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ColaborAN en este número:
David Aliaga, Víctor Amela, Jesús de Miguel, Ángeles Encinar, Berta García Faet, Rebeca García Nieto, José Luis Gómez Toré, Harris & Ewing, Darío Hernández, Jamaal Cobbs, Daniel Jándula, Antonio Lafarque, José Ángel Leyva, Jesús Marchamalo, David Martín Copé, Ricardo Martínez Llorca, Lola Moreno, Ale Oseguera, David Paradela López, Juan Peregrina, Ramón Pérez Parejo, Manuel Rebollar Barro, Miquel Rof, Reina María Rodríguez, José de María Romero Barea, Miguel Sanfeliu, Guilhem Vellut, José Antonio Vila, Ignacio Vleming Ilustraciones de portada y Dossier:
Miquel Rof ©
Miguel Riera Fernando Clemot JEFE DE REDACCIÓN: Jordi Gol Editor:
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Álex Chico, Ginés S. Cutillas Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta:
Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso
B 38779 /1980 Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 / 937 962 631 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Imprime: Gráficas Gómez Boj
QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Diciembre 2017
No cabe duda de que Philip Milton Roth es uno de los grandes clásicos modernos de la literatura estadounidense. Candidato indiscutible al Premio Nobel, ha sabido narrar como nadie la cuestión de la identidad judía en los EE. UU. del siglo XX, los meandros del deseo sexual y la búsqueda de autocomprensión del hombre moderno. Ganador, entre otros premios, del Príncipe de Asturias de las Letras, del Pulitzer, del National Book Award, de la Medalla de las Artes o del Booker, con novelas como El lamento de Portnoy (1969), Pastoral americana (1997), Me casé con un comunista (1998), La mancha humana (2000) o Elegía (2006) ha hundido su bisturí en la corteza de una sociedad que habitualmente sólo nos muestra, a través de los medios de comunicación, su cara más amable y risueña. Desde Quimera, a través de un dossier coordinado por David Aliaga, que ofrece diferentes perspectivas de su obra y su figura, hemos querido rendirle a Philip Roth el homenaje que se merece. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN
ISSN: 0211-3325 DL: Edita:
Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no
El salón de los espejos
El holandés errante
Entrevista a Reina María Rodríguez – 4
Álex Chico.
Entrevista a Víctor Amela – 8
El interior del bosque (Primera secuencia) – 51
El cielo raso
El ambigú
Philip Roth
Juan Peregrina:
David Aliaga.
La parte soñada de Rodrigo Fresán – 55
¿Y si Ana Frank no hubiese muerto? – 14
Ale Oseguera:
Rebeca García Nieto. La Newark de Philip Roth – 17
Nuestro mismo idioma
David Paradela López.
de Alejandro Espinosa Fuentes – 56
La geometría del diamante – 20
José Antonio Vila:
Lola Moreno.
4321 de Paul Auster – 57
Alguien que se pasaba todo el día escribiendo – 23
Antonio Lafarque:
David Martín Copé. En la antesala de la nada – 28
Mi vida en rojo Kubrick de Simon Roy – 58
La vida breve
Pequeñas sediciones de Javier Vela – 59
Daniel Jándula: Los turistas – 31
Los pescadores de perlas
Darío Hernández: Miguel Sanfeliu: Las flores suicidas de Juan Herrezuelo – 60 José de María Romero Barea:
Microrrelatos inéditos de Manuel Rebollar Barro – 36
El concepto de ficción de Juan José Saer – 61
El castillo de Barba Azul
Verano en los lagos de Margaret Fuller – 62
Ricardo Martínez Llorca:
solicitados ni mantiene correspondencia
Poema sobre una novela
Ignacio Vleming:
sobre los mismos. La revista no comparte
Poema inédito de Berta García Faet – 38
Contra las cosas redondas
necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
Einstein on the Beach
de Jesús Jiménez Domínguez – 63 José Luis Gómez Toré:
Ramón Pérez Parejo. ¿Contra qué? En busca de las
Las naciones hechizadas
coordenadas poéticas de Paul Celan – 41
de Viviana Paletta – 64
Ángeles Encinar. ¿Quién es quién? José María Merino versus Eduardo Souto – 47
Recomendaciones – 66 3
E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
Entrevista a Reina María Rodríguez Texto y fotografías: José Ángel Leyva
En la arena de Padua fue la obra ganadora del Premio Plural en México, en 1991, pero ya el poemario Para un cordero blanco había ganado el Premio Casa de las Américas en 1984, y con ambos libros de poesía, la cubana Reina María Rodríguez (Premio de la Crítica Cubana 1992, 1995, 2000 y 2001; Premio Nacional de Literatura 2013; Orden de Artes y Letras de Francia, con grado de Caballero, en 1999; premio Pablo Neruda de Chile, 2014) se erigía como una de las voces más atractivas y relevantes de su generación, esa que conoció en la niñez y en la adolescencia la euforia de la Revolución Cubana y en su juventud vivió la mirada del mundo en la esperanza de un cambio social y cultural, pero luego vieron también el derrumbe del Muro de Berlín, la caída de la Unión Soviética, el abandono de los barcos rusos y el bloqueo estadounidense que impuso el eufemístico «periodo especial», para referirse al desabastecimiento y la desesperación de los cubanos en la isla, que iniciaron así la diáspora, a menudo a costa de sus vidas. Reina María, como algunos otros brillantes autores, se quedó en la isla y desde allí muestra su talento y su porfía en la escritura.
Reina, vamos del presente hacia atrás. Uno podría pensar que te has acostumbrado ya a los premios y reconocimientos a tu obra: además de los dos Casa de las Américas que tienes en tu haber, en 2013 fuiste distinguida con el Premio Nacional de Literatura y, después, en 2014, con el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda. Formulaste entonces, en tus palabras de agradecimiento en Cuba, la pregunta: «¿Habrá algo más literario que la vida?». Me gustaría que ensayaras una respuesta con otra pregunta mía: ¿ves la poesía como literatura? No hago esa distinción de géneros —aunque pique en versos los poemas, no existe esa diferencia para mí—
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y no me gusta llamar «prosa poética» a las formas breves en prosa que uso mucho, porque para mí todo está junto, moviéndose, en un continuum. La literatura es la mejor manera, la preferida casi puedo decir, que tengo de acercarme a la vida, de no vivirla más que cuando la vivo en ella, a través de ella, que es la forma de vivirla dos veces, como digo en un poema: «... dos veces son el mínimo de vida de ser». Por eso siempre me cuestiono si hay algo más literario que la vida. Reconoces en la imperfección una forma de la belleza, del lenguaje como resistencia, del lenguaje como defensa de la realidad, pero también como motivo de la inconformidad estética y quizás hasta ética. ¿Sientes que la visibilidad de tu poesía te hace más o menos inconforme, más o menos doméstica? El error ha sido una herramienta que he usado conscientemente de acuerdo con mis límites. La belleza no tiene que ser perfecta ni jugar todo el tiempo con el canon que nos dieron. Recuerdo la frase de André Breton en Nadja: «La belleza convulsiva será erótica velada, explosiva y fija, mágica y circunstancial o no será». La fealdad, lo torcido, lo roto, lo incompleto, puede tener su belleza e intrigarnos más que la perfección por su rareza, por su misterio. En cuanto a la visibilidad —el tránsito en forma de secuencias entre la vida y el libro, o la «escribidera»—, crea un lugar que me da calma. Ahí es donde siempre quiero estar: el lugar de una espera, como he dicho ya en un poema. Pero también queda en el aire, en esta etapa de tu vida y de tu trayectoria lírica y literaria, la pregunta: ¿qué es lo que conscientemente no se pudo cambiar, no se pudo decir, no se pudo hacer? Sobre la lírica, una de mis impotencias es no poder saltar sobre ella. ¡Cada mañana siento esa impotencia, esa formación de un lirismo que me acorrala y que no me deja
salir de ahí! Tal vez porque siempre quise ser otra, la que no puedo ni he podido ser. Alcanzar mis límites, sobrevolarlos, tener estructuras que no se conviertan en madejas, en «burumbas», como les llamo a mis recovecos mentales, a mis artificios y embrollos de lenguajes: odio lo alegórico para decir lo que no puedo decir, como sustitución o como contrapartida a la imagen limpia, serena y profunda a la vez, transparente, que otros poetas logran. Por otra parte, y conociendo cada vez más las limitantes del lenguaje que puedo recibir, agarrar y conservar en mí, sé que todo es cuestión de nutrientes almacenados, de graderías, pues sé que todo se formó en un momento dado, llámese infancia o experiencia, y que se petrificó después como una piedra que no puede fluir en su río y se enquistó. Por eso quiero o trato de dar un paseo en barco por ese río y vislumbrar un campo, un espacio, un agua donde colocar un cuerpo y un anzuelo que no entra y aceptarlo como lo que no puedo a estas alturas casi hacer sin volver ya de allí, de lo mismo: del lirismo. Estoy agotada del lirismo que es, a la vez, mi tablita de salvación. Después de Orígenes y los grandes narradores como Carpentier, Reinaldo Arenas, Cabrera Infante o figuras excelentísimas actuales como Leonardo Padura en la narrativa, ¿cuál es la
situación de tu generación y de los más jóvenes en el horizonte lírico de los cubanos dentro y fuera de la isla? ¡Para esa pregunta hay mucha tela por donde cortar! Escribí un texto sobre esas tres generaciones porque son las menos reconocidas y porque son mis amigos, autores a los que también pude conocer: desde los ochenta, hasta los que fueron engendrados en los setenta, cuando hubo tanta parametración y censura. Te dejo nombres: Ángel Escobar, Carlos Augusto Alfonso, Juan Carlos Flores, Ricardo Alberto Pérez, Damaris Calderón, Alexandra Molina, Javier Marimón, Óscar Cruz, José Ramón Sánchez, Ramón Hondal, Legna Rodríguez, Jamila Medina, Ibrahim Hernández, todos con voces y poéticas muy diferentes. No hay tiempo aún para establecer esa comparación, pero la habrá, creo. Sobre los más jóvenes, los poetas de la primera década del 2000, son más cínicos, más sueltos y desinhibidos, más duros, más tercos y reacios a compromisos, menos ceremoniales, menos justificativos y a la vez más dúctiles. Nosotros, en los ochenta, queríamos afirmar algo, confesarnos, explicar, luchar contra un complejo de culpa de ser íntimos, personales, y creíamos, al menos así creía yo, que la sinceridad era también un valor literario; ya no. Algunos críticos te presentan como una poeta confesional, y ello me hace pensar en una poeta como Carilda Oliver, mientras que otros como José Kozer te acercan más a los terrenos del lenguaje, que además tú misma señalas como el único refugio de sobrevivencia y de resistencia. ¿Cuáles son tus reflexiones al respecto? Si pudiera cambiar algo, serían las estructuras del pensamiento con las que pude ver, hasta donde pude ver, viciadas por el romanticismo, los simbolismos... todo lo que me llena de fanfarria para esconder lo real y embarajar lo que siento. Creo que, aunque fui muy confesional, nunca llegué a ser tan alegre o desinhibida como Carilda, ¡porque me faltó cuerpo y humor para eso! Y no me quejo, pero me he sentido más cercana a poetas del lenguaje, al menos a esa costa del lenguaje —¿neobarrocos?— a la que he querido pertenecer: Lorenzo García Vega, José Kozer, los poetas antologados en Medusario... Quería ser bicéfala, yuxtapuesta; con una parte que quería conversar y otra que pretendía pensar: dulce y salada a la vez. Abolir también, a partir del poema como centro, un gran complejo de culpa que heredamos.
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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
Entrevista a Reina María Rodríguez
La gente de mi barrio (1975), Cuando una mujer no duerme (1982) y Para un cordero blanco (1984) los ve la crítica de tu país como el anuncio del fin de la hegemonía de la poesía conversacional y de lo nacional revolucionario. ¿Qué identifica y qué diferencia a cada uno de estos poemarios? Con el tiempo —y un ganchito, como dice mi madre— me volví más crítica, obtuve maldad y desacredité muchas normas que había suscrito en otro momento de mi formación, casi «de monja»; sí, estuve en una escuela de monjas en mi niñez. Lucho contra los nacionalismos, las ortodoxias, al menos es mi deseo, y no acepto más que el poder del lenguaje y del yo en el uso casi doméstico del lenguaje de mi escogencia. Quería salir también de la oclusión de ser «una mujer que grita», como ya he dicho, y tratar de ser, ante todo, una persona. Por eso, en el tiempo, veo En la arena de Padua como el primer libro donde estas propuestas se juntan y donde escribo prosa por primera vez, para intentar romper o abrir la forma del texto y porque mi mayor deseo era ser novelista, prosista, cosa que considero lo más difícil de enfrentar y de lograr. Un imposible para mí. El llamado «periodo especial» de Cuba, que fue particularmente asfixiante para la sociedad en su conjunto, motivó a muchos cubanos a buscar salidas a otros países, no sólo del tipo de los llamados «marielitos», sino de muchos intelectuales. ¿Qué te ha hecho quedarte en la isla? «Otro dique»: «Y navegar / hacia un puerto / donde las Ítacas / no vuelvan a confundirme / y su persecución / termine». El salitre, la luz, un gato, las escaleras, los aleros, el escaparate, las plantas que tienen mucho tiempo viviendo conmigo en la azotea, mi familia —algunos hijos adentro, otros afuera— y los amigos, que en su mayoría ya no están. Aquí o allá es también ni aquí, ni allá. Hay una frase que retoma el filósofo francés George Didi-Huberman de Henri Michaux y que ha dado pie al libro inédito: «¿Dónde “aquí”? ¿Dónde “allá”?». Didi-Huberman habla de «una amplia redistribución de la sensibilidad [...] en decenas de “aquí”, en decenas de “allá”». Veo que a menudo refieres el oficio de costurera de tu madre y, seguro atraída por esa imagen de la infancia, has escrito poemas como «El éxito»: «Si volviera a nacer / a tener una hija y una madre / pediría que fueran ustedes. / Les diría lo que no está explicado / en la explica-
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ción / frente a la puerta de salida / donde uno no sabe ni dice / cuánto puede dar / ni merecer»; obras como El libro de la clientas. ¿Ves la poesía como un oficio de confección y remiendo? Y por cierto, ¿tu padre también era sastre? Mi padre fue «experto nacional» de ajedrez y estaba propuesto para campeón nacional cuando murió, muy joven, a los cincuenta años. También pintaba y tenía una letra que heredé. Mi madre, modista, cosió muchos cuerpos difíciles y ahora creo que verla prender alfileres entallando aquellas telas —sus colores, los retazos desprendidos, las bocamangas— me dio su lenguaje. Al menos esa es mi manera de intentar comprender el cómo y el porqué, o la justificación para ambos amoldar la carne, pretender la hechura en homenaje a la artista que ha sido. Por lo que le debo escribí El libro de las clientas, que acaba de publicarse en España, en la editorial Amargord, y que tuvo en La Habana su primera edición. ¿Tu labor como editora sería de alguna manera un símil con ese oficio de medir, diseñar, coser, pegar, ajustar defectos con la habilidad del artesano? Mi utopía fue hacer cuadernos, no libros. Jugaba con papelitos de colores brillantes y los armaba buscando una textura, un corte. Y hubiera querido tener una impresora antigua y hacer en ella los libros. No obstante, he podido trabajar como editora en una colección de libros bilingües —bicéfala también— que se llama Torre de Letras y que publica poesía y traducción desde hace quince años en La Habana.
El poeta argentino Jorge Boccanera recuerda la barbería de su abuelo y conserva el sillón del peluquero en su casa. ¿Qué conservas de esas atmósferas de labor materna y paterna? El sonido de mi madre al pedalear en su máquina Singer y los nombres de las clientas que pasaron por aquella pasarela que fue mi casa, a veces, me traen recuerdos todavía, cuando hacen sus desfiles de modas intentando regresar de donde están. Siento las telas, sus frufrús: sedas, crepés, organzas, linos; las hazañas de los dibujos en ellas que fueron historias, sus historias, sus vidas. Perdí muchas historias que regresan ahora en las noches de desvelo y algunas aparecen en El libro de las clientas. ¡Ojalá pudiera contarlas! ¿Y la lectura? ¿Cómo fue el descubrimiento de su fuerza, de su poder, de su capacidad de transformación y de creación? ¡La lectura lo es todo! Nutrientes y manera de renovación constante al convivir con tantos autores y personajes. Siempre los vi como amigos —a los autores—, allí en los anaqueles donde están, conviviendo en esos espacios que no permiten lo vacío, lo ausente. Intentar ver lo que ellos alcanzaron a ver, a sabiendas de la imposibilidad de lograrlo: un reto. Admirarlos, quererlos, tramar. Un autor tiene conmigo la mayor fidelidad, la amistad verdadera, por eso vuelvo a ellos, insaciable. Cuando creo que los pasos se cierran, la lectura me abre caminos insospechados y un libro me salva. Cuando pienso que ya conocía todo, aparece un nuevo autor con su libro y me sorprende, motivándome a conocer más sobre él, su vida y su obra. Nunca puedo separar una vida de lo que logró, por eso me gustan tanto las biografías. Cuando iniciaste ese diario en tu adolescencia, ¿pensaste en su destino, en su sentido más allá de lo personal y lo secreto? Tiene que ver con sentir de nuevo y otra vez lo que ocurre: dejarlo detenido. Es una especie de detención del tiempo con su recordatorio. No tengo un diario literario, ¡ojalá hubiera podido hacerlo! Sólo lo escribo todo, lo que sucede y lo que va a suceder, lo que he leído, lo que he visto, lo que deseo, y ahí va junto a los poemas a mano, las cuentas, los problemas, todo en libreticas que llamo «de lavandería» (como los chinos que tenían lavanderías en la calle Virtudes cerca de mi casa anotaban los pedidos, como mi madre anotaba las medidas y los precios de sus vestidos). Lo hago más por el presente que se va que por un después que no existe. Con esos diarios desde los trece años quise marcar un territorio, como los gatos. Reafir-
mar un paso intrascendente por la acera. Creo que existo, porque pongo la mano encima del papel y es lo único que me permito tocar, manosear ya. Antonio Gamoneda afirma que la poesía es una forma irregular, anormal, del lenguaje o del habla, del decir. ¿Cómo sucede en ti? No creo que sea una forma irregular para mí. Es la única manera en la que siento y donde convergen muchas formas del lenguaje, desde el más cotidiano hasta el que pretende salir de esas casillas y hacer la diferencia con lo que aparentemente es más real: más lírico, más simbólico, más conversacional, más entreverado, convertido en paréntesis o en plecas... Quisiera ser esa gradería que proviene de todas las voces que me armaron a lo largo del tiempo sin escoger ser alguna: las voces que hubiera querido ser y tener. Si ese lenguaje es irregular es sólo por los desniveles provocados por la angustia de la búsqueda de perfección y por la idea —imposible, creo— de emparejarlos, de equilibrarlos, que sólo puede lograr un ritmo. En el ritmo chocan todos los tropiezos, los desniveles, y se avanza al cavar, cavar, hasta donde se pueda. Y no hay suelo ni papel que sean lisos ni perfectos. Por último, veo que insistes mucho en que la poesía nos conduce más hacia lo que no se dijo y hacia lo que no se hizo, lo que no fue explícito emocionalmente hablando. ¿La poesía te reveló esos espacios cuando la descubriste? ¿Silencios tal vez donde aún no existían palabras? Lamento mi incapacidad para los silencios, que tantos autores a los que admiro logran. Podría ser que lo explícito fuera también eso: el relleno de un hueco profundo, el vacío de lo que pudimos hacer o decir.
José Ángel Leyva
(Durango, México, 1958) es poeta, na-
rrador, periodista, editor y promotor cultural. Es director de la editorial y la revista literaria La Otra. Ha publicado poesía, narrativa, divulgación de la ciencia, periodismo y ensayo. En su obra destacan: Catulo en el destierro (México 1993 y 2006; Francia, 2007; Colombia, 2012); Entresueños (1996); El espina-
zo del diablo (1998); Aguja (España, 2009; Italia, 2010; México-Quebec, 2011); Carne de imagen (antología, en Monte Ávila, Venezuela, 2011); Destiempo (antología personal, col. Poemas y Ensayos de la UNAM, 2012); En el doblez del verbo (Caza de libro, Colombia, 2013). Su poesía ha sido traducida al francés, italiano, inglés, serbio, polaco, sueco, portugués y rumano.
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Entrevista a Víctor Amela Texto: Fernando Clemot i Ginés S. cutillas Fotografías: Fernando Clemot ©
Nos encontramos con Víctor Amela (Barcelona, 1960) en los jardines del Ateneu Barcelonès. Amela, ampliamente conocido como crítico de televisión y por la sección «La Contra» del diario La Vanguardia, ha sido uno de los grandes fenómenos editoriales de los últimos años con títulos como El cátaro imperfecto, Amor contra Roma y La hija del capitán Groc, todas ellas aparecidas después de 2013. Pronto nos confiesa su timidez, que empezó por eso a escribir tarde y nos cuenta mucho. Ni rastro de la timidez. Es fácil con este entrevistado conseguir una entrevista larga y fructífera.
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Has llegado a la literatura a través del periodismo y la lectura. ¿Qué parte crees que hay en esta de imitación y de propio? Uno nunca sabe de dónde está bebiendo. Precisemos: escritor es el periodista que comienza a escribir una crónica con una vocación de contar algo, de atrapar la atención del lector y de utilizar todos los recursos posibles en beneficio del interés del texto, para mí eso es un escritor. Luego el escritor se convierte en narrador o novelista cuando hay una ambición de que ese texto traspase cierta extensión. Reivindico que el periodista es escritor desde el minuto uno. Dicho lo cual [risas], si escarbo en los orígenes de mi vocación como nove-
Cuando te pones a estudiar la historia para saber de dónde vienes descubres todas estas cosas. [...] Somos hijos de las putas guerras. lista me veo como lector de tebeos con corta edad, en mitad de los sesenta. El TBO de toda la vida, el Pulgarcito, el DDT… No tengo ningún reparo en reconocer que mi vocación de lector comienza ahí. En esa pasión, esa emoción de encerrarte en un rincón con el tebeo y que no te moleste nadie y disfrutar de una hora, alargándolo, paladeando, porque sabes que aquello se va a terminar y que luego viene el aburrimiento. Luego vas probando cosas nuevas. En mi casa no había libros, mis padres no leen, así que cuando entraba uno, la curiosidad por saber de qué iba aquello quizás era mayor que si hubiera tenido muchos libros a mano. Recuerdo haber leído con pasión a Los cinco de Enid Blyton. Era droga, si entrabas en ese mundo querías más. Luego saltas a Julio Verne, luego Tintín. Ahí nace el lector, como práctica cotidiana, como placer personal y también al final como proyecto personal de vida, porque cuando lees mucho acabas encariñándote con algún tipo de personaje o algún tipo de vida que quieres para ti, aquellos que tienen que ver con una vida aventurera, no rutinaria… El origen de mi vocación como periodista creo que está ahí: no querer hacer lo que hacía mi padre, un trabajo rutinario y convencional. Uno comienza de periodista para dar salida a sus ganas de escribir, aunque por otra parte crees que no tienes el tesón o la energía para escribir novela o cuentos. Porque si eres lector de Borges, piensas que nunca podrás ser como él. A mí eso me lastró mucho. Por una parte el modelo de los grandes escritores me estimulaba, pero por otra parte me frenaba a ni siquiera intentarlo. En cambio, el periodismo era algo a lo que uno podía atreverse sin complejos, y después de tantos años te das cuenta de que tienes armas y recursos para escribir algo más ambicioso si quieres; eso me sucedió a los cincuenta tacos. Yo estuve acomplejado y pudoroso casi toda mi vida por respeto. Recordaba una frase de Borges, del cual soy muy devoto, que decía que su padre le había dicho que no cargara al mundo con cosas nuevas escritas cuando ya había tantas y tan
buenas. Eso también le pesó a Borges. Cuando cumplí cincuenta años pensé: mira, ahora voy a hacer lo que se me pase por la cabeza, tanto en la vida personal como en lo profesional; peor que otras cosas tan malas que te llegan, no va a ser. Total, todos vamos a morir [risas], y me arranqué y ya llevo tres novelas publicadas. Recordamos en Quimera el programa en televisión L’hora del lector, con Emili Manzano, Pérez Andújar… Uno de los mejores programas sobre libros que hemos visto. ¿Qué te queda de todo aquello? Yo ahí ejercía de lector, lo que yo era: lector desde chaval. Coincidimos un grupo de personas con gustos afines, como Javier, que coincidiendo con el programa se puso a escribir, con cuarenta años. Decidimos contar delante de una cámara lo que contábamos comiéndonos una pizza, lo que nos gustaba comentar en el ámbito privado. Emili Manzano tuvo el acierto y el coraje, valor o intuición de ponernos en el plató, por amistad, porque eso es lo que éramos: amigos. La magia de ese programa es que se dejaba aparte el tema sesudo y se hablaba de libros como el que habla de fútbol, con cachondeo… No había mucho guión. A Emilio le decíamos qué libro íbamos a llevar para que se preparara alguna pregunta, pero ya está, luego cada uno hablaba de lo que quería. Yo muchos días no sabía de qué libros iban a hablar Xavier Antich o Casacuberta. Nos divertimos muchísimo. Fueron cinco años en BTV, siendo Saló de lectura, y a partir de 2006 en Canal 33 con L’hora del lector. Diez años en total. Cuando salíamos del plató, nos íbamos al bar de enfrente y seguíamos hablando de libros hasta las tres de la mañana. Nos gustaba estar juntos. Han pasado seis años y todavía la gente me pregunta si volveremos. ¿Crees que la televisión podría aportar algo más de lo que lo hace, que podría ser un canal difusor de la cultura, o seguirá con esta tendencia? Una cosa es lo que me gustaría a mí y otra lo que creo que va a suceder. A mí me gustaría que existieran programas por los que me hiciera ilusión llegar a casa porque hoy
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Entrevista a Víctor Amela
lo dan por la tele, un programa en el que se va a hablar de filosofía. Hay uno ahora de Emilio Manzano, pero está supereditado; a mí me gustaría a tumba abierta, en directo, como aquí ahora, gente interesante, sabia, con cosas que decir, y hablar de la novela rusa, por ejemplo, o de los presocráticos, de literatura, de poesía, de arte, de pintura, de historia… Se podría hacer. Yo tenía quince años y veía La clave, que era el programa más plúmbeo de la historia, pero lo veía porque tenía sed de aprender cosas y en la tele me daban cosas que no me daban en el colegio. La tele ahora no te da nada que te alimente el ánimo, el espíritu. Te puede entretener, hacerte reír, pero si yo quiero que me hablen de cosas profundas, no hay nadie. Si alguien lo hiciera, yo lo miraría, con ilusión. Pero también te digo una cosa: lo miraría yo y cincuenta y cuatro más. Nunca va a haber un programa así ya, porque no va a haber ninguna empresa privada dispuesta a perder dinero, y las públicas, que están funcionando como privadas para no ser criticadas por la oposición, tampoco apostarán por un programa que no ve nadie, aunque sea su función. Tendrían que apostar por ellos, aguantarlos en la parrilla e ir retocándolos hasta que consiguieran un público fiel. Yo me acuerdo de que en el año 75, cuando Franco se acababa de morir y la democracia no podía ser llamada como tal, existía un programa increíble que era Encuentro con las letras, donde te encontrabas de repente a cinco personas hablando de una novela. Había un pro-
grama de cine de Pérez Orozco (Revista de cine), estaba A fondo, con Soler Serrano. Todo eso ha desaparecido. Quizá todo aquello ocurrió porque era un momento en el que no se sabía todavía quién iba a mandar y en aquel desbarajuste no había quien controlara lo que se emitía. ¡Ahora está todo tan medido! Actualmente hay dos programas de libros donde no hay casi presentador: Tria33, que presenta planos de libros y una voz en off haciendo la sinopsis, y el de Óscar López (Página 2), donde podría salir un robot presentando, demasiado editado. Sánchez Dragó hizo en su día Encuentro con las letras. Un tío vibrante; ahora ya está instalado y ya no es lo mismo. ¿Tuviste referentes a la hora de escribir novela de corte histórico? No, siempre me ha gustado la novela histórica y siempre me ha interesado más el pasado que el presente o el futuro; me parece menos comprometido y más atractivo. Yo siempre he querido saber de dónde vengo. Me gusta mucho coger un episodio del pasado y ver hasta qué punto somos hijos de él. Inconscientemente seguro que tengo influencias de los autores que he leído, pero de ninguno en particular. Aunque sí que es verdad que cada vez que escribo una novela histórica me rodeo de una batería de novelas y de libros de historia de la época. Las primeras me dan el tono, los segundos me dan información, datos. Cuando escribí Amor contra Roma, releí varias novelas ambientadas en la época: Yo, Claudio y Claudio, el dios, y su esposa Mesalina de Robert Graves, pero ya desde un lugar que no es el de lector, sino el del que toma notas. Sin complejos, ahora Robert y yo somos colegas [risas]. En mis novelas siempre cito en la bibliografía las otras novelas que me han inspirado y los libros históricos de los que he sacado datos. Es una manera de decirle al lector que no me lo he inventado todo y que hay otras lecturas que complementarán a esta, que todo encaja, que no es arbitrario. Todo es coherente. Me gusta transmitir al lector que la imaginación que pongo es la justa para relacionar elementos que ya están ahí. Alguien tenía que juntarlos y lo he hecho yo. Escribes indistintamente en catalán y en castellano. ¿Crees que se pierde algo en la traducción? El catalán y el español son lenguas hermanas y, aunque son muy próximas, sí que es verdad que se pierden matices, cosas que se expresan mejor en una que en otra.
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Esto lo he notado mucho en La hija del capitán Groc. Las dos anteriores las escribí en castellano y un traductor las pasó al catalán. En esta última, yo la escribí en catalán y la traduje yo mismo al castellano, y sí que me dio la sensación de que algo se perdía porque es una novela ambientada en el siglo XIX, situada en un sitio muy concreto donde hablaban un catalán muy particular, proveniente de la repoblación del Pirineo leridano, que se ha conservado como una cápsula del tiempo y que suena a un catalán primitivo a los oídos de un barcelonés. Traté de que los diálogos entre el Groc y su mujer, o con su hija y amigos, fueran en el catalán de El Forcall, filtrado por una conocida de allí. La narración, en cambio, está narrada en un catalán canónico, estándar, el que yo conozco. Lo que más ilusión me provocó fue ese proceso de investigación, descubrir esas palabras y utilizarlas en la novela. Con el léxico conseguía que el lector viajara a un tiempo y a un espacio. Esto se pierde en la versión en castellano. Esta novela era ideal para arrancarme a escribir en catalán, además podía optar al premio Ramon Llull, que luego gané. Amor contra Roma la podía haber escrito en catalán, pero el cuerpo me pedía escribirla en castellano porque es mi lengua materna, la lengua en la que pienso de forma natural. El uno de noviembre se publica en francés y me hace mucha ilusión. En la portada han puesto una chica con peineta [risas]. Tanto en El último cátaro como en La hija del capitán Groc aparece un lugar que es El Maestrazgo… Cada escritor tiene un mundo personal que aflora en todo lo que escribe: Coetzee, Auster… Todos hablan de ellos mismos de alguna manera interpuesta. El escritor quiere contar algo a través de sus personajes, y detrás
de ellos está él. En mi caso, he descubierto que algo que pasó desde los cinco hasta los diez años me marcó mucho. Siendo un chaval «de piso», encerrado en Barcelona entre cuatro paredes por un problema pulmonar, el médico me dijo que me vendría bien respirar un aire seco. Mi padre pensó en Forcall, el pueblo de donde era pero al que nunca había ido. El niño de piso de pronto descubre burros, calles empedradas con guijarros de río, campanas, las mujeres de negro, los hombres con la blusa de labrador que volvían del campo y que por la tarde estaban en el bar… Empecé a tener sensaciones de gustos y olores nuevos, una libertad desconocida, porque me soltaban en la calle y sólo volvía para comer y cenar, las ortigas que te rascaban en las piernas, e ibas a la iglesia a mojarte con agua bendita pensando que te iba a curar… Era como vivir en una novela de Ramón J. Sender. Los niños del pueblo no me aceptaban, yo era el niño pijo de Barcelona, el primero en tener una bici, cosa que supe cuando, jugando con unas niñas del pueblo, de una de la cuales me enamoré, íbamos paseando y de pronto apareció una horda de niños que comenzó a perseguirnos. ¡Claro! Yo les estaba tirando a sus mujeres [risas]. Hablamos de tragedias griegas: la Guerra de Troya comenzó por una mujer, yo podía haber muerto. Todas esas cosas son impactantes para un niño de piso. Pequeñas vivencias que luego resultan ser gigantescas. A los diez años lo perdí. Mi padre compró una casita en Esparraguera y dejamos de ir. Empecé a idealizar el paraíso perdido. En cinco años viví todo lo que vivió un hombre en la prehistoria. En la adolescencia lo idealicé y quería volver, porque representaba un mundo distinto, pero tenía miedo de volver y que no fuera lo que yo recordaba. Cuando volví ya de mayor, quise saber todo sobre esa zona donde mi abuelo vivía. Empecé a comprar toda la bibliografía que encontré de la zona: costumbres, eruditos locales… Cuando me di cuenta tenía la biblioteca más extensa que tenga nadie sobre El Maestrazgo y Els Ports de Morella. Todo lo publicado desde el año ochenta hasta aquí. En ese proceso de lecturas fui descubriendo cosas que me excitaron muchísimo. Una fue la historia del último cátaro, que acabó quemado en la hoguera y que vivió una parte de su vida en Morella, huyendo de las hogueras de Occitania. Morella era sitio reconquistado a los musulmanes por Jaime I y no miraban mucho quién iba allí a repoblar. Uno de los grandes temas en Francia, la desaparición de los cátaros, una hecatombe sólo comparable a la de los nazis. Hay una tierra que yo conozco donde se desarrolla un capítulo de esta epopeya que nadie ha contado. La
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Entrevista a Víctor Amela
historia es una novela, sólo tenía que transcribirla y fijar las relaciones sentimentales entre los personajes. Ser novelista es eso: no estábamos allí, nadie nos ha pasado una cinta grabada, pero es verosímil que se dijera esto o que ocurriera aquello. Ensamblar la documentación y engarzarla con la historia que quieres contar. Con la historia del Groc me pasó lo mismo. Me lo contaban los chavales del pueblo como si hubiera ocurrido hacía cuatro días. Luego descubrí que había ocurrido ciento cincuenta años antes. Si una historia sobrevive tanto tiempo a través de los niños es que tiene algo. Casi todo lo que cuento en La hija del capitán Groc es tradición oral que me ha ido contando la gente del pueblo, poco más he hecho yo que ordenar los hechos dramatizándolos.
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También empieza ahí la Primera Guerra Carlista. Dicen que la Guerra Civil no es más que la Cuarta Guerra Carlista: vecinos que se matan entre sí porque piensan diferente. Unos piensan que todo ha de ser como siempre ha sido, que son los carlistas, y los otros que debemos progresar, modernizarnos, usar dinero en lugar del intercambio. Aquel dicho liberal que decía: «Todo lo que no son pesetas, son puñetas». ¿Eso qué es? El capitalismo. La gente de El Forcall piensa que eso es pecaminoso. No puedo permitir ver que viene una cosa que no me gusta y no hacer nada. Ahora no hacemos nada porque somos cobardes, pero esta gente pensaba que si no hacía nada contra esto, Dios los castigaría. Lo hacían desesperados ante la posibilidad de un castigo divino. Otro drama griego. A mí me gusta mucho la idea del personaje que sabe que no hay nada que hacer, pero sigue, porque si no se siente indigno. Eso es muy literario. Curiosamente, un siglo después de mi novela —que ocurre en 1840—, en las mismas cuevas, las mismas masías y los mismos barrancos están los maquis. A los carlistas los perseguían los soldados liberales de la reina, a los maquis la Guardia Civil, pero es exactamente lo mismo. Es un terreno muy quebrantado donde es fácil esconderse. Yo con la documentación podía saber exactamente de qué masías hablaban, de los lugares que se mencionan. La imagen que tenían en Francia de los españoles, escrito por Baroja y Galdós, era de verdaderos radicales, fanáticos. Yo intento justificar el comportamiento del Groc, al que le podían haber violado a la mujer. Era firme con sus ideas: la tierra es sagrada y me la han quitado. Era una historia local, pero el personaje tiene carácter universal. Una historia abocada al fracaso. El Groc es una contestación al capitalismo; ahora sería un reaccionario, alguien de Podemos... Este hombre que se enfrenta al Estado creyendo en Dios es un personaje al que le tienes simpatía pero odias. Cuando coges ciento cincuenta años de historia y los comprimes y los pasas aprisa como una película te das cuenta: los hijos del Groc son los socialistas que ganan las elecciones en El Forcall, uno de los pocos pueblos de Valencia donde lo consiguen, porque son los carlistas pasados por la ideología de los pobres. Los pobres del siglo XX son los socialistas que se enfrentan al PP, que son los liberales del siglo XIX. Cuando te pones a estudiar la historia para saber de dónde vienes descubres todas estas cosas. No sólo es una historia increíble, es mi historia. Somos hijos de las putas guerras.
Philip Roth ¿Y si Ana Frank no hubiese muerto? Por David Aliaga – 14
La Newark de Philip Roth Por Rebeca García Nieto – 17
La geometría del diamante Por David Paradela López – 20
Alguien que se pasaba todo el día escribiendo Por Lola Moreno – 23
En la antesala de la nada
Por David Martín Copé – 28
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¿Y si Ana Frank no hubiese muerto? Philip Roth, la novela contrafactual y los escritores judíos norteamericanos del siglo XXI Por DAVID ALIAGA Entre 1941 y 1945 seis millones de judíos fueron asesinados. Uno: un oficial nazi asesina a Bruno Schulz de un tiro en la cabeza en 1942 cuando camina de regreso a su casa en el gueto de Drohobycz. Dos: a principios del mismo año, Stefan Zweig se suicida en Brasil ante la perspectiva de vivir en un mundo dominado por el nazismo. Tres y cuatro: en junio, los padres del poeta Paul Celan son deportados y poco después fallecen; él, de tifus, ella al recibir un disparo de un oficial nazi después de haber caído rendida por los trabajos forzados. Cinco: Ottilie Kafka, la destinataria de las Cartas a Ottla, muere el 7 de octubre de 1943 en las cámaras de gas de Auschwitz. Seis: Ana Frank fallece tras los muros de Bergen-Belsen en marzo de 1945, sólo unos días antes de que el campo sea liberado. Siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece… Seis millones. Seis millones de judíos asesinados por el Reich de las cenizas. La Shoá es el suceso histórico fundamental para la comprensión del siglo XX y la posterior configuración política y social del mundo, pero también el eje sobre el que gravita buena parte de la producción artística desde la derrota de Alemania hasta nuestros días. Agotando el tabú inicial, los campos de exterminio se han convertido en uno de los temas literarios (y filosóficos, cinematográficos…) de mayor relevancia en la contemporaneidad. El silencio se rompió con el testimonio de quienes habían sobrevivido al infierno nacionalsocialista. Relatos desgarradores como el de Primo Levi en Si esto es un hombre o Itzhak Katzenelson en El canto del pueblo judío asesinado hirieron la piel de los lectores. Los textos de Katzenelson o Levi, como El diario de Ana Frank, al que se refiere explícitamente Lucy Dawidowicz en The War Against the Jews dieron a los ciudadanos la posibilidad de figurarse de forma más concreta y emocional una tragedia que por su magnitud y crueldad escapaba a la imaginación del ser humano. Al tiempo que los labios cobraban el vigor necesario para hablar de la tragedia y las heridas
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cicatrizaban en trauma, se consolidaba el cambio demográfico en el pueblo judío, que tras haber formado parte inherente de Europa y su cultura, se había visto expulsado del continente. Israel, por supuesto, sería uno de los principales destinos de los supervivientes, pero Estados Unidos, y de forma muy especial la ciudad de Nueva York, se convertiría en el nuevo polo de actividad cultural hebrea. Heridos, humillados, derrotados, pero vivos, cientos de miles de judíos llegaron a una ciudad que los recibió con un poema de la sefardí Emma Lazarus grabado en el pedestal de la Estatua de la Libertad. Give me your tired, your poor, Your huddled masses yearning to breathe free, The wretched refuse of your teeming shore. Send these, the homeless, tempest-tost to me, I lift my lamp beside the golden door!
Aunque la obra de Lazarus procedía de la tradición europea y el judaísmo no era una de sus preocupaciones temáticas cuando escribió los versos que acabo de citar, sus textos son una de las primeras expresiones artísticas en las que lo hebraico y lo norteamericano se entrecruzan. Deudora de Heine o Goethe, ciudadana americana, en 1883 escribió los versos que hacían hablar a Norteamérica, su nación, al tiempo que elogiaba sus valores fundacionales. «The New Colossus» es un poema inequívocamente estadounidense, pero enuncia el cambio que el fenómeno de la inmigración operará en la poética de Lazarus y, con ella, de otros muchos autores. Los pogromos desatados en Rusia a raíz de la muerte del zar Alejandro II en 1881 provocaron la llegada masiva de judíos a la costa Atlántica de Estados Unidos y con ellos una toma de conciencia identitaria por parte de los que, como Lazarus, habían nacido ya en el país de las barras y estrellas y veían cómo los recién llegados asquenazíes huían del viejo continente en busca de las condiciones y libertades que ellos venían disfrutando durante casi un siglo y que Europa le
seguía negando a su pueblo. En la poética de Lazarus palpitaba todavía el agradecimiento que Moses Seixas, representante de la comunidad hebrea de Newport, había escrito en una carta abierta al presidente George Washington en 1790, la identificación extendida entre los judíos de Estados Unidos como una tierra de redención, una nueva Sión, pero enunciaba el tema de la tensión entre las condiciones de judío y de norteamericano que inauguraba la Jewish American literature. La segunda oleada de inmigración, provocada por la barbarie nazi, aumentaría la presencia de ciudadanos judíos en Estados Unidos y consolidaría el diálogo identitario entre el judaísmo y Norteamérica como tema literario. De este tiempo es hijo Philip Roth, nacido el 19 de marzo de 1933 en Nueva Jersey, de un matrimonio de inmigrantes askenazíes. Con Saul Bellow, Bernard Malamud o Cynthia Ozick, representa el paradigma del escritor judío norteamericano del siglo XX, una tradición que por otra parte ha brindado algunas de las mejores obras literarias de las últimas décadas y sin las que no podría concebirse el canon occidental. Ellos respondieron a su tiempo histórico desde la ficción, tomaron el testimonio y la historia y la transformaron en literatura, contribuyendo a la fijación del discurso histórico sobre la Shoá, pero también a su comprensión y a la superación del trauma. En el caso de Roth, la transgresión del tabú inicial, del silencio, dio paso a una libertad en el acercamiento literario a la Shoá que hubiese sido inconcebible en la década de 1950 y que incluso hoy genera reacciones contradictorias. Con La visita al maestro (1979) y La conjura contra América (1994), el autor neojerseíta se introdujo en la tradición de la novela contrafactual, convirtiéndose en un referente ineludible en la reescritura ficcional de los hechos históricos de la Segunda Guerra Mundial junto con Philip K. Dick (El hombre en el castillo), Ira Levin (Los niños del Brasil) o George Steiner (Traslado de A. H. a San Cristobal). Roth demostraba que no sólo se podría y se debía es-
cribir sobre la Shoá, sino que la literatura no le debía un tratamiento tímido o reverencial. Para comprenderla realmente, debía ser objeto de la literatura del mismo modo que otros temas complejos, podía retorcerse, no limitarse al testimonio y el lamento, podía adoptar formas múltiples, entre ellas la de la novela contrahistórica. La obra de Roth afirma que es lícito, por ejemplo, preguntarse qué habría sido de Ana Frank si no hubiese muerto.
La novela contrafactual reproduce un mecanismo de razonamiento empleado en diferentes ciencias sociales que consiste en la alteración de un hecho validado por el discurso de la historia para observar cómo las consecuencias que se derivan de dicha hipótesis divergen respecto a la realidad conocida y tratar así de apreciar las implicaciones de cada decisión, de cada suceso. Desde su posición de escritor judío y norteamericano, Roth ha dialogado con dos hipótesis contrahistóricas a partir de las que ha ahondado en las implicaciones de la Shoá, casi medio siglo después de los asesinatos, tanto en la psique del pueblo judío como en el panorama político y social norteamericano. Frente a la historia, con
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David Aliaga. ¿Y si Ana Frank no hubiese muerto?
las pobladas cejas enarcadas, Roth se preguntó en 1979 qué habría sucedido si Ana Frank no hubiese muerto en Bergen-Belsen, pero en 1994 volvió a echar la vista hacia el pasado para plantearse cómo habría sido la vida para los judíos si un candidato filonazi hubiese alcanzado la presidencia de los Estados Unidos. En el caso de La visita al maestro, en la que leemos por primera vez al célebre alter ego de Roth, Nathan Zuckerman, el protagonista se plantea la posibilidad de que la invitada que los acompaña a él y al maestro E. I. Lonoff sea en realidad Ana Frank, que habría sobrevivido a los campos y cambiado su nombre por Amy Bellette. A partir de esta situación, Zuckerman se plantea, por un lado, la posibilidad bizarra de convertirse en el marido de la figura que con mayor fuerza representa la tragedia de la Shoá. Pero también, mucho más interesante, afirma la indisociable condición de asesinada de Ana Frank y se pregunta sobre el papel que la historia le hubiese deparado de haber sobrevivido. Décadas más tarde, dos de los escritores judíos más relevantes de su generación, Shalom Auslander y Nathan Englander, retomarían el diálogo abierto por Roth en torno a Ana Frank y su significación cultural. Tan poco amable y tan iconoclasta como Roth, pero más salvaje que el maestro, Auslander convertiría a la víctima alemana en una anciana que vive escondida en la buhardilla de su protagonista, escribiendo día tras día un libro que comenzó tras su diario y que es incapaz de concluir a pesar de las constantes amenazas de un editor que espera poder seguir ganando dinero gracias a su obra. En las páginas de Esperanza: una tragedia (2012), Ana Frank se convierte en el polémico y no siempre bien recibido dedo acusador con el que Auslander señala a la parte de la comunidad judía que continúa comprendiendo la Shoá como si se encontrase en 1945 y, sobre todo, a la que ha empleado la tragedia para obtener algún tipo de rédito. La Ana Frank de Auslander es cínica y descreída y en su voz, poco antes de que fallezca, la leemos acusar: «Soy la doliente. La niña muerta. Soy Miss Holocausto 1945 y el premio es una corona de espinas y la condición de víctima eterna. Jesús era judío, señor Kugel, pero yo soy el Jesús de los judíos». En el relato «¿De qué hablamos cuando hablamos de Ana Frank?» (título en el que no puede pasar inadvertida la influencia de Raymond Carver), Englander nos presenta a dos parejas judías, una residente en Miami y la otra en Israel, que beben vodka mientras conversan sobre un posible segundo Holocausto y tratan de ponerse de acuerdo sobre cuáles de sus vecinos gentiles se arriesgarían a esconderlos.
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Pero a medida que la noche avanza, el hombre israelí se admite a sí mismo que no entregaría su propia vida para salvar a su familia y Ana Frank se erige como un espectro que mide la conciencia ética del personaje. Perteneciente a la misma generación de escritores que Auslander y Englander, Nicole Krauss compuso la conmovedora La historia del amor (2005) sobre el mismo mecanismo contrafactual que Auslander, pero con un propósito diametralmente opuesto. Si en Esperanza: una tragedia Ana Frank ha sobrevivido para erigirse en la voz de la crítica al pueblo judío, la autora neoyorquina salva a Bruno Schulz en la figura de un trasunto y a través de la imitación de su estilo narrativo. En lugar de recibir el disparo de un oficial nazi cuando regresaba a su casa un día de 1942, Schulz, convertido en un personaje elidido, amigo del protagonista, habría vivido y con él un manuscrito del que la escritora nos regala algunas páginas que recuerdan formalmente a Las tiendas de canela fina. Si el razonamiento contrafactual les permitía a Roth o a Englander comprender las implicaciones de un hecho histórico y a Auslander criticar determinados posicionamientos, Krauss se siente concernida por un «imperativo ético de recordar» y emplea la novela como una herramienta «para deshacer el pasado y, sobre todo, transformar el futuro». En los tres textos, tan diferentes en la forma y en el fondo y convergentes en su naturaleza contrafactual, se aprecia la huella de Roth. En la mordacidad de Auslander leemos al joven y corrosivo Roth de El teatro de Sabbath; sobre la sordidez ética de la noche carveriana de Englander se cierne la sombra de personajes rothianos como el protagonista de La mancha humana; en las páginas de su amiga Krauss, Roth aparece en forma de comunión con los escritores muertos. Pero por encima de todo, sin La visita al maestro escrita tres décadas antes por Philip Roth, parece imposible pensar en tres jóvenes autores judíos enfrentándose a la Shoá como tema literario con absoluta libertad.
David Aliaga (L’Hospitalet de Llobregat, 1989) es licenciado en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona y máster en Humanidades con especialidad en Literatura Contemporánea por la Universitat Oberta de Catalunya. Ha desempeñado el oficio de editor para diversos sellos europeos. Es autor de los libros de relatos
Y no me llamaré más Jacob (La Isla de Siltolá, 2016) e Inercia gris (Base, 2013), y de la novela Hielo (Paralelo Sur, 2014). Colabora habitualmente con las revistas Librújula, Mozaika y Quimera.
La Newark de Philip Roth: una ciudad entre dos mundos Por Rebeca garcía Nieto Además de por la llegada del hombre a la luna, los habitantes de Newark recordarán 1969 como el año en que se publicó El lamento de Portnoy. La aparición de la cuarta novela de Philip Roth ocasionó un terremoto de gran magnitud en el mundo literario norteamericano y esta tranquila ciudad de New Jersey se vio de repente situada en el epicentro de aquel seísmo. No era la primera vez que su vecino más ilustre extraía de allí material para sus novelas —su primer libro, Goodbye, Columbus, ya había originado una gran conmoción en la comunidad judía de Newark—; sin embargo, era la primera vez que algunos lugares de la ciudad, como el instituto donde había estudiado (el Weequahic High School), el Empire Burlesque o el Irvington Park, aparecían de un modo explícito. El lamento de Portnoy es, básicamente, la confesión de un judío a su psicoanalista. La novela se convirtió rápidamente en un best seller del New York Times y dio lugar a una nueva oleada de críticas por parte de la comunidad judía. En su opinión, alimentaba el antisemitismo y los estereotipos raciales. El hecho de que, al igual que el propio Roth, el protagonista, Alexander Portnoy, hubiera crecido en un barrio judío de clase media en Newark y de que el libro tuviera forma de confesión hizo que algunos lectores diesen por hecho que se trataba de una autobiografía. Algo similar había ocurrido una década antes tras la publicación de Goodbye, Columbus, pero en aquella ocasión a Roth le había pillado completamente por sorpresa. El escritor no había previsto la airada reacción de la comunidad judía y trató, en vano, de contestar a las críticas apelando a la distinción básica entre ficción y no ficción. Al ver que la controversia no se amainaba con sus explicaciones, Roth decidió contestar a sus detractores por escrito; es decir, con un nuevo libro: El lamento de Portnoy. Si con Goodbye, Columbus le habían acusado de sacar a la luz las vergüenzas judías, ahora le acusarían por algo.
En El lamento se saca del armario al inconsciente judío1, se verbaliza, con pelos y señales, lo que el protagonista tiene guardado en el fondo de la mente. Así, en esta ocasión, a las críticas de antisemitismo se sumarían las de machismo, falocentrismo y pornografía: Alexander Portnoy (cuyo apellido sugiere que el señor Roth sabía perfectamente en qué jardín se estaba metiendo) fue calificado de misógino, adicto al sexo o de «Che-Guevara del cunnilingus», entre otros apelativos. Así las cosas, no es de extrañar que la opinión de los vecinos de Newark estuviese dividida: algunos se sintieron muy orgullosos de su paisano; otros, los más, se sintieron ofendidos. Para conocer su reacción a pie de calle, el periodista Arnold H. Lubasch entrevistó a antiguos compañeros de clase y profesores del instituto al que acudió Philip Roth. Sus compañeros le recuerdan como un tipo brillante, divertido y dueño de un humor cáustico. Respecto al libro, la mayoría dijeron que les parecía incisivo, tal vez poco amable, pero cierto en cualquier caso. En su opinión, retrataba bien el espíritu de la época en el barrio. Los profesores, en cambio, no se mostraron tan entusiasmados. El señor Lowenstein dijo que la escritura de Roth no le impresionaba demasiado y no entendía por qué había escrito sobre un personaje tan estrecho de miras. El profesor Epstein, por su parte, se preguntaba por qué el escritor se odiaba por ser judío. Pese a la diferencia de opiniones, todos en Newark trataban de descubrir en qué vecinos se había basado Roth para dotar de vida a sus personajes: «Cuando se publicó Goodbye, Columbus —dijo uno de los entrevistados— la chica del libro estaba muy ofendida. Ahora casi todas las chicas en una fiesta afirman ser esa chica». Pero lo que todos querían saber era quiénes eran en realidad los Portnoy. A sus compañeros de clase les preocupaba la reacción que pudieran tener los padres de Roth (dando por hecho que se había basado 1. Como dice Portnoy a su terapeuta, «Let’s put the id back in yid!».
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en ellos), pero lo cierto es que Herman y Bessie Roth estaban encantados con el éxito de su hijo. En palabras del propio autor, «al principio los Portnoy estaban basados de manera aproximada en dos o tres familias en cuyos pisos había jugado, merendado y a veces dormido cuando era niño». Más tarde transformaría esa familia prototípica añadiendo elementos de los relatos de sus alumnos en la Universidad de Iowa. Roth se dio cuenta de que algunos temas, como el del hijo judío que es observado por su madre mientras sueña con tener relaciones con una shiksa, se repetían en varios relatos. Anteriormente, había basado los relatos de Goodbye, Columbus en los valores de su barrio, un lugar donde los vecinos tenían «una elevada conciencia de su condición de judío»: «A este barrio-nación, este medio Israel en un Newark que era nuestro propio inestable Oriente Medio, me volví instintivamente en busca de material al comienzo de mi carrera literaria». Allí conoció de primera mano la ambivalencia de ser judío en la Norteamérica de posguerra, aspecto que se muestra de un modo u otro en dichos relatos. El protagonista de Eli, el fanático se siente amenazado por la llegada de unos refugiados que vienen de Europa. Eli teme que estos refugiados «demasiado judíos» puedan poner en peligro la apacible convivencia entre los judíos asimilados y los protestantes de Woodenton. En la nouvelle Goodbye, Columbus, Neil Klugman marcha de Newark a Short Hills con la intención de acceder a la clase más acomodada. Neil fracasará en su intento, pero no serán los gentiles los que le impidan la entrada al mundo de los pudientes, sino los Patimkin, también judíos. Según Roth, la novela Pastoral americana, también situada en Newark, es la reescritura del fracaso de Neil Krugman. A diferencia de este, el protagonista de Pastoral, Seymour Swede Levov, es un judío con éxito. En cierto modo, cumplió con el sueño de sus abuelos inmigrantes, si no fuera por el pequeño detalle de que acabó casándose con una shiksa que además fue Miss New Jersey. Esta vida apacible y feliz será dinamitada por su hija, Merry. Al parecer, en esta novela Roth quería explorar cómo de una familia decente y honrada, como la suya propia, podían salir descarriados como Merry o «terroristas literarios» como él. En Pastoral americana, la Newark industrial es recordada con nostalgia. En 1967 la ciudad sufrió fuertes disturbios raciales, a raíz de los cuales muchas fábricas se vieron obligadas a echar el cierre. Muchos judíos e italianos que habían vivido siempre en el barrio tuvieron que irse a otro lugar por falta de trabajo (en la actualidad, ese barrio de Newark es, predominantemente, negro). Tal vez esta
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nueva «diáspora» hizo que la Newark de su infancia, esa Newark venida a menos, sea recordada por el escritor con nostalgia, como si se tratara de su particular Tierra Santa. Todo parece indicar que Roth guarda muy buenos recuerdos de Newark, ciudad donde vivió hasta que fue a la universidad. En una ocasión ha dicho que, antes de Conrad, Dostoyevski o Bellow, el béisbol fue la literatura de su infancia. Las retransmisiones radiofónicas de Red Barber, recuerda el escritor, eran una clase práctica de lo que los profesores de literatura llaman «el punto de vista». Para Roth, Barber era un maestro de los matices y la ironía. Mucho más burdo era Jake the Snake, «un depósito de chismorrería lasciva del barrio» y padre de un amigo suyo. Al parecer, Jake era una fuente inagotable de historias. Al igual que su padre, sólo que Herman Roth era bastante más comedido. De hecho, su relato «Epstein» partió de una historia que su padre les había contado a la hora de cenar. La historia en sí era bastante cotidiana (un hombre del barrio tiene un lío con una vecina del otro lado de la calle), pero al joven Philip, que tenía catorce años cuando la escuchó, le pareció fascinante el hecho de que «una pasión escandalosa» se hubiera desatado en su «calle decente y respetuosa de la ley». También le fascinó el tono con el que su padre la contaba, una mezcla de comedia y compasión difícil de igualar. La comedia es, en cierto modo, parte del legado judío. En Patrimonio, Herman Roth le pregunta a su hijo si se acuerda de Lou Holtz, un conocido cómico judío que solía decir: «¿Estabas tú allí, Chollie?» (siendo Chollie una deformación de Charlie, nombre que se les daba a los americanos después de la guerra). A lo que
Vista de Newark. Fotografía de Jamaal Cobbs
Philip responde: «¿Era él quien lo decía? […] Es anterior a mi época, Lou Holtz. ¿Estabas tú allí, Chollie?». A través de este breve diálogo, engañosamente simple, Roth aborda varios aspectos importantes. Por una parte, señala la distancia generacional entre él y sus antepasados: Lou Holtz, como Perelman o los hermanos Marx, eran cómicos que pertenecían a la generación de los abuelos inmigrantes que aún conservaban el acento yidis. En El lamento de Portnoy, Alex dice querer distanciarse de este legado cómico, pide una y otra vez que lo saquen de ese «papel de hijo ahogado en el chiste judío» que está interpretando, pero acaba arrancando más de una carcajada. En palabras de su creador, Portnoy es una especie de «pecador/artista de variedades en busca de absolución/aplauso». En ese sentido, su performance puede verse como una parodia nostálgica de estos cómicos judíos que le precedieron. Pero ese «¿Estabas tú allí, Chollie?» podría contener también otro matiz. La profesora de literatura Hana Wirth-Nesher relaciona la pregunta con una escena de El chal, de Cynthia Ozick, en la que su protagonista, Rosa Lublin, superviviente del Holocausto, aborda a un judío norteamericano en el lobby de un hotel de Florida y le pregunta: «¿Dónde estaba usted cuando nosotros estábamos allí?». Ese «allí», por supuesto, se refiere a Europa. Al Holocausto. Parece que la generación de los padres y abuelos de Roth se empeñan en que Newark esté un poco más «allí» de lo que está en realidad (o, lo que es lo mismo, que ese «allí» europeo esté más cerca de América). En cambio, para las nuevas generaciones, «allí» está en Europa y Newark pertenece a América. A lo largo de su carrera, Philip Roth intentará acercar los dos territorios.
De hecho, es entre estas dos tierras donde transcurre buena parte de su obra. En La conjura contra América, Roth lleva Europa a Norteamérica, más concretamente a Newark. Para llevar a cabo ese movimiento de «translación», Roth parte de una posibilidad real: qué les hubiera pasado a los judíos norteamericanos si, en lugar de Roosevelt, Charles Lindbergh hubiera sido elegido presidente. De este modo, la tranquilidad y seguridad de las calles donde Roth pasó su infancia se verá comprometida por acontecimientos análogos a la Kristallnacht (aunque más sutiles y, por tanto, verosímiles). En la novela, el comportamiento de los padres del protagonista es muy digno, restaurándose así el honor mancillado de los padres en El lamento de Portnoy. Volviendo a La conjura contra América, al final, tras las muchas penurias sufridas, todo vuelve a la normalidad: Roosevelt vuelve a ser elegido y América vuelve a ser América. Algo similar podríamos decir de Philip Roth: en sus novelas su mirada se ensancha hasta poder alojar a Europa, pero al final siempre acaba volviendo a América. Ante todo, Roth se considera norteamericano. Y este patriotismo bien entendido lo aprendió precisamente en Newark, gracias al béisbol, una especie de iglesia laica que igualaba a todas las personas sin importar su origen: «Si antes de que los Bears de Newark se enfrentaran al odiado enemigo del otro lado de las marismas, los Giants de Jersey City, no nos hubiéramos puesto en pie (mi padre, mi hermano y yo, junto con nuestros paisanos hostiles, los alemanes, italianos, irlandeses, polacos y allá, en el África de las gradas, los negros de Newark) para escuchar el himno, me habría parecido que estaríamos renunciando a experimentar una profunda emoción». No sé qué clase de escritor habría sido Philip Roth de haber nacido en otra parte, pero sí creo que el magnífico escritor que conocemos le debe mucho al lugar donde nació.
Rebeca García Nieto (Medina del Campo, Valladolid, 1977) es escritora. Ha publicado tres novelas: Historia de una mirada (Eutelequia, 2012), Eric (Zut, 2015) y Las siete vidas del can-
grejo (Alegoría, 2016). Ha sido finalista del Premio Ateneo de Valladolid (2011), del Azorín (2012) y del Premio Herralde de Novela (2013). Su segunda novela, Eric, será publicada en Estados Unidos e Inglaterra por Hispabooks en 2017. Asimismo, ha traducido la novela En el corazón del corazón del país, del escritor norteamericano William H. Gass. Actualmente, es colaboradora habitual de Jot Down, Quimera y Buensalvaje.
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La geometría del diamante: Philip Roth y La gran novela americana Por David Paradela López Soy de los que opinan que el gran hombre cuyo retrato podéis ver colgado sobre el escritorio sabía lo que se hacía cuando inventó el juego del béisbol. Soy de los que creen que, en lo que atañe a la geometría del diamante, fue un genio a la altura de Copérnico y sir Isaac Newton. Philip Roth, La gran novela americana ¿Cómo puede haber judíos sin béisbol? Philip Roth, La contravida
Philip Roth publicó La gran novela americana en 1973, pero para muchos de sus lectores sigue siendo una novela por descubrir. Supongo que en España podían contarse con los dedos de una mano quienes conocían su existencia hasta que la editorial barcelonesa Contra la publicó en 2015, en traducción de quien esto firma; muchos la creían incluso inédita en castellano, pese a existir una traducción anterior, de Lucrecia M. Sáenz, publicada en 1975 por Emecé y hoy en día casi inencontrable. (En este sentido, no deja de ser irónico que una de las novelas más desatendidas de Roth y, quizá, la más difícil de traducir, sea la única que cuenta con dos versiones en nuestro idioma.) Cuesta contar la historia de La gran novela americana. Es más, resumir su acción puede resultar tan prolijo e inútil como describir un cuadro de El Bosco. Intentémoslo, no obstante. Corre el año 1973 y un provecto y achacoso Word Smith, antiguo reportero y redactor de discursos presidenciales, además de incontinente hacedor de juegos de palabras (nomen omen) y aspirante a autor de la gran novela americana, se dispone a recordarle al mundo la existencia de la Liga Patriota de béisbol y a desvelar por qué oscuros motivos los poderes fácticos lograron borrarla de los anales de la historia. Para ello será preciso remontarse a 1943, el
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año en que el Departamento de Guerra estadounidense confisca para uso militar el estadio de los Ruppert Mundys, un equipo formado, entre otros, por un mánager misionero, un cácher manco, un exterior cojo, un bateador enano y alguna joven promesa resignada a convivir en el dugout con semejante equipo de freaks y de lisiados. La temporada avanza y los Mundys, eterna escuadra visitante, se van hundiendo poco a poco bajo las penalidades que les impone su interminable travesía del desierto. El golpe de gracia llegará de manos del complot comunista promovido por uno de sus antiguos jugadores estrella, Gil Gamesh. La suerte del resto de la Liga Patriota no es mucho mejor: una familia judía ha comprado los Greenbacks, una viuda es la propietaria de los Tycoons, los Reapers están en manos de un contrabandista rehabilitado y el árbitro Mike el Bocazas Masterson, tullido de por vida por culpa de un desafortunado pelotazo, recorre los estadios buscando justicia. Entretanto, se suceden mil escenas dignas de un guión de los hermanos Marx: una casa de lenocinio donde por noventa y ocho centavos te cantan el «Duérmete niño», un partido amistoso contra la selección de un manicomio, un niño prodigio que inventa unos cereales dopantes y formula la ecuación fundamental para ganar un partido de béisbol, etc. Por debajo de este torbellino de peripecias se deslizan multitud de críticas descarnadas: a los grandes autores del canon literario estadounidense, incluido Hemingway, que nos deleita con un cameo; a los aplicados funcionarios anticomunistas que legaron al mundo la vergonzosa caza de brujas; a la mediatizada sociedad del espectáculo que pretende trivializar un deporte que en tiempos lindó con lo mítico... En resumen, a las instituciones y los valores de un país y de una época. El propio autor lo ha dicho abiertamente en alguna ocasión: «No se trataba de desmitificar el béisbol (nada tiene que pueda dar pie a ello), sino de descubrir en el béisbol un medio para dramatizar la lucha entre el be-
Siete miembros del All Star de la liga de 1937. Fotografía de Harris & Ewing (United States Library of Congress)
nigno mito nacional de sí misma que una gran potencia prefiere perpetuar y una realidad despiadadamente insidiosa, casi demoníaca (como la que habíamos conocido en los años sesenta)...»1. Con todo, muchos han interpretado La gran novela americana como un incomprensible elefante blanco en medio de un corpus novelístico, el de Roth, preocupado, sobre todo, por diseccionar los conflictos morales de sus personajes en un entorno realista, concreto y perfectamente reconocible, al menos para el lector americano medianamente culto y cosmopolita al que parece dirigirse. Pero la aparición de La gran novela americana no resulta tan extraña si nos fijamos bien en la trayectoria de su autor hacia los años setenta. Roth había dado un primer golpe de timón hacia la sátira en 1969, con El lamento de Portnoy, al que siguieron unos cuantos años de progresiva acentuación de lo caricaturesco, lo fantasioso y lo exagerado: Nuestra pandilla, otro libro extravagante y algo olvidado donde el béisbol también está bastante presente, apareció en 1971 y, al año siguiente, El pecho, que quizá habría corrido la misma suerte de 1. P. Roth, Reading Myself and Others, Nueva York, Farrar Straus & Giroux, 1975. [Lecturas de mí mismo, trad. Jordi Fibla, Barcelona, Random House, 2008.]
no ser tan atractivamente kafkiano. Es en este contexto de exploración del humor y de la sátira en el que hay que enmarcar La gran novela americana. Porque, como algún crítico ha señalado con acierto, lo que tenemos entre manos es una sátira en su sentido literal: una macedonia en la que cabe mezclar de todo cuanto a uno se le ocurra sobre un determinado tema siguiendo los dictados de la libre asociación2. En La gran novela americana, la excusa que sirve para desatar el caudal discursivo de Roth (la torrencialidad verbal es quizá lo que más sorprende al lector acostumbrado al progresivo laconismo del último Roth) es el béisbol, un tema que en muchas de sus novelas aparece aquí y allá como puente cultural y símbolo de asimilación de los judíos al estilo de vida americano, pero que puede parecer harto exótico en España, donde el béisbol es ese deporte incomprensible donde unos tipos con gorra le atizan a una pelota con un palo y donde, en cualquier caso, el deporte no suele inspirar alta literatura (sea lo que sea lo que se quiere decir 2. A este respecto, véase D. G. Watson, «Fiction, Show Business, and the Land of Opportunity: Roth in the Early Seventies», en A. Z. Milbauer y D. G. Watson (Eds.), Reading Philip Roth, Nueva York, St. Martin’s Press, 1988, págs. 105-125.
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con ese término). Sin embargo, el juego de la pelota cuenta con una rica tradición en la literatura estadounidense y Roth la conoce bien: el béisbol aparece, con distintos grados de importancia, en El gran Gatsby de Francis Scott Fitzgerald, El halcón maltés de Dashiell Hammett y en la poesía de Marianne Moore. Ring Lardner marcó a varias generaciones con sus crónicas de béisbol más que con sus cuentos. En la década de 1940, el «pasatiempo nacional» dio pie a un subgénero especial dentro de la novela de misterio, tradición que llega hasta el Paul Auster de Jugada de presión (firmada como Paul Benjamin; el título original, Squeeze play, alude a lo que en el mundo del béisbol se conoce más bien como «jugada de cuña»). Bernard Malamud, tan admirado por Roth, publicó en 1952 El mejor (adaptada al cine en 1984, con Robert Redford y Kim Basinger), obra llena de excesos y simbología artúrica y considerada una de las mejores novelas sobre el deporte, junto con The Celebrant, de Eric Rolfe Greenberg, inédita en castellano y a la que, por cierto, a menudo se ha comparado con Pastoral americana, la historia de la decadencia y caída del Sueco Levov, que alcanza su gloria juvenil gracias, precisamente, al béisbol. Don DeLillo concede también una gran importancia al béisbol en Submundo, y Michael Chabon lo convierte en eje argumental en su novela Summerland, también inédita en castellano3. Recordemos, ya de paso, que también la literatura japonesa (en Japón el béisbol es tremendamente popular) ha explorado la veta del bate y el guante, lo mismo que, ya en nuestra lengua, la cubana: de pelota se habla en Los muertos andan solos de Juan Arocha, en Ecue-Yamba-O de Alejo Carpentier y en Milagro en Miami de Zoe Valdés. Como vemos, pues, bajo su aparente singularidad, La gran novela americana es un libro perfectamente coherente con los intereses de Roth a principios de la década de los setenta y una interesantísima aportación a un género que a lo largo del siglo xx ha ido ramificándose y explorando nuevas posibilidades. En ella encontramos la preocupación por desenmascarar un sistema corrupto y cruel, el examen de las estrategias por las que el poder busca imponer su relato de la historia, y el choque entre la imagen ideal de un país y los pequeños
elementos que la ponen en cuestión —los inadaptados, los marginados, los viciosos, los raros—, además de la paranoia social resultante de tal choque. Todos ellos son temas que, de una forma u otra, Roth no ha dejado de explorar a lo largo de cincuenta años. Además, si nos paramos a pensarlo, la lejanía que el lector español puede sentir con respecto al béisbol no es mayor, en el fondo, que su desconocimiento de los presupuestos culturales que pueblan otros libros suyos que giran, por ejemplo, en torno al encaje de la comunidad judía en la cultura estadounidense, consumista y tradicionalmente protestante. Para nosotros, el béisbol y el judaísmo americano siguen siendo dos temas ajenos, por muchas películas de Woody Allen que hayamos visto. Vivimos en un mundo colonizado por el imaginario del imperio, pero todavía tenemos que descubrir muchas de sus sutilezas. La gran novela americana es una muy buena, y muy divertida, ocasión para ello.
David Paradela López
(Barcelona, 1981) es traductor lite-
rario y profesor en la Universidad Autónoma de Barcelona. Entre
3. Sobre el béisbol en la literatura estadounidense, véase S. Partridge y T. Morris, «Baseball in Literature, Baseball as Literature», en L. Cassuto y S. Partridge (eds.), The Cambridge Companion to Baseball, Cambridge, Cambridge University Press, 2011, págs. 21-32.
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otros autores, ha traducido a Dino Buzzati, Curzio Malaparte, Tim O’Brien, John O’Hara y S. J. Perelman, así como La gran novela
americana de Philip Roth.
Alguien que se pasaba todo el día escribiendo Por Lola Moreno Un clásico vivo Philip Roth es uno los escritores más importantes de Estados Unidos. Un clásico vivo. Del conjunto de su obra se suelen destacar la seriedad y la densidad, el interés por la identidad personal, cultural y étnica y la creación artística, junto a un carácter profundamente crítico e imbuido de un pensamiento judío, conectado con un pensamiento político y social, que le lleva a centrarse en el análisis de los problemas contemporáneos y a conformar una compleja visión de la realidad que se debate entre la razón y los sentimientos como el signo de los tiempos y el desasosiego del presente. Roth se considera un escritor estadounidense «a secas», y no un escritor judío estadounidense. «Escribo en inglés, pienso en inglés, hablo en inglés, y desde siempre. No escribo en yidis o en hebreo, escribo en inglés de Estados Unidos; por tanto, soy un escritor estadounidense». Siempre se ha referido a Norteamérica como el lugar del mundo que mejor conoce, el «único» lugar del mundo que realmente conoce, el que le ha dado forma a su conciencia y su lenguaje y le ha permitido la mayor libertad posible para practicar su vocación. «Soy un escritor norteamericano en aspectos que no hacen de un lampista un lampista norteamericano ni de un minero un minero norteamericano ni de un cardiólogo un cardiólogo norteamericano. Más bien lo que el corazón es para el cardiólogo, el carbón para el minero, el fregadero de la cocina para el lampista, Norteamérica lo es para mí.» La literatura como placer y vía de conocimiento de uno mismo y del ser humano Roth comenzó partiendo con un concepto muy realista acerca de la trascendencia, la capacidad de influencia y el poder transformador o de injerencia de su oficio en la cultura y en el mundo. En una primera concepción,
consideró que escribir novelas no conducía al poder ni a cambios serios en el lector o en la sociedad, sino acaso sólo en el propio autor, a su vez influenciado por las obras de otros novelistas. Le bastaba con pensar que, en el mejor de los casos, los escritores cambiaban la manera de leer de los lectores: «Leer novelas es un placer profundo y singular, una actividad humana apasionante y misteriosa que no requiere más justificación moral o política que el sexo… Lo que quiero es poseer a mis lectores mientras están leyendo mi libro, a ser posible poseerlos como no lo hacen otros escritores, y entonces dejarlos volver, tal como eran, a un mundo en el que todos los demás actúan para cambiarlos, persuadirlos, tentarlos y controlarlos. Los mejores lectores acuden a la narrativa para librarse de todo ese ruido, para que se desate en ellos la conciencia que por lo demás está condicionada y constreñida por cuanto no es ficción. Eso es algo que todo niño entusiasmado por los libros comprende enseguida, aunque no es en absoluto una idea infantil acerca de la importancia de leer». Un poco más adelante Roth acepta la narrativa como una forma de conocer el mundo de un modo que no sería posible por otros medios, con capacidad de influencia en el comportamiento, de conformar la opinión, de alterar la conducta, incluso de cambiar la vida de alguien o de propulsar movimientos políticos, normalmente en relación con los objetivos del lector, no del autor, cuya única responsabilidad radica en la integridad de su propia clase de discurso, en su escritura. Esta concepción entronca directamente con su fiel defensa desde sus inicios de la distinción que Chéjov establece, al hablar de los objetivos en el arte, entre «la solución del problema y una correcta presentación del mismo», de las cuales «sólo la última es obligatoria para el artista». Para Roth, la función escrutadora de la narrativa fue erradicada en su país por la televisión y los medios de comunicación de masas, que han conseguido trivializarlo todo con la superabundancia de información.
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Lola Moreno. Alguien que se pasaba todo el día escribiendo
Con el paso del tiempo, Roth se ha ido afirmando aún más si cabe en el hecho de que nos encontramos en el final de una civilización basada en las palabras y en un lenguaje elaborado en EE. UU., donde «la lectura es un placer en vías de desaparición acelerada y los verdaderos lectores se están perdiendo… Escribimos para sordos». También en que lo mejor que sabe hacer la televisión es lograr el triunfo de la banalización sobre la tragedia. El poder político como coerción moral y coacción inmoral En la constante y amada soledad que le han requerido tanto su vocación literaria, de lento y complejo proceso creativo, como su concepto de vida y libertad, desde el comienzo de su carrera dedicó gran parte de su tiempo y esfuerzo a defenderse con vehemencia por extenso y en público de las críticas, sobre todo de las que temprana y erróneamente pretendieron etiquetarle de antisemita y misógino. Preocupación presente en gran parte de su obra es la cuestión de quién o qué tendrá influencia y jurisdicción sobre la vida de uno, es decir, la naturaleza problemática de la autoridad moral y de la coacción y la regulación sociales. Invariablemente antibelicista, firme defensor de la necesidad del control de armas en EE. UU. y muy crítico con el poder, especialmente con los presidentes republicanos de su país, experimentó intensamente el peso del poder político como coerción moral cuando crecía en Nueva Jersey durante la Segunda Guerra Mundial, a cuyo término tenía doce años. Sus primeras fidelidades políticas serias empezaron a formarse en los primeros años de la posguerra. De Nixon nunca tuvo un buen concepto, aunque sin duda con el tiempo se le reveló de moral grotesca, no el único corrupto y desmandado, pero sí el más deshumanizado de todos los presidentes estadounidenses, de naturaleza netamente fraudulenta y al borde del trastorno mental. Sus años en la enseñanza media y en la universidad estuvieron marcados por las peores épocas de la Guerra Fría (las dos Alemanias, la guerra de Corea, el llamado bloque occidental capitalista, liderado por EE. UU., frente al bloque de los países del Este, oriental-comunista, liderado por la antigua Unión Soviética…).
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Pero cuando realmente empezó a identificar el poder político con la coacción «inmoral» fue en los años de apogeo del macartismo, que coincidieron con su época universitaria, durante la cual publicó sátiras y parodias políticas, por ejemplo, sobre Eisenhower, el gran héroe nacional de la Segunda Guerra Mundial, además de críticas de cine, y dirigió una revista literaria. Aunque los años más politizados de su vida fueron los años de la guerra de Vietnam, más que por escribir de política o emprender una acción política directa, por poseer una conciencia cotidiana del Gobierno como una fuerza coactiva y la continua presencia en su pensamiento. Y es que vivió esa etapa pendiente de los medios de comunicación, valorando la seguridad y libertad de expresión en su país, pero sintiéndose impotente y ferozmente contrario a la guerra y al Gobierno, al que veía moralmente fuera de control actuando sólo de acuerdo con sus intereses. En sus propias palabras, la guerra de Vietnam fue «mil veces más sanguinaria que cualquier cosa que los británicos pudieran proponerse en el siglo XVIII con su limitado arsenal de instrumentos de tortura». Roth considera a su generación la más sometida a la propaganda de la historia de EE. UU., la primera generación norteamericana plenamente afectada por los medios de comunicación y la publicidad, en realidad. Habiendo recibido una educación patriótica basada en una mitología idealizada de rectitud y superioridad moral durante su infancia en la Segunda Guerra Mundial, Lyndon B. Johnson le causó una enorme decepción, y la guerra de Vietnam puso a prueba y alteró sus vínculos emocionales con Norteamérica: «... gran parte de lo que hasta entonces [...] había sido considerado vergonzoso y repugnante, se imponía a la fuerza en la conciencia nacional, por muy detestable que fuese». De modo que la guerra de Vietnam, junto al asesinato de John F. Kennedy y de su hermano Bobby y a la enorme conmoción sufrida por el sistema en la atmósfera general de enfrentamiento y cambio de los años sesenta (plagados de levantamientos estudiantiles, violencia urbana, grupos de presión libertarios, con los que se solidarizó, exhibición sexual, desorden, agitación, asesinatos y guerra justificada retóricamente por el Gobierno), le llevaron a calificar esos años como «la década desmitificadora», de gran influencia tanto en la formación de su pensamiento como en parte de sus obras, ya
sea de una forma patente o aparentemente no manifiesta: «Siempre hay algo detrás de un libro con lo que no parece tener ninguna relación, algo invisible para el lector que ha ayudado a liberar el impulso inicial del escritor». En cualquier caso, opinar es una forma de acción, y en sus opiniones nunca peca de ambiguo o tibio. Para Roth, no verse obligado a tomar posiciones por los agravios de la política, a tener opiniones ni a contar todo lo que está mal le supone una dicha y un alivio, pero también tiene claro que «para el escritor eso no es ninguna ventaja. [...] un escritor necesita volverse loco porque eso le ayuda a ver. Un escritor necesita sus venenos. El antídoto de sus venenos suele ser un libro». Desde sus inicios y a lo largo de su extensa trayectoria, Roth ha cultivado la sátira política, cuya tradición en la literatura, el periodismo y el humor gráfico de EE. UU. conoce bastante bien, influido a su vez por otras «obras cómicas en sentido amplio», es decir, obras satíricas de naturaleza no literaria o popular al estilo de Olsen y Johnson, los hermanos Marx, los Three Stooges, Laurel y Hardy, Abbott y Costello o de Chaplin en El gran dictador, porque «en la sátira es precisamente por medio de la broma como uno espera revelar hasta qué punto algo es serio». Y no oculta la finalidad punitiva de algunas de sus novelas político-satíricas. Pero Roth no considera que la rebelión o la lucha estén en el centro de su obra, sino que su labor como novelista se ha dirigido mucho más al sistema de coacciones y hábitos de expresión de su propia imaginación que a los poderes que compiten por controlar el mundo. No en balde ya se autodefinió así en la primera mitad de su carrera: «Soy alguien que trata de transformarse intensamente a partir de sí mismo y convertirse en sus personajes que se transforman intensamente. Soy muy similar a alguien que se pasa todo el día escribiendo». Roth defiende la escritura por placer, «suficiente para hacer que Flaubert se revolviese en su tumba», y la lectura de narraciones para liberarse de su perspectiva de la vida, que se le antoja de una estrechez sofocante, así como para experimentar la atención hacia una empatía imaginativa con un punto de vista narrativo plenamente desarrollado que no es el suyo propio. La misma razón por la que escribe: «... escribir consiste en transformar la demencia, pasarla de mí a él [al libro]». Y siempre le han irritado profundamente las preguntas relativas a las continuas asociaciones realizadas,
tanto por parte de la crítica como de los lectores, entre sus ficciones y su autobiografía. Sus obras no pretenden ser ni autobiográficas ni confesionales. Aunque en cierta medida Roth entiende que muchas de las críticas y reseñas versen sobre sí mismo más que sobre su obra por el hecho de que una parte importante del conjunto de su narrativa «se ha centrado en los reveladores dilemas de un solo personaje central cuya biografía, en ciertos detalles evidentes, se superpone a la mía». En cualquier caso, eso es algo que, como él mismo ha señalado en numerosas ocasiones, no se encuentra entre los fines de la literatura. Y no debería importar tanto al lector como las historias contenidas en sus libros y su interesantísima aportación a la narrativa norteamericana contemporánea, que le alzan y sustentan como uno de los mejores.
Camboya, «Me gusta pensar que soy humano» En marzo de 1970, pocas semanas antes de la deposición del príncipe Sihanouk como jefe de Estado y dos meses antes de que Nixon ordenara la incursión de
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tropas norteamericanas y subvietnamitas en Camboya, visitó las ruinas de los templos de Angkor y el sur del Gran Lago. Quedó tan impresionado con la climatología y «la vida tan escueta, yerma y repetitiva» tanto de los agrupamientos de chozas pesqueras a lo largo de los ochenta kilómetros del lago como en el arrozal que es la llanura camboyana, que publicó en la revista Look un artículo titulado «Camboya: una modesta proposición». Ahí defendía con ironía y sarcasmo su postura antibelicista y proponía la ayuda humanitaria al Sudeste Asiático como solución para derrotar al comunismo y poner fin a la guerra en Indochina. Oponiéndose de manera categórica a la política imperialista de EE. UU. y al sentido de honor nacional que por razones religiosas, morales y patrióticas justificaba el aplastamiento y la muerte de «inocentes niños asiáticos» o de cualquier otro lugar en aras de un objetivo nacional superior. Acérrima defensa pues de la idea de que a los pueblos no se los salva masacrándolos mediante la aniquilación sistemática. Philip Roth. Fotogramas de Philip Roth Unleashed. BBC One: 2014 ©
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Checoslovaquia A principios de la década de los setenta empezó a visitar Checoslovaquia con regularidad y, en 1973, tras su primer viaje a Praga, a la que acudiría cada primavera, Roth conoció la represión política totalitaria. Esto le llevó a querer ayudar a los escritores perseguidos de esa parte de Europa publicándolos en su país en un intento de garantizarles cierta seguridad frente al régimen. De ahí que creara para Penguin la colección Escritores de la otra Europa, donde publicó a Milan Kundera, Ludwik Vaculik o Bruno Schulz, entre otros. Esos años de la Otra Europa son recordados por Roth como «una aventura cultural memorable». En este sentido también hay que mencionar que es autor de El oficio: el escritor, sus colegas y sus obras (2001), libro cuya parte central está constituida por un conjunto de seis conversaciones mantenidas por Philip Roth entre 1976 y 1990 con otros tantos escritores, entre ellos los checos Ivan Klíma y Milan Kundera.
mente frustrada y angustiosamente decepcionada, el indulto por todas las ofensas y delitos que Nixon pudiera haber cometido contra Estados Unidos durante el desempeño de su labor como presidente concedido por Gerald Ford tan sólo un mes después del acceso de este último al cargo. «Ciertamente “kafkiano” nunca ha parecido, hasta ahora, un término que podría ayudar a comprender perceptiblemente los años del Watergate, aunque los personajes y acontecimientos que han surgido a lo largo del camino hayan compartido esa misteriosa mezcla, antes asociada a los sueños, de lo serio y lo extravagante, lo aterrador y lo ridículo, que da a las novelas de Kafka su especial resonancia y prominencia». De manera que Ford le pareció un Kafka contemporáneo inventando «un capítulo final integrado por completo en la tradición literaria modernista que desdeña los desenlaces convencionales y los juicios clarificadores…».
Kafka y el caso Watergate En 1974 escribió acerca de las que consideró las reveladoras dimensiones kafkianas del caso Watergate. Recalcó como una auténtica sacudida sufrida por el sistema político y la conciencia nacional, enorme-
Evolución de su compromiso con la realidad social y política norteamericana Para Roth, la llegada de Donald Reagan a la presidencia se produjo como resultado de «la ignorancia que infectaría el país como la peste de Camus» y que no podría
haber imaginado ni el mismísimo George Orwell, así como del «esperpento que se produjo en el mundo de habla inglesa no como una extensión de la pesadilla totalitaria del Este, sino como una proliferación de la farsa occidental de estupidez de los medios de comunicación y un cínico mercantilismo: la incultura norteamericana desmandada». A sus ojos Reagan fue «un líder mundial de tremendo poder con el alma de una afable abuela de telenovela, los valores de un cívico vendedor de Cadillacs en Beverly Hills y los antecedentes históricos y el equipamiento intelectual de un alumno de último curso de bachillerato en un musical de June Allyson». Roth tampoco se reprimió en la negativa consideración que le merecía la política exterior llevada a cabo por el Gobierno de Bush: «La gente ha sido educada de forma muy poderosa para no pensar. Si Bush es reelegido, temo que nos dirijamos hacia el desastre». En 1992, Roth ya declaró su temor a que Bush padre fuera reelegido: «Contemplar lo peor nos ayuda. Pero, comparado con su hijo, el padre era un George Washington...». En contraposición con el inagotable compromiso político ejercido por intelectuales coetáneos suyos como, por ejemplo, Susan Sontag hasta su muerte, a sus setenta y un años Roth volvió a insistir una vez más en
que hablar de su oficio es lo único que legítimamente debe hacer un escritor. De ahí que no dejen de molestarle las constantes peticiones de las que continuamente se siente objeto para hacer comentarios sobre cuestiones extraliterarias, ya que consideró terminada su vinculación con este tipo de compromiso, lo cual no excluye del todo que, en ocasiones, acepte realizar algunas digresiones políticas, ya que, al fin y al cabo, muchas veces hablar de literatura es hablar de política. Roth se retiró de la escritura en 2012: «Contar historias, esa cosa que fue tan preciosa para mí durante toda mi existencia, ya no está en el corazón de mi vida… Es extraño. Jamás imaginé que pudiera pasarme una cosa parecida. Pero es verdad que ocurren muchas cosas que jamás había imaginado». Y eso que entonces ni él mismo podía ni por asomo pensar la investidura como presidente de Donald Trump, al que se ha referido en los siguientes términos en recientes declaraciones para varios medios estadounidenses con su habitual contundencia: «He sentido alarma como ciudadano con los Gobiernos de Richard Nixon y George W. Bush. Pero, cualquiera que fueran las limitaciones en su carácter o intelecto, no eran tan humanamente pobres como es Trump: ignorante del gobierno, de la historia, de la ciencia, de la filosofía, del arte, incapaz de expresar o reconocer los matices de la sutileza, desprovisto de toda decencia y manejando un vocabulario de setenta y siete palabras que es mejor llamar imbecilidad que inglés», «un mentiroso compulsivo, un ignorante, un fanfarrón, un ser abyecto movido por un espíritu de revancha y que ya está un poco senil… Día tras día, su conducta, su falta de experiencia y la inepcia de las palabras que pronuncia en público nos indignan. No hay límites para los peligros a los que la locura de ese hombre puede llevar al país y al mundo entero».
Lola Moreno
es poeta, ensayista y crítica literaria y ci-
nematográfica, y autora de varios libros de poesía. Ha sido columnista y articulista de opinión. Es también miembro de la Asociación de Cervantistas, la Asociación Coreana de Hispanistas y la Asociación para la defensa de la lengua española en Filipinas "Galeón".
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En la antesala de la nada Épica de la impermanencia en la narrativa de Philip Roth Por David Martín Copé La vejez no es una batalla; la vejez es una masacre. Philip Roth, Elegía La tumba es más profunda que la cuna. Georges Bernanos Cuando uno piensa en Philip Roth, piensa, casi automáticamente, en su condición de irreverente narrador de los deliquios identitarios y sicalípticos del judío estadounidense —condición cimentada muy tempranamente en su carrera, desde Goodbye, Columbus o El mal de Portnoy, pasando por el abultado ciclo de Nathan Zuckerman (sobre todo en su fase más «desencadenada»)—. Roth es también el cantor del sexo, del Eros en cuanto agente del cambio y la disolución, en cuanto potencia vivificante, caótica y disruptiva; el cronista del deseo y de los estragos que genera incesantemente, en la eterna comedia de la vida, esta fuerza imparable y a menudo perturbadora, eje perpetuo de las transformaciones (baste, como ejemplo, señalar someramente la ya citada El mal de Portnoy, o El profesor del deseo, El teatro de Sabbath, El animal moribundo, etc.). A raíz de la prestigiosa y laureada «trilogía americana» (Pastoral americana, Me casé con un comunista y La mancha humana), sin olvidar La conjura contra América —novela de «historia alternativa», que Saul Bellow adoraba, y que jugaba al «¿Y si?» presentando unos Estados Unidos presididos por el antisemita Lindbergh—, Roth se revela como un autor que sabe acercarse con lucidez y sabiduría a las heridas y los traumas de la sociedad estadounidense en diversos momentos de su historia reciente, plantear
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preguntas afiladas, hurgar en los claroscuros de la arcadia americana y excretar en ella. Todo ello es cierto, irrebatible: lo judío, el erotismo, la panorámica sociohistórica son ingredientes idiosincrásicos que se conjugan en el sustancioso caldo de lo rothiano. Pero no es menos cierto que desde la publicación de Patrimonio en 1991, Roth presta de manera evidente una mayor atención a cuestiones como la vejez, la enfermedad y la muerte, y que estos elementos, además de añadirse inextricablemente a los anteriores, mostrarán una paulatina y obsesiva centralidad, se redimensionarán y ganarán mayor peso en su narrativa. Una serie de personajes senescentes y solitarios, abocados a la desolación, comienza a poblar sus textos posteriores —algo que no debería resultar tan sorprendente, pues, al fin y al cabo, el propio Roth va cumpliendo años; sus creaciones lo acompañan—. El cuerpo, antaño una plétora que nos anclaba al mundo, será ahora el enclave de la ruina y el martirio, el fragilizado campo de batalla donde todos habrán de enfrentarse a la inabarcable derrota final. A partir de Patrimonio, la alargada sombra del Tiempo (y las dolorosas dentelladas que este les propina a la carne y al espíritu) se proyecta incesante, casi ominosamente, sobre gran parte de sus siguientes trabajos. Patrimonio, que debe situarse con toda justicia entre lo más granado del autor (y que inaugura por todo lo alto la que será considerada la «década prodigiosa» del novelista, los noventa, llena de cantidad y calidad), es un texto memorable y desgarrador dedicado a la memoria de Herman Roth, el padre del escritor, fallecido a raíz de un tumor cerebral: un emotivo retrato de la lucha de un hombre obcecado, otrora vigoroso, que se
ve obligado a afrontar los envites de la vejez y la enfermedad, la postración en la que se ve confinado. Por su dolorosa intensidad —uno de esos escasos momentos en los que la literatura duele tanto, se acerca tanto a la raíz herida de la vida y presenta una textura moral tan poderosa que se confunde con la propia vida— Patrimonio debe ponerse al lado de obras como El padre de Sharon Olds o No he salido de mi noche de Annie Ernaux. Ante la disolución, ante el trabajo de la devastación, la máxima que cierra el libro: «No hay que olvidar nada». «No existe nada que mantenga su promesa», afirma el protagonista de El teatro de Sabbath, Mickey
Sabbath, ese Zorba judío, ese héroe dionisíaco, ese sátiro vitalista, el libertino sexagenario, el connoisseur de la obscenidad que se agarra a la vida y a los placeres como buenamente puede mientras la noche tanática se cierne imparable. Que la novela sea por momentos hilarante, grotesca, a la vez que muestra su agónico compromiso con la vida, no nos hace olvidar en ningún momento que todo son humanísimas piruetas sobre el abismo. «La vejez no es una batalla; la vejez es una masacre», reza el ya célebre dictum de Elegía: por lo que el tiempo hace con uno mismo y con quienes lo rodean, por cómo se encarniza con todo. Elegía
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David Martín Copé. En la antesala de la nada.
hereda el tono sobrio y minimalista de Patrimonio —incluso lo intensifica (como ocurre con las novelas tardías de Roth, especialmente las que conforman la llamada tetralogía de «Las Némesis») para convertirla en una suerte de fábula fúnebre— y, recurriendo al anonimato más o menos alegórico de su protagonista, nos narra la épica más desgarradora y universal: vivir y morir, una tragedia tan común como inconcebible, pues la muerte, como afirmaba Jankélévitch, es algo natural y a la vez metaempírico. «Pensad en el año 4000. […] Pensad seriamente en el año 4000. Imaginadlo. En todas sus dimensiones, en todos sus aspectos. El año 4000. […] Eso es lo que se siente al cumplir los setenta años», dice Nathan Zuckerman en Sale el espectro, la última obra protagonizada por el más célebre alter ego novelesco de Roth. Llegar a los setenta es habitar lo inimaginable, haber desembarcado en el gélido y remoto país de la vejez: la catástrofe consumada. En las novelas de la «trilogía americana», Zuckerman había dado un paso al lado para convertirse en el narrador (y personaje secundario) de las mismas. En ellas, aparecía como una suerte de ermitaño que ha renunciado al mundo y sus fragores. Su regreso a primera línea en Sale el espectro sólo será para aportar desencanto. «No obstante, ¿qué haces si tienes sesenta y dos años y crees que nunca podrás aspirar de nuevo a algo tan perfecto? ¿Qué haces si tienes sesenta y dos años y el impulso de apropiarte de lo que aún puede ser tuyo es irresistible? ¿Qué haces si tienes sesenta y dos años y te das cuenta de que todos esos órganos invisibles hasta ahora (riñones, pulmones, arterias, cerebro, intestinos, próstata, corazón) están a punto de empezar a hacerse penosamente evidentes, mientras que el órgano más sobresaliente durante toda tu vida está condenado a reducirse hasta la insignificancia?», pregunta un David Kepesh de setenta años al rememorar el pasio-
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nal affaire que tuvo a los sesenta y dos con Consuelo Castillo (Consuela, en el texto original, un evidente error por parte de Roth), una joven de origen cubano que acabaría muriendo debido a un cáncer de pecho. El sexo se convierte, para la gran mayoría de los afligidos ancianos rothianos, en una suerte de contrapeso, de momentánea y redentora fuga vitalista ante la cada vez más hostigante presencia de la muerte. Como le ocurre al protagonista de La humillación, Simon Axler, reputado actor que, a sus sesenta y cinco años, atraviesa una crisis artística —un tipo de muerte y de decadencia que anticipa la otra—. «He perdido la magia», confiesa Axler al principio de la novela, que es la historia del desmoronamiento más absoluto: la destructiva relación sin futuro alguno con una lesbiana casi cuarenta años más joven que él (aquí Roth riza demasiado el rizo) será la excusa perfecta para suicidarse. Humillación era justamente la palabra que Philip Roth utilizaba en Patrimonio al referirse a la situación de su padre: «Lo que hizo fue recurrir a la amalgama de desconfianza y resignación con que había aprendido a afrontar la humillación de la vejez». Todos estos personajes «postreros» aparecen ya en una suerte de angustiosa antesala de la nada, son espectros en las tierras del ocaso. El caos y la impermanencia dominan nuestras vidas, parece querer decir Roth, y uno nunca estará preparado (por más ilusiones de control, o de evasión, con que uno se pertreche) para el inevitable final.
David Martín Copé
(Cerdanyola
del
Vallès, Barcelona,
1978) es licenciado en Filología Hispánica y Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Fue editor en Alfabia hasta 2013 y es editor de Sexto Piso desde 2013.
L a vi d a b r e v e
Los turistas Daniel Jándula
Si es posible, siempre evito abrir la puerta cuando llaman. No creo que la gente deje de llamar por ello, pero es una estrategia principalmente pensada para evitarme disgustos. La variedad de personas que acude a mi casa es amplia, y todas son para demandar algo: un cambio en la línea telefónica, un rato de atención para conocer el plan de salvación de mi alma, el mes y medio de alquiler que debo, un donativo para los refugiados, un vistazo al tomo R de una fabulosa enciclopedia, mi firma para aprobar reparaciones en la azotea, la elección de un libro entre las muestras de un catálogo que arrojé a la papelera el mes pasado, mi opinión sobre las últimas elecciones generales o ayuda para levantar a una anciana que se ha caído mientras limpiaba para la llegada de la señora de la limpieza. Todas son personas de paso, a menudo olvido sus caras apenas cierro la puerta y con ella la conversación; incluso cuando en algunos casos la visita es puntual y puedo adivinar por la fecha de quién puede tratarse. La interacción con ellas es automática, de escaso o nulo interés para mí. Solicitan cosas concretas, lo que es de agradecer; pero son relaciones humanas simples, y ninguna de sus preocupaciones me estimula, ni intelectualmente ni de ninguna otra forma. Debo transmitir la sensación de que sus vidas me importan. Escucho sin interrumpir, me disculpo con una gama de excusas que en su día preparé para ello y al despedirme dispongo de varias fórmulas que inspiran amabilidad. Estoy convencido de que piensan que soy un hombre civilizado, que es una suerte encontrarse con personas así de serenas y atentas. Que a pesar de que no se han llevado nada, al menos han tenido una charla agradable. Tengo un único oído sano y la vista borrosa, pero en ambos sentidos mi agudeza es sorprendente. Así, he conseguido identificar por medio de ellos a la mayoría de personas, o de peticiones, que pasan por mi casa. Cuando la conversación ronda sobre materia económica, se percibe la timidez, y conviene no dar señales de vida para evitar un segundo o hasta un tercer intento. Si la cuestión es administrativa, el golpe en la puerta es corto y seco, dando a entender con ello que por el momento no es urgente. La gente problemática es insistente, y al prestar atención a cómo replica su llamada en las puertas de los vecinos se detecta cierto aspecto ritual, más cercano a una invocación que al simple establecimiento comunicativo. Una combinación de golpe corto con un ritmo de súplica, y un compás de espera de 2/4 apunta a petición de ayuda de un vecino; en mi caso del piso superior o inferior, dado que el inquilino de enfrente es casi un fantasma, y en consecuencia casi perfecto. Además, hace un mes desactivé el timbre, por lo que ya es obligatorio tocar en la puerta, y esto me proporciona una pista adicional: si quien está al otro lado intenta accionar el interruptor, es un buen candidato a nuevo visitante. Sin embargo, el método no es infalible, porque hay quien día tras día, semana tras semana, utiliza primero el interruptor por
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Daniel Jándula. Los turistas
si acaso. Entonces tengo que afinar mi oído para este otro lenguaje, de código distinto al de la madera. Hace unos días, a las siete de la tarde, estaba apilando cajas en la entrada cuando escuché unos golpes en la puerta. Una reciente ruptura sentimental me llevó a la fortuita decisión de mudarme, y hacerlo en el menor tiempo posible, lo que ha ralentizado mi capacidad de reacción. Paré de colocar cajas y me puse a analizar el nuevo estilo de golpeo: eran unos suaves toques (entre cuatro y seis) con un compás de 3/4 entre cada bloque, con un crescendo hacia el final, dejando los nudillos apoyados en la puerta antes de emprender el siguiente conjunto, con un anillo apuntalando la llamada. No había rastro del ruego de quien acude a pedir. El autor tenía una gran paciencia, y ahí residía su peligro. Mi primera intención fue aguardar y no hacer ruido. Ir sigilosamente al mirador y comprobar quién estaba perturbando mi mudanza. Pero cometí un error: había dejado la bombilla del descansillo encendida. Desde el otro lado, con una rápida mirada al suelo, era fácil dar con un rayo de luz delator. Si me movía, mi sombra evidenciaría que había alguien allí y no quería, o no se atrevía, a contestar a la llamada. Sólo podía abrir y comprobar quién era. A estas alturas, creo que ha quedado claro que, si bien me oriento con seguridad en estas situaciones, soy incapaz de disimular que no me encuentro en casa. Este cruce entre desenvoltura y vergüenza es un rasgo típico de mi personalidad, como precisamente estaba a punto de demostrar. Comenzaron a llamar más fuerte, como lo haría una presencia molesta en una sesión de espiritismo. Abrí esperando encontrar al otro lado una figura alta y sombría anunciando el fin de mi estancia en este mundo, un brazo huesudo indicando que tendría que hacerle compañía al valle de los huesos secos. Pero en lugar de eso me topé con una pareja de tímidos turistas. —Seguro que ya está harto de que llamen a su puerta, ¿verdad? Saqué medio cuerpo y miré alrededor. —¿Perdón? —Fue aquí, ¿a que sí? Aquí estuvo viviendo entre 1998 y 2001. —La verdad es que llevo tres años viviendo aquí… ¿quiénes son ustedes? —Sólo unos admiradores. No se atrevían a preguntar si podían entrar un rato. Me hice a un lado y les dejé pasar. Quería poder verlos mejor bajo la potente bombilla de la entrada. Me enseñaron la portada del disco del músico que vivió bajo mi techo la misma cantidad de tiempo que yo, y yo sin saberlo. —Gracias por dejarnos pasar, es un detalle. —Qué interesante es su ciudad, justo aquí al lado están también realizando visitas de estudios de arquitectos.
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—Sí, esta calle es conocida por la cantidad de creadores y famosos que viven aquí. —Increíble. Por supuesto, me lo inventé sobre la marcha. Era una pareja joven, algo descompensada en apariencia física. Ella era alta, con el pelo lacio y negro azabache, con pestañas larguísimas; miraba al suelo y sonreía con los hombros y con movimientos de cabeza muy japoneses. Él era fuerte y guapo, pero al ser un palmo más bajo y caminar tan recto su presencia pasaba desapercibida muy pronto. Entre ambos sumaban tres colores: blanco, añil y gris. Eran los accesorios de turista lo que los delataba: cámara al hombro ella, libreta y mapa él (aunque plegado, destacaba la condición de mapa). De no ser por eso, hubieran pasado por compañeros de trabajo en una feria de turismo (esta ciudad está llena de ellas), o por azafatos como los que organizan los viajes en autobús. Pero qué importaba, eran personas que siempre estarían situadas a un lado o al otro de esa costumbre llamada «fin de semana en otra ciudad». Eran muy simpáticos, pero no me traían buen recuerdo porque fue precisamente un viaje de este tipo el que marcó la separación de mi novia. Así que los veía con una extraña mezcla de nostalgia y rencor, y eso sin conocerlos de nada. A mí me enseñaron que hay que ser hospitalario, de modo que les ofrecí asiento en mi salón y algo de beber. Como ya me había quitado los muebles de encima, salvo una mesa, un cuadro, el televisor y poco más, utilizaron unas cajas cerradas a modo de silla. Tenía previsto trasladar a esa habitación un colchón. Allí pasaría los últimos días antes de desocupar totalmente el piso. Estaban algo cortados, incluso después del entusiasmo del inicio. Se miraban a los ojos y sonreían. Me dieron envidia. Parecía una de esas parejas en las que sus miembros se comportan como buenos amigos, más que como amantes. Ni siquiera llegamos a ese punto cuando mi novia y yo nos tomamos nuestro descanso sin fin. Se conformaron con los vasos de agua tibia del grifo que les acerqué. Me disculpé por el desorden. Era verdad que no quería incomodarles con tantas cajas y objetos desperdigados por ahí; no es apropiado rodear a un desconocido de cosas que no estén en su sitio. —Entonces, ustedes dos —dije— han venido hasta aquí sólo para ver mi piso. Traté de ser cordial, pero algo en mi tono les hizo abrir los ojos como discos. Su acento era de Centroamérica, pero no sabía localizar exactamente el origen. Él tenía rasgos criollos. —No pasa nada. Yo también vendría a mi piso. —Nos gusta su calle… y la ciudad. Es muy bonita. Nos dijeron que en verano el calor era insoportable… —Que era muy seco, y que había demasiado turista. —Puede ser agobiante, sí, pero supongo que todo depende de la disposición con la que vaya… En un plan como el suyo, yendo a ver aquello que poca gente conoce, incluyendo a quienes vivimos aquí, seguro que sacarán algo positivo.
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Con estas frases es como uno gana amigos para toda la vida. Se relajaron, les dejé hacer todas las fotos que quisieran y recorrer la casa a su antojo. Hice palomitas con extra de sal y descorché para ellos una botella de vino blanco. Hacían la mitad del viaje a través de un crucero y la otra mitad de sus vacaciones irían caminando, sin planearlo demasiado. Les pregunté por el músico que vivió aquí. Me contaron que esta casa (hacía poco que el tipo había muerto, así que su información procedía de la prensa especializada) fue una especie de refugio creativo y emocional para él; de hecho, fue el último buen período de su vida, dado que se mató de un disparo en el corazón, afortunadamente en París, donde están más que acostumbrados a que los artistas se salgan del tiesto. No podía apetecerme menos la perspectiva de haber compartido piso con el fantasma de un decadente y previsible músico aficionado a las crisis de ansiedad. Estaban convencidos de que este reformado edificio de la posguerra civil tenía cierta característica, quizá en la orientación, o tal vez en la profusión de adornos de hierro de la fachada, que impulsaba a los genios a encontrar una paz que les ayudaba a seguir creando. Yo no quise contradecirles, no me gusta entrar sin permiso en las ilusiones y los tópicos que hacen felices a los demás y derribárselos por muy incautos que sean. No tolero esa falta de piedad. En cambio, les invité a cenar. Pedí sushi y arrimamos unas cajas a la mesa del salón. Revolví entre las cajas y, sin sacar el equipo, logré enchufarlo y poner el disco. Yo esperé a escuchar una voz castigada, o anhelante de castigo. Pero era instrumental. Los turistas cerraban los ojos en momentos concretos en que la música cambiaba de textura. Por sus gestos descubrí cuáles eran las partes que tenían un significado importante. También las que formaban parte de un paisaje cotidiano, como cuando aprovechaban para levantarse para ir al baño o decir unas palabras. Me recordaron a Lidia y a mí en mejores tiempos. Yo no conseguía interesarme por la música. A la tercera o cuarta pista del CD dejé de escuchar. No cabía duda de que los músicos eran buenos, que ponían empeño en encontrar algo detrás de las melodías y de los cambios imprevistos de ritmo. Se notaba el esfuerzo por llenar las canciones de sustancia, y su base rítmica estaba muy compenetrada. Pero los turistas merecían mayor atención, su voluntad era más fuerte que la de nuestro raro hilo musical. Me embargaba la duda de si mi dificultad para entender la música moderna, especialmente el rock instrumental (el disco empezaba a ponerse repetitivo, o progresivo, según dijeron los turistas), se debía a mi falta de oído. El caso es que tampoco lograba ver en ellos nada especial. No detectaba eso que mueve a otros a leer o escribir artículos, coleccionar recopilatorios y buscar rarezas, compartir las canciones sin pudor o escrúpulo alguno, rebuscar objetos relacionados, asistir a los mismos conciertos una y otra vez (más con el deseo de poder decir que los han visto en
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vivo que por someterse a la habitualmente frustrante constatación de que son seres humanos), o pasar por los lugares que esos músicos han recorrido como si de santuarios se tratasen. Por esto mismo no puedo evitar sentir una pizca de orgullo al padecer de amnesia selectiva con la música posterior a la década de los cincuenta del siglo XX. Hay en la llamada música popular un componente social, una aceptación tan patente (casi ineludible) que me trastorna. Supe por los turistas que existe en la ciudad un museo dedicado al rock. Me dijeron que un periodista radiofónico había pasado años buscando una salida viable a su colección particular (que contenía desde ediciones extranjeras y entradas de conciertos míticos hasta un curioso muestrario de retales y fragmentos de piel de varias leyendas), y al final había decidido montar un espacio con una colección permanente y una sala temporal. Tampoco conocía la dirección que me facilitaron, pero en las ciudades grandes no suele sorprender que sus habitantes salgan poco de los entornos en los que están más seguros. Se hizo de noche y yo no podía contener mis bostezos. Esperamos a que el disco terminara con un estruendo final, la grabación de una tormenta desértica (eso afirmaba el libreto que estudié con detenimiento), y con un lamento del músico que vivió en mi piso como único registro de su voz, mucho más aguda de lo que esperaba por los detalles sobre su tren de vida que los turistas tuvieron a bien explicarme. En algún lugar del mundo, alguien que no está rodando un documental sobre él, y luego dejará de filmar. Eran personas verdaderamente encantadoras. Me ayudaron a recoger los restos del sushi a domicilio y me dejaron su dirección electrónica, con la promesa de mantener el contacto. Habían visto muy poco de la ciudad, pero el rato en mi casa les había proporcionado el que sin duda sería el recuerdo más increíble de su paso por Nedham. Les acompañé a la puerta. Nos deseamos buenas noches, y en sus ojos era verdad que me deseaban una buena mudanza. Por cierto, cuando precinté de nuevo la caja donde tenía el equipo de música, su CD seguía girando en silencio. Hasta que no bajaron en el ascensor estuve dudando seriamente si acaso debía decirles que no nos encontrábamos en Nedham. El caso es que se les veía tan entusiasmados, tan satisfechos. Quién demonios era yo para estropearles el viaje con un detalle tan vulgar.
Daniel Jándula (Málaga, 1980) tiene formación en artes escénicas y teología. Colabora en radio (El Prat Ràdio) y en prensa escrita (Viaje a Ítaca), como divulgador cultural. Recientemente ha publicado la novela Tener una vida (Candaya), protagonizada por el mismo narrador del cuento reproducido aquí. Su web es danieljandula.es
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Los pescadores de perlas
Microrrelatos inéditos de
Manuel Rebollar Barro Manuel Rebollar Barro es ecijano (Sevilla, España), acuario, varón, caucásico, monocéfalo, bípedo… y de ninguna de las cosas se siente orgulloso porque no ha tenido nada que ver en ello. Por otro lado, sí es responsable de buscar su voz, una voz que nos pertenece a todos y que sólo pretende contar lo que ya sabemos como si no lo supiéramos. Cuando uno dice «te quiero» no es especial por lo que dice, sino por lo que trasmite cuando lo dice, esa capacidad para canalizar el sentimiento y que se diga como si no se hubiera dicho nunca ni se volviera a decir jamás. Algo así busca con su primer libro La vida sin Murphy (Enkuadres, 2017). Claro está, también colecciona bostezos.
El aficionado El tenista se toma su tiempo antes de sacar en el juego decisivo. Sabe que va a ganar y eso no le calma. Toda la vida entrenando, luchando por mantenerse en forma, viajando de manera continua por todo el planeta para ser el mejor del circuito, y es ahora cuando ha comprendido que ninguna de esas es la causa de sus éxitos. Le cuesta asimilarlo, pero es que el responsable de todo es su aficionado, el suyo propio, el que vino hace algunos meses para contarle cómo era él quien, con su pasión desde el salón de su casa viendo los partidos, derrotaba a sus rivales. En ese momento no le creyó, pero ahora nota que está al otro lado de la pantalla del televisor animándole de manera feroz y concentrada, y que esa será la causa de su victoria. Y es duro aceptarlo, qué demonios, asumir que la energía empleada en mirar una pantalla es más decisiva que la técnica pulida del tenista para ganar un torneo. Así que, en un momento de dignidad, decide no sacar, que le penalicen dos o tres veces y perder, para demostrarle a su aficionado que él, y sólo él, sigue rigiendo su vida. Satisfecho por la decisión tomada, deja de botar la pelota mientras cierra los ojos. Y esto le impide ver cómo su rival se acerca, cojeando, al juez de silla para abandonar el partido. Es bueno, sin duda, su aficionado es muy bueno.
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La resaca El muchacho no recuerda nada de lo que pasó ayer. No sabe qué responder cuando sus padres le preguntan por ello. Le duele mucho la cabeza, eso sí. Sabe que había quedado con sus compañeros de clase, que entraron en una sala grande y que todos, a la vez, empezaron a hacer lo mismo de manera compulsiva. Hoy, un día después, tras vomitar todo lo estudiado, la ignorancia y el olvido, a pesar de su más que probable buena nota, estarán de nuevo en su memoria.
El reloj Lleva un rato concentrado, absorto, y ya sabe que, después de un tic, viene un tac. Pero no quiere precipitarse. Todavía no. Conocedor de que la clave del método científico está en la constancia y en la observación, no puede permitirse el lujo de relajarse ni un solo instante. ¿Qué sucedería si después de un tic, uno cualquiera de los muchos que están por venir, no viniera un tac? ¿Qué sucedería, por ejemplo, si viniera otro tic o, lo que sería más grave, un tuc y que no hubiera nadie para anotarlo? Él tiene que estar ahí, esta vez sí, pendiente, para que la vida, como su matrimonio, no se detenga.
The dream El insomne lleva muchísimas ovejas contadas y sigue sin sueño. Boca arriba y con los ojos bien abiertos, se ha dado cuenta de que nunca había llegado tan lejos. No caben más en su cercado. ¿Qué puede hacer ahora con todas esas ovejas despertadas, hacinadas y desaprovechadas? Nada, no se le ocurre nada. Sólo sabe que tiene sueño y que no se puede dormir. Y las ovejas se están enfadando. Vaya que sí. Y empiezan a balar, un balido que, lentamente, se extiende por los recovecos de los ronquidos. Y el insomne las chista para organizarlas, «chss, chss», pero ellas piensan que, como en otras ocasiones, se está desinflando. Y no quieren callar, no, se han hartado de ser las ovejas negras. Y balan más fuerte, y su balido se convierte en un aullido tan intenso que el cercado se rompe y salen dispuestas a hacerse oír en el mundo. Y un insomne Martin Luther King lo entiende; y ahora ya no quiere dormir ni soñar: hay pasto para todos.
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El castillo de Barba Azul
Poema inédito de
Berta García Faet Poema sobre una novela a ver, pues son personajes normales, como yo. algunos sienten como inevitable la inevitable soledad y luchan contra la inevitable soledad y, en el fondo de sí mismos (puesto que son, ante todo, pozos turquesas), siguen rebelándose contra la inevitable soledad y se enamoran y se lo creen pie con pie moflete con moflete sol naranja con sol naranja y a veces no, sin zapatos, porque (a nadie se le escapa) saben bastante de ciencia (y de pozos) debajo de la mesa, mira, tengo una paloma en el hombro derecho mirando esto por encima. algunos saben bastante que lo de arriba, pero también lo de abajo y lo que viene y la paloma, que es una flor con pico y con ciudad, caen o se caen (con chirridos) en los pozos de un traspié petitio principii (asimismo, y qué no) en general, en China. algunos se enamoran, se desenamoran y listo, sin trauma o cólico. algunos se enamoran, se desenamoran y no pueden soportarlo (estos son los personajes que se ponen más insoportables). algunos surfean de tautología en tautología, de self-evident flor en self-evident flor y con un piquito de oro y con un pan de oro a modo de joroba, en tanto que algunos son olas en rama y ansían conocerse a sí mismos (como la canela, y sus matices) en plena tendencia espumosa en plena canícula (lo cual a mí particularmente me hace gracia, porque parecen monos). algunos no quieren utilizar metáforas militares, sin embargo qué, cuándo o aquí, se le va a hacer. algunos no tienen estudios (son, por ejemplo, dependientes en una pescadería) y no pueden soportarlo (yo no sé por qué o sí), algunos son talentosos (tocan música, escriben, son psiquiatras o boxeadores o promotores comerciales o sacerdotes o no, tocan muertos) insoportables, algunos son demasiado ricos, algunos sienten lástima de sus propios padres, algunos están enamorados de sus propios padres, algunos sienten cosas como mínimo raras y, desde luego y desde ayer, ambivalentes, por sus propios padres o son ellos, algunos maltratan muebles aunque quisieran maltratar personas (conocidas). algunos no tienen padres aunque sí tienen dos o tres hijos quizás adoptados quizás simpáticamente weirdos (sin pena) quizás guapos lo que se dice guapos no sino más bien..., algunos tienen remordimientos por cosas absurdas y raras (la tristeza de un gato, el cual siempre araña y siempre arañará coquetamente las hilachas de una canción, o sus riffs), algunos tienen remordimientos por cosas ambivalentes (un divorcio) y los atesoran en su socializada ala de histérico/alusivo
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vuelo, algunos tienen remordimientos por cosas absurdas y raras y poco razonables (crímenes prescritos, enajenación mental, desenamoramiento), algunos son siempre las víctimas. algunos, de la épica, cogen los momentos de lágrimas y, de la lírica, cogen los momentos de paisaje turbulento que, como venados, transcurren, de hecho, en paisajes secuenciales (a saber, pasan) con un curioso pelaje sonrojado, hecho (a fuego lento) mientras, cómo no, la luna se cae y se levanta como una campeona. algunos de los libros, de los libros, cogen la comida y, de los navíos, cogen la sensación (quizás falsa) de dirección y de viento en la cara, quizás de periplo en periplo a la cabeza de una palanca que es como el cuello sexistamente estrangulado de una sirena (adherida a la proa). algunos se sienten gordos aunque dicen sentirse flacos (a saber, mujeres), algunos creen en la democracia, jeje, algunos quieren creer pero no creen en la democracia sino, en todo caso, en la botánica, jeje, algunos no se engañan a sí mismos y saben que, en determinadas circunstancias, podrían matar a alguien (a sus propios padres), jeje, algunos tienen arrebatos místicos cuando se asoman al balcón por la noche (con sus hijos o con el espíritu de sus hipotéticos hijos). algunos fantasean con tirarse por el balcón por la noche, veeeeenga, algunos pegaron alguna vez a un niño, veeeeenga, algunos se masturban pensando en gente que está muerta, veeeeenga, y qué más, algunos se masturban con objetos pintorescos como cortinas y diccionarios y botellas de aguarrás y ramos de flores, por otro lado, self-conscious, quizás, aleluya, con una paloma, tengo personajes de variadas fisonomías y motivaciones. algunos, si acaso una o dos veces llegaron a ser lo que se proponían (a saber, pozos turquesas) otros, llegaron a ser aún la polea por la que se subía el cubo y la polea amable por la que educadamente bajaba el cubo repleto de líquidos vacíos (como significantes volcados en la ascensión). algunos sostienen a sus familias y, como se ha dicho, ante todo, sostienen que, tres o cuatro años después, los cubos (plurales rápidamente) se subían por una pared de lo más bien, y rebosaban de perfume (en lo que atañe al perfume, mi consulta es cuál, y el perfume de la pregunta se desnivelaba en un cubo que, a su vez, dos veces, se vertía en un pozo singularísimo donde, a ver, algunos personajes todavía hoy se sienten esbozados aunque todos sabemos que son salados). algunos son homosexuales o huelen bien o huelen mal (lo cual a mí particularmente me convence). algunos no se masturban, algunos opinan que no hay nada absurdo o raro o poco razonable en el hecho de mirar las estrellas por la noche apoyados en el quicio de dichas estrellas mirando a las ventanas enfrente, y hablar con los dioses azules y con los amigos remotos y con los amores y desamores del violento futuro y con las negrísimas nubes, amigas, compañeras, confidentes, vaya por delante mi agradecimiento total y mi vapor, algunos son más irracionales, copón bendito, que un individuo o un trueno. algunos combinan bondad y psicopatía (estos son con los que más empatizo), presente, pasado, condicional, algunos sólo hablan eslovaco (y eso complica mucho el tema del correo), algunos quieren esto o lo otro o incluso aquello otro como si el dinero creciera en los árboles, algunos son demasiado pobres (y yo sufro), algunos hablan muy mal o muy regulín o un poco regulán en público y se obcecan en remojar sus tobillitos en los pozos turquesas que no son el espejo que esperabais.
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El castillo de Barba Azul
Berta García Faet. Poema inédito
algunos se miran en el espejo y sólo ven a un niño y a un niño al que pegó otro niño y a un niño que pegó a otro niño y a una madre (encaramada, como un arbolito de Navidad, a la idea de una mejilla otra o a la idea de una loba otra con tremendas garras y tremendo amor), algunos hablan la lengua definitiva o subyacente, quizás hablan fuego, principiante, avanzado, es igual, igualito, a un pariente. algunos besaron a un perro en la boca, algunos besaron a un perro en la lengua (parecida a la mía) tal, algunos se hicieron una pulserita chic con dientecitos de perritos chiquititos y de diminutivotes, jiji, algunos añoran cosas que no existen (unicornios, comunismo, pureza), jiji, algunos sueltan bromas como libres y coritas palomas (parecidas a la mía), nadie las compra, jiji, mis personajes no pierden su dignidad por mucho que a sus bromas baratas nadie las compra y nadie las comprará, en el fondo de su fracaso encontraron su dignidad sobresaliente, más hermosa que Afrodita, son feíllos, no son guapetones, son sensitivos, lo mejor es cuando al final resulta claro que algunos personajes son feíllos pero buenos/ probos (sin tontos zapatos) y ahí es cuando Platón se sulfura y se pone TODO LOCO y se caga en TODO, algunos (yo entre ellas) nos partimos la caja fenomenal por consiguiente. algunos tienen cáncer, algunos tienen sed y alguien los saciará regalándoles una hostia masticada para que no se hernien para que no panickeen para que..., he sido injusta. algunos me aman. algunos narran cómo el primer suceso desemboca en el segundo suceso y este en una nada, y esta nada en un tercer suceso y así en zigzag intercalando sucesos gramaticales y nadas pre-lingüísticas como haciendo gimnasia y una novela guapa lo que se dice guapa no sino más bien..., algunos leen poesía y no entienden ABSOLUTAMENTE NADA, recapitulando, mi página brilla en la oscuridad, mi oscuridad se desnuda y llega a ser una clámide sidonia (no una flor marítima, con anterioridad), mi clámide sidonia se ha mojado, porque chispeó, esto es cultura en general, pasión, mira mi paloma qué bonita, parece una persona, me taparé con ella, me cubriré las tímidas vergüenzas con ella, a ver, algunos están construidos tan inconsistentemente, tan que hacen aguas, que parecen personas como tú, como yo, en España y en la China.
Berta García Faet (Valencia, España, 1988) es autora de los libros Los salmos fosforitos (La Bella Varsovia, 2017), La edad de merecer (La Bella Varsovia, 2015), Fresa y herida (Premio Nacional de Poesía «Antonio González de Lama» 2010; Diputación de León, 2011), Introducción a todo (IV Premio de Poesía Joven «Pablo García Baena»; La Bella Varsovia, 2011), Night club para alumnas aplicadas (VII Premio Nacional de Poesía «Ciega de Manzanares»; Vitruvio, 2009) y Manojo de abominaciones (XVI Premio de Poesía «Ana de Valle»; Ayuntamiento de Avilés, 2008). La edad de merecer ha sido traducido al inglés, por Kelsi Vanada, con el título de The Eligible Age (Song Bridge Press, de próxima publicación, noviembre 2017). Vive en Providence (Estados Unidos), donde es doctoranda en Hispanic Studies en Brown University.
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Ein s t e in o n t h e B e a ch
¿Contra qué?
En busca de las coordenadas poéticas de Paul Celan Por Ramón Pérez Parejo El acto de lectura en Paul Celan Sucede un fenómeno singular entre los lectores de la obra de Paul Celan1 que asemeja ese acto de lectura al impacto que sobre los individuos producen los grandes eventos. Así, del mismo modo que recordamos nítidamente qué estábamos haciendo en determinadas fechas históricas que, por algún motivo, nos aturden (sea un atentado terrorista, un hito histórico o un movimiento sísmico), también todos los lectores de Celan recuerdan cómo accedieron a él y cuáles fueron las circunstancias precisas que los condujeron a sus versos. Quizá sea porque el encuentro con Celan supone para todos también una especie de movimiento sísmico dentro de la travesía histórica, peregrina y efímera como lectores sobre la faz de los libros. Este ensayo parte de las lecturas previas que sobre la obra de Celan hicieron A. Amorós en La palabra del silencio (1991), J. Derrida en Schibboleth. Para Paul Celan (2003) y, especialmente, G. Steiner en Lenguaje y silencio (2003). Esta mediación de la crítica, obviamente, condiciona la interpretación de la obra del autor rumano. Ahora bien, cuando oímos hablar de Paul Celan, o cuando leemos sobre él, a algunos lectores nos da la impresión de que las aristas de su obra son tan connotativas y plurisignificativas, su obra tan abierta e inestable, que la crítica literaria especula a veces en espacios etéreos cercanos al mito, probablemente por falta de asideros críticos concretos, de fuentes intertextuales en la historia de la literatura o, sencillamente, deslumbrada por la singularidad y brillantez de su obra. Así las cosas, 1. Celan, Paul. (1999). Obras completas, Madrid: Trotta, de donde se toman las citas.
el presente ensayo pretende trazar unas coordenadas, marcar una latitud y una longitud, como si se tratase, en fin, de localizar la ubicación de un barco extraviado en el globo terráqueo o, mejor, de localizar la botella que contiene un mensaje que es necesario descifrar y que desea comunicarnos algo. Valga esta metáfora, hilo conductor del presente estudio, con la que se rinde homenaje a una de las poéticas del autor contenida en el «Discurso con motivo de la concesión del Premio de Literatura de la ciudad libre hanseática de Bremen» de 1958: Puesto que es una manifestación del lenguaje y por tanto esencialmente dialógico, el poema puede ser una botella con mensaje lanzada con la confianza — ciertamente no siempre muy esperanzadora— de que pueda llegar a tierra en algún lugar y en algún momento, tal vez a la tierra del corazón. De igual forma, los poemas están de camino: rumbo hacia algo. ¿Hacia qué? Hacia algo abierto, ocupable, tal vez hacia un tú asequible, hacia una realidad asequible a la palabra (pág. 498).
Con ánimo de adentrarse en el terreno de lo concreto, y al margen de los aspectos biográficos (tan conocidos como tratados), para situar la obra de Celan ha de pensarse, al menos, en algunos ejes paradigmáticos o transversales (la crítica del lenguaje, el idioma alemán como elección, la escritura/memoria como vehículo artístico donde poder expresarse, todos ellos de carácter estructural y temático) y en otros sintagmáticos (la poética del silencio pasada, fundamentalmente, por el
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filtro de la tradición hebrea, obviamente de carácter estético; y el concepto filosófico de lo abierto, de carácter hermenéutico, que sigue una travesía filosófico-literaria desde Hölderlin, Rilke, Heidegger, Celan). Por motivos de espacio, me centraré sólo en dos de estos ejes, el de la preocupación metalingüística del autor y el de su vinculación estilística con la poética del silencio, y pasaré de puntillas por los demás. Reflexión metalingüística en Paul Celan Indudablemente, existe una reflexión metalingüística a lo largo de toda la obra de Celan. Esta preocupación tiene múltiples perfiles, pero todos responden a una crisis o crítica del lenguaje, entendida esta desde unos presupuestos ontológicos: qué son estas palabras, qué relación guardan con el mundo, qué significan, pueden acaso significar algo, qué se puede conocer con las palabras, quién es el autor. La crítica del lenguaje se puede abordar de forma positiva (o en términos de Lázaro Carreter, «arraigada») mediante una práctica metapoética; o bien puede abordarse de una forma negativa, mediante la poesía del silencio (parquedad, indecibilidad) o mediante procedimientos logofágicos, que pueden ser o no de carácter vanguardista. Estamos hablando de una crítica del lenguaje que, aunque presente a lo largo de la historia del pensamiento occidental (sofistas, Platón, la Torre de Babel, escolásticos, nominalistas, Kant, el Hölderlin elevado), cobra un notable protagonismo en una tradición que Celan conoce bien, la cual se inaugura con el comparativismo de Humboldt y la Viena de fin-de-siècle (Hofmannsthal, Musil, la filosofía del lenguaje de Wittgenstein, Freud, y después Adorno, Heidegger), y que continúa, a grandes rasgos, por algunos movimientos filosóficos y discursivos postestructuralistas coetáneos a Celan como la Deconstrucción de Jacques Derrida. El propio título Rejas de lenguaje (1959) de Paul Celan manifiesta, por un lado, la inevitabilidad del lenguaje y, por otro, las limitaciones de este para expresar el dolor, de manera que la mejor expresión del mundo tras la guerra serían expresiones perforadas, inacabadas, elípticas, los radicales neologismos, las rupturas secuenciales sintácticas, los anacolutos, así como las exclamaciones, las suspensiones, las aposiopesis, los balbuceos. Son numerosos los ejemplos. Así, el poema «Zu Beiden Handem» («A una y otra mano», pág. 158) de La rosa de nadie, contiene exclamaciones y una aposiopesis final: «Lo Mismo / Nos ha / Perdido, lo / Mismo / Nos ha / Olvidado, lo / Mismo / Nos ha –». En «Tubingen, Janner» («Tubin-
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ga, enero», pág. 162), del mismo libro, hay un elogio del balbuceo: «Si viniera, / Si viniera un hombre, / Si viniera un hombre al mundo, hoy, con / la barba de luz de / los patriarcas; debería / si hablara de este / Tiempo, / debería / sólo balbucir y balbucir, / Siempre-, siempre-, / Asíasí / (“Pallakksch, Pallakksch”)». En suma, Celan rechaza todo lo que es el lenguaje racional, secuenciado y ordenado, un lenguaje racional que ha sido capaz de construir bajo su paraguas el monstruo del nazismo, de la guerra y del holocausto de su familia y de su pueblo. El poeta parece someter el lenguaje a un nuevo exterminio, lo fractura, lo astilla y lo disemina, cuando no lo critica abiertamente y se autosugiere dejar de escribir, como en «Engführung» («Angostura»; pág. 144): «No leas más: ¡mira! / No mires más: ¡Anda!»; o bien realiza una invocación al silencio como solución: «Estar, en la sombra / del estigma en el aire. // Estar para nadie y para nada. / Desconocido, / solo / para ti. // Con todo lo que allí tiene lugar, / también sin / lenguaje» (Stehen, im Schatten). El sentido hay que buscarlo en esa fragmentación; el sentido es esa fragmentación. Los versos de Celan serían, como defiende Szondi en Poesies et poetiques de la modernité (1981), manifestaciones de las nuevas poéticas de la modernidad.
Naturalmente, relacionado con el problema del lenguaje está el problema de la lengua, es decir, del sistema concreto de signos que usar, fenómeno este que no depende de la especie, sino de determinada colectividad, pueblo o nación. Y he aquí uno de los conflictos y tensiones en la obra de Celan que han hecho correr más ríos de tinta, y es que, como se sabe, el alemán fue la lengua materna del autor pero también la lengua de los asesinos de su familia. Sin embargo, como documenta Carlos Ortega en su introducción a las obras completas del autor rumano, Celan afirma que «Uno no puede expresar la verdad más que en su lengua materna; en una lengua extranjera, el poeta miente». Esta elección, que constituye una ruptura interior, implica también una ruptura lingüística a varios niveles, una especie de socavamiento del lenguaje, una sistemática destrucción hacia una especie de punto cero, en términos de José Ángel Valente. Así lo explica Hugo Echagüe en «Una aproximación a la lírica de Paul Celan»: El poema de Celan se alza en el corazón de la más grande experiencia de aniquilación de nuestra historia cercana: ¿por qué no habría de vacilar allí el discurso, todo discurso, el lenguaje mismo? […] Su
lírica se alza en la desolación de la guerra y nada ha quedado utilizable, todo ha sido corrompido, arrancado, asesinado, también el lenguaje; hay que reinventarlo de nuevo, hay que minarlo, traicionarlo, tenderle trampas, volverlo estrecho, mínimo.
Esto supone un caso de exilio de su propio idioma, de extraterritorialidad, que se traduce formalmente en un astillamiento del lenguaje como reflejo también de la fractura interior, como puede verse, por ejemplo, en «Rauscht der bruñen» («Murmura la fuente»; pág. 169): «Vosotras, palabras mías, contra-,/ hechas conmigo». De ahí también los balbuceos a la manera del Hölderlin de la locura analizado por Heidegger (único referente quizá de la escritura de Celan en este sentido), la ruptura de las palabras en el verso, los neologismos e inusitados compuestos, las palabras en otros idiomas, etc. A este respecto, Derrida, en el citado estudio que dedica a Paul Celan, afirma: Multiplicidad y migración de lenguas, sin duda, y en la lengua misma, Babel en una sola lengua. Shibboleth marca la multiplicidad en la lengua, la diferencia insignificante como condición del sentido. Pero al mismo tiempo la insignificancia de la lengua, del cuerpo propiamente lingüístico.
Para concluir con los paradigmas transversales que hemos trazado, es necesario aludir a la concepción de la escritura como memoria hostigadora, tema axial de Amapola y memoria, pero presente en toda su obra. Pocos poetas lo han sintetizado como Pere Gimferrer en el primer verso de «Una sola nota musical para Hólderlin», de Arde el mar: «Si pierdo la memoria, qué pureza». Sin embargo, para Celan es imposible y, además, inaceptable. Se sabe que la memoria contiene el principio de la metamorfosis porque es, ante todo, una representación, pero, para Celan, el hecho de recordar no es voluntario, de modo que asaltan recuerdos que no se quieren rememorar. Amparo Amorós cita el poema «In der Flüssen nördlich der Zukunft» («En los ríos al norte del futuro») de Paul Celan, donde se rechaza una memoria hostigadora y angustiosa que le asalta continuamente haciéndole recordar sus trágicas vivencias de la Segunda Guerra Mundial. La memoria se convierte entonces, metafóricamente, en una enredadera que, aunque se intente podar continuamente, acaba por adueñarse de las tapias del pensamiento. Si fue difícil vivir, también lo es el castigo de tener que revivir la Homenaje a Paul Celan, de Alexander Polzin. Fotografía: Guilhem Vellut
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experiencia poéticamente a través de la escritura. Esta es la idea de Paul Celan que después sintetizaría con maestría uno de sus mejores lectores en España, José Ángel Valente, en No amanece el cantor: «Fácil es vivir, arduo sobrevivir a lo vivido». La cuestión sería similar a lo que propone Samuel Beckett en Detritus: «La expresión de que no hay nada que expresar, nada con que expresarlo, nada desde lo que expresarlo, no poder expresarlo, no querer expresarlo, junto con la obligación de expresarlo».
Treblinka, Dachau. Esos lugares no tienen nombre, son no-lugares porque lo son de muerte, de aniquilación; existe también un silencio por reducción al absurdo; pero también hay un silencio que, desde la nada, puede ser la puerta de salida hacia el nuevo arte y el nuevo mundo, porque debe ser entendido como el lenguaje de los olvidados. Se sabe, en fin, que la obra de Celan es una ilustración de la cortedad del decir, de la insuficiencia o las limitaciones de la palabra para expresar el horror y el interior del sujeto. Todo ello puede proyectarse de forma positiva, mediante una práctica metaliteraria, o de forma negativa, mediante la disolución, la reticencia, la fractura y, en definitiva, el adelgazamiento y enmudecimiento de esa palabra misma que se hunde en el silencio. En este sentido, los procedimientos retóricos del silencio no emergen como elección estética gratuita y mucho menos como juego vanguardista, sino como expresión de la crisis del lenguaje. Steiner viene a reforzar esta idea emparentando las obras de Hölderlin, Mallarmé y Celan:
La poética del silencio en Paul Celan Acudiendo ya a los ejes estilísticos de la poesía de Paul Celan, es necesario relacionar su obra con la llamada poética del silencio. Pero el silencio no es uno, ni único, sino que se puede callar de muchas formas (mística, existencial, reflexiva, logofágica, etc.), igual que se puede decir de tantas otras. Y además, puede ser desarrollado en distintas épocas y en distintas artes. En Lenguaje y silencio, Steiner distingue tres tradiciones silenciarias: la de la luz (Dante), la de la música (Píndaro, Ovidio, Rilke, CocEl hermetismo que se desarrolla de Mateau, Valéry, Gide) y la del propio silenllarmé a Celan no es la rebelión más vital cio, en la que cita a Hölderlin (la locura), de que tengan noticias las letras moderRimbaud (el abandono), Wittgenstein (la nas. [...] Paralizado por el vacío de las epistemología), Webern y Cage con su palabras, por el hiato que hay entre la libro Silence (la estética), Beckett (la poépercepción individual y las heladas getica del absurdo), Ionesco (la impotencia neralidades del habla, el escritor cae en del lenguaje), Hofmannsthal (el escepel silencio. [...] Esta táctica del silencio se ticismo) y Adorno (depreciación de las Foto de pasaporte de Paul Celan remonta a Hölderlin o, más exactamente, palabras, negación de la poesía y exaltaal Hölderlin elevado. ción del silencio). Podemos añadir a esta extensa lista la concepción de Mallarmé sobre el silencio y el espacio en blanco como estrategia ¿En qué basa Celan su expresión del silencio? Al privilegiada para hacer perceptible el acto de creación, margen de algunos mecanismos de ruptura del lenguacomo si de un fondo artístico se tratara. je a los que hemos aludido, debemos atender a otros En este sentido, Hugo Echagüe, en el artículo citaprocedimientos léxicos, formales y retóricos propios do, afirma que sin salir de la obra de Celan hallamos de la estética del silencio. distintas formas de aproximarse al silencio: hay en él En cuanto a la versificación, domina en Celan el una contra-palabra (Der Meridian); hay el silencio verso corto y el adelgazamiento paulatino de los misnombrado: «dos bocanadas de silencio» (Sprachgitter); mos, especialmente en los finales, donde se concentran un «silencio / cocido como oro» («Chymisch»); hay el los encabalgamientos abruptos en mitad del verso o en silencio de la pobreza: «poesía y pobreza» parafraseanmitad de las palabras, escribiendo incluso versos monodo a Benjamin; existe, por otro lado, el silencio de lo sílabos en algún caso. innombrable y lo aterrador: «el lugar donde yacían tieEn el nivel enunciativo, lo más usual es que la poéne un nombre; no tiene ninguno» (Stretta), Auschwitz, tica del silencio se incline por diversas formas de esca-
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moteo del sujeto, el cual se difumina, dejando el foco enunciador en una tercera persona inconcreta, en el uso del infinitivo o en fórmulas impersonales de distinto tipo, etc. Otras formas de escamoteo del sujeto son la confusión deliberada del sujeto y la otredad, quizá los procedimientos preferidos por Celan. Son numerosos los casos de confusión entre el tú y el yo, constantemente repetidos y narratológicamente imprecisos desde el punto de vista enunciativo; la mención al ojo (de mantis, de mandorla), de la rosa, etc. El tú es especialmente impreciso, como asegura Carlos Ortega en el estudio citado, pues puede nombrar a su madre, a su mujer, a sus hijos, a los lectores, a una piedra, al lector, a algún signo del alfabeto hebreo o, en muchas ocasiones, a él mismo empleando un tú acusador, un tú cosificador, un tú que se refiere a él mismo como una marioneta. Comoquiera, el objetivo es el mismo: la destrucción o difuminación de un centro de voz o, como diría Derrida, de un discurso logocéntrico, situando de este la voz en una especie de deriva perpetua. Los ejemplos son numerosos. Por poner sólo uno, en «Diálogo de la montaña», el poeta rememora el peligroso viaje en 1947 desde Bucarest a Viena atravesando clandestinamente Hungría: Una tarde que el sol, y no sólo él, había tenido su ocaso, salió de su casita, y se fue el judío, el judío e hijo de judío, y con él se fue su nombre, el impronunciable, se fue y se vino, se vino tranquilamente, se hizo oír, se vino con bastón, se vino salvando la piedra, ¿me oyes?, tú me oyes, soy yo, yo, yo y él, el que tú oyes, el que crees oír, yo y el otro.
Dentro de los recursos literarios utilizados por Celan, conviene detenerse en uno de los más destacados: la paradoja, sin duda, uno de los más usuales en la poética del silencio. La paradoja se convierte, en la obra de Celan, en un recurso estructurador, como el quiasmo o los demás tropos relacionados con la antítesis a través de una forma que Jameson, en Documentos de cultura, documentos de barbarie, denomina yuxtaposición entre elementos heterogéneos. La paradoja ilustra la tensión entre el hablar y callar. La casuística es notable y abarca aspectos tan variados como el cromatismo; léase en este sentido, la dualidad entre luz-blancor-cal-nieve/ noche-muerte en «Von Dunkel zu Dunkel» («De oscuridad en oscuridad»; pág. 90) y «Auge der Zeit» («No-
che ala»; pág. 104) ambos de De umbral en umbral. Por poner otros casos, acudiremos al final de «Soviel Gestirne» («Tantas estrellas») de La rosa de nadie (pág. 157): «…yo sé, / Yo sé y tú sabes, sabíamos / No sabíamos, sí / Estuvimos aquí y no allí, / Y a veces, cuando / La nada estaba entre nosotros, nos encontramos / Uno al otro totalmente». También en el inicio del poema IV, «Was Geschah» («¿Qué pasó?»), que concluye: «Volverse más pesado. Ser más ligero». O la profundidad de algunas paradojas, como en el poema «Bei Brancusi, Zu Zweit» de Compulsión de la luz (pág. 320): «Donde me olvidé en ti, / te volviste pensamiento». Llama también la atención que esa paradoja no se realiza sólo con términos antitéticos semánticos o léxicos, sino también temporales, como puede verse en «Psalm» («Salmo») de Rosa de nadie (pág. 162): «Una nada / Fuimos, somos, seremos / Siempre, floreciendo: / Rosa de nada, / De Nadie rosa». Lo realmente terrible es que estas paradojas no responden, insisto en ello, a juegos de lenguaje, sino que cobran un sentido terrorífico en algunos poemas. Tal es el caso de «Engführung» («Angostura»), de Reja de lenguaje (pág. 144), donde leemos: «El lugar donde yacían, tiene / un nombre – no tiene / ninguno. No yacían allí. Algo / yacía entre ellos. No / veían a través. // No veían, no, / hablaban de / palabras. Ninguna / se despertó, / el sueño / vino / entre ellos». O en los poemas de Celan donde se habla de «cavar». En ellos, al contrario de lo que ocurre con «Digging» de Seamus Heaney —donde el poeta irlandés establece una analogía entre el acto agrícola de cavar del padre y el acto de cavar del escritor con la pluma—, «cavar» significa cavar una tumba donde después los «cavadores» van a ser enterrados. En cuanto al léxico, a todo lector de Celan le habrá llamado la atención su insistente recurrencia a términos de connotación nihilista: nada, nadie, ninguno, vacío, desierto, estéril, hueco, etc., como puede leerse en el impresionante «Mandorla», de La rosa de nadie (pág. 173), con todas sus resonancias acerca de la cosmovisión judía del universo: «En la almendra, ¿qué se tiene en la almendra? / La nada / La nada se tiene en la almendra. / Ahí se tiene y se tiene». En otras ocasiones se detecta un elogio de la nada o del vacío, como puede leerse en «Psalm», también de La rosa de nadie (págs. 161-162): «Nadie nos plasma de nuevo de tierra y arcilla, / Nadie encanta nuestro polvo. / Nadie. // Alabado seas tú, Nadie. / Por amor a ti queremos / Florecer.
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/ Hacia / Ti. // Una nada / Fuimos, somos, seremos / Siempre, floreciendo: / Rosa de nada, / De Nadie rosa». Conclusiones Al cerrar un simposio sobre poesía y silencio en la ciudad alemana de Paderborn en 2008, el profesor Thomas Bremer, de la Universidad de Halle, lanzó una pregunta: «Un silencio, ¿contra qué?». Recursos como la fractura del lenguaje, la parquedad del decir o el uso de un discurso incoherente responden siempre a una motivación, se dirigen contra algo, se oponen, son una respuesta, una reacción, quizá a la proliferación indiscriminada de lenguaje (un «biblioclasmo» en términos de Fernando Rodríguez de la Flor), o bien a la conciencia de la cortedad del decir frente a lo que nos sobrecoge, sea la majestuosidad de la naturaleza, el mobiliario del espíritu, las grandes emociones, o bien, en otros casos, la magnitud del horror, de la guerra, del holocausto, del genocidio. Las palabras se muestran insuficientes en esas ocasiones. Entonces se recurre a la parquedad, al discurso roto o al discurso incoherente, hasta el punto de que ese discurso parece pertenecer al reino de la locura, la inconsciencia o la enajenación. Repárese, en este sentido, en los sortilegios y discursos con poder; en los augurios de los coros griegos; en personajes de Shakespeare como el bufón del Rey Lear, que era quien únicamente podía decir la verdad al rey, aunque fuese envuelta en un discurso ilógico o incoherente; en la enajenación de la fase mística unitiva con «las cuevas de leones enlazado» del «Cántico espiritual» de San Juan de la Cruz; en el Hölderlin elevado; en la literatura del absurdo (Samuel Beckett, a quien, por cierto, cita Celan, diciendo de él que sería la única persona quizá con quien podría entenderse); en el extraviado flujo de conciencia de Benjy en El ruido y la furia de William Faulkner; en el discurso arrebatado para expresar el clímax erótico en La estación de fiebre de Ana Istarú; incluso, para demostrar su extrapolación al cine, el papel del excéntrico Michael Shannon en la película Revolutionary Road (2008) de Sam Mendes. Algunos lectores han llamado locura a lo que es realmente la más lúcida manifestación de una necesidad de comunicación cuyo reflejo es esa incoherencia y esa ruptura del propio lenguaje. En 1967, el filósofo y semiótico Paul Watzlawicz, de la Escuela de Palo Alto, en uno de sus conocidos cinco
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axiomas sobre la comunicación, afirma que «es imposible no comunicar». Podríamos añadir que es imposible no comunicar aun con un discurso astillado, parco o incoherente. Ahora bien, ¿qué desea comunicar Paul Celan con ese lenguaje roto? La fracturación, en primer lugar, del sujeto, del lenguaje mismo y de la razón que ha conducido al horror. Volviendo al inicio, Celan piensa en sus poemas como en mensajes, y todo mensaje es comunicación, aunque este se cifre en un lenguaje a veces críptico y sea enviado en una botella, quizá destinado a no ser leído o descifrado en el mejor de los casos, o a no ser hallado, en el peor de ellos. Pero ese acto de escribir un mensaje y lanzarlo en una botella es iluminador. El mismo acto significa. Expresa simultáneamente la probable imposibilidad de la comunicación y la desesperada esperanza de hallarla, se trata de un deseo, casi de una necesidad de comunicar entre los restos de un naufragio. Carlos Ortega, basándose en Israel Chalfen, biógrafo de Celan, refiere lo que Celan le contestó un día a alguien que le había pedido que le explicara un poema: «Siga leyendo. Basta con leer y releer, y el sentido aparecerá por sí solo». Eso hacemos y eso haremos los lectores de esta obra única e inagotable, tallada como el sordo grito de Eduard Munch en la piedra de la violenta historia del siglo XX.
Ramón Pérez Parejo
(Santa Amalia, Badajoz, 1967) es doc-
tor en Filología Hispánica por la Universidad de Extremadura y máster en Enseñanza de Español como Lengua Extranjera por la Universidad Antonio de Nebrija de Madrid. Es codirector de la revista Tejuelo. Didáctica de la Lengua y la Literatura. Educación. Entre sus publicaciones destacan Metapoesía y ficción: claves de
una renovación poética (Generación del 50-novísimos) (Madrid, Visor, 2007) y la colección de cuentos infantiles El pico de la ci-
güeña. Cuentos populares extremeños ilustrados, traducidos al alemán, polaco, ruso e inglés. Entre otras, colabora con las revistas Ínsula, Revista de Literatura, Rilce, Anuario de Estudios Filoló-
gicos, Lemir, Fuentes, Álabe, ED.UCO, Espéculo, Campo abierto, Alba de América y Nueva revista del Pacífico. En 1997 recibió el premio de poesía Ángel González y en 2015 el Blas de Otero - Villa de Bilbao por su poemario Gremios (Devenir, 2015).
¿Quién es quién? José María Merino versus Eduardo Souto
Por Ángeles Encinar La metaliteratura fue una de las tendencias sobresalientes en la narrativa española de la década de los setenta. Como indicó Gonzalo Sobejano, a la memoria en forma preferentemente dialogada se le unieron la fantasía y la autocrítica de la escritura1. Con su primera obra, Novela de Andrés Choz, José María Merino se sumergió en dos de estas corrientes. Se trata de una novela metafictiva en la que se enmarca un nivel de ficción dentro de otro y se entretejen tres componentes: la historia de Choz, capítulos de la historia de Ons —escrita por Choz— y los comentarios de este sobre su escritura. Estos comentarios son doblemente autorreflexivos; las observaciones que Choz hace sobre las dificultades de componer su libro, «Novela del Hermano Ons», reflejan las que arrostró Merino al escribir el suyo, Novela de Andrés Choz. El descubrimiento de que el extraterrestre Ons es una encarnación anterior de Choz insinúa lo que serán elementos recurrentes de la narrativa meriniana: el problema de la identidad, el desdoblamiento y la incorporación de lo fantástico. La orilla oscura (1985) supuso la consagración literaria de Merino2. Con ella obtuvo el Premio Nacional 1. Gonzalo Sobejano, «Ante la novela de los años setenta», Ínsula, 396-397 (noviembre-diciembre de 1979), pág. 1. Entre un buen número de obras a mencionar, destacamos el conjunto de Antagonía, de Luis Goytisolo, y La novela del corsé, de Manuel Longares. 2. Antonio Martínez Menchén afirmaba que «uno podría pensar que todos los anteriores escritos de José María Merino son únicamente ensayos o trabajos preparatorios destina-
de la Crítica en el año 1986. No es de extrañar que se la haya considerado máxima expresión del hacer metaliterario, no sólo del escritor sino también de la narrativa española en las últimas décadas del siglo XX, pues la imbricación entre vida y literatura y las disquisiciones sobre la construcción novelesca, con una continua reflexión sobre la interferencia entre lo real y lo ficticio, se extienden con destreza a lo largo de la obra. La aparición textual del personaje Pedro Palaz como un ser real supone el epicentro de estos pensamientos. Su negación como apócrifo no se demuestra a través de su presencia física, como un ser de carne y hueso, sino por encima de todo mediante la realidad de sus obras, de ahí su afirmación esencial: «Escribo, luego existo». La escritura es la prueba fehaciente de su existencia en el mundo real; por tanto, la literatura se impone sobre la realidad. Abundan las reflexiones sobre la elaboración de una novela, desde el valor simbólico del título —síntesis del cosmos narrativo— a la independencia que adquiere el propio texto durante el proceso de escribir, y hasta la necesidad de que el final no consista en un desenlace mecánico del argumento sino que suponga una expresión del predominio de las intuiciones de su dos a la consecución de esta extraordinaria novela» y señalaba «el esplendor del lenguaje, la maestría de su construcción y la riqueza imaginativa», en «La doble orilla de José María Merino», Cuadernos Hispanoamericanos, 439 (1987), pág. 119; para Gonzalo Sobejano es «la culminación española de la novela que reflexiona sobre su propia textura, sobre su ir haciéndose y sobre los confines de lo real con lo ficticio», en «Novela y metanovela en España», Ínsula, 512-513 (agosto de 1989), pág. 11.
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autor. Consideraciones que suponen un ejemplo magnífico al relacionarlas con la novela que el lector tiene entre sus manos3. Pero, como bien ha señalado José María Merino, no hay que olvidar «el hecho de que eso que llamamos “lo metaliterario” sea una reinvención moderna de Cervantes, que lo introduce con naturalidad en la literatura»4. Y el autor leonés cita a Américo Castro, quien, en su reconocido estudio «Cervantes y Pirandello», afirmaba: «La literatura moderna debe a Cervantes el arte de establecer interferencias entre lo real y lo quimérico, entre la representación de lo sólo posible y la de lo tangible. Se halla en él por primera vez el personaje que habla como tal personaje, que reclama para sí existencia a la vez real y literaria, y exhibe el derecho a no ser tratado de cualquier manera»5. Precisamente es un personaje quijotesco de Merino, el profesor Eduardo Souto, protagonista emblemático del volumen Aventuras e invenciones del profesor Souto, el que encarna a la perfección el tema metaliterario. En este libro se reúnen las ficciones protagonizadas por él desde hace casi treinta años; en relación con este personaje ha manifestado el autor: «... reclama para sí algunos cuentos o textos que voy escribiendo, y ya tiene bastantes»6. Los temas de la búsqueda de identidad, el doble y la metaliteratura son recurrentes en la narrativa soutiana, desde que el personaje apareció por primera vez, en «Las palabras del mundo» (1990), hasta en este último libro. Sin embargo, en estas Aventuras e invenciones lo metaliterario ocupa el primer plano y adquiere una significación esencial. Puede comprobarse a primera vista desde dos elementos paratextuales: la contraportada y la «Nota del editor». En la primera, se dice que «Souto es [...] tan versátil que mantiene una estrecha amistad con su creador a lo largo del tiempo [...]. No escapan las similitudes entre uno y otro, de pareceres y naturaleza, aunque el profesor Souto profesa su propio 3. Se puede ver más información sobre esta novela en Ángeles Encinar, «Introducción», La orilla oscura, de José María Merino, Madrid, Cátedra, 2011, págs. 11-68. 4. En Fulgores de ficción, ed. de Ana Merino, Valladolid, Edi-
destino lejos de la voluntad artística»7. En la segunda, en un magnífico juego autorial, se atestigua un encargo del profesor a la editorial para que se incluya la dedicatoria deseada. Las «Aventuras» de este libro reciente conforman la primera parte y todas, en mayor o menor medida, están protagonizadas por Souto. «El viaje inexplicable», un cuento dentro del género de la ciencia ficción, propone el tema metaficcional mediante la duplicación interior. El profesor y Celina son personajes de una ficción que discurre, a su vez, por espacios y tiempos novelescos haciendo del motivo del viaje una excusa para abismarse en las obras maestras de la literatura universal. Conviene señalar que este relato pertenece a la colección Las puertas de lo posible, prologada, precisamente, por el Dr. Eduardo Souto, donde, de forma unamuniana, se invierten los papeles entre creador y criatura. Se dice que el libro que el lector tiene entre sus manos es un encargo realizado a Merino por él y parece haber acertado en la elección de argumentos y estrategias, aunque el prologuista disienta con el autor en algunos asuntos.
5. Américo Castro, «Cervantes y Pirandello», en Hacia Cervantes, Madrid, Taurus, 1967, pág. 480. 6. En la Entrevista incluida en Fulgores de ficción, pág. 54.
7. José María Merino, Aventuras e invenciones del profesor Souto, edición de Ángeles Encinar, Madrid, Páginas de Espuma, 2017.
ciones de la Universidad de Valladolid, 2016, pág. 87.
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José María Merino. Fotografía: Jesús de Miguel ©
El procedimiento narrativo de la mise en abyme, la imbricación de una narración dentro de otra, es asimismo el elegido en «La vieja pálida». El robo perpetrado al profesor Souto desata su imaginación y se convierte en autor del relato interior del texto. Así, se duplica el espacio enunciativo y aparecen dos niveles distintos diferenciados con claridad sólo en el comienzo y la conclusión. El personaje comparte autoría de la mano del autor implícito. La metaliteratura y la autoficción se han convertido en una obsesión de algunos autores actuales y así lo constata el narrador en primera persona de «Liquidando al meta». Pedro Tuñón, antiguo alumno del profesor, confiesa su aversión hacia estos escritores —parece tener en mente uno concreto (seguro que cada lector identificará a alguno)— y su misiva se convierte en una excelente sátira, plagada de humor, de esta tendencia. En «La Dama de Urz», segunda nouvelle de Cuatro nocturnos (1999), Souto se inicia en el arte de la usurpación. Un personaje secundario le confunde con otro individuo y esta actitud le impulsa a asumir la personalidad del otro y aceptar ser su doble. El profesor se siente cómodo en esta situación y se deja llevar por su afán de aventuras hasta que la impostura se vuelve insostenible. Por eso, podría afirmarse que es aquí donde el profesor
descubre el placer de la otredad y, sin ningún reparo, decide convertirse, siempre que puede, en el alter ego de su creador. No es de extrañar, por tanto, que en Días imaginarios reclamara la autoría de algunos ensayos y obligara al escritor a darle crédito. De ahí que textos como «La sombra en el umbral», «Un autor caprichoso» o «La decapitación de Sherezada», por ejemplo, comenzaran con la oración «Así habló el profesor Souto» y, en otras ocasiones, se precisara que el personaje aludido estaba preparando un artículo sobre el tema en discusión. Pero, con el paso de los años, el profesor no se ha conformado con un protagonismo a medias y en la segunda parte de este último libro, en las denominadas «Invenciones», se hace cargo de la voz narrativa desde la primera persona, escuchamos su propia voz. El máximo punto de inflexión metaliteraria en Aventuras e invenciones del profesor Souto proviene de la carta que inicia el segundo epígrafe. En este escrito, con el logo de la Universidad Miskatonic en su encabezamiento, dirigido a la también profesora Encinar y al escritor José María Merino, se responde a su petición de reunir algunos de sus textos en un volumen exclusivo sobre él, bien siendo protagonista de historias o bien como autor de las mismas. Se invierten los papeles entre autor y personaje de modo absoluto y la criatura se transforma en el creador. Se da un paso más allá en la relación entre realidad y ficción y es la metaliteratura el vehículo idóneo para profundizar en estas conexiones. Se comprueba la plena realización de la afirmación meriniana: «... para que se produzca la verdadera “metaliteratura” es precisa la “vuelta de tuerca” de esa comunicación entre ficción y realidad. Algo que solo mediante la imaginación puede conseguirse»8. A este juego metaficcional contribuye asimismo el hecho de que el profesor Souto esté afiliado a la Miskatonic University, institución inventada por el escritor norteamericano Howard Phillips Lovecraft, ubicada en la ciudad de Arkham, Massachusetts. Desde allí aparece fechada la carta y antes del dato se incluye su lema universitario: Ex Ignorantia Ad Sapientiam; Ex Luce Ad Tenebras. La segunda sección de Aventuras e invenciones del profesor Souto se caracteriza por la variedad de registros narrativos: a la carta se suman ensayos, minicuentos y fábulas. Nos hemos referido anteriormente al perspec8. En Fulgores de ficción, pág. 46.
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Ein s t e in o n t h e B e a ch
Ángeles Encinar. ¿Quién es quién?
tivismo de los primeros, destaquemos ahora dos temas significativos: el del doble y el de las relaciones entre autor y lector. El primero se desarrolla en «La sombra en el umbral», basándose en el cuento «La sombra» de Hans Christian Andersen, y la reflexión sobre el proceso creador y el mito del doble se concluye con agudeza al admitir que «los escritores deben procurar que la relación con su doble sea lo más pacífica posible»9. Parece claro, por tanto, que, para contrarrestar el influjo ominoso de su doble, Merino ha preferido convertirlo en su alter ego. Los vínculos entre autor y lector se subrayan en «La decapitación de Sherezada». Ningún texto alcanzará verdadera realización si no consigue la recepción del pretendido destinatario. En la actualidad, las relaciones entre emisor y receptor han sido reivindicadas con constancia, especialmente en el género cuento, caracterizado por su libertad formal y por la innovación.
tos del libro de la noche (2005) y La glorieta de los fugitivos (2007), entre otros, son ejemplos de su buen hacer. Su alter ego acuña la denominación de «Minisoutos patafísicos» para el conjunto de dieciocho incluidos en las «Invenciones» de este volumen. Los límites borrosos entre el sueño y la vigilia, la realidad y la ficción, la vida y la muerte son algunos de los motivos desarrollados en estos destellos narrativos. Y, cómo no, la metaliteratura, muy presente en estos minicuentos estructurados con idea de circularidad. Así lo demuestra el inicial, «Postcuento», que, con ironía y humor, refiere a la falta de narratividad de algunos textos actuales: «No érase ninguna vez»; y el último, «El tema del cuento», cuyo título desvela al lector la evolución de la escritura hasta alcanzar la auténtica propuesta autorial. Merece la pena mencionar, asimismo, «Bisturí», extraordinario diálogo intertextual con el inventor de las greguerías. Al hablar del proceso creativo, Merino ha señalado dos clases de elementos: externos e internos. Entre estos últimos, «difícilmente objetivables», enumera la imaginación, la intuición y nuevas perspectivas de la realidad10. El profesor Eduardo Souto conoce a la perfección las estrategias de su creador y las ha llevado a la práctica con soltura desde el momento que decidió apropiarse de algunos de sus textos. Lo demuestra con brillantez en el segundo epígrafe de las Aventuras e invenciones del profesor Souto para deleitar a los lectores y poner de manifiesto que está a la altura de su autor, ese otro yo conocido como José María Merino.
Ángeles Encinar
es profesora de Literatura Española en
Saint Louis University, Madrid Campus. Especialista en narrativa española contemporánea, entre sus libros recientes cabe destacar la edición actual de Aventuras e invenciones del pro-
fesor Souto, de José María Merino; Cuentos, de Manuel LongaJosé María Merino. Fotografía: Jesús Marchamalo ©
res (Castalia, 2017); Siguiendo el hilo. Estudios sobre el cuento español actual (Orbis Tertius, 2015), y Cuento español actual
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En las últimas décadas, se ha producido un auge del microrrelato, donde destaca José María Merino. Cuen-
(1992-2012) (Cátedra, 2014).
9. En Aventuras e invenciones del profesor Souto, pág. 254.
10. Véase Fulgores de ficción, págs. 118-119.
El holandés errante
El interior del bosque (Primera secuencia) Por Álex Chico
En ocasiones, los lugares son un reino en miniatura encerrado en una caja, como en aquel cuento que escribió Goethe, «La nueva Melusina». Un cofre mágico que guarda un mundo dentro de otro mundo, una figura que alberga otra figura. Una imagen que parece más delicada que la anterior, porque cabe en la palma de una mano, como la última pieza de las muñecas rusas. Al final, cuando parece que ya no podemos encontrar nada más, siempre surge desde el interior un nuevo escenario. Un territorio único al que hemos accedido librándonos de todas las capas que le preceden, con la motivación y el entusiasmo que suscita cada viaje.
Todos los lugares encierran en sí otros lugares. Un trayecto que va desde lo más amplio hasta lo diminuto, lo específico. Hasta lo indivisible. La suma de esas pequeñas partes, de esas fracciones, nos da la medida exacta de un universo. Así se componen los espacios, a partir de pequeñas porciones de suelo que construyen una idea aproximada de lo que tenemos delante. Lugares que se ramifican y, en un punto, vuelven a bifurcarse. Si pienso en estos viajes de lo general a lo particular, me vienen a la cabeza un buen número de territorios, visitados o leídos, reales o imaginarios. Dentro
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El holandés errante
Álex Chico. El interior del bosque (Primera secuencia)
En ocasiones, los lugares son un reino en miniatura encerrado en una caja, como en aquel cuento que escribió Goethe, «La nueva Melusina». Un cofre mágico que guarda un mundo dentro de otro mundo... de ese abanico de posibilidades, hay un lugar en el que siempre pienso, porque ejemplifica a la perfección ese trayecto hacia el interior de un bosque. Pienso en Francia y me voy al sur. Voy al sur y me desplazo a la Provenza. Me desplazo a la Provenza y me sitúo en una de sus comarcas. Me sitúo en una de sus comarcas y me traslado a una fuente o a un molino. Para llegar a ellos, he necesitado seguir escarbando, como un zahorí en busca de agua. El lugar se llama Luberon, una de las comarcas que hacen de la Provenza francesa uno de los territorios más bellos que he visitado nunca. Aunque haya pueblos que no formen parte de esa región, para mí todos se engloban en un mismo conjunto, en un mismo círculo que te atrae hasta su centro, que tira de nosotros hacia la profundidad de un lago. Porque, una vez dentro, descubrimos que siempre es otro el objetivo de nuestro viaje. Siempre aparece una nueva dirección a la que parecíamos destinados cuando nos decidimos a iniciar la marcha. Por eso me resulta complejo averiguar cuál puede ser el punto de partida. Quizás sólo pueda echar mano de mi propia experiencia y comenzar por un pueblo que se sitúa justo al lado: L’Isle-sur-la-Sorgue. O tal vez un poco antes, en Avignon. Uno y otro tienen un nexo en común, como casi todos los lugares que se esparcen por el sur de Francia. Son espacios impregnados de literatura, auténticos manuales al aire libre que añaden dosis de realidad a una ficción de siglos. Pienso en mis paseos por
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Avignon, rodeando la muralla o dirigiéndome hacia algunas calles interiores, y no puedo escapar de un encuentro furtivo ocurrido hace muchos años. Fue allí, en la iglesia de Santa Clara, donde Petrarca vio por primera vez a Laura de Noves. Desde aquel encuentro ya han trascurrido casi siete siglos. Tiempo después, no cuesta demasiado imaginar una Avignon tan antigua, con ese aire de gran decorado que conservan algunas ciudades y pueblos franceses, como si todos ellos se hubieran construido para ser filmados. Pueblos y ciudades en donde no falta ni sobra nada. Quizás, sí, el turismo, que trasforma algunos espacios en auténticos parques temáticos. Con todo, Avignon no es Carcassone, por ejemplo. En Avignon aún podemos hacer una vida que escape de los rituales dispuestos exclusivamente para un visitante extranjero. La vida sigue sucediendo en sus terrazas, en sus cafés y panaderías, en sus calles angostas llenas de restaurantes. Si damos por cierta aquella historia y seguimos los pasos de Petrarca, la siguiente parada nos lleva a Fontaine-de-Vaucluse, una pequeña población enclavada a pocos pasos de la comarca del Luberon. Allí fue a parar después de aquel encuentro, como un recluso al amparo de la naturaleza. No me extraña. Fontaine-de-Vaucluse es una auténtica geografía del límite, un escenario ideal o un locus amoenus perdido entre montañas. El territorio que ocupó durante veinte años, desde 1337 hasta 1357, mientras trataba de mitigar o de insistir en la profunda conmoción que debieron causarle sus citas clandestinas con Laura. Use Lahoz describe muy bien el entorno: «Un valle en el que se escucha el eco del agua por todas partes». Eso es, en resumidas cuentas, Fontaine-de-Vaucluse. Todo está dispuesto para que el agua fluya, bajo la enorme cascada que se detiene al alcanzar el molino. Un escenario de aguas furiosas que se trasforman en un estanque de aguas detenidas. Incluso el furor de las emociones se para, como si nos dijeran que para avanzar es necesario quedarse quieto de tanto en tanto. Algo que nos enseña que no hace falta observar a todos lados, sino fijarnos en un punto concreto para conocer los límites del mundo. También los límites que a nosotros mismo nos separan.
Cuando avanzamos hacia la imponente cascada o hacia el lago, transitamos un pasillo muy estrecho. Una cueva húmeda que prolongamos por inercia, porque sabemos que al otro lado se encuentra un paraíso en miniatura. Una casa nos recibe justo al abandonar la gruta. Parece formar parte de la misma montaña, como si hubiera sido diseñada por la propia orografía del lugar. Detrás, esto es lo que vemos: un mar interior de vegetación dispersa y bien alineada; un pequeño parque a la orilla del lago; una terraza de vida tranquila y reposada; un molino sobresaliendo del agua. Todo allí nos detiene. Todo nos sitúa en un punto concreto y nos obliga a pararnos. Nos dice: este es el lugar, y hemos llegado. Ignoro si Petrarca o Bocaccio tuvieron esa misma percepción cuando estuvieron en Fontaine-de-Vaucluse. Puede que el entorno no tuviera repercusión alguna en ellos. Puede que el lugar importara poco, porque ya se bastaban con un espacio interior demasiado vasto.
Me cuesta creerlo, no obstante, porque es imposible salir incólume de un territorio así. Es imposible no trazar una correspondencia entre quien observa y lo que es observado. Hay lugares que penetran en nosotros con tal fuerza que nos modifican nuestra forma de juzgar lo que somos, lo que hemos sido, lo que seremos después de mirar hacia otra parte. Siguen en nuestro interior como un punto de referencia, como una fe de vida. Como una filosofía del paisaje que impregna nuestra propia identidad. El agua de Fontaine-de-Vaucluse, su eco, su rumor constante, no sólo inunda una geografía entre montañas. Nos inunda también a nosotros mismos. Por eso no me cuesta traer de vuelta, ahora, lo que sentí la primera vez que visité esa esquina del Luberon que es, a la vez, una esquina del mundo. Algo fuera del tiempo y del espacio donde sucede, sigue sucediendo, una parte de mi vida. Somos los lugares que habitamos, aunque sea por una mínima fracción de tiempo. Tanto da que hayamos residido en ellos durante muchos años o los hayamos ocupado durante algunas horas. Quizás mi relación con Fontaine-de-Vaucluse se reduzca a un par de estancias breves. Sin embargo, su incidencia en mí es mayor que otros muchos lugares que he visitado en repetidas ocasiones. De otro pueblo que cité unos párrafos atrás puedo decir exactamente lo mismo. Me refiero a L’Isle-sur-la-Sorgue, una villa provenzal en la que me he hospedado tan sólo una vez, en una pequeña casa del Quais Lices Berthelot. Recuerdo bien aquella estancia porque generó la escritura de varios poemas, cuyo eje, por llamarlo de algún modo, era el espacio que rodeaba al pueblo. O el pueblo mismo. La casa en la que me hospedaba tenía una terraza construida sobre el río. Un río que avanzaba muy lentamente, pero que no se detenía en ningún momento. Eso pensé una noche, mientras estaba apoyado en la barandilla y observaba cómo discurría el agua. Pensé en lo extraño que resulta que un río fluya a pesar de nosotros, que siga fluyendo pase lo que pase, como una lección moral frente al mundo. Poco importa su ritmo, su velocidad pausada, su apariencia de quietud. Lo importante es que no se detenía, aunque fingiera que todo en él ya no
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El holandés errante
Álex Chico. El interior del bosque (Primera secuencia)
iba hacia ningún lado. Algo similar me sucedía cuando miraba un molino cercano a la casa. Quizás hoy no tenga ninguna función. O su función sea otra distinta, como el resto de molinos que se esparcen por el pueblo. Puede que su utilidad actual no sea más que decorativa, como un rasgo de identidad reducido ahora a lo pintoresco. Y, sin embargo, tuve la sensación, aún la tengo, de que aquellas piezas y esqueletos inmóviles aún nos dicen algo. Aún reclaman su atención. Aún nos aportan alguna enseñanza. Pienso en su permanencia, en su lección de permanencia. Como el resto de lugares que salpican la Provenza. Porque uno no acude a ellos para vivir o para morir, sino para permanecer. Fui a L’Isle-sur-la-Sorgue buscando a René Char. Y fui a René Char para encontrar un punto de partida. Como en «La nueva Melusina» de Goethe, el viaje se inició marcando en el mapa un espacio amplio que poco a poco se fue estrechando: una región, una comarca, un pueblo, un nombre, una casa-museo, una sala de exposiciones. Así fue como llegué a las fotografías de Henriette Grindat. Recuerdo algunas cosas de la casa de Char en L’Islesur-la-Sorgue: la entrada principal, su apariencia palaciega, su mansedumbre encalada, la presencia perpetua del Mont Ventoux. Del interior, salvo algunas estancias, recuerdo poca cosa. Tal vez porque mi memoria fue selectiva y decidió, por cuenta propia, conservar sólo las fotos que se desplegaban en una de sus salas. No sabía nada de Grindat. No sabía que era la autora de unas imágenes espectaculares, magnéticas, hipnóticas. Parte de su trabajo estaba reunido en una de las salas de la Maison René Char. Una exposición que se titulaba Matières et Mémoire. Me viene a la cabeza una de sus fotografías: la de un paisaje desértico, lleno de surcos, agrietado. En la imagen que estaba justo a su lado, como una continuación de la anterior, descubrí que ese territorio no pertenecía a un desierto, sino a las manos ajadas de un anciano. Ahí estaba la verdad de esa instantánea. Y eso es lo que aprendí: que el paisaje no cambia. Lo que cambia es la actitud que adoptemos al mirarlo. Después de aquella visita a la casa de Char y después de detenerme un buen rato en la exposición de Grindat, fui a una librería del centro. Una librería minúscula, erigida entre rocas y maderas ensambladas. Allí me hice
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con un libro que me ha acompañado desde entonces: La Postérité du soleil, en una preciosa edición de Gallimard. Es un libro amplio en su formato y aún más amplio en su propuesta fotográfica y literaria. El punto de partida del libro es magnífico: René Char trazó un itinerario por la Provenza para que Grindat lo ilustrara con imágenes y Albert Camus con diversos textos. El resultado es espléndido, porque todo lo que encontramos en él parece darse continuidad mutua: fotografía, literatura, paisaje. Esto es lo que vemos: tejados de algunas villas del Luberon; escaleras de piedra que ascienden hacia una puerta que no vemos; el reflejo de la iglesia de Thor en las aguas del Sorgue; el esqueleto de un molino mimetizado con el paisaje; la tierra misteriosa y tranquila que surge tras la bruma; árboles mecidos por el viento; un camino estrecho en el interior de un bosque; una pequeña cascada; troncos desnudos inclinados hacia el agua; un charco en mitad de una ruta olvidada; las ruinas de un pozo cubierto de maleza; la ventana abierta de una casa en la que seguramente ya no vive nadie; los rostros de personas cargadas de quietud y de esperanza. Entre todas ellas, hay una imagen que vuelve a mí con frecuencia: la de una casa a la que se accede por un sendero minúsculo. Las enredaderas cubren parte de su fachada. No sabemos si está habitada o si alguien la abandonó hace mucho tiempo. Albert Camus nos dice de ella: «Ici vit un homme libre. Personne ne le sert». Detrás de esas fotografías, detrás de ese paisaje, se esconde la plenitud, el enigma. La posteridad. Porque, como escribió Camus al lado de una de las imágenes, «Rien ne dure et rien ne meurt!». Tiene razón: nada dura y nada muere. Esa es justamente la mejor enseñanza que he extraído del paisaje provenzal. Nada es para siempre y, sin embargo, todo se perpetúa. Como los pueblos que aún están por venir y que necesitarán una visita en otras páginas.
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La parte soñada
Rodrigo Fresán Literatura Random House: Barcelona, 2017 592 págs.
Sueños de un gran narrador Por Juan Peregrina Hace doce años, escribí la primera reseña sobre este escritor argentino: Anagrama reeditaba Historia argentina, su primer libro, de cuentos y absolutamente deslumbrante por lo que contaba, cómo lo contaba, su intenso nivel autorreferencial y el espacio que utilizaba para ello: entonces, la brevedad de Fresán era admirable: como hoy por su intento de hacer de la novela un todo personal que sea disfrutado por lectores y lectoras que vivan las historias que el escritor propone. La parte soñada, su última novela, es una consecuencia de su práctica literaria y es la segunda parte (independiente) de una trilogía sobre las obsesiones y el trabajo del escritor que laten en toda su obra, ya sea en los cuentos o en las novelas: al estar todo rela-
cionado, el escritor puede llamar a protagonistas ya desaparecidos, aportando reflexiones sobre la propia escritura, el peso de las tramas, recordarnos que no sólo de trama vive la novela y que, en realidad, el estilo lo es todo. Hay clases magistrales hechas ficción sobre Nabokov o Scott Fitzgerald, sagas familiares impredecibles y, cómo no, el arrasador incendio de aquellos Kensington Gardens en la piel del escritor: Fresán se plantea el insomnio, el tiempo y la muerte. Dividida en tres partes, la novela es un compendio de novelas donde las historias principales están localizadas en sus protagonistas: Penélope es la referencia de la segunda parte, al igual que las hermanas Brönte, consiguiendo que los papeles femeninos adquieran una importancia vital mediante la literatura practicada por estas (al igual que Austen o Mary Ann Evans, aka George Eliot) y consumida por aquella (la gran protagonista de esta sección, una impresionante mujer con un pasado curioso): la vida y la literatura tatuadas en pieles femeninas de mujeres que por biografía y obra serán guías para el argumento de Fresán, mezclando la historia y las referencias literarias, el homenaje y la virtud de recorrer con la palabra otras tierras de ficción, transportándonos, como los grandes novelistas, a espacios y tiempos diferentes, provocándonos curiosidad por leer o buscar el sino de una mujer. La primera parte nos presenta una fundación, una institución —desde aquella argentina historia existen— típicamente fresaniana que es el epicentro onírico y encontraremos una genial crítica al uso del diálogo; en la tercera parte hay, por ejemplo, un elogio de las librerías o se recomienda a Henry James y, además, existe la utilización de la herramienta literaria de la diseminación/recolección, a la manera barroca, recordando lo expuesto antes por partes reunido ahora en un todo; los elementos que Fresán va aportando son muchos más y todos y cada uno de ellos sirven para engarzar historias dentro de historias, recurso que desde el Quijote conocemos: esto despierta interés y, como decíamos antes, aviva la curiosidad, ya que no sabemos distinguir entre realidad y ficción, entre lo verosímil y la epifanía inventada por la mente del escritor. La obra de Fresán es aglutinadora de sí misma, inventiva e imaginativa desde el principio, pero en concreto contemplaremos en este libro las devoradoras reflexiones sobre la vida, la muerte, el paso del tiempo y, en fin, los temas centrales de cualquier artista que llevan al lector a conocer el trabajo del escritor, su toma de posición ante elevados temas y la inevitable madurez —ah, Peter Hook— que ha adquirido Fresán y que lo convierte en un gran narrador.
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Nuestro mismo idioma
Alejandro Espinosa Fuentes Contrabando: Valencia, 2017 198 págs.
Sobrevivir gracias al lenguaje Por Ale Oseguera Nuestro mismo idioma se enmarca en el panorama de la joven novela mexicana, cuyo entorno es el de la militarización de las ciudades, las atmósferas del miedo y la normalización del crimen. No obstante, a diferencia de sus coetáneos, no cae en el vicio común de la denuncia, o incluso, de la narración cuasi periodística que pretende servir de testimonio del contexto histórico, político y social del México actual. En esta novela, el joven autor Alejandro Espinosa (Ciudad de México, 1991) parte de paisajes conocidos, como la familia o la inseguridad social, para hurgar en la experiencia personal, en los límites entre la ficción y la realidad, y en la falta de diálogo certero entre las personas. Esta novela nos presenta tres personajes que vuelven al lugar de sus memorias. Tomás, un joven impaciente e impetuoso que busca escribir una novela, viaja con su abuela, Marina Henestrosa, a la ciudad de Saltillo, en el caluroso norte del país. Allí, sus vidas se cruzan con la de Itzel Villalba, una mujer adulta apasionada de la poesía que se ve obligada a volver a México tras la ruina económica de su familia. Los tres personajes retornan a esa ciudad de su pasado para encontrarla ahora convertida en un lugar reinado por el miedo. Es en esa ardiente y amenazante ciudad del desierto mexicano donde los personajes desarrollan la búsqueda del hilo conductor de sus vidas; un viaje interior donde la dominación del lenguaje aparece como una herramienta de supervivencia emocional. Tomás, por ejemplo, lucha por escribir la novela que reconcilie su presente con su pasado y futuro. Itzel, que detesta todo lo mexicano — sus tradiciones, costumbres, olores, sabores, colores—, reinventa el vocabulario para dotar de significados nuevos a palabras de uso común como desastre o contento. Y Marina, en medio de su demencia, olvida y desolvida fragmentos de su vida, a la vez que confunde ficción y realidad a causa de un tumor cerebral.
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Estos personajes representan tres facetas distintas en un escritor que no domina su herramienta. Tomás se frustra por la imposibilidad de escribir. Itzel, secuestrada en su propia casa, prueba a transformar su mundo deshojando el lenguaje. Y Marina intenta ya reconciliarse con todas las palabras que no pudo leer, ni escuchar, ni decir. En contraposición a estos tres personajes, el autor nos presenta a un cuarto: Horacio Acevedo, joven alumno de Itzel. Acevedo no lucha contra la incoherencia, sino que la naturaliza y la hace suya. Sus poemas, que remontan fuertemente a las distopías de Philip K. Dick, fascinan a Itzel por su uso de las palabras como medios de libertad. Y, en un giro que roza la ciencia ficción, interfieren en Marina a través de la placa de metal que le controla el tumor. Las palabras se convierten, pues, en un quinto personaje de la novela. Se presentan como puntos en un mapa en el que se traza la ruta del aprendizaje a través del fracaso, de las decisiones y del recuerdo. En Nuestro mismo idioma, Alejandro Espinosa recurre a los significados personales que cada uno le otorga a un vocablo para plantear incógnitas: ¿qué pasa con todas las palabras que se quedan suspendidas en una conversación interrumpida? ¿A dónde van los mensajes que no llegan, las palabras escritas en cartas borradas con el tiempo? ¿A quiénes llegan? ¿Cómo forman parte de mi historia? Así, el lenguaje como herramienta vital es el tema central de Nuestro mismo idioma, novela galardonada con el Premio Nacional de Novela Joven José Revueltas 2015. Espinosa redimensiona en ella, con un uso magistral de la palabra, la naturaleza humana a través del lenguaje. Y la dota de matices, caras y colores para retornar a lo esencial en medio de la barbarie, en un país donde, tal y como afirma el personaje de Tomás, ya no hay mucha diferencia entre la vida y la muerte.
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Paul Auster (Traducción de Benito Gómez Ibáñez) Seix Barral: Barcelona, 2017 960 págs.
Senderos que se bifurcan Por José Antonio Vila ¿Qué camino seguimos hasta convertirnos en nosotros mismos? ¿Qué se hubiera hecho de nosotros si las circunstancias en las que crecimos y nos formamos no hubieran sido exactamente las mismas… pero parecidas? Los hechos de nuestra vida serían, sin embargo, otros, las decisiones que hubiéramos tomado tampoco habrían sido iguales, y cada cambio habría desencadenado a su vez muchas otras posibilidades más. Este es el enfoque desde el cual se plantea la nueva novela (la primera en siete años) de Paul Auster, 4321. El título responde a los cuatro recorridos que el libro propone por lo que serán cuatro versiones distintas de la vida de un mismo personaje protagonista, Archibald Archie Ferguson, desde su niñez hasta los años de su primera juventud y la entrada en la vida adulta. La revisión de sus propias raíces y periodo de aprendizaje en sus dos últimos libros, Diario de invierno e Informe del interior, ambos de índole autobiográfica, probablemente inspiraran a Auster el proyecto de dar forma, ahora a partir del ámbito de la ficción, a este voluble personaje que, como el autor, nace en 1947, en los suburbios judíos de Nueva Jersey, experimenta en su infancia el relativo bienestar de la pequeña clase media (pero con el recuerdo todavía muy vivo de las penurias de los abuelos emigrantes) y luego conoce los altibajos y vacilaciones de su educación sentimental al tiempo que la convulsión de esa década de 1960 que vio la guerra del Vietnam, la carrera espacial y el recalentamiento de la Guerra Fría, el comienzo del conflicto árabe-israelí, los asesinatos de los Kennedy y Martin Luther King, las revueltas estudiantiles y mayo del 68, la tensión de los disturbios raciales y el movimiento de derechos civiles, la contracultura y el choque generacional. Esos senderos que cada «versión» de Ferguson recorre tendrán muchas similitudes entre sí, pero también divergencias importantes que modificarán las relaciones del prota-
gonista con su familia, padres, amigos, amores, e incluso su sexualidad; y a pesar de esos «desvíos» encontraremos asimismo constantes, la principal de las cuales será una temprana vocación literaria: la fascinación por las palabras y la voracidad lectora que marcarán siempre el norte de su existencia. 4321 es un original bildungsroman que juega a ser una moneda que no tuviera dos sino cuatro caras. Cuatro bifurcaciones que se presentan como un viaje alrededor de esa geometría secreta de accidentes y casualidades que Auster ha llamado en alguna ocasión «el mecanismo de la vida» y sobre el que vamos construyendo nuestras historias. En cierto sentido, 4321 funciona como traslación posmoderna del modelo clásico de la saga familiar, pero centrada en un único individuo que se multiplica por cuatro y que Auster utiliza para aproximarse de nuevo a sus temas de siempre: la delgadísima línea que separa en nuestra percepción del mundo la realidad de la ficción, cómo la verdad, al «narrativizarse», se construye con las mismas herramientas que la literatura, el misterio de la personalidad y el incurable deseo de comprenderlo a través de la escritura. Extrañamente podría decirse también que estamos ante el Auster más «realista», porque aquí se desprende de uno de sus recursos habituales, la creación de una atmósfera intrigante mediante el uso de procedimientos de la novela policial, para apostarlo todo a otra de sus bazas fuertes: la capacidad de fabulación. La prosa, con frases mucho más largas y circunstanciadas de lo que acostumbra su estilo por lo general transparente, aspira a crear un ritmo que se apodere del lector y lo inste a seguir leyendo. Auster logra salir con bien de ese desafío; aunque la novela no es perfecta. Acaso sea excesivamente prolija en el afán por capturar una época concreta de la historia, tal vez propenda demasiado a la digresión y a la sobreabundancia de detalles así como a demorarse en algunos episodios menores que quizá hubieran podido podarse sin merma del hilo narrativo ni de la sustancia temática y literaria del libro (el relato alcanza casi las mil páginas en su edición española). Pero a despecho de esos defectos… qué bueno volver a tener una novela de Paul Auster en las manos.
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Mi vida en rojo Kubrick
Simon Roy (Traducción de Regina López Muñoz) Alpha Decay: Barcelona, 2017 167 págs.
Nunca bajes la guardia Por Antonio Lafarque Joliette, Canadá, otoño de 1942: el doctor Forest revienta a martillazos la cabeza de su esposa en presencia de las hijas gemelas de ambos, Christiane y Danielle, de cinco años. Acto seguido, se ahorca. Las despavoridas niñas se esconden en un maizal hasta ser rescatadas tres noches después. Crecen con sus abuelos y con catorce años Christiane desaparece para siempre. Danielle muere en 2013, al segundo intento de suicidio, por sobredosis de antidepresivos. Deja un hijo llamado Simon Roy. Cuenta Roy en Mi vida en rojo Kubrick —excelente autobiografía y ensayo sobre el Mal— que de niño vio en televisión El resplandor y desde entonces no fue el mismo. Una línea de diálogo pronunciada con voz distorsionada, «¿Quieres un helado, Doc?», lo asustó y fascinó. Poco a poco fue percatándose de las inquietantes similitudes entre la realidad de los sucesos familiares y la ficción del film, al que continúa enganchado. Veamos algunas. El abuelo de Roy era alcohólico, al igual que Stephen King y Jack Torrance, el protagonista de la novela y la película. Cuando cometió el homicidio, Forest vestía camisa azul celeste, el color de los ojos de su esposa y del traje de las fantasmales hermanas Grady del film. La madre y la tía de Roy eran gemelas monocigóticas, como las Grady, también asesinadas a hachazos por el padre, anterior vigilante del hotel Overlook donde transcurre la acción, que asimismo se suicidó. Danny Torrance huye de su padre y se esconde en el jardín del hotel, y la madre y la tía de Roy en un maizal. El libro es la historia de esa fatídica seducción. Articulado en cincuenta y dos tableaux montados de forma sincopada, pivota sobre dos sombras: la película y la madre. De la madre evoca los recuerdos infantiles y los doce días de agonía en el hospital. De la primera juega, esencialmente, con la marea de sangre que vomitan los ascensores del hotel y con los significados arcanos del número 42, en verdad angustiosos. Por ejemplo, la tragedia de los
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Forest tuvo lugar en 1942. La madre de Roy perpetró su primer intento de suicidio a los cuarenta y dos años. Es el número de automóviles aparcados en el Overlook cuando Jack Torrance llega por primera vez. Cuarenta y dos veces Wendy blande el bate de béisbol ante su marido mientras sube de espaldas la escalera y Danny Torrance pronuncia «¡Redrum!» (murder, al revés) frente al espejo. Roy sigue el consejo de Lautréamont: «Transmitid a aquellos que os lean sólo la experiencia que se desprende del dolor». Kubrick hizo de la steadycam un endoscopio y exploró los pasillos del hotel y del laberinto vegetal como si fueran las circunvoluciones cerebrales del protagonista. La steady de Roy es la webcam de su ordenador, un dispositivo para observar y ser observado, como un espejo de doble luna que refleja el exterior y el interior, su interior. Nos convence de que cualquiera es potencial vector del Horror, por lo que conviene estar avizor: «Somos nosotros los lobos feroces de los cuentos que oíamos de pequeños». Si escribiendo pretendía deshacerse de sus temores, quizá haya conseguido el efecto contrario, transformarlos en enormes interrogantes sin respuesta, del tipo: «¿Es concebible que yo pueda oír el eco de los martillazos asestados a mi abuela cuando mi madre tenía sólo cinco años?», que causan bastante desasosiego en la mente del lector. No obstante, Mi vida en rojo Kubrick, de sintaxis elegante y alejada del regodeo gore, tiene por momentos un tono poético. Roy se atreve a desafiar a Rimbaud: «Yo no siempre es necesariamente otro», y a teorizar en torno a Lacan y el espejo como objeto identitario: «Un espejo no miente». Su reflejo puede hacerse insoportable porque la Locura no necesita del otro, de ahí el miedo a que los hechos puedan repetirse a través de su persona y prolongarse en su hija. En 2021 se cumplirán cuarenta y dos años desde que Roy viera por vez primera El resplandor. La cabalística posibilidad de que el monstruo que anida en el genoma familiar reaparezca cobra enteros. Los aliens son difíciles de exterminar.
Pequeñas sediciones
Javier Vela Menoscuarto: Palencia, 2017 64 págs.
Esencia, destino y existencia Por Darío Hernández Javier Vela, hasta hoy conocido como traductor y, sobre todo, como poeta, ha comenzado su andadura ahora también como narrador con esta breve colección de cuarenta y cinco microrrelatos titulada Pequeñas sediciones, editada por Menoscuarto, editorial de referencia en el ámbito de la minificción. No parece, además, que pueda considerarse este libro una publicación anecdótica o una «pequeña sedición» dentro del conjunto de la obra de Vela, sino, muy por el contrario, un primer paso dado con decisión por parte del autor en el largo camino de posibilidades estéticas que abre ante cualquier escritor la producción micronarrativa. Cabe decir, asimismo, que algunos de sus microrrelatos ya habían aparecido anteriormente en varias revistas literarias españolas. La colección se inicia con una cita del famoso filósofo y escritor George Santayana, cita que, como bien explicó Manuel Hidalgo en una reseña previa, «no es un adorno, sino el perfecto resumen programático y conceptual del libro» (El Cultural, El Mundo, 3-8-2017); dice así: «Todo en la naturaleza tiene una esencia lírica, un destino trágico y una existencia cómica». En este sentido, podemos afirmar que son estos los tres pilares sobre los que parece erigirse el fondo ideológico de Pequeñas sediciones, donde se indaga sobre los límites de las esencias frente a las apariencias, de la predestinación frente a la voluntad del ser y su libre albedrío y de la existencia fáctica frente a la del hipotético más allá. Se utilizan para ello, además, los vehículos temáticos y estilísticos de lo lírico, lo trágico y lo cómico, así como su combinación tragicómica cuando Vela hace gala, por ejemplo, de su habilidad para el humor negro (v.g. «Boston, Massachusetts»). Su formación como poeta sin duda influyó en el lenguaje y el tono empleados por Vela en muchos de sus microrrelatos, también en lo que respecta a la creación de determinados espacios y ambientes en los que se
desarrollan las acciones de los personajes. Ejemplos de ello podemos encontrar en «Memorias del subsuelo», «Oficio de tinieblas», «Strange fruit», «El cosmos: bola ocho», «Pietà», «Después del Tercer Reich» o «Chartreuse», texto con el que termina la colección y donde el autor emplea un estilo frecuente en otros de sus microrrelatos y que viene marcado por el rápido ritmo, las frases cortas y la sucesión de imágenes que conducen a un inesperado final, a menudo igualmente trágico. Al igual que ocurría en las antiguas tragedias griegas, muchos de los protagonistas de estos microrrelatos se baten en infructuosas luchas contra sus inevitables destinos, luchas que o bien adoptan un carácter dramático (v.g. «Para una alegoría») o bien, en ocasiones, cómico (v.g. «Best-seller»). Por otra parte, pueden distinguirse entre los protagonistas otras dos actitudes ante el destino: la de aquellos resignados que parecen aceptar sin más sus propios infortunios, adoptando patéticos roles (v.g. «El impostor»), y la de quienes, frente a ello, escondidos entre las sombras y en silencio parecen ir fraguando ciertamente una especie de sedición o de venganza contra sus sinos (v.g. «El arte de la guerra»). Nuestra existencia, como pensaba Santayana, es en sí misma cómica, y así pues, nada más absurdo y ridículo que la vida de aquellos que no han alcanzado o han perdido la capacidad de relativizar sus creencias y de reírse de sí mismos, de reconocer sus limitaciones y sus miedos, tal y como le ocurre, por ejemplo, al protagonista del simpático microrrelato «Otra vuelta de tuerca». Consciente de que el mundo en el que vivimos está sometido a las leyes de la mutabilidad y la paradoja y de que somos nosotros frutos del azar, confeccionó Javier Vela otros microrrelatos también destacables como «Las causas», «Los afectos», «Una versión apócrifa», «Amor» o «El del coco», los cuales, como el resto, harán disfrutar y reflexionar a los lectores de Pequeñas sediciones.
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Las flores suicidas
Juan Herrezuelo Talentura: Madrid, 2017 190 págs.
Un viaje hacia lo desconcertante Por Miguel Sanfeliu El escritor se sirve de la realidad para retorcerla, retar sus límites, moldearla e incluso darle la vuelta. Hay escritores que se mueven en un terreno que se encuentra a medio camino entre la vigilia y la duermevela, en un territorio donde las cosas imposibles pueden suceder con la mayor naturalidad, y nos cuentan esas cosas con tal detalle que, cuando por fin salimos de sus historias, lo único que podemos hacer es cuestionar nuestro propio mundo. Juan Herrezuelo, uno de esos autores secretos a los que vale la pena seguirle la pista, acaba de publicar un nuevo libro de cuentos titulado Las flores suicidas, en la editorial Talentura. Herrezuelo es autor de la novela El veneno de la fatiga, que ya puede considerarse de culto, y de dos libros de relatos: Desde el lugar donde me oculto y Pasadizos, que quedó finalista en el VIII Premio Setenil al mejor libro de relatos publicado en España en 2011. En este nuevo libro, Las flores suicidas, compuesto por cinco historias, el lector reconoce de inmediato el estilo pulcro y elegante, de frases precisas y elementos poéticos, los juegos de perspectivas, la irrupción de lo fantástico de un modo tan sutil que resulta natural. Hay muchas cosas que destacar en este libro, muchos hallazgos que convierten la lectura en un viaje hacia lo desconcertante, tan sólo para constatar que la realidad no es tan segura como algunos pueden creer. «Si quisiéramos buscar verdades incontrovertibles tendríamos que ir cuestionando todo cuanto tenemos por cierto», nos dice uno de los narradores del último cuento, el que da título al conjunto. Y puede ser una frase que defina muy bien el espíritu del libro. El primero de los relatos, «La esfera de sus plumas», presenta un escenario apocalíptico en el que la humanidad ha sucumbido a un virus propagado por las palomas. Sin embargo, es posible que las cosas no sean exactamen-
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te así, quizá el lector sólo se encuentre participando de la perspectiva del personaje, una mujer encerrada en su casa que no se atreve a abrir las ventanas. Y esta duda se mantendrá durante toda la aventura lectora que nos propone Herrezuelo. El viaje que realiza el protagonista de «El fuego sordo», que regresa de una entrevista de trabajo que ha salido mal, o la búsqueda de una salida que ayude a un niño traumatizado por la muerte de su mejor amigo, en «El camino de los aires», nos plantean situaciones que nos obligan a bucear en las historias, a cuestionar su planteamiento. Asimismo, «Vísperas de olvido» supone quizá el mejor ejemplo de cómo el autor juega con la perspectiva del lector y le descoloca, le hace dudar de qué parte de la historia es real. Este cuento se inicia en forma de obra de teatro para cambiar bruscamente a una escena entre un hombre y su esposa y, por último, adoptar la forma de una crónica periodística. Por último, «Las flores suicidas» nos habla de un hombre que visita a su tío en la cárcel, acusado de haber matado a una mujer joven. La narración en tercera persona sobre el protagonista se alterna con el relato en primera persona del tío, que despliega una compleja trama de conspiraciones y señales apocalípticas. Una historia hipnótica con una documentada y precisa base real. Las voces narrativas de estas historias son muy importantes, Herrezuelo estudia con sumo cuidado dónde coloca al lector en cada momento. Plantea situaciones cotidianas para luego retorcerlas, introducir elementos anómalos que trastocan la perspectiva, que ponen en duda a la historia en sí. Y lo mejor es dejarse llevar por el juego que nos propone este magnífico libro, en el que los géneros se dinamitan y las tramas se retuercen en una propuesta cuya finalidad es la literatura en estado puro. Una lectura que entretiene, que plantea dilemas, que afronta retos formales y que debería tener la difusión que sin duda merece.
El concepto de ficción
Juan José Saer Rayo Verde: Barcelona, 2016 256 págs.
Los autoengaños del oficio Por José de María Romero Barea La mayoría de los escritores emplea, de forma consciente o no, los (reprobables) hábitos adquiridos en el ejercicio de su profesión, y entiende que, en ciertos aspectos, el discurrir de la escritura supone una especie de viaje de autodescubrimiento que consiste en analizarse de forma introspectiva mientras se escribe. Pocos autores, sin embargo, poseen la lúcida apreciación del novelista argentino Juan José Saer (Serodino, 1937 - París, 2005) por estos impulsos. La colección de ensayos El concepto de ficción (1997; Rayo Verde Editorial, 2016) es la prueba viviente de esa fascinación. Se recogen aquí, en su mayoría, artículos periodísticos, solicitados o no, publicados o (hasta ahora) inéditos: «No constituyen una teoría del relato de ficción, sino más bien una serie de normas personales para ayudarme a escribir alguna narración que justifique tantas páginas borroneadas» («Explicación»). Leídos juntos, abarcan temas tan diversos como los logros del polaco Witold Gombrowicz («El entrelazamiento único de la aventura witoldiana […] consiste en la hipérbole de su destino que lo llevó, de una marginalidad teórica y relativa, a una real y absoluta»; «Gombrowicz en la Argentina»), o la singularidad del argentino Jorge Luis Borges («... esos dislates, esas manías […] esos extraños caprichos reunidos constituyen una excelente literatura»; «Borges francófobo»), mientras nos recuerdan que el legado intelectual de ambos sigue vivo. Como sucede con la mejor crítica, sus ensayos se leen como si asistiéramos en primera persona al placer de leer: hay, por lo menos, tanto circunloquio como certeza adamantina; se cuestionan y sondean las verdades, se llega a ellas desde todos los ángulos, mientras se rechaza el sólido terreno de la idea preconcebida. La hermenéutica tradicional nos advierte contra la tendencia a privilegiar la peripecia vital del autor a su
obra. Eso es precisamente lo que promulga el artículo que da título a la colección, mientras nos invita a compartir las lecturas de Saer y lo que de ellas ha aprendido: «La verdad no es necesariamente lo contrario de ficción, […] cuando optamos por la práctica de la ficción no lo hacemos con el propósito turbio de tergiversar la verdad». En su acercamiento al modernismo del norteamericano William Faulkner, por ejemplo, acierta el argentino al afirmar que todas sus narraciones son poco fiables: «En la relectura experimentamos también el doble placer de la repetición y del descubrimiento, porque la ley según la cual todo gran texto literario es uno y múltiple admite esa contradicción» («Santuario, 31»). Esto no significa que no podamos o debamos confiar en ellas: sólo significa que hay que reescribir la noción de confianza. El propio Saer no olvida incluirse en esa ecuación. Hay recompensas en la mayoría de los rincones de este libro. Sobre todo, cuando el autor de El entenado (1983) se preocupa por las máscaras de la autorevelación del lenguaje, atraído, como siempre escribió, por los escritores que comparten esa preocupación. Se refiere, así, a las estrategias de autonomía en, por ejemplo, Raymond Chandler: «Un blanco predilecto de su indignación es, justamente, el capitalismo monopolista que envenena la vida americana e ignora, en su codicia y en su crueldad, los viejos valores del individualismo liberal que Chandler profesa. Esa fobia antimercantil ha de ser, me parece, un dato clave para interpretar sus novelas» («El largo adiós»). Algunos escritores están presentes, en cuerpo y alma, en lo que escriben. Ninguno más presente que Saer en esta selección. Una y otra vez en su prosa, una descripción precisa de los procesos de pensamiento genera, en la frase siguiente, una generalización acerca de alguna paradoja en el comportamiento humano. Analiza el argentino no para denunciar o exclamar, no para censurar o burlarse, sino, tolerante, para desentrañar las motivaciones contradictorias y los autoengaños del oficio. El lector sentirá, tras haberlo leído, que conoce a su autor: que asiste a su sabiduría, que obtiene su consuelo.
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Verano en los lagos
Margaret Fuller (Traducción de Martín Schifino) La línea del horizonte: Madrid, 2017 176 págs.
El oficio de mirar Por Ricardo Martínez Llorca Viajar es estar aprendiendo a viajar. La forma en que lo enuncia Margaret Fuller (Cambridge, Massachusets, 1810 - Nueva York, 1850) satisface cualquier intención de vivir encontrando poesía a tu alrededor: «Una visión gloriosa pronto nos satisface, dejándonos contentos con su imagen y con lo que es inferior a su imagen». Es decir, con el resto de lo que hemos presenciado.
En este caso, el recorrido por los Grandes Lagos de la frontera entre Canadá y Estados Unidos sirve para reconciliarse con la vida, incluido ese momento en que la cucaracha nos asustó cuando encendimos la luz para beber un vaso de agua, en una noche de insomnio. Pero Fuller nos demuestra en este libro que no se trata sólo de las cucarachas, pues su sensibilidad supera cualquier convención de la época, mayormente las que se refie-
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ren a la colonización y la humanidad de los indios. Es crítica respecto a cómo se desarrolla la primera, hasta el punto de tachar a los colonos de gente sin ilusión por dedicar energías más nobles, gente que trata de conseguir más holgura y más posesiones. No les importa la caída al vacío marginal de los indios, que Fuller admira por la tranquilidad que transmiten, por la sensibilidad comprensiva con que se relacionan con la naturaleza, por la poca necesidad de poseer, que contribuye a no aniquilar este planeta. Y para Fuller el mundo es un lugar prometedor, siempre y cuando se respete la nobleza del hombre y la convivencia con el paisaje. «Aquí mis ojos y mi corazón están colmados». Fuller habla de la vista como sentido que la regenera y de los espacios abiertos habitables. De hecho, en algún momento se decanta por la agricultura frente a la ganadería, sobre todo la porcina, como actividad humana compatible con el paisaje. Es imposible no remitirnos a Caín y Abel, el mito que se reproduce en las narraciones del Western, como símbolo. Y es que la narración de Fuller está llena de símbolos. La serpiente, por ejemplo, es la parte salvaje e indomable de la naturaleza. Pero durante su viaje no concibe que no se deba amar a ese animal como se ama una puesta de sol, un bosque, un salto de agua. Lugares en los que ella se reconoce, de los que ha visto imágenes y ha leído descripciones. Los clásicos griegos, latinos y británicos están constantemente rondando su imaginación. Nos encontramos frente a una viajera excepcional. Fuller viaja en calidad de persona en una época en la que pocos se atrevían a embarcarse en un viaje largo por una tierra en transformación. En contra de los principios que marcaban que se debía ser colono, militar, periodista, ella se limita a ver unos paisajes que carecen de horizonte. Hermosos e inabarcables, los parajes que rodean los lagos son símbolo de libertad. La integración del hombre en la naturaleza será la versión de libertad que ella defienda, como hicieron Emerson o Thoreau. Y será, por tanto, sabiduría. Regresar a la naturaleza es sabiduría, vivir sobriamente es sabiduría. Y cuidar el lenguaje con el que uno se expresa, que es como uno se comunica con los demás, les respeta, les enamora de aquello de lo que uno está enamorado, es también sabiduría. De eso trata este hermoso relato, de un deseo que no puede errar, porque es ajeno a cualquier frustración, porque es sencillo, como lo son el coraje o la alegría de las muchachas indias que cargan a un bebé a sus espaldas, cuyos ojos vivaces miran de un lado a otro, ajenos a la «ignominiosa servidumbre y la lenta descomposición».
Contra las cosas redondas
Jesús Jiménez Domínguez La Bella Varsovia: Córdoba, 2016 88 págs.
Misticismo naíf Por Ignacio Vleming Pocos poetas se pueden permitir explorar los manidos corredores de la ternura. Los que lo intentan suelen perderse en lo cursi, ñoño o pedante. Sin embargo, Jesús Jiménez Domínguez, con una voz muy clara, consigue evitar los lugares comunes en una escritura que se muestra transparente y lúcida. En Contra las cosas redondas (La Bella Varsovia, 2016) dice que la poesía es «la alumna aventajada de la luz», una afirmación con la que se evocan dos ideas fundamentales: el poema como revelación y el poema como juego de ingenio. Cuando se afirma que la poesía es revelación, enseguida aparecen en el discurso conceptos complicados de definir, bien sea la divinidad o el inconsciente, el corazón o las vísceras. Pero Jiménez Domínguez, alejado de todos los cripticismos, habla de una manera amable como quien conoce a sus lectores de toda la vida. Es fácil imaginárselo contando estos poemas —y decimos contando porque muchos son narraciones breves— igual que quien busca un rincón en la plaza y entretiene a los viandantes. Hay algo de juglar o trovador en este poeta que charla con las ranas y con Rimbaud, que reconstruye la historia épica de las moscas o evoca obras de arte conocidas por todos: La lección de anatomía de Rembrandt o El escriba sentado del Museo del Louvre. Y pese a esta sencillez sus poemas están atravesados por una inercia que sólo puede tener su origen en la revelación, en una mirada que se expresa con una plasticidad engañosamente simple. Dice respecto a la poesía: «La buscamos a tientas en la oscuridad / frotando una palabra contra otra, torpemente, / como esas cerillas húmedas o descabezadas / que, en mitad de un largo velatorio, / tratamos en vano de encender». Y finalmente acaba encendiéndose porque Jiménez Domínguez no desprecia ni el humor —el mejor antídoto contra la ñoñería— ni las palabras comunes, pero tampoco las citas eruditas o las referencias metaliterarias. Lo arma todo con unas buenas dosis de ingenio y mucha empatía para conseguir la complicidad de los lectores.
La estirpe a la que pertenece Jesús Jiménez Domínguez es la de Gloria Fuertes, Carlos Edmundo de Ory, Ángel González y sobre todo Rafael Pérez Estrada, a quien le une, además de una imaginación desbordante, la delicadeza propia de los estetas. Todos estos escritores fueron animistas en potencia, otorgaron voz a los objetos y a los animales, como hacen las fábulas; a los niños y a los locos. Y también se plantearon con cierta ironía las grandes preguntas que aparecen en Contra las cosas redondas cuando el autor dice: «Balbucea a la intemperie el ángel San Gabriel: / ha vuelto a olvidar su última frase» o «El Tiempo, que hace horas extras, trabaja / sin descanso dentro de las conchas de metal, / elaborando sus raras perlas que nadie ve». En este punto, una suerte de misticismo naíf o de mirada tierna coincide con algunos de los escritores de su generación, como pueden ser Patricia Esteban o Sandra Santana, y también con algunos de los nombres más conocidos de la poesía polaca, Adam Zagajewski y Wislawa Szymborska, tan leídos en España hace diez años. El cuarto libro de Jesús Jiménez Domínguez es sin duda el más redondo de todos los que ha publicado hasta la fecha. El más suyo, en el que mejor se oye su voz, una voz marcada por un ritmo vivo y por un decir coloquial, sin ornamentos innecesarios ni estridencias. Es aquí donde mejor se expresa el escritor que hace del poema un relato y del relato un poema sin que le tiemble el pulso, convencido de una propuesta estética que funciona gracias a un delicadísimo trabajo de orfebrería. Podría repetirnos mil veces que ante las formas esféricas opone las cosas informes, que elije las imperfectas, las imprecisas, las irregulares, aquellas llenas de taras, de abolladuras o de dobleces —como nos dice en el poemario—, pero Contra las cosas redondas es una máquina perfecta, un reloj en el que ni sobra ni falta nada y que sin embargo se muestra tan tierno como la mano que le da cuerda.
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Las naciones hechizadas
Viviana Paletta Amargord: Colmenar Viejo, 2017 94 págs.
Decir la violencia Por José Luis Gómez Toré La guerra, el motivo central de Las naciones hechizadas, no aparece con demasiada frecuencia en la lírica, aunque no falten ejemplos a lo largo del XX y de este siglo que ha comenzado muy lejos de esa paz perpetua que soñara Kant. Sin embargo, el interés principal del libro no reside tanto en su tema como en la mirada que se proyecta sobre la violencia. Lo que realmente resulta fascinante es la habilidad de su autora por encontrar el tono justo, y ello pasa precisamente por la variedad de estilos y de perspectivas, en un equilibrio muy difícil entre cierto distanciamiento y el esfuerzo por mirar desde dentro el dolor de las víctimas. En este sentido, me parece que estamos ante un libro intensamente político no tanto por aquello de lo que habla como por la forma en que lo hace, si, de acuerdo con Rancière, lo político en el arte atañe, antes que nada, a los modos de representación. El poemario de Viviana Paletta recurre a un inteligente juego de perspectivas y de voces, que puede adoptar la primera persona del singular o del plural, también la tercera persona, para acabar en la impersonalidad máxima del catálogo del poema final, como un remedo amargamente irónico del anonimato de la guerra. El oscilar del libro entre lo literal y lo simbólico explora, en el fondo, la compleja relación entre realidad y arte. Así, el poema «Pie de foto» plantea los límites de la literalidad, de la obra como documento: «Eso pasó: lo vieron / y lo enseñan. // Pero nadie menciona lo excluido. / Lo que quedó allí sin revelar. / Alguien con un grito ahogándose en el pecho […] No nos transforma. Nos lo muestran. / La foto es literal». El gran riesgo de la escritura de denuncia es contribuir al ruido informativo del que formamos parte, acumular datos, imágenes del horror para provocar una suerte de catarsis perversa que acaba por favorecer la pasividad y la re-
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signación. Afortunadamente, nada de esto sucede aquí, precisamente porque la escritura se mira a sí misma, no busca una posición cómoda, sino que asume la dificultad de ver, de decir la violencia. El perspectivismo que constituye una de las claves del libro nos lleva desde el dolor de una madre a la mirada fría del piloto que confiesa: «Tengo el ciberdolor de los videojuegos». Así se pone en primer plano uno de los rasgos fundamentales de la guerra moderna, su pretendida limpieza quirúrgica. El acierto de Las naciones hechizadas es hacerse consciente de que la guerra actual exige un lenguaje nuevo, o más bien, una pluralidad de lenguajes. No quería dejar de referirme al poema final, cuya importancia ha destacado justamente Óscar Curieses en su prólogo. Ese catálogo de términos bélicos en que parece consistir el poema (en realidad, es mucho más) nos muestra, por si no nos habíamos dado cuenta antes, que no se trata de escribir sobre la guerra, sino desde la guerra, también desde la violencia latente en la palabra. Porque la gran paradoja del lenguaje es que, si, por un lado, rompe con la ley del más fuerte y permite abrir el espacio de la negociación y del diálogo, por otro, puede ser una herramienta más de combate. La lengua también se convierte en un campo de batalla, en absoluto al margen del poder. De ahí la lucidez de ese poema final y de todo el libro. La retórica de la propaganda bélica se aproxima peligrosamente a las herramientas de las que ha echado mano la poesía a través de los tiempos. Si las naciones están hechizadas, si todos, en mayor o menor medida, podemos sucumbir a la seducción de la violencia, la poesía puede ser el lugar del desencantamiento, precisamente porque conoce el hechizo, ese lenguaje mágico que a ella compete dinamitar desde dentro. No otra cosa busca este libro valiente, tan duro como hermoso.
Recomendaciones de Quimera La cajita de Rapé
Javier Alonso García-Pozuelo Maeva, 2017
Novela negra en mayúsculas en un Madrid de mediados del siglo XIX, en el momento que las Cortes están a punto de inaugurarse, el territorio marroquí se ha perdido y comienzan las primeras voces disidentes en relación con el comportamiento del Gobierno con los campesinos andaluces. En este marco, el autor arranca una historia en la que José María Benítez, policía del distrito de La Latina a punto de ascender a inspector jefe de la ciudad, ha de enfrentarse a sí mismo y poner en juego su integridad ante el oscuro poder de la clase dirigente, al investigar, junto a su Watson particular, un joven abogado de origen malagueño y sin experiencia policial, el extraño asesinato de la criada de una familia pudiente, cuyas pistas le llevan a la isla de Cuba, origen de la fortuna del clan. Novela con aire de saga.
El carruaje fantasma
Amelia B. Edwards La biblioteca de Carfax, 2017
Egiptóloga (creadora de la Egypt Exploration Society), periodista, sufragista, feminista y escritora, Amelia B. Edwards es uno de los personajes más fascinantes del siglo XIX. La biblioteca de Carfax nos ofrece, en una estimable traducción de Alberto Chessa, una recopilación de siete relatos sobrenaturales de esta escritora inglesa que se inscriben en la tradición victoriana de M. R. James, Violet Hunt o Henry James, en los que el «asunto» sobrenatural se inserta en una historia verosímil cuya atmósfera se va enrareciendo a medida que que se incrementa la tensión. Un libro imprescindible para quienes disfruten de las historias de fantasmas clásicas.
Todos nuestros presentes equivocados Elan Mastai Alfaguara, 2017
Elan Mastai está llamado a ser el nuevo Douglas Adams en temas de ciencia ficción delirante. Este autor canadiense, colaborador en películas como Alone in the dark o The Samaritan, y ganador del Canadian Screen Award en 2014 por The F word, nos presenta un presente alternativo, situado en el 2016, donde un genio loco ha inventado el motor Goettreider, el cual da energía ilimitada a la humanidad. Por un error en el laboratorio de su padre, el personaje principal salta a un presente distópico, el nuestro, y ha de valorar si le merece la pena volver a su origen, donde su madre acaba de morir, o quedarse con nosotros, en un presente arcaico donde tiene una hermana y su madre sigue viva. Continuos flujos narrativos de ida y vuelta y viajes en el tiempo que no dejan de recordar a Regreso al futuro en un tono más que desenfadado.
Cleopatra
Lucy Hughes-Hallet Fórcola, 2017
Hay que señalarlo: Fórcola se ha convertido en una de las referencias del ensayo literario en España. No se puede decir algo que no sea esto después de las últimas joyas con las que nos está obsequiando, cada vez en un crescendo de gusto y originalidad. Cleopatra (de la galardonadísima Lucy Hughes-Hallet con su anterior ensayo biográfico sobre D'Annunzio) es un ejemplo meridiano. Fórcola rescata el primer gran éxito de Lucy Hughes que recorre la biografía de la última reina de Egipto así como toda la parafernalia de prejuicios, falsas imágenes y exageraciones que se han elaborado sobre esta figura.
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R e c o m e n d a ci o n e s
Variaciones sobre Budapest En busca de la isla esmeralda. Diccionario sentimental de la cultura irlandesa Antorio Rivero Taravillo Fórcola, 2017
Libro original y sorprendente en muchos sentidos. Rivero Taravillo elabora un diccionario personalísimo de términos relacionados con la cultura irlandesa, de la que es gran conocedor. Podemos encontrar esos términos, lugares, personajes que todos conocemos (y muchos más), pero la importancia del personaje, la batalla o el hecho tendrá mayor o menor espacio en relación con el criterio del autor, no con su supuesta importancia universal. Fantástico libro-ensayo-diccionario, que habría que leer de principio a final, como una narración cualquiera, o paladear a pequeños sorbos, como los mejores licores.
Clásicos para la vida. Una pequeña biblioteca ideal Nuccio Ordine Acantilado, 2017
El libro de Ordine está llamado a pertenecer al mismo grupo de obras sobre las que habla. Y, si no, al tiempo, porque se trata de una lectura imprescindible. Comenzando por su prólogo, en el que Ordine traza un alegato a favor de la educación humanística. En él, propone una enseñanza menos utilitaria y mercantil y se decanta por un tipo de educación que atrape al alumno a través de textos antiguos y contemporáneos. A partir de fragmentos de diferentes autores, Ordine dispara el texto escrito y lo lleva más allá de la página para que el lector y el alumno sean capaces de transformar esa palabra prestada en una lección que le acompañará toda la vida. Un libro, ya decimos, encaminado a ser un clásico. De referencia obligada para los docentes, ojalá alcance al mayor número de escuelas posibles.
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Sergi Bellver La línea del horizonte, 2017
La escritura y el viaje corren por caminos paralelos. La posición que adoptamos frente al lugar es la misma que adquirimos frente a una página en blanco. En Variaciones sobre Budapest, Bellver explora su condición de «nómada que observa y escucha», mientras avanza poco a poco, porque la lentitud, nos dice, es una trinchera que contrarresta la velocidad del mundo. Eso es lo que descubriremos en este libro: un personaje errabundo que mira lo que le rodea y trata de captar todas las voces. Un apátrida que atiende primero a la luz que le recibe. Un observador que se detiene y busca en la repetición un viaje en el tiempo sin moverse apenas en el espacio. Un paseante que deambula para reconocer lo que ha leído, porque regresa a un lugar en que nunca ha estado. De ese modo, el viaje y la literatura se confabulan para proporcionarnos la posibilidad de ser otro. De ser en otros. Cuando uno concluye el libro, o da fin a un viaje, sabe que ya es otra persona.
Medio mundo en luz Joan de la Vega La isla de Siltolá, 2017
Tras varios libros en los que la presencia de la naturaleza teñía los poemas con cierto aire panteísta, Joan de la Vega cruza la cuarentena haciendo recuento de vida con un poemario de tintes autobiográficos dividido en dos partes: la primera, «Veintiún poemas en prosa dedicados a quien se hacía llamar Homo en otros tiempos», es un desesperado ajuste de cuentas con el género humano; la segunda, «Esperanza de vida», subtitulada «(auto de fe)», echa la vista atrás de forma autocrítica para dar fe de los años (y los desengaños) vividos. Con una voz singular, profundamente lírica, y un uso impecable de la metáfora y el símbolo, De la Vega nos sumerge en un mundo poético personal, oscuro y desencantado, que de inmediato reconocemos como el nuestro.