites para construir narrativas favorables a sus intereses y a la impunidad.

Estos movimientos negacionistas que confrontan la conquista de los movimientos por la justicia tienen un correlato social importante. El papel que cumplen las sociedades en los procesos de justicia transicional es

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bastante desconocido, dado que la mayor parte de la producción intelectual y de incidencia se ha concentrado en las comunidades y sujetos víctimas y victimarios, así como en el papel de los estados.

En su libro Los amnésicos, Geraldine Schwarz (2019) nos señala la necesidad de mirar hacia las masas que actúan como testigos o espectadores del sufrimiento ajeno, asumiendo la mayor parte del tiempo una actitud pasiva e incluso complaciente. Los llamados ‘Mitläufer’, aquellos que, como la mayoría de los alemanes, “se dejaron llevar por la corriente” frente a las atrocidades cometidas en la Segunda Guerra Mundial, deben verse también como un componente esencial de la producción de la guerra y de las violencias que se sostienen antes y después de los crímenes más visibles. Las lecciones aprendidas en América Latina en torno a los procesos de justicia transicional nos invitan también a pensar la transformación más allá de los límites del derecho y de las subjetividades que este impone, para promover escenarios que alcancen a la sociedad en su conjunto. Vemos cómo, por ejemplo, en el caso de México, las madres que buscan a sus hijos entre las fosas clandestinas del norte de Sinaloa son señaladas socialmente como sospechosas o locas por una sociedad que permanece indiferente y con miedo, tal como es descrito en el capítulo de Marchese y Saffon en este libro.

También es importante mencionar que las políticas de justicia transicional se promueven en un contexto latinoamericano y global de giro hacia el Estado penal, punitivista y criminalizante, lo que implica una profunda incongruencia histórica. Este Estado penal es animado por gobiernos, fuerzas policiales y militares y la industria de las tecnologías de la vigilancia, que han ejercido mayor control sobre los sectores marginados y pobres (Wacquant, 2000). En este contexto, las políticas de seguridad encuentran gran favorabilidad por sus procesos de estigmatización y control de acuerdo con la nacionalidad, condición étnica o sexual de los sujetos, teniendo como justificación la protección de la nación (López-Guzmán, 2020).

Una de las teorías más relevantes para posicionar el Estado penal es la llamada “ventana rota”, que sostiene que si se lucha contra los pequeños desórdenes cotidianos se logra hacer retroceder las grandes patologías criminales (López-Guzmán, 2020). Así se busca calmar el temor de las clases medias y altas a través de la multiplicación de políticas de securitización. A modo de ejemplo, en 1998, el presidente de México lanza una cruzada nacional contra el crimen, su objetivo era imitar programas como la tolerancia cero en Nueva York. En septiembre del mismo año, el ministro de Seguridad y Justicia de Buenos Aires también busca aplicar la doctrina

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de la tolerancia cero. En enero de 1999, el nuevo gobernador del estado de Brasilia anuncia la aplicación de la tolerancia cero, y así sucesivamente en otros países y ciudades como Francia, Italia, Nueva Zelanda, Inglaterra, Austria, Ciudad del Cabo, Toronto (López-Guzmán, 2020).

Es por esta y otras razones que imaginar los horizontes de justicia para América Latina implica no solo a las víctimas de las graves violaciones a los derechos humanos, sino también a la sociedad en su conjunto, e implica un proceso sinuoso de profundas tensiones acompasadas por intereses históricos que promueven el statu quo y la negación, al tiempo que instalan nuevos procesos de exclusión. América Latina posee una gran reserva de imaginación organizativa en torno a la exigencia de derechos y a la protección de la vida, que se ha mantenido firme a pesar del asecho constante de los poderes que buscan castigar la disidencia. Este legado de lucha es el principal motor para emprender un proyecto de imaginación política en torno a la democracia en nuestra región.

Desde dónde se escribe este libro

Para terminar esta introducción quisiéramos ubicar a quien lee en las coordenadas epistémicas que guían esta obra. Posicionarnos como académicas y académicos frente a los procesos de justicia que se gestan en nuestros países nos ha llevado a producir una crítica intelectual y activista que pone en el centro el sentido que las personas les damos y las condiciones en que las comunidades viven los intentos de transición, distanciándonos de sus componentes normativos e ideológicos. Este es el espíritu del presente libro y el principio de nuestra colaboración académica transnacional.

Para pensar las transiciones y la justicia se requiere una academia que desarrolle un posicionamiento ético y político que evite reproducir las violencias que se observan, considerando, como dice Boaventura de Sousa (2006), que no es posible pensar ningún tipo de justicia si no hay una justicia epistémica. Es decir, no nos podemos plantear un horizonte justo si no reconocemos el valor de diversos saberes que han sido clasificados como menores por la ciencia occidental y descartados por los marcos globales que imponen categorías para pensar e imaginar el futuro.

Este posicionamiento implica también la necesidad de ubicarnos frente a las realidades que pretendemos estudiar, tomando decisiones reflexivas sobre cómo, con quiénes y en qué condiciones producimos conocimiento en el marco de experiencias de sufrimiento que ponen al límite la vida y la

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dignidad de las personas. Muchas consideraciones éticas deben tomarse en cuenta para producir conocimiento en estas circunstancias que nos ponen generalmente en una posición de poder y de posible instrumentalización del dolor ajeno. La curiosidad científica no puede estar por encima de la dignidad de los sujetos y las comunidades en ningún caso.

En esta agenda de estudios sobre la justicia transicional en América Latina consideramos fundamental que las ciencias sociales sirvan para esclarecer los mecanismos de poder que se establecen en el campo de la justicia, pero también en el campo de la producción de conocimiento científico y experto en torno a estos procesos. Es importante también hacer visibles las estructuras de violencia y desigualdad que persisten a pesar de los intentos transicionales. No es posible hablar de transición, de paz o de justicia como proyectos terminados si estas estructuras que van a contracorriente de las reglas formales democráticas se perpetúan.

Para lograr estos objetivos buscamos comprender los procesos posconflicto y de justicia en los propios términos de los afectados, profundizar en temas sensibles para las comunidades e ir más allá de las opiniones blanco-negro que imponen los marcos normativos. Apostamos a un posicionamiento epistémico que permita rastrear ideas y prácticas que están circulando por los márgenes y promueva la mirada multiescalar y multisituada (Marcus, 1995), para desde allí comprender otros sentidos sobre el daño, la justicia, la reparación y la transformación que desafían las nociones occidentales del campo legal (Viaene, 2013) ayudándonos a pensar el “derecho como proceso” y como producto social, y no como verdad (Griffits, 2005, pp. 113-114).

De este modo, las nociones de justicia, las experiencias de restauración y resiliencia que escapan a los contornos normativos pueden enriquecer o resistir los modelos universales que imponen la pretendida universalidad de la transición. Este posicionamiento sitúa la perspectiva y el potencial emancipador de aquello se ocluye en las categorías estandarizadas y promueve el reconocimiento de la diferencia como la mayor riqueza para imaginar el futuro común. En especial, apostamos a los métodos científicos que se acercan a la experiencia misma de los sujetos, como la etnografía, que como plantea el último capítulo de esta obra, proporciona instrumentos para el desarrollo de una política de la transicionalidad que se fundamenta en el experimentalismo social y democrático. Esta etnografía del experimentalismo democrático puede ser una estrategia que permita profundizar las luchas locales para la ampliación de la participación política y el reconocimiento de la memoria democrática.

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Pero nuestro posicionamiento también es interdisciplinario, pues reconocemos la necesidad de saberes diversos para producir conocimiento relevante desde el derecho, la psicología, la sociología, la antropología, la ciencia política y el activismo, en el ánimo de comprender lo que nos ha pasado e imaginar posibles futuros para la región. La justicia no es un campo exclusivo del derecho y la transformación social requiere de una apuesta colectiva que nos permita ampliar los límites de la imaginación política.

Este libro es una invitación a seguir reflexionando de manera colectiva, a partir del conocimiento de múltiples experiencias y desafíos inherentes a la aplicación del modelo transicional en diversos países de América Latina, y una compilación que abre múltiples ventanas para asomarse a lo que la justicia transicional nos ha dejado en estas últimas décadas. También busca constituir una pausa reflexiva sobre el lugar de la justicia transicional y la necesidad de desarrollar teorías y prácticas situadas sobre la democratización, que trascienden los cánones legales y políticos liberales, que hagan cuentas con el discurso de los derechos (tan necesarios por demás, y que han sido centrales en las luchas contemporáneas, pero que han dado muestra de la parcialidad de su eficacia) y desarrolle visiones más radicales sobre la sociedad, la transformación de las instituciones y la necesidad de repensar cuál es el objeto cultural y transnacional de la producción de valor y riqueza.

El libro se divide en tres apartados. El primero de ellos, “Negacionismos y silencios históricos”, incluye dos capítulos que abordan los procesos de retroceso y reacción conservadora en dos contextos de justicia transicional latinoamericana: Guatemala y Argentina. Por un lado, Maira Ixchel Benítez Jiménez aborda los procesos contenciosos en el campo de la justicia transicional guatemalteca y las reacciones organizadas que se han orientado a bloquear los avances en torno al reconocimiento de los crímenes de Estado. Ana Guglielmucci se concentra en el caso argentino, que, pese a ser uno de los primeros países en América Latina que impulsó procesos de justicia transicional, hoy continúa experimentando disputas en torno a la memoria de la represión en las que incluso se ha llegado a poner en duda, desde el ámbito gubernamental, la cifra de detenidos-desaparecidos reivindicada por el movimiento de dd. hh., así como su demanda de memoria, verdad y justicia.

La segunda parte, “El común de la impunidad”, anima la discusión sobre las consecuencias de largo plazo que han sembrado los aparatos de justicia transicional en México y Colombia, y el sostenimiento de la impunidad a pesar de los esfuerzos por consolidar dispositivos transicionales para hacerle frente a la sistemática violación de derechos humanos.

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El capítulo de Laura Langa Martínez abre este apartado con una aproximación etnográfica a la vida de Luz Marina Bernal, madre de un joven ejecutado por el Ejército colombiano en 2008 y su experiencia emocional frente a la impunidad expresada en la libertad de los perpetradores.

Los dos capítulos dedicados a México, escritos por Liliana López López, Ximena Antillón Najlis y Ángel Ruiz Tovar, abordan el caso de un país paradigmático que, a pesar de haber experimentado periodos de represión estatal sistemática no avanzó en procesos generalizados de justicia transicional y experimentó parcialmente algunos mecanismos que hoy demuestran su fracaso frente a la exacerbación de las violencias y la falta de acceso a la verdad y la justicia para las víctimas que han esperado por décadas una respuesta estatal que les dignifique.

En el tercer apartado, “Frente al límite del derecho”, se plantea una crítica a las posibilidades emancipadoras y transformadoras de derecho y la potencia creativa de las comunidades en la producción de alternativas políticas para enfrentar los conflictos. El caso de Nicaragua abordado por Dolores Figueroa Romero y Miguel González destaca por su particularidad, debido a que tras el fin del conflicto armado en los años ochenta no hubo procesos formales de reparación del daño social y humano. Los autores se preguntan por la especificidad de este proceso de transición a la paz costeña desde un nuevo ciclo de impunidad y uso de la violencia por actores estatales y paraestatales tras la crisis política de abril de 2018.

Por su parte, María Paula Saffon y Giulia Marchese ofrecen una crítica a los límites del derecho y una apuesta metodológica para la comprensión de los daños y las nociones de justicia desde la experiencia de mujeres víctimas de violencias extremas en el México de la guerra contra las drogas. Desde allí plantean una revisión a las pretensiones universalistas de la justicia transicional y develan las consecuencias de alienación y revictimización que pueden producir estos mecanismos si no se diseñan con un enfoque contextual y diferenciado.

Finalmente cerramos con un apartado que devuelve la esperanza hacia los horizontes democráticos que ha sembrado el esfuerzo transicional en Colombia. En su contribución, Juan Pablo Vera Lugo demuestra que, a pesar de los fracasos institucionales de la justicia transicional en su país, es posible advertir una revitalización de la vida política colombiana a través de los procesos colectivos asamblearios que renuevan el horizonte político nacional desde los territorios y la movilización de la diferencia.

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Este libro se pregunta por qué todavía no ha sido posible la justicia en los países latinoamericanos, que afrontan nuevas olas de amnesia, impunidad, represión y violencia, sin que las heridas del pasado hayan sido reparadas aún. Los capítulos exploran cuáles han sido las secuelas de las apuestas programáticas de justicia transicional, más allá de los límites del derecho y la institucionalidad, para reconocer los cambios producidos en los lenguajes, las prácticas, los sentidos, las estrategias, los repertorios políticos y la vida de la gente que, con gran capacidad creativa y de resistencia, anhela superar el pasado violento y conseguir la paz en sus territorios.

América Latina se ha constituido en un extenso campo de experimentación de mecanismos de justicia transicional, a través de numerosas apuestas institucionales orientadas a esclarecer la verdad y garantizar la no repetición de procesos de violencia masiva y represión estatal. Todavía no contribuye al análisis empírico y reflexivo de estas experiencias en México, Guatemala, Colombia, Argentina y Nicaragua, problematizando nociones convencionales de la gramática y la aplicabilidad de este sistema transnacional de gestión del conflicto en su encuentro con agendas y realidades locales profundamente diversas.

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