Quimera Revista de Literatura | Número 335 | Octubre 2011

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octubre / 2011 / 84 págs

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houellebecq, un mapa


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J. BENITO FERNÁNDEZ

Gide/Barthes André Gide y Roland Barthes: Apa rentemente, se trata de dos gigantes cuyos intereses intelectuales, incluso sus vivencias, sus biografías, están muy alejados. José Benito Fernández, sin embargo, pone de relieve todo lo contrario. Las coincidencias son notables: ambos son coquetos; son tuberculosos, su salud quebradiza marcará su existencia. Son huérfanos de padre; tanto uno como otro se criaron entre mujeres y sus relaciones con la madre son muy estrechas. Los dos son homosexuales. Veneran a Walt Whitman. Están fascinados por la música: desde muy temprana edad tocan el piano con mayor o menor destreza. Adoran a Schumann. El marxismo hizo mella en ellos en algún periodo de su vida. Les unen todas las formas de placer; son dos hedonistas que nos hablan de goce, de deseo, de sensualidad. Las confluencias no acaban ahí. No se trata de vidas paralelas, pero sí puede decirse que en ellos se percibe el aliento de las mismas exigencias, las mismas inquietudes, la misma honestidad, el mismo compromiso con la literatura y su verdad.

m O n T E S I n O S

www.elviejotopo.com EDSON LECHUGA

Llovizna Este libro pertenece a la más antigua de las estirpes narrativas: el cuento. Pero no cualquier cuento, sino aquel que será dicho alrededor de la fogata y en presencia de los cazadores, dioses, guerreros y adivinas que fundaron la tradición oral. Lechuga ha inventado una épica y su virtud está en la capacidad para dialogar con esa tradición al tiempo que encara a sus contemporáneos. Edson Lechuga contruye mundos para destruirlos, dios vengativo que colecciona cuerpos y se fascina por el erotismo que es capaz de provocar en sus criaturas: un asesino obsesionado por los insectos; un músico en desgracia que interpreta su última pieza; un zoofílico con gula caníbal; o un don Juan oloroso a naftalina forman parte de un universo que se construye bajo el signo de la identidad doble: la ciudad y el campo, la muerte y la vida, la luz y las bestias.

m O n T E S I n O S


¿Dónde está Michel Houellebecq? Por Jaime RodRíguez z.

Al cierre de esta edición el paradero del escritor francés Michel Houellebecq era desconocido. Las circunstancias son extrañas –“No sabemos qué sucede”, ha dicho Barbara Simons, portavoz de los organizadores del tour literario por Holanda y Bélgica que tenía pactado el autor de Las partículas elementales, “es extraño, no tenemos noticias y él no ha llegado”– y para quienes han leído El mapa y el territorio (Anagrama, 2011), su última novela, ciertamente inquietantes. Al cierre de esta edición, pues, no tenemos idea de qué ha sido de Houellebecq –aunque esperamos que aparezca– y por eso hemos decidido confeccionar nuestro propio mapa. Un mapa que, cartografiado por roberto Valencia, recorra el singular territorio mental de este escritor único cuya personalidad tantas veces amenaza con opacar el valor de sus libros. Así pues, Ernesto Castro, Marc García García, François Monti, Gil Padrol y

Germán Sierra, no solo analizan la obra sino que cuestionan y ponen en tela de juicio las supuestas actitudes literarias y vitales que han hecho del escritor un personaje controvertido. Un mapa, en fin, que nos ayude a seguirle el rastro. Además en este número, entrevistas a los escritores Moisés Mori –que acaba de publicar sus Escenas de la vida de Annie Ernaux (KrK, 2011)– y riot Über Alles, cuyo nuevo poemario Mussolina (Aristas Martínez, 2011) se augura tan caústico y demoledor como los anteriores. Además, un relato del escritor vasco Íñigo Ancizu, una selección de lo más nuevo de la poesía finlandesa, las columnas de Manuel Vilas y Germán Sierra y nuestra sección habitual de crítica. Nada más. Feliz octubre, Houellebecq, donde ■ quiera que estés. Quimera 3


Revista de literatura

sumario octubre 2011

Ilustración: Estelí Meza

6 8 10 Editor: Miguel Riera. Director: Jaime Rodríguez Z. Diseño: M. R. Cabot. Crítica Literaria: Roberto Valencia Fotografía: Lisbeth Salas Redacción: Gil Padrol Publicidad: María José Dopacio. Edita: EDICIONES DE INTERVENCIÓN CULTURAL S.L., c/ Sant Antoni, 86, local 9 08301 Mataró (Bcn) Tel., Administración, Redacción, Publicidad y Suscripciones: 937550832 / 937962631. www.revistaquimera.com Redacción: redaccion@revistaquimera.com Administración: info@revistaquimera.com Publicidad: publicidad@revistaquimera.com Fotomecánica: Tumar Autoedición, S.L. Imprime: Trajecte, S. A.. Derechos reservados – Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas de sus colaboradores. ISSN 0211-3325 / D.L.: B - 28332/1980 Impreso en España – © De las reproducciones autorizadas VEGAP, 1995, Barcelona. Esta revista es miembro de ARCE. Asociación de Revistas Culturales de España. Esta revista ha recibido una subvención de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas para su difusión en bibliotecas, centros culturales y universidades de España, para la totalidad de los números editados en el año.

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el cómic entrevista mínima: riot über alles por Gil padrol wireless españa lleGa a amazon por Germán sierra Gran turismo por manuel vilas moisés mori “mi escritura nace como una rama de la crítica literaria, pero huérfana de teoría” por Jaime priede


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un poema de natalia litvinova

dossier: michel houellebecq , un mapa coordinado por roberto valencia

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houellebecq o el fútbol por roberto valencia

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sexo con houellebecq por ernesto castro córdoba

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decidir qué iGnorar “ocho apuntes sobre la obra de michel houellebecq” por Germán sierra

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nos habíamos odiado tanto mitos y leyendas sobre michel houellebecq por françois monti

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houellebecq ante los tópicos o cuatro esclusas teóricas de las que se sirven la crítica y los medios de comunicación para lidiar con un autor incómodo por Gil padrol

enésimo adiós a nuestro tiempo sobre El mapa y el territorio por marc García

de la luna al planeta de los simios de la influencia de cyrano de bergerac en los primates hiperdesarrollados por Juan José barrientos

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subterráneo un relato de íñigo ancizu

los poetas del futuro que escriben en finlandia por rita dahl

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el quirófano

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polaroid Quimera 5


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Zona CómiC. Este espacio está destinado a la creación libre de literatura gráfica. Hoy: Marcos Prior.


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EntrEvista (mínima)

riot übEr allEs por Gil Padrol

—En tu poesía hay una implicación muy fuerte del “yo”, Riot está presente en cada poema, no proyectas otros mundos ajenos al tuyo, ¿vives la escritura como una especie de proceso catártico? —Mi proceso es más personal o interno que otras cosas más funcionales que hago, como mi trabajo como diseñador gráfico. Incluso con la pintura, a la que también me dedico, no tengo esta sensación de pérdida descarnada que siento al escribir. El ejercicio poético, sea bueno o malo, debe ser honesto. Si es honesto ha de nacer de ahí, de los procesos más personales, no siempre agradables.

escribir más poesía en este camino después de publicar Veritas Odium Parit, la primera parte sigue en esa línea. A veces estas cosas son inevitables. Aunque tanto Hierro Lamido como Veritas eran libros homogéneos, compactos y cerrados; ahora he abierto nuevos campos. Actualmente estoy en una zona fronteriza, y he tratado de explorar nuevos terrenos con Mussolina.

—El resultado es un trabajo lleno de ironía y acidez, ¿de dónde provienen? —En la ironía y el sarcasmo he encontrado una especie de oasis mental. Me protege de las agresiones externas que sufro porque no acabo de entender cómo funciona el mundo, ni la película. Para bien o para mal, no me hago cargo de mis responsabilidades como ser humano. Ante el choque frontal que ello ocasiona si quiero llevar una vida normal –que no es que la lleve, pero intento pasar desapercibido, por lo menos para la justicia–, tengo que sacar por algún lado todo este rechazo. De este modo, encuentro una lectura lateral, paralela, que me permite sentirme cómodo. En este sentido, forma parte de mí, y me identifico con esta expresión.

—¿Cómo has elaborado esta segunda parte? —Está inspirado en el Cut Up de Burroughs. Evidentemente, de un modo bastardo. Parte de esa filosofía pero con un resultado final diferente. La lírica del Cut Up me ha permitido tener un juguete nuevo, como un niño; no sabes muy bien cómo funciona, pero quieres jugar con él. He usado conjuntos de palabras que ya habían sido escritas en periódicos actuales. Usaba, por ejemplo, cuatro palabras, expresiones construidas que apuntaban hacia algo. Partiendo de ellas les he inyectado un contexto y un sentido nuevo. Podía usar varios fragmentos, de la misma noticia, separarlos, y relacionarlos más adelante introduciendo elementos nuevos. Usaba cosas que yo había escrito en otros momentos, así como cosas escritas expresamente. En este sentido, cualquier fragmento del periódico me era válido; no seleccionaba con mucho detalle, el trabajo venía después.

—En Mussolina, teniendo una primera parte de poesía, la segunda contiene fragmentos narrativos, que no habías trabajado en tus libros anteriores, únicamente poéticos. —El hecho de dividir el libro me ha llevado a otros caminos que me han aportado otra lírica y un modo diferente de ver las cosas; buscaba maneras que me alejasen de convertirme en un manierista. Al final, cuando te repites mucho a ti mismo o te conoces muy bien la fórmula, acabas repitiendo la misma historia. Cambias los contenidos, las palabras, la forma, pero sigues, en realidad, haciendo lo mismo. Quiero experimentar, tratar de avanzar, y no sentir que me quedo dando vueltas alrededor de las mismas fórmulas. De ahí el cambio radical de expresión entre las dos partes. Aunque me había prometido no

—De todos modos, pese a este nuevo conjunto de herramientas y modo de trabajo, Riot sigue estando ahí... —Todas las personas se identifican por un discurso. Mi esquizofrenia tiene un límite. Al igual que todos envejecemos, engordamos, adelgazamos o nos quedamos calvos, tu escritura puede llegar a cambiar siempre y cuando sea un acto honesto. La esencia viene a decir lo mismo: mi trabajo es la sublimación de mis frustraciones personales, la inevitabilidad de tener que pasar por según que ruedas dentadas, ya sean filosóficas, laborales, sentimentales. Puedes tratar de esquivarlas, pero algo siempre te alcanza. Todo lo que mi yo social no puede resolver es objeto de mi escritura. El anacoreta me parece una figura muy digna, pero no la contemplo por ahora.

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oscar valero es artista plástico y diseñador. riot über alles, su alter ego, es poeta. ambos están furiosos. Musso­­li­na, su nuevo libro, será publicado por aristas Martínez este mismo mes.

Riot Über Alles fue una idea que tuve a los 23 años, como una especie de heterónimo en el que yo volcaba con total libertad una serie de cosas con, digamos, poca moralidad. Al final, salvando todas las distancias –dios me libre– he visto que Fernando Pessoa es la misma persona que Álvaro de Campos. La distancia que veo entre Riot y Óscar Valero es una cuestión de estilo, pero estamos dentro del mismo cuerpo. Él se dedica a usar la libertad creativa en otros espacios que yo no puedo a usar, y él sí puede hacer lo que quiera. Óscar Valero paga el alquiler, se pelea con lo mundano, se prostituye como diseñador. Riot se libra de estas cosas.

Foto: IAN1983

—Tanto Hierro Lamido como Veritas Odium Parit fueron autoediciones, con Mussolina has publicado en una editorial. ¿Cómo valoras este cambio? —A lo largo de la edición he sentido mucha afinidad con ellos. Nos hemos entendido muy bien. Podría definirlo como amor. Sí, Riot también puede tener estos sentimientos de vez en cuando. La autoedición es la manera más rápida y efectiva de quitarte la mochila, no tienes que rendir cuentas a nadie. Tengo tendencia a obsesionarme con las cosas que estoy haciendo, así que cuando tengo una obra terminada necesito convertirla en pretérito para seguir adelante. La autopublicación es un sistema muy digno que presenta obviamente algunos problemas, como la distribución. En Aristas Martínez he tenido la misma sensación de libertad que con mis anteriores libros, pero esta vez he contado con cómplices. ■

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WIRELESS

España llEga a amazon Por Germán Sierra / recientemente he leído dos extraordinarias novelas que comparten curiosas circunstancias: ambas han sido autopublicadas, en 2008, y sólo circulan en papel. Se trata de A Naked Singularity, de Sergio de la Pava (una de las mejores primeras novelas que he leído en muchísimo tiempo), y The Easy Chain, de Evan Dara. Pueden encontrarse y adquirirse sin problemas en Amazon.com, con la misma facilidad que el último bestseller o la novela ganadora del Booker Prize (la segunda novela de Sergio de la Pava, Personae, ya se encuentra disponible en formato Kindle). Si en lugar de haber sido escritas en inglés y publicadas en los EEUU, hubieran sido escritas en español y autopublicadas, por ejemplo, en Medellín, en Quito, o incluso en Barcelona, hubiera tardado muchísimo más en disponer de ellas. Algo semejante ocurre con las traducciones. Supongamos que de una novela que no puedo leer en el idioma original existen traducciones al inglés y al español. Si la versión española ha sido publicada hace unos años por una pequeña editorial, lo más probable es que pueda conseguir la traducción inglesa con mucha mayor facilidad y me decida a leerla en ese idioma. Todo indica que cuando se publique este artículo, España habrá, por fin, llegado a Amazon. El libro en español comenzará a circular en una plataforma global eficaz y consistente (por supuesto, la mayoría de los libros publicados por los grandes grupos editoriales hispanos ya pueden comprarse, aunque a precios muy altos, en Amazon.com, pero lo verdaderamente importante de Amazon, lo que la ha convertido en una empresa imprescindible, es la disponibilidad casi inmediata de casi cualquier libro). De un solo golpe, se inaugura un mercado internacional que, hasta ahora, se mantenía absurdamente fragmentado. No sé si desde el principio, pero seguro que no muy tarde, Amazon.es incluirá la inmensa mayoría de la literatura que se publica en nuestra lengua, en formato impreso y electrónico, y pasará por encima de la anticuada estrategia comercial que han mantenido las editoriales y distribuidoras españolas. Por fin, una editorial independiente de Lima o de Badajoz gozará, incluso en formato papel, de la misma presencia que los grandes grupos. Ahora todos estamos en la misma línea de salida. 10 Quimera

Es indudable que la apertura de Amazon.es va a afectar al mercado del libro en todo el ámbito hispano. Las notas de prensa que he leído hasta el momento indican que, aunque en principio sólo se venderán libros impresos, en unos meses le seguirá el formato Kindle. Amazon entra a competir directamente con las grandes cadenas de distribución, que sólo resultan eficaces para vender ediciones de gran tirada, y que no han sabido —o no han querido— desarrollar una plataforma exitosa de venta online. Es evidente a estas alturas que el Kindle está ganando la partida a sus competidores, por lo que cabe esperar que, si son capaces de sobrevivir, los formatos alternativos tendrán que hacerse compatibles. En breve estará disponible la Kindle Tablet. La autoedición electrónica a través de Amazon es gratuita, y tan sencilla, que están apareciendo libros-spam, pues nada impide publicar el mismo texto con cien títulos y seudónimos diferentes y vender cada ejemplar por 0,99 dólares. El negocio de la distribución masiva (el mayor beneficio de los grandes grupos editoriales, capaces de autodistribuirse) sencillamente deja de existir. resulta muy difícil predecir, en estos momentos, el futuro a medio plazo del libro impreso. Mi opinión, que ya he expresado en numerosas ocasiones, es que el papel coexistirá con el formato digital durante mucho tiempo, aunque parece claro que no para todo tipo de contenidos. La nueva situación del mercado debería favorecer a los libreros independientes, siempre y cuando estén dispuestos a reinventar su negocio. Exponer libros y esperar sentados a que el público entre a comprarlos ya no será rentable. Deberán dejar de dirigirse a los muchos que compran pocos libros y, en su lugar, trabajar por aumentar el número de los que compran muchos. Dejar de considerar que una novela llega con fecha de caducidad de 3 meses. Se hará necesario sacar partido de todo tipo de actividades presenciales que atraigan al público a las librerías, facilitando, como ya hacen algunas, que los escritores se autopromocionen. Y olvidarse de apilar ejemplares del último premio comercial en el escaparate o la mesa de novedades, aunque la editorial les regale un póster del autor. ■


Gran Turismo por manuel Vilas NUNCA TE QUISE Ahora releo capítulos de libros; fragmentos de libros que me alegran fuertemente la vida. Alegrar fuertemente la vida es el objetivo de la literatura, porque la literatura debe ser sexo, si no, no es nada. El sexo y la nada, así se tenía que haber titulado aquel mamotreto de Jean Paul Sartre. La destrucción o el sexo, así se tenía que haber titulado aquel libro olvidado del olvidado Vicente Aleixandre. Me exalta ese fragmento del Gran Gatsby cuando, en un salón del Hotel Plaza de Manhattan, Daisy le dice a Tom, su marido, que no le ama. “No te amo, tío, entérate”, qué bien. Están delante la bella Jordan, el narrador, Nick Carraway y, por supuesto, el gran enamorado Jean Gatsby. Me conmueve Francis Scott Fitzgerald y ese fragmento too romantic del Gran Gatsby. Es un diálogo lleno de amor a la vida. Es jodidamente bueno ese fragmento de la novela. En realidad, esa escena justifica toda la novela. Lees ese fragmento y te entran ganas de invadir Polonia. Con el tiempo, de los libros que amamos solo nos interesan cuatro o cinco páginas. Pues muchas son las páginas escritas por los hombres, y pocas las horas de nuestras vidas. Dile que no le has amado nunca, insiste Gatsby, anda, Daisy, dile a tu marido que siempre me has querido a mí y no a él. Es una escena maravillosa. Imagínate, una mujer le dice a su marido, delante de su amante, que no le quiere, en una tarde de verano sofocante, en la ciudad de Nueva York, en los años veinte. Daisy tiene que decirle a Tom estas tres maravillosas palabras: “Nunca te quise”. Pero el amor acaba dando igual, y esa bruja de Daisy sigue con ese pedazo de idiota de su marido. Y Daisy, al final, no quiso a ninguno de los dos, ni al idiota de su marido ni al loco de su amante. Así son estas mujeres de la literatura. Pero es muy bonito. Todo es excelente en el mundo de la literatura. La desdicha es excelente, el desamor es excelente, la muerte es excelente. La literatura es la excelencia. Y además, Gatsby está en la cumbre del mundo porque está enamorado, y en el fondo qué más da que te quieran o no te quieran. Lo importante es ser Dios, como Gatsby. Lo importante es ser literatura. Eso nos dice Scott Fitzgerald, y yo estoy de acuerdo con él. Mucho sabía Francis de la vida, si no sabes de la vida, no escribas nada. Es mejor así. Por eso Scott se mató bebiendo. Daisy ha hecho que me acuerde de Anna, la protagonista de

una película de Louis Malle titulada Damage. En España se estrenó con el título de Herida. La película de Malle y la novela de Scott Fitzgerald tratan el mismo tema. El tema del “nunca te quise”. Jeremy Irons descubre al final de Damage que su Anna, interpretada por Juliette Binoche, era una mujer vulgar y corriente. Una hijadeputa normalita. Irons destroza su vida, causa la muerte de su hijo, por una mujer idiotizada. Gatsby lo mismo. Los dos son dos personajes cervantinos. Porque todo esto ya lo dijo el mayor energúmeno que haya dado la literatura universal: claro, Cervantes. Bueno, el asunto es que no le hicimos caso, a Cervantes. El célibe Don Quijote alucina con las mujeres. No ve lo que son. Gatsby y Jeremy Irons siguen alucinando con las mujeres. Al hecho histórico de alucinar con las mujeres, los hombres, que somos los que hemos construido la historia de la cultura occidental, lo hemos llamado Romanticismo. Ya sabéis, acordaos de las célebres y patrióticas golondrinas del tuberculoso/sifilítico. Al tuberculoso/sifilítico tampoco lo quisieron las mujeres. También es de la cofradía del “nunca te quise”. Me encantan estos versos, este gran himno a la sífilis y al amor sin condiciones: Una mujer me ha envenenado el alma, otra mujer me ha envenenado el cuerpo; ninguna de las dos vino a buscarme, yo de ninguna de las dos me quejo. Ni Daisy ni Anna fueron a buscar a sus enamorados. Ellas estaban muy tranquilas en sus casas, tomando el sol. Ellas dos crecieron en los cerebros de sus novios como dos grandes idealizaciones. Bécquer, más cervantino que Fitzgerald y que Louis Malle, no se queja. No te quejes nunca del “nunca te quise”. Bécquer, eres un santo. Si a las mujeres les hubieran permitido construir la historia de la cultura occidental, tal vez los hombres seríamos unos hijosdeputa y ellas unas diosas enamoradas. Ellas serían Gatsby y nosotros Daisy. Ellas Don Quijote y nosotros recipientes sifilíticos vintage. No damos para mucho como especie política. Así que, en conclusión, me gustaría ser una mujer. I want to be a woman. Mejor Santa Vilas de la Cruz. Ser hombre es viejuno. Lo cool es ser mujer. Sí. Me voy a morir sin ser mujer, y eso me está matando. ■

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Moisés Mori “Mi escritura nace como una rama de la crítica literaria, pero huérfana de teoría” Por Jaime Priede Moisés Mori (Cangas de onís, 1950) es un escritor diferente, inclasificable. Su trabajo sigue una vía singular, de libre procedimiento, atento a los desvíos más que a los atajos. En su obra se entrecruzan los diversos géneros de escritura: el ensayo ficción, la biografía autobiográfica, la suspensión poética, la erudición creativa… Ha publicado Lo inmortal y otros ensayos de literatura (Los Infolios, 1991), Estampas rusas. Un álbum de Iván Turgueniev (KrK, 1997; 2007), El nombre es lento (Dossoles, 2004), Voces de Albania. Lectura en falso de Ismaíl Kadaré (Losada, 2006), De Büchner a Basarov (KrK, 2007) y Escenas de la vida de Annie Ernaux. Diario de lecturas, (2005-2008) (KrK, 2011), cuya presentación tuvo lugar en el CBA de Madrid el 29 de septiembre. —Comencemos, si te parece, por el principio. Háblame de tu educación como lector para que sepamos de dónde vienes como escritor… —Es solo al llegar a la universidad cuando empiezo a interesarme por la literatura y a descubrir, de modo intuitivo, territorios inmensos de los que ni siquiera tenía noticia. Las vanguardias, por ejemplo. Mi formación como lector ha comenzado, pues, muy tarde y además ha sido completamente desordenada, sin método, mala. Estas carencias aún hoy persisten, las siento como tales; no sabría, pues, decir de dónde vengo. No he sido ni soy un buen lector, aunque también es cierto que todos mis libros están basados en la lectura: lectura sistemática y hasta un tanto obsesiva de algunos autores en los que me he detenido, como Turgueniev, Savinio, Büchner, Kadaré…, ahora Ernaux.

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Fotos: Juan Menéndez.


—A Alberto Savinio, precisamente, le has dedicado un ensayo incluido en El nombre es lento. La producción literaria de Savinio, más allá de la firma, no deja mucho lugar a la inventiva y toma desde un principio la vía autobiográfica para transitar en la ficción, utilizando referencias particulares que se ensamblan de continuo con material de lecturas, observación directa… Has definido en el mencionado ensayo su actividad artística como “central creativa”. ¿Hasta qué punto se puede definir el conjunto de tu obra como objeto en movimiento, como proyecto coherente que se asume de continuo como resto artístico? —Creo recordar que “central creativa” es un término del propio Savinio. Y no sé si mis libros pueden definirse como tú lo haces, pero lo que me ha interesado de Savinio es justamente eso, el modo como aprovecha y cruza materiales heterogéneos, bien sean biográficos, míticos, imaginarios, eruditos… para elaborar con su escritura, como si fuera una central creativa, un producto artístico nuevo. El procedimiento me resulta muy atractivo y los logros concretos de Savinio me parecen asimismo muy sugerentes, aunque no siempre, pues la empresa está llena de peligros. De hecho, he citado alguna vez Maupassant y ‘el otro’ como un libro importante en esa formación como lector a la que antes te referías. Y he visto luego con agrado y relativa sorpresa que ese mismo título de Savinio lo mencionaba Vila-Matas, también admirada central creativa para mí, entre sus libros preferidos. —¿Qué hay, precisamente, de la inventiva? En determinados ámbitos de la creación, parece que asistimos a un proceso en el que la ficción sufre una progresiva pérdida de autoridad, una creciente desconfianza en su poder de convicción. Cada vez seduce más el documento basado en hechos reales, como puede ser, en tu caso, el conjunto de la obra literaria de Annie Ernaux. Pero la literatura no resulta necesariamente más verdadera porque el asunto que trate haya sucedido o exista realmente. ¿Cuál es tu relación como creador con ese concepto de ficción? —Estoy completamente de acuerdo en que la ficción, como la poesía, puede conducir al conocimiento, que puede ser, por tanto, completamente verdadera, al menos tan verdadera como cualquier discurso literario basado en hechos reales… Ahora bien, ya no estoy tan seguro de que el actual auge de esos discursos reales, que yo creo suelen ser más bien de ambientación histórica o de corte autobiográfico, íntimos, esté relacionado con un desprestigio o pérdida de autoridad de la ficción; más bien me parece que ese hecho debe relacionarse, por una parte, con una tendencia estética que se inclina a cruzar la novela con otros materiales, y no solo narrativos, también fotos, etc. Y por otra parte, con un movimiento general más de fondo: con la consideración actual, en nuestra red social, del yo como un objeto interesante, y, por supuesto, artístico, fuente así de veneración, de exhibición, también de autocastigo…, de innumerables beneficios reales e imaginarios… Y es fácil que mi posición como escritor, tan ajena a la ficción propiamente dicha, sea 14 Quimera

también un producto de época, que esté contaminada por estas tendencias actuales que acabo de apuntar; no obstante, mi escritura ha partido siempre del comentario sobre otros autores, sobre textos, nace como ensayo en el sentido literal, como una rama de la crítica literaria, pero huérfana de teoría; más bien ideológica, impresionista. De modo que no se plantea ahí una alternativa del tipo realidad/ficción, si bien lo que yo he intentado siempre, lo que me ha atraído, ha sido dar una entidad literaria al comentario crítico, y así tal vez me he colocado en ese terreno indeterminado o abierto que señalas. —Escenas de la vida de Annie Ernaux es un diario de las lecturas de su obra llevadas a cabo de 2005 a 2008. Eso es lo que dice el subtítulo. Sin embargo, cuando uno va transitando por sus páginas, tiene la impresión de estar leyendo una novela en la que el personaje central no es Annie Ernaux sino el narrador que cuenta su lectura global (literatura y vida) de un personaje real que es la escritora Annie Ernaux. De hecho, apetece seguir leyendo, genera una especie de intriga que no es propia del género ensayístico. ¿Es una lectura demasiado arriesgada? —Es arriesgada, pero muy pertinente. Y ya ves que, regresando sin querer a la pregunta anterior, lo que la ficción pierde por un sitio lo gana por otro, que lo que sale por la puerta de las novelas entra luego por pintorescas ventanas… En fin, mi libro, que es, sin duda, un ensayo, trata de la obra de Annie Ernaux y los textos de la escritora francesa, títulos como El lugar, Una mujer, Pura pasión… no están ahí como mero pretexto. Ahora bien, tan importante, en efecto, como el tema es siempre el modo de acercarse a él, de leer una obra. Esto que acabo de decir es una obviedad, podría aplicarse, en medida variable, a cualquier análisis literario, desde los estudios sobre el Cid de Menéndez Pidal a las lecturas que de rousseau o rilke hace Paul de Man, incluso a cualquier reseña de periódico. Pero el planteamiento inicial de Escenas de la vida de Annie Ernaux era precisamente ese: resaltar el papel del comentarista, destacar su posición, y esa es una de las razones de que el libro tenga la estructura de un diario. Es decir, que el narrador, como tú lo llamas, interviniera expresa y directamente, que su análisis fuera personal, histórico, biográfico, y al mismo tiempo, aunque parezca una paradoja, que ese punto de vista modelara a su vez un personaje, al lector de la obra de Annie Ernaux, al autor del diario. —¿Cómo ha sido el proceso de escritura? ¿Empezó siendo realmente un diario de lecturas para ir convirtiéndose en algo más? Aunque se va haciendo presente desde el principio, sobre todo en los encabezamientos de los diferentes capítulos, el hecho de que el narrador aparezca súbita y decididamente en la parte final del libro, ¿obedece a algo predeterminado en la fase de montaje o fue realmente puro impulso? —El proceso empezó con mi lectura de El acontecimiento. Leí ese libro de Annie Ernaux por casualidad, me interesó y


decidí escribir algo sobre ese texto aunque sin un objetivo claro, quizá con la intención de averiguar por qué me inquietaba ese relato, cuál era la verdad, la ley de esa escritura. Compuse esas primeras notas, lo que constituye el primer capítulo de mis Escenas, inmediatamente, sin conocer los demás libros de la escritora, sin haber leído absolutamente nada más de ella ni sobre ella. A partir de ahí, decidí continuar manteniendo más o menos el mismo procedimiento, es decir, acercarme a la obra de Ernaux e ir recogiendo, a modo de un diario, mis impresiones. El libro nace y crece así, casi en directo, en lisant en écrivant; luego, como es natural, se ajustan y ordenan bastantes cosas. El autor del diario de lecturas, el yo o narrador, está, pues, en el texto desde el principio, habla desde la primera línea en primera persona. Mi proyecto era claro; no obstante, ese narrador, en cuanto personaje, se configura poco a poco, yo no sabía muy bien en un principio cómo iba a manifestarse ese narrador en la superficie del discurso, ni siquiera cuál era su condición, su historia, y también es cierto, como tú haces notar, que cobra fuerza según el relato avanza, que llega a desvelar entonces aspectos muy personales, que su figura, en un juego propio de la autoficción, acaba confundiéndose con la del autor y, en último término, revelándose como el eje central de todo el conjunto, la voz dominante de la historia. —Annie Ernaux representa a una vertiente de la literatura francesa en la que la propia exhibición de lo íntimo tiene una naturaleza política, supone la conquista de un espacio público, al salir a la luz actúa contra el orden ideológico, pone en cuestión la idea de la literatura como bellas letras. Lo explicas perfectamente en el libro, pero me gustaría saber qué piensas de la diferencia que se produce entre la literatura francesa y la española en ese sentido. Me da la impresión de que hay muy pocos cuerpos en las novelas que ahora se escriben en España… —Tanto si hablamos de narrativa actual francesa como de narrativa española, por lo que yo conozco, que es muy poco, podría suscribir tu opinión; sin embargo, lo importante aquí no sería tanto constatar unos hechos como explicar sus causas, por qué se producen, y, francamente, no quisiera improvisar aquí una teoría que en realidad no tengo; seguramente se trata de distintas tradiciones, de tiempos distintos entre la cultura francesa y la nuestra. En todo caso, parece evidente que la exhibición de lo íntimo, y no sólo en la literatura, es una corriente creciente, así que no parece muy arriesgado pensar que en este punto la narrativa española tome pronto esa deriva abiertamente. —Uno de los temas principales en tu lectura es la relación que mantiene Annie Ernaux con su madre, una relación en la que tiene mucho que ver el cuerpo, y también el tema de la vergüenza, el momento en que ella aprende a mirar a su familia y orígenes desde otro lugar, es decir, adquiere un distanciamiento, la mirada de los otros, una mirada

cultural. Lo íntimo adquiere aquí valor sociológico como retrato de un pedazo de historia… —El origen, es decir, la madre, la familia, la clase… es fundamental en Annie Ernaux. Toda su obra nace de ahí, significa, en principio, un intento por reconstruir y comprender su trayectoria, cómo ha pasado del campo de los dominados, familia de campesinos y obreros normandos, a ese otro espacio social más confortable, donde es ya posible la distancia sobre el origen, una mirada cultural. Ella misma ha puesto como epígrafe a uno de sus libros esta frase de Genet: “Se me ocurre una explicación: escribir es el último recurso cuando se ha traicionado”. Ernaux plantea, pues, su obra con una intención sociológica, política; también como un modo particular de conciliación con los suyos. Y así siempre recalca que su escritura, tan autobiográfica, no es un trabajo sobre el yo, que lo que busca es el análisis de situaciones sociales, de cómo se han generado determinados hechos, un aborto, por ejemplo. Incluso cuando se detiene en sus sentimientos más íntimos, como los celos en La ocupación, dice hacerlo por ese mismo interés que sobrepasa lo personal: “no mis celos –explica– sino los celos”. La obra de Ernaux tiene indudablemente esa dimensión sociológica, y quizá la intimidad sea siempre el escenario más doloroso de las batallas políticas. Sin embargo, por importantes y necesarias que sean este tipo de consideraciones, el lector de la literatura autobiográfica de Annie Ernaux no debería conformarse con ellas. Sin ir más lejos, en el enunciado de tu pregunta asoman términos como cuerpo, madre, vergüenza… que nunca pueden reducirse a una fórmula sencilla que los explique de una vez y por entero. Y aquí se abren entonces nuevas vías: tanto para el análisis literario, principalmente si se tiene en cuenta que madre, cuerpo o vergüenza han pasado a ser materia elaborada en una escritura autobiográfica, como para cualquier otra consideración , que pudiera ser, por ejemplo, de género, incluso psicoanalítica, sobre tan insondables misterios. —En un momento dado traes a colación esta cita de La vergüenza: “La memoria no me aporta ninguna prueba de mi permanencia o de mi identidad. Al contrario, me hace sentir y me confirma mi fragmentación e historicidad”. La fragmentación del discurso es una de las claves del relato posmoderno y tu libro, ya desde el título, no hace referencia a la obra literaria de Annie Ernaux, sino a “escenas” de su vida. ¿Hay en ello un rechazo de las convenciones narrativas? ¿Te has planteado su escritura desde la discontinuidad, la ruptura, la puesta en cuestión de la autoridad narrativa? —En el título [Escenas de la vida de Annie Ernaux], la palabra escenas no está elegida pensando en la fragmentación del discurso, sino teniendo en cuenta, en primer lugar, el carácter de la obra de Annie Ernaux, pues varios de sus libros están concebidos con el propósito de analizar lo que ella misma llama escenas determinantes de su vida, como la Quimera 15


En Escenas de la vida de Annie Ernaux (KrK, 2011), Mori explora el universo narrativo de Ernaux (abajo) en un formato poco transitado: el diario de lecturas.

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escena del aborto, la escena de la vergüenza, etc. Pero principalmente elegí ese término porque remite al teatro, a la dramatización de la propia existencia, a todo lo que de espectáculo hay en el hecho de contar para el público cuestiones que a veces indudablemente tienen una dimensión social, pero que otras muchas veces son estrictamente privadas. Así que pronto supe que mi libro iba a llamarse Escenas…; sin embargo, tardé en decidirme con vida, en llevar esa palabra hasta el título Escenas de la vida de Annie Ernaux. Y aún hoy no me resulta fácil justificar esa opción. ¿No habría sido más apropiado “de la obra de Annie Ernaux”? Al menos, habría sido más prudente. En realidad, yo quería dejar claro que entendía la obra de la escritora como puramente autobiográfica, que no tomaba sus libros como ficción o novela, por mucha elaboración, y no sólo literaria, que hubiera en ellos. Admito que este extremo es totalmente discutible; pero se trataba de marcar con la palabra vida ese principio, mi modo de lectura. —Comentaba Patricio Pron en un ensayo dedicado a las vanguardias latinoamericanas (publicado en estas mismas páginas), que la narrativa más reciente comparte con el vanguardismo de autores como César Vallejo o Juan Emar una autoconciencia cuya consecuencia más desencantada y evidente es la afirmación implícita de que todo es lenguaje, que le lleva a poner el énfasis en las formas narrativas. Aunque está presente en todos tus libros, en el caso de Estampas rusas. Un álbum de Iván Turgueniev o en el de Escenas de la vida de Annie Ernaux resulta evidente ese énfasis en la manera de contar. ¿Cuánto hay de experiencia de lenguaje en el proceso creador de tus libros? —Una cosa es lo que hay y otra muy distinta lo que yo hubiera querido que estuviera en mis libros. Siempre he pensado por ejemplo, ya que citas Estampas rusas, que escribí ese texto como un modo oblicuo de escribir poesía, llevando el ensayo a un espacio que me permitiera ese registro. Llámalo experiencia del lenguaje, si quieres; yo prefiero llamarlo directamente poesía. Es verdad que mis textos son narrativos, que se construyen, como dices, sobre formas narrativas; sin embargo, aspiro siempre a que contengan algo de esa energía primera de la lengua, esa carga poética. En Escenas de la vida de Annie Ernaux es justamente la incorporación de un narrador semejante a mí mismo, y del que antes hablábamos, lo que me ha permitido no sólo dar mayor complejidad estructural al relato sino aproximarme en algunas páginas a ese registro de lenguaje más tenso y vivo. Y, como en Estampas rusas, también aquí son esas páginas, en el umbral de la poesía, las que más me interesan. Sin ellas, Escenas perdería su carácter, sería otra cosa. —En el otro lado está el problema de la emoción. ¿Cómo ves ese extraño desdén que la poética de la modernidad y de la vanguardia

manifiesta hacia la emoción? —Comprendo que la pregunta viene muy a cuento. Y yo mismo me la planteo a veces con todo su veneno: de hecho, creo que unos días estoy a favor, veo la emoción como imprescindible, y otros en contra, me produce un profundo rechazo. ¿Por qué no contestar a tu pregunta con los hechos? ¿Por qué no comprobar si, en realidad, la emoción funciona o está ausente en lo que escribo? Y me adelanto: sí, tensión, emoción, algo parecido a eso. —Has ejercido la crítica en medios como El Urogallo, ABC Cultural, Ínsula o revista de Libros. Me gustaría conocer tu opinión acerca de la crítica literaria que se está haciendo ahora en España, marcada por la progresiva desaparición de la autoridad que suponían determinadas firmas y la aparición de una pluralidad más democrática, al menos en apariencia, a través de las revistas literarias y los blogs de escritores… —Creo entender que ves con buenos ojos la nueva situación que describes, que te alegras de esa democratización, de que no haya una autoridad. Pero, admitiendo esa pluralidad, la diversidad de blogs, revistas, etc., aun dándola por buena y deseable, lo que yo echo de menos son justamente voces con verdadera autoridad y saber, críticos con entidad a los que poder leer y seguir, de los que poder aprender. —Escenas de la vida de Annie Ernaux no es un libro fácil de contextualizar en la actual literatura española. Sin embargo, su plaza está en ella, ahí debe ganarse el pan. Intenta desdoblarte en crítico literario y dime qué coordenadas introducir en el navegador. ¿Cuáles serían las referencias más cercanas? —No quiero esquivar la pregunta; de verdad que no lo sé. Podría mencionar a un buen número de escritores actuales en lengua española a los que admiro, de los que, por tanto, me siento próximo, pero eso tampoco querría decir que mi ensayo tenga algo que ver con ellos. —Alberto Savinio dice tener un método seguro para determinar si un autor es poeta o no lo es, y son las “ganas de trabajar” que despierta la lectura de sus obras. Creo que, de haberte leído, Savinio te consideraría un poeta. Tus libros despiertan el hambre, esas ganas de trabajar. Quizá esa sea la clave de su fuerza, que avivan los sentidos, abren las ganas, generan continuamente nuevas formas y puntos de atención, hacen trabajar. La pregunta es hacia dónde después de visitar Annie Ernaux… —Agradezco tu generosidad. Me gusta mucho además esa referencia a Savinio, a un lema o método que yo mismo suelo seguir y que, con otras palabras, está también, por ejemplo, en Barthes. Y con esos presupuestos, no queda sino tratar de ir en la misma dirección, hacia ese programa máximo que llamamos experiencia y tensión del lenguaje, poesía. Eso sí, con cuidado de no repetirse, de no recalentar los mismos platos. ■ Quimera 17


UN poema de

Natalia Litvinova

Corrí hacia un cuerpo Corrí hacia un cuerpo Corrí hacia el cuerpo toda la noche. Nos separaba mi insomnio, eso que miran los ojos azules con gesto de iluminar un bosque sin retorno. Ahora, perdidos, eligen no suceder. Ahora es el vacío del vaso y el frío de la sombra. Mientras afuera un sol para trepar.

Natalia Litvinova (1986, Gomel, Bielorrusia). Lleva casi toda su vida viviendo en Argentina. Escribe poesía y hace traducciones de poetas rusos. Es autora del poemario Esteparia (Ediciones del Dock, 2010). http://ciclopaenlabocadeunmudo.blogspot.com/ 18 Quimera


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Michel Houellebecq, un mapa Coordinado por Roberto Valencia

Escriben: Ernesto Castro, Marc García García, François Monti, Gil Padrol, Germán Sierra. Ilustraciones de Estelí Meza.


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Houellebecq o el fútbol Por roberto Valencia La figura de H está llena de contradicciones. Es un escritor que lamenta la disipación de las relaciones humanas pero siempre escribe desde un yo hegemónico, nunca desde el nosotros. Además, en algunas de sus intervenciones públicas reivindica la bondad como el criterio más válido para la organización social –a diferencia del dinero o del poder– pero él mismo desprende una imagen huraña, poco amistosa, incapaz de valorar nada ajeno a su propio aura y –según él mismo ha confesado– depositario de algunos grados de maldad que le gustaría que fueran venerados por sus lectores. Finalmente, Houellebecq se presenta como alguien preocupado por indagar en ese concepto general que nos une y que se ha dado en llamar la condición humana. Un moralista en la más alta tradición filosófica y literaria que, al tiempo, manifiesta un desdén rayano en el desprecio por lo que le pueda ocurrir a su prójimo más cercano. Si nos vamos al cine, Michel Houellebecq sería una Viridiana –¿recuerdan la película de Buñuel?– resabiada y cínica, alguien que sí que les abriría la puerta de su casa a los pobres, pero para hacinarlos a la intemperie del balcón. Contradicciones al margen, sus libros son únicos. Houellebecq siempre se ha instalado en posiciones “peligrosas” que podemos identificar como reaccionarismo, cinismo social y hasta metafísico, e incluso nihilismo contemporáneo. La diferencia con otros autores que también se disputan ese campo de batalla para alumbrar 20 Quimera


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sus creaciones es que el francés lo hace con tal grado de convencimiento que su prosa no resulta un simple laboratorio sociológico de pruebas sino un arte verdadero. En sus exageraciones, en sus ficciones ásperas y desabridas, late una verdad oscura, imposible de disolver por mucho escáner progresista (ya sea socialdemócrata, marxista, biempensante o humanista) que le pasemos por encima. Sí, Houellebecq no es el único escritor de la historia que ha pensado su sociedad llamando a escena a personajes malvados, o abordando la narración desde una primera persona equívoca en lo moral (pensemos en Hrabal, en Günter Grass, en Easton Ellis, en el propio Camus). Lo que le distingue por encima de muchos de sus colegas contemporáneos es que Houellebecq es uno de esos pocos –e iluminados– autores capaces de desplegar una conciencia que unifica sus libros bajo una misma mirada, sean cuáles sean los narradores puntuales de cada uno de sus libros. Lo rabioso del asunto es que su con ciencia, ya lo hemos dicho, resulta reaccionaria, o por lo menos, incómoda, puntiaguda, egoísta. La pregunta que salta en este momento es porqué nos fascina el punto de vista desde el que Houellebecq describe un mundo posthumanista, en el que el hombre no sólo ha perdido el contacto con lo más íntimo de su ser si no también la manera de interactuar en sociedad. Porque, por un lado, un lugar común entre la pléyade de escritores que asumen la descripción de lo común en esos parámetros, es un cierto cansancio en la reiteración de esa puesta en claro del diagnóstico –la descomposición de las relaciones, el utilitarismo económico co mo patrón social…–, dado que su trabajo no ofrece ni capacidad de intervención ni revela grandes secretos. Y, por otro, porque su posición debería ahuyentar a esa masa de lectores progresistas que sí que confían en el espíritu humano y que sin embargo no tienen más remedio que aceptar que Houellebecq, aun enmarañado en sus propias fobias y esputos, dice cosas bastante exactas. ¿Será porque, a pesar de todo, el prisma reaccionario de ver el mundo puede analizarlo con lucidez? ¿Será porque la división entre progresismo y reaccionarismo es una línea de separación más inestable e ineficaz de lo que parece? ¿Será porque Houellebecq con ten ta una parte oscura y reprimida de nosotros mismos que, a la chita callando, despliega una gran capacidad de influencia en nuestros actos y pensamientos? Di fí ciles preguntas… Lo que sí está claro es que, a diferencia de otros proyectos literarios más benignos, sus veredictos dan en el

clavo. Sólo dos ejemplos. En 1994, en Ampliación del campo de batalla, diagnosticó la soledad del hombre conectado al mundo por medio de la red informática y acertó. Y en 2001, en Plataforma, interpretó el turismo sexual como el gran paliativo del fracaso de las relaciones en occidente, y hoy día los psicólogos no tienen más remedio que admitir que el viaje del cincuentón medio a Tailandia, por mucho que nos repugne –y nos repugna muchísimo–, actúa como válvula de escape en una sociedad en la que la neurosis, individual o colectiva, impide la prosperidad de las relaciones. En estos y en otros aspectos, Houellebecq ha exhibido su ojo clínico. Pero no es sólo eso. Es que sus novelas realmente funcionan como artefactos literarios. Es decir, artísticos. Aunque sus ficciones hayan de ser examinadas a la luz de la sociología y la filosofía, el francés es un excelente escritor, bien dotado para la expresión plástica, la conmoción, la emoción, el lenguaje y hasta para la poesía: facultad extraña entre quienes piensan en abstracto o tienen que sacar conclusiones del destino del hombre subrayando encuestas de opinión. ¿Quién o qué es Michel Houellebecq? Difícil pregunta. En Enemigos públicos, el libro resultante de su intercambio de mails con el filósofo Bernard Henri-Lévy, se postuló como una víctima de los medios de comunicación y negó explícitamente ser reaccionario. Pues vale. Pero pensar en él como uno de esos raros ácratas autosuficientes que nos mira desde las alturas resulta complicado, porque su resentimiento social lo aleja del tradicional buen porte de la aristocracia literaria y, por otro lado, a veces parece ciertamente preocupado por el destino del hombre. Finalmente, no parece sensato asignarle una vena mística, creencias religiosas, desmedidas ambiciones económicas o de poder. Aun a nuestro pesar –y desde aquí pido perdón por la analogía– Houellebecq es Houellebecq. Como el fútbol. Hemos dedicado este dossier al escritor francés por dos razones, principalmente. Porque activa algún tipo de revulsivo reconocer que la única literatura necesaria no es la que se fabrica en la trinchera de los buenos –esto, además, produce una pizca de placer malévolo en la conciencia crítica que tratamos de alimentar desde las páginas de esta revista–. Pero también porque, más allá de los exámenes filosóficos o estéticos que podamos patrocinar –cosa que hacemos desde esta página– queremos presentar al cascarrabias galo como uno de los grandes escritores de nuestro tiempo. La nuestra es, pues, una reivindicación literaria. ■ Quimera 21


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Sexo con Houellebecq por Ernesto Castro Córdoba

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i. “Vuestros clones no tendrán ombligo, pero tendrán una literatura que se mirará el ombligo.” Michel Houellebecq da en el punctum dolens de la crítica literaria cuando escribe en Ampliación del campo de batalla que la novela tiene sus días contados. “La forma novelesca no está concebida para retratar la indiferencia, ni la nada; habría que inventar una articulación más anodina, más concisa, más taciturna.” Esta tesis parte del supuesto –bastante plausible– de que el relato de aventuras y, más en concreto, la escritura autoficcional que M.H. practica tiene su origen en una coyuntura histórico-social que ya no es la nuestra. Para ser más exactos, parafraseando a Benjamin: la novela es el medio a través del cual el individuo salta a la palestra como objeto cultural. Ya no es la comunidad la que perpetúa su tradición en la transmisión oral de los relatos populares; ahora es un individuo el que deja por escrito unas miserias, las suyas propias, que no tienen nada de ejemplares. El formato novelesco es muy apropiado para relatar el recorrido emocional de un individuo y, para ser más precisos, sus fracasos. A la novela le es inherente esa distorsión comunicativa, esa opacidad emocional, ese distanciamiento estilístico propios de un relato que atestigua una vida echada a perder. Desde el Quijote hasta Las partículas elementales hay, en efecto, una afinidad novelesca por los perdedores. En ocasiones la calidad literaria de una historia se puede medir por el número de derrotas que sus personajes son capaces de sobrellevar. También la narrativa de M.H. parte de un substrato de frustración, aderezado con aventuras sexuales esporádicas que ya quisiera para sí un everyday normal guy. Nada más lejos de la indiferencia, eso desde luego. La tesis continúa: la escritura autoficcional es el intento de suturar la brecha entre el individuo y el resto de la sociedad. En el momento en que un sujeto se sabe portador de una existencia finita, una identidad propia y una trayectoria exclusiva, entonces tiene algo que contar sobre sí mismo. Así, la escritura autoficcional consiste en un gesto patético de exposición de un sujeto que busca el reconocimiento de los otros; el autor pretende inmortalizar su existencia en el recuerdo de sus congéneres. El sujeto se embarca en la misión imposible de comunicar una identidad intransferible, reproducir por escrito una existencia irrepetible. Sin esta fractura que lacera el tejido social no habría lugar para la escritura autoficcional. La muerte del formato novelesco acontecería, por tanto, cuando pasamos a una sociedad caracterizada por la reproductibilidad, la estandarización y la neutralización de las diferencias. En este estadio histórico-social, cuando todos los individuos replican los mismos patrones de conducta, la comunicación de lo irrepetible deja de tener sentido. Pues bien, según M.H. estamos ante un panorama de homogeneización social que hace necesario el paso del testigo de la literatura a la información. No hay, por definición, nada irrepe-

tible en la sociedad capitalista. Con la degradación de la experiencia y la normalización de la existencia, la literatura sería destronada para mayor gloria de la información que se alzaría como nuevo sistema de intercambio cultural hegemónico. “El mundo se uniformiza ante nuestros ojos; los medios de comunicación progresan; el interior de los apartamentos se enriquece con nuevos equipamientos. Las relaciones humanas se vuelven progresivamente imposibles, lo cual reduce otro tanto la cantidad de anécdotas de las que se compone una vida.” Los textos de M.H. asumen que la literatura ha perdido de una vez por todas su estatus privilegiado y que, de ahora en adelante, es un soporte mediático entre otros (su última novela El mapa y el territorio incorpora párrafos enteros de Wikipedia). El francés hace uso de un estilo literario que rompe los cauces habituales de la narración. A medio camino entre el análisis teórico y la autoficción, sus novelas interiorizan formulas de campos colindantes a la narrativa (especialmente la sociología). Con una prosa clara y concisa, M.H. describe con trazo grueso una sociedad que, según él, carece de detalles una vez las relaciones humanas han sido reducidas al mínimo común denominador. Su estilo conjuga dos enfoques: el patético y el cínico; dos perspectivas: la primera persona autoficcional y la tercera persona que describe una sociedad posthistórica habitada por una raza de neohumanos que han sido purgados de sus sentimientos. En el entrecruzamiento modernista entre ética y estética hay una pregunta que inquieta a nuestro autor: ¿es posible la ciencia ficción después de Hiroshima? La respuesta es afirmativa. La posibilidad de una isla y el final de Las partículas elementales son ejemplos de utopía fallida, una forma de ciencia ficción que se embarca en la construcción de un futuro social reconciliado y, por ineptitud, fracasa en el intento. Como dice Jameson, las virtudes de la utopía fallida radican en su capacidad de volvernos más conscientes de nuestras propias limitaciones. En su intento de pergeñar una realidad radicalmente distinta, la utopía fallida proyecta sobre otros mundos una imagen distorsionada de nuestra situación actual. De este modo, desvela en qué medida nuestra imaginación es rehén de nuestro sistema productivo actual. En su descripción del futuro inmediato M.H. comete la misma falacia naturalista que hayamos presente en la obra de Thomas Hobbes: ambos consideran que la conducta egoísta es la esencia metahistórica del ser humano. Uno lo proyecta en futuro no muy lejano y otro se remite a un estado de naturaleza primigenio, ambos ven una constante universal donde sólo hay un factor contingente históricamente determinado. Los neohumanos de La posibilidad de una isla se parecen mucho a los sujetos de la sociedad actual, con todos sus defectos elevados al cubo: consumistas hiperindividualizados, mónadas autoabastecidas, empresas unipersonales, etc. Sin embargo, las sectas New Age que M.H. pretende retratar a través de estas utopíQuimera 23


as fallidas tienen un ideal regulativo muy distinto: la búsqueda de la redención espiritual y de fusión con el Uno-Todo a través de la síntesis tecno-biológica. En palabras de Marshall McLuhan, los nuevos medios de comunicación suponen una ampliación de los sentidos y ello posibilitará en el futuro formas más profundas de empatía con los otros (fusión en un mismo sentimiento oceánico). Este gurú de la tecno-mística sesentayochista concluye su libro Understanding Media: “El pánico ante la automatización como amenaza de uniformidad a escala mundial no es sino la proyección en el porvenir de la estandarización y la especialización mecánicas, que ahora pertenecen al pasado.” Aplíquese esta frase a la imagen que M.H. pergeña de la actualidad en términos de homogeneidad y neutralización de las diferencias. ¿Acaso no estamos ante una visión extremadamente sesgada y unilateral de la realidad?, ¿acaso la novela, que nace como un formato híbrido donde se confluyen multitud de afluentes (culturales, políticos, estéticos, etc.), no goza hoy de una salud envidiable? Según un tópico muy extendido, el lenguaje informático no sólo habría de suceder al literario –como decía Benjamin–, sino que literatura e información tienen códigos contrapuestos. Las características de la información son la transparencia comunicativa, la indiferencia emocional y la homogeneidad estilística. Pero, ¿acaso el sistema de código binario anula la literalidad del lenguaje (su capacidad de extrañamiento)? De ningún modo. El lenguaje científico, la descripción indiferente y la falta de empatía emocional son, de suyo, una distorsión comunicativa respecto del lenguaje cotidiano, una distorsión productiva que amplifica el rango de significados potenciales. Cuando M.H. incorpora reflexiones sobre New Brave World en Las partículas elementales no está transgrediendo los límites del género, simplemente se posiciona dentro del campo literario. La sociología, la psicología y la filosofía forman parte del ADN, no son una incorporación radical –absolutamente novedosa– del siglo pasado. ii. “Sólo el deber puede mantenernos con vida.” Según M.H. nos encontramos en una coyuntura intelectual con escasas alternativas teóricas. Si queremos encontrar respuestas acerca de las grandes preguntas de la tradición filosófica, una de dos: o aceptamos la explicación que nos ofrecen las sectas New Age, o asumimos la reducción de la realidad a puro mecanicismo. Entre estas dos alternativas no hay nada, nos asegura M.H., pero miente. Él mismo ha creado una alternativa: adoptar la sexualidad como principio rector de la sociedad. En Ampliación del campo de batalla afirma que “la sexualidad es un sistema de jerarquía social” con sus estrategias de reconocimiento, sus códigos de identificación, sus castas privilegiadas y su estratificación. Si, como sostiene la sociología al uso, la distinción es el ADN del individualismo (ser un individuo es sinónimo de ser distinto), para M.H. 24 Quimera

la sexualidad es, junto con el dinero, el patrón para medir tal distinción. La liberación sexual cuyos orígenes se sitúan en Mayo del 68 supone la ampliación del campo de batalla capitalista a todas las esferas de la realidad y la fusión de dos trincheras (la económico y la sexual) bajo la misma ley de oferta y demanda. El intercambio degrada la seducción, piedra miliar de la sexualidad. De este modo, el individualismo sesentayochista termina produciendo sus propias condiciones de imposibilidad: la gente se valora demasiado como para tener relaciones sexuales. Una vez se abre la vereda en los años 60, las prácticas sexuales se orientan poco a poco hacia experiencias más individualistas: se empieza por la orgía colectiva, se continúa por el intercambio de parejas y se termina en las prácticas sadomaso donde un individuo precintado de cuero negro experimenta su propio sufrimiento. M.H. resume: “Es chocante comprobar que a veces se ha presentado la liberación sexual como si fuera un sueño comunitario, cuando en realidad se trataba de un nuevo escalón en la progresiva escalada histórica del individualismo. Como indica la bonita palabra francesa ménage, la pareja y la familia eran el último islote de comunismo primitivo en el seno de la sociedad liberal. La liberación sexual provocó la destrucción de esas comunidades intermedias, las últimas que separaban al individuo del mercado.” Según esta lectura, Mayo del 68 fue el intermezzo insurgente que dio fin a la dinámica social del capitalismo, aliado con la ética protestante del esfuerzo y el ahorro desde tiempos de la Revolución Industrial, para dejar el camino libre a un nuevo espíritu del capitalismo, centrado en la explotación de la creatividad individual y el despilfarro consumista. “Trabajadores de día, juerguistas por la noche”, resume Daniell Bell. El punto clave de esta trasgresión interna al capital se encuentra en el hedonismo. En Alemania, los seguidores de Marcuse propugnaron que un enfoque riguroso y sin complejos de las relaciones sexuales era, según decían, la mejor manera de librarse de las ilusiones del imperialismo estadounidense. El comunismo sexual representaba una terapia de choque contra la sexualidad reprimida de sus padres, en la que se olfateaban los residuos del machismo nacionalsocialista. La terapia sexual de los sesentayochistas tuvo un éxito rotundo: la liberación sexual fue el acta de defunción de la burguesía y su concepción de las relaciones personales. Sin embargo, antes de despachar el término ‘burguesía’ como un término sociológicamente inadecuado, habrá que tener en cuenta la definición de la burguesía en el Manifiesto Comunista como aquella clase que se revoluciona constantemente a sí misma. ¿Acaso las consecuencias de Mayo no son el ejemplo más claro de la dinámica burguesa, una clase capaz de negar sus propios valores e incluso negarse a sí misma con tal de perpetuar la expansión del capital? Las novelas de


M.H. constatan cómo el suicidio de la burguesía y la desaparición de su moral decimonónica dieron un mayor impulso al mercado. Para ser más exactos, según M.H, la izquierda cultural e insurgente del 68 dio carta blanca a una mercantilización de las relaciones personales. Como resume Gilles Lipovetsky: “El hedonismo de masas, el ocio, la multiplicidad de posibilidades suscitada por los bienes y servicios de la abundancia contribuyeron a reforzar aún más la reivindicación de la autonomía personal, hasta el punto de anexionar el mismo espíritu revolucionario. Mayo del 68 sólo es en apariencia antinómico con el neocapitalismo de las necesidades, de hecho fue este último el que permitió la explosión polimorfa de los deseos de independencia, el que permitió la emergencia de una utopía hedonista, de una revolución cultural que exigía el ‘tout, tout de suite’ (todo, ya).”

Houellebecq forma parte de esa casta de intelectuales mediáticos que a partir de los años 70-80 renegó de la tradición revolucionaria más reciente y acogió con brazos abiertos los principios del pensamiento reaccionario.

Hay que tomarse con una pizca de sal estas acusaciones. En primer lugar, la expansión de la lógica de mercado a todas las esferas de la sociedad no fue el resultado de los movimientos sociales de la década de los sesenta y setenta sino de la reacción conservadora patrocinada por Reagan y Thatcher a mediados de los ochenta. En las últimas décadas hemos asistido a un abordaje del pensamiento crítico por parte de los think tanks de la derecha neoliberal. Entre los tópicos que manejan, destaca una codificación aberrante de 1968 como el año de la gran explosión individualista. Habría que empezar a pensar Mayo del 68 a través de los escritos de militantes que continuaron en activo tras la derrota sin desistir en su lucha por los principios de la justicia social y la meritocracia económica, como es el caso de Daniel Bensaïd, en lugar de confiar en las lecturas retrospectivas de dirigentes como Daniel Cohn-Benedit, cuyo compromiso inicial fue incapaz de resistir la retirada en desbandada de la izquierda. Recordemos que M.H. pertenece por méritos propios a la generación que Daniel Lindberg calificó de nouveaux réactionnaires (la islamofobia presente en su novela Plataforma es conocida por todos). Cercano ideológicamente a los Nouveaux Philosophes, M. H. forma parte de esa casta de intelectuales mediáticos que a partir de los años 70-80 renegó de la tradición revolucionaria más reciente y acogió con brazos abiertos los principios del pensamiento reaccionario. El núcleo de esta tradición de pensamiento afirma que toda emancipación es sinónimo de desorden social y toda forma de liberación es un eufemismo para referirse a la incertidumbre individual surgida por la falta de referentes colectivos. Estas premisas se enmarcan en una concepción pesimista del ser humano, según la cual la humanidad está avocada al sufrimiento y el ser humano está inclinado a actuar de forma egoísta. En última instancia estamos ante una versión secularizada del pecado original que afirma la maldad intrínseca a la naturaleza humana, irremisiblemente manchada por alguna transgreQuimera 25


sión primigenia. M.H. sitúa el pecado original de nuestro tiempo en 1968 y localiza la redención apocalíptica, como hemos dicho, en un futuro New Age no muy lejano. La genialidad de su enfoque consiste en haber introducido una pequeña variación respecto a la tradición que le precede: al formular sus ideas en el marco de la ficción y no en el de la pura teoría, el pensamiento reaccionario de M.H. está depurado de moralina. En sus novelas, nuestro autor se ahorra toda la parte moralizante y propositiva del pensamiento reaccionario. Sus historias condensan las tesis negativas, ofreciendo una radiografía penetrante e hiperbólica del escepticismo, pesimismo y milenarismo en nuestro tiempo. Como todo buen reaccionario, bajo las exageraciones de M.H. se encuentran penetrantes intuiciones sobre la condición humana, incluso desde el punto de vista de una moral no conservadora. Gracias al pesimismo que atraviesa sus novelas, los personajes de M.H. se vuelven familiares, su miseria cotidiana los aproxima a un lector siempre dispuesto a identificarse con el desvalido. “Sólo el deber puede mantenernos con vida”, declaró M.H. en una entrevista concedida en 2002. Pues bien, con esta sentencia se está refiriendo, implícitamente, al deber del fornicio. Sus novelas retratan la dimensión impositiva del deseo; en términos lacanianos: el entrecruzamiento entre el imperativo y el goce en el mandato del superyo. Slavoj Zizek resume: “el psicoanálisis no trata del padre autoritario que prohíbe el goce, sino trata del padre obsceno que lo manda, y por eso produce impotencia y frigidez. El inconsciente no es secreta resistencia a la ley, sino la ley misma.” Se podría hablar incluso de un imperativo categórico de la sexualidad, el cual exige no sólo la acción conforme al deber, sino el cumplimiento del deber (sexual) por mor del deber mismo. En otras palabras, no sólo debes cumplir con tus obligaciones sexuales, tienes además que extraer placer de su cumplimiento. La felicidad for ma parte del contrato, las relaciones sexuales son el atajo idóneo. En caso de no alcanzar el éxtasis de perfección, la frustración es el resultado inevitable. Si, de acuerdo con la formulación kantiana, la acción moral es posible porque es necesaria (está exigida por la razón práctica), la producción artificial de necesidades por parte de la sociedad de consumo invierte la relación entre lo posible y lo necesario: si algo es posible, entonces es necesario. Esto es lo que podríamos llamar el imperativo categórico del hedonismo que subyace a la narrativa de M.H.: si puedes obtener la felicidad a golpe de billete, ¿por qué no intentarlo? Los loosers de la sociedad de consumo pierden por partida doble: fracasan en su proyecto vital y, además, han faltado a sus obligaciones. El capitalismo pone a disposición del consumidor todas las condiciones para que éste lleve a cabo el más satisfactorio de sus planes de vida. O esto es lo que parece prometer una publicidad por definición engañosa. Según M.H., existe una contradicción entre las promesas publicitarias y las posibilida26 Quimera

des reales que tiene un individuo: “la sociedad erótico-publicitaria en la que vivimos se empeña en organizar el deseo, en aumentar el deseo en proporciones inauditas, mientras mantiene la satisfacción en el ámbito de lo privado. Para que la sociedad funcione, para que continúe la competencia, el deseo tiene que crecer, extenderse y devorar la vida de los hombres.” Entre el deseo y su satisfacción hay un cuello de botella. Cuando la oferta de productos de consumo se dispara y el número de destinos turísticos se eleva hasta el infinito, la duda existencial del individuo se refiere a las posibilidades perdidas en el pasado –“¿qué hubiera pasado sí…?”–. Por mucho que nuestro autor repita el apotegma de Don Delillo –“la muerte es el ruido de fondo de la existencia”–, es curioso comprobar cómo el futuro apenas inquieta a sus personajes. “He vivido tan poco que tengo tendencia a pensar que no voy a morir; parece inverosímil que una vida humana se reduzca a tan poca cosa; uno se imagina, a su pesar, que algo va a ocurrir tarde o temprano”, afirma el protagonista de Ampliación. Cuando toman conciencia de su finitud, estos personajes la aceptan con resignación, pero son incapaces de soportar su pasado. Apenas sienten culpabilidad por lo realizado, les atormentan más bien las posibilidades que dejaron escapar. Este es el caso de Bruno, uno de los protagonistas de Las partículas, quien recuerda con insistencia su primer contacto físico con una chica: se sientan juntos en el cine y él pone su mano sobre el muslo de ella durante unos segundos antes de que ella se la retire. “¿Por qué tocó Bruno aquella tarde el muslo de Carolina Yessayan y no su brazo? Probablemente ella lo habría aceptado y tal vez hubiera sido el principio de una hermosa historia”. La minifalda de la chica será la culpable de su vida sexual fracasada. “Si todo había caído en un vacío desolador, era por culpa de un detalle mínimo y grotesco.” M. H. recurre a la metáfora del mundo como supermercado para describir la impotencia del individuo ante esta tiranía de la oferta. “La lógica del supermercado induce forzosamente a la dispersión de los sentidos; el hombre de supermercado no puede ser, orgánicamente, un hombre de voluntad única, de un solo deseo.” El mercado bombardea a los consumidores con ofertas nuevas a velocidad de infarto, imposible de digerir. En las grandes superficies comerciales, donde uno dispone de una multiplicidad de productos de consumo a la mano, es inevitable que surja la angustia, aquello que Kierkegaard definió como el sentimiento de desazón ante la amplitud de posibilidades. Los personajes de M.H. dividen su tiempo en costes de oportunidad perdidos, la duda existencial que atraviesa su vida no es aquella aburrida pregunta “¿quién soy?”, sino una incógnita mucho más inquietante: “¿qué elegir?”. Más inquietante porque presupone una responsabilidad difícil de asumir –¿quién quiere ser culpable de su propia infelicidad?– y una libertad de elección que no estamos seguros de tener –¿cuánto capital se necesita para ser


feliz?–. Pero no se preocupen, el mundo como supermercado genera su propio mecanismo de compensación: cuando la personalidad desaparece, se lleva consigo la responsabilidad. Al disolver la identidad del individuo en una pluralidad de momentos de consumo, deja de existir un centro de control que deba comprometerse con la consecuencia de sus actos. Este determinismo de la víctima está muy arraigado en la conciencia de los perdedores y lo que es más importante, en (pseudo)disciplinas de conocimiento como el psicoanálisis de salón y la sociología de estar por casa. Sus expertos insisten en que todo está determinado por una estructura a priori del inconsciente o la sociedad. Sus teorías son, en realidad, una justificación teórica de la miseria propia y ajena, una forma más de la teodicea obsesionada por justificar la existencia del mal. Nos han enseñado a ver nuestras vidas como espectadores de un espectáculo en el que no podemos intervenir. Lo sucedido es inevitable, todo está controlado por un Otro absconditus que dirige desde la tramoya todos los hilos. Nadie es culpable de nada. En último término todo es el producto de una lógica histórico-social que escapa a nuestra comprensión; la coyuntura histórico-social tiene razones que la razón ignora y, en caso de que lográramos comprender la situación, no podríamos transformarla. En resumen, estas pseudo disciplinas de conocimiento invierten los términos de la tesis XI de Feuerbach: se entretienen en interpretar la sociedad en vistas de no poder transformarla. ¿Acaso los personajes de M.H. no encarnan a su manera este victimismo teórico? En vez de buscar una solución a sus problemas, estos personajes no se consideran dueños de su destino ni capitanes de su alma; en vez de afrontar decididamente sus patologías, elevan sus derrotas a concepto, se regodean teóricamente en su miseria. El protagonista –un trampantojo autoficcional del propio autor– es siempre la misma figura neurótica, obsesionada por su sexualidad, incapaz de alcanzar la felicidad, alejado de las posiciones de poder y atrapado en el círculo vicioso de la autoconciencia: cuanto más consciente es de su problema menos puede escapar de él. En Posibilidad de una isla asistimos a una clase de psicología dentro de una secta New Age cuya enseñanza principal consiste en recomendar el olvido como medida preventiva ante las patologías psicológicas; “tomar conciencia de los bloqueos los reforzaba; exponer con pelos y señales los conflictos entre dos personas los volvía, por lo general, insolubles.” Nuestro autor considera que la única fase de la vida que merece ser vivida es la adolescencia, un adulto es un adolescente disminuido que, para su desgracia, no puede ignorar sus problemas. iii. La pregunta del millón. ¿Somos tan infelices como nos dibuja Houellebecq?, ¿la sexualidad cumple un papel tan relevante en nuestras vidas?

Independientemente de la respuesta que se ofrezca, algo no cuadra en el tono apocalíptico de la teoría que desarrolla nuestro autor en paralelo al argumento de sus novelas. Parafraseando a Gramsci, diremos que en sus escritos se contrapone el pesimismo de la razón (detentada por el narrador) y el optimismo de la voluntad (que muestran sus personajes). Y me atrevería a añadir que tanto uno como otro no se adecuan a la neutralidad de los hechos. En teoría, deberíamos estar ante individuos emocionalmente lisiados que actúan movidos por una líbido omnipotente y son incapaces de disfrutar de su existencia, de captar la singularidad de los acontecimientos. Los loosers que pueblan su imaginario no siempre pierden y algunas novelas como Lanzarote están atravesadas por una felicidad desbordante. En líneas generales, las aspiraciones de estos personajes son más o menos convencionales. En teoría, la lógica imparable de la sexualidad debería arrastrarles hacia las versiones más perversas de sadomasoquismo, en las que se obtiene placer con el sufrimiento propio u ajeno. Esto es así para el caso de Las partículas y Ampliación; pero en el otro polo tenemos la sexualidad ingenua y la voluntad bienintencionada de Michel y Valerie, los protagonistas de Plataforma que son incapaces de soportar un espectáculo de tortura sado. En una entrevista concedida a Art Press en 2005, M.H declaró que el principio que da coherencia a su obra es la intuición de que la existencia es inseparable del sufrimiento y el deseo es consustancialmente maligno. Aquí se percibe en qué medida su concepción del mundo presupone un pesimismo típicamente reaccionario. En primer lugar, posee el mismo vicio que Nietzsche reconoció en los predicadores de la moral y los teólogos: “todos ellos buscan convencer a los hombres de que se encuentran muy mal, por lo que es menester una cura dura, última y radical. […] siempre se habla exageradamente del dolor y de la desdicha, como si exagerar aquí fuera un asunto de buena educación en la vida”. En segundo lugar, el discurso irreverente de M.H. se apoya en una caracterización simplista de las pasiones humanas que, imbuido en un desengaño muy fin de siécle, no contempla la posibilidad del altruismo y las iniciativas desinteresadas. Con la aparición del yo durante la Modernidad, el egoísmo se impone sobre la conducta humana, el altruismo está condenado a extinguirse y cualquier empresa colectiva está llamada al fracaso. La liberación sexual sólo da el empujón final a una historia que nuestro autor interpreta en términos de decadencia moral. De vez en cuando, nuestro autor tiene uno de sus arrebatos de sinceridad y cae en dicotomías simplistas. Sorprende el uso extremadamente ingenuo de expresiones como “bondad” en algunas de sus conferencias, como cuado argumentó que la bondad es mejor que el intelecto. Sobre la narrativa de M.H. planea en última instancia el espíritu ascético de un Schopenhauer: la única manera de redimir la voluntad consiste en aniquilarla. ■ Quimera 27


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Decidir qué ignorar

Ocho apuntes sobre la obra de Michel Houellebecq por Germán Sierra

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1 Cuando Brian Greene escribe que “el arte de la física consiste en decidir qué ignorar” (1), pretende hacernos conscientes de que en cualquier representación del mundo, aún en aquellas que poseen la vocación de describirlo con la mayor exactitud, sólo puede obtenerse una imagen coherente de la realidad a cambio de admitir cierto grado de simplificación. Lo que determina la relevancia de una teoría y, para el asunto que nos ocupa, de una obra de arte, sería entonces la posibilidad de corroborar que la conducta de aquello que hemos ignorado no provoca una distorsión significativa en lo que estamos describiendo. Una simplificación inteligente no implica reduccionismo; por el contrario, supone un auténtico homenaje a la inabarcable complejidad de los procesos que se pretenden investigar. Michel Houellebecq construye su obra literaria a partir de una de esas simplificaciones, que tiene como objetivo facilitar la reflexión acerca de la sociedad contemporánea sin desviarse de la estructura narrativa convencional: la desaparición de las formas tradicionales de relación entre los seres humanos nos ha dejado reducidos a entes atómicos, sin atributos, a merced de fuerzas inhumanas, de flujos, campos, atracciones y deseos que carecen absolutamente de trascendencia. Las fuerzas “frías” de las ciencias físicas, la economía financiera, las atracciones sexuales casuales o el vagabundeo global determinan las múltiples dimensiones de una realidad que sólo se sostiene gracias a las colisiones azarosas de elementos en última instancia intercambiables. Algo que apenas puede ya denominarse una “sociedad”. Esta interpretación de la realidad contemporánea no es en absoluto original, y el éxito de las novelas de M.H. tiene sin duda mucho que ver con el reconocimiento previo de tales presupuestos por la cultura mainstream. Como explica Eloy Fernández Porta, aunque esa proposición se ha presentado repetidas veces como “resistente”, “esta clase de discursos son, en verdad, populares y exitosos” (2). Se trata de una visión del mundo que ya se ha convertido en un cliché. Sin embargo, como ha observado Juan Francisco Ferré, se trata de un cliché, aunque reconocible, impopular, y “el increíble éxito de Houellebecq se fundaría en haber sabido articular, no importa si por afán de notoriedad mediática o de cruda revancha social, como le achacan sus enemigos, un discurso provocativo, minoritario e impopular con fuerte tirón mayoritario en un contexto comunicativo donde la narrativa parecía condenada por imperativos comerciales a la inanidad estilística, el entretenimiento inofensivo o el ocio más anodino” (3). 2 Simplificar es difícil, sobre todo cuando se pretende conciliar una cosmovisión empírica o formalmente objetivable con las trampas cognitivas de la subjetividad. La cosmovisión de

M.H. funciona como una hipótesis de partida sobre la que se construyen las historias, pero M.H. no es en absoluto un ingenuo. Cuando emplea la ciencia como metáfora, es perfectamente consciente de que está obligado a mantener los diferentes niveles de descripción perfectamente separados. M.H. evita conscientemente la frecuente confusión entre relatividad y relativismo, entre el Principio de Incertidumbre y nuestra incertidumbre. Tanto sus novelas como sus declaraciones públicas reflejan una ambigua jerarquía de valores con la que se puede estar o no de acuerdo, pero de la que en ningún caso puede desprenderse que todas las opciones posibles, por muy ajenas que parezcan a la voluntad de los personajes, posean el mismo valor intrínseco: todas las religiones son execrables, pero algunas más execrables que otras; no todas las vidas de los individuos clonados son idénticas; no todos los intercambios, sexuales o económicas, son igualmente satisfactorios. Lo mejor de las novelas de M.H. radica en su capacidad para sobrevivir en un contexto paradójico que se resiste a abandonar por completo la tradición de la filosofía idealista, pero sin caer en las mitologías redentoras que presentan “la actividad creativa como remanso de paz privada frente al sindiós de la moda y la tecnología” (2). 3 Tradicionalmente, se esperaba de la filosofía tanto una descripción del mundo como una guía vital, con un cierto nivel de coherencia entre ambas. El desarrollo científico ha desplazado a la descripción filosófica de la realidad pero, a diferencia de la filosofía, la ciencia no puede recomendarnos cómo vivir. Esta divergencia entre la descripción de la realidad y la posibilidad de una ética “natural”, no basada en el dogma político o religioso, se hace patente en las novelas de M.H. hasta el punto que una de las principales causas de conflicto y angustia parece ser la pérdida de la “unidad” conceptual o lógica. De hecho, la obra de MH ha sido interpretada en varias ocasiones como un nuevo ejemplo de la paradoja filosófica entre la percepción de las partes y la posibilidad de observar el “todo”. Un todo, en cualquier caso, no cosmológico, sino concebido a la medida humana. En esta línea, Hugh Graham, en un reciente artículo escrito para Spike Magazine (4) opina que la obra de M.H. está fuertemente influenciada por las ideas gnósticas. En Plataforma, Michel, el narrador, comenta estar convencido de que su padre había conseguido vivir toda su vida sin cuestionarse la condición humana ni una sola vez. “Lo mismo sucede”, escribe Graham, “con el mundo postmoderno. La filosofía, concebida como una reflexión sobre la vida, ha sido profesionalizada fuera de la existencia, o diluida y popularizada como autoayuda. Las religiones han aportado poco más que su propia desesperación por permanecer relevantes, histéricas reacciones contra la modernidad, plataformas para la venganza chauvinista o ridículos compromisos con las políticas de idenQuimera 29


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tidad. ¿Dónde, al final, podemos encontrar una reflexión sobre el dilema fundamental del hombre?” 4 En un recuente artículo publicado en The New York Times, Jonathan Franzen escribía que “el objetivo final de la tecnología, el telos de la tecné, es reemplazar un mundo natural que es indiferente a nuestros deseos –un mundo de huracanes y penurias y corazones frágiles, un mundo de resistencia– por un mundo tan sensible a nuestro deseos que termina por reconvertirse en una mera extensión del yo”(5). Sugiere Franzen que el tecno-consumismo es puesto en cuestión por el amor auténtico y que, por lo tanto, no tiene más opción que cuestionar el amor. M.H. se considera a sí mismo un heredero del romanticismo y de la ciencia ciencia-ficción clásica, que a su vez contiene importantes elementos románticos (él mismo ha manifestado en una entrevista a Paris Review que, aparte de la ciencia-ficción, sus influencias proceden del siglo XIX) (6). Los protagonistas de la mayoría de las novelas de M.H. son, en efecto, semejantes a los héroes románticos en su incapacidad para sentirse dueños de su destino, y por eso resultan muy representativos de la crisis actual que, en el fondo, es una reinterpretación, a nivel global, del shock sociocultural producto de la primera revolución industrial. Los personajes de MH no pueden evitar ser conscientes de la reorganización cultural de la realidad hacia un punto de vista posthumano pero, de un modo u otro, se resisten a la invasión, reflejándo así la situación del “ciudadano de cultura media”, particularmente en lo que se ha llamado “Occidente”: Un ciudadano incapaz de sentirse como impulsor esencial del “progreso” y cada vez más identificado con la figura mítica del “consumidor puro”, cuya única capacidad de decisión posible es acerca de qué objetos, conductas o identidades adquirir. Un “consumidor puro” que, no pudiendo abandonarse a la indefinición –a aquello que Eloy Fernández Porta (7) denomina “códigos neutros”: “cuando la esfera de las relaciones personales se convierte en un puro código universal, digital y globalizado”– sólo puede definirse a sí mismo desde el narcisismo. Regresando al artículo de Franzen, “si imaginas una persona definida por la desesperacion de gustar [...] verás a una persona sin integridad, sin un centro. En los casos más patológicos, verás a un narcisista –a una persona que no puede tolerar la mínima mancha que supondría para su autoimagen no gustar, y que por lo tanto, o bien se aparta de todo contacto humano, o sacrifica su integridad–. Si dedicas tu existencia a gustar y adoptas cualquier máscara cool que puedas necesitar para hacer que suceda [...] será difícil que no sientas, a algún nivel, desprecio por quienes han caído en tu trampa”. 5 La posibilidad de una isla comienza con la frase “Bienvenidos a 30 Quimera

la vida eterna”, lo que puede entenderse, como ha observado con acierto Juan Francisco Ferré, “como el anuncio de un hecho consumado, el triunfo definitivo sobre la muerte y su amargo aliado, el mecanismo de la reproducción humana” (El evangelio). Sin embargo, la novela termina con otra frase lapidaria: “la vida era real”. Esa mezcla de utopía y nostalgia permea toda la obra de M.H. La vida eterna, proporcionada por una tecnología “indiferente a los matices” no es real en absoluto –o no es vida–. La vida es algo del pasado, era real, y el futuro ya no es lo que era. M.H. es perfectamente consciente de que vivimos un momento histórico esencial, un cambio de dirección en la cultura, y se empeña en mostrarnos las costuras reventadas de la construcción histórica de la modernidad que ya no puede continuar soportando el mundo que estamos produciendo. Lo esencial en las novelas de M.H. no es la metáfora científica (como no lo es en la ciencia-ficción tradicional), sino la exposición de las angustias del “anticuado” ser humano en un mundo que, a pesar de los avances científicos y tecnológicos, parece mantenerse tan profundamente incognoscible como siempre. Un ser humano inscrito en procesos teleológicos, como el deseo de inmortalidad o la búsqueda del amor (aunque, ciertamente, la inmortalidad y el amor se definan desde un punto de vista mas materialista; en ese sentido, más aparentemente “científico”). Un ser humano a la espera de una epifanía, en la definición de Eloy Fernández Porta: “lo que llega, cuando menos se espera, a quien sabe mantener el oído atento y el espíritu en vilo”. “El sentimiento es romántico” –continúa Fernández Porta– ; “su forma, antimoderna. El primer paso de ese itinerario es la negación de la techné” –tal y como se desprende del artículo de Franzen– “y de sus modos de mirar y sentir (2). Según Ferré, La Posibilidad de una isla supone “un ataque frontal al modo en que el mundo y la vida han sido organizados por las sociedades humanas desde su misma aparición. Y una implacable refutación de sus fundamentos más firmes escenificada como irrisión de la ambiciosa creencia de que una vida tan banal e insignificante pueda aspirar todavía a alguna forma de inmortalidad o soñar con alguna estratagema de perpetuación infinita.” Es posible que la literatura que mejor defina nuestro tiempo sea aquella que ha abandonado la ficción teleológica (Blanchot, Beckett, la escritura conceptual... Más recientemente Blake Butler o Tao Lin), aquella que ha aceptado sin condiciones ni reparos la condición posthumana, la energía fluida, los campos, las atracciones... M.H. es consciente de la radical obsolescencia de las formas narrativas decimonónicas desde el primer momento, y en Ampliación del campo de batalla (p. 48) escribe: “Esta progresiva desaparición de las relaciones humanas plantea ciertos problemas a la novela. ¿Cómo acometer la narración de esas pasiones fogosas, que duran varios años, cuyos efectos se dejan sentir a veces en varias generaciones? Estamos lejos de Cumbres borrascosas, es lo menos que


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puede decirse. La forma novelesca no está concebida para retratar la indiferencia, ni la nada; habría que inventar una articulación más anodina, más concisa, más taciturna”. A pesar de ello, sus obras posteriores mantienen una estructura narrativa tradicional. Como su admirado H.P. Lovecraft, M.H. se regodea en la obsolescencia, se siente el último heredero de una raza degenerada. Los protagonistas de Richard Yates o There Is No Year se acomodan mucho más a la descripción “no había tenido, estoy seguro, ninguna relación; su estado de libertad era extremo” (Ampliación, p.49), y se parecen mucho más a partículas elementales que los de la novela homónima de M.H. Aunque cuando éste recurre a descripciones extraídas de la informática, de la biología o de la física, no se permite llegar a las consecuencias finales de una cosmovisión puramente cuántica o biológica, no permite que su estilo fluya en la indeterminación, la imprevisibilidad o el azar: relata, en cambio, la radical inadecuación de dos concepciones de mundo que coexisten –la humanística y la posthumanística– y la angustia vital que eso produce. Pero esa visión “romántica” de la realidad sigue siendo hoy relevante, en cierto modo irrenunciable, debido a su complementariedad, a su posibilidad de diálogo con la mirada no teleológica. Como en las artes visuales, la abstracción pura sólo conserva su sentido si, en paralelo, sobrevive el figurativismo. 6 El viajero de hoy, escribí hace algún tiempo, ya no va a ver, sino a cumplir lo que desde el principio había sido su deseo más íntimo y oculto: Va a ser visto. Conseguirlo es lo que lo distingue. Se dirige, probablemente, como Valérie en Platafor ma, a una muerte espectacular. El explorador antiguo raras veces tenía la oportunidad de presentarse ante el público en el momento de alcanzar su destino. Se veía obligado, por lo tanto, a construir un relato, a transformar su experiencia primero en literatura, después en fotografía o en cine. En nuestra civilización panóptica, sin embargo, todo puede ser visto de inmediato, incluso el futuro, y así, el expedicionario se ha convertido en poco más que un apéndice de la cámara que transporta. El punto de inflexión entre el ver y el ser visto se manifestó con la llegada del hombre a la Luna: llegada a un lugar donde no hay absolutamente nada que ver, con el único propósito de ser visto por todos. En realidad no es el hombre quien llega a la Luna: es la televisión (que ya puede prescindir del hombre, como se ha visto en la expedición a Marte). Desde entonces, todo paisaje se transforma automáticamente en decorado del sistema panóptico (lo que se corrobora en el mito popular que afirma que la llegada a la Luna no es sino un montaje, una película de ficción), y el único propósito que de estar en un lugar en particular es que desde allí se es más visible. El explorador antiguo va a ver y a no ser visto por una temQuimera 31


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porada para regresar después entre los suyos y hablar de tesoros, aventuras y maravillas. Desea ser el primero en llegar para tener la exclusiva del relato, para contar las cosas a su modo sin que nadie pueda contradecirlo. Ese componente esencial de intimidad, de la virginidad de lo observado, ha desaparecido por completo. En un mundo barrido por los satélites del sistema GPS es imposible alejarse del panóptico, no hay lugar donde uno pueda no ser visto: un Stanley electrónico nos sigue a todas partes. El sistema panóptico no sólo impide la aventura del explorador, sino que extingue a sus modernas contrapartidas: localiza al nómada, integra al desterrado, rescata al náufrago, interrumpe las reflexiones del paseante, acompaña al vagabundo. Mientras nos preocupábamos del final de la historia, lo que ha llegado ha sido el fin de la geografía. El viajero moderno no puede detenerse a admirar el paisaje porque el paisaje ha sido abolido y sustituido por una imagen publicitaria. Es, por el contrario, un rehén de sus propias obsesiones, un adicto, un buscador infatigable de ese fragmento de su alma que le ha sido injustamente arrebatado: “¿Será que la realidad es, en esencia, obsesiva?” –escribió Witold Gombrowicz en su diario– “Dado que nosotros construimos nuestros mundos por asociación de fenómenos, no me sorprendería que en el principio de los tiempos haya habido una asociación gratuita y repetida que fijara una dirección dentro del caos, instaurando un orden”(8). Un orden o un mapa que nos permitimos seguir: El turista de nuestro tiempo va a mirar más de cerca lo que ya conoce. No añora la pureza de lo virginal; al contrario, encuentra la perfección de la mirada en el terreno más hollado, en lo más despreciado por el público y, por lo tanto, lo más desconocido, no por su lejanía, sino por haberse convertido, a causa del prejuicio, en la cara oculta de la vida. El propósito del viaje es enfocar nuestra miope observación de lo cotidiano y explorar con su microscopio de extrañeza aquello que, estando patente ante nuestros ojos, hemos decidido no ver. No nos enfrentaremos a las paredes verticales, a las tormentas en medio del océano o a los peligros de la jungla, sino a la selva de nuestras propias percepciones, a los borrosos márgenes de nuestra cultura global, a los abismos de nuestra jerarquía de valores. En la aproximación al detalle se encuentra el objeto de la aventura del escritor y del viajero. 7 El viaje es de ida. No particularmente una huída, sino una búsqueda sin final aparente. Los turistas sexuales de Plataforma viajan en persecución de su fetiche o de su adicción. Por ello, la prostitución –“la más honrada forma de amor”, según William Vollmann– es no sólo un objetivo legítimo, sino el menos hipócrita de todos. Sería demasiado fácil insistir en la evidente desigualdad que genera el intercambio de sexo por dinero. La personalidad, a 32 Quimera

pesar de todo, no está delimitada por la asimetría del intercambio económico. Siempre tienen algo más que ofrecer: Llega un momento en el que necesitamos algo de ellas y, en su lugar, nos ofrecen su mercancía habitual: Mercancía simbólicamente devaluada desde el momento en que las requerimos para otra cosa. El turismo literario de M.H. nos enseña que nuestra agonizante cultura, de la que nos sentimos tan orgullosos, ha huido ya a lugares recónditos en los que se le ofrece una segunda vida, donde puede ser reinventada por otros pueblos menos mojigatos o por los exiliados de Occidente, y hasta donde nos dirigimos en busca de los poderes mágicos que le negamos a nuestra inteligencia –y que, una vez encontrados, ignoramos cómo pagar. 8 A pesar de todo, esa dificultad no debería hacernos desistir. No nos comportemos como el “público” al que alude William Vollmann en el prefacio a Historias del Mariposa, que “podría considerar agotado el tema con dedicarle sólo un pensamiento”(9). Nuestra obligación como exploradores/lectores es perseverar en la observación de los detalles y, en la medida de lo posible, participar en la búsqueda de esas cosas tan sutiles y evanescentes que son invisibles al ojo corriente: aminorar el paso, ser pacientes, y mirar muy de cerca. Esto es lo que hace hoy el observador: Confundirse con lo que observa. Confundirnos, porque ese es el pago que se nos pide. Confundirnos con lo que no comprendemos y estamos convencidos que nunca seremos capaces de comprender, pero nos gusta. Nos deleita de un modo incomprensible, irracional, como al fetichista, que deja en un segundo plano lo que se levanta sobre ellos, los tacones de aguja. Aunque Michel Houellebecq admita preferir una satisfacción más simple, más directa, más de la vieja carne. ■ NOTAS: 1. Brian Greene, The Hidden Reality: Parallel Universes and the Deep Laws of the Cosmos. Knopff, New York, 2011. 2. Eloy Fernández Porta, Homo sampler. Tiempo y consumo en la Era Afterpop. Anagrama, Barcelona, 2008. 3. Juan Francisco Ferré. El Evangelio según Michel Houellebecq. The Barcelona Review, 51, Enero-Febrero 2006 4. Hugh Graham, Philosophy in Rags: Rigour for a Dying World: Houellebecq and Gnosticism. Spike magazine. 7 de Enero, 2011. 5. Jonathan Franzen. Liking is for Cowards. Go for what Hurts. The New York Times. 28 de Mayo de 2011. 6. Susannah Hunnewell, Michelle Houellebecq. The Art of Fiction N. 206. Paris Review 194, Fall 2010. 7. Eloy Fernández Porta, €®O$. La superproducción de los afectos. Anagrama, Barcelona, 2010. 8. Witold Gombrowicz, Diario 1. Alianza, Madrid, 1988. 9. Wiliam T. Vollmann, Historias del Mariposa. Muchnik, Barcelona, 1995.


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Nos habíamos odiado tanto Mitos y leyendas sobre Michel Houellebecq por François Monti

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Hace unos días, el rapero Kanye West declaró en un concierto en Inglaterra “Ando por la calle y la gente me mira como si fuera Hitler”. Curioso este sentimiento de ser odiado: el hombre vendió millones de discos en el mundo. Mutatis mutandis, una sensación similar parece animar a Michel Houellebecq: en 2008 publicó un libro de conversación por correo electrónico con Bernard-Henri Lévy que tituló Enemigos públicos. Tradicionalmente, un enemigo público es un criminal de derecho común considerado muy peligroso. En el imaginario popular, esta figura puede adquirir tintes mitológicos, incluso convertirse en un héroe –Dillinger en EEUU, Mesrine en Francia– sea cual sea la gravedad de sus actos. Cabe preguntarse cuál es la imagen pública de Houellebecq, quiénes son sus enemigos. Cuando se publicó Ampliación del campo de batalla en 1994, Houellebecq era totalmente desconocido, un poeta discreto cuyo manuscrito había sido rechazado por numerosas editoriales. Acabó en manos de Maurice Nadeau, un prestigioso editor, cuya trayectoria lo había llevado a trabajar para los más grandes (Denoel o Julliard) y con los más grandes (Lowry, Perec y Kerouac entre otros) y que en 1977, a los 66 años, había fundado su propia editorial. Su catálogo es exigente, las ventas pequeñas. A pesar de cierto reconocimiento crítico, la primera novela de Houellebecq no desmiente la regla: veinte años después, ya no nos acordamos que las ventas iniciales fueron más bien modestas. Los temas y la visión del mundo detectables en la novela atraen a ciertos críticos y lectores conservadores. Sin embargo, la relectura de la lucha de clases, el retrato de hombres perdidos en la supuesta era del fin de la historia y del neoliberalismo y la crítica al individualismo, combinados con el nombre de Nadeau (resistente comunista durante la segunda Guerra Mundial), seducen también a la izquierda. El triunfo en el mercado editorial tendrá que esperar hasta el 98 y la publicación de Las partículas elementales. En esos cuatro años, Houellebecq ha firmado con Flammarion, una editorial importante que ve en él grandes promesas. Su poemario Le sens du combat (1996) ha tenido una buena acogida y el editor considera que su segunda novela es un libro capaz de causar sensación en la tradicional rentrée littéraire. El editor no deja nada al azar, la campaña promocional es muy cuidada y principalmente dirigida hacia dos revistas. Una de ella es mayoritaria –hay que pensar en las ventas– pero será la segunda la que se hará esencial en la creación de la imagen Houellebecq. Les Inrocks –así se llama– es la principal publicación cultural alternativa de Francia, emblema de la izquierda “guay”. Houellebecq no es, por así decirlo, de lo más guapos o elegantes, y tampoco es el más elocuente de los escritores. La combinación de estos tres factores debería garantizar que su presencia mediática se limitara a las páginas de críticas de libros. Pero al final de los noventa, están de moda los outsiders, la gente que no se encuentra cómo34 Quimera

da bajo la luz de los focos y los músicos mal vestidos. Sorprendentemente, Houellebecq encuentra de esta manera un lugar perfecto en la galería de retratos de los Inrocks: he aquí un escritor que tiene pinta de una anti-rockstar, de un músico lo-fi, del Daniel Johnston de la Remington, escribiendo novelas post-humanistas en pleno auge del postrock. Después de la caída del muro, después de la muerte del rock de toda la vida, después de la Gran Literatura Tradicional Francesa, en el 98, Houellebecq es sinónimo de Zeitgeist. Francia acaba de encontrar su Bret Easton Ellis. El funcionario tímido y cateto sale por todas partes. Sus dos primeras novelas se venden tal cruasanes calientes en la mejor panadería de París. Incluso saca un disco donde lee o canturrea sus poemas sobra música del über-cool Bertrand Burgalat. ¡Y se va de gira por toda Francia! Su éxito, combinado con el de Virginie Despentes y seguido por el de Frédéric Beigbeder, lleva a algunas editoriales a lanzar colecciones “nuevas generaciones” (la mayoría de las veces, con libros pésimos de autores patéticos). Algunas críticas son negativas pero nada parece poder detener a Michel Houellebecq. Incluso el hecho de no ganar el premio Goncourt acaba sirviéndole: es el Goncourt el que pierde prestigio… Pero llega el once de septiembre del 2001. Oh, claro, Houellebecq no tiene nada que ver con los atentados. Claro. Pero las circunstancias cambian, el estado mental también. Y a los franceses les encanta volverse en contra de lo que poco antes adoraban. La perfecta ocasión de hacerlo la provoca el propio autor. En declaraciones hechas al mensual Lire un mes antes de los atentados, mientras está de gira promocional de su nuevo libro Plataforma, Houellebecq dice: “la religión mas idiota del mundo es el Islam”. Por supuesto, después del derrumbe de las torres gemelas, buena parte de los lectores y de la crítica comparten su opinión. Se puede escuchar el viejo refrán de la derecha radical: “ese hombre dice las cosas tal como son”. Pero no convence tanto a sus lectores de izquierdas… Más allá de la muy rápida popularización en Francia de las teorías conspirativas acerca del 11-S, numerosas personas toman distancia con la islamofobia que parece emerger por todas partes. Cuando el autor de la novela francesa más esperada del año parece hacer el juego de la extrema derecha, la inevitable consecuencia es la indignación y (¡sobre todo!) la portada de los periódicos. El escritor se convierte en una figura polémica. Es entonces cuando se asocia el nombre Houellebecq a olor a azufre y a perfume de escándalo. Organizaciones musulmanas y anti-racismo lo denuncian. Todo el mundo comenta la situación. Algunos antiguos apoyos del escritor francés desaparecen pero los Inrocks siguen respaldándolo (más tolerante hacia él que hacia Dantec, antiguo protegido de la revista y abandonado por culpa de su “deriva derechista”). Los enemigos de siempre sonríen y aprovechan cualquier ocasión para recor-


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darnos que ya lo habían dicho. Periodistas, editores, y autores lo defienden al sonido del “no comparto sus opiniones pero la libertad de expresión es sagrada”. El editor pensaba que Plataforma iba a crear escándalo por culpa de su presentación positiva del turismo sexual; al final, se lee en busca de más pruebas de islamofobia. No pasa nada: el libro se vende. Mucho. Pero Houellebecq soporta con dificultad ciertos ataques: se publican libelos, entrevistan a su madre… En el 2002, Daniel Lindenberg lo identifica en un panfleto como uno de los “nuevos reaccionarios que contaminan la vida intelectual francesa”. Los enemigos salen a la luz y casi se les puede ver frotarse las manos cuando su novela siguiente –La posibilidad de una isla– obtiene una acogida tibia por parte de la prensa y se compra menos de lo esperado –bueno, menos quiere decir que sólo se venden cerca de 300.000 ejemplares… Sin embargo, ¿es Houellebecq de verdad este escritor escandaloso perseguido por los bienpensantes, atacado por sus numerosos enemigos? Para contestar a la pregunta cabría volver al nacimiento del fenómeno, a 1998, a la publicación de las Partículas. Entonces, Houellebecq pertenece al equipo directivo de la revista Perpendiculaire. Sus colegas –entre los cuales encontramos al crítico de arte Nicolas Bourriaud– vislumbran en la novela una ideología dudosa –se habla de eugenismo, tema de los mas polémico– y toman la decisión de expulsar a Houellebecq de la revista. Criticados por tal hecho, publican una tribuna en el diario Le Monde para justificarse. No es el texto más inteligente de Bourriaud pero, salvo el Islam, en él se pueden rastrear todas las quejas y argumentos futuros de los adversarios de Houellebecq. Perpendiculaire depende por entonces de la financiación de Flammarion. Pierden el apoyo de la editorial y, sin dinero, la revista muere. Todos los “enemigos” de Houellebecq no desaparecen de la noche al día pero suelen compartir un rasgo común con Perpendiculaire (o Bourriaud): cierto anonimato. Es decir, que salvo las organizaciones antiracismo, la mayoría de las personas que se han pronunciado públicamente en contra del escritor son intelectuales de izquierdas conocidos de la gente informada pero sin peso fuera de este ámbito restringido; sin efecto negativo sobre las ventas o –muy al contrario– sobre la cobertura mediática. Incluso si se toma en cuenta que Houellebecq haya sido a veces atacado de manera muy violenta, ¿será justificada la imagen que nos hacemos de él? No cabe duda que tiene muchos defensores. En la época del caso Perpendiculaire, un periodista comparó a Houellebecq con el Rushdie de los Versos Satánicos. Bourriaud no era un ayatolá pero no había sabido leer Las partículas… En 2001, se utilizó otra vez la figura de Rushdie para apoyarlo ante los tribunales (ganó todos los juicios). ¿Excluido de una revista? ¿En las salas de tribunales franceses? Estrategia de defensa: hablar de otro escritor, amenazado de muerte por una fatwa… Desde el

principio, los amigos (y el editor) de Houellebecq adoptaron una táctica –consciente o no– de histerización: los ataques contra su figura se presentaban más duros de lo que eran y la hipérbole de uso para calificar la cualidad de sus libros se aplicó también a las respuestas de los adversarios. También se exageró la cantidad de adversarios. Mucho más que los numerosos ataques contra Houellebecq o que sus, al fin y al cabo, pocas provocaciones, es así, con esta defensa histérica, que se crea la imagen escandalosa del autor. Así ocurría otra vez el año pasado con su última novela. Cuando un periodista tuvo la idea de acusarle de haber plagiado la Wikipedia (reconocemos que la acusación es divertida), el mayor ruido no lo causó la acusación sino la cantidad de gente que vino a defender al pobre escritor. Si Kanye West se presenta como una víctima, se trata de un gesto pop ingenuo cuyo objetivo es crear un espíritu de grupo en sus fans más jóvenes. La victimización de Houellebecq, por su parte, responde a las exigencias de un proceso de creación de una imagen bastante alejada de la realidad. Y esta imagen le permite alcanzar una cantidad de lectores impensable hace trece años. Pero esa táctica tiene sus limites: basta con que Houellebecq se presente como un “enemigo público” para que se desplomen las ventas del libro en cuestión –nunca se agotará la primera tirada de éste–. Como si el lector sintiera que intentan venderle de manera poco sutil un producto adulterado. Houellebecq no es un enemigo público. Nunca lo ha sido. El mapa y el territorio y la obtención del Goncourt han sido leídos a la vez como la vuelta en forma del autor y la prueba definitiva de su aceptación por el sistema literario tradicional. Una mirada retrospectiva sobre la acogida de su obra tanto por la prensa como por el mundo editorial nos enseña que desde Las partículas elementales, Houellebecq siempre ha estado en el corazón del sistema, protegido de ataques fantasmales, saludado por casi todos sus integrantes. Se puede decir que Houellebecq es el mejor producto del sistema en cuestión. Sus enemigos son pocos y carecen de influencia; sus amigos no se cansan de hablar de sus adversarios imaginarios. Es más que tiempo de olvidar la imagen de Houellebecq y de volver a sus novelas. Y quizás de escuchar a los críticos que siempre y exclusivamente han hablado de lo literario: El mapa y el territorio es una novela sobrevalorada, mal escrita y mucho menos interesante que sus primeros textos. Le falta esa mirada tan mordaz sobre nuestra sociedad que hizo a Houellebecq famoso. Ni siquiera tiene buenas posibilidades para crear una verdadera polémica. Pero no pasa nada: basta el nombre del autor para que la maquina publicitaria se ponga en marcha y nos hable de un perfume escandaloso. Incluso con una novela muy floja, sale en todas las portadas. Y Quimera le dedica un dossier. ¿Donde están sus enemigos? No están o nunca han estado. Quizás he aquí el único escándalo. ■ Quimera 35


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Houellebecq ante los tópicos O cuatro esclusas teóricas de las que se sirven la crítica y los medios de comunicación para lidiar con un autor incómodo. por Gil Padrol 1 La inmoralidad como poética. Miremos atrás, volvamos a los noventa. Prosperidad económica, avance neoliberal sin precedentes, Estado del Bienestar, Unión Europea, un lugar sin 11-S ni terrorismo global. Y sin rojos. En definitiva, un mundo mejor en el horizonte. ¿Así de fácil? Una vez más, la Historia se ha ocupado de poner las esperanzas de la Humanidad en su sitio, frágil, y con una abominable tendencia al retroceso en conquistas sociales y progresos morales que parecían inquestionables. Es en este contexto en el que Houellebecq emerge como novelista. Su planteamiento colisiona directamente con la utopía de finales de los ochenta, alejada de los temores comunistas y de la sombra enquistada de la II Guerra Mundial. El Fin de la Historia y la supuesta democratización del mundo no acaban de sosegar el espíritu del hombre occidental. Las estructuras sociales, de nuevo, vuelven a sufrir mutaciones peligrosas que interesan a nuestro autor; la colectividad, y su supuesta pertenencia a una comunidad (laboral, política, familiar) queda reducida a individuos solitarios que habitan en un relativo bienestar material, pero con una declarada ausencia de brújula moral. La comunidad aportaba un orden, una jerarquía de valores que establecían una serie de limitaciones cuya utilidad principal era la seguridad ante el vasto y hostil mundo exterior. En el campo de las relaciones afectivas, sucumbe estrepitosamente la fidelidad, los divorcios se multiplican año tras año. Ser fiel podía conllevar sendas dosis de frustración, pero ello quedaba compensado por diversas ventajas (estabilidad emocional, prestigio social) y, a nivel nacional, marcaba unas pautas de consumo y de comportamiento que los políticos y los mercados manejaban casi a la perfección. Con la publicidad y el consumismo ganando enteros, sin vida ulterior ni mundos mejores esperando a la vuelta de la esquina, el individualismo deja

de ser una opción para convertirse en el leitmotiv de la década. Los personajes de Houellebecq, Bruno en Las partículas elementales o Michel en Plataforma, podrían considerarse, a primera vista, víctimas de este nuevo paradigma. Eres libre, puedes hacer lo que quieras. Aislados y alienados, sus anhelos poco tienen que ver con causas nobles. Profesor de literatura el primero, funcionario el segundo, ya en la madurez, su desamparo es tal que la búsqueda del placer carnal aparece como única salvación tangible y, al mismo tiempo, inalcanzable. Como apunta el autor francés, “el consumidor del porno busca la gratificación narcisista y experimenta también la sensación opuesta”, que no sería otra que la humillación. Su trabajo no les satisface, su juventud quedó sepultada en la mediocridad de lo vulgar, dejaron de buscar su futuro sin darse cuenta. El presente es su única pertenencia, y son conscientes de su incapacidad para exprimirlo con éxito. Analizando este discurso, se podría pensar que los personajes de Houellebecq se presentan para ser compadecidos. El autor da vida a un conjunto de hombres que, rechazando de base otros modos de vida obsoletos –hacer feliz al otro, considerarlo como un igual, quererlo– se amparan en sus mecanismos primarios, se lanzan en busca de la única satisfacción que ven plausible, el placer sexual. Pero Houellebecq plantea esta situación apoyado en una tesis más diáfana de lo que parece: la búsqueda de la felicidad de sus personajes es tan legítima y moralmente respetable como cualquier otra en cualquier otro momento histórico. Para bien o para mal, ya no hay un baremo que dictamine la corrección de lo incorrecto, lo preferible a lo indeseable. La voz de Houellebecq emerge desde las catacumbas del declive moral de la sociedad occidental contemporánea, y crea un mundo literario hecho a su medida para expresar este zeitgeist del nuevo milenio. Quimera 37


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El trasfondo moral de las obras de Houellebecq no emerge como una reacción al desánimo generalizado, no plantea una respuesta ni una solución satisfactoria ante el panorama desolador incrustado en las almas occidentales. Adoptando quizá una posición más cómoda de lo que parece, el escritor recoge las consecuencias de los tumultosos cambios acontecidos en los últimos treinta años. Acto seguido, elabora su propio discurso representándolo en la vida de los personajes que mejor pueden encarnar el naufragio de la moral moderna. Podríamos pensar que Bruno no sería Bruno si su madre no le hubiera abandonado para ir a una comuna hyppie. O que el protagonista de Ampliación del campo de batalla no rastrearía las discotecas adolescentes de la Francia profunda si no fuera por su incontrolable necesidad de belleza y carne joven; mientras lo hace, experimenta una frustración prediseñada por el mercado y su constante celebración de la –falsa– inocencia juvenil. En este sentido, también escasea la falta de justificación del modo de vida de sus protagonistas. Aun imaginando que sabemos por qué hacen lo que hacen, no hallamos de la mano del autor una explicación que nos convenza, que nos sosiegue. Sus acciones pueden ser oportunas o lamentables, pero no quedan justificadas por, pongamos, los posibles traumas de la infancia o una terrible relación iniciática. “El psiconálisis, ese muermo”, comenta Houellebecq a Bernard-Henri Lévy en Enemigos públicos. Sus personajes son conscientes del riesgo y el patetismo de vivir así, y acatan todas las consecuencias que de ahí se puedan derivar (hartazgo, frustración sexual, desencanto). Posiblemente, aquí Houellebecq tampoco quiere intervenir, recostado en un segundo plano, poniendo en línea de fuego el modus operandi contemporáneo: producir lo material y dejar al libre albedrío el resto de necesidades más “espirituales” que, inevitablemente, quedan también absorbidas por el mercado (sectas, antidepresivos o viajes sexuales). Houellebecq nos aparece así como un autor que lanza la piedra y esconde la mano. Plantea una radiografía ciertamente oscura del devenir moral contemporáneo, pero se separa de él a la hora de intervenir en su desenlace. No obstante, ¿Por qué no pasa desapercibido? Más bien todo lo contrario, Houellebecq y su cosmovisión generan constantes debates mediáticos. Posiblemente es el autor más polémico y debatido que ha conocido Francia en las últimas décadas, profundamente odiado por una mayoría, discretamente querido por, al parecer, una minoría. Eso sí, sobradamente leído por todos y en repetidas ocasiones premiado. En efecto, Houellebecq trabaja y vive de pasar por el quirófano la crisis de la moralidad actual. Si las primeras novelas de Beigbeder (13,99 o Vacances dans le coma) plantean individuos de éxito que triunfan gracias a esa crisis moral, Houellebecq reúne a los perdedores que asumen 38 Quimera

que lo son, y que obran hasta las últimas consecuencias. Y no son los mismos perdedores que en la modernidad. Quizá en otros tiempos, reivindicar la figura del perdedor podía dar resultado; el escritor maldito, marginal, que afronta la vida con ingenuidad, pobreza y delirante apetito sexual, no es ahora más que un cadáver literario. El saludable orgullo del escritor maldito se nos presenta ahora como una figura naïf. Consciente de ello, Houellebecq no fabrica un perdedor orgulloso, sino un hombre narcisista completamente derrotado, cansado de levantar la bandera blanca para que le dejen en paz. Ya no hay respuestas ante los deseos que no podrán consumarse, ya no hay amor en el que creer ni nada que cultivar para gozarlo en un futuro. Pero, a pesar de ello, hay que seguir viviendo. Los perdedores de verdad son aquellos que, pese a la humillación a la que les somete la vida, siguen aferrados a ella. Ven el suicidio demasiado exigente. He aquí la ironía de Houellebecq que tantas pasiones ha levantado, mucho me temo que son estos perdedores los que mueven el mundo, aunque sea hacia un callejón sin salida. 2 Pensar (demasiado) a Houellebecq. o el esperado papel del escritor filósofo. En la obra ensayística de Houellebecq, así como en gran parte de sus artículos y entrevistas, el autor no titubea a la hora de citar y parafrasear a filósofos como Pascal, Nietszche o Schopenhauer (al primero lo leyó de adolescente, y los dos últimos, son sus pensadores de cabecera). Es un declarado lector de Proust, Victor Hugo y Chateubriand. No todo el mundo puede mantener una correspondencia de 300 páginas con el prolífico filósofo Ber nard-Henri Lévy, formado en la École Normale Superieure por profesores como Jaques Derrida y Louis Althusser. Pero esta carta de presentación no es ni mucho menos suficiente como para ubicar, ya de entrada, a Houellebecq dentro de la estirpe de intelectuales franceses eminentes en la actualidad. De entre ellos, estaríamos tentados en relacionarlo con la estirpe de pensadores que claman abrumados por vidas líquidas y tiempos hipermodernos, comprometidos en denunciar y señalar los peligros a los que el ser humano actual puede y deberá afrontar, quiera o no, en las próximas décadas. En realidad, situar a Houellebecq en estas corrientes de pensamiento sería dotarle de un discurso ficticio, construido por una necesidad de intelectualizarlo y moralizarlo para lidiar mejor con él. El autor francés escribe en una de sus epístolas con Lévy, ya sea de modo paródico o sincero (o ambas cosas) que “seguimos sin estar a la altura como intelectuales”. Este tipo de comentarios, aunque difíciles de interpretar con certeza, ponen de relieve que Houellebecq no aspira a ser un intelectual reconocido; su formación y legado literario nacen de


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una postura autodidacta, basada en la observación locuaz y en lecturas de referencia que sin duda han marcado su forma de entender el mundo, pero de una manera nada académica u ortodoxa, sino personal, con una serie de carencias que tampoco se esmera en solventar: “no sé gran cosa de la historia de la filosofía”, dice; pero algo sabe, y quizás, a través de la intuición y, sin duda, una lucidez notable, sus conocimientos acerca de los campos “eruditos” del pensamiento Occidental ya han sido suficientes para apuntalar con solidez y convicción su cosmovisión particular. Houellebecq, cuando habla de su obra o de sí mismo, menciona con frecuencia los momentos más determinantes de la sociedad Occidental, especialmente del s. XX –“como mucho, hay que remontarse a tres generaciones anteriores para entender el presente”–, tanto filosóficos como históricos o políticos; raramente habla de sus pesonajes de un modo concreto, psicologizado, rápidamente contextualiza, ubica la acción en un marco mayor, la sociedad de consumo, el declive del feminismo, el Estado del Bienestar, la ciencia y la técnica, el ecologismo o el islamismo radical. Llama la atención ver cómo el escritor obvia por completo la nueva saga de pensadores de los últimos treinta años. Sociólogos mediáticos como Lipovetsky, Bauman o Lyotard, pasan ante sus ojos con absoluta indiferencia. Sloterdijk o Zizek, filósofos discutidos y leídos en la actualidad, no despiertan ningún tipo de reacción ni reflexión por su parte. Las referencias de Houellebecq son propiamente modernas, anteriores a “la sociedad del espectáculo” o la era de la”vida líquida”. No es su papel ni su intención entrar a discutir sobre estos términos, ni tiene intención de afirmarlos o contradecirlos. Su literatura se construye con un conocimiento sobre la modernidad y tiene lugar en su plena decadencia, ejemplificada en personajes que poco o nada tienen con intelectuales activos o especialmente preocupados por el devenir de la humanidad. Otra cosa muy distinta es, como se ha mencionado, intelectualizar la obra de Houellebecq. Y es ciertamente tentador. Las novelas del escritor francés remueven los cimientos de la sociedad contemporánea, con todas sus flaquezas y peligros expuestos, y permiten entrar a discutir sobre la condición humana, el futuro de la Humanidad o el declive de Occidente. Pero vincular a Habermas o Steiner con La posibilidad de una isla o Plataforma es, posiblemente, llevar las cosas demasiado lejos. La base teórica de Houellebecq es mucho más sencilla: “actualmente nos movemos en un sistema de dos dimensiones: la atracción erótica y el dinero. El resto, la felicidad y la infelicidad de la gente, se deriva de ahí. Para mí no se trata en absoluto de una teoría: es cierto que vivimos en una sociedad bastante simple”. Reconocer a Houellebecq como intelectual puro es una exageración, es pasar por encima de su inexistente esfuerzo para serlo, de su desdén por el rigor que supondría actuar como tal, y otor-

garle una autoridad de la que el mismo se desprende. Su influencia y alcance son otra cosa, mucho más evidente y plausible, pero no queda justificada por su papel como intelectual de peso, sino por la capacidad de llegar a un basto público que reconoce como verosímil su planteamiento y la forma literaria de darle cuerpo. Tampoco pareció especialmente alterado cuando la prensa “descubrió” que había plagiado fragmentos de Wikipedia para su último libro, El mapa y el territorio. ¿Para qué explicar una cosa de nuevo, tratando de hacerlo mejor, cuando la vocación y el esfuerzo de Houellebecq viran hacia lo literario, y el conocimiento de muchas materias se encuentra al alcance de dos clics y sin esfuerzo? 3 La poesía es la esencia; la novela, un intento fallido de alcanzarla. “Sostendré que la novela (incluso las de Dostoievski, las de Balzac o las de Proust), sigue siendo, comparada con la poesía, un género menor”. Para Houellebecq, la novela es “una especie de maquinaria”, que implica sudor y un “despliegue de esfuerzos insensatos para que todo quede un poco en su sitio”. Pero para captar la esencia de las cosas, la poesía es la vía natural. El autor ve en los personajes lo que da vida a una novela pero, en la poesía, la vida la tienen las palabras. “Parecen rodeadas de un halo radiactivo. Encuentran de golpe su aura, su vibración original”. Es infrecuente, aunque no excluyente, que un autor contemporáneo de éxito, apueste por la poesía de igual modo que por la novela. Incluso habiendo entrado en el “business” de la novela, siempre más rentable que la poesía, sigue, a día de hoy, saliendo en su defensa. En su penúltimo libro, La posibilidad de una isla, incluyó diversos poemas, incorporados en el propio texto. De ahí su propia visión de la simbiosis deseable entre ambos géneros: “habría que conquistar una cierta libertad lírica; una novela ideal debería poder incluir pasajes en verso, o cantados”. Llama la atención, además, que Houellebecq no haya planteado en ningún momento una renovación poética, sino que ahonda en su estructura clásica. “No os creáis en la obligación de inventar una nueva forma poética. Las formas poéticas nuevas son escasas. Si aparece una por siglo, ya es bastante”. Y cuando se dirige a nuevos poetas, no escatima en consejos: “creed en la estructura. Creed también en la métrica antigua. La versificación es una poderosa herramienta de liberación de la vida interior”. 4 religiones, precipitaciones y provocaciones intolerables. Amenazado de muerte, Houellebecq sumó a su lista de detractores los seguidores del Islám al escribir en Platafor Quimera 39


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ma (2001) que “la religión musulmana es la más estúpida del mundo”. En la novela, el terrorismo islámico tiene un papel determinante, y la manera de abordarlo con frivolidad lo puso contra las cuerdas ante los medios y la comunidad islámica. Al ver el revuelo creado, tiempo después, Houellebecq reconoció la “estupidez” cometida por su parte –viendo con perspectiva innecesario el ataque frontal al Islam, pese a considerarlo un “telón de fondo en la novela”–. Como personaje público, Houellebecq es frequentemente preguntado por sus opiniones acerca de los fenómenos religiosos y, también, sobre ese capítulo en concreto. El escritor se hace eco del papel actual de las religiones –sus últimos estertores– y vaticina su declive irrecuperable, visión sobradamente conocida y compartida por gran parte de pensadores europeos como Steiner, así como por las estadísticas difundidas periódicamente en los medios. En este punto no aporta nada nuevo, para Houellebecq, “la creencia en Dios debería disminuir progresivamente”, y augura el fin del islamismo radical (“El 11-S no fue tan importante como se cree”). En este sentido, no escapa del tópico al considerar a los terroristas islámicos más como una secta que como una religión “convencional”. La literatura de Houellebecq, siempre en la búsqueda de los elementos que generan el malestar contemporáneo (los ideales comunes, el individualismo radical, la frustración sexual), posiblemente tampoco podía obviar el hecho religioso, siendo este todavía un factor presente y activo en Occidente, y en colisión explícita con, por ejemplo, ciertas facciones del Islám. Pero parece que su postura condescendiente para con las religiones, incluído el cristianismo, (comparándolas en una entrevista compilada en Intervenciones con la simpatía que le suscitan los bailes bretones), no ha logrado la credibilidad o “autoridad” que se le ha atribuído en otros ámbitos de su narrativa. Mientras Houellebecq es visto como un certero forense de los estados anímicos y de aterradoras autopsias sobre las bajezas de las relaciones sociales contemporáneas –guste ello o no–, en el ámbito religioso genera polémica por sus frases lapidarias y juicios de valor precipitados. El vínculo de la literatura de Houellebecq con la religión es tangencial, pero su “políticamente incorrecta” y poco rigurosa postura ha logrado que la prensa se haya ensartado también con ello. ¿Provocación? ¿Desliz? ¿Cometió un error Houellebecq al introducir “elementos religiosos” en sus novelas, sin buscar una base sólida en la que apoyarse? Hablar de una equivocación es, obviamente, una exageración. La opinión de Houellebecq acerca de las religiones se sustenta en incisivas afirmaciones y profetizaciones, que van en dirección contraria a la “multiculturalidad” y la “armonía”, tan bien manejadas por el escritor 40 Quimera

comprometido. Puede que para el novelista la religión sea un elemento circundante –que complica todavía más las cosas– a las tesis que subscribe pero, queriendo o no, ha logrado que este tema sea de común discusión cuando se habla de su obra. He aquí un planteamiento interesante: ¿se esperan la sociedad y los media un escritor contemporáneo con esta actitud entre cínica y beligerante? ¿Se han tomado sus declaraciones demasiado seriamente? Posiblemente, hay algo de ambas cosas. Por un lado, bien es sabido que Houellebecq actúa como un escritor incómodo, y pese a no estar satisfecho con ello, él mismo reconoce en Enemigos Públicos que esta posición le ha “favorecido”; lo asume como precio a pagar por hacer lo que hace. En este tema contribuye, pues, a construir dicha imagen. Sus opiniones en el campo religioso contribuyen a levantar el odio y la indignación de la escuela de la tolerancia. La corrección mediática y los progresistas –lectores de Houellebecq con cierta esquizofrénia– pueden aceptar cierto tipo de planteamintos del autor, pero en el campo religioso no pueden dejarlas pasar, hay que detenerse y señalarlas con cierto alarmismo. Al mismo tiempo, la mayoría de entrevistas que concede suelen divirse en un 50% para preguntas sobre su obra y un 50% sobre su vida, vinculadas también a preguntas de actualidad. Con sus respuestas, no son pocas las veces en las que Houellebecq ha cumplido el tópico: se habla más de él que de su trabajo. En el caso que nos concierne, su postura hacia las religiones “tradicionales” no es especialmente novedosa, y bien podría ser tildada de simplista y demagógica. Quizá aquí sí estemos entrando en su lado frívolo, más despectivo, y en vez de dejar este ámbito alejado de lo que hace –puesto que él suele responder avivando la polémica pero reyuhendo una reflexión profunda relacionando la religión con sus novelas–, es puesto en el punto de mira y criticado en este campo como una más de sus provocaciones. Houellebecq, dentro de todo esto, tras su explosivo Plataforma, se adentró en la secta raelita –que considera que la vida humana ha sido creada por extraterrestres usando ingeniería genética, y será posible alcanzar la inmortalidad con la clonación y una “transferencia mental”– en La posibilidad de una isla; en una entrevista en resonancias.org explicaba que escogió “la secta más inteligente, una que no promoviera los suicidios colectivos ni robara dinero”. Los raelitas le “caen simpáticos” y llegó a convivir con ellos para documentarse pese a, según afirma, no ser uno de ellos. ¿Otra provocación? ¿Más frivolidad? Habiendo enraizado agresivos debates y acaloradas discusiones acerca de las religiones “tradicionales”, Houellebecq apunta hacia adelante: “la religión del futuro será científica”. Quizá es demasiado pronto para darle la razón. ■


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Enésimo adiós a nuestro tiempo Sobre El mapa y el territorio (Anagrama, 2011). por Marc García

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Con El mapa y el territorio, Michel Houellebecq (SaintPierre, 1958) ganó al fin el Premio Goncourt, que lo eludía sistemáticamente desde que con el éxito de Las partículas elementales su nombre empezó a aparecer en todas las quinielas. Tal vez sea significativo que la canonización definitiva del (hasta ahora) rebelde e incómodo novelista francés llegue precisamente con una novela que replica en buena medida los procedimientos formales de aquella, aunque puestos esta vez al servicio de un discurso significativamente atemperado. Al igual que Las partículas elementales, El mapa y el territorio adopta la forma del relato biográfico narrado por una suerte de historiógrafo del futuro, alguien que no pertenece estrictamente a la disciplina tratada (ciencia en aquella, arte en esta) pero que usa su léxico y su registro en ocasiones, con el doble propósito de dotar a la narración de una cierta frialdad y plagarla de insertos ensayísticos, destinados principalmente a plasmar las transformaciones sociológicas que acompañan el devenir vital de sus personajes, meros (anti)ejemplos del funcionamiento de fuerzas mayores. El mapa y el territorio une la reflexión sociológica a través del arte y la exploración de las relaciones paternofiliales con el ejercicio de estilo genérico y el autoanálisis. Los conceptos de mapa y territorio son aquí símbolos que se constituyen en límites: los de la era industrial, que Jed Martin, el artista protagónico, resigue desde el auge hasta la decadencia en su trayectoria. En sus inicios, Jed retrata herramientas y mapas: si las primeras encarnan los esfuerzos humanos por intervenir sobre el mundo y tratar de modificarlo, los segundos representan la ambición de intentar entenderlo, cartografiándolo para aprehenderlo y orientarnos en él reduciéndolo a escala humana. Existe en los primeros tiempos de la industria una creencia en la posibilidad de poner orden, una confianza en la capacidad del hombre de vencer a la naturaleza (el territorio) que terminará revelándose ilusoria en las últimas (y hermosas) páginas de la novela, en las que Martin, a través del videoarte, retrata esos mismos útiles engullidos por la vegetación, marea despiadada y todopoderosa. La visión final de las fábricas abandonadas por el hombre y asediadas por una vegetación que “las envolvía gradualmente en una selva impenetrable” es el testimonio monumental e impotente del fin de una era y de la vacuidad de todos los esfuerzos humanos. Entre el punto de partida y el de llegada, Martin intentará de fijar la sociedad de su tiempo antes de su definitiva desaparición, retratando exhaustivamente a profesionales de todos los sectores; a través de la écfrasis, Houellebecq desliza inteligentes consi42 Quimera

deraciones sobre el capitalismo tecnológico actual y las transformaciones del mercado artístico. Las relación entre Jed y su padre Jean-Pierre, que solo con la proximidad del final logran vencer las graves carencias comunicativas de toda una vida, sirve también para retratar el conflicto entre la pulsión creativa y el pragmatismo que la realidad impone: mientras que Jed logra dar salida a sus necesidades expresivas trabajando sobre las construcciones humanas, Jean-Pierre, arquitecto, debe responsabilizarse de que estas sean funcionales, viéndose obligado a exterminar su creatividad por el camino y llegando a la vejez acompañado por la decadencia física, la enfermedad y la terrible certeza de haber malogrado el camino. A diferencia de Las partículas, Lanzarote o La posibilidad de una isla, las utopías que Houellebecq maneja en esta novela ya no son futuristas sino retrospectivas —Jean-Pierre invoca a Fourier y William Morris como representantes de una época en la que aún primaba lo artesanal y quedaba espacio para el impulso creativo—, y la muerte ya no trata de combatirse mediante la clonación: la única salida al dolor es la eutanasia, descrita con la gelidez de un proceso de selección de personal en lo que tal vez deba interpretarse como un gesto pro-vida, como un resto del conservadurismo houellebecquiano. Con su última novela, el francés abre nuevas perspectivas en torno a un personaje, el suyo propio, que los medios han ido construyendo polémica tras polémica. Todas sus obras, quizá por la dificultad para la distancia que produce la fuerza de su discurso, han sido leídas siempre en clave autoficcional, como volcajes apenas filtrados del pensamiento de su autor. Es cierto que no parece casual que la mayoría de sus protagonistas (excepto los que carecen de nombre) se llamen Michel, además de la recurrencia de ciertos elementos cuya veracidad biográfica es empíricamente comprobable en más de una entrevista. No obstante, y esta es una de las novedades de El mapa y el territorio, ahora la voz de Houellebecq no solo se encuentra más o menos enmascarada tras su narrador, sino que el propio autor aparece como uno de sus personajes, haciendo de veras pertinente la etiqueta autofictiva. De modo parecido a la operación realizada por Bret Easton Ellis en Lunar Park —el que tal vez sea su predecesor cronológicamente inmediato en la lista de grandes polemistas de las últimas décadas—, Houellebecq, consciente de haberse convertido en un personaje cuya dimensión pública ha devenido inseparable de la recepción de sus obras, se introduce en la narra-


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ción para juguetear con ella. El retrato que de sí mismo nos ofrece (además de servirle para contrarrestar las deformaciones mediáticas) bascula entre la autoironía suave (inesperada en un autor tan embebido de gravitas) y la flagelación masoquista (con la que Houellebecq probablemente se haya divertido): nos hallamos ante un personaje inofensivamente excéntrico, incluso algo ingenuo, definitivamente alejado del retrato tempestuoso que de él dan los medios, pero también ante un ser descuidado, hediondo y envejecido, acosado por una soledad sin remedio y conectado a la comunidad por hilos cada vez más frágiles. Su destino en el relato imprime a este un giro brusco y permite a Houellebecq un ejercicio de estilo inesperado: si hasta ahora había coqueteado con la ciencia ficción, género que parece estar en el zeitgeist y en el que se zambulló definitivamente en La posibilidad de una isla, la tercera parte de El mapa y el territorio emerge bruscamente como una novela negra bastante convencional que incluso parece incluir guiños para iniciados (el comisario protagonista, al borde de la jubilación y empecinado en resolver el caso, nos remite al Matthäi de La promesa de Dürrenmatt; las escenas domésticas con su mujer nos recuerdan a la entrañable Madame Maigret; incluso hallamos a psychokillers que parecen sacados de un bestseller de Thomas Harris o Stieg Larsson). En un excurso sobre la obra de Jean-Louis Curtis, el Houellebecq personaje articula una defensa cuyo objeto es, en realidad, él mismo: “Han catalogado erróneamente de reaccionario a Jean-Louis Curtis, es solo un buen autor un poco triste, convencido de que la humanidad apenas puede cambiar, en un sentido o en otro”. Lo cual tiene una parte de verdad, pero es también discutible: Houellebecq no tiene demasiadas esperanzas por lo que respecta a la raza humana en general, pero toda su novelística parece embebida de cierta nostalgia difusa de una época muy lejana en la que aún quedaba espacio para algo de bondad. El tono general de El mapa y el territorio está lejos de la crudeza apocalíptica de obras anteriores, pero la novela no es menos triste: si acaso, lo es de un modo más reposado y lírico. Si en Las partículas o Plataforma la posibilidad de la felicidad aparecía, como un oasis tras una vida desgraciada, solo para ser radicalmente dinamitada y terminar de golpe con toda esperanza, ahora los personajes parecen aceptar la inevitabilidad del destino sin quejarse apenas: solo algún leve gesto de rabia, un mohín de tristeza. El descenso de la ferocidad houellebecquiana puede leerse como concesión, pérdida de relevancia o síntoma de madurez, pero a la luz de su última novela —tal vez menos arriesgada pero también más sólida que otras en su clasicismo bien entendido— uno se inclina por esto último. ■

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Bergerac, al vuelo.

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De la luna al planeta De los simios De la influencia de Cyrano de Bergerac en los primates hiperdesarrollados Por Juan José Barrientos En 1967, Franklin J. Schaffner filmó Planet of the Apes, cuyo guión, escrito primero por rod Sterling, luego revisado por Michael Wilson, no era sino una adaptación a la pantalla de una novela de Pierre Boulle publicada en 1963, La planète des singes. Pierre Boulle había sacado su novela de un relato de Cyrano de Bergerac, el Voyage dans la lune, escrito hacia 1649. Se trata entonces de varios tipos de adaptación: del siglo XVII a nuestra época, del relato de viaje imaginario a la novela, de la novela a la pantalla o, si prefieren, del libro al cine y de Francia a los Estados Unidos. En la novela de Pierre Boulle, el protagonista es un periodista llamado Ulises Mérou (mero) que llega en compañía del profesor Antelle (antena) y de su discípulo Arthur Lévain (levadura) a uno de los planetas que gravitan alrededor de la estrella Betelgeuse, que tiene las mismas características que la tierra, salvo porque ahí el rey de la creación es el simius sapiens, mientras que los humanos son considerados como animales salvajes. Los simios organizan de vez en cuando expediciones para divertirse y capturar humanos destinados a sus laboratorios. Ulises es perseguido por gorilas y no vuelve a ver al profesor Antelle sino más tarde ... en la jaula de un zoológico, donde el viejo sabio parece encontrarse bastante a gusto con una hembra mucho más joven de la especie humana; antes de ese encuentro, Ulises pasa varios meses en una jaula del laboratorio de una chimpancé hembra que se ocupa de estudiar el comportamiento sexual de los humanos; como pareja le asignan una nativa cuyo cerebro desafortunadamente no está tan bien desarrollado como su cuerpo – ¡nadie es perfecto! Ulises comprende que los simios querían estudiar las prácticas amorosas de los hombres, los métodos de acercamiento del macho a la hembra, su manera de acoplarse en cautiverio ... En el Voyage dans la lune, el narrador se encuentra en una situación parecida, pues los lunáticos se parecen a los humanos, pero son mas grandes y andan a cuatro patas; sin embargo, se consideran la crema de los seres vivos y miran con desdén a los terrícolas. Cuando el prota-

gonista llega a la luna, los lunáticos lo atrapan y lo meten en una jaula con “el animalito de la reina”, un español que había llegado a la luna antes que él. Como el francés es menos robusto y más delicado que el español, los lunáticos lo toman por su hembra, y el rey manda que los metan en la misma jaula para que tengan crías. Pierre Boulle pasó en limpio el relato de Bergerac, eliminando los matices homosexuales. Hay otras semejanzas entre La planète des singes y el Voyage dans la lune. En el relato de Boulle, Ulises logra primero captar la atención, luego despertar la simpatía y finalmente ganarse la amistad de la changa encargada de estudiarlo; le dice que no es un hombre como los otros, que viene de otro planeta; la chimpancé le cuenta todo a su prometido, Cornélius, y ambos se convierten en aliados del terrícola y le suministran información acerca de los simios, es decir que tienen un papel semejante al del demonio de Sócrates y otros personajes del Voyage, que le dan al protagonista y narrador todo tipo de informes sobre los lunáticos y lo ayudan a escapar. Además, tanto en la novela de Boulle como en el relato de Cyrano de Bergerac, el terrícola es sometido a juicio; en el Voyage, por haber dicho que lo que los lunáticos llaman luna era un mundo y que su mundo no era sino una luna; en el Planète, porque sólo podía salvarse convenciendo a un congreso de científicos y a la opinión pública de su racionalidad, algo inaceptable para la ciencia oficial de los simios. En el Voyage, por supuesto, tenemos una parodia del proceso de Galileo, mientras que en el Planète, el pasaje mencionado no sólo recuerda los debates sobre las ideas de Darwin y sobre todo el proceso de John Scopes en Tennessee, sino también el “Informe a la Academia” de Franz Kafka, donde un simio se dirige a hombres de ciencia. La superioridad de los simios y lunáticos sobre los humanos se explica de la misma manera en ambas obras. En La planète des singes, la chimpacé le explica a Ulises que “Con dos manos solamente y dedos cortos y torpes ... el hombre Quimera 45


estuvo desde un principio mal dotado, incapacitado para progresar y adquirir un conocimiento preciso del universo [pues]Debido a eso nunca pudo utilizar con destreza instrumento alguno” (90); agrega que “el hecho de que seamos cuadrumanos es uno de los factores más importantes de nuestro desarrollo y evolución espiritual, pues la mano nos permitió primero elevarnos en los árboles y concebir así las tres dimensiones del espacio, en tanto que el hombre, clavado al suelo por una malformación, se adormeció en lo plano. El gusto por las herramientas nos vino luego porque las podíamos utilizar con destreza. Las progresos continuaron y así logramos alcanzar la sabiduría” (90). En el Voyage dans la lune, los lunáticos aseguran: “Nosotros caminamos a cuatro pies, porque Dios no quiso confiar algo tan precioso a un asiento tan poco firme, pues tuvo miedo de que algo pudiera pasarle al hombre; por eso se tomó el trabajo de asentarlo sobre cuatro pilares para que no cayera; pero desdeñando mezclarse en la construcción de estos dos brutos, los abandonó a los caprichos de la naturaleza, la cual, no temiendo la pérdida de tan poca cosa, no los apoyó sino sobre dos patas”. (73-74). Agregan que “Ni siquiera los pájaros están tan desprovistos, pues por lo menos tienen plumas para subsanar la debilidad de sus pies y arrojarse al aire cuando se les trata de capturar, mientras que al quitarles dos pies a estos monstruos la naturaleza les ha impedido escapar de nuestra justicia ” (74). Según Mongrédien, el relato de Cyrano de Bergerac es una obra filosófica, en la que nos entregó lo esencial de sus concepciones científicas, morales y filosóficas. Se trata de su testamento espiritual. Por supuesto, su relato no tiene ni el rigor ni la claridad de un tratado didáctico, pero Cyrano de Bergerac trata sobre todo de hacer reflexionar al lector. Por eso escribió “una sátira basada en el procedimiento cómodo del mundo al revés, que consiste en poner de cabeza sistemáticamente nuestras instituciones” (178). Por eso en la Luna “los viejos tenían todos sus respetos para los jóvenes” y en consecuencia “los padres obedecían a los hijos” (71); y los médicos “tan sólo cuidan de los sanos” y no de los enfermos, “la virginidad es un crimen” (93) y los lunáticos se calan el sombrero en señal de respeto1. Por su lado, Pierre Boulle ridiculizó la vanidad humana, condenó la obstinación y la inconsecuencia de la autoridad ciega y se 46 Quimera

burló de las convenciones sociales. Después de leer La planète des singes en 1963, que se acababa publicar en inglés en los Estados Unidos, Arthur P. Jacobs decidió convertirla en una película; le pidió a rod Sterling que se encargara de la adaptación; luego convenció a Charlton Heston de que aceptara el papel del protagonista, y éste sugirió a Franklin J. Schaffner como director. richard Zanuck aportó los fondos que le permitieron a John Chambers realizar el maquillaje con que ganó un oscar en 1968; una de sus amigas, Linda Harrison, exMiss Maryland, recibió el papel de la encantadora nativa del planeta de los simios. Léon Shamroy, que había obtenido varios premios de la Academia, fue contratado como director de fotografía, y la película se filmó en los áridos paisajes de Page, Arizona, y de Lake Powell, Utah, así como en la costa del Pacífico, cerca de Malibú. La película tuvo un éxito colosal. Según un crítico, es “Un triunfo del arte y la imaginación, y también es una oportuna parábola y una gran aventura a escala épica. Provocadora y entretenida, es una verdadera odisea de la pantalla” (Erwin: 223). La producción ha sido elogiada especialmente: “La escenografía y el vestuario eran algo que el público no había visto nunca y creaban un mundo único y detallado que permitía tragarse la extraña premisa de la película” (Monaco: 706). Pierre Boulle y rod Sterling habían descrito unas ciudad moderna con trenes, aviones, automóviles, en la que los simios cruzaban las calles agarrándose con sus cuatro manos a una malla metálica, pero Michael Wilson fue contratado para retocar el guión con el objeto de reducir los gastos y remplazó la civilización bastante desarrollada de los simios por otra mucho más primitiva: “en lugar de máquinas voladoras, los simios andarían a caballo” (Erwin: 228). La aldea que reemplazó a la ciudad fue realizada por William J. Creber quien se inspiró en las cuevas de los trogloditas, en lugares deTúnez y Turquía, así como en las formas ondulantes del arquitecto español Gaudí. En cuanto a la realización, Schaffner logró sacar adelante las primeras secuencias donde la nave de los astronautas cruza el desierto y aterriza, pues el ímpetu inicial de su relato le permitió llevar a buen término la empresa, salvando algunas zonas peligrosas donde se hubiera podido hundir: los simios hablan en inglés, y el protagonista, que aquí se llama Taylor, nunca se pregunta si este extraño planeta no sería la Tierra. “La película está tan bien montada y avan-


za tan rápidamente, que todo esto no importa. El cuidado con que se hicieron las primeras escenas –el aterrizaje y la persecución posterior– hacen posible una voluntaria suspensión de la duda” (Erwin: 237). Antes de la première, hubo una inundación comercial de todo tipo de productos simiescos –camisetas, máscaras y juguetes– que contribuyeron a fijar la película en la memoria de la gente –hubo que esperar a Star Wars (1977) para volver a ver una promoción parecida–, pero el éxito de la película hay que atribuirlo al hecho de que el mundo al revés de esta sátira –un panfleto liberal, antibelicista y antirracista– conmovió profundamente a los americanos de los años sesenta. Los flower children se identificaron con los humanos del planeta de los simios, que habían perdido el habla, y con los chimpancés, creativos e innovadores; además, identificaron a los adultos con los gorilas, que quieren organizar y dirigir o con los solemnes orangutanes que representan a la ciencia oficial; según una crítica publicada en el New York Times, los orangutanes y los gorilas representan el militarismo, el fascismo y la brutalidad policiaca. En la película, los personajes del profesor Antelle y su discípulo fueron remplazados por los compañeros más bien anodinos de Taylor, uno de ellos negro, por motivos políticos; los simios los matan o los lobotomizan y no tienen mayor importancia para el desarrollo de la historia. Por otra parte, los guionistas americanos eliminaron un incidente de la novela francesa que no les pareció apropiado para sus compatriotas, pues según Boulle, Ulises no colaboró con los sicólogos interesados en su comportamiento sexual, sino cuando trataron de remplazar a Nova, la nativa encantadora, por una matrona de edad mediana. En cuanto al protagonista, lo americanizaron: Ulises Mérou se vuelve Taylor y ya no es un periodista, sino astronauta. Según Pauline Kael, “Con su cuerpazo, Heston es un verdadero semidiós; el poderoso arquetipo de lo que le permite triunfar a los americanos. No se comporta como un buen chico; es rudo y hostil, egocéntrico y violento. Sin embargo, no lo odiamos, por su fuerza magnética; representa el poder americano con su perfil de águila” (463). De todas las modificaciones que los guionistas americanos le hicieron a la novela de Boulle, la más importante es el final. En el Voyage dans la lune, el protagonista logra huir de los lunáticos gracias al demonio de Sócrates y vuelve a la tierra; en La planète des singes, Ulises Mérou escapa también, gracias a Zira, la chimpancé, y a su prometido. Se va con Nova y con su hijo, pues los experimentos en que participó en el laboratorio no dejaron de tener consecuencias. Sin embargo, cuando llega a la tierra, lo recibe un gorila. El nombre del protagonista de la novela anticipa en cierta forma el final, pues después de un largo viaje regresa a casa y la encuentra ocupada por extraños, como en la odisea.

Serling simplificó mucho este final. En la película, Taylor huye con Nova, pero no llevan ningún bebé estorboso, y se refugian en la zona prohibida donde los arqueólogos habían hallado vestigios de una civilización humana y ahí encuentra una muñeca que le muestra a Zaius, el orangután que lo persigue. Después, se va… Su figura minúscula se ve sobre la playa entre dos picos de metal, pero un movimiento de la cámara nos muestra la misma escena desde un punto de vista diametralmente opuesto y así podemos ver la estatua de la Libertad medio enterrada en la arena. El espectador comprende súbitamente que el planeta de los simios es la Tierra. Se trata de un final antibelicista, pero con algunas implicaciones que pasaron inadvertidas y que no hubieran sido del agrado de las feministas. Taylor y Nova forman una pareja cuya misión es restablecer la supremacía de su especie sobre los seres vivos. Son los nuevos Adán y Eva, pero Taylor es un Adán surgido de una civilización muy desarrollada científica y tecnológicamente –incluso ha hecho un viaje espacial–, mientras que Nova es una Eva a la que le falta aprender todo, pues ni siquiera sabe hablar. ■

NoTAS 1. El Voyage dans la lune es una obra más rica, pues entre otras curiosidades, Cyrano describe una especie de fonógrafo, dos cientos antes de que lo patentara Edison, pues al abrir el estuche de un “libro” encuentra “no sé que continente de metal muy parecido a nuestros relojes y llenos de no sé qué pequeños resortes y de máquinas imperceptibles”(90); cuando alguien quería leerlo sólo tenía que “hacer girar la saeta sobre el capítulo que quería escuchar” (90). Los habitantes de la Luna son más espirituales que los de la tierra, pues su lenguaje es musical, se alimentan de aromas y los versos se usan como moneda. oBrAS CITADAS -Boulle, Pierre. La planète des singes. Paris: rené Julliard, 1963. -Cyrano de Bergerac, Savinien. Voyage dans la lune. Paris: Gar nier-Flammarion, 1970. -Erwin, Kim. Franklin J. Schaffner. Metuchen/London: Scarecrow, 1985. -Kael, Pauline. 5001 Nights at the Movies. N.Y.: Holt, rinehart and Winston, 1983. -Monaco, James. The Movie Guide. N.Y. Baseline II, Inc., 1992. -Mongrédien, G. Cyrano de Bergerac. Paris: Berger-Levrault, 1964. Quimera 47


subterráneo Un relato de Íñigo Ancizu

“Cuando entras en un banco, ves de treinta a cuarenta muchachas que desde la salida del sol hasta una hora avanzada de la tarde escriben cifras a máquina. ¡Hay que ver! ¡Que se haya hecho la historia hasta el día de hoy para acabar así! Si un destino semejante se llama vida, entonces la vida carece de sentido.” E.M.Cioran. ConvErsACionEs.

El hombre, visiblemente armado con una americana gris, una bufanda, su reloj como un círculo en el tiempo, se aferraba con una sola mano a la barandilla de las escaleras mecánicas que descendían con él mientras pensaba sin proponérselo en el infierno. En pocos días el otoño había llegado a todas las ciudades de la tierra. Era una sombra amarilla en las ventanas, sobre las aceras las hojas que los árboles dejaban a merced del viento y de los zapatos oscuros de los transeúntes; paraguas, sombreros, alcantarillas, tonos pardos y cobrizos en una moda antigua que atacaba sin violencia los vestidos y se filtraba de manera incomprensible en la mirada de todas las mujeres, tratando en ocasiones de llegar al mar, que –según se supo años más tarde– era el morir. Ajeno a todos estos cambios tal vez intrascendentes, a la multitud que como él se internaba en las galerías, lo esperaba en ellas o trataba de alcanzar la calle sirviéndose de una escalera contigua y ascendente, el hombre miraba las gotas de agua condensadas en la superficie de las tuberías de aire acondicionado que caían al azar sobre las cabezas y los hombros de tanta gente como era posible imaginarse. Al llegar abajo, por un instante inseguro ante la inmovilidad del suelo que al fin lo recibía, abandonó el peldaño que ocupaba y tras unos pasos se vio obligado a empujar una puerta y visitar el vestíbulo de entrada. Avanzó con zancadas firmes y veloces y se dirigió a uno de los tornos de acceso introduciendo en una ranura un trozo de cartón que le franqueaba la entrada a la totalidad del laberinto: una inmensa red de túneles y pasadizos excesivamente iluminados que desembocaban una y otra vez en innumerables pasillos de penumbra, corredores sin término, estaciones y trenes subterráneos como sueños. Acababa de cumplir veintiséis años y era dueño de unos ojos marrones que podía dirigir a voluntad sobre las cosas, los animales y los peces.

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En otro tiempo que prácticamente había ya olvidado –pudiera ser la infancia– se hubiera entretenido eligiendo destinos y quehaceres para los viajeros que, más cerca o más lejos, le acompañaban. Escogía, supongamos, una cara, un libro, el color de una piel, un impermeable de entre los millones y millones que le rodeaban cuando afuera llovía o amenazaban las tormentas y le ponía un nombre, pongamos Pérez, pongamos Estragón, pongamos María. A continuación trataba tan sólo de recordar o familiarizarse con el pasado que los había llevado hasta allí y decidía su futuro inmediato, que siempre podía ser –quién sabe– una oficina, los hospitales o el amor. La pereza, el aburrimiento, la imposibilidad de dar nombre y aficiones a todos y cada uno de aquellos seres tristes y veloces que de pronto se sentaban en un banco o se sumergían entre páginas de periódico ignorándole, habían terminado por modificar sensiblemente las reglas de aquel juego que, mucho más sencillo en la actualidad, consistía en encontrar personajes históricos a su lado, animales de toda clase y especie, y determinados tipos de verduras como casi exclusivos representantes de un reino vegetal al que por extrañas o desconocidas causas siempre había odiado. napoleón, una alcachofa del Perú que tocaba la guitarra, el demonio con gafas –natural que estuviera allí, en el infierno– y Michelangelo Antonioni fueron algunos de los descubrimientos que hizo aquella tarde–o aquella mañana o es posible que todo esté ocurriendo ahora o no suceda nunca– al regresar a casa. En uno de los primeros pasillos que atravesó vio una gotera. En otro una interminable sucesión de carteles publicitarios que, doblando a la izquierda, se convertían en multitudinarias tiendas de ropa, kioscos de tabaco y prensa, cafeterías y comercios inverosímiles; casi en el extremo final había una panadería. Una vez más a la izquierda las paredes se llenaban de avisos que recordaban normas de obligado cumplimiento a los usuarios y sencillos esquemas de la red en los que perderse resultaba prácticamente imposible. Todos los pasillos estaban numerados y debidamente señalizados para poder encontrar con facilidad el camino a la superficie o la mayor profundidad de los andenes de construcción más reciente. Bajo la tierra, es decir, bajo la superficie de una estrella, caminando o viéndose empujado de nuevo hacia unas escaleras, se sorprendió intentando comprender el significado de unas letras de dudosa ortografía pintadas con rotulador en una papelera. Llegó a un pasadizo presidido por una cámara de vigilancia continua, avanzó por otro de color azul que nunca más recordaría y se detuvo finalmente en el andén, mucho más amplio, donde el cielo era una mancha negra de cemento que de algún modo representaba la noche o el espacio. 50 Quimera

Descubrió una señora con cara de lechuga y un hombre borroso, corbata y maletín de cuero, que empezó a gritar vocales sin motivo aparente; segundos más tarde pudo verlo en el suelo, abrir los brazos en cruz y permanecer allí, inmóvil. nada más llamó su atención. Quiso creer que de todos aquellos hombres y mujeres, la mayoría esperaba la resurrección de los muertos y la vida eterna pero lo distrajo un pitido lejano. increíble, de un túnel situado a su derecha salió un tren que avanzó muy lentamente y quedó detenido junto a la orilla más próxima del foso que dividía el andén en dos mitades, aprovechando al milímetro la longitud de una inmensa sala en la que el público pareció desperezarse, despertar con el sonido de las puertas automáticas abiertas al unísono. Fue, quizás, un instante de confusión, incertidumbre ante la posibilidad de perder el tren o no bajarse a tiempo en la parada prevista como escala o final de un trayecto que de ninguna manera sería aconsejable prolongar. subió a la parte trasera de un vagón del que descendía una jirafa y en pie, sintiéndose observado por todos aquellos elefantes, reyes, coliflores y oficinistas que tal vez llevaran allí años encerrados, escuchó un nuevo pitido y llevó su mano a una barra de metal cercana al techo. Bastó un pequeño empujón, el repentino convencimiento de que empezaba una aventura, para que al volver la vista a las ventanas la luz del andén, la estación, hubiera desaparecido. Yo esperaba sentado que el tren llegara a Bizancio, al sur de la ciudad, donde vivía y trabajaba en un periódico que me encargaba reportajes ligeros con los que amenizar las páginas publicitarias de las que comíamos seis o siete inútiles. Le reconocí de inmediato, segundos antes de que las puertas se cerraran y él quedara colgado de una de las barras que los pasajeros sin asiento utilizan para no perder el equilibrio. Casi no había cambiado. Todavía joven, con una vaga idea de sí mismo que podía modificar según sus estados de ánimo, se mantuvo en silencio y respirando junto a una señorita de colores que tan sólo parecía interesarse –somos desgraciados– por las páginas de un libro que la mantenían alejada de nosotros. no quise saludarle; supuse que él ya no me recordaba o que sencillamente nunca me había conocido. En Tombuctú, en retiro, en cada una de las estaciones que a partir de entonces visitamos, el Mago Maravillas anunciaba el inigualable y fenomenal espectáculo del que la capital iba a ser testigo dentro de pocas fechas sin que él encontrara nada mejor que hacer que mirar al suelo, la punta de sus zapatos, vigilar la calva de una anciana dormida –tal vez estuviera muerta a mi lado. Descubrí de pronto los tres o cuatro años que había pasado sin verle y quise convencerme de que, en aquel tiempo, Aránzazu –no sé cómo fui capaz de recordar el nombre– había sali-


do a dar un paseo por el centro; quizás llegara al puerto atraído por las sirenas de los barcos y lo vi caminar –distraído, el flequillo alborotándole los ojos durante meses, semanas que transcurrieron apacibles junto al océano. Era feliz, las gaviotas lo despertaban al amanecer, comía mendrugos de pan, sobras de cargadores y marineros chinos, y se acostaba cada noche sobre los mismos periódicos y trozos de cartón, protegido por el rumor del mar y el olor a petróleo, a sal, a pescado podrido que habitaba en las bodegas de los buques. Alguna mañana, alguna tarde –el horizonte era una débil línea de mar pintada a mano–, pudo incluso pensar en los pormenores de un regreso en el que no llegó a creer hasta que sus pasos, acostumbrados a seguir el ritmo de las minúsculas olas que desembarcaban en el muelle cargadas de aceite y de inexplicables desperdicios –un día encontró una ballena–, lo llevaron de vuelta a una ciudad de la que apenas recordaba el nombre de la calle donde se ocultaba su casa, un edificio gris bajo la lluvia. Aquella noche no pudo dormir. Perdido, rodeado de ventanas y automóviles, comenzó a elaborar una poesía cuyo tema central era el viento y la gigantesca extensión del mar que tanto había amado. Pensó entonces en galeones hundidos, islas a la deriva, en el descubrimiento del océano Pacífico, en el Pirata rojo y –esto es indudable– en D’Artagnan. Creyó tener uno o dos títulos acertados mientras esperaba que cambiara la luz roja de un semáforo y desapareció, nada más cruzar la avenida, en el silencio o la soledad de la noche a la que después de tantos años había regresado. nunca se sabrá con exactitud cuál fue el camino que siguió a partir de ese momento ni el tiempo que pasó apoyado en la barandilla de uno de los muchos puentes que, a su paso por la capital, cruzan el cauce oscuro del Merna. Es muy posible que, olvidado el río, esperando sin impaciencia el amanecer, incluyendo en sus versos el resplandor de unas pequeñas estrellas amarillas que él llamaba farolas en secreto, alcanzara las primeras casas del Barrio oeste y subiera por velásquez o Constitución –qué importa– y atravesara hacia el norte el ensanche o llegara sin saber cómo a Curtidores, las callejas de niebla que rodean el mercado, y escuchara un disparo o lo que parecía un disparo y un grito, del que trató de alejarse perseguido por el sonido de sus propios pasos sobre el empedrado. Lo cierto es que fue visto de nuevo, a primera hora de la mañana y por personas que nosotros no llegaremos nunca a conocer, sentado en un banco de lo que hasta entonces había sido la antigua Placita de los Plátanos, que el alcalde Godoy acababa de rebautizar como Bulevar de los Cañones. Allí pasó la primavera y una gran parte del verano. Conoció algunos árboles, su

sombra, y los peces de colores que lo observaban bajo la superficie del estanque mínimo al que acudía una vez al día para beber agua y observar el crecimiento de una barba de la que no había tenido tiempo de librarse desde que salió de casa. Así, sin más preámbulo que el de los días y las noches que desembocaron en una mañana o una tarde cualquiera –también con niños que corrían a insultarle, gorriones, migas de pan y los característicos elementos destinados a perfeccionar un paisaje como este, entre los que podrían destacarse junto con el cielo azul, las palomas o los enamorados– recordó, aunque pudo haberlo soñado, el interminable laberinto de trenes y pasillos subterráneos por el que intentaría, una vez más, llegar a casa. recogió la americana, los zapatos y los calcetines que había dejado olvidados en el respaldo del banco, caminó durante una o dos semanas reuniendo las monedas que los transeúntes tenían la costumbre de arrojarle mientras descansaba, y después de afeitarse, cortarse el pelo y lavarse la cabeza –el peluquero le recomendó unas buenas friegas de albaricoque para revitalizar el cuero cabelludo– se dejó acompañar por un otoño todavía débil a unas escaleras que debía descender sin contratiempos, sobre los hombros la bufanda que durante meses había guardado en un bolsillo, cada vez más cerca del vagón en el que iba a encontrarse conmigo. El tren se detuvo. Apenas tuvimos tiempo de sustituir unos viajeros por otros, olvidar a la muchacha de colores –era la primavera–, dar la bienvenida a un Luis Xiv sin séquito y bastante resfriado y permitir que Aránzazu ocupara un asiento que había quedado libre junto a la puerta, enfrente de mí y a la izquierda. Todo lo demás podría resumirse ahora con un interminable desfile de camisetas y corbatas y medias de seda o pantalones que subían y se bajaban en la parada siguiente, que esperaban pacientemente en pie o conseguían sentarse mientras Aránzazu permanecía cabizbajo, tal vez pensando en la muerte o en el aburrimiento, levantando en ocasiones la mirada para no encontrar más que bigotes abandonados por las esquinas, dentaduras postizas, pelucas y gafas de sol cuidadosamente expuestas bajo unos letreros que además de fumar, prohibían correr, escuchar conversaciones ajenas y mirar directamente a los ojos de los demás viajeros. Los detalles carecen de importancia. Acaso pueda interesar la sucesión de estaciones y de noches idénticas, profundas, amarillas, que tuvimos que recorrer hasta que Aránzazu supo que había llegado el momento de abandonarnos. Cualquiera de sus gestos, su mirada, la manera en que puso en orden el cuello de su americana antes de levantarse y avanzar hacia la salida, descender al andén, merece ser interpretado como una despedida. Ya nunca volveríamos a verlo. A través de las ventanillas, del humo que Quimera 51


debe colocarse en esta escena para conseguir una imagen más patética o digna de ser recordada, fue convirtiéndose en un hombre entre muchos, un desconocido que podía poner las manos en los bolsillos, consultar en las vitrinas de la estación alguno de los mapas de superficie en busca de una pista, una esperanza, el nombre de una calle en la que tal vez alguien lo estuviera esperando. Caminó unos metros –a su espalda, nuestro tren comenzó a ser devorado por un túnel– y volvió a detenerse antes de enfrentar los escalones, uno dos tres, que lo llevaban a otra galería, cuatro cinco, igual o equivalente a las anteriores, seis siete ocho, donde de nuevo nadie iba a saber quién era ni qué era lo que estaba buscando, nueve diez. Pudo empezar a sentir miedo entonces. Pensó que estaba lejos de la superficie y que el pasillo conduciría a otro pasillo, un pasadizo multitudinario o estrecho o gigantesco o vacío inundado de goteras o de luces, de escaleras, músicos, malabaristas, faquires dispuestos a tragarse una espada o a escupir fuego –había uno que se metía un dedo en el ojo frente a una cafetería minúscula, un estanco o una tienda de flores que los enamorados olvidaban en la oscuridad de los corredores y en los andenes, donde empezaban a pudrirse como míseros y enigmáticos homenajes a nadie. Pero no fue eso lo que le hizo apresurar el paso, volver la vista atrás, descubrir que al doblar una esquina, al escoger bruscamente un nuevo pasadizo a la izquierda, a la derecha, estaba intentando escapar de alguien. Quiso ir más despacio, detenerse ante los titulares de los periódicos de un puesto cercano para comprobar que nadie le seguía –misteriosos hombres con sombrero, gabardinas, una sombra de pronto inmóvil en la sombra, el estrangulador de Boston, pero no vio nada extraño. Deprisa, llegó a las baldosas blancas de una sala rectangular que encontró vacía y avanzó desconfiando de las paredes brillantes que recordaban hospitales o quirófanos. oyó voces y volvió la cabeza. Los dos hombres se acercaban conversando. El más alto –delgado, el escaso pelo rubio– caminaba mirándose las manos que dibujaban formas y círculos en el aire mientras hablaba. su compañero, más oscuro, quizás estuviera allí sólo para escucharle. Pudo verlos nada más que un instante, diez, quince metros atrás. Trató de llegar cuanto antes a la escalera mecánica que se escondía al final de aquella sala y comenzó a descender, nervioso, el cuerpo apoyado en la barandilla le permitiría vigilar los peldaños superiores y volver a comprobar la distancia que lo separaba de los dos extraños. Hubo entonces el temblor, un chirrido de ruedas y raíles deteniéndose, el pitido que Aránzazu había escuchado ya en otras ocasiones. Escaleras abajo, corriendo y a la derecha descubrió el tren con tiempo de subir a cualquiera de los vagones y observar sentado la carrera de los dos hombres en el andén, luchando por 52 Quimera

encontrar abierta aún la puerta por la que él había entrado. ocuparon dos asientos frente al suyo y en todo el trayecto no cruzaron más de dos o tres palabras en un idioma extraño que podía confundirse con el ruso. Los dos tenían los ojos azules. Casi en el final de esta historia, Aránzazu miró por última vez el techo del vagón e imaginó el otoño arriba, en la superficie. Escuchaba las voces de algunos estudiantes, la respiración, el asma del enorme sapo con paraguas que vivía lejos, a su izquierda, y el tren sobre una noche de metales oscuros y australianos. sin demasiada confianza trazó el plan de apearse en la parada siguiente. Aprovechar las aglomeraciones, la confusión provocada por la multitud de viajeros que trataría de subir al tren o abandonarlo en busca de cansadas y descoloridas o relucientes aventuras, para permanecer sentado y esperar a que de nuevo se anunciara la salida, el momento de levantarse y correr y cruzar al fin la puerta que se cerraba y lo dejaba seguro y a salvo en el andén, seguro y a salvo. De pie sobre el cemento de la estación, inmóvil, dejó que el último de los vagones desapareciera, tal vez sintiera frío o sueño o hambre, y comenzó a caminar junto a los relojes, los enormes carteles de cigarrillos y los mapas, advertencias, señalizaciones, los avisos de un puesto de información abandonado. Pensaba en las venitas azules, apenas perceptibles, que cruzaban la frente del hombre rubio y que ya no volvería a ver, la estupidez del labio superior sobre la boca, el mentón inexistente. Atravesó un pasadizo verde, otro amarillo, otro que tenía una pared rota. no tuvo tiempo de fijarse en nada más. Le golpearon con manos y con zapatos, haciéndole caer y permitiendo que se arrastrara algunos metros mientras le seguían golpeando. Después cerró los ojos. Me gustaría decir que aquel fue un otoño como cualquier otro, lleno de abrigos negros y hombres corriendo bajo la lluvia. Hombres que miraban en silencio las gotas de agua adheridas a los ventanales de las cafeterías mientras afuera esperaba el viento, la noche, y un rumor de tormenta bajaba por las calles junto a los trolebuses y los tranvías. Pero aún hoy, ahora por ejemplo, recuerdo el pasadizo desierto, la luz eléctrica que en ocasiones parpadea y hace retroceder o avanzar la sombra sobre el cuerpo tendido a un lado u otro de la galería. Eso es lo que más me gusta, ver cómo unos minutos o unas horas después aparece algún besugo, una merluza, bancos enteros de sardinas, caracoles y una cabra se acerca cojeando, un hipopótamo, pequeñas avutardas con maletas, Moctezuma, Drácula o Julio César –que a veces llega con una escarola de la mano, otras con un dinosaurio- y entonces alguien arroja unas monedas sobre el cadáver, que tiene un cristal clavado en la cabeza. ■



Por Rita Dahl Es frecuente oír decir que la poesía finlandesa no es un campo homogéneo, que se expresa con voces y estilos diversos. De igual manera el campo de las editoriales también se ha vuelto más plural en las recientes dos décadas. En estos años surgieron pequeñas editoriales alternativas que se ocupan especialmente de la publicación de literatura marginal que no se vende masivamente: poesía, ensayos, literatura traducida, para citar algunos géneros importantes. Sin la actividad de las editoriales nuevas quedaría ignorada una parte de la literatura del mundo y no contaríamos con posibilidades alternativas de publicar. Estas pequeñas editoriales realizan un trabajo cultural valioso. La literatura se enriquece con la presencia de otras voces. Las editoriales pequeñas han sido la salvación para los poetas finlandeses que no hubieran tenido las mismas oportunidades de publicación sin las editoriales alternativas. La poesía joven de Finlandia no sería la misma sin su apoyo. Estos jóvenes poetas finlandesas a los que voy a referirme, se caracterizan porque a su manera son jugadores audaces con la lengua y los géneros convencionales. 54 Quimera


LOS POETAS DEL FUTURO QUE ESCRIBEN EN FINLANDIA

La lengua resulta un material muy flexible para Lassi Hyvärinen, quien crea poemas disponiendo de la forma tipográfica como si se tratara de realizar composiciones en las cuales las palabras alternan su valor de signos del poema con su carácter gráfico. Hyvärinen alude en sus poemas a sus compositores preferidos, entre los que se halla el compositor pos-modernista Alfred Schnittke. En la obra del escritor sus poemas aparecen como texturas visuales; las palabras son arrojadas al papel vacío como bombas cariñosas, adquieren forma de sílabas musicales que se repiten o reiteran. No resulta importante lo dicho en los poemas de Hyvärinen, es significativo el modo como fue hecho. La lengua no es una materia que ineludiblemente, por sí misma deba significar para el poeta. Como un futurista de los inicios de nuestra época moderna Hyvärinen traza, con singularidad, el movimiento rápido que va adquiriendo la imagen de una signatura tipográfica, extendiéndose sobre la superficie del papel. El poeta emplea términos de movimiento, interjecciones o palabras metafóricas que reflejan movimiento para acentuar la impresión de velocidad. El tiempo viejo y moderno resulta simultáneo en sus poemas. A su vez los poemas de Johanna Venho evocan la actitud hacia la lengua de los poemas de Hyvärinen; en varios de sus

poemas es patente la impronta de las canciones tradicionales del folklore. El poeta acude a la libertad de la lengua infantil, es como una voz poética que regresara a las fuentes del origen en la lengua de los niños. La lengua infantil es creativa, todavía no está atada a las reglas, aunque en sus modos se pueden descubrir convenciones particulares. El ritmo de los poemas de Venho es mágico, como el del canturreo entrañable de las canciones de cuna para bebés. Katariina Vuorinen no se halla en el trance de la experimentación de la lengua, pero si en los lugares de tensión de ambos géneros: femenino y masculina, en el territorio de la relación amorosa. Que el amor es una fuerza fatal es lo que muestran los poemas de Vuorinen; las situaciones de inestabilidad emocional que transforman a una mujer serena en un monstruo. Es el dilema y las dudas de una mujer cuyos celos permanecen en la incertidumbre ante su esposo o amante. Los poemas de Kati Neuvonen poseen un parentesco con los poemas de Vuorinen; el valor diferencial de su estética estriba en que su personaje vive la vida carnal y sensual, con el desasosiego de quien está arrojado y que termina en un infierno de lágrimas miserables. Descubrirte en alguien con quién puedas sentir y que sea parte de ti como un todo, es un destino tal vez Quimera 55


imposible. Tal es el sentido que cabe en los poemas de Neuvonen. Kaisa Ljäs cuenta historias de relaciones amorosas entre hombres y mujeres, o muchachas y muchachos. El poeta descree del amor entre los jóvenes. El trasfondo de los eventos “amorosos” es un escenario donde las víctimas del amor se ocultan, se embriagan o hacen otras acciones complementarias, triviales para borrar su amor pasado. El amor empieza y acaba. Es una sucesión de emociones fugaces. Estás triste, estás pleno pero sabes que todo hace parte del ritmo vertiginoso de una montaña rusa en un parque temático. En un día aparecemos convertidos en amantes sin que sepamos qué nos aguarda. El sino de los amantes es arrojarnos a un destino ignorado. El amor es comparable a una ruleta rusa fatal. En una día brilla el sol que lanza al vacío sentimientos de dos caras o enmascarados: alegría, tristeza: los amantes beben vodka y a la mañana siguiente el cielo es un signo oscuro. En ese momento sentimientos rivales de melancolía o de felicidad perdida emergen en forma de remembranzas. ocurre a veces que Ljäs pareciera a punto de crear una nueva lengua surgida de las experiencias de su personaje principal, pero su sintaxis es todavía bastante normal y narrativa. En esta selección el poeta más original en su relación con la lengua es Ville-Juhani Sutinen. Puede ser que los poemas seleccionados no reflejen esta tendencia renovadora, pero este aspecto hace parte de su obra. Sutinen es un poeta romántico en el sentido auténtico de la palabra; la imagen que es una metáfora puede ser empleada y resulta nítida: hay una botella de vodka y un poeta soñando que intenta capturar su quimera o certidumbre fugitiva en la fiebre de sus versos melancólicos. Su poesía resulta a veces difícil de seguir. Puede parecer una colección de palabras ensambladas, que forman un caleidoscopio extravagante donde todo el material desempeña un papel democrático. Sutinen podría ser un relativista de la poesia L = A = N = G = U = A = G = E , como si se tratara de un creador distante con sus juegos de palabras. Ville Hytönen es un poeta influenciado principalmente por la historia de Europa, de los países ex-sovieticos. Y, como en muchos poemas, en los suyos se revela una historia de amor que tuvo lugar en la remota Ucrania. Hytönen puede ser asociado con los escritores finlandeses cosmopolitas de principios del siglo 20. Estos creadores tenían un particular interés por la historia de Europa y se establecieron en este continente donde viajaron y vivieron también. Su interés no solamente estuvo en un plano erudito de leer sobre su historia y su situación política. Escritores como Mika Waltari, quien residió en París durante su juventud y atravesó esta experiencia entre el amor y el alcohol, o olavi Paavolainen muy orientado al análisis de la psicopatologia en la vida cultural de Finlandia; esto dos escritores son ídolos de Hytönen. 56 Quimera

Paavolainen escribiría más tarde sobre la Alemania del nacionalsocialismo y su ideología esquizofrénica que se apoyaba en influencias provenientes de los mitos arcaicos aunque también acentuaba los valores de la sociedad tecnocrática: efectividad y rapidez. Paavolainen estudiaba esta ideología que seducía por igual a la gente más cultivada y advertía sobre sus amenazas. risto oikarinen es un poeta abiertamente religioso en sus poemas. El único. Su religiosidad no es pura, es más liberal con respecto a los placeres de la vida: las mujeres, el amor, el alcohol y aquello que es vedado por la iglesia. El poeta parece pensar que el cristianismo literal es demasiado rígido para la vida del ser humano con sus necesidades cotidianas. A veces los sentimientos del remordimiento se agazapan en su yo lírico y lo inclinan hacia una vida más rígida y religiosa. La fuerza femenina tiende a llevarlo más allá de la religión, lo que resulta una especie de precipicio existencial para un hombre creyente, aunque esta atracción resulta al mismo tiempo una fuerza amorosa y envolvente. En los poemas de Janne Nummela se refleja toda el sociedad. ¿Por que? La razón es muy simple: los poemas de Nummela fueron hechos con ayuda del Google y todos los discursos que el poeta podía encontrar en la red. Estos discursos son muy variados. Desde el punto de vista del poeta la biología es la base de toda manifestación de la vida, sea animal o humana. Nummela se declara partidario del gozo dionisiaco. Como Googlepoeta Nummela es llamado purista. Él continúa sus pesquisas y experimentaciones hasta el fin para dar con un resultado que lo deje satisfecho. otro tipo de Google-poeta pragmatista según la denominación, y quien usa Google para no encontrar un resultado final, más bien como medio para la inspiración gracias a las propiedades que le son propias: como una suerte de estimulante técnico podría decirse. Dahl resulta en su segundo libro tal tipo de poeta. El Infierno es un ejemplo de este tipo de poesía, Los ojos de Hieronimus El Bosco surgen como una ekfrasis que tienta. Los otros poemas seleccionados aquí resultan más narrativos y románticos y reflejan otros aspectos de mi universo de poeta. Estos poemas han sido tomados de mi libro de viajes por Portugal. Incluyen semblanzas de poetas solitarios y melancólicos reincidentes en su adicción a una tristeza fundamental. También está incluido un poema en prosa con las imágenes de África, de la naturaleza humana y verdadera que se mezclan entre sí. Ciertamente, la situación de la poesía joven de Finlandia se abre a un gran horizonte. Durante esta época incierta de crisis financiera la poesía es leída con gran interés y fruición. El arte de la poesía en Finlandia es diverso, variado como siempre. Pueden recortar el apoyo social a los poetas, pero la fuerza de la poesía permanece. Puesto que ella representa la inagotable fuerza del vida, de los sentimientos y de los pensamientos. ■


Selección de poemas

Traducción de Johanna Suhonen y Roxana Crisólogo Ville Hytönen órganos masticadores, ucrania es la escoria que la diálisis elimina, un cráneo examinado por el frenólogo, ellos cantan mientras conducen y hacen ruido con sus carretas de tubos plasma y chinches, amo este país joven fluorescentes, niños parientes destrozados, intoxicaciones y miserables bares de puerto svoboda! svoboda! ellos gritan desde sus1 dientes con caries svoboda! svoboda! ellos gritan presionando sus eritemas nodosos dolorosos y haciendo zumbar sus carretas de tubos cuando pasamos por debajo del puente, pienso en una aguja que se hunde en la carne hecha jirones, la pus que de ahí brota, el sedimento del dnepr2 1

1. Svoboda: vocablo que en ruso y ucraniano significa libertad 2. Dnepr: río y marca de motocicletas de Ucrania

los icebergs han llegado a nuestras orillas me desnudo los brazos y los envuelvo alrededor tuyo mi cara, mis costillas para hacerlas una extensión de tu cuerpo un cisne negro nos adelanta despacito, una herida de presión sobre la piel blanca, fragmentada, debajo de ella un circuito o una vena vibrante ocluida es noche y muerte para mí hace poco información de segunda mano, mañana caerás como un satélite, como un gorrión blanco en la mañana de Navidad

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Kati Neuvonen En una ciudad había una mujer tan feliz que se la expuso en un museo, ahí ella sonreía. Irradiaba una felicidad tal que la gente parada en la puerta tuvo que usar anteojos de sol, no se permitió la entrada a los niños. Cada hora recitó un aforismo sobre el amor, la gente llegó y escribió en sus pequeños cuadernos cuadriculados, también suspiraron felices. Ellos no vieron cómo el celador por las noches llevaba a la mujer al cuarto de atrás, le abría una tapa en la espalda, le recargaba las pilas, cambiaba su falda, le lavaba el cabello sedoso. La boca de la mujer, más profunda que ninguno de los lagos del país de canciones tristes, se abría y cerraba, tragaba todo y sonreía. Una vez tuve un novio tan grande que cuando hacíamos el amor él tenía que echarse en una cancha de fútbol, yo tomaba la cuerda y el piolet y lo montaba. Después lo rociaba con el aspersor, vertía sobre su cuerpo jabón con un balde, así él se bañaba. Su corazón era tan grande que ahí cabían todas las mujeres de la ciudad, las arterias y las venas necesitaban dirección de tráfico. Hoy en día uso su impermeable como lona en un sitio de obras, me toma media hora abotonarlo. A los diecisiete años conocí a un bombero que dibujaba historietas en los calzones de las muchachas. Él tenía una manguera tan larga que tras el uso debía enrollarla, empacarla en una maleta, solo entonces la llevaba consigo. La gente miraba, olvidaba hacia dónde estaba en camino, a sus madres, dejándolas atrás, lejos donde las madres empezaron. Para nosotros los vuelos fueron especialmente complicados porque había que despachar la maleta como equipaje de mano. Los empleados del aeropuerto miraban con extrañeza, y las azafatas, los pilotos salían de la cabina, también miraban con extrañeza y tenían celos. Nuestros vuelos siempre estuvieron atrasados. obviamente fue práctico que él se fuera a apagar solito los pequeños incendios, no hacía falta un carro de bomberos. La desventaja fue que él, después de la jornada laboral, estaba tan cansado que entonces tuvimos que divorciarnos. (de la antología Naku)

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Rita Dahl

La ciudad de las escaleras blancas Lisboa, ciudad de las escaleras blancas, cuántos poetas han descendido por ellas como por una caderas escribiendo sobre cómo es bajar al Tajo centellando azul con una apariencia ligera de luz amarilla. Ellos se han sentado en los rincones más apartados de los bares oscuros pensando por qué justamente su vida es tan miserable, por qué su destino es evocar algo que no puede traducirse en palabras, vaciar estas copas y pedir más, por qué la vida no les ha dado un papel diferente. Ellos han escrito sobre el descenso por las escaleras y la añoranza de lo que no puede decirse y que nunca alcanzarán y para sostener sus palabras beben más aguardiente para aunque sea por un momento sentir la vida, la ausencia causada por la ebriedad por ejemplo, ellos escriben sobre el beber y al escribir sobre el emborracharse quedan cada vez más ebrios. Ellos vacían sus copas hasta el fondo, escriben versos sobre las escaleras que conducen al Tajo, las copas que se toman para que este rodar hacia abajo se olvide y la vida agarre un rumbo ascendente, como un presagio del volar o el acto mismo de volar, ellos se elevan un poquitín de sus sillas como si estuvieran a punto de levantarse y salir por la puerta del bar cuando los últimos clientes los llaman por sus nombres. (del libro Tuhansien portaiden lumo)

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Katariina Vuorinen la descendencia Me siento, las nalgas desnudas, en el musgo las llamas del diablo entran en mí Contra las piedras hay vergüenza para ser polinizada, en la orilla se reconoce el propio cuerpo antes de la interrogación. La niña alterada se mezcla en el paisaje. Por fin se ha enterado de la existencia de personas sobrepuestas, bebidas fermentadas, linos de sangre, se enoja con la sierra circular de la piel, enebros vueltas y vueltas, piernas equivocadas, boca pegada, piel que no transparenta las venas. Queda un cupón no ganador y un globo pinchado con una aguja de tejer. La luz de San Juan revela sutilmente, aprieta las caderas. No querías más al borde de la mesa, a la bifurcación, le diste vuelta a la amoladera en las entrañas del vientre, el pecho lleno de hojas mojadas Doblaste las pestañas, el secreto de los ojos pintados de negro. Los libros escondidos hacían brotar esporas de fuerza. Tres juramentos: no me abro, retrocedo, paro. Los labios y los ojos aún se hinchan por el golpe los rostros vacíos de los adultos se vuelven hacia la mañana bidimensional la neblina susurra, el colimbo ártico condensa. Vuelvo a empezar, desde el pie del abeto, y en las curvas de la punta ya hay nuevo hielo negro, bufandas bien tejidas, almohazar listo para la madre y la mente bajoneada hacia la espalda, la orilla poco profunda con un rastrillo de hierro. En el libro de texto se ha llenado el regazo con hijos propios de preferencia en el musgo, con el palito en la faringe. (Kylmä rintama, Savukeidas 2006)

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Ville-Juhani Sutinen

Un hombre con cara de luna atravesó la calle nocturna llevando un ratón y una armónica en el bolsillo. Vestíbulos de las estaciones de servicio, signos amarillos cadavéricos, el pulso palpitante corazón del boliche. El espectro del petróleo reflejándose en los charcos bajo la luz de estrellas frías. Han visto mejillones? pregunta él a todos los que se le van atravesando y las personas sacuden la cabeza y cierran sus conchas. Es primavera. Las hojas de los árboles repliegan sus sueños verdes. El tallo negro de la fotosíntesis se dobla, se empuja el cochecito hacia abajo por la escalera de odessa. A los peces les da risa. Un hombre pequeño toca el tambor, para que nosotros una vez entendamos todos, cómo los animales inclementes del río tan a menudo son iguales a las piedras y cómo los ratones de bolsillo al fin de cuentas terminan bien. (Sivuraiteita, Savukeidas 2004)

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EL VIEJO TOPO

¿PRIMAVERA ÁRABE? EL

MUNDO ÁRABE EN LA LARGA DURACIÓN

Samir Amin Las explosiones de cólera de los pueblos árabes acontecidas en 2011, en la llamada primavera árabe, ¿darán inicio a un nuevo despertar del mundo árabe? ¿O acaso esas revueltas van a acabar estancándose para, finalmente, aceptar un simple maquillaje de carácter democrático que dejará las cosas casi como estaban? O, peor aún, ¿darán paso a regímenes teocráticos supuestamente “moderados” con el beneplácito de Washington y la Unión Europea? El mundo árabe se enfrenta, pues, a un desafío formidable. Desafío que, para ser superado, exige el abandono definitivo de las ilusiones de un regreso al pasado, es decir, de la islamización de la sociedad y de la política, que no permitiría el abandono de su estatus de periferia dominada por el imperialismo de las potencias occidentales.

EL VIEJO TOPO AGRIETAR EL

EL CAPITALISMO

HACER CONTRA EL TRABAJO

John Holloway Cambiar el mundo sin tomar el poder, el anterior libro de John Holloway, provocó un debate a nivel mundial al plantear que no es desde el poder que pueden cambiarse radicalmente las cosas. Sin embargo, la cuestión de cómo hacerlo, de cómo cambiar el mundo sin tomar el poder, permanecía abierta. Este libro ofrece una respuesta sencilla: agrietar el capitalismo. Crear grietas en el sistema de dominación capitalista de tantas maneras como sea posible, y dejar que se extiendan, se multipliquen y fluyan juntas. Las grietas ya existen, podemos verlas. Son espacios de rebelión donde se afirma un tipo diferente de hacer. Son, por ahora, sólo intersticios, insuficientes, pero que marcan un camino. Es desde ellas que comenzamos, desde lo particular, desde nuestro enfado por un mundo que nos es cada vez más extraño y más hostil. Es desde ellas que puede empezar a romperse la noche oscura.


EL QUIRÓFANO ® Enter the Ghost, exit the Ghost, re-enter the Ghost EspEctral Ángel Guinda Olifante. Ediciones de Poesía. Tarazona, 2011. 92 págs. La búsqueda identitaria no es solo un artificio o un lugar común sino que en muchas ocasiones es el centro de lo literario. En el caso de la poesía, incluso cuando se consigue ahuyentar a ese ego tan molesto, ésta es claramente un apéndice no sólo de lo vivido o lo sentido, sino de la identidad de la misma voz poética. En Ángel Guinda (Zaragoza, 1948), un poeta con una larga trayectoria de agitación cultural, es inevitable que la temporalidad no sea unidireccional hacia la muerte, sino que el pasado y el presente se sumen en una síntesis que arma su escritura al igual que su existencia: “No puede, sin dañarse, mirar la luz quien viene de la sombra. ¡Oigo moverse los balcones del cielo! A veces vuelvo adonde nunca estuve”. Espectral contiene ciento once artefactos que funcionarán en unas ocasiones como aforismos y en otras como fragmentos poéticos que alternan imaginería de corte simbólico: “¿Qué hago yo aquí en mitad del llano, con este testamento que se abre como grageas de pájaros y jaulas, como una hoguera que la lluvia aviva?” y formas elegíacas: “¡Rumia la ruina sobre el abandono!”. Ciento once poemas en prosa que contienen la sonoridad lírica que es señal de identidad en el corpus poético de A. Guinda, publicado principalmente por la tenaz y ya decana editorial Olifante. Poemas no versificados que contienen borrosos recuerdos que sirven de detonantes oníricos que proporcionan símbolos. Como hemos afirmado, la poesía de Ángel Guinda no se instala en una re64 Quimera

creación ad nauseam del yo, pero sí que está inmersa en un “narcisismo dinámico” de corte lacaniano. Espectral se sitúa fuera del tiempo, es el resultado de una descomposición del yo en la que lo escondido aflora. Sus poemas cumplen la función del sueño, y conforme avanzamos por el discurso poético se produce la descomposición del ego que los distintos poemas en prosa generan. En esta labor de invocar a un fantasma de uno mismo Ángel Guinda apuesta por un tiempo circular que logra revertir y que se pliega sobre sí mismo. Así la muerte es un frontón contra el que arrojar palabras que aguijonean la inercia del vivir. El vitalismo crítico de Espectral (“Volquémonos en ser, no en parecer. ¡Ser! ¡Ser ser hasta desaparecer!”) siempre se ha visto reflejado en su escritura, ya fuera en papel o en pintadas furtivas en su ciudad, una escritura que también se repliega metaliterariamente: “Las palabras acuden a mi tránsito desenganchadamente nuevas, ágiles, me libran del exilio que es vivir”. A Guinda nada de lo humano le es ajeno así que, aunque bajo un tamiz surrealista en ocasiones, las cuitas existenciales tienen origen en situaciones de injusticia social de la historia reciente global. Su ruptura con la sociedad le empuja a utilizar la poesía no solo como denuncia sino como alternativa a la realidad: “¡Qué mundo de palabras para crear un mundo!”. La lectura, pues, tendremos que entenderla en un proceso similar a través del cual adquiriremos una capa vivencial que nos espolee el ánimo y la conciencia. La identidad es, entonces, una constante avalancha de espectros pasados, presentes y futuros que nos obliga a pensarnos atemporalmente para continuar. La vida y la muerte se enlazan y salvan

la aparente contradicción, a ello ayuda sin duda los juegos sonoros que, gracias a la exploración irónica semiótica, compensan la densidad de muchos poemas. Ángel Guinda invoca una galería de fantasmas propios y ajenos que le han acompañado, que se agolpan atemporalmente reclamando su cuota de participación en el presente suceder de la vida. Espectral no solo manifiesta la circularidad de lo real, sino también la de la obra poética en que se inscribe y de la que recoge muestras del multiforme repertorio del autor. Así entendemos que la poesía reclama una trascendencia ajena al sentimiento estético que pueda entrar en la disputa identitaria que aflige al que vive.

JaviEr alonso priEto


EL QUIRÓFANO ® El fundamento del mal asEsinato En américa simone Barillari (ed.) Varios traductores Errata Naturae, Madrid, 2011. 349 págs. Para algunos defensores del periodismo como género literario, este oficio está vinculado con la necesidad de explicar el mundo, con lo verosímil, con lo real. El periodista daría testimonio, pero su testimonio estará condicionado por un afán de escrutar las razones de los sucesos. Dado que los sucesos reseñados por los periodistas son, en su gran mayoría, de índole negativa –atentados económicos contra la humanidad o delitos de sangre–, cualquiera puede suponer que un periodista está investigando, a lo largo de su vida técnica, las razones del mal. En este sentido, cabría decir que el libro de cabecera del periodismo tal vez debería ser la novela de Stevenson, El extraño caso del doctor Jeckyll y Míster Hyde, o al menos debería ser la llave de contacto que ponga en marcha su proyecto profesional y en ocasiones literario. Las piezas que reúne Simone Barillari (Padova, Italia, 1971) en Asesinato en América podrían responder, con pulcritud, a dicho proyecto: ¿qué empuja a dos adolescentes a celebrar una matanza en un instituto?, ¿cómo es posible que la multitud se enardezca hasta el extremo de disfrutar con un linchamiento?, ¿cuál de todos los capítulos de su vida lleva a un hombre hosco a convertirse en un francotirador, en un asesino gratuito? Aquí el atrevimiento del periodista en la investigación del delito sustituye, de alguna forma, al conflicto como fundamento de la ficción. Al menos en lo que atañe a la estrategia para captar interés, que en el caso de la literatura periodís-

tica deja de ser un deseo para convertirse en una obligación. De ahí que ocupar un volumen con Los grandes delitos de la historia norteamericana, como reza el subtítulo del libro, sea una trampa sensacionalista, al tiempo que valora una labor que pretende acercarse a la for ma del mal más terrible, la que no respeta la vida humana. Si la primera de las piezas resulta un poco tosca y demasiado lineal, el sentido de las siguientes deja de seguir la dirección de una única flecha, hasta culminar en la reconstrucción plural de la actuación de los adolescentes perturbados y de las reacciones dentro del instituto de Columbine. El reportaje responde, curiosamente, a la fábula de los monjes y el elefante que da título a la magnífica película de Gus Van Sant sobre este suceso: Elephant. En esta fábula cada monje, con los ojos vendados, toca una parte del elefante y guiados por el tacto describe cómo considera que es la bestia. El conjunto de las partes no termina de ser lo mismo que el total del elefante, al igual que la suma de las crónicas de estos delitos no son un tratado de moral. Pero ayuda a plantearse muchas preguntas. Pues tal vez explicar la realidad consista, paradójicamente, en eso: en hacerse preguntas. Porque pese a tantas líneas de negro sobre blanco dialogando o disputando sobre la razón del mal, todavía no hemos sido capaces de hallar una respuesta. A medida que uno va leyendo los artículos, se va cuestionando qué parte del individuo es la que un día se rompe trágicamente. O si debemos considerar al asesino una víctima a pesar de nuestros hígados. O si el más terrible de los monstruos humanos se fer menta en la locura colectiva. Especialmente recomendables, por estremecedores, resultan la reconstrucción del recorrido del asesino que Meyer Berger

describe en El día de la locura de Howard Unruh, y el tumor social reflejado en Los Ángeles de la muerte, donde el trabajo de cinco periodistas no basta para desmenuzar todo el sadismo que habitó en el corazón de una secta sangrienta. Pero lo interesante es comprobar cómo la evolución de las piezas refleja la evolución de un oficio en el que la única constante es desentrañar la lógica de la locura, al tiempo que el lector se da cuenta de cómo han tenido que subir las apuestas para que los crímenes capten su atención, cómo a medida que la humanidad se ha ido vacunando al integrarlos en la vida cotidiana, el delito de sangre debe ser más salvaje para que sacuda nuestro interior. El oficio del periodista, por tanto, consiste en explicar la realidad. Pero también consigue un indeseado efecto narcótico sobre nuestras conciencias. ricardo martínEz llorca Quimera 65


EL QUIRÓFANO ® El idioma secreto zama, El silEnciEro, los suicidas antonio di Benedetto El Aleph, Barcelona, 2011. 496 págs. En una entrevista de 1985 con Jorge Halperin, publicada en Clarín poco antes de la muerte de Antonio di Benedetto (Mendoza, Argentina, 1922-Buenos Aires, 1986), encuentro un detalle esclarecedor para comprender algunos aspectos de su obra. Halperin le pregunta al autor si es cierto que “en su despacho de director del diario Los Andes tenía una botella de alcohol para lavarse las manos después de saludar a quienes venían a verlo”. La respuesta de di Benedetto es escalofriante: “Es que las manos son una parte especial del ser humano, pero lo que uno toca y hace con ellas no siempre es bello. Los crímenes que se cometen con las manos, lo que se ensucia con ellas. Y... aunque no lo haga con las manos, su piel se contamina a tal extremo que la representación más descarnada es la de las manos. Es por donde recibe a la gente, o sea por la mirada y por las manos”. La anécdota aporta pistas para la lectura de El silenciero, una obra esquiva que relata las angustias cotidianas de un hombre que desea ponerse a salvo del ruido y cuya cruzada contra la contaminación acústica se va haciendo cada vez más absurda, hasta el punto de resultar misteriosa. El libro tiene una estructura episódica y repetitiva. Una y otra vez el narrador es asediado por un ruido cercano (un taller mecánico, una radio), ensaya una defensa, se enfrasca en la lucha, busca aliados y finalmente es derrotado. En algunos episodios logra una victoria parcial y transitoria. Inicialmente se entrevé que para el narrador la lucha contra el ruido se puede asumir como la prolongación de otra 66 Quimera

lucha mayor contra la vulgaridad. Vulgaridad del trabajo mecánico, del ocio alienado, en guerra contra la paz del espíritu. Sin embargo, en el curso de la morosa y reiterativa disputa, aquel ruido de origen vulgar va mostrando una naturaleza ajena precisamente al trasiego del mundanal ruido. Se vuelve otra cosa. “Un ruido metafísico”, como dice Besarión, compañero intermitente en el declive. El ruido se carga de algo extraño, magnético, se convierte en un elemento vagamente arcano alrededor del cual empiezan a surgir preguntas: ¿qué es exactamente lo que perturba al narrador? ¿Por qué es selectivo con los ruidos? ¿Por qué unos sí le molestan y otros no? ¿Por qué no huye al campo? ¿Por qué arrastra a los demás a depender de su manía, aunque no la compartan? El relato no responde nunca las preguntas y se limita a avanzar, sonámbulo y opaco. Sería algo comparable a que la saga de Superman estuviera dedicada exclusivamente a describir en detalle las relaciones del héroe con la kriptonita. Lo cierto es que para el narrador el ruido no es solo materia sujeta a la normatividad y al civismo, sino una cuestión moral, una determinada suciedad que solo el narrador, como le ocurría a di Benedetto con las manos de quienes lo visitaban en su despacho, es capaz de percibir. Algo que debe ser eliminado, lavado y desinfectado en una rutina absurda con visos de ceremonia ritual de purificación que, por inoperante, solo conduce a la autodestrucción. Como dice di Benedetto en esa misma entrevista: “lo común es que el hombre se esté clavando las uñas para no clavárselas a los demás, no porque no quiera sino porque no se lo permite. En vez de destrozar al otro con la mano abierta, cierra el puño anímicamente, simbólicamente”. De esa mano que reprime la exteriorización de una violencia en un gesto auto-

destructivo y de apariencia serena parece surgir el lenguaje con el que están escritos los libros de di Benedetto. Las frases cortas empuñan el idioma y así, cerradas sobre sí mismas en una engañosa asertividad, se niegan a explicar nada y todas parecen guardar un secreto. Las frases encarnan esa tensión inconfesable del mismo modo que la mano es para el autor la “síntesis de la capacidad corporal”. Una mano y unas uñas con las que a duras penas logramos aferrarnos a nuestra humanidad, al clavo ardiente de la voz articulada, pues el hombre “también usa los pies, sobre todo cuando está descontrolado. Cuando puede, guarda las formas y usa la palabra o las manos. Pero cuando está descontrolado, se vuelve animal de cuatro patas y da la patada”. No es aventurado decir que el estilo de di Benedetto es también un estado de ánimo, la espera, como se ha dicho tantas veces, pero también la perplejidad y la ironía de quien se sabe objeto de fuerzas incontrolables.


EL QUIRÓFANO ®

Todo ello enmarcado en un pesimismo que se fue acentuando a lo largo de la vida del autor, especialmente tras su experiencia en una cárcel de la dictadura argentina entre 1976 y 1977 –no olvidemos que durante su cautiverio, además del arresto sin cargos, el aislamiento y la tortura, sufrió cuatro simulacros de fusilamiento–. Hay un episodio de Zama que, aparentemente aislado, funciona en realidad como una fábula o una cifra de la obra de di Benedetto. Zama se ha unido a una expedición militar para dar caza al rebelde Vicuña Porto y con ello la novela ha dejado abruptamente de ser un drama existencial sobre la espera para convertirse en un western ambientado en las planicies del Chaco. La expedición avanza por la llanura y se topa con una horda de indios ciegos, víctimas del ataque de una tribu enemiga que los ha cegado con cuchillos al rojo vivo. Estos ciegos, se entera Zama por boca de un informante, habían descubierto que eran más felices prescindiendo de la vista, ya que “cada cual podía estar solo consigo mismo. No existían la vergüenza, la censura y la inculpación; no fueron necesarios los castigos (…) Pero cuando los hijos tuvieron cierta edad, los ciegos comprendieron que los hijos podían ver. Entonces fueron penetrados por el desasosiego. No conseguían estar en sí mismos. Abandonaron los ranchos y se echaron a los bosques, a las praderas, a las montañas… Algo los perseguía o los empujaba. Era la mirada de los niños, que iba con ellos, y por eso no conseguían detenerse en ningún sitio”. Es curioso cómo las criaturas de di Benedetto parecen creer que la libertad solo se gana mediante una u otra forma de privación, como si la única manera de estar con los demás fuera prescindiendo parcialmente de ellos o de uno mismo, algo que también se puede trasladar a su prosa, donde la contención es la vía de apertura y experimen-

tación en el interior del lenguaje, una experimentación sutil con las limitaciones, justamente, y que hace posibles los desplazamientos semánticos, la ambigüedad de las acciones y las cadencias rítmicas de la sintaxis. Parece obvio que en esta historia de los indios ciegos la visión de los hijos cumple la función de asedio que cumple el ruido en El silenciero. El mismo asedio del que huyen las víctimas de la última novela de la trilogía, Los suicidas. Lastrada hasta cierto punto por el discurso existencialista de la época y contada con un tono y una estructura que recuerda a las primeras películas de Godard, la novela gira en torno a las investigaciones de un periodista a quien le encargan una serie de notas sobre las posibles causas del suicidio. La investigación, como la vida misma, no conduce a nada. Solo queda la extraña mueca de horror y placer con que aparecen los cadáveres. Pero como dice el narrador de Los suicidas, “la vida es tenaz”. Y aunque sus personajes se muevan a ciegas, dando tumbos entre la incomprensión y el malentendido, balbuceando el idioma secreto de los derrotados, lo cierto es que persisten. Siguen adelante. Continúan hablando como hace Diego de Zama, cuyo ascenso en el escalafón burocrático de la colonia española se posterga hasta el vacío y la degradación moral. Y es esa persistencia en medio del absurdo, esa voz que surge transparente desde los márgenes de la distribución geopolítica del sentido, es esa voz adiestrada en la obediencia a unos valores que constituyen a la vez la causa de la ruina de todo un continente, la que se interroga por su propia naturaleza, la que nos interpela a todos, más allá del lugar que creamos ocupar dentro de esa distribución. Juan sEBastiÁn cÁrdEnas

piGmEo chuck palahniuk Traducción de Javier Calvo. Mondadori, Barcelona, 2011. 267 páginas

¿Existe un escritor más excesivo que Chuck Palahniuk? Hace tiempo que el de Portland claudicó del realismo exacerbado de sus primeros tiempos. En sus últimas novelas se ha entregado a los estridentes chirridos de la sátira. De la exageración. Del tremendismo que fluctúa entre la escatología y lo patético. Si su anterior libro, Snuff, alineaba frente el altar de la pornografía a cientos de machos que buscaban la redención en forma de sexo oral, Pigmeo narra un delirante intento de conspiración en territorio estadounidense por parte de agentes infiltrados chinos. Todo es histérico: desde el perfil de la familia media estadounidense hasta la idiosincrasia de los terroristas. Pero el libro funciona porque a la expresividad de Palahniuk se une un control digamos aceptable de sus desbarres. Parodiar el actual sistema americano del bienestar sin obviar la crítica al régimen chino tiene mérito. Además, Pigmeo trae de vuelta la idea de que la novela política también puede resultar divertida. La ironía, la caricatura, la simplificación no son solo formas hilarantes para la ridiculización del adversario sino herramientas eficaces para contestar los discursos hegemónicos. roBErto valEncia Quimera 67


EL QUIRÓFANO ® La nueva literatura portátil los inGrÁvidos valeria luiselli Sexto Piso, Madrid, 2011. 144 págs. Con Papeles falsos (Sexto Piso, 2010), si hemos de hacer caso a las reseñas que circulan sobre el libro, Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983) consiguió despertar tanto el entusiasmo de los lectores como el interés por su trabajo. A la jovencísima escritora se le alabó por su estilo preciso y medida erudición, así como por su precocidad, caso poco frecuente entre las nuevas voces de la literatura mexicana. Este breve conjunto de ensayos, en la ilustre tradición de Reyes, Paz o Pitol, fue interpretado de forma divergente, bien como simple colectánea, bien como una narración camuflada en un formato ajeno, pero no exactamente alejado (si entendemos, ampliando un poco los rigurosos aunque nunca completamente satisfactorios márgenes genéricos, el ensayo como la narrativa del yo reflexivo). Me cuento entre quienes interpretaron esto último y para los que una primera buena sensación, no inmejorable pero sí prometedora, vendría a verse confirmada, o no, por su siguiente obra (no ya simplemente una primera novela, sino la siguiente etapa de una carrera en ciernes). Sin querer decir con esto que la primera novela (oficial) de Luiselli haya sido uno de esos esperadísimos lanzamientos que de vez en cuando sacuden el panorama editorial (tal vez algo más esperado en su entorno natural, las letras mexicanas, y debido, solo tal vez, a razones en principio más allá de lo estrictamente literario, como su ya señalada juventud o el carácter de la editorial que la ha acogido siendo aún novel), lo que sí se puede afirmar es que 68 Quimera

todo lo que prometía, en ciernes, aquella primera narración encubierta esta novela lo explicita con su carácter abiertamente narrativo y aun así, por momentos, también reflexivo: un paso natural del ensayo personal a la autoficción. Apuntada esta evolución, si es que cabe el término en tan breve espacio de escritura, quien se acerque a Luiselli no se extrañará de que en España esta novela haya sido apadrinada por VilaMatas, precisamente por su adscripción a un género intermedio, equidistante, que coge aquello que necesita de los géneros adyacentes y que se complace en tomar de la propia realidad el material del que los sueños de la ficción están hechos, sin molestarse en señalar cuánto es imaginación y cuánto no en su solución literaria. No voy a extenderme en este punto, pero sí a señalar aquí que, al margen de modas, este es un modo literario de ilustre tradición en nuestras letras; desde la seminal obra cervantina (si no antes) hasta los aún en activo Piglia y Javier Marías o los ya citados Pitol y Vila-Matas y entre ambos puntos, y aún después, un sinfín de obras. Y dado lo que aún podemos leer, parece una corriente saludable, aunque algunos de ellos se empeñen en imitarse a sí mismos ad náuseam. En el caso de Los ingrávidos, la forma en que se narra la desaparición de ese yo que se imagina a sí mismo, contemporáneo del lector, buscando las huellas de un escritor mexicano (Gilberto Owen) en la Nueva York previa al Crack del 29, que también se narrará a sí mismo al avanzar la trama, supone un nuevo giro a la tradición y su verdadero aporte. Una forma planteada como continuidad de fragmentos, pero cuya suma no da como resultado una

novela fragmentaria, sino una trama lineal, pero a borbotones; así como una doble trama paralela que, a pesar de ello, no implica contrapunto, sino más bien una concepción episódica. Así, tanto los episodios sucesivos como una trama respecto de la otra se implican unos a otros y avanzan en una misma dirección. La estructura compleja, pero naturalmente conducida, aunque culmina en un clímax insatisfecho, ya que es la constatación del fracaso en la identificación entre ambos narradores (uno de ellos imaginado por el primer narrador, del mismo modo que este ha sido imaginado por la escritora), es, sin embargo, todo un acierto y el mayor hallazgo de este libro, a la vez prometedor y promesa cumplida.

luis GÁmEz


EL QUIRÓFANO ® Vidas descarriladas nortE Edmundo paz soldán Barcelona, Mondadori, 2011. 282 págs. El sueño americano consiste en venir de la nada, de la miseria y el anonimato, y llegar a la cumbre del éxito y la popularidad: el lavaplatos que se hace millonario, el muchacho negro del slum que triunfa como deportista, el obrero inmigrante cuyos cuadros y dibujos se exponen en los museos y galerías más prestigiosos. La pesadilla americana se cumple con la irrupción repentina del mal en la vida tranquila y sosegada del burgués satisfecho: el asesino en serie que una tarde entra por la ventana, estrangula a la anciana que se ha quedado dormida delante del televisor, se sienta en el sillón y zapea hasta encontrar un programa que le guste. La latente esquizofrenia americana se delata en la fascinación que ejercen las personificaciones torcidas del sueño y las encarnaciones abyectas de la pesadilla, como el empleado ferroviario Martín Ramírez (1895-1963) que, pocos años después de haber llegado a EEUU, dejó de hablar y pasó casi la mitad de su vida en hospitales psiquiátricos de California, donde empezó a pintar una obra que lo hizo famoso en el exterior de los muros del manicomio del que ya no saldría hasta la muerte; o como otro mexicano, Ángel Maturino Resendiz (1959-2006), mejor conocido como el railroad killer, que en los años 90 cometió por lo menos quince asesinatos, casi siempre cerca de las vías de los trenes en los que viajaba por el inmenso país, dejando una huella de sangre, sesos y vísceras que lo condujo a la cámara de ejecución. A la incomunicación de Ramírez, las autoridades estadounidenses reaccionaron con electro-

choques terapéuticos, al furor homicida de Resendiz con una inyección letal, tratando de curar o exterminar una aparente otredad que en realidad no era otra cosa que el reflejo esperpéntico de sus propias contradicciones. Con estas acciones, la cultura americana intentaba expiar el pecado de la represión de los outsiders transformándolos post mortem en un icono del arte alternativo y en un antihéroe de thrillers morbosos, respectivamente, y analizando e interpretando sus vidas y obras en seminarios y coloquios universitarios. En su novela Norte, el boliviano residente en EEUU, Edmundo Paz Soldán (Cochabamba, 1967), cuenta las vidas descarriladas del pintor real Martín Ramírez y del asesino ficticio Jesús González Riele, inspirado en el modelo de Resendiz, alternando estas dos biografías atípicas de inmigrantes mexicanos con la historia de hispanoamericanos zozobrados en el sistema universitario estadounidense: un profesor que dedica largos años a excusar su improductividad con el pretexto de que está trabajando en un gran libro que absorbe toda su energía, pero que en realidad no escribe nada, como un Bartleby que se insertara en la tradición de Rulfo, y su alumna y amante, Michelle –la única que narra en primera persona– que, harta de la investigación estéril, sueña con dibujar una novela gráfica que presente “Luvina” como aldea de zombis, y que en su desnortada búsqueda de orientación y sentido descubre la pintura de Ramírez y asiste a la ejecución de González Riele. En Norte, el tratamiento de la inmigración en EEUU se distingue de manera grata de las novelas habituales sobre mojados explotados y chicanos discriminados, pues Paz Soldán se ha atrevido a relatar casos extremos de no integración, sin hacer concesiones a la

corrección política. Sus personajes no reivindican los derechos de una minoría étnica ni piden comprensión por su diferencia cultural, sino que viven en una permanente situación límite, en una especie de solipsismo que se manifiesta en la concentración del pintor esquizofrénico en su obra silenciosa, en la misión asesina del vagabundo psicópata que obedece a la voz interior del Innombrable que le ordena “kill them all!” y en la parálisis del intelectual frustrado cuya creatividad se ha agotado. Tres fracasos de cuya atracción negativa Michelle deberá emanciparse si no quiere naufragar como ellos, tres versiones radicales de un desarraigo que tiene causas mucho más profundas que la condición de extranjeros errantes en un país ajeno. marco Kunz Quimera 69


EL QUIRÓFANO ® Testimonio del desengaño mEmorias arthur Koestler Traducción de J. R.Wilcock y Alberto Luis Bixio Lumen, Barcelona, 2011. 941 págs. El retrato que el historiador británico Tony Judt hizo de Arthur Koestler (Budapest 1905 - Londres, 1983), recogido en el libro Sobre el olvidado siglo XX lleva por título “Arthur Koestler, el intelectual ejemplar”. Al parecer de Judt esa ejemplaridad radica en la libertad con la que Koestler se acercó a los acontecimientos de su época; una libertad que le permitió, antes que casi nadie, percibir y desnudar las atrocidades del estalinismo y mostrar la auténtica faz del monstruo; una libertad de pensamiento que propició que el análisis de su tiempo no estuviera sujeto a las cadenas del sometimiento ideológico. El volumen que aquí ocupa reúne los dos libros autobiográficos de Koestler: Flecha en el azul y La escritura invisible. Ambos ya habían sido editados en un solo volumen por Alianza con el título de Autobiografía y Debate lo hizo por separado. Además, extractos de ambos libros formaron la antología de textos del autor: En busca de la utopía. Estas reediciones demuestran la vigencia de Koestler y hacen exitosa su máxima: “me impulsa a escribir el deseo de trocar cien lectores contemporáneos por diez lectores dentro de diez años, o por un lector dentro de cien años”. No obstante, Koestler ya conoció el éxito en vida, pues algunas de sus obras encontraron alojo regular en las estanterías de los lectores de su tiempo; hasta Bill Bonanno, primogénito del capo mafioso Joseph Bonanno, disponía de ejemplares de Koestler en su biblioteca, tal 70 Quimera

y como atestigua Gay Talese. Ciertamente la aparición de El cero y el infinito le reportó éxito y lo convirtió en heraldo de la lucha anticomunista. La característica principal de Memorias es su carácter parcial. La escritura de su segunda parte data de 1953, cuando el autor aún no alcanzaba la cincuentena, y no hubo una continuación que abarcara los últimos treinta años de su vida, dedicados al cultivo de la novela histórica y sobre todo a su interés por la parapsicología. El tema protagónico del texto es el desengaño hacia la causa comunista. Así, después de desgajar sus terrores infantiles, retratar su infancia, a caballo entre Budapest y Viena, y sus primeras y precoces muestras de insatisfacción, Koestler presenta como su bautizo político la efímera revolución de Bela Kun. A partir de esa génesis, el libro de Koestler es una descripción de su acercamiento y desencanto con el comunismo y su lucha posterior por desnudar la esencia criminal del régimen de Stalin. La alineación con la causa comunista adquiere la connotación de un estigma que obsesiona al autor y que determina prácticamente todos los temas del libro. Su carrera como periodista, sus intentos por cultivar la literatura, la fantástica descripción que realiza de su viaje por las repúblicas caucásicas en la década de los treinta, el recuerdo de los amigos muertos o desaparecidos a causa de la represión estalinista… todo se empapa de la frustración y el desencanto de haber pertenecido un día a la tribu. Entre los personajes históricos que desfilan por sus páginas destacan los retratos que Koestler hace del líder sionista Zeev Jabotinsky, del millonario rojo Willi Münzenberg o del misterioso Otto Katz, ejecutado en Praga en 1952, y en cuyo proceso, como menciona

Diego Manrique en un artículo sobre el personaje aparecido en El País Semanal del 10 de julio de 2011, utilizó en sus últimas palabras de defensa ante el juez una cita literaria de El cero y el infinito, sabedor que se estaba radiando su declaración y con la esperanza que sus amigos occidentales pudieran ayudarlo. Las Memorias de Koestler se erigen como un magnífico retrato de época, al tiempo que constituyen el testimonio por menorizado de un desengaño. Utilizando la misma metáfora con la que Koestler titula la primera parte del volumen, este testimonio se erige como una flecha lanzada a inicios del siglo XX, que avanza en infinita elipse hacia el futuro para recordarnos la crueldad de los escenarios que ha dejado atrás.

Óscar carrEño


EL QUIRÓFANO ® Mis pesadillas favoritas cinco viaJEs al infiErno marta Gellhorn Trad. Ana Guelbenzu Altaïr, Barcelona, 2011. 335 págs. “Nada mejor para la autoestima que la supervivencia”. La sentencia es de una pionera corresponsal de guerra, alguien que tras atender durante años a expresar la supervivencia de los perdedores, se plantea cuáles han sido los peores destinos para ella y escribe desde la memoria un revulsivo contra la desmoralización. Valiente, decidida y en combate constante contra el aburrimiento, Martha Gellhorn (St. Louis, 1908 - Londres, 1998) se pasó toda la vida, incluida la senectud, viajando como reportera, hasta el punto de enrolarse como camillera en un buque de guerra para vivir un desembarco en primera línea, porque no quería vivir un conflicto como si fuera algo ajeno. Participó como cronista en múltiples conflictos y algunos de sus reportajes, como los que versaban sobre la Guerra de los Seis Días o Vietnam, le valieron no volver a obtener visados para visitar muchos países. Apasionada por la libertad, hasta el punto de elevar a máxima vital el principio que enunció Séneca: “No desear es lo mismo que tener”, confesaba que acumular y mejorar posesiones es una pérdida de la vida, que las posesiones son una trampa, unos grilletes, y que librarse de ellas es una manera de ser más libre: “Tengo las cosas que necesito y no codicio ni colecciono por voluntad propia”, afirmaba. En su madurez, y trabajando desde la memoria, Gellhorn nos sorprende con el relato de los cinco viajes más desastrosos que ha protagonizado en su vida, una pequeña colección que refleja su única codicia: la de tener un billete de

avión en el bolsillo. Tras tantos años como periodista en los rincones más maltratados del planeta, centrando su prosa en rincones oscuros y en ocasiones llenos de moscas comiéndose la sangre de los cadáveres, Gellhorn encuentra cinco lugares en los que resulta increíble que alguien viva allí. ¿Cómo lo hacen y, sobre todo, por qué viven allí? Escrito con una dosis exacta de sarcasmo, lo que resulta incomprensible para ella, lo que configura el infierno, son las condiciones higiénicas, el olor de las letrinas y los lavabos, los colchones con chinches y la basura en las calles. “Tal vez me he vuelto lo bastante sabia para saber cuándo retirarme”, confiesa tras tantas visitas a tantos lugares. Ya ha perdido el interés por lo novedoso y quizás por la nueva gente, y percibe en exceso la epidermis del planeta. Es posible que no sea la sabiduría, pero sí los demasiados paisajes –“no me gusta ningún lugar de for ma permanente”, dice– los que la llevan a pensar en dedicar los últimos tiempos de su vida a un viaje más interior. Por eso este libro está escrito con recuerdos, de ahí que resulte tan alejado del clásico cuaderno de campo. “El único aspecto de nuestros viajes que tiene público garantizado es el desastre”, confiesa Gellhorn, antes de regresar a una China en la que interviene tanto una extraña compasión por los humildes como un rechazo estético. En el recuerdo se combina la pena y la suficiencia, productos del choque cultural. Gellhorn colecciona extrañas imágenes en la retina y reconoce sus prejuicios, sin complejos. El hecho de haber regresado de un viaje por el Caribe en el que toda la magia estaba en los nombres de los lugares, la llevará a lamentar el mundo que se fue sin haber terminado de entenderlo. Cruza África de costa a costa, interesándose por los vividores y exilia-

dos de Occidente, empatizando con unos africanos que la sacan de quicio y sintiéndose aislada. Califica Moscú como la ciudad de la depresión, y describe con mucho desaliento su paso por la entonces capital soviética durante el reinado de Stalin. Y a lo largo de tantos kilómetros, demuestra que es incapaz de comprender las reacciones humanas y que dicha perplejidad la desalienta. Gellhorn se pasó la vida viajando para aprender algo de la vida a través de las costumbres locales. Y también huyendo de su paisaje natal y de cualquier lastre, pues para ella construir una casa para fundar un hogar permanente es mucho peor que el viaje más horrible. Entre otras razones, porque de los viajes horribles ha regresado y eso la permite trazarlos en su memoria con ternura.

ricardo martínEz llorca Quimera 71


EL QUIRÓFANO ® Cuando la poesía parece contingente, Ezra Pound es necesario Guía dE la Kultura Ezra pound Trad. Luis Núñez Díaz Capitán Swing, Madrid, 2011. 368 págs. ¿En qué se parece la poesía al modo en que los bancos de nuestro capitalismo generan dinero? Pues en que los dos, como dijese Yeats en un poema, surgen de una “bocanada de aire”, o sea de la nada. El chiste –por llamarlo así– es de Richard Sieburth, experto en la obra de Ezra Pound (1885 - 1972). Y Ezra Pound, precisamente por su jerarquía de intereses, es, justo hoy, un autor de obligado rescate o relectura. Advirtamos que aquí, en los Cantos, se encuentra el poeta comentando una burbuja inmobiliaria: “Con usura no tiene el hombre casa de buena piedra”. Como destacado del modernismo y de la Generación Perdida, Pound conoció en Europa la I Guerra Mundial y las consecuencias del crash, lo que le movió a una especie de cruzada personal contra banqueros y financieros y a considerar la economía como una disciplina central a la hora de comprender la historia y la actualidad –aunque sus ideas económicas hayan pasado bastante desapercibidas entre los expertos–. Según el poeta, fueron los banqueros los responsables de la ruina de occidente, la civilización, la cultura y el arte (Victor Perkis). Con todo, a Pound terminarían condenándolo enunciados como éste, recogido en su ensayo What Is Money For: La usura es el cáncer del mundo, el cual solo el escapelo del fascismo puede extirpar. Otro caso más de intelectual fascinado por la entonces vanguardia política del fascismo. Libro aún más provocador ahora que en el momento de su publicación, en 72 Quimera

1939, Guía de la Kultura es la correspondencia al español de Guide to Kulchur, donde, tal como se explica en la presentación, “llamarlo provocativamente Kulchur tiene su explicación filosófica y política: Pound quería referirse al concepto alemán de Cultura (Kultur) pero para diferenciarlo del tradicional que utiliza la élite (irremediablmente lastrado de connotaciones clasistas, nacionalistas y raciales), lo escribe según la pronunciación”, anulando así la indicación del concepto Cultur en inglés. Hace bien, además, Capitán Swing en preparar la edición de esta Guía con el prólogo generoso del filósofo Nicolás G. Varela, pues es éste un libro inconscientemente enmarañado, cuando no opaco y a ratos impenetrable. De una parte, el texto aparece inundado de citas eruditas, cuando no de partituras o ideogramas (mención aparte merecería la atracción de Pound por la literatura china); de otra, el poeta no pudo resistirse al conocimiento enciclopédico, y con este libro aspiró a reunir lo trascendente, aquello que sobrevive al olvido. Su propuesta, aunque acabase con resultados casi más bien contrarios, era perpetrar un texto de divulgación, “tratando de suministrar al lector medio unas pocas herramientas para hacer frente a la heteróclita masa de información no digerida con que se le abruma diaria y mensualmente”. Lo que es igual, Pound, como siempre ha ocurrido desde que los medios de infor mación empezaron a plantear graves dolores de cabeza a los pensadores, se proclamaba integrante de una élite iluminadora, gesto que con el tiempo entraría cada vez más en declive. O dicho de otro modo, un supuesto que ha ido adoptando el estatuto de verdad indiscutible es la imposibilidad de la literatura como herramienta pedagógi-

ca, asociada en el imaginario popular a épocas anteriores al siglo XX, en donde los libros servirían como medio de dominio entre las clases culturalmente privilegiadas y aquellas que no lo eran. Naturalmente, esta hipótesis –por la que el ensayo sería no más que un soporte de reflexión, apenas un perímetro conceptual, cuya lectura ha de ser siempre completada por el interlocutor– se sostiene sobre la ilusión de una democracia en donde todos sus ciudadanos comparten bagajes culturales, y sobre la devaluación del concepto intelectual como guía. Pero Pound, que a ratos sonará propagandista y descabellado, ha vuelto para recordarnos cuáles son nuestras obligaciones intelectuales en tiempos de crisis.

antonio J. rodríGuEz


EL QUIRÓFANO ® Piedad para los despojados cariBou island david vann Mondadori, Barcelona, 2011. 275 págs. David Vann no escribió Sukkwan Island en la creencia de que la tierra madre nos habla sino a causa de un motivo más prosaico: necesitaba sacarse de encima el trauma que le ocasionó el suicidio de su padre. Para ello, ubicó su tragedia en Alaska porque conocía dicho paisaje y porque había leído que Cormac McCarthy aconseja descripciones pormenorizadas del entorno de los personajes como medio para capturar su psicología. Hábil receta que Vann siguió al pie de la letra en su pretensión de construir una ficción casi hermética en su significado. En la nouvelle –que se editó en España desgajada del resto de relatos de Legend of a suicide– aparece el recurso clásico del Romanticismo de la naturaleza humillando al hombre cuando éste se mide con ella, pero, bien mirado, no son tanto las inclemencias del Ártico lo que derrota a los personajes como sus propios estigmas, ese racimo de traumas previos al solsticio de invierno que se cocinan en sociedad y a partir de nuestra miserable condición humana. En su segundo libro, Vann repite la operación. Vuelve a inventar –¿inventar?– a unos personajes obstinados, al borde de la ruina, y los traslada al frío de Alaska. Es decir, a una región que habla, pero cuyos comentarios no despliegan verdades esenciales sobre nuestra ontología. Una región que repite su ciclos naturales ajena a la mística más bien errática de sus pobladores –la referencia al mito de Grendel es elocuente– o, mejor, a sus neurosis. A la hora de valorar la novela hay que pasar por alto esta reincidencia en el

mismo frío. Porque la repetición de escenario, temática y personajes influye poco en su nota: la novela es buena –digámoslo con esta tosquedad– por la sencilla razón de que su autor es bueno. Sabe lo que se hace y lo hace sin dubitaciones. Cuando, en el curso pasado, Sukkwan conmovió a sus lectores, se escucharon dos o tres suspicacias. La mayor se refería al estilo de su autor. A sus posibilidades como escritor. Al parecer, si Sukkwan triunfaba no era sólo porque encerrara una gran verdad –por cierto, ¿cuántos grandes libros se habrán levantado sobre imposturas?– sino porque Vann la hacía conmovedora a pesar de un estilo austero y hasta repetitivo, y a pesar de cierto desangelamiento en la concepción de las escenas. Aquí había un buen escritor que no intimidaba con los florilegios de su sintaxis, la expansión de sus metáforas y los requiebros de su imaginación, sino uno que conseguía ponerse en pie por encima de sus, a priori, limitaciones. Prosa pobre pero efectiva. En Caribou Island las suspicacias se mitigan definitivamente. La biografía del escritor deja de suponer la coartada que el mecanismo promocional y los lectores más sentimentales utilizarán para recomendar el libro. Ahora el texto convence desde la impactante escena inicial y gracias a una condensación bastante precisa de los elementos que pone en juego: esa cruel simetría entre la frustración de tres generaciones de mujeres y ese ahondamiento sobre la capacidad del ser humano de fabricar mentiras sobre sí mismo. ¿Hay que reconfigurar Sukkwan Island tras la digestión de esta hermana casi gemela que es Caribou Island? No lo parece. Si bien en la primera, Vann daba un toque de atención sobre la dura responsabilidad de ser padre –y de paso elevaba la reflexión hacia algo más profundo sobre el vínculo familiar–, en la segunda reinci-

de en el ¿derribo?, ¿crítica?, ¿análisis?, de la longevidad de las relaciones. Las uniones de pareja terminan con gritos de hartazgo porque en el tiempo que éstos tardan en incubarse se logra esconder mentiras. Nos permiten vivir, en definitiva (“La mayoría de los hombres llevan vidas de tranquila desesperación”, escribió Thoreau). Por eso no resulta extraño que, aunque representada en bosques solitarios, la ficción de David Vann se posicione sin problemas en el un contexto posthumanista. La diferencia con autores más duros que han escrito sobre la imposibilidad de comunicación entre los hombres –pensemos en Sábato, en Houellebecq, incluso en Palahniuk– es que Vann nos mira con piedad. Y eso alivia un poco la carga. roBErto valEncia Quimera 73


EL QUIRÓFANO ® Libros como puños contra la postmodErnidad Ernesto castro Alpha Decay, Barcelona, 2011 El ejercicio de la crítica literaria obliga a eludir la presencia del hermeneuta para simular que la crítica emerge de una observación desapasionada, sin implicación personal por parte de quien la escribe. Así es en muchos casos, y así debería ser en la mayoría. Pero hay otros en que hacerse presente en la crítica, más que un acto de arrogancia, pasa a ser un acto de honestidad. Contra la postmodernidad entra dentro de esos casos. Quizás porque los argumentos para explicar la importancia de este libro no se entenderían si no explicara porque es importante para mí. En contadas ocasiones, vivimos experiencias colectivas, actos que nos transforman íntimamente en la misma dirección. Leyendo este libro, siento la misma empatía que con las manifestaciones de miles de personas que estos días desempolvan o se inventan su conciencia política, y la proclaman por todos los medios que tienen a su alcance; la misma complicidad que ha encendido las calles de medio mundo durante los últimos meses, llevándose por delante décadas de pasividad política por parte de los jóvenes. En un momento en que muchos sentimos la obligación de implicarnos en la discusión de las ideas, y pasar de las ideas a la acción, una crítica distanciadora no daría cuenta de mi experiencia de lectura con Contra la postmodernidad, el primer libro donde reconozco la influencia vital de ese proceso colectivo, difícil de nombrar pero reconocible por todos, llamado a cambiar el clima intelectual de nuestro tiempo. Desbordando un tanto los límites impuestos por su título, la médula de Contra la

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Postmodernidad es, precisamente, atender a ese llamado: poner a rendir cuentas con la realidad a teorías políticas y filosóficas que tratan de cifrar la actualidad, enfrentándolas a esa pregunta tan terrible para cualquier ejercicio de pensamiento: ¿para qué sirven? Para ello, el ensayo comienza con una lectura de la crisis política, económica y social, caracterizándola como una confrontación entre ganadores y perdedores de las consecuencias de la doctrina neoliberal que se impuso en el mundo desde los años 80. A través de una crítica feroz, Ernesto Castro (Madrid, 1990) va atacando postulados políticos de gran seguimiento, denunciando las devastadoras consecuencias de su aplicación práctica, y su incapacidad para servirnos como unos modelos instrumentales de cambio. Es de destacar su esfuerzo por integrar la economía en su escritura, que hoy el lector de ensayo consumirá con la misma naturalidad con la que en los años setenta asimilaba la antropología o el psicoanálisis. Mal que nos pese a los humanistas más recalcitrantes, se constata una evidencia: cualquier pensamiento sobre la sociedad actual que no haga un esfuerzo por tener en cuenta los factores macroeconómicos será un pensamiento blando. Anthony Giddens y su tercera vía, Imperio, de Antonio Negri y Michael Hardt, y Zygmunt Bautman y su teoría de la modernidad líquida, serán los principales autores del ámbito político cuestionados por Ernesto Castro, que no duda en salirse de la corrección progresista para seguir a Slavoj Zizek, desarrollando su idea de que “la caridad es el pilar básico de nuestro injusto sistema económico y la tolerancia su maquillaje represivo”. El talante radical del ensayo se redobla en estas críticas a estos valores básicos que nos hemos dado como “solución” para nuestra proclamada sociedad multicultural,

así como en la denuncia de las luchas de “identidad” que distraen a la izquierda de su verdadero objetivo. Castro sentencia: “allí donde el objetivo prioritario es la creación de un horizonte político global unificado, las identidades habrán de jugar un papel minoritario. Por muy loable que sea la tolerancia o la caridad a título personal, nuestro contexto político exige por parte de la izquierda esfuerzos renovados en la comprensión estructural del sistema y la articulación de medidas globales que tengan como principal motor la inteligencia en lugar de la compasión. Hay que operar de cataratas la estrechez de miras del corazón”. Va quedando claro que, ya desde el título, Contra la postmodernidad es un libro escrito a la contra, surgido de esa lucidez que enciende nuestros bosques de neuronas cuando entramos en profundo desacuerdo con algo. Sin duda, quien lea el ensayo se verá igualmente “encendido” ante la osadía de su autor, quien se ha planteado nada menos que detectar erro-


EL QUIRÓFANO ®

res de base del pensamiento contemporáneo. Castro quiere agitar más que pontificar, desestabilizar más que asentar, hacer ruido y, de paso, cabrear a unos cuantos, estrategias que cobran hoy más sentido que nunca. Vivimos un periodo radical: la democracia ha fracasado en su misión de protegernos de los verdaderos poderes y su funesta influencia sobre nuestras vidas, pero las mayorías y sus medios siguen tratando de enmascarar estos cambios drásticos bajo el manto de la moderación y el sentido común. Alentar la confrontación, rehuir cualquier complicidad con esas estrategias normalizadoras, son posturas que Contra la postmodernidad comparte con un colectivo creciente que ha comprendido que el pensamiento radical es ya la única postura intelectual coherente que nos resta. Hay veces que, como en la fábula del traje del emperador, lo más extremista que se puede hacer es denunciar la mentira que todos aceptan por conveniencia. Tras el análisis político, Castro estrecha su campo de acción para poner en el punto de mira en su ámbito natural, la filosofía, y concretamente, la corriente antimoderna. Fiel a su estrategia de poner el pensamiento a rendir cuentas con su utilidad para comprender y transformar la realidad, aquí la sangría es brutal: “Los gigantes contra los que dicen enfrentarse estos Don Quijotes de la filosofía no asustan, en verdad, ni a un niño pequeño: episteme moderna, metafísica de la presencia, paradigma ontoteológico, metarrelato emancipatorio”, escribe Castro, “La Historia es sustituida por una trama policiaca donde los malos conspiran con clásicos de filosofía en la mano (…) El paso de la interpretación del mundo a su transformación que Marx exigía hace ciento cincuenta años se ha visto bloqueado por el peso muerto de estos antimodernos que, cuando llega el momento de la verdad, se

resisten a dejar sin dueño el sillón de catedrático”. Al margen de consideraciones menos prosaicas, nos preguntamos ¿hasta qué punto las mismas críticas no podrían aplicarse a los estudios culturales y literarios? Contra la postmodernidad termina alertando contra la falsedad de determinados análisis culturales que, absortos en la observación de una sociedad de bienestar a pleno rendimiento, dan por universales modelos donde solo se halla implicada una insignificante capa de población mundial. ¿Qué sucede cuando esa capa, en la que se incluyen los destinatarios de esos discursos, mengua todavía más? Cuando nuestro contexto vital cambia, también lo hacen nuestras prioridades culturales. Una de las reivindicaciones más valiosas del libro será precisamente su llamada a resituar el centro de nuestra labor intelectual: “es el momento de decir adiós a los sutiles análisis ideológicos y a las intrincadas políticas de resistencia para dejar paso a un marxismo sin modales que sepa expresar, del modo más vulgar y naif posible, las demandas de la gente. Hasta Fredric Jameson reconoció en 1998 que el momento del ornato conceptual había pasado a mejor vida”. Si en años de bonanza había que instaurar nuevos modelos de pensamiento para captar la sociedad de consumo, consumo cultural incluido, hoy, la naturaleza ancestral del drama que vivimos nos obliga a implicarnos con realidades más acuciantes. Hemos pasado de un periodo excepcional a un periodo de excepción, y al final del día, lo único que nos queda es un puñado de verdades agarradas al estómago. Los escritores saben bien qué hacer con ellas, y gozan de una posición privilegiada para hacerlo. Algunos la aprovechan.

¿Si Isaak Bábel se hubiera limitado a poner en funcionamiento los ribetes victoriosos de la prosa oficial soviética no habría sido fusilado por Stalin junto a sus colegas Meyerhold y Koltsov en 1940. Pero en vez de eso, Bábel utilizó el narrador distante de Chéjov para documentar los excesos de las tropas soviéticas en la Galitzia polaca en la década de los años 20, deslizar disimuladamente algunas menciones a la condición judía y delatar la corrupción de los mandos militares. Caballería Roja nunca fue un libro definitivo: sus páginas se han ido completando o modificando con los años, según han aparecido nuevas versiones de unos textos corregidos mil veces por su autor. Son una colección de relatos sangrientos, polvorientos e implacables que describen una Revolución que, sobre el papel, no era tan justa ni magnánima. Los soldados quedan retratados como seres implacables que desatan su fuerza sobre un pueblo analfabeto, miserable y piadoso. Revisado con distancia, surge la duda de si Juan Rulfo llegó a leerlo y tenerlo en cuenta para la redacción de El Llano en llamas. Las coincidencias de estilo, tono y temática son asombrosas.

Miguel espigado

roBErto valEncia

caBallEría roJa isaak Bábel Trad. Ricardo San Vicente. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2011. 239 págs.

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EL QUIRÓFANO ® Nada es verdad

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Karel Capek (Malé Svatonovice, Bohemia 1890 - Praga 1938) está considerado el escritor más importante del siglo XX en lengua checa. De formación filosófica, fue un autor polifacético que cultivó el teatro, la novela alegórica de ciencia-ficción (R.U.R. Robots Universales de Rossum), la sátira política (La guerra de las salamandras), el relato fantástico (La fábrica del absoluto), la novela filosófica y el periodismo de viajes. Se adelantó a su tiempo, no sólo en el aspecto formal sino también en lo temático (en su novela Krakatit avanza una sociedad hostil y abocada a la catástrofe a causa de la tecnología y la ambición humanas). Concebida por un visionario, el conjunto de su obra refleja las tendencias intelectuales de su país en los años veinte y treinta del siglo pasado y las amenazas políticas y culturales de su tiempo. Escrita en 1933, Hordubal es el primer libro de una trilogía, que se completa con El Meteorito y Una vida corriente (ambas de 1934), en la que Capek indaga sobre las complejas nociones de realidad y de verdad, y utiliza el texto de ficción como palestra para demostrar su tesis, esto es, que la realidad no es única, sino que viene condicionada por factores tan diversos como el prejuicio, la imaginación, la ilusión sensorial o la opinión ajena, y ello con independencia de la buena o mala voluntad de quien defiende una supuesta verdad. Así viene a negarse no sólo la objetividad sino también la posibilidad de administrar justicia, al tiempo que se pone en tela de juicio cualquier conocimiento.

El autor utiliza bien los recursos formales a su alcance –narrativos y estructurales– para ponerlos al servicio de su propósito. Dividida en tres partes de extensión muy desigual (primer libro hasta la página 132 y hasta la 160 y la 182 respectivamente las otras dos) y estilísticamente las dos últimas muy diferenciados de la primera, Capek dedica ésta de lleno a Hordubal, su protagonista, al que nos permite acercarnos desde su propio interior. En coherencia con el objetivo que persigue, la tradicional omnisciencia de la voz narradora apenas hace acto de presencia, se confunde con los pensamientos de Hordubal sin transición, y hasta interpela en ocasiones con inseguridad al personaje, que parece llevar vida propia, ajeno a la voluntad de su creador. El grueso de la novela la forma este primer libro, narrado en una prosa a menudo poética en consonancia con la íntima sensibilidad del protagonista. En él el autor busca intencionadamente la empatía del lector con el personaje, un hombre sensible, humilde, introvertido y amante de su tierra chica y su familia, que regresa a su casa tras ocho años de emigración americana con la ilusión de reencontrar el hogar añorado y es recibido con frialdad –hay ciertas pinceladas del Woyzeck de Georg Büchner en Hordubal–. Los otros dos libros dan un vuelco inesperado a la novela, que –casi un texto teatral– inaugura una sorprendente trama policial, con juicio como colofón. La técnica perspectivista que aplica Capek con la intervención de nuevos personajes –acusados, policías, testigos, presidente del tribunal, fiscal, defensores y pueblo llano– subvierte de un plumazo nuestro acercamiento a Hordubal e instala la duda en el lector con cada una de las intervenciones. La caricatura de juicio que el autor checo monta al final ^

HorduBal Karel capek Trad. Patricia Gonzalo de Jesús. El olivo azul, Córdoba, 2011. 186 págs.

–Capek calcula con precisa exactitud el trazo exagerado de cada personaje para establecer la constelación de actitudes y perspectivas que le interesa– introduce, además, un nuevo ingrediente: la imposibilidad de distinguir entre ley positiva y ley moral. Este cambio radical en la técnica narrativa, que en su tiempo le valió el rechazo de algunos críticos, es a mi entender lo genial y más innovador en aquellos años. Ello le ha valido a la trilogía ser considerada una de las mejores obras de su autor.

anna rossEll


EL QUIRÓFANO ® Me acuerdo El paréntEsis éloide durand Trad. María Serna Sins Entido, Madrid, 2011. 244 págs.

Hablar de El paréntesis de Éloide Durand (Tours, Francia, 1976), volumen ganador del Premio revelación en el festival de Angoulême 2011, así como el de los lectores del diario Libération, es hablar de vivencias, de su trascendencia y de la constancia de que todo testimonio ha de someterse a algún tipo de validación. Pero, sobre todo, El paréntesis es el intento de Durand por relatar siete años de vacío vivencial, producto de la epilepsia y de su tratamiento médico. Al estructurarse como una epístola sólo de ida, el relato introduce una serie de elementos que discurren acerca de la mecánica de la memoria, de la gestión del tiempo y de los recuerdos. De esta manera, la representación de los diálogos entre la narradora y su madre –quien apostilla y subraya hechos y sucesos dotando al testimonio de más aristas–, permite que los recuerdos cobren un valor perentorio y que, en torno a ellos, sea posible conjugar lo sucedido y recordado –parcialmente– para así ampliar la memoria. De este modo, El paréntesis se resuelve como una bitácora donde se detalla el sinuoso recorrido que conlleva la recuperación y reformulación de la memoria, la cual, una vez sometida al juicio ajeno, acaba por engarzar una idea de tensión narrativa que, más allá de establecer las partes del relato, per mite activar una serie de mecanismos sugestivos para que el lector sienta empatía con lo relatado. Este proceso, que en principio puede ser confundido con la identificación o algún

fenómeno similar, responde a un ejercicio narrativo en perfecta concordancia con su temática y avanza en la construcción de una obra que, gracias a su frugalidad, se presenta como amena y simpática, sosegada y contenida, pero que en su fondo abunda en la férrea disposición de exponer abiertamente la oscuridad que impone en el paciente una enfermedad como la epilepsia. Sobre todo cuando la cura parece mucho peor que la enfermedad. Al gravitar en torno a la epilepsia, no es gratuito pensar El paréntesis como una especie de cara B de Epiléptico: La Ascensión del gran mal de David B., obra gustosa y temeraria donde la enfermedad se aborda como detonante de la acción y de las reflexiones del narrador, al tiempo que genera preguntas acerca de las relaciones familiares, elementos que en El paréntesis, al ser pasados por el tamiz de la primera persona, resultan de mayor complejidad respecto a su significación, aún a pesar del esfuerzo patente de Durand por alejarse de la afectación y consignarle al lector un testimonio de lo sucedido sin mayores aspavientos. De alguna manera, la inclusión de varios elementos que se intercalan con el relato central, como los dibujos realizados por Durand en pleno padecimiento de la enfermedad, permiten entrever una intención más sugestiva que meramente informativa, permiten postular incluso un intento de sensibilización general. Eso, sumado a ciertos inserts repetitivos que abundan en la idea de la amnesia que conlleva la enfermedad, acaba por dar como resultado una obra bien urdida y estructurada, pero extremada en su voluntad de compartir una dolencia: la imposibilidad de recordar que apareja la enfermedad y que las contraindicaciones llevan al paroxismo. Esa voluntad de sensibilizar lleva a Du-

rand a incluir escenas duplicadas con leves variaciones, que generan en el lector la inseguridad y la extrañeza de quien solo es capaz de recordar de manera parcial, caprichosa e incompleta. Con todos sus hallazgos, que son bastantes, El paréntesis peca de sostener una noción del medio que recuerda en exceso a cierta tipología de álbum ilustrado donde todo es convenientemente subrayado a fin de no generar dudas, lograr que todo quede tan claro para que el lector no tenga necesidad alguna de descifrar nada. De hecho, la ecuación entre el título y las primeras páginas hace posible establecer de qué va esta obra de grandes hallazgos formales, sobrada de verosimilitud y que articula una visión de los recuerdos que elevan lo sentimental a valor último.

carlos acEvEdo Quimera 77


EL QUIRÓFANO ®

un día mE EspEraBa a mí mismo miguel Ángel ortiz albero Jekyll&Jill, Zaragoza, 2011. 125 págs.

contra ataquE siegfried sazón Trad. Eva Gallud El Desvelo, Santander, 2011. 120 págs.

considEracionEs dE un apolítico

Creo que no se ha escrito suficientemente sobre las relaciones entre la literatura de vanguardia y el terror. Son pocos los textos (críticos o literarios) que afrontan de forma sinóptica estos dos universos en apariencia desconectados. La novela de Miguel Ángel Ortiz Albero se inscribe en ese territorio incierto en el que se mezclan la belleza y las trincheras, el amor y la muerte, hasta el punto de convertir esta fusión (temática y formal) en el mayor de sus logros. Un día me esperaba a mí mismo cuenta la historia de amor –esencialmente epistolar– entre Guillaume Apollinaire y la joven Madeleine durante el transcurso de la Primera Guerra Mundial. El autor hace gala de una documentación biográfica exhaustiva. Sin embargo su voluntad no es documental sino más bien la de fabular, a través de una sucesión de fragmentos, la vida y el pensamiento del escritor italofrancés en ese breve pero intenso periodo de tiempo (un retrato a medio camino entre lo romántico y lo mitológico). El lector encontrará un texto repleto de hallazgos verbales e imágenes de una poesía que no renuncia a lo terrible.

La guerra fue un demonio que paró nuestros relojes/ aunque la conocimos sonriente y alegre. Dos versos de Contra Ataque, un libro escrito por Siegfried Sassoon (1886 -1967) con los regueros de pólvora, barro y miedo que poblaban las trincheras de la Gran Guerra. Un turbio calidoscopio arrojado al centro del mito bélico para desmontarlo: desde diferentes puntos de vista el poeta atraviesa con escalpelo la verdadera cara de toda guerra. Un canto desde el horror para decir las cosas con el nombre que la Historia ha ocultado sin éxito. Ningún estamento de esa obscena maquinaria queda impune (mandos, prensa, patria, iglesia...) y sólo la camaradería se eleva como luz casi extinta en mitad de los escombros de lo humano. Los soldados son ciudadanos de la tierra gris de la muerte. Sabemos que Sassoon fue condecorado como héroe en una guerra que abominaba. También que conoció el rostro del Horror y quiso contraatacar. Aquí están sus armas en la única lucha admisible, la de la paz y la palabra.

Corría la I Guerra Mundial y a Thomas Mann se le ocurrió que lo más conveniente era dejar a un lado la escritura de la que ahora es considerada su mejor novela, La montaña mágica, para embarcarse en las Consideraciones de un apolítico, tal vez porque como él mismo dice, “las épocas revolucionarias como ésta producen más espíritu político que artístico”. Tiempo después, hacia 1945, el crítico marxista Georg Lukács reconocería ya al Nobel como el autor alemán más importante de la primera mitad de siglo, estampa y baluarte de lo burgués, aunque este libro en concreto diese cuenta de su situación de “extravío político”. Hasta el propio Mann reconocería la vergüenza que las Consideraciones le causaban al recordar, luego de haber cambiado sus opiniones, que Wagner hizo el trayecto de la burguesía alemana: “de la revolución al desengaño, al pesimismo y a una intimidad resignada”, pues en este libro descansa un desconocido Mann que se dedica a aniquilar a los aliados y los valores democráticos, y ferviente defensor del nacionalismo alemán.

JaviEr morEno

raúl quinto

antonio J. rodríGuEz

78 Quimera

thomas mann Capitán Swing, Madrid, 2011. 564 págs.


EL QUIRÓFANO ®

las cosas quE llEvaBan los HomBrEs quE lucHaron

tim o´Brien Trad. Elvio E. Gandolfo. Anagrama, Barcelona, 2011. 264 págs. No hay dudas al respecto: si Tim O´Brien se hubiera limitado a dar testimonio escrito de los dos años que pasó combatiendo en Vietnam, habría escrito un gran libro. Porque su pluma derrocha talento y desgarro: el lector olería la vegetación quemada por el napalm. Pero O´Brien hizo más que eso. Ideó un narrador autoficcional –un Tim O´Brien de tinta y papel– que reconstruye sus experiencias bélicas saltándose, a un lado y a otro, ambas convenciones narrativas: las de la ficción y las de la biografía. Es decir, entrando y saliendo de ambos planos. El resultado es un artefacto posmoderno que, al tiempo que informa de la crueldad del ejército estadounidense en Oriente, reflexiona sobre las funciones del lenguaje e intenta la purgación de la culpa a través de un yo ambiguo y complejo que se ofrece en carne viva a sus lectores. Una obra maestra de ingeniería narrativa que arranca desde la primera página, con ese listado exhaustivo de cosas que no son cosas sino alta literatura. roBErto valEncia

Yo Y la EnErGía nikola tesla Trad. Cristina Núñez Pereira. Pres. de Miguel A. Delgado. Turner, Madrid, 2011. 316 págs.

ButEs pascal quignard Sexto Piso, Madrid, 2011. 95 págs.

Nikola Tesla (Smiljan, 1856) creó su primer laboratorio en Nueva York con una actualización del desafío del huevo con el que se dice que Colón consiguió el apoyo de los Reyes Católicos para su expedición a las Indias. Aún hay quien duda del genovés, pero Tesla consiguió mantener el huevo en pie ante sus futuros inversores gracias a una máquina que generaba un campo magnético rotatorio. Miguel A. Delgado se confir ma como uno de los mayores expertos en la figura de Tesla al contar esta y otras muchas anécdotas que retratan con precisión a un hombre que cambió el mundo, cuando tanto lo necesitaba, a modo de introducción a dos textos con los que, por fin, escuchamos al genio serbio en sus propias palabras y en nuestro idioma: “Mis inventos”, una breve autobiografía, y “El problema de aumentar la energía humana”, una más que actual reflexión sobre el futuro de la humanidad.

Leer a Pascal Quignard se convierte en un acto repetitivo y al mismo tiempo novedoso, una afirmación paradójica solo para el lego en su literatura. Los temas fundamentales de este autor son casi siempre los mismos: el tiempo, la música... Temas que no se estructuran en una trama sino que conforman una materia narrativa donde se funden pensamiento y biografía. El tiempo deja de ser lineal en la narrativa de Quignard. Todo instante es factible de ser recuperado (una versión del eterno retorno nietzscheano o de la imagen dialéctica de Benjamin) al estar radicado en lo que Quignard llama 'el antaño' (le jadis), un tiempo que es pura posibilidad de donde puede brotar tanto la biografía como la mitología. Butes es el argonauta que se arroja al mar seducido por el canto de las Sirenas. Las Sirenas se convierten precisamente en una metáfora de la continuidad acrítica de la música frente a la pulsación discreta de las palabras. Quignard abandonó su carrera de filósofo para recuperar la tradición familiar del órgano. Ya lo dijimos, mito y biografía. Una auténtica joya.

luis GÁmEz

JaviEr morEno

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Ensayos sobre las ideas más especulativas de la física de vanguardia

Baggott presta un gran servicio a todas las mentes inquisitivas con esta lúcida exploración de uno de los grandes enigmas filosóficos

Chown aborda sin temor las grandes cuestiones sobre la naturaleza del Universo, de la realidad y del lugar de la vida en el Universo. Sostiene que es un privilegio estar vivo hoy, porque no solo estamos en posesión de un conocimiento acerca del Universo por el cual muchos grandes pensadores de generaciones anteriores habrían dado la vida, sino que existe la posibilidad de que en un futuro próximo podamos dar respuesta a algunas de las preguntas realmente fundamentales acerca del mundo en que vivimos. En el fondo, subraya Chown, la ciencia de primera línea trata de aquellas cuestiones más prácticas y que más nos importan: ¿De dónde viene el Universo? ¿De dónde venimos nosotros? ¿Qué diablos estamos haciendo aquí?

¿Se ha preguntado alguna vez si el mundo sigue realmente ahí cuando usted no está mirando? Normalmente tendemos a dar por descontado que las cosas simplemente existen, que nuestro mundo es real, pero ¿hasta qué punto podemos estar seguros de qué es real y qué no lo es?

❅❅❅ Situado en la interfaz entre las ideas más audaces de la física actual y las preguntas más profundas acerca del universo, este libro es una colección de ensayos sobre las ideas más especulativas de la física de vanguardia

❅❅❅ Este libro es una guía esencial a la realidad. Jim Baggott nos guía de una manera amena y sin esfuerzo por los diferenres niveles de la realidad que nos rodea, preguntándose: ¿son reales las cosas que damos por descontado en nuestra vida cotidiana? ¿O son elaborados constructos que existen exclusivamente en nuestra mente? ❅❅❅ Como Alicia en el país de las maravillas, este libro nos introduce en la madriguera del conejo en busca de algo que podamos señalar con el dedo y decir, sin asomo de duda: ¡Esto sí es real! Es el libro perfecto para cualquiera que se haya preguntado alguna vez si realmente hemos de creer en la realidad que vemos.

BIBLIOTECA BURIDÁN


CoLAboRAn En EStE núMERo

Carlos Acevedo (Santiago de Chile, 1984). Estudia Filología Hispánica en la UB, es redactor jefe de www.elbutanopopular.c om, coordinador del colectivo de agit-prop Lló lo beo a si y colaborador de la web www.librodenotas.com Óscar Carreño (Badalona, 1973). Es programador cultural en Biblioteques de Barcelona. Coeditor y cofundador de la revista de poesía Caravansari. Jorge Carrión (Tarragona, 1976). Es escritor y crítico literario. Su último libro es el ensayo Teleshakespeare (Errata Naturae, 2011).

Marc García (Barcelona, 1986). Licenciado en Humanidades, actualmente está terminado los estudios de Teoría de la Literatura. Marco Kunz (Basilea, 1964). Es catedrático de literatura española en la Universidad de Lausana.

Raúl Quinto (Cartagena, 1978.) Licenciado en Historia del Arte. Ha publicado, entre otros, el libro de poemas La flor de la tortura (Renacimiento, 2008) y el libro de ensayos híbridos Idioteca (El Gaviero, 2010).

Antonio J. Rodríguez (Oviedo, 1988). Es estudiante de literatura y periodismo en la UCM. En 2010 publicó Ricardo Martínez la nouvelle Exhumación, Llorca coescrita con la poeta Salamanca, 1966). Luna Miguel. Es escritor. En 2008 publicó El carillón de los Marta Sanz vientos (Alcalá). (Madrid, 1967). Es escritora. Su última novela es Black, black, François Monti. black (Anagrama, 2010). Es traductor, miembro fundador de la revista Germán Sierra (La literaria Fric Frac Club Coruña, 1960). Escritor (http:// y profesor de fricfracclub.com) y Bioquímica. En 2009 European Editor de publicó la novela Intente The Quarterly usar otras palabras Conversation. (Mondadori).

Ernesto Castro Córdoba (Madrid, 1990) estudiante de Filosofía en la UAM. Crítico de cine, arte y literatura. Acaba de publicar el Gil Padrol (Barcelona, ensayo Contra la 1986). Es periodista posmodernidad (Alpha cultural, editor del blog Decay, 2011). Altaïr y redactor en Quimera. Miguel Espigado Ha publicado crónicas (Salamanca, 1981). Es musicales en Vicious escritor. Su primera Magazine. novela está en proceso de edición. Jaime Priede (Langreo, Asturias, Luis Gámez 1965). Es escritor y (Córdoba, 1981). traductor. Es escritor.

Roberto Valencia (Pamplona, 1972). Escritor. Ha publicado el libro de relatos Sonría a cámara (Lengua de Trapo, 2010). Manuel Vilas (Barbastro, 1962). Es narrador y poeta. En 2010 publicó su poesía completa bajo el título de Amor (Visor, 2010).

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polaroid

Hace unos meses Marc Caellas (Barcelona, 1974) dejó sus funciones como gestor cultural en la Casa América por, bueno, una casa en América. En Buenos Aires, más concretamente. Ahora, el también director de teatro ejerce su oficio animando el cotarro cultureta de esa ciudad. Caellas, sin embargo, se confiesa nostálgico, por eso en breve Melusina publicará Carcelona, una especie de correlato ensayístico de su blog homónimo, de clara vocación panfletaria. En la foto, el momento exacto en que le llamaron a su residencia en San Telmo para contarle que el Milan acababa de empatarle al Barça en el minuto 92. (Foto:Lila Siegrist).

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IRIS M. ZAVALA

Tango música, cuerpo y sensualidad Al principio, comenzó a ser bailado solo por hombres, por falta de mujeres. Después se asentó en los lupanares y enseguida, al danzar, escenificó el deseo, el encuentro erótico, mientras sus letras ofrecían una visión escéptica de la vida, en la que el amor es fuerza irra cional, fuego, nutriente, locura, hechizo y embriaguez, olvido, desen gaño, y la relación amorosa es volátil, paraíso artificial, juego, dominación y lucha. El tango rioplatense prosperó en lugares de mala nota, bailes de soldados, cafetines de suburbios y pros tíbulos. Muestra de filosofía popular, alcanzó una dimensión universal, que aún hoy perdura.

m O n T E S I n O S

www.elviejotopo.com HENRY JAMES

Los Embajadores El protagonista de Los embajadores, Lewis Lambert Strether, ya al borde de la senectud, ve cómo un convencional viaje a París cambia radicalmente su vida, hasta entonces dedicada al “deber y la conciencia”, y cae seducido por el “glamour napoleónico” y las artes sensuales de las damas hasta entonces vedadas para él. Con una trama aparentemente simple, la novela está construida sobre alusiones, gestos, silencios y sobrentendidos, de forma que lo no-dicho tiene tanta o más relevancia que lo dicho. Incuestionable obra maestra, considerada por su autor como “la mejor de mis obras”, Los embajadores es un texto de obligada lectura y una pieza fundamental de la narrativa de todos los tiempos.

m O n T E S I n O S


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Ensayos sobre las ideas más especulativas de la física de vanguardia

Baggott presta un gran servicio a todas las mentes inquisitivas con esta lúcida exploración de uno de los grandes enigmas filosóficos

Chown aborda sin temor las grandes cuestiones sobre la naturaleza del Universo, de la realidad y del lugar de la vida en el Universo. Sostiene que es un privilegio estar vivo hoy, porque no solo estamos en posesión de un conocimiento acerca del Universo por el cual muchos grandes pensadores de generaciones anteriores habrían dado la vida, sino que existe la posibilidad de que en un futuro próximo podamos dar respuesta a algunas de las preguntas realmente fundamentales acerca del mundo en que vivimos. En el fondo, subraya Chown, la ciencia de primera línea trata de aquellas cuestiones más prácticas y que más nos importan: ¿De dónde viene el Universo? ¿De dónde venimos nosotros? ¿Qué diablos estamos haciendo aquí?

¿Se ha preguntado alguna vez si el mundo sigue realmente ahí cuando usted no está mirando? Normalmente tendemos a dar por descontado que las cosas simplemente existen, que nuestro mundo es real, pero ¿hasta qué punto podemos estar seguros de qué es real y qué no lo es?

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❅❅❅ Este libro es una guía esencial a la realidad. Jim Baggott nos guía de una manera amena y sin esfuerzo por los diferenres niveles de la realidad que nos rodea, preguntándose: ¿son reales las cosas que damos por descontado en nuestra vida cotidiana? ¿O son elaborados constructos que existen exclusivamente en nuestra mente? ❅❅❅ Como Alicia en el país de las maravillas, este libro nos introduce en la madriguera del conejo en busca de algo que podamos señalar con el dedo y decir, sin asomo de duda: ¡Esto sí es real! Es el libro perfecto para cualquiera que se haya preguntado alguna vez si realmente hemos de creer en la realidad que vemos.

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