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Música y electricidad Enrique Herguera de la Villa
Emociones, impulsos eléctricos, corrientes eclécticas y la música como imprescindible material conductor. Pura sinestesia en la era de la neurociencia y la globalización, un horizonte deslumbrante que el autor, Enrique Helguera, íntimamente vinculado desde la cuna a la cultura mexicana, sitúa desde estas páginas en el epicentro de sus reflexiones y atraviesa de Occidente a Oriente, de Norte a Sur, calzando los zapatos de los desheredados de la historia, los eternos ausentes de todos los palacios de invierno y verano que en el mundo han sido, como aquellos olvidados del Buñuel mexicano, que ya son patrimonio audiovisual de la humanidad Como sabemos quienes amamos la música más allá de lo razonable, las canciones se disparan directo a las vísceras, emulsionan mejor entre convulsiones de electricidad lisérgica, como estampas de un mundo flotante que te calará los huesos. Algo que el autor reivindica cada domingo por la noche desde “Sonideros”, en Radio 3, Radio Nacional de España, agitando el dial con la música y la letra de una revolución tranquila, la del misticismo panteísta y telúrico de los olvidados.
Mon tesin os
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ColaborAN en este número:
José Abad, Florencia del Campo, Carmen Canet, Bel Carrasco, Alberto Chimal, Celia Corrons, Eva Díaz Riobello, Antonio Ferrer, Aitor Francos, Juan García Única, Alberto García-Teresa, Isabel González, Miguel Ángel Hernández, Toni Hill, Nicolás Hochman, Javier Jiménez (Fórcola), Enrique M. Bueso, Ricardo Martínez Llorca, Carlos Mayoral, María Jesús Mena, Ildiko Nassr, Andreu Navarra Ordoño, Elijah O'Donnell, Jesús Ortega, Antonio Rivero Taravillo, Juan Manuel Romero, José de María Romero Barea, Begoña Sáez Martínez, Rafael Trapiello, Fernando Valls, Isabel Wagemann Fotografía de portada y Dossier:
Elijah O'donnell (unsplash) Editor:
Miguel Riera
Director:
Fernando Clemot
JEFE DE REDACCIÓN:
Jordi Gol
Consejo de redacción:
Álex Chico, Ginés S. Cutillas Diseño: Xavier Balaguer
QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Diciembre 2018
Existen en el panorama literario un puñado de escritores que se escapan a cualquier clasificación. No pertenecen a ninguna escuela o grupo; no se adscriben a ningún ideario; no forman parte de ninguna «generación». Pero tienen en común el desarrollo una sólida labor que va enriqueciendo pertinazmente nuestro acervo con cada libro que publican. En el dossier del número 420 de Quimera hemos querido conversar con algunos de ellos para descubrir sus poéticas personales y establecer un diálogo que permita a los lectores, a través de sus palabras, aproximarse a visiones muy diferentes sobre la escritura y la creación artística. Por eso hemos titulado este dossier «Singulares», porque cada uno de estos autores tiene una forma muy particular de hacer y vivir (y de hacernos vivir) ese hechizo fascinante y necesario que llamamos literatura. JORDI GOL - JEFE DE DE REDACCIÓN
Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL:
B 38779 /1980
Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Edita:
Imprime:
Gráficas Gómez Boj
El salón de los espejos
El holandés errante
Entrevista a Javier Jiménez (Fórcola) – 4
Álex Chico. Tal vez un viaje (Segundo sueño)– 51
El cielo raso
El ambigú
Singulares
Antonio Ferrer:
Entrevista a Miguel Ángel Hernández – 10
Crímenes del futuro de Juan Soto Ivars – 54
Entrevista a Toni Hill – 15
Jesús Ortega:
Entrevista a Alberto Chimal – 21
Las ventajas de la vida en el campo de Pilar Fraile – 55
María Jesús Mena. Historia de una entrevista.
José Abad:
Historia de una mirada – 26
Orlando de Virginia Woolf – 56
Entrevista a Carlos Mayoral – 29
Florencia del Campo:
La vida breve Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
El final de la historia de Lydia Davis – 57 Juan García Única:
Nicolás Hochman. Goteras – 32
Contradiós de Salvador Perpiñá – 58
Los pescadores de perlas
El ladrón de recuerdos de Michael Jacobs – 59
Microrrelatos inéditos de Ildiko Nassr – 35
El castillo de Barba Azul
Ricardo Martínez Llorca: Begoña Sáez Martínez: El lector decadente de varios autores – 60 Alberto García-Teresa:
Poemas inéditos de Antonio Rivero Taravillo – 37
Museo de la clase obrera de Juan Carlos Mestre – 61
Einstein on the Beach
Traducir el silencio de Trinidad Ruíz Marcellán – 62
Aitor Francos. Elogio de la mediocridad
Carmen Canet: El juego del hombre. Discordancias
y de lo inclasificable: el camaleónico Noel Clarasó – 39
de Manuel Neila – 63
Aitor Francos:
José de María Romero Barea.
Juan Manuel Romero:
Secretos de familia, exposiciones suspendidas – 44
Canino de Andrés Navarro – 64
Fernando Valls. Robert Saladrigas: el escritor, el crítico, el amigo – 48
Recomendaciones – 65 3
E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
Entrevista a Javier Jiménez (Fórcola) Por Andreu Navarra Ordoño
El año pasado, la editorial Fórcola cumplió diez años. Durante esta década de dedicación al ensayo, aunque también edita novelas, el proyecto se consolidó como uno de los más sólidos del panorama hispánico, tanto por la calidad de su catálogo como por el nivel de sus autores y la sensibilidad de sus ediciones. Forman parte del particular universo forcoliano Julio Verne, Voltaire, Gabriele D’Annunzio, Alfonso Reyes, Arthur Rimbaud, Octavio Paz, Julio Camba, Dionisio Ridruejo, Ludwig Renn, Richard Wagner, Azorín, Théophile Gautier, Alejo Carpentier, Rudyard Kipling, Sender, Patricia Almarcegui, Remedios Zafra, Amelia Pérez de Villar, Blas Matamoro, Jordi Gracia, Justo Serna, Francisco Fuster, Eduardo Martínez de Pisón, Javier Cacho, Ignacio Peyró, Juan Malpartida, Leonardo Valencia o Fernando Castillo, entre muchos otros. Con nosotros, Javier Jiménez, fundador y capitán de Fórcola Ediciones.
Háblanos de los inicios de Fórcola, hacia 2007, de cómo tuviste esa idea de bombero… En este oficio de los libros, he sido monaguillo antes que fraile. Sin remontarnos a los griegos, con una licenciatura en Filosofía y algún que otro máster, comencé mis andanzas librescas como empleado de las librerías Crisol. Recalé años más tarde en Siruela, como director comercial. Y tras una breve etapa en Páginas de Espuma, como editor de ensayo, fundé Fórcola: decidí dejar de vender los libros de otros para editar los libros que quería vender. Quizá estaba en mis genes: mi abuelo paterno fue linotipista de imprenta en la editorial Escelicer, que publicaba una popular colección de teatro —con las obras de Edgar Neville, Enrique Jardiel Poncela, Miguel Mihura o los hermanos Álvarez Quintero—; las obras completas de don Miguel de Unamuno —unos maravillosos tomos rojos en papel biblia que, como la colección Teatro, aún se pueden encontrar en ferias de libro viejo y de
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ocasión—, y varias colecciones infantiles. Es curioso: de hecho, mi primer libro forcoliano fue un álbum infantil ilustrado, Leo, el dragón lector. Fue una experiencia muy reveladora, de la que aprendí mucho, pero decidí reorientar mi trabajo como editor y en noviembre de 2009 presenté en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, México, los dos primeros títulos de la colección Señales, mi primera incursión como editor independiente en el ensayo escrito en español, lo que ha marcado desde entonces mi línea editorial. Y ¿cómo, de ser el ciudadano Javier Jiménez, te acabaste convirtiendo en «Javier Fórcola»? Fórcola nació coetánea al despegue de las comunicaciones en redes sociales. Fuimos una de las primeras editoriales en tener cuenta en Twitter y de las primeras en utilizar este nuevo canal de comunicación para darnos a conocer a nuestros posibles lectores. Se trataba de gestionar la audiencia online como capital intangible del sello editorial: de los lectores/compradores depende nuestra existencia económica, pero de la audiencia depende nuestra visibilidad, tanto física como virtual. Allá donde no podíamos ni podemos llegar físicamente, podríamos hacerlo virtualmente, y así lo hemos ido consiguiendo. Nuestro mundo lector, querámoslo o no, pasa antes y viene tamizado ya por una pantalla. Mi experiencia como bloguero (con Manuel Gil gestionamos durante años el blog Paradigma Libro y más tarde publicamos un libro que tuvo cierta repercusión, El nuevo paradigma del sector del libro [Trama, 2008]) me convenció de la necesidad de tener una presencia activa en redes como editor, lo que inevitablemente me llevó a convertirme en Javier Fórcola, un alias o si prefieres un nombre de guerra. Editor de combate en la trinchera digital. ¿Cómo ves el sector cultural en España ahora mismo?
Ese es el verdadero valor revolucionario del libro y la lectura. Una lucha silenciosa, cuyas consecuencias están por ver.
Javier Jiménez, Fórcola. Fotografía: Celia Corrons ©
En lo que me compete como lector y como editor, presencio un panorama desolador, donde el libro y la cultura que representa han sido barridos literalmente del mapa. La fascinación por el aparataje y la cacharrería móvil —iPads, iPhones, tablets y demás, a los que en su momento equiparé a la termomix (un nuevo aparato de cocina que no puede sustituir al horno si queremos asar un pollo)— no ha traído más que la imbecilización del ciudadano de a pie, de cualquier edad. Hace unos años, en un día laboral cualquiera, podíamos ver en un vagón de metro a decenas de lectores con un libro en la mano; ahora, esos mismos viajeros manipulan un aparatito de última generación para… ¿leer? No. Si acaso… completar su partida de cartas o algún otro juego infantilizante, ver la nueva chorrada de video trending topic del día o mantener —a gritos y sin pudor alguno— una delirante «conversación» consistente en enviar mensajes grabados de voz a través de guasap, para luego escuchar a todo volumen las respuestas del contertulio retardado. Esto no es la era de la comunicación, es la era de la imbecilidad, en un país/sociedad de mamarrachos. Qué ingenuos fuimos los editores cuando pactamos con las grandes compañías de telefonía móvil… Pensamos que era cierto aquello de que querían nuestros «contenidos» (palabra que suena a todo menos a libro), cuando lo que ellos realmente querían (y han
conseguido) es tráfico, audiencia y, digámoslo ya sin tapujos, dependencia. Érase un mundo pegado a una pantalla. En unos años empezarán a aparecer estudios de psicólogos, pedagogos y psiquiatras hablando de las desastrosas consecuencias de esta nueva adicción consistente en estar permanentemente conectado al móvil. Leer nos hizo libres; la tecnología móvil nos ha hecho esclavos. Una vuelta de tuerca: Agustín, santo y filósofo (y que escribió un curioso tratado de música) inventó la lectura en silencio, la lectura privada y personal, allá por el siglo IV de nuestra era, lo que revolucionó el mundo tal y como se conocía hasta la fecha; hoy en día, unos tipos de marketing con medios y mucha publicidad pretenden convencernos, vendiendo audiolibros en aplicaciones, de que «escuchar» es «leer». Cosas veredes, pero no dejo de pensar que vamos para atrás. ¿Y a España cómo la ves? [Risas] España: unidad de destino hacia… ¿dónde? Versionando a Mario Vargas Llosa, ¿cuándo se jodió España? Pero esta no es la actitud, ni el tema. Somos muchos los que día a día, en trabajo callado, empeñamos nuestra vida en sacar adelante algo que merece la pena, que da sentido a nuestra vida y a la de muchos. Ese es el verdadero valor revolucionario del libro y la lectura. Una lucha silenciosa, cuyas consecuencias están por ver. No creo en los países, las naciones, los Estados. Creo en las personas. Y en el valor transformador de la cultura, del libro y la lectura. Por lo demás, disfruto cada día, como lector, del buen trabajo que muchos colegas llevan adelante editando catálogos de excepción: de ellos aprendo cada día. Quizá eso me consuele de la miseria de otros, pocos y contados, con nombre y apellidos, que tan sólo tienen talento para fabricar humo, vender fantasmadas o robar ideas a los demás; o de la última salida de pata de banco de ese editor jubilado, que nos condena a la muerte, al despido o a la ruina a los editores que no vamos a la
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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
Entrevista a Javier Jiménez (Fórcola)
feria del libro de Fráncfort. Cuánta soberbia, cuánta prepotencia. Mi solidaridad con los pequeños editores, cientos, que hacen un trabajo excelente y que, por desgracia, no tienen el relumbrón de los medios ni figuran en las listas —siempre interesadas— de los libros más vendidos. Sabes muy buenas anécdotas: ¿puedes explicarnos la del título de Mierda y catástrofe, de Fernando Castro, y de paso también la leyenda que rodea al urinario de esa portada? Titular un libro es todo un arte. En alguno de nuestros libros encontrar un buen título no ha sido tarea fácil. Pero con la complicidad del autor hemos acertado sobremanera. Ese ha sido el caso de Mierda y catástrofe, el magnífico ensayo del filósofo, crítico y ensayista Fernando Castro Flórez sobre las claves del arte contemporáneo. El impacto es brutal: es un título que electriza al posible lector, hipnotiza al paseante de la librería, que ve captada su atención de forma fulminante cuando el libro está en la mesa de novedades o en alguna sección destacado. Como diría el propio autor, uno queda en estado de shock y, tras su lectura, quizá llegue al éxtasis. Alguno de sus alumnos, al solicitar un ejemplar del libro en la librería, ha preferido no pasar un apuro y ha entregado una nota con el título escrito. La cubierta, en su primera edición, reproducía una foto de una copia de La fuente de Duchamp; en su segunda edición, reproduce un inodoro con la leyenda: «Esto no es un Duchamp». Eres un apasionado de los viajes: ¿cuáles son los lugares forcolianos y por qué motivos editas unos relatos de viajes concretos y no otros? Cada libro —como la fórcola veneciana— es resultado de un trabajo artesano, ese que da sentido a un oficio que trata al libro no como simple mercancía o producto de mercado, sino como objeto bello en sí mismo, bien por cómo está editado, bien por su asunto evocador o sugerente. Periplos es nuestra colección de libros de viaje, donde el viaje tiene un campo semántico amplio, lo que hace que sus títulos incluyan biografías (Rulfo, Lispector, Italo Svevo, Cleopatra), crónicas (Azorín, Camba, Agustí, Lalo), diccionarios culturales de autor (Peyró, Rivero Taravillo) y hasta un par de novelas de Jules Verne (Claudius Bombarnac y César Cascabel), prologadas por el sabio geógrafo Eduardo Martínez de Pisón, al que recientemente se le ha concedido la prime-
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Javier Jiménez, Fórcola. Fotografía: Rafael Trapiello ©
ra Cátedra de Parques Nacionales. De él acabamos de publicar Viajes al centro de la Tierra. Noticias literarias, de Homero a Jules Verne, que completa su trilogía sobre «Geografía y Literatura»; le preceden La Tierra de Jules Verne y La montaña y el arte. Tampoco nos asusta el frío polar, y los tres libros de Javier Cacho sobre los héroes de la conquista de los Polos (Amundsen-Scott. Duelo en la Antártida; Shackleton, el indomable; Nansen, maestro de la exploración polar) se completan ahora con un delicioso libro dedicado al barco más famoso de la historia de la exploración polar: Yo, el Fram. La Roma de d’Annunzio, los viajes de Vivant Denon, padre de la egiptomanía, o las cartas de Napoleón a Josefina completan esta colección viajera. Nuestra última satisfacción: Blas Matamoro ha obtenido el Premio de Ensayo de la Academia de Letras Argentina por su libro Con ritmo de tango, un muy personal diccionario sobre el país que le vio nacer y que desde hace cuarenta años contempla desde Madrid como un verdadero gato castizo. ¿Qué es la «filosofía de la patata»? ¿Cómo te has enterado de esto? Hace años, en mis tiempos de facultad, edité una revista titulada Gárgola (todo tiene su pasado). En su primer (y único) número publiqué un artículo titulado «La filosofía de la
patata». La filosofía, como la patata, ha sido y es alimento fundamental, primario, esencial. La hambruna de filosofía que estamos viviendo actualmente quizá llegue a tener peores consecuencias que las que tuvo la Gran Hambruna irlandesa del siglo XIX. Esta vez, las víctimas serán nuestras mentes. Las consecuencias de una sociedad que no sólo no piensa, sino a la que por todos los medios se le impide llegar a pensar por sí misma, ya se están haciendo notar a marchas forzadas: la corrupción política, la desidia de nuestra juventud, la victoria del populismo, las frivolidades de la posverdad, los estragos del nacionalismo, los desvaríos del nuevo lenguaje presuntamente inclusivo, la ciega militancia del animalismo y del postureo de cierto feminismo de sofá. De todo ello habla el nuevo libro de Ricardo Moreno que acabamos de publicar: Breve tratado sobre la estupidez humana. ¿Cómo son los ensayos que más te interesan? ¿Cómo sería para ti el ensayo perfecto? El que invite a reflexionar. Aunque la propia palabra ensayo es incompatible con el concepto de perfección. Digamos que un ensayo cumple su misión si hace despertar la mente del lector. Por lo que no ha de ser complaciente con él. Lo más alejado, pues, de toda esa literatura basura de la autoayuda, o presuntos recetarios pseudofilosóficos, que lo único que ha hecho ha sido alimentar el adolescente caprichoso que el lector lleva dentro. Un ensayo ha de ser exigente y, en último extremo, ha de poner al lector en situación de enfrentarse a sí mismo y hacerse preguntas: ¿quién soy? ¿de dónde vengo? ¿qué puedo esperar? Sí, la filosofía de Kant me marcó mucho en su momento. Sigo siendo un editor ilustrado. Eso en lo que tiene que ver con ensayos de pensamiento. Pero prefiero los ensayos literarios, cuyo objetivo fundamental es hacer gozar al lector y provocarle a su vez nuevas lecturas. ¿Qué autor te encantaría fichar ahora mismo? Una editorial no es un equipo de fútbol. Y mi oficio, el de pequeño editor, tampoco tiene nada que ver con la Liga ni la Champions, o con la denominada industria editorial. Ese ha sido el error durante los últimos veinte años: pensar que el libro y la lectura responden a un sistema industrial cuantificable, medible, y con pretensiones de cotizar en bolsa. El libro y la lectura siempre han sobrevivido en precario. Los zafonazos fueron espejis-
mos: generaron cuenta de resultados, pero no lectores. Y los «fichajes» de algunos autores «superventas», por un grupo editorial u otro, desdibujan el ecosistema real en el que cientos de pequeñas editoriales, bibliodiversas, vivimos cada día, o mejor, sobrevivimos pese a todo. La cuenta de resultados de la industria editorial tiene la mirada corta (como los políticos electoralistas). Hay que tener mirada larga. Y los que saben de fútbol comprueban cada año que un fichaje millonario no garantiza ganar la copa. ¿Cuál es tu filósofo de cabecera, si lo hay? Siempre fue Ortega y Gasset. Recuerdo un vecino de mi infancia, en casa de mis padres, el señor Isaac; tenía una manera hechizante de abordarte: «¿Cuál es el sentido de la vida?» «¿Qué es el ser?» «¿Qué es pensar?». Así, a bocajarro, in media res, sin anestesia. Yo me limitaba a escuchar. La filosofía tiene mucho de escucha, de saber escuchar con atención activa. Pasarían años hasta que yo leyese por mi cuenta a Platón o Aristóteles, a Descartes o a Heidegger. Pero don Isaac me hablaba de «don José Ortega y Gasset», al que se refería como uno de sus maestros. Don Isaac era, de hecho, un maestro jubilado, un maestro de una aldea de Ávila, de donde procedían él y su hermana. Me confesaba, con una sonrisa pétrea mirándome a los ojos, que todos los años leía dos libros: el Quijote y El espectador, de «don José». «Aquí está todo lo que un hombre debe pensar, preguntarse, reflexionar, sobre sí mismo y sobre la vida». Quizá no lo dijera con esas mismas palabras, pero yo así lo recuerdo. Don Isaac fue mi primer gran maestro de la vida. Quizá gracias a él, sin yo saberlo, decidí estudiar Filosofía. ¿Te influyó de algún modo, cuando estudiabas, Julián Marías, al que también has editado? De Julián Marías me habló un amigo entrañable de mi juventud, Paco Caballero, sacerdote, que ya jubilado se doctoró con una tesis sobre el filósofo existencialista francés Gabriel Marcel. Fueron mis primeras lecturas de los libros de Julián Marías casi algo secreto, pues prácticamente estaba prohibido, o desde luego mal visto, en la Facultad de Filosofía de la Complutense. «El peor discípulo de Ortega», llegó a decir algún animal. Sigo recomendando a mis sobrinos la lectura de dos libros suyos, fundamentales: Persona y Mapa del mundo personal. Me llena de orgullo haber publicado en
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Entrevista a Javier Jiménez (Fórcola)
Fórcola La Guerra Civil: ¿cómo pudo ocurrir?, que lleva varias ediciones vendidas y que sigue abriendo mentes a cientos de jóvenes. Años antes, en otra editorial, recuperé sus memorias (Una vida presente) y junto a uno de sus nietos, Daniel Marías, editamos Notas de un viaje a Oriente, su diario en el crucero universitario por el Mediterráneo en el verano de 1933. Eres muy tintinero: ¿por qué Tintín? ¿Qué te atrae de Hergé? Tintín y sus aventuras han sido una conquista de adulto. Yo fui niño de los tebeos de Mortadelo y Filemón, de Astérix y Obélix, de Lucky Luke. Mi amistad con el historiador y ensayista Fernando Castillo —que dirige en Fórcola la colección Siglo XX, donde hemos publicado el mejor libro de Eduardo Arroyo (Panamá Al Brown), recuperado del olvido dos magníficos libros de Ludwig Renn (Guerra y La Guerra Civil española), o la edición definitiva de Cuadernos de Rusia, de Dionisio Ridruejo— me llevó a leer con pasión las novelas de Patrick Modiano y, desde luego, a adentrarme en el universo de Hergé. Eso nos llevó a publicar Tintín-Hergé: una vida del siglo XX, una de las más originales aproximaciones a la obra de Georges Remi y, por extensión, una mirada privilegiada a los grandes acontecimientos históricos, culturales y artísticos de gran parte del siglo pasado. Y tu atracción por los playmobil camaleónicos, ¿de dónde procede? Aquí se nota el salto generacional que nos separa, querido Andreu. Para los de mi quinta, siempre fueron los clicks de Famobil. Sus miles de personajes permiten proyectar nuestra vida en un mundo fantástico e ideal, generar un ensueño, una historia que contar, desbordan nuestra imaginación. Sí, utilizo muchas veces en redes sociales uno de estos muñecos junto a alguno de los libros forcolianos y siempre con un sentido. Nuestro libro no es uno más, tiene algo especial, que el lector ha de descubrir, y el click le puede dar una pista. Un guiño, finalmente, simpático, del editor a sus lectores.
sica clásica me ha convertido en editor de libros de temática musical: ahí están las hermosas monografías que el crítico musical Fernando Fraga ha dedicado al mundo de la ópera (Simplemente divas y María Callas. El adiós a la diva), los ensayos de Blas Matamoro sobre Nietzsche y Carpentier y su relación con la música, o el soberbio y original ensayo colectivo sobre Wagner y el cine, una rareza en sí mismo. Lo último, que llega a librerías en octubre, es la novela de Stefano Russomanno que publicamos en la colección Ficciones —que dirige la escritora y traductora Amelia Pérez de Villar—: El concierto, un particular homenaje al virtuoso pianista italiano Arturo Benedetti Michelangeli. ¿Qué lees ahora mismo? En mi mesilla siempre hay varios libros danzando. Soy un lector omnívoro e insaciable. Estoy leyendo la poesía de Chantal Maillard (Matar a Platón, Hilos…); avanzo en el epistolario entre María Zambrano y Ramón Gaya (Y así nos entendimos); llevo semanas leyendo los artículos de Álvaro Cunqueiro y Ramón Pérez de Ayala; me aventuro en algunas páginas del primer Camilo José Cela, o sigo leyendo a José Pla, ahora su Viaje a Rusia. ¿Cuáles son los proyectos actuales de Fórcola? En breve llegará a las librerías un nuevo ensayo de Fernando Fraga: Rossini y España, coincidiendo con el ciento cincuenta aniversario de la muerte del compositor italiano.
Andreu Navarra Ordoño (1981) es escritor e historiador. Doctor en Filología Hispánica (2010), enseña Historia de la Cultura Contemporánea en la Universitat Oberta de Catalunya. Ha publicado El espejo blanco. Viajeros españoles
en Rusia (Fórcola, 2016), El ateísmo. La aventura de pensar libremente en España (Cátedra, 2016), El regeneracionismo. La continuidad reformista (Cátedra, 2015), 1914. Aliadófilos y germanófilos en la cultura española (Cátedra, 2014), El anti-
¿Qué óperas prefieres? Sí, soy un melómano empedernido. Y quienes me siguen y conocen saben de mi fascinación por el mundo de la ópera. Mozart, Verdi o Puccini nunca faltan. En épocas más densas en el trabajo (pues todo melómano es ciclotímico), preside siempre Wagner. Es cuando me dan ganas de invadir Polonia… Mi pasión por la mú-
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clericalismo. ¿Una singularidad de la cultura española? (Cátedra, 2013), La región sospechosa. La dialéctica hispanocata-
lana entre 1875 y 1939 (Universidad Autónoma de Barcelona, 2012). Recientemente le ha sido concedido el Premio Café 1916 por su novela Hojas (Sloper, 2017).
Entrevista a Miguel Ángel Hernández
Fernando Clemot – 10
Entrevista a Toni Hill
Redacción – 15
Entrevista a Alberto Chimal Eva Díaz Riobello – 21
Historia de una entrevista. Historia de una mirada
Singulares
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Entrevista a Carlos Mayoral
Bel Carrasco – 29
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El cielo raso
Entrevista a Miguel Ángel Hernández Por Fernando Clemot Fotografías: Enrique M. Bueso ©
Nos encontramos con Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977) al calor de las presentaciones de su tercera novela (tras Intento de escapada y El instante de peligro) con Anagrama, El dolor de los demás. Con esta novela el autor ha tratado de interpretar y reproducir unos hechos trágicos ocurridos veinte años atrás en la Huerta murciana que le afectaron muy directamente. El escenario, cómo afrontar la narración de algo que te salpica, el bien y el mal absoluto y las consecuencias de narrar algo que te afecta de lleno son los temas sobre los que conversamos con uno de los autores cruciales del panorama reciente español.
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¿Quién es el protagonista principal de la novela: tu yo narrativo, Nicolás o los sucesos de 1995? A lo largo del tiempo ha ido cambiando mi percepción sobre este tema. Desde que empecé a escribirla tuve claro que era mi amigo, luego creí que era yo, o mi reacción a lo que sucedió, y durante un tiempo lo pensé, pero tras las reacciones de la gente que lo ha leído creo que el protagonista es la Huerta, el paisaje. El lugar, el contexto, el ambiente, todo lo que lo envuelve. Eso no lo tenía claro cuando empecé a escribirlo. No era consciente. Se trataba de protagonizar toda la textura del lugar, del tiempo pasado, de la evolución de lo que me rodea, que hacerlo con un personaje en concreto. Si tengo que definirme creo que la Huerta es el verdadero protagonista. Es algo que ni siquiera había visto. A partir de lo que cuentas, ¿ha cambiado tu percepción del lugar, de la Huerta? Lo veo como algo literario, es muy curioso. Para mí era algo muy cercano; nunca creí que pudiera crear un espacio literario allí, me parecía lo más lejano a eso, lo más antiliterario que conocía. Uno no tiene distancia para considerarlo como material narrativo. Ahora cada vez que voy al Yeguas, que paso por la Huerta, se ha introducido una distancia mínima, la de la literatura, que me hace experimentar eso. Hay un pasado, que también ha cambiado; me he reconciliado con ese mundo, y también hay un suplemento literario que hace ver que eso es parte de mi novela. El paisaje se ha empapado de literatura, es una distancia mínima pero cuando aparece cambia toda la perspectiva. Aquel entorno familiar ha pasado a ser escenario de una novela, como si ya no hubiese un corte entre los dos aspectos que son vida y literatura. Cuando abordamos unos hechos que nos desmadejan (como puede ser el duelo o una tragedia), que afectan a nuestro entorno, a menudo podemos caer en la inercia de limar algún recuerdo, algún pensamiento que nos deje en mal lugar. ¿Cómo abordaste esta tesitura? Son aspectos muy peligrosos que pueden hacer que no salga un buen libro. Es una realidad demasiado potente que emerge. Al principio ya tenía claro el peligro de escribir sobre algo que me tocara tanto y de que esa circunstancia rompiera lo literario. Cómo mantener una distancia. Y eso hace que buena parte de la novela sea una interrogación sobre cómo escribir la novela. Desde
la conversación con Sergio del Molino hasta las frases finales sobre el fracaso. El hecho de crear un dispositivo literario que pudiera servir para reproducir lo que había pasado y darse cuenta también de que va fracasando en todos los intentos. Es la clave de la novela. Los distintos modos de posicionarse para poder narrar los hechos. Si te acercas demasiado te has pasado y estás demasiado implicado, y si te alejas no te toca. Hay que crear una distancia justa, es la clave de la novela. Un ejemplo es el uso de la segunda persona. No era consciente al escribirlo. Antes que en segunda persona, había probado escribir esa parte en primera persona, pero sentía que estaba demasiado cerca de los hechos, demasiado implicado, demasiado dentro del trauma. Lo hice en tercera persona y estaba demasiado alejado, no me incumbía. La segunda era el camino de en medio entre algo que me afecta demasiado y algo de lo que estoy demasiado alejado. Dándole vueltas, esa idea está a lo largo de la novela y creo que, en el fondo, es una novela sobre cómo hablar sobre algo terrible. Cómo estar cerca y a salvo. Cómo crear filtros. Entrevistamos recientemente a Kirsti Baggethun, la traductora de Knausgård al español, que nos dijo que muchas veces padecía por las consecuencias que podía traer al autor una narración tan cruda de su pasado. ¿Te pesaron las consecuencias o las opiniones familiares o cercanas que te pudieran juzgar? Esa es otra de las cuestiones. Hay una pregunta técnica, que sería cómo escribir, y otra es cómo plantearte el no dañar a las personas que conoces, a las personas más implicadas en el crimen, a las familias. Casi todos siguen vivos, menos la madre, que ya falleció. Soy consciente de que esto les afecta y les duele también el «qué dirán de mi familia», de los más cercanos, que no han pedido estar en la novela. En el discurso de Carrère sobre cómo tratar sobre la materia real, él decía que a él no le importa exponerse, pero que todos aquellos que están dentro de la novela y no han pedido estar en el fondo se convierten en una marioneta en tus manos. Son gente que estás llevando a tu mundo. Les haces hablar, los modificas, cambias sus palabras porque es tu percepción de ellos. Trabajar con la realidad es muy peligroso. Es lo que más me ha costado hacer, mantener una ética en la novela intentando hacer el menor daño, tratando de ser lo más honesto posible. Para todas las formas de novela sirve. El novelista debería tratar de ser lo más ético posible, que no significa ser moral, sino
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El cielo raso
Entrevista a Miguel Ángel Hernández
plantearse dudas éticas. Uno no debería ser un inconsciente. Uno no puede pensar que escribe esto porque es la bomba y cargo con todo lo que venga. Hay daños colaterales, gente que se ve afectada. Deberíamos pensar que todos tienen su dignidad: los hermanos, las víctimas. Cada paso en la novela debería ser como un paso en la vida real, con sus mismas implicaciones. En cuanto al qué dirán general, eso es algo que uno tiene que admitir. Pasear y saber que la gente conoce todas tus intimidades, que saben que te has masturbado la noche en que murió tu amigo, pero eso es mi elección y son constantes que manejo yo y me preocupan menos. Cualquier escritor, en el momento en que se pone a escribir, se expone, tanto si escribe de los extraterrestres como de la realidad más cercana. Lo de las personas reales, señaladas, es la relación más compleja y sensible. Me resulta curioso que no hubieras estado tentado antes de tratar este tema. ¿Fue así? Señalas la conversación con Sergio del Molino como el momento de tomar la decisión. Siempre tuve en la cabeza esa idea. Algún día lo voy a escribir, pensaba, pero nunca me lo había planteado de una forma seria por varias razones. La conversación con Sergio fue quizá la gota que colmó el vaso. Esa misma conversación cinco años antes no hubiera sido el detonante. Se citaron tres cosas. Yo ya había escrito las cosas que quería escribir: la novela sobre el mundo del arte, la novela sobre el mundo de la intelectualidad en Estados Unidos eran novelas que tenía dentro y que necesitaba escribir. También esas novelas me hicieron tener unas mejores herramientas narrativas. El dolor de los demás no podía ser mi primera novela, no hubiera salido bien, no hubiera sabido cómo contarla. No sabía crear un personaje, no sabía elegir los tonos. No tenía el oficio ni la madurez de escritor para hacerlo. Y también, como persona, no tenía la distancia justa. Hay un momento cuando uno está cerca de los cuarenta que es el momento de mirar hacia atrás y se da cuenta de que está en la mitad de la vida, y uno mira así, de reojo, para ver lo que ha hecho. Es un buen momento para poner orden con tu pasado. Ver lo que has hecho, reconciliarte con algunas cosas. Es una novela de la mitad de la vida. Pienso en Ordesa, de Manuel Vilas, que trabaja sobre el pasado. Es una novela elegíaca, sobre algo que se ha perdido; él mismo ha dicho que le quedan más recuerdos que futuro. También es muy
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exagerado, todavía le queda mucho. Mi novela es un intento de lidiar con un pasado que está lejos pero que no está todavía en blanco y negro: quizá quiero hacer las paces con ese recuerdo antes de que se vaya demasiado lejos. Antes de que pierda el tacto con él. Era el momento adecuado para escribirlo. Sentí que era el momento para escribirlo. Quizá hubiera tenido más frescor antes y más reflexión después, pero creí que era el momento adecuado. Es algo intangible. No podía ser pospuesta. También me he dado cuenta de que desde que acabó la novela me han ido ocurriendo cosas tan novelables como las de la propia novela. Reencuentros. Me han hecho consciente de que la novela es simplemente un primer paso, es un dispositivo artificial, pero que las implicaciones de la novela están mucho más allá. Sería un diálogo constante, una novela infinita, como La novela luminosa de Levrero. ¿Hubo algún momento de desfallecimiento en que pensaras que no te convenía o no valía la pena remover aquello? Hubo varios momentos de frustración y de fracaso. Momentos de no saber cómo afrontar el tema. Es una novela de dudas, y manifestarlas o hacerlas evidentes era algo muy importante. Podía haber llegado al final y decir que ahora escribo la novela sin dudas, la novela con toda la información, con todo el proceso de sufrimiento. Hubiera sido esa una novela falsa, donde no habría expresado lo importante que es el proceso de duda, de acercarse y alejarse, de frustrarse. Sólo lo podía hacer mostrando las dudas de la escritura y haciendo consciente al lector de que entre las novelas que fui pensando cuando escribía y la que acabé escribiendo hay muchísima distancia. En el fondo narrar siempre es un fracaso. Cualquier novela que hubiera escrito no se acercaría con precisión a ese todo, no relataría exactamente los hechos que quería narrar. La novela está dividida en dos planos claros: la narración de los hechos de 1995 y la actualidad, una novela en marcha. Incluso el tono y el ritmo de los dos planos son diferentes. El primero con una frase más corta y el segundo con un párrafo más largo y descriptivo. También aparece esa segunda persona narrativa en ese plano de 1995. ¿Tramaste esta diferencia estilística o salió de una forma natural?
Aparentemente parece difícil ir alternando dos estilos tan distintos… Son dos voces distintas. De hecho, me costó mucho encontrar la voz precisa. No sólo por la primera y segunda persona. El fraseo es distinto, la mirada es distinta. Mientras que el presente es más narrativo, se cuentan cosas y es introspectivo, la parte de 1995, que curiosamente está contada en presente, está más basada en imágenes y el protagonista casi no se mete en esas imágenes: son pantallazos, o flashes. Creo que esta parte es también mucho más objetiva y más lírica. Cuando se narra la actualidad el tono es más periodístico. Al principio probé ir alternándolo a la hora de escribir, fui probando y luego ya vi que había que crear un puzle. A partir de ese momento escribí de un tirón el presente y de otro tirón el pasado. Luego lo engarcé, quitando algunas partes del pasado que no funcionaban, moviendo cosas. A partir de ahí todas las lecturas, correcciones y afinamientos sí que los hice de seguido. Tenía que meterme también en la visión del lector. Era como ecualizar el tono y el ritmo. Hacer el cambio de tono para una primera versión era muy difícil. En la corrección ya está el camino hecho. Al principio hice una miniversión del pasado en que se agolpaban todos los recuerdos. No estaban entonces en el mismo tono. Luego hice la prueba que señalo, alternando. Una de las primeras pruebas tenía toda la parte del pasado en tres bloques, sin alternarla con el presente. Tenía miedo hasta el final de que esos cambios bruscos pudieran coartar la lectura, pero luego me di cuenta de que era todo lo contrario, que aceleraba, que era como una respiración. Fueron muchas pruebas. En la literatura, aquello que parece sencillo o natural es un trabajo de fondo, una pesadilla técnica.
lo leía me daba cuenta de que eran novelas con los mismos recursos que cualquiera y con la única diferencia de que lo que contaban había sucedido, era real. No había ninguna implicación de la persona que lo contaba. Con El adversario era diferente y era tan importante lo que contaba como la estrategia para acercarse. Qué contar y cómo narrar el suceso a mí me parecía fundamental para lo que quería hacer, ya que yo no podía quitarme de en medio. Aun así, se me quedaba un poco corto. En A sangre fría Capote va a buscar la noticia, es una supuesta objetividad. En El adversario Carrère también va a buscarlo: aunque empatice con el asesino
Mencionas varias veces El adversario de Emmanuel Carrère como un referente para relatar este tipo de historias, que imbrican al propio autor. ¿Qué asimilaste y qué descartaste de esta obra? Lo había leído tiempo atrás y me había fascinado la historia, lo que contaba más que el cómo lo contaba. Cuando empecé a pensar en mi novela busqué referentes y pronto piensas en Capote (A sangre fría). Al principio, cuando contaba lo que quería hacer, todo el mundo me decía: «Vas a hacer como Capote, la no-ficción». Tomé también Plata quemada de Piglia, aunque cuando
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no es su amigo. En De vidas ajenas o Una novela rusa sí que la historia le incumbe mucho más. En mi caso, yo no había ido a buscar la historia, no tenía el interés de un periodista. La historia era también mucho más lo que me había afectado respecto a El adversario. Me interesaba la forma en que había construido el personaje del periodista que va a enfrentarse al asesino, pero hablaba demasiado poco de él. En Una novela rusa o De vidas ajenas sí que va entrando él mucho más y eso me interesaba más que la estrategia de El adversario. Por eso creo que se me había quedado algo corta la implicación, no le tocaba de la misma forma. En mi caso no había ninguna distancia, yo también era un personaje de la novela. Uno de los temas que con más fuerza aparecen es el del monstruo, un monstruo cotidiano, sencillo, un ser parecido a nosotros. ¿Qué nos separa a cada uno de nosotros del infierno o la locura? He sacado la conclusión de que nunca conocemos al que tenemos a nuestro lado. En un sentido profundo, nunca. Creemos que conocemos a nuestra pareja, a
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nuestros hijos, a nuestros padres. La frustración más grande para mí fue reconocer que alguien con quien había crecido no era quien yo creía que era. El dilema es si aquello que estaba oculto es su ser esencial o es sólo una parte. ¿Esa parte valía por el todo? ¿Puede anularlo todo? ¿A partir de ese momento sólo es el monstruo o el monstruo sólo era una parte de él y uno no es esencialmente nada? A mí esto me ha hecho pensar en algo a lo que había dado muchas vueltas. Hay mujeres que visitan a asesinos y violadores. ¿Cómo puedes querer o apreciar a alguien así? Posiblemente no hay tantos seres que sean esencialmente monstruos y sí tenemos diferentes personalidades. También hay una serie de azares que nos someten a presión y algunos pueden volverse del lado del monstruo. No creo que exista el bien o el mal absoluto. Las emociones y los actos no son puros. Uno no es el bien o el mal puro: llevas a cabo buenos o malos actos. El recuerdo de mi amigo es ambivalente: ¿es el monstruo o el amigo que tuve? Es una mezcla de las dos cosas. Es más fácil catalogar que pensar que las emociones son más complejas. Si he aprendido algo con esta novela, es cómo fluctúan las emociones.
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Entrevista a Toni Hill Por Redacción Fotografías: Fernando Clemot ©
Hacía tiempo que queríamos entrevistar a Toni Hill. Lo conocimos primero como uno de los referentes indiscutibles del género negro español con la trilogía del inspector Salgado ( El verano de los juguetes muertos, Los buenos suicidas y Los amantes de Hiroshima). Luego nos sorprendería con una novela de misterio de ambientación gótica ( Los ángeles de hielo; Penguin-Random House, 2017) y ahora abunda en este cambio de registro con Tigres de cristal (2018), en el que aborda un crimen cometido en los años setenta, en tiempos de emigración, con sus barrios marginales y la lucha obrera. De todos estos cambios y de su forma de abordar el trabajo en la novela tuvimos tiempo de hablar en profundidad y el resultado fue tan bueno como suponíamos.
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Entrevista a Toni Hill
Lo primero que nos llama la atención es el escenario de Tigres de cristal, que es Ciudad Satélite, el actual barrio de San Ildefonso, en la ciudad de Cornellà. ¿Por qué elegiste este lugar y qué relación mantienes con él? La novela se pensó —aquella primera idea— cuando todavía estaba terminando la anterior, Los ángeles de hielo. Siempre pensé que algún día escribiría sobre aquello; tenía muchas ganas de escribir sobre ese barrio. Escribir sobre Ciudad Satélite no es escribir sobre cualquier barrio periférico de Barcelona: necesitaba hablar sobre este. Mi relación es bastante común. Yo viví en Cornellà toda mi juventud y estudié el BUP y el COU en unos barracones escolares en el barrio de San Ildefonso. Pasé en ese lugar entre los catorce y los dieciocho años. No fue fácil entrar allí. Recuerdo que cuando llegué tenía miedo; era el año ochenta y poco y eran otras circunstancias. Desde fuera, incluso desde el mismo Cornellà, había una mítica sobre aquel barrio, como si te fueran a atracar nada más llegar allí. Se decía que había bandas por todas partes, yonquis y demás. Historias de violencia. Luego resultaba todo mucho más tranquilo y normal que todo aquello, aunque también tenía su problemática. Cuando sales de allí tienes durante un tiempo la sensación de querer también olvidar una parte de aquello. Una parte que yo entiendo plenamente física, relacionada con el lugar, con los grandes edificios, la marginalidad; no tiene que ver con la gente. Recuerdo que en los barracones que hacían de aulas temblaba todo, el tejado, entraba el agua cuando llovía. Estudiar allí era un verdadero delirio. Quizá en mi caso era más grande el contraste, porque yo sí venía de una cierta clase media: mi padre tenía un negocio, mi madre tenía una tienda. Formábamos parte del colectivo catalán de la ciudad y puede que por eso mismo notara más la diferencia entre los distintos barrios y me impresionara más Ciudad Satélite. En aquel entonces había gente que venía directamente del pueblo y tenía que hacer un esfuerzo de adaptación: no es lo mismo vivir en un pueblo que en una ciudad y allí se veía claramente. Había gente que en su vida allí todavía reproducía modelos de vida del pueblo. Luego, más tarde, con la edad, te viene un punto de nostalgia, como de recuperación de un espíritu que allí sí existía. El barrio podía ser muchas cosas —y algunas no muy buenas—, pero sí tenía un ambiente de unión de cara al exterior. Sabían luchar juntos. Había sentimiento de comunidad. No todos se llevaban bien, pero sí tenían
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claros unos objetivos comunes y sabían dónde estaba su lucha. Sabían de qué lado estaban. Buscaban un mejor espacio y una vida mejor para ellos, pero especialmente para sus hijos. Se luchaba, se peleaba, había manifestaciones. Luchaban por un bien común, por un nuevo convenio en la fábrica, por un nuevo polideportivo o una biblioteca. Ese tipo de unión vecinal no sé si se da ya en muchos lugares. No creo que allí se haya conservado (ya han conseguido buena parte de las cosas a las que aspiraban); creo que ese ambiente ya no existe. Ese tipo de barrio de clase obrera, de una comunidad en lucha, que tiene muy claro cuál es su combate, ha ido desapareciendo. Hoy en día se ha desterrado. Nadie quiere ser clase obrera en estos días. Parece entonces que los personajes están basados en tu experiencia allí… A partir de rememorar aquel escenario entra también la parte de ficción. Pese a esta parte de ficción, todos tuvimos en clase algún Juanpe. Podía ser porque estuviera gordo o por la razón que fuera, pero era marginado por los demás. En el caso de este personaje, Juanpe, se reúnen un montón de circunstancias que le llevan
a sufrir ese acoso: una situación escolar desagradable junto con una relación familiar directamente trágica. Hay una parte de experiencia aquí, algo que hemos tenido todos. Sí que veías en el barrio ese tipo de niño que nunca estaba del todo limpio, como abandonado, y se decía que no te acercaras mucho a ellos; solían ser los últimos de la clase, se relacionaban poco con los demás. Tampoco los profesores tenían en aquel entonces una excesiva paciencia para integrarlos. Esto ha cambiado con el tiempo, pero entonces eran los últimos y continuarían siendo siempre los últimos. Así como en todas las clases había un Juanpe, también había un Víctor, que representa aquel niño que todos queríamos ser. Un niño con una buena situación escolar, relativamente atractivo, con un éxito social que envidiabas. Un líder que había llegado a ese estatus casi sin quererlo. Heredará en el caso de Víctor un aura de su padre, de Sandokán; representa esa familia en la que son modernos sin serlo mucho, que resulta también atractiva, en la que van limpios, impecables. La típica familia que desde fuera se ve muy bien, aunque puede que también arrastren sus problemas, como es el caso. ¿Por qué elegiste un tema central como el acoso infantil o juvenil? ¿Qué te atraía de ese tema? Vino todo al revés. No fue primero el tema, sino que llegué a él después. Yo quería hablar del barrio y quería hablar del barrio en dos épocas muy distintas. Quería hablar de unos niños que cometían un crimen y de cómo lo vivían o revivían treinta y tantos años después. Cuando cometes un crimen en la infancia existe una duplicidad: eres culpable pero no lo eres del todo. Lo eres en la medida en que tu edad te permite serlo, incluso legalmente. Luego hay un tema que me impresionó mucho, el de aquellos niños ingleses, el caso Bulger, pues sobre eso siempre me pregunté cómo se deberían sentir aquellos niños que habían cometido aquellas brutalidades cuando tuvieran treinta y tantos años, cuando te has casado y tienes un niño de dos o tres años, como la víctima a la que torturaste y ejecutaste. No se trata de que te perdone la sociedad, de que te perdone el mundo, sino que ahora tienes un niño de esa edad y puedes pensar que a un niño como aquel le hiciste todas aquellas barbaridades y lo mataste. Quería profundizar en eso. No sobre esa culpa cristiana de por qué lo hemos hecho, no me interesaba esa parte. Necesitaba un crimen distinto, un crimen que en cierta manera se pudiera justificar ligeramente, no un acto brutal y ab-
surdo como el del caso Bulger, y fue entonces cuando apareció el tema del acoso escolar. Pensé enfocarlo entonces al revés: que los acosados se convirtieran en verdugos y el acosador en víctima. De esta forma adquiría todo un tono de cierta ambigüedad moral, que es mucho más interesante que la culpa o la maldad pura. En el fondo, los asesinos reaccionan contra algo. Está mal lo que hacen en cualquier caso, pero hay una motivación. En cierta forma también la figura del acosador acaba produciendo lástima. Pese a todo lo que les ha hecho, acaba dando pena. Esta era la historia que quería contar, ambigua, y el tema del acoso me venía bien para plasmarla. Luego, ya que estamos manteniendo los personajes —también el barrio— treinta y tantos años después, vamos a poner otro caso de acoso, muy distinto, que de alguna forma sirva para reflexionar sobre esa violencia que en la sociedad de los setenta era muy explícita y bastante brutal y que, ahora (que nos hemos vuelto más prejuiciosos y hemos expulsado la violencia física de muchos ámbitos), el que sigue queriendo hacer daño lo sigue haciendo. En la actualidad aparece un personaje como el de Lara, que podría ser una psicópata en potencia, que buscará la forma de hacer daño a sus víctimas sin ponerles un dedo encima. Es la sofisticación de la violencia de hoy en día. En la Edad Media se linchaba y ahora usamos Twitter. ¿Es una historia de ganadores y perdedores o existe una cierta ambigüedad en eso? Creo que se podría hablar más de una novela de perdedores que de ganadores. Y en el fondo creo que se articula sobre dos temas. Uno es la memoria. Todos tienen la necesidad de recordar porque pronto nadie se acordará de lo que era la Ciudad Satélite, o cuatro ancianos que ni siquiera vivirán allí. Tenemos así un personaje que está perdiendo la memoria, a una hija de este personaje que se da cuenta de que nunca prestó atención a la historia familiar y a la que de repente le importa, aunque sea para transmitírsela a su hijo. Tenemos también a un nieto que siente la necesidad de saber qué ha pasado en su familia. Los que eran adultos en aquellos años ya no están, han ido desapareciendo, y quedan sólo los que eran niños en los años setenta. También están los personajes de Víctor y Juanpe, que quieren recordar a su manera. Juanpe porque aquella tragedia fue el momento álgido de su vida, aunque fuera en el sentido negativo, y en el caso de Víctor porque lleva toda su vida intentando no recordar o fingir que aquello no pasó.
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Otro elemento clave sería el ajuste de cuentas. No lo llamaría venganza ni culpabilidad excesiva, porque ni Víctor ni Juanpe se sienten especialmente culpables; no lo sienten así porque odiaban profundamente a aquel chaval. Sería más bien hablar de ajuste de cuentas con un pasado que, como todos, se cierra en falso. No hay forma de saberlo todo y, en este caso, los poderes fácticos del barrio llegan a un acuerdo después del crimen. Llegan a un pacto los niños, los padres e incluso todo el barrio juega a ese ser partícipe de ese pacto, un acuerdo del que ni siquiera se tienen todos los elementos, pero deciden condenar a uno de los niños (el que ya parecía condenado) y salvar al otro. El problema es cómo treinta y siete años después tenemos que ser capaces de revisar esos pactos. Los niños tendrán que hacer esa revisión y también otro personaje, que en principio parecía secundario y no lo es tanto, como es Míriam, que tendrá la llave para romper el pacto o para establecer uno nuevo. Ese personaje querrá revisar aquel pasado todo lo que el tiempo transcurrido permita. Sobre ese particular, también nos parece muy interesante el personaje de Míriam, que va ganando peso a medida que avanza la novela. ¿Lo tenías preparado así o fue ganando esa importancia en la novela de una forma natural? Este personaje, Míriam, acabó gustándome mucho más de lo que me gustaba al principio. En la escritura de la novela ya prólogo y epílogo formaban una unidad. Míriam es la víctima colateral del crimen, un personaje que se ha negado a hacer el ejercicio de memoria, lo ha tratado de alejar, pero que acabará teniendo todas las claves de la historia y querrá revisarla. Ella nace en el 1977, no ha conocido la misma realidad que los que participaron directamente, y es un personaje positivo. Es una persona que no sabe lo fuerte que es. Ella siempre tiene la sensación de que no es suficientemente buena hija, madre o peluquera; también piensa que no es buena amante, se deja hacer por ese tal Rober con el que se relaciona. A lo largo de la novela vemos madurar al personaje. Va ganando espacio en la novela, que acaba siendo una novela con cuatro personajes claros: Juanpe, Víctor, Míriam y Alena. Luego cada uno tiene la intensidad y el momento narrativo que tiene. Al principio, me parecía mucho más interesante la relación entre Juanpe y Víctor que Míriam, que inicialmente parece fuera del conflicto. Luego vi que este personaje femenino podía dar mucho más de sí, que la podía construir y hacer crecer. Ya en la prime-
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ra escena en que ella está haciendo cuentas en la peluquería —en que teóricamente está con las cuentas de la peluquería—, vi que tenía que empezar a potenciarla y, en lugar de hacerla volver a casa, se va a echar un polvo con un tío, algo mucho más intenso e interesante. Se fue construyendo un personaje interesante por más que ella se sienta insegura o esté aburrida, porque no es una chica aburrida en absoluto. Parece una novela con una trama muy medida, como si la hubieses estudiado y dosificado con mucha atención. ¿Cómo realizas esos trabajos previos a una novela? ¿Qué parte hay de trabajo continuado y qué de improvisación en tus tramas? ¿Cómo te surgen estas tramas en apariencia tan sofisticadas? Cuando empiezo a escribir llevo un tiempo en que parece que escribo pero no avanzo nada. En ese momento inicial hago varias cosas: una, la principal, es pensar mucho sobre los personajes. Si no lo haces así, no puedes empezar la novela con unos personajes adultos que se enfrentan a algo del pasado. Tienes que haber pensado mucho en cómo son estos personajes para que ya en la primera conversación que mantienen tenga un sentido completo. Luego también la trama, pues... sinceramente no me pongo a cerrar escaletas ni nada parecido, pero sí que tomo decisiones que a veces no son fáciles (por ejemplo, existía la posibilidad de que la persona que sufriera el bullying fuera uno de los hijos de Juanpe o Víctor, pero lo llevé hacia otro lado porque me abría un campo mucho más amplio). Me pongo en la piel de los personajes y trato de que cada uno actúe según debería actuar, según su naturaleza, aunque a veces deban sorprendernos. En otras ocasiones hay que forzar las situaciones. Por ejemplo, necesitaba que Juanpe y Alena se conocieran, que tuvieran una cierta amistad, y lo busqué. Son situaciones preparadas desde el principio, pero también creo que hay un cierto margen para poder improvisar. Por ejemplo, al principio de todo no existía el personaje de Lara y luego me di cuenta de que ahí necesitaba un personaje fuerte, por lo que le di más relevancia. Eso ocurre a veces, pero en general la trama debe estar preparada, aunque haya momentos, como hacia el final, en que todos los agentes interactúan, en que piensas que no lo puedes cerrar o resolver. Tengo la suerte de saber dónde quiero llegar, pero en general el problema surge en el tramo central del trabajo, ahí surgen las dudas: ¿cómo haces que esos personajes interactúen de una
forma natural? En esa parte hay situaciones que hay que forzar. En el caso de Tigres de cristal, Víctor tiene que ir a la peluquería de Míriam. Ha sido complicado articularlo todo, pero Los ángeles de hielo, por ejemplo, era mucho más compleja en lo referente a esos detalles. Esta última novela parte de algo nuevo, que sabía que generaría problemas pero que también era un reto, y es que las cartas están puestas sobre la mesa desde el principio. En Los ángeles de hielo me pasaba toda la novela ocultando cosas y aquí no. En una novela de género policial uno se pasa toda la novela haciendo este tipo de juegos; aquí no guardo la información principal, pero sí detalles. En el primer capítulo ya se explica lo que pasó: fueron estos críos y yo fui un chivato y lo conté. Se juega con otro código. Al final te das cuenta de lo ansiosos que estamos por conocer los detalles, el qué pasó después, por qué Víctor sí y Juanpe no o viceversa. En el desarrollo de Tigres de cristal jugué con ir dando la información en pequeñas dosis. Para mí era nuevo, porque en un policial más convencional sabrías lo que ha pasado al final y aquí coloco la conclusión al principio. Aquí mi único miedo era que la gente se pudiera aburrir al saberlo ya todo, aunque después de cinco novelas uno ya tiene una intuición de lo que puede interesar y lo que no. Dentro de la escritura de la novela tengo una duda personal, y es si escribiste la novela de forma continua o fuiste pegando partes y creando un pequeño puzle que luego ensamblaste… Yo únicamente escribí separada del orden natural de la novela la parte en primera persona, la parte de Ismael, pero tampoco toda esa parte de la narración. Escribí de forma separada tres de las cinco entradas del personaje porque pensé que más adelante podía cambiar todo con el propio desarrollo de la novela. Hay algún momento en que se rompe una pared y eso podía cambiar también ese discurso. Pensándolo un poco, también la parte inicial de Ciudad Satélite la escribí por separado, pero el resto, y es como suelo hacer las cosas, lo escribí de forma seguida, tal como tú lo lees. Para mí la novela es algo orgánico y cada capítulo me pide lo que va a ocurrir a continuación. Y en ese momento no conozco el orden final exacto, yo no sé si pondré una parte antes que otra. Yo sé lo que va a pasar, pero no sé cuándo, y eso sólo lo sé cuando estoy sumergido en la trama de la novela. La historia me va pidiendo, y a ti mismo también te va apeteciendo escribir una cosa u otra: no tenemos la misma sensibilidad cada día y nos puede apetecer lle-
var las cosas hacia una historia íntima, dura; depende. Igual un capítulo que parecía algo muy determinado va a parar a otro lado y eso lo ves al final. Hacer que la novela avance al ritmo que será leída me resulta mucho más sencillo que escribirla a trozos y luego colocar, recortar o desechar partes. A veces dejo huecos, cosas que tengo que mirar o revisar, pero sí trato de mantener ese orden. Es como un juego de pelotas, de malabaristas; a veces no sé qué pelota voy a lanzar hasta el último momento y para poder hacer esto debo seguir un orden. Hay momentos en que me dejo llevar por la intuición y dejo que esta me guíe. La intuición hace también que el tono de la novela sea coherente, que haya un conjunto, que mi tono y el de los personajes tengan una voz global. Lo veo como si fuera una película: a veces aparecen nuevas tramas o giros por el propio desarrollo de lo que escribes. También, si escribes en orden de lectura, tú mismo puedes advertir cuándo estás descuidando la voz de un personaje. Eso con una escritura en partes no se puede decidir. Tampoco puedo dejar cosas a medias: no sé pasar a otro capítulo si no dejo cerrado y resuelto el anterior. Soy obsesivo en dejar las cosas cerradas, no podría hacerlo de otra manera. Escribo de una forma relativamente rápida, pero a mitad de novela siempre tengo la sensación de que debo dar un pequeño paso
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atrás para seguir avanzando. No hablo tanto a nivel de trama como sí a nivel estilístico. Necesito ese pequeño parón, distanciarme, irme, quitarme la sensación de que he utilizado todas las palabras y recursos que conocía. Es un momento de saturación. Tengo la sensación de necesitar recursos nuevos, de que he usado las mismas construcciones sintácticas cincuenta veces, cosa que luego no es así pero en ese momento me inquieta. Pues sí, necesito esa parada. Eso sí que lo hago.
Una pregunta más general y entiendo que más personal. En relación con la trilogía anterior de Héctor Salgado y con Los ángeles de hielo, se diría que estás en tránsito hacia una novela más de personajes, de estudio de su psicología, que de trama. ¿Eres consciente de este paso? ¿Estás yendo hacia otro sitio? La verdad es que sí y te diría que ese paso es totalmente deliberado. Tampoco sé escribir igual, no escribo como escribía en la primera novela. Eso no quiere decir que no escriba un policial nunca más, aunque mis policiales también eran poco canónicos, se cruzaban un montón de historias. Creo que en las dos últimas novelas de género ese cambio era un poco más evidente. El policial lo que sí te exige (y no me quejo, me ha dado muchas alegrías) son ciertas pautas, ineludibles. Es una novela que tiene unos determinados condicionantes: va a aparecer un cadáver en los primeros capítulos, habrá un investigador, muchas veces una autopsia, interrogatorios, sospechosos, algún giro, etc. Una serie de cosas que cuando las has escrito tres veces empiezan a cargar un poco. Hay capítulos que pueden ser pura fórmula y a veces cuesta levantarlos a una gran categoría literaria, te puede encorsetar un poco esa verdad revelada al final, ese
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juego de ocultación. Siento que me muevo ahora hacia otro lugar. La parte criminal me sigue interesando y puede ser una buena manera de describir cómo es una sociedad, cómo se hacían las cosas en otra época, como ocurre con Tigres de cristal con los años setenta. Aparte de eso estoy intentando, tras la saga de Salgado, entrar en propuestas más personales. Creo que también se aprecia un salto entre El verano de los poetas muertos, la primera, y Los amantes de Hiroshima, que es la última de Salgado y que me gustaría reescribir sin el propio personaje de Salgado. Es esta una novela que tiene muchas posibilidades: con la propia trama del crimen y las secundarias ya daba para una novela y no necesitábamos la presencia de un poli para potenciarla. El salto estaba ahí. Fue la novela que más me costó de las cinco. Quería acabar un bloque y además la tuve que reescribir porque no acababa de gustarme. Ahí creo que aprendí lo que quería hacer y lo que no. Luego, Los ángeles de hielo es un gótico, con algunas convenciones que me salto. Era un historia que me apetecía con Viena, la enfermedad mental, los ambientes de ese tiempo, los sanatorios, algún fantasma. Luego me he ido exactamente a lo contrario, a una novela más moderna. Ahora no sé dónde tendría que ir, quizá a una distopía; veremos. Lo hago todo por probar y por probarme a mí mismo. Lo haces por verte a ti pero también por ver cómo lo va a recibir la gente. Esta recepción era para mí un enigma. La gente quiere leerte en una determinada fórmula y cuando sales de ella… Tenías miedo a ese cambio… Sí, sobre todo en la primera fuera de lo que estaba haciendo. Los ángeles de hielo me daba mucho miedo. Era un cambio bastante radical. Con una prosa que trataba de imitar la prosa decimonónica, muy alejada del policial de la saga de Salgado que había hecho antes. Me preocupaba, pero también pensaba que aquel era el momento. Había terminado la trilogía y debía hacerlo. Si en una cuarta novela hubiera seguido haciendo policial, habría seguido con Salgado, que ya funcionaba. Creo que he conseguido que mis lectores estén abiertos a estas propuestas. Si es un gótico bien; si es, como ahora en Tigres de cristal, un Ken Loach mezclado con Patricia Highsmith, pues a ver qué pasa… Esa era mi ambición y mi propuesta: que me siguieran, más que por mis tramas, por mi forma de enfocar la narración, de manera que si en el futuro decido prescindir del crimen, que aún no lo sé, puedan seguir teniendo un punto de cercanía a mi escritura.
Entrevista a Alberto Chimal Por Eva Díaz Riobello Fotografías: Isabel Wagemann ©
Desde que empezó a leer libros de niño, la mecha de lo fantástico prendió en él y nunca jamás se ha apagado. Con más de veinte títulos publicados a sus espaldas, el escritor mexicano Alberto Chimal (Toluca, 1970) no se cansa de explorar nuevos registros en su escritura y regresa con un nuevo libro de relatos, Manos de lumbre (Páginas de Espuma), donde los personajes toman de la mano al lector y lo envuelven con sus voces para que experimente de cerca el abismo al que están abocados.
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Entrevista a Alberto Chimal
Hablemos de esta portada tan sugerente y este título, Manos de lumbre, una expresión que hace referencia a alguien que destruye todo lo que toca y que, al parecer, tiene cierto componente autobiográfico. Mi madre llegó a decirme: «¡Tienes manos de lumbre!», porque dejé caer un plato en alguna ocasión. En otro momento recuerdo estar sentado ante una lámpara y que esta se rompiera. ¡Juro que se rompió espontáneamente! Yo no había sido, pero inmediatamente llegó el regaño. Es un regaño que se da a los niños, una expresión de exasperación ante una torpeza inocente, pero la elegí porque los personajes del libro también ocasionan de alguna manera accidentes, catástrofes, consecuencias inesperadas a la hora de actuar con imprudencia, aunque ellos no son nada inocentes.
Esa destrucción que provocan los personajes de sus cuentos suele darse dentro del hogar, de la pareja. Supongo que no es una casualidad. Cuando escribo me interesa mucho el tema del poder, pero en mis cuentos este poder se manifiesta no tanto en el ámbito de lo político, a gran escala, sino en ese ámbito doméstico, como una representación reducida de las relaciones de poder, de imposición o de sumisión que podrían darse a escalas mayores.
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¿Cómo fue la escritura de este libro? ¿Concibió los relatos como un todo o fue recopilándolos uno a uno? En este caso escribí cada cuento en momentos distintos y sin la intención de reunirlos en un solo volumen. En un momento dado descubrí que tenía una cierta cantidad de relatos escritos y pensé en qué se podía hacer con ellos. Deseché algunos por el camino y los del libro quedaron seleccionados porque tenían ciertas corrientes en común, ciertos ecos, compartían temas dominantes como la destrucción, pero también referencias secundarias que podían darles cierta afinidad: en varios de ellos aparecen videntes, identidades en entredicho, cambios de personalidad. Es decir, había temas que parecían repetirse como notas musicales en una composición. Una vez que entreví estas afinidades, también decidí que algunos cuentos requerían una revisión, la cual acabó convirtiéndose en un trabajo de ampliación. El último cuento, por ejemplo, «Voy hacia el cielo», o el primero, «Los Leones del Norte», eran mucho más breves en su versión original y crecieron al añadir detalles sobre la caracterización de los personajes o de su entorno, para conocerlos mejor. Una vez que terminé de ordenarlos, busqué darles una estructura apropiada que permitiera que algunos se hicieran eco de otros, dejando que algunos temas tuvieran cierta contigüidad y otros estuvieran más separados. Por ejemplo, los dos cuentos donde la música tiene un lugar destacado son los que abren y cierran el libro, respectivamente. Todo este trabajo me llevó cerca de un año hasta que el libro estuvo listo para su publicación. En estos cuentos da mucha importancia a la voz de los personajes, a cómo construyen su realidad para contarse a sí mismos, hasta el punto de manipularla en ocasiones. ¿Es la manipulación la forma más peligrosa de destrucción? Yo creo que sí, lo estamos viendo de diferentes maneras en la vida pública y privada, no sólo en las formas en que afecta a las relaciones tradicionales, sino también en la manera en que los medios de comunicación, los poderes fácticos, ejercen su poder de maneras encubiertas. En las redes sociales tenemos un ejemplo de esto, ya que las más populares están gobernadas por una política que trata de centrar la atención del público en determinados anuncios y en la publicidad pagada
durante tanto tiempo como sea posible. Y la forma que tienen de capturar nuestra atención es generar un contenido sensacionalista que apela a nuestras emociones más viscerales y violentas. Ahí hay sin duda una manipulación, porque se explota sin decírnoslo la parte más reprimida y más oscura de nuestras propias apetencias para mantenernos pegados a las pantallas. Y todo esto se hace sin que exista mucha preocupación por las consecuencias que puede tener para nuestra sociedad. Dice que esta manipulación explota la parte más oscura de las personas para guiar su comportamiento, pero recientemente hemos visto que puede tener consecuencias mucho más amplias, como por ejemplo el papel que tuvo Facebook en la victoria electoral de Donald Trump en Estados Unidos. ¿Sus relatos funcionan a modo de advertencia sobre lo que nos espera? Yo creo que buena parte de lo que hemos visto —y la forma en que se ha desarrollado la tecnología digital en los últimos veinte años— sí tiene un aspecto muy amenazante y sí vale la pena tratar de llamar la atención sobre ello. No creo que la tecnología en sí misma sea maligna —de hecho hay parcelas de la vida digital que son interesantes y positivas—, pero por otra parte creo que esta manipulación existe y está teniendo consecuencias muy violentas y desagradables en el mundo real. Hay que recordar que incluso un movimiento positivo como el Me too tiene una contraparte, que es la reacción de grupos marginales y machistas que a su vez se unen a través de internet, como los incels. Otro ejemplo que me viene a la mente sucedió hace poco en California, adonde fui como invitado de la WorldCon, una convención de ciencia ficción. En el exterior había un grupo protestando. No pasó nada, sólo estaban allí haciendo el ridículo. Pero lo interesante es que su protesta era contra la pedofilia que supuestamente tenía lugar en la convención, lo cual no tenía sentido alguno. Sin embargo, rascando un poco, resulta que un grupo de fanáticos de la conspiración estadounidenses ha ganado fuerza en el último año: sostienen una hipótesis absurda según la cual todos los opositores de Donald Trump son miembros de un cártel criminal que se dedica al tráfico de adultos y niños, lo cual no tiene ninguna base lógica. Sin embargo, estos grupos marginales —que ahora se sienten aupados por su presidente para
decir en público cosas que no se habrían atrevido a decir en otro momento— utilizan la red para enviarse y alimentarse de argumentos que sustentan estas teorías.
Hay una cierta mirada pesimista hacia el futuro que está presente en todo el libro, por ejemplo, en «La segunda Celeste», la ciencia puede salvar la vida de la protagonista aunque este privilegio está reservado a las élites, o en «Voy hacia el cielo», tío y sobrina salen a protestar contra la situación política de México. Quizá en otras circunstancias de mi vida habría escrito un libro más optimista, pero desgraciadamente no sólo han estado sucediendo acontecimientos como los que ya hemos mencionado, sino que concretamente en México se ha visto una desintegración del tejido social y una violencia no sólo criminal, sino también ejercida por parte del Estado. Además, muchas de estas tendencias ya venían desarrollándose desde hacía tiempo y ahora estamos viendo salir a la luz los resultados. La constatación de ese deterioro es parte de lo que da su tono a los cuentos de este libro: la idea de que podríamos haber hecho algo al respecto hace mucho tiempo. Ahora tenemos que hacerlo de cualquier manera, pero por citar otro ejemplo: yo llevo escuchando desde hace veinte años que el clima de determinados lugares está cambiando. Mi ciudad natal, Toluca, se encuentra en
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Entrevista a Alberto Chimal
las cercanías de un volcán extinto que se conoce como el Nevado de Toluca y, cuando yo era niño, estaba efectivamente cubierto de nieve durante la mitad del año. Pero desde los años noventa, aproximadamente, dejó de estarlo y ya sólo se cubre de nieve en días muy aislados. Es un efecto muy visible de cómo ha cambiado la temperatura media en esa región y no es el único, lo he podido relacionar con otros hechos que me comentan conocidos que han viajado por México y por otros países: no es un fenómeno nuevo. Quizás en este momento está adquiriendo más visibilidad, pero es algo que ya se comentaba entonces y fue objeto de debate en organismos internacionales en los noventa, aunque en aquel momento no se llegó a gran cosa. Lo hemos visto comenzar, pero no hemos hecho nada. Así es. Un detalle que une a los personajes del libro es que todos son, en cierto modo, fracasados. Incluso el escritor protagonista de «Los Leones del Norte» es un autor consagrado que se enfrenta a una acusación que puede hundir su carrera. Ahora que la imagen y la apariencia de éxito es una imposición constante en las redes sociales, ¿cree que empieza a ser urgente hablar del fracaso? Creo que sí, que tiene mucho sentido, porque además en el fondo de esta esfera mediática en la que vivimos y donde constantemente se nos machaca con esa necesidad de triunfo, de éxito, de satisfacción inmediata… existe una gran cantidad de personas, la mayoría de la población, que no logra alcanzar ese éxito. Entonces viven en un estado constante de frustración que desahogan a su vez en la Red y que produce también esa exacerbación de la indignación cotidiana, de los odios —por absurdos que puedan parecer— que vemos a diario, o de los linchamientos virtuales. Es como la pescadilla que se muerde la cola. Exacto. En sus cuentos sigue estando presente lo fantástico, no de manera tan central como en Los atacantes, pero sí como un elemento se-
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Todos somos fabuladores porque estamos perpetuamente inventando nuestra biografía. cundario que contribuye a acelerar la deriva de los personajes. A mí siempre me va a interesar lo fantástico, fue uno de mis primeros amores como lector. Desde que era pequeño, muchos de los libros que había en casa de mi madre tenían que ver con lo fantástico, desde los clásicos cuentos de hadas hasta los primeros autores que reconocí como tales, como Juan José Arreola, Ray Bradbury, Philip K. Dick o Edgar Allan Poe. Todos ellos tenían esa veta fantástica que fue lo primero que me sedujo de la lectura y por eso no creo que pueda alejarlo. Pero, por otra parte, sí me interesa tratar de diversificar lo que puedo hacer como autor, encontrar registros adicionales para utilizar en la escritura. Y en varios de estos cuentos, sobre todo en el de «Los Leones del Norte», se aprecia desde el principio la intención explícita de comenzar
desde otro lado, de darle otro tipo de planteamiento que no implicase de entrada la irrupción de lo fantástico. O juega con la duda, como en «Una historia de éxito», donde lo fantástico se encarna en una vidente que puede ser falsa o no. Ese cuento lo empecé hace algunos años e iba a ser el capítulo de una novela que al final no escribí. No acabó de funcionar, pero me gustó la voz de la madre protagonista y me quedé con ella. Precisamente el elemento central de los cuentos es la voz de los personajes, la manera que tienen de contar la realidad, de justificarse. Sí, es cierto. Incluso aquellos de nosotros que jamás pensarían en sí mismos como escritores, como fabuladores, lo son. Todos somos expertos en contar historias, porque todos estamos perpetuamente inventando nuestra propia justificación, nuestra propia biografía en la que siempre somos los héroes, somos los buenos y tenemos la razón. En los últimos años la literatura de género ha experimentado un nuevo auge, especialmente gracias a la obra de autores latinoamericanos como Paz Soldán, Samanta Schweblin o Mariana Enríquez. ¿A qué autores de fantástico lee con interés Alberto Chimal? Curiosamente, en los últimos años ha aparecido en México una hornada muy importante de autores que está desarrollando el género de la imaginación fantástica dentro de la literatura infantil y juvenil. Creo que la razón es que ese campo recibe menos atención de la crítica y por eso es más libre, permite desarrollar historias con menos restricciones, además de que el público es más abierto. Dentro de esta hornada, destacaría a Martha Riva Palacio, Jaime Alfonso Sandoval o Verónica Murguía, que ya es conocida en España, donde ganó el Premio Gran Angular con una novela espléndida que se titula Loba. Entre los cuentistas que aún no han llegado aquí, destacaría a Elpidia Carrillo y Daniel Salinas Basave, un autor enérgico, con mucha garra. En el ámbito de la novela gráfica hay un equipo de narradores, Alejandra Gámez y Axur Eneas, que son muy interesantes, tanto cuando trabajan en solitario como cuando crean juntos. Y, dentro del género de la novela, me gusta Javier González Cárdenas, que escribe novelas de narcozombis.
¿Tiene algún nuevo proyecto en marcha actualmente? Sí, cuando regrese a México tengo que terminar una novela juvenil, la primera que escribo, y además tengo otra novela terminada. Las dos tienen un fuerte componente fantástico, aunque con diferentes registros: la primera gira en torno a un protagonista adolescente, mientras que la segunda es más grotesca, más satírica, tiene que ver en otro registro con algunos de los temas que abordo en Manos de lumbre: el ascenso del extremismo, el desgaste de la sociedad… pero todo ello situado en un entorno ficticio, en un país inventado con una cultura muy rara que me divirtió mucho crear.
Eva Díaz Riobello (Avilés, 1980) es licenciada en Periodismo y en Literatura Comparada. Trabaja en comunicación y es colaboradora habitual de la cadena SER. Es autora del libro de cuentos Susu-
rros en el tejado (Alhulia) y con las Microlocas ha publicado La aldea de F. (Punto de Partida) y Pelos (Páginas de Espuma).
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Historia de una entrevista. Historia de una mirada Por María Jesús Mena Fotografías: cedidas por Isabel González © He quedado con Isabel en una cafetería de Madrid llamada El Bosque. Mientras me dirijo hacia allí, reparo en lo curioso del nombre. Es como si el azar nos regalase un sugerente marco para nuestro encuentro. Llego puntual y la espero en la barra. Apenas dos minutos más tarde aparece ella. Siempre que me la encuentro, me llama la atención su franca sonrisa. Una expresión sin dobleces. Nos saludamos con efusividad y hablamos sobre alguna trivialidad. En ese momento, no sé muy bien por qué, me llaman la atención sus manos. Son pequeñas, pero no frágiles, capaces de moldear y crear belleza. Decidimos sentarnos en la terraza y pedimos un café. A pesar de ser ya mediado septiembre, la mañana es trasparente y amable. Puede decirse que Isabel es una mujer de espuma y mareas, pero también de alma y tierra. En algún momento de nuestra entrevista afirmará que existe alma y espíritu: «El espíritu es lo que va al cielo y el alma va hacia abajo, hacia la tierra. Pues yo soy de alma». Creo que podría haber sido meiga o anjana según el lugar y el momento en el que le hubiese tocado nacer. Sin embargo, vive en Madrid, en el ahora, así que subsiste camuflada entre el estruendo y el asfalto. Discurre por la vida trajeada con su larga melena libre, su sonrisa y sus atávicos dones, ocultos incluso para sí misma, dejándose asombrar por lo inédito, mientras capta la esencia de las cosas, hasta de los objetos que no tienen aliento. Comenzamos nuestra conversación adentrándonos en su infancia. Isabel me cuenta que sus padres eran de La Rioja, una zona eminentemente agrícola, y que se establecieron en un pueblo en Zaragoza: «Los trajo hasta allí la riada. Vivíamos en una gasolinera. Pero no a un lado, o alrededor o cerca. No. En la misma gasolinera. Tenía que atravesar la oficina para alcanzar la calle y lo primero con lo que me topaba al salir de casa eran los surtidores». Recuerda que a pesar de vivir en ese entor-
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no, que les restaba cierta independencia, esto no le hizo infeliz, sino todo lo contrario. «En la casa teníamos, además, una habitación destinada a cuarto de los juguetes que a mis amigas les encantaba. Allí se podía escuchar el mejor sonido del mundo.» El de los juegos y los juguetes; el de la niñez, la magia y los sueños. «Vivir en el campo era también una fuente inagotable de creatividad.» Se ríe mientras habla de esa época. A veces mira al cielo para poder traer algunos de esos momentos al espacio que hemos creado en torno a nuestra mesa. Hay más gente en la terraza, pero ni siquiera reparamos en ella. Incluso podría decir que con el discurrir del tiempo, sin percatarnos, hemos acabado casi rodeadas de personas que se han dado cita allí para tomar el vermut. Vuelvo a prestar atención a las manos de Isabel, que son tan expresivas como su rostro o sus palabras. No están nunca quietas. Ella tampoco. Con frecuencia se mueve en el asiento o se toca y recoge el cabello hacia un lado mientras habla. Tiene un rostro muy expresivo. Le pregunto cuándo comenzó a crear y vuelve a mirar al cielo. No puede decir un momento concreto. «Quizá siempre», pero asegura que más que por las palabras se ha sentido atraída por las imágenes: «Debería haber estudiado Bellas Artes, pero me incliné por el Periodismo porque era una carrera con más aceptación en casa. De todo, dibujar siempre fue lo que más me gustó. De hecho, me incliné por la Rama del Diseño mientras hacía la carrera». Avanzamos en su tránsito por la vida y me explica que estudió en Navarra y que hizo las prácticas en el Heraldo de Aragón, donde posteriormente continuó su labor en el ámbito del periodismo y la infografía, actividad a la que se dedica en la actualidad en el periódico El Mundo. Tras esta pequeña biografía, nos adentramos en su trayectoria en la escritura. Su primer texto publicado se llamó Casi tan salvaje y es una recopilación de relatos. Después colaboró en un par de libros experimentales junto a otras escritoras. Me confiesa que lo curioso es que comenzó a escribir microrrelatos cuando fue madre, cuando apenas te-
nía tiempo. Esa forma breve de relato es a lo que puede aspirar en ese momento. Ha de compaginar su vida familiar, su trabajo y su entorno, pero incluso en esas circunstancias necesita expresar lo que ve, lo que siente, lo que canaliza a través de los sentidos. Se nota que su cabeza bulle de forma constante, que es inquieta. Además, es como si tuviese conectados unos altavoces emocionales y pudiese percibir los sutiles vaivenes de la vida. Eso mismo hace que tenga una especial sensibilidad para relacionarse con el mundo. «Normalmente mi actividad creadora comienza a partir de una frase. Por eso llevo siempre una libreta», me explica e insiste en que «hay veces que hay que desenchufar la conciencia, también la consciencia, para que hablen otras cosas». Y es cuando desenchufa del entorno cuando su creatividad se proyecta. «No sabes lo que sufro cuando me pongo a escribir.» Esa frase me hace reflexionar y la entiendo, porque yo siento lo mismo a veces cuando lo hago. Me dice que para ella un libro es el único lugar donde se guarda el conocimiento del ser humano, «pero no a nivel colectivo, que también, si no a nivel particular. En él se esconde la esencia de la individualidad». Hablando sobre su forma de escribir me cuenta: «Cuando escribes te tienes que desnudar y abrir las puertas emocionales, y esa tarea no es fácil. Además,
muchas veces no queremos que nos cuenten la verdad, porque la realidad es jodida, es muy jodida». Escribir cuando abordas esa realidad, por tanto, también lo es. Reconoce, por otra parte, que le preocupa como puedan sentirse sus seres queridos ante sus relatos. Con respecto a cómo se siente en el momento actual, me responde: «Lo único que espero es que quede en mí algo de lo que yo soy, que no me lo arrebaten todo, que no me roben de mí», y esa frase se me hace imagen en la cabeza y me hace pensar unos segundos. Rememoro una que solía decir mi abuela cuando yo era pequeña: «No pudieron con ellos, ni con nosotras». Y recuerdo que siempre me decía: «No dejes que te lo arrebaten todo». Expresiones que entonces no comprendía y que ahora, con los años, sí. Y no sé bien como ocurre, pero esa situación se solidifica a nuestro alrededor y da nombre de pronto a otras muchas cosas. Observo a Isabel mientras pienso esto y descubro que es una mujer que tiene dentro muchas otras mujeres. Que sólo hay que ir abriendo puertas para poder ir conociéndolas, pero que todas son una y a la vez distintas. Afronta el presente consciente de su crudeza, sabiendo que la existencia es en sí inclemente, con todo lo que eso tiene de inhóspito, pero a la vez de único. Retomo mis preguntas tras este lapso y le pido que me diga qué le evoca la palabra mujer. Afirma que es creadora de vida. Ella es madre y se siente orgullosa de ello, aunque sabe que serlo no ha sido sólo cosa suya. Pero cuando habla de la mujer no se refiere sólo al rol maternal: «La mujer es capaz de crear belleza, amor, generosidad, cuidado. Los hombres también tienen esas capacidades, pero no han podido desarrollarlas porque han debido ser hombres» y alega que «el feminismo ha de hacerse con los hombres». Le preocupa que esos valores custodiados por las mujeres se pierdan. «¿Si no los hacemos nosotras, entonces quién, quién se encargará de eso?», pero también reconoce que han sido depositados de forma hereditaria en la parte femenina de la sociedad y que es normal que ahora no queramos
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María Jesús Mena. Historia de una entrevista. Historia de una mirada.
ser sus garantes exclusivas. Pero entonces reflexiona: «¿Quién se hará cargo de la dosis de belleza que necesita el mundo, de ese equilibrio?». Esa incógnita se aferra a la tierra que nos rodea mientras hablamos.
gala esta hermosa frase, que quizá lo resuma todo: «Es curioso, pero una mujer sigue creciendo hasta el último momento de su vida». Y, en este punto, he de reconocer que no puedo estar más de acuerdo con ella. Le solicito que me diga qué le evocan estas palabras, utilizando tan sólo una palabra, y contesta: poesía: «emoción»; arte: «objeto»; mujer: «muchas»; dios: «todos». También le pregunto sobre su opinión acerca de la cultura y reconoce que no debe estar al servicio de nadie. Aunque sobre este punto titubea. Es un tema más complejo. Manifiesta que sobre todo el arte como tal es belleza y que eso es necesario para relacionarnos con el mundo: «Un artista es aquel que tiene capacidad de rescatar, crear o hacer resurgir esa belleza, incluso de lo inhóspito». Me percato al mirar el reloj de que llevamos casi dos horas hablando y que se ha hecho tarde. Pido la cuenta. Se ofrece a acompañarme al coche y allí nos despedimos. Al despedirnos le agradezco haberme dedicado su tiempo. Ella me lo agradece a mí a su vez y me sorprende la humildad de sus palabras. Me marcho con una extraña sensación de júbilo, encuentro y pérdida. Cuando llego a casa veo el mensaje que me mandó mientras conversábamos:
Hablando de mujeres recuerdo a Eva, la protagonista de su primera y única novela hasta el momento, Mil mamíferos ciegos. Le dejo que se siente un rato en nuestra mesa. Admiro a Eva e Isabel lo sabe. Me choca que algunas personas que lo han leído ven en Eva la imagen de la sumisión frente al hombre. Abordo ese punto de vista con ella. Me confiesa que esperaba que alguien fuese a pensar así. Sin embargo, para Isabel, Eva encarna a la «mujer como figura esencial forjadora de vida», con esa forma de amar que es a la vez generosidad y belleza. «Amar es fuerza», comenta. Recuerda una cita que apareció en Pompeya hace más de mil años y mientras me cuenta esto, la busca en su móvil y me la envía al mío. Aprovecho y dejo caer la pregunta sobre si cree en el amor romántico. Afirma que el amor es romántico, mientras hace un gesto con los hombros hacia arriba para reforzar esa expresión. Reímos juntas. «No me gusta la expresión gestionar emociones: esas dos palabras no casan bien. Las emociones fluyen, unir gestión y emociones es contradictorio.» Le damos vueltas a la palabra gestión, intentando encontrar sin éxito una más acorde. En ese punto de la conversación me re-
Quienes aman que florezcan. Que perezcan quienes no aman. Que mueran dos veces aquellos que prohíben el amor. GRAFFTI ANOMIMO en la casa de Caecilius Iucundus. (Pompeya, año 79 antes de Cristo).
*** Ahora que estoy cerrando esta historia que debiera haber finalizado con esa magnífica frase, recuerdo la entrevista y vuelvo a dar las gracias a Isabel aunque no esté delante, por su tiempo, la charla, sus creaciones y por ser. No puedo evitar imaginar lo diferente que sería todo si este mundo —en el que las ideologías viajan en carteras que pasan de mano en mano; los credos en furgonetas, aviones o trenes que revientan; el amor en mensajes de móvil y el dolor en globos que hemos de soltar rápido— se poblase, aunque sólo fuese durante unos breves momentos, de anjanas. Y pensando esto, apago mi ordenador, echo la cabeza hacia atrás, cierro los ojos y abandono el bosque.
Entrevista a Carlos Mayoral Por Bel Carrasco Fotografía: cedida por el entrevistado ©
La ciencia no ha identificado todavía un gen que explique por qué algunas personas muestran interés por la letra impresa desde niños, mientras otras pasan por la vida sin notar el tacto ni el perfume de las páginas de un libro. También es un enigma el porqué de que, entre los lectores más fervientes, sólo unos cuantos tengan la capacidad de transmitir a los demás su pasión. A la lista de divulgadores de la buena letra en la que figuran nombres como Umberto Eco o Alberto Manguel, entre otros muchos, se ha sumado recientemente el de Carlos Mayoral (Villaviciosa de Odón, 1986), que en su blog LaVozDeLarra, difunde con gran éxito su amor a la literatura. Tras su primer libro, Etílico, en torno a la relación de grandes escritores con el consumo autodestructivo de alcohol, publica Empiezo a creer que es mentira (Círculo de Tiza, 2018), título inspirado en unos versos de Leopoldo María Panero, con prólogo de Mª Jesús Espinosa de los Monteros. Con el uso de la primera persona y un ameno tono narrativo, Mayoral deambula por los laberintos de la creación literaria mezclando sus propias experiencias con las que ha acopiado en sus numerosas y meditadas lecturas. Porque, como señala Espinosa de los Monteros: «No basta con leer mucho, se ha de leer bien».
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Entrevista a Carlos Mayoral
¿Quién le inoculó el amor a los libros? Pues lo cierto es que no puedo ponerle un nombre así, rápido, al inicio de todo esto. Mis padres no eran grandes lectores, de hecho eran de esos que compran la clásica colección de novelas que pega con el tono del salón. Sí recuerdo que mi madre me regalaba cada cierto tiempo unos cuentos maravillosos de una editorial de cuyo nombre no consigo acordarme. Pero no sé si esos azuzaron mi pasión por la lectura o fue la lectura lo que azuzó mi pasión por esos cuentos. ¿Cómo se podría contagiar ese amor a los más jóvenes? Los encargados de divulgar cultura han de mostrarla desde un punto de vista sugerente. Más que desnudarla, que aparezca con transparencia. No sé cómo contagiar ese amor a los jóvenes, pero sí tengo muy claro que no hay que hacerlo como se ha hecho siempre. Decía Borges que el verbo leer, como el amar, no soporta el modo imperativo. Estoy muy de acuerdo. Todos los títulos que nos obligaron a leer corren hoy en nuestra contra. Al joven hay que inducirlo a la lectura, nunca obligarlo. «Hemos destruido a los clásicos», escribe en el preludio. Sin embargo, su libro es un canto de amor por ellos... Este libro es una especie de humilde venganza contra los constantes ninguneos que sufren los clásicos. ¿Que se les tacha de anacrónicos? Bien, pues les coloco un discurso de hoy. ¿Que se les tacha de intelectualmente avanzados? Pues me los llevo a la infancia. ¿Que se dice que su lenguaje es incomprensible? Les permito hablar con una jerga del siglo XXI. La cuestión es derribar todos los falsos estigmas que pesan sobre ellos con armas del presente. Enlazando con lo que comentaba antes, hay un problema claro de lecturas que no llegaron en el momento adecuado. ¿Cuánta gente odia El sí de las niñas o Los episodios nacionales a causa a la obligatoriedad de su lectura en el colegio? Este odio tiene una explicación clara: se odia a los clásicos porque llegan en un momento en el que no estás preparado intelectualmente para afrontarlos. Sin embargo, muy pocos chicos expresan su odio por Fray Perico y su borrico, Manolito Gafotas o Harry Potter, lecturas igualmente obligatorias pero más adaptadas a la capacidad del adolescente. Mi libro tiene la pretensión de demostrar que ese odio por Moratín o por Galdós desaparece en edad adulta con sólo abrir la primera página de cualquiera de sus obras.
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¿Por qué esa presencia recurrente de la muerte y el suicidio? Supongo que tiene que ver con mi necesidad de refugiarme en la literatura. Al abrir un libro busco en él algo mejor que lo que hay afuera. Muchas veces me encuentro con esas historias trágicas y pienso: «Bueno, no estamos tan mal». Y vuelvo a la vida real más a gusto. Además, en el caso de estos personajes, creo que recurren también a las drogas, al alcohol o, en última instancia, a la muerte por el mismo motivo que recurrían a la lectura o a la escritura. Por la simple necesidad de huir. Siempre me interesó mucho ese paralelismo entre literatura y muerte o literatura y adicción como vías de escape. Creo, de hecho, que todas mis páginas persiguen un poco esa vía. Intentan radiografiarla, digamos. Las mujeres tienen una presencia importante en su libro, incluso las más olvidadas. ¿Qué aporta la mirada femenina a la creación literaria? Aportan tanto que sería imposible enumerarlo en estas páginas. Pero de todas esas aportaciones hay una que observo con más admiración: la sensación constante de lucha, de pelea. Uno se acerca a Emilia Pardo Bazán, por ejemplo, y piensa: «Joder, para escribir esto en una época así hay que luchar contra todo y contra todos». Creo que la mirada de la mujer a lo largo de la historia es una mirada combativa. Ahora bien, desde nuestra orilla, la del escritor y analista contemporáneo, hay un problema al que cada vez que me enfrento me entran los siete males. Yo entiendo que uno analice o escriba sobre el Siglo de Oro y piense: «Vaya, es imposible encontrar una mujer que rivalice con Quevedo». Ya no porque no las hubiera, sino porque hay un páramo opaco sobre el que se ha estudiado poco y que prácticamente no te da opciones. Sin embargo, del XIX en adelante todo cambia. Hay mujeres que han sido analizadas hasta la saciedad y que, a pesar de todo, siguen estando fuera de todos los cánones. Es un hecho que, por ejemplo, Gertrudis Gómez de Avellaneda gozó de mucho más éxito de crítica y público que un contemporáneo como Bécquer. Sin embargo, si salimos a la calle y preguntamos, la mayoría conocerá a Gustavo Adolfo pero no habrá escuchado en su vida el nombre de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Nuestro deber a la hora de analizar la línea cronológica de las letras hispánicas es rescatar estas figuras y colocarlas donde merecen, que es, por ejemplo, al lado de Bécquer.
¿Cree que los escritores que tienen vidas desgraciadas como Dostoyevski disponen de mejor materia prima para sus fabulaciones? Por supuesto. De algún modo, el escritor siempre termina observando el mundo con sus pupilas, nunca con otras. Y cuánto más hayan visto, más soltura tendrán a la hora de dictarle al escritor el tono que debe darle a la narración. En el caso de Dostoyevski, por ejemplo, sus pupilas vieron arder la finca de su padre a manos de sus trabajadores, vieron las llanuras de Siberia en su condena a trabajos forzados, vieron el pelotón de fusilamiento apuntándole… Siempre creí que estos hechos biográficos tuvieron mucha culpa en el hecho de que la literatura de Dostoyevski fuese tan introspectiva, tan oscura. Digamos que si lo que esas pupilas han visto, además de insólito, es trágico, el efecto de cautivar al lector se multiplica por mil. Al final, lo que uno coloca sobre el papel debe apoyarse en algún sentimiento. Y estos son más robustos cuanto más escuecen. Como lector, uno va al papel a dos cosas. A toparse con hechos que no haya escuchado antes y a empatizar u odiar soberanamente al protagonista de los mismos. Creo que la empatía o el odio, sentimientos enfrentados y a la vez unidos, crecen mejor sobre personajes desgraciados que sobre personajes felices. ¿A qué se debe su obsesión por la generación del 98? A que son los primeros que hacen de la preocupación por el hábitat que les rodea, en este caso el páramo español, literatura y arte. La generación se construye en torno a las preguntas que España, desde un punto de vista presente y pasado, plantea, así como a las respuestas que ellos mismos van moldeando. Y estas preguntas sobre la enfermedad que azota al país siguen siendo las mismas siglo y pico después. Y probablemente lo sigan siendo en adelante. Lo difícil es conseguir que las respuestas sigan también vigentes, y ellos lo consiguen. Cuando una obra artística consigue hacer de un problema particular una cuestión universal, entonces salta la barrera del tiempo. Ocurrió con Manrique y la muerte de su padre, con Quevedo y su animadversión hacia Góngora o con Lorca y su terrible dilema personal. Todo son dilemas personales que terminan calando en la gran problemática universal. En el caso de la generación del 98, creo que este dilema personal tiene que ver con la desazón que sienten hacia los grandes problemas que azotan al país. Y lo gracioso es que las preguntas y las respuestas que ofrecen Unamuno u Ortega, casi un epígono de la
generación, se estudian en Francia o en Alemania como grandes corrientes de pensamiento. Un dilema personal que se convierte en discurso universal. «Empiezo a creer que es...» ¿Por qué eligió el poema de Leopoldo María Panero? Porque el libro tiene un tono que camina a medio camino entre la realidad y la ficción. Y Leopoldo María es el paradigma de ese camino. Un tipo que se llevó la literatura a la vida y la vida a la literatura. Las fundió y, cuando uno se acerca a cualquier aspecto de su vida, desde los manicomios hasta su célebre relación con la familia, no sabe si está pisando la verdad o la mentira. Por eso me chocaba ese verso. Había dado la vida por la poesía y de pronto: «Empiezo a dudar que sea cierta la tragedia literaria». Increíble. Una vez me encontré a Panero en el Retiro de Madrid. Era verano, con cuarenta grados, y llevaba un abrigo de esos que cubren todo el cuerpo. Me acerco, intento entablar una conversación y sólo recibo gruñidos por respuesta hasta que la cuidadora que lo acompañaba se lo lleva. Al marcharse por la salida de la calle Alcalá, pensé: «¿Esto ha ocurrido de verdad?». Hasta en la distancia corta Leopoldo María era pura literatura. ¿El libro reúne lo que ha publicado en su blog LaVozDeLarra? En este libro no hay tanto entradas concretas del blog ni de artículos que he publicado en periódicos o revistas como ideas que ya entonces se iban fraguando entre líneas. Por ejemplo, la narrativa tiene una ventaja con la que no cuentan el resto de soportes, véase la prensa o el ensayo, y es el uso de la primera persona. Por muy divulgativo o ensayístico que sea el tema que trate, intento dotarlo de cierto tono narrativo. Creo que así cala mejor en el lector y despoja este tipo de discursos de cualquier tipo de academicismo. ¿Qué libro está leyendo? El primer hombre, de Camus.
Bel Carrasco
(Valencia, 1952) es ingeniera T. Agrícola y licen-
ciada en Ciencias de la Información. Ha trabajado en El País, Las Pro-
vincias, Levante, Cartelera Turia, RTVV, etc. Hace veinte años que colabora con El Mundo Valencia y tiene un blog en la edición digital,
Zoocity. Ha publicado Las semillas del madomus (Versátil) y otras tres novelas, además de varios cuentos con el colectivo Bibliocafé.
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La vida breve
Goteras Nicolás Hochman
A fuerza de mudarme he aprendido a no pegar los muebles a los muros Fabio Morábito Llueve. Llueve otra vez, y ya sé qué va a pasar. Es como una coreografía que repite siempre la misma estructura, aunque cambien los pasos, aunque el baile sea diferente cada vez. Llueve. Las gotas golpean las tejas, que hacen ruido como si estuvieran por romperse. El agua las moja primero, después las recorre. A veces parece que sigue un orden aparente, hacia abajo, en hilos que unen los puntos invisibles entre unas gotas y otras. Un rato después desde la ventana se ve la doble cortina de agua: la de la lluvia cayendo en la vereda, en la calle, arriba de los árboles y de los autos, la lluvia que cae en todas partes con cierta homogeneidad. Esa es una cortina. La otra es la del agua que baja por las tejas y forma una especie de cascada pequeñita, simétrica, uniforme, que cae a no más de diez centímetros de la ventana, marcando un límite entre lo que está adentro y lo que está afuera. Como si el límite no fuera la ventana, sino el agua que corre un poco más allá. Hay factores que influyen en la coreografía. La cantidad de lluvia, claro. La velocidad del viento. La dirección del viento. Si venía de hacer calor y las tejas necesitaban más agua para humectarse. La humedad influye, seguramente. Y la teoría del caos, la que define que a veces las cosas sean de una manera y no de otra, sin que podamos medir con un método científico cómo van a pasar. Cómo. Porque saber que van a pasar, lo sabemos. Y pasa. Es una certeza. Es inevitable. La lluvia cae. Las tejas se mojan, se humedecen por afuera primero y por adentro después, absorben agua. Las tejas no deberían absorber agua, pero estas lo hacen. Se hinchan como un pan, seguramente porque son de mala calidad, porque el material no es el que debería ser, porque el que construyó este PH no sabía qué estaba haciendo, o quería abaratar los costos, o era un sádico, o contrató a obreros que querían cagarle la vida poniendo materiales que no iban. Las tejas se hinchan, chupan el agua, y la dejan caer hacia adentro. Tejas porosas, permeables. Como las fronteras. Las del departamento, las de este país en el que estoy y no debería estar. Las antitejas. Las no tejas. Las tejas enemigas. Entonces empieza la peor parte, la que no se puede predecir. El agua se filtra, baja por los tirantes, por las vigas, cae hacia el cielo raso. Y aparecen las goteras.
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Ahí hay una. En general la primera aparece ahí, casi llegando a la ventana. Seguramente esas tejas, que están más abajo que las otras, en el tramo casi final de la pendiente, ceden antes porque soportan su propia agua, y también la que viene bajando desde arriba. A veces es más a la izquierda. Hoy es ahí. La altura es más o menos la misma, y ya aprendí que en esa línea no hay que poner nada. Nada. Al principio era el lugar de la cama. El lugar natural de la cama. Me parecía ridículo que la cama pudiera ir en otra parte. Es un monoambiente. Un ambiente y medio, con buena voluntad. ¿Dónde iba a poner la cama, si no era al lado de la ventana? O sea, al final del departamento. Pasillito de entrada, cocina, living comedor, habitación. Todo en seis metros de largo por tres de ancho, sin divisiones. Es lo lógico. Pero con las primeras lluvias tuve que mudar la cama más al medio, entre el metro dos y el metro cuatro, aproximadamente. No contra la pared, porque ahí también aparece una gotera. Con persistencia. Con mucha persistencia. No suele ser la segunda ni la tercera, pero es persistente, aparece siempre. Y es grande. Gruesa. Entonces la cama queda casi en el centro del espacio, como si fuera una mesa ratona de uno ochenta por uno cuarenta. Como una invitación a las relaciones sexuales, a la intimidad. Como una barrera a franquear cuando alguien viene a comer, o cuando alguien entra, simplemente entra, para lo que sea que está entrando. La cama como una medianera, como una pared bajita que por supuesto se puede saltar o esquivar, pero que marca territorio, que separa, que hace que toda esta pobreza (esta casi pobreza) sea evidente. Evidente. Llueve con fuerza hoy también. Ya apareció la gotera número dos, y sé que en cuestión de minutos van a aparecer la tres, la cuatro, la cinco. No sé dónde, ni en qué orden. Ése es el misterio. Al principio me preocupaba. Me daba miedo perder mis cosas, las pocas cosas que había podido traer cuando me fui. Que los libros se echaran a perder. Que los discos se echaran a perder. Después ya no. Cuando se veía venir que iba a llover los corría de lugar, los envolvía en bolsas de supermercado para que no les pasara nada. Era cansador, aburrido, pero era lo que había que hacer para preservar algo. Algo, aunque sea algo.
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La vida breve
Nicolás Hochman. Goteras
Un día llovió cuando yo no estaba, cuando no podía estar. Llegué tarde, con la calma zen que da la certidumbre de lo inevitable. Los libros y las tapas de los discos habían absorbido el agua que había pasado a través de las tejas. Los tiré a todos esa misma noche. Por la ventana. Cuando ya no llovía más. A los libros y a los discos. A todos. Los que estaban mojados y los que no. Quedaron en la calle, desparramados, como si fueran basura. Eran basura. A la mañana pasó el barrendero, insultó al aire y se puso a juntar todo, a ponerlo en bolsas negras. Al rato estaba todo acomodado, en orden, en paz. Cuando se fue estuve tentado de bajar, abrir las bolsas y traerme todo otra vez. O de abrir las bolsas y volver a dejar todo tirado en la vereda, de repetir esa operación cuantas veces fuera necesario, todos los días, hasta que el barrendero se cansara, se resignara, se diera cuenta de que estaba peleando una batalla que no iba a poder ganar nunca. Pero dejé los libros y los discos en su lugar. Su lugar eran las bolsas negras, y después seguramente lo sería un camión, un basurero, un incinerador, lo que fuera. Ahí están las otras goteras. No me sorprenden. No me sorprenden más. Tuve que aprender a respetarlas, a entender que estaban acá antes de que llegara yo, que van a seguir estando cuando me vaya. Esas goteras no pagan el alquiler, pero derecho a estar acá no les falta. A mí un poco sí. Uno tiene que pagar el precio de lo que elige. De cualquier cosa que elige en la vida. Lo grande, lo chiquito, lo que parece no tener ni la más mínima importancia. Y de lo vital, sobre todo de lo vital, es que uno tiene que pagar el precio. El que elige pierde. Es imposible no perder. Porque siempre se elige, aunque no se quiera. Porque la libertad es así de aberrante. Aberrante.
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Nicolás Hochman (Buenos Aires, 1982) es doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires y profesor y licenciado en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata. Es director de la productora cultural UnaBrecha y del Congreso Gombrowicz, y presidente de la asociación civil Grupo Heterónimos. Fue consejero editorial de la revista La mujer de mi vida y director de Witolda. Revista de la persistencia. Es autor de la novela Los casquivanos y del ensayo Incomodar con estilo. El exilio de Gombrowicz en Argentina.
Los pescadores de perlas
Microrrelatos inéditos de
Ildiko Nassr Mar El deseo de conocer el mar puede provocar la locura en quienes viven rodeados de montañas. Inventan historias y mitologías sobre lo que imaginan es esa masa de agua y dudas. Llenan los huecos del misterio con palabras cuyos significados no conocen. Apelan a la ciencia y a la literatura para explicar un origen de sal y escamas en los rastros en la piedra. Encienden velas y alimentan una fe confusa. Evitan viajar. El deseo es poderoso, pero no ha de conducir a la acción.
Ella Ha retornado la voz de esa mujer que antes lo habitaba, que antes era sólo un personaje de ficción usado para mostrar el lado femenino del macho que es ante la mirada de sus amigos. Con ella, se sinceraba. Con ella, podía ser realmente quien era y conectarse con ese estado otoñal que trae la nostalgia. Con ella, se daba cuenta de la vida. Por eso decidió matarla. Asesinarla de un modo personal y pasional. Pero no pudo. El cuchillo lo lastimó a él, no a ella. Entonces, envió un sicario (que también era él mismo) para apuñalarla y así poder tocar su sangre en el papel. Sintió su último aliento al final de su última novela. No pudo escribir más. Hasta este momento en el que ella regresó con su voz y su mirada. Sin rencores.
Aviso Urgente. Dueño vende. Increíble casa con cuatro dormitorios. Excelente ubicación. Piscina climatizada. Ambientes grandes y confortables. Living comedor. Cocina equipada. Apto oficina. Manchas de sangre y familia cubiertas con cal. Sin rastros. Llamadas. No wasap. No cabina.
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Los pescadores de perlas
Ildiko Nassr. Microrrelatos inéditos
De noche y de día Dormíamos abrazados pero su cuerpo empezó a intimidarme y molestarme. Esa extrema intimidad provocaba efectos nocivos en mí. Lo primero fue el insomnio. Despierta toda la noche, sentía el peso de ese cuerpo absurdo y silencioso. Observaba esos ojos a medio cerrar y jugueteaba con sus pestañas, no para interrumpir su sueño, sino con una inconfesable actitud de dañarlo. ¿Hasta qué límites llegaría la confianza de ese animal dormido? Despertaba lo peor de mí. Ocupaba casi toda la cama. Me quería tirar, me incitaba. Pero si yo me levantaba, me imitaba. Me asustaba su dependencia. Sabía que viviría menos que yo y por eso le permitía tantas licencias. El odio se me pasaba cuando movía su cola y corría tras la pelota que me había pedido arrojarle.
Día de muertos Han realizado las ofrendas de pan. Pusieron una mesa larga en el patio y toda la familia trabaja en unas formas amorfas de masa que pondrán a cocer en el gran horno donde también estarán el cerdo y el cordero. Celebran esta fecha como si fuera el cumpleaños de todos. La música a todo volumen debe perturbar a los vecinos, piensa ella. Es la primera vez que participa de esta celebración. La aceptaron como un miembro de la familia pero no lo es. No hace preguntas y mantiene una sonrisa todo el tiempo. La algarabía invade a la familia. Nadie fue a trabajar y están todos abocados a los preparativos. —Esta es para la abuela Etelvina —sostiene la madre de su suegra. Todo tiene nombre y significado. Excepto la música fuerte. Va a buscar unas gaseosas a la cocina. Todos siguen en el patio. Escucha movimientos extraños. Deben ser visitas, parientes que aún no conozco, se dice y continúa sirviendo el líquido fresco en los vasos. Cohetes. No debían faltar en ninguna fiesta. Sale con la bandeja y se encuentra con los cuerpos ensangrentados de aquella familia y sin música.
Ildiko Nassr (Río Blanco, Jujuy, Argentina, 1976) ha publicado libros de poemas (Reunidos al azar, 1999; La niña y el mendigo, 2002; y en coautoría Ser poeta, 2007), de cuentos (Vida de perro, 1998) y de microrrelatos (Placeres cotidianos, 2007 y 2011; Animales feroces, 2011; Ni en tus peores pesadillas, 2016; Placeres cotidianos, colección breves y extraordinarios, 2017; Los hermanos mayores, 2017, e Hilos dorados, en coautoría, 2017). Sus microrrelatos han sido incluidos en las mejores antologías y recopilaciones de microficción hispanoamericanas.
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El castillo de Barba Azul
Poemas inéditos de
Antonio Rivero Taravillo
Orquídeas, tulipanes Orquídeas, tulipanes, esos nombres de flores que te gustan y que aroman, melodiosos, la página. Los pongo en el jarrón de este poema, entrelazo este ramo con sus sílabas, su pasajero olor, la lozanía efímera que, igual que este cristal que los contiene si es propicio el reflejo, señala lo fugaz del sentimiento —hermoso como ellos, sin embargo— que te los brinda. Dales tu luz y no les pongas agua de tus ojos para regarlos —inútil ya—, cuando se vayan. Que se irán, no lo dudes, algún día.
Cactus Esas espinas previas a la carne como la tierra es previa a la simiente; la tupida rojez pura y simétrica asaetando el aire. Hay cactus que traen, desde el origen, la sangre de su herida y en la flor de las yemas nos duele su color aun sin tocarlo.
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El castillo de Barba Azul
Antonio Rivero Taravillo. Poemas inéditos
Antonio Rivero Taravillo es premio Comillas de Biografía por su trabajo sobre Cernuda, premio Antonio Domínguez Ortiz por su biografía de Cirlot, premio Andaluz de Traducción por sus versiones de Keats, premio Rafael Pérez Estrada por una colección de aforismos y premio Feria del Libro de Sevilla. Aparte de una abundante obra en prosa (viajes, novelas, estudios), ha publicado siete libros de poemas en editoriales como Pre-Textos, Renacimiento o Isla de Siltolá. Son reconocidas sus traducciones de poetas como Shakespeare, Marlowe, Donne, Hopkins, Yeats o Pound. Ha traducido también los ensayos literarios de Edgar Allan Poe y El canon de la poesía, del crítico Harold Bloom. Dirige la revista Estación Poesía.
Identidad de lo vario Un agua llena de vaso. Segundos de sesenta minutos con sesenta horas cada uno los siete meses del año. Los doce años del hoy. Las veinticuatro semanas de días que son los dedos de este cuerpo que nos vive y que muere. El sol nocturno y la diurna luna. Un parpadeo eterno que transcurre entre el morir y el nacer. El plural inabarcable de quien no es más que uno. La paz en la lid, la armonía de la guerra. Creación secreción y secreto, tú, yo, la pareja de dos que son multitud: todo cuanto no puede contarse.
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La princesa y el guisante El árbol crece, sube su copa. A muchísimos metros sobre tierra, presionan en la atmósfera sus hojas lo mismo que el guisante sobre el cuento de la princesa que leímos en la niñez, y cuya forma presiona también tiempo arriba, lo aprieta —pubertad, juventud, edad madura— hasta ser este volumen que, hoy, como el cielo las ramas, deforma el colchón de los años. El árbol crece, su aura. Donde jamás suben las aves, el cielo registra la memoria de su empuje.
E i n s t e i n o n t h e B e a ch
Elogio de la mediocridad y de lo inclasificable: el camaleónico Noel Clarasó Por Aitor Francos I Cualquiera puede darse un paseo por el rastro de Madrid, un domingo medio soleado, haraganear un par de horas en el tumulto y, a poco que se pare con cierto prurito de observación y le dé por curiosear y revolver (mover a Kafka de aquí, poner a Torrente Ballester más allá) entre las cajas de libros desperdigadas, puede ser que se tope con relativa facilidad con alguno de los libros de Noel Clarasó. Porque ese, y no otro, es su hábitat natural. A los de su especie les convienen esas portadas descascarilladas, maltratadas por el manoseo; les adorna, como un traje de fiesta, el imperio del ocre, el papel áspero y usado, lo intonso de los libros y los sótanos encubiertos de las almonedas más descuidadas. En ese emplazamiento, destinado a compartir baldosas con libros de desvencijado cuero y tapas dobladas por el peso de aguantar durante años ese estar los unos sobre los otros, lo encontraremos, allí donde el polvo es su hermano mayor y el silencio, un irreprochable contestatario del luto. El retiro envuelve y mantiene sin domesticar singulares anotaciones, los subrayados inexplicables, la privacidad del apunte hecho a bolígrafo para uno mismo. En estos tiempos donde es soberano el exhibicionismo más impúdico se publican memorias, autobiografías, semblanzas íntimas, y raro es el escritor que no cuenta con una apasionada y reconocible vida pública. Vivimos una época en la que ha ascendido a glorificación la urgencia por ser descubierto, y en la que no se consiente que la vida de los otros no sea permeable y accesible a la curiosidad de todos. Leer a un poeta sin saber nada de él, salvo por aquello que poda-
mos apreciar y deducir, si es que es factible, a través de lo que escribe, se antoja ya discutible. No puedo recordar cuál fue la primera edición de Clarasó que llegué a leer completa. He ido reuniendo sus libros, de refilón, rescatándolos del olvido, al hilo de otras búsquedas más imperiosas y antipáticas. El nombre de Noel Clarasó iba apareciendo, en un orden accidental, en los puestos de los chamarileros y en las librerías de viejo, entre los menos preciados, por las empinadas callejuelas que desembocan en la Plaza del Campillo del Mundo Nuevo. Apacible entre papeles, pinturas y cachivaches, estaría ahí, entre las obras que iban saldando a precio irrisorio, casi regaladas, sobre una esterilla o en medio de la acera. Las ediciones de Janés, con cubiertas llamativas y tapa dura (o blanda, según la colección) y ese papel tan característico, y hasta desaconsejable, de brutal incomodidad para el tacto, supusieron siempre una tentación demasiado grosera y apetecible para mí y el vicio de la curiosidad ganó la partida. Me refiero a esas ediciones, no forzosamente valiosas por ser reliquias, paja gruesa, recosidas y casi peludas, aburridas de encontrar porque te salen al paso sin buscar en el totum revolutum del rastro. Es cuestión de huronear entre lo inservible. Da gusto ver a los vendedores discutir sobre el caos de los libros, como si estuvieran ante la colocación exacta de un cuadro en una exposición del Thyssen. La mala literatura abunda y es higiénico ponerse a resguardo, pero no es el caso de Clarasó (o no siempre, corrijamos). Una soledad indescifrable, como de cartón piedra, acompaña a esos volúmenes, compasiva y a la vez mandona, al ojo de un vagabundeo. Me gustaría por afán de puro coleccionismo dar con todo el enjambre de que se compone la caudalosa producción de Clarasó,
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Aitor Francos. Elogio de la mediocridad y de lo inclasificable
del todo absurdo, debido a la cantidad de libros que debería rescatar de la nada. Di con él callejeando y, si no recuerdo mal, el libro en cuestión fue Observaciones y máximas de Blas. Conservaba un recorte de periódico en su interior que daba noticia de otro escritor, entonces más desconocido que Clarasó. Los lugares donde se encuentran los libros quedan unidos a ellos indisociablemente y aportan, al quebradizo prestigio de la mitología personal, una dirección y un encuadre. Noel Clarasó publicó muchísimo y en las mejores y más divulgadas colecciones de mitad del siglo XX español (buen ejemplo de ello es la mítica colección de miniaturas Pulga o las reconocibles colecciones de José Janés), por eso sorprende el inviolable olvido que a día de hoy se ha cernido sobre él; nadie le conoce, nadie sabe quién fue y, por supuesto, nadie lee sus libros. Hijo del escultor (funerario) Enric Clarasó i Daudí, estimable partícipe del modernismo catalán y amigo íntimo de un Santiago Rusiñol también a la postre escritor de sentenciosos enunciados. Por razones que no he llegado a dilucidar Noel Clarasó nació en Alejandría. Estudió sin llegar a terminarla la carrera de Derecho y trabajó como técnico en el Ayuntamiento del Barcelona, en el área de parques y jardines, dedicación en la que empeñó parte de su vida y a la que enfocó no pocos libros. Yo le aplicaría el sobrenombre de escritor absoluto: todoterreno. Clarasó encarna de alguna manera al hombre plural y totémico, al hacedor multidisciplinar, el hombre de letras para todo, el escritor de manuales y compilaciones. Su carrera literaria no debió de recibir un agradable y esperado aplauso de beneplácito en su familia, pero supo reconvertirla en un oficio con infinidad de encargos. Si nos detenemos a escrudiñar su bibliografía y enumeramos por año sus publicaciones, costará creer que todos esos títulos partan de un mismo escritor y que encima estén firmados todos bajo el mismo nombre. Noel Clarasó, exquisito e inconformista en su heterodoxia, poco o nada tenía que ver con la adscripción al realismo que dominó en los escritores durante la etapa de posguerra española. Difería, con brillantez erudita, especialmente, de los propios humoristas. No en las temáticas, caía en lo burdo y en la puerilidad de planteamientos ahora desfasados igual que todos, pero supo (aunque entonces nadie se percatara) transgredir el género, dotar al humor de un látigo nuevo, irreverente y popular. Escéptico, de manera irreme-
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diable, queda la constatación en la entrevista que le hizo, en sus Conversaciones en Cataluña, Salvador Pániker (Clarasó estaba por tanto incluido entre veinticinco personalidades culturales de cierta relevancia, entre nombres como los de Josep Pla o Ana María Matute). Porque Clarasó escribió en catalán, y ganó, entre otros, el premio Crexells de 1938, aunque la censura le denegó a Janés editárselo. Los intentos de publicar a escritores catalanes de prestigio o premiados chocaron una y otra vez con esa barrera, como recoge Josep Mengual en A dos tintas, y puede que eso hiciera a Clarasó decantarse con mayor ahínco a la producción en castellano. Clarasó, no sin cierta suspicacia, hará una interesante advertencia antes de someterse a la entrevista con Pániker: «A mí es muy difícil hacerme preguntas porque no las contesto». En su impresión de él, Pániker afirmará: «No cree en la improvisación de los diálogos, él es un gran trabajador que prepara cuidadosamente sus escritos». A un tiempo, nos dará idea de cómo era su método de escritura y del grado de profesionalización logrado: «Se levanta cada día a las 6 de la mañana y trabaja sin interrupción hasta la hora del almuerzo; escribe con máquina eléctrica porque es más descansado; no hay que pegarle a la tecla, basta con pulsarla. Su carrera de escritor la comenzó a los 35 años de edad, para ganarse la vida, y lo curioso del caso es que se la ha ganado; vive exclusivamente de su pluma, y vive bien. Ha publicado más de 60 libros (ensayos, novela, cuentos, humor tratados de jardinería...), y compone también guiones de cine y teatro. [...] Uno de los secretos de la endiablada fecundidad de Clarasó es su archivo, completísimo, que en cualquier momento permite estar documentado sobre cualquier tema». Se me antoja, a la vista está, muy metódico, a la par que un tanto desconfiado y solitario. Algo de místico advirtió Pániker en él (difícil de adivinar en sus escritos), un misticismo inglés, «que suele pasar desapercibido —así lo explica— porque se ofrece bajo especies materialistas y positivistas». En su Diccionario humorístico, de 1951, heredero del de Luis Marsillach y que salió en la colorida colección Monigote de Papel de Janés, Clarasó definiría así el papel del escritor: «Los escritores necios escriben lo que piensan. Los más astutos escriben lo que piensan otros». O aún mejor y más acorde a su estilo: «También se gana dinero escribiendo; depende de la generosidad de la persona a la que se dirige la carta».
II Unos días después de hallar Observaciones y máximas de Blas, cuando todavía no sabía demasiado de Clarasó, me llamó la atención encontrar su nombre en otro puesto de venta ambulante, en un libro de botánica, sobre el arte de cultivar rosas. Al lado (parece mentira que fuese el mismo) descansaba un tomo de la famosa antología de terror Los mitos de Cthulhu —editada en Alianza Editorial al cuidado del psiquiatra y buen conocedor del género de terror Rafael Llopis— y en ella estaba el relato «El jardín de Montarto» (uno de los que saldrían en los relatos de Miedo) de Clarasó. Daba el mismo espacio y rigor a escribir un ensayo de aburrida seriedad que a un libro de autoayuda, a hacer traducciones (para Círculo de Lectores, por ejemplo, tradujo a F. Sagan) que a enfrascarse en la novela popular de quiosco de serie negrísima o al thriller de fantasmas; no se quedó ahí, y escribió un sinfín de guiones para series televisivas y películas. Y lo más inusual, salvo algunas excepciones, todo lo firmaba con su nombre. Cuando no lo hacía así, a veces, bautizaba los libros con el anagrama de su propio nombre y del segundo apellido paterno: fruto de eso tenemos a León Daudí, al que dio vida al incluirlo en su célebre Antología de textos y citas, donde se pueden contar más de medio centenar de aforismos de este (también ese seudónimo tenía el protagonista de alguna de sus novelas). Como Daudí publicó, además, casi sin interrupción de tiempo, entre el 63 y el 65, tres prontuarios, de lenguaje y estilo, de citas célebres y de poesía castellana. Ya en Observaciones y máximas de Blas quiso difuminarse como escritor bajo la bruma del ficticio (no sé si declararlo heterónimo) Blas Grillo. Con Blas —a quien describió como «un espíritu que aún no está formado, ingenuo pero sencillo, no ve mucho más allá de la apariencia, pero él se cree un observador profundo»— empezó en la novela Crónica de varios males crónicos y siguió construyéndolo en otras: Blas tú no eres mi amigo, Blas en la isla de los negocios y en Observaciones y máximas de Blas. Otros escritores se apropiaban de decenas de seudónimos para que nadie les siguiese la pista y sumergirse en un cómodo anonimato; era una forma de desaparición o dilución pública consentida y muy lícita. Clarasó, en una nota, sugerirá medio en broma, acerca de las máximas de Blas: «... primero me los atribuí y después pedí la autorización y ahora restituyo a Blas lo que es de Blas». Con la jocosidad que es tan típica de ese Clarasó, siguiendo el juego,
dirá: «Temo que algunos de los textos de Blas no sean fundamentalmente originales. Y tal vez me atrevería a citar hasta el molde del que han sido vaciados. [...] No sé por qué se desprecia tanto a los escritores que copian a otros; es mucho más pesado copiar que inventar, y copiar al pie de la letra es un trabajo de negros. Si saben limitarse a copiar cosas interesantes nos hacen, además, un gran favor». Completará el retrato de Blas tildándole de «raro personaje en la novela [...] que no hace más que molestar a los otros, cuya intervención es siempre inoportuna, a pesar de ser un hombre de posición y de carrera [...], tiene un alto concepto de sí mismo [...], con toda la barba y sin pelos en la lengua». Y seguido: «Blas nunca podrá tener un libro propio, una novela biográfica, y sólo podrá aparecer como personaje secundario en los argumentos que describen otras vidas». Acaso fue en las compilaciones de aforismos y de frases célebres, las de Blas y otras, donde Clarasó conoció más éxito y donde más ha sobrevivido como escritor, en el ámbito del humor. Es difícil medir ahora cuál pudo ser la popularidad real, en diferentes épocas, de Clarasó. Fuera del circuito pulp y a diferencia de otros escritores, él escribió desde la posición de tener cierto reconocimiento público y un buen número de ejemplares en circulación. Porque lo más sorprendente de todo es que Noel Clarasó fue tan prolífico que pudo granjearse el éxito y el fracaso en casi todas las facetas. Gozó de bastante estimación durante la posguerra española, dentro de la ranciedad de lo que se hacía en ese momento. Publicaba casi todo en editoriales (Janés era una) que contaban con tiradas considerables. No se le puede tomar por un marginal. Tampoco un adepto al régimen. Tampoco de una escuela particular ni socio de un género concreto. Ni siquiera un humorista. Sí un escritor profesional. Algunas series televisivas de los sesenta-setenta le dieron trabajo y un sustento de notoriedad y presencia para unos años. Vivir de la escritura sin agenciarse demasiados premios, ser un guardador del oficio como tal, tiene mérito. En 1954 colaboró en los guiones de dos de las películas de José María Forqué: El diablo toca la flauta y Un día perdido. También de Noel Clarasó es el texto de la serie Hermenegildo Pérez, para servirle, interpretada por Carlos Larrañaga y emitida en 1966 por TVE. Algunas llegaron a tener de actores a López Vázquez (Tercero izquierda); una de las últimas, La dinamita está servida, a Laura Valenzuela y Tony
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Aitor Francos. Elogio de la mediocridad y de lo inclasificable
Leblanc, actores de moda entonces. Con José Luis Dibildos y como director con León Klimovsky, escribió Viaje de novios (1956), con Fernando Fernán Gómez entre los protagonistas, que repetiría en otra de las comedietas de Clarasó, esta vez trabajando para Pedro Lázaga, Ana dice sí (1958). No siempre Clarasó se hacía cargo del guión; en ocasiones eran adaptaciones de relatos suyos, como Una chica de Chicago (1960). Siendo un divulgador nato y con un envidiable talento para todo tipo de registros, se granjeó un eco considerable en las clases medias, por su visión descreída y humorística de los temas naturales de la familia y la sociedad burguesa de su época. Tuvo su espacio en los más prestigiosos periódicos y revistas: La Vanguardia, Ya o ABC. A pesar de contar con lectores y amplias impresiones, la de Clarasó es una de las personalidades más desconocidas, obra singular, inclasificable, alejada de lo habitual. Un inconformista cambiante, porque profesionalizar la literatura a veces lleva a compromisos irrelevantes, que se aceptan como se hace con la insignificancia del hombre mundano. Pero nunca deja Clarasó de satirizar y criticar a la sociedad carca en la que se veía conviviendo; eso sí, alejado de la actitud de provocación o de hacer vanguardia. Un caso de asombrosa y total independencia. De entre todo lo publicado, lo más rescatable acaso sean los aforismos y las definiciones humorísticas. Hay gracia, sana malicia, picardía, retratos de época; es, además, un pintor de caracteres agudo, no un moralista relamido, pero sí un pensador ocurrente. En uno de esos epígrafes, entradilla, que hace a muchos de los capítulos, una vez más, sin aclarar al lector quién es el autor (supongo, en consecuencia, que es suya), en el cap. XVIII de Biografía del humor y del mal humor sintetiza, a grandes rasgos, el propósito de su vocación y sus pretensiones, su voluntad de disgregarse en una heterogeneidad casi pessoana: «El ideal del sabio ha sido siempre doble: reducir a máximas el contenido de sus libros y diluir en libros el contenido de sus máximas». El interés de las antologías que prepara va en esa misma línea, conseguir que una máxima lúcida, atractiva, inteligente, ácida se cite sin más, pero se cite casi sin autor, que sea de todos, que pueda ser de Noel Clarasó o de Poncela, o de Unamuno, y nadie aprecie la diferencia, nadie lo resalte, quedándose el lector nada más que con lo que importa, con una síntesis lúcida de una idea. Uno de los riesgos de citar a Clarasó es que no sabes,
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como pasaba con Borges, con seguridad si le estás citando a él. Debió leer a La Rochefoucauld y aquilató su visión pesimista del hombre, no del todo infundada; menciona, y se nota la influencia en sus escritos, a Mark Twain. Conoció bien las greguerías de Ramón Gómez de la Serna y él mismo concibió un término, a caballo entre la máxima y el humorismo, al que etiquetó de busilismo, desconcertante vocablo, del que hubiese deseado que «mereciera la atención de la Academia y fuera catalogada en el lugar correspondiente del diccionario», definiéndolo así: ‘Sentencia breve de humor con la que se interpreta la apariencia lógica de cualquier fenómeno de la naturaleza’. Es el mencionado Biografía del humor y el mal humor (José Janés editor, 1947) un ameno y divulgativo ensayo sobre todas las particularidades de lo cómico y una buena guía (muy actual) para cualquiera que quiera hacer humor. Lo abre con un prólogo, «Telón de anuncios», y sentencia: «Nunca se llega a conocer con exactitud el significado de las palabras. Esta circunstancia facilita su uso». Ahí leeremos, expresadas con bastante honestidad y con conocimiento de causa, algunas opiniones suyas: «El humorista lo aprovecha todo, desde los juegos de palabras hasta la filosofía, para divertir honestamente a sus lectores, y por tanto aprovecha también todo lo que de cómico tienen sus semejantes y se burla de ellos. Pero lo hace siempre con humildad». En uno de los párrafos, definiendo al humorista, anticipará su destino, dirá algo que es el preludio de lo que a él le sucederá y que parece ya tener asimilado: «El humorista no tiene ambición. Todo escritor un poco ejercitado es capaz de inventar pasiones fuertes y trágicas. Pero el humorista no lo hace: se limita a divertir a sus lectores. No aspira a más. Sabe que no tendrá jamás el prestigio de los escritores serios y no le importa. No aspira a un sillón en la Academia (aunque alguno lo tiene), ni a un premio nacional. Si hace falta destrozar el vocabulario, invertir la sintaxis, descabellar la Gramática y saltarse el Diccionario, para sacudir los músculos de la risa, lo hace». Desubicado en las letras a estas alturas, siento la vida de Clarasó instructiva para quienes ahonden en los atajos de los destinos literarios y gusten de indagar en sus miserias. Una de las frases, no poco perspicaz, del catalán refería: «A veces los fracasos proceden del exceso de confianza en uno mismo; pero, en general, proceden de exceso de confianza en los otros».
III Los libros de Clarasó, ahora inclasificables, rarezas, muchos intrascendentes, sirven para mirar con indolencia la literatura y a la sociedad que favorece una fertilidad que queda agotada en su filón. Que la vida se ha ido quedando enmarañada en unos cuantos libros leídos, ovillándose en el recuerdo de las líneas subrayadas, en las memorias que fueron desapareciendo con uno, es algo de lo que me he dado cuenta bastante tarde, al verme obligado a abrir y cerrar las maletas muchas veces, al cambiar de habitación, al repasar la ventolera de libros sueltos que el tiempo no quiso retener ni guardar. Un libro es una casa en la que busco entrar de vez en cuando para sentirla viva, para acoplarme con calma a sus pertenencias, a las sombras genealógicas y familiares; para transformar mi identidad a través de ese espacio, entrando a la persecución de los símbolos personales. Esa es la casa que la mitología del escritor necesita para prosperar y crecer. Clarasó fue uno de esos personajes secundarios que no mueren del todo porque jamás se sumaron a la trama. En novelas como El asesino de la luna Clarasó demostró que había sido agraciado con una habilidad admirable para urdir situaciones, no tanto para encumbrarlas. Se quedó siempre a medias, sin saber bien dónde, en qué género jugaba, y cuáles eran las reglas. Es como si no creyera con suficiente convicción en sus propias historias y la mediocridad fuese su norma; un modo de dar comienzo a su futura y solitaria travesía por el desierto. Una constante en su prolífica y dispersa trayectoria es el humor; la perversión del humor, porque supo desafiarlo y reconvertirlo en una potente arma de exploración en esa España enfermiza y apocada. El carácter aséptico de su estilo tuvo sus adeptos, aunque pecara de repetitivo. Sería bueno atisbar entre la espesura de frases y máximas, a veces insustanciales, lo que de Clarasó es más transgresor y brillante; también lo más filosófico, si por filosofía nos atenemos a un sentido común general y socialmente establecido en aquel trasfondo cultural. El caso es tener en la biblioteca algunos libros suyos,
como en un cuarto de hotel desconocido donde en la noche se escuchan ruidos extraños e intrigantes, de gente insomne que arriba cruza un pasillo y va de un lado a otro, que se mueve sin razón entendible y con ningún rumbo. Un lugar para conjurar fantasmas, apacible limbo de papel. Yo a Clarasó lo veo como un hombre beckettiano que está en una espera interminable y, mientras, redacta libros, como si estuviese delineando una ineludible geografía del fracaso. Como si quisiera levantar con ellos toda una topografía literaria, minuciosa y laberíntica pirámide, para reescribir su vida y ampararla junto con las vidas soñadas y no vividas. Todo para huir de la corriente imperante y dejarse olvidar, para al final escribir desde un lugar incómodo, de frontera, sobre una silla que se tambalea y no cae. Kipling aconsejaba, como regla para no repetirse y progresar: «En cuanto veas que aumentan tus facultades, intenta algo que te parezca imposible». A Clarasó le valió cambiar, ser camaleónico, reinventarse, tocar todos los palos para sobrevivir como escritor. Pero el terreno en el que permanece es bien pantanoso; como el fulgor de un faro que va a la deriva, a tierra de nadie, sin identificar, extraviado, él mismo se ha quedado atrapado y aislado en la isla de su ilimitada fecundidad.
Aitor Francos (Bilbao, 1986) es licenciado en Medicina por la Universidad del País Vasco. Es autor, entre otros, de los poemarios Igloo (ganador del XIV Certamen Internacional Surcos de Poesía), Filatelia y Un lugar en el que nunca he
escrito (Renacimieto). Ha participado en la antología Poetas vascos en castellano (Ed. Muelle de Uribitarte, 2009) y en Nayagua, nº14. Colabora con la revista Zurgai y con Quimera. Ha sido finalista del Premio Adonáis en 2007 y del Martín García Ramos, en 2010.
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Secretos de familia, exposiciones suspendidas Por José de María Romero Barea El efecto acumulativo de algunas sagas fusiona historias de maduración con algo parecido a un thriller. Las dos que nos ocupan, recientemente publicadas, son, en esencia, la historia de un asesinato de simplicidad arquetípica, cuyo lento desenlace se convierte en vehículo para todas las grandes preguntas sobre la vida, el amor y la muerte. Ficciones pseudoliterarias de corte metafísico juegan con la percepción, la memoria y la culpa. Con cada matiz, el lector cautivado nunca olvida que, al final, ha asistido a un relato detectivesco que también es el estudio de una obsesión fatal. Animados por una inteligencia moral inquisitiva, los relatos Entre ellos y Ordesa demuestran lo que la no ficción en su mejor momento puede lograr. Cada uno de los eventos que configuran nuestra existencia parece caprichoso y arbitrario y, sin embargo, como muestran los escritores Richard Ford (Jackson, 1944) y Manuel Vilas (Barbastro, Huesca, 1962), la casualidad no es más que el resultado de una lectura negligente. Escriben ambos sobre lo que presenciamos y lo que omitimos, por improbable o desconectado que parezca: el resultado es el examen forense de las áreas grises de la moral. En ambos casos, se reflexiona sobre el acertijo del yo presente y el pretérito, la naturaleza de la culpa después de una guerra atroz por la supervivencia y la previsibilidad de lo condenado de antemano. Denuncia su prosa la forma en que las historias personales revelan verdades sobre el trauma histórico enterrado bajo la superficie de lo que denominamos posmodernidad.
Entre ellos Son las progresiones temáticas, los enlaces subyacentes entre las distintas piezas, lo que hacen de este breve re-
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cuento una fuente de continuo estímulo, de constante interacción entre la vida y la muerte, entre el mundo mental y el sentimental, entre lo que significa ser padre y lo que supone ser hijo: «Sólo alcanzo a intuir cuál fue su efecto en mí. Pero si tuviera que aventurar una hipótesis diría que gracias al hecho de ser su hijo hoy soy capaz de reconocer que la vida es corta y tiene imperfecciones, que, para ser aceptable, además, requiere tanto evitaciones cruciales como provisión de contenidos. Casi todo desaparece, salvo el amor». No se sabe si la crónica Entre ellos (Anagrama, 2018; traducción de Jesús Zulaika) es una coda o un puente hacia lo que está por venir. Y aunque no pretende ser una reinvención ni una revelación, este volumen ilumina silenciosamente el don del escritor estadounidense Richard Ford para hacer que veamos la existencia de maneras nuevas e impredecibles. Los protagonistas del opúsculo son un padre (Parker), una madre (Edna) y el propio Richard, hijo único. Entre ambos. El tema subyacente parece ser la maravilla y al mismo tiempo la imposibilidad de ser feliz: «Si mi padre hubiera vivido más allá de su hora prefijada, probablemente yo nunca hubiera escrito nada […] y si bien no haber escrito nada hubiera sido una pérdida soportable […] no habría existido esta breve reseña de mi padre, de sus, de otro modo invisibles, alegría y afanes, y de sus virtudes». Logra el autor de El día de la independencia (1996) capturar la deriva asociativa de la conciencia, esa forma en que la memoria, la emoción, la cotidianeidad y la casualidad se fusionan y juegan unas con otras a medida que nos conforman: «El acto de reflexionar sobre la vida de mi madre es un acto de amor. Y mi memoria incompleta de su vida no debe tomarse por un amor incompleto. Quise a mi madre como lo hace un niño feliz, irreflexivamente y sin dudas».
Una soltura casi coloquial, repleta de motivos que se repiten (el abuelo paterno suicida; la abuela materna que finge que su hija es su hermana; el adolescente Ford y sus problemas con la ley), convive con meditabundos
apotegmas. Se debate el novelista de Acción de Gracias (2006) entre el progenitor ausente (vendedor ambulante de almidón) y la madre inconstante (a la espera en casa): el dolor y el placer, la frustración y la plenitud. Sus viñetas comprimidas ofrecen una carga emocional única, una nota de magia en lo cotidiano: «Uno de los retos primeros y más importantes que enfrentamos todos es el de conocer a nuestros padres cabalmente, siempre que vivan lo bastante, merezca la pena conocerlos y sea materialmente posible. Cuanto más veamos a nuestros padres enteramente, cuanto más los veamos como el mundo los ve, más posibilidades tendremos de ver el mundo tal cual es». La estratificación de asociaciones otorga a Entre ellos un propósito holístico y un sentido de cohesión. Se interesa su autor por lo incognoscible del intercambio entre cuerpo y realidad, la extrañeza inadvertida de lo que busca volver a encantar la existencia mientras nos hace notar lo que no vemos. Confiesa el creador en el epílogo que estos dos tributos han sido escritos con treinta años de diferencia, el de Edna poco después de su muerte, el de Parker más de medio siglo después de haber fallecido. El coste de este acto de resistencia contra el olvido es una brecha irrecuperable. La cuenta es personal, pero al escribir sobre la identidad y la imposibilidad, el premio Princesa de Asturias de las Letras 2016 a borda nuestras cuestiones más íntimas: «Escribir sobre mis padres mucho tiempo después de que estos hayan muerto deja al descubierto inevitablemente huecos, fallos, debilidades, grietas y ausencias […] que la narración tal vez ha tratado de enmendar o sellar definitivamente, pero que tal vez solo ha reabierto». Concluye Ford, con elegancia, que, aunque el pasado nos elude, no podemos eludir nuestro pasado. Pasan los años, pero seguimos
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J. de María Romero Barea. Secretos de familia, exposiciones suspendidas
obsesionados por la culpabilidad. Lo indescriptible se convierte, inadvertidamente, en lo normal. Entre ellos supone el esfuerzo del autor de Canadá (2012) por recuperar su historia familiar, fragmentada, como todas, por la vergüenza y la pérdida, para expresar lo inexpresable. El resultado es, como todos los intentos de redención, parcial y doloroso. Una imagen concreta evoluciona hasta formar una metáfora o una epifanía. Una carga emocional oblicua ocupa el lugar de una pontificación: «Las ausencias parecen cercarlo todo y entrometerse en todo. Aunque al reconocerlo, no puedo permitir que ello sea una pérdida […] puesto que es solo la vida: otra verdad perdurable en la que debemos reparar». Esta visión fugaz deja una marca indeleble: supone el microcosmos de un libro que defiende la necesidad vital de confesar la propia experiencia y compartirla, en toda su inmediatez, con los demás.
Ordesa Es este, como todos, un libro de intersecciones. Su autor pone los hechos sobre la página, los cuestiona, los repite, los reorganiza. En este, sin embargo, su papel no es explicar las conexiones: «Llamo madre al misterio general de la vida. Madre es la muerte viva. Llamo madre al Ser. Soy un alma primitiva. Si mi madre no estaba, el mundo era hostil. Por eso bebía tanto y acabé llevando una conducta sexual errante y promiscua. Aún hoy no sé lo que buscaba». La esencia que extraemos es una verdad poética sobre la existencia, pero también sobre la historia que se nos cuenta, es decir, la ficción que leemos. Lo que Ordesa (Alfaguara, 2018) consigue es dar nueva vida al pseudodocumental, dotándolo de profundidad, distinguiéndolo de los clichés al uso. Se puede leer el más reciente relato de Manuel Vilas como un intento de ajustar cuentas con el pasado a base de alcohol, política y literatura. Un hombre varado en su propia historia aborda una parábola sobre el ritmo acelerado de la modernidad mediante su descripción agotadora. Expone sus contradicciones a base de antagonismos: desafía, se autodestruye, es consciente de sí mismo, heroico en la medida en que sus defectos nunca pierden nuestra simpatía. A través de su meticuloso recuento, mundanas idas y venidas bajo una atmósfera de amenaza: «La muerte de un ser humano va y viene en el tiempo. Todos los
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muertos van y vienen. Hacen cosas distintas de las que hicieron cuando estaban vivos. Dentro de la muerte sigue habiendo una actividad frenética». La incertidumbre se traduce en preguntas sin respuesta. Colisionan historia y fábula, psicología y fantasía, antes de derivar hacia sensibilidades no convencionales. Ficción dramática escrita con una empatía despojada que borra las telarañas del género, presta el narrador de Los inmortales (2012) intimidad a las tribulaciones de su alter ego para revelar la sangre y las lágrimas que sientan las bases mentales de su, de nuestro mundo. No pocas veces, una descripción recrea una escena donde tiene lugar una peripecia que es al mismo tiempo conjetura y riesgo, sobrenatural espacio impregnado de dolor. Memoria, mente y cuerpo empujan a nuestro interlocutor a través de su camino revolucionario. Sueños y delirios mapean el territorio oscuro de un nunca encontrado sentido de consuelo, porque «la verdad está siempre en constante transformación, por eso es difícil decirla, señalarla. Más bien siempre está huyendo. Más bien lo importante es reflejar su continuo movimiento, su irregular y desacomplejada metamorfosis». Contado en flashbacks incompletos por alguien que busca a tientas la certidumbre, el crisol, carne de psiquiátrico, se reencarna en método. La mezcla de hechos y conjeturas nos insta a juzgar al creador como personaje: ¿acaso son distintos? ¿No es la distancia entre vida y artificio una estrategia para que el poeta de El hundimiento (2015) evalúe sus acciones con una claridad despiadada? La narración resultante se burla de las lagunas en los detalles de lo romántico, lo sexual, lo familiar. Se acortan las exposiciones en escenas iluminadas por el brillo distante de un gesto o un diálogo. Es esta la historia intelectual de un país, España, iluminado por relámpagos impresionistas: «A mi padre le encantaba Ordesa. Porque en Ordesa, de repente, todas las insanias de la vida se mueren ante el esplendor de las montañas, los árboles y el río». Desmembrada, no recordada, surge la trama sobre los huesos olvidados de sus personajes. Se arroja Vilas, en cuerpo y alma, a su papel de víctima propicia, mientras adora a sus padres protectores-atormentadores. El ensayista de América (2017) celebra y reconstruye el amor en el corazón del esfuerzo impersonal: el espíritu en su estudio, el
fantasma a través de su máquina: conexiones, hilos del destino, baños de patetismo egocéntrico. Rápida, salvajemente, el protagonista evoluciona de la autoindulgencia a la tragedia y de ahí a una especie de exaltación en staccato. En demasiadas novelas, los adornos se alzan como muros que ocultan tras de sí las pasiones e ideas que deben guiar toda crónica. Vilas los derriba todos en esta ficción autobiográfica (o autobiografía de ficción), para darnos la diáfana ilusión de un pasado emocionalmente desnudo: «Gran noche de 1961, mes de noviembre, tranquilo, benigno, dulce. Sigues viva. Noche que sigues viva. No te marchas. Bailas conmigo una danza de amor». Las afirmaciones revelan identidades proteicas. Pérdida, locura, degradación y esperanza de resurrección reconstruyen una narrativa a través de puntos de inflexión que describen las sucesivas caídas desde los variados estados de inocencia: la muerte de los padres, el abandono del hogar familiar, el estallido elegiaco de la literatura. Una luz moral ilumina este volumen, escrito con vigor lírico, plagado de asociaciones e implicaciones, impregnado de éxtasis, múltiple bajo lo que se oculta o resplandece.
Compromisos, lapsos, evasiones La secuencia estricta de eventos que, de forma aleatoria, compone nuestras vidas nos parece, mientras sucede, fortuita. Un encuentro inesperado, una muerte repentina, el amor a primera vista, una conversación casual, todo pertenece, imaginamos, no a una trama conspiratoria estrictamente planificada sino a las anotaciones erráticas de un soñador distraído. Secretos de familia ocultan capas de narración en una secuencia de exposiciones suspendidas. Se deleita el creador en misterios eróticos y revelaciones siniestras. Catacumbas infinitas de dolor y deseo, las historias de amor y muerte amplían las fronteras de nuestro conocimiento: el desafío permanente de la literatura consiste en lograr el matrimonio del arte elevado y los innobles impulsos de una trama simple. El conocimiento de que cada evento, por minúsculo que sea, es susceptible de convertirse en una extensa red que nos atrapa presta a cada detalle de la narración (como sucede en la ficción detectivesca) un nuevo significado. Aportan Vilas y Ford una atención precisa y reveladora a los matices de las relaciones humanas: se demoran en nuestros compromisos, lapsos y evasiones. El discurso, de forma engañosa, aparenta carecer de sentido, parece dar vueltas alrededor de detalles menores o intrascendentes que, gradualmente, se revelan como parte integral de una estructura tensa. En Ordesa y Entre ellos, hechos aparentemente al azar se convierten, inexorablemente, en la oscura historia de un homicidio premeditado. En el proceso, el narrador se convierte en cómplice involuntario de un crimen atrapado en una prisión de culpa.
José de María Romero Barea (Córdoba, 1972) es profesor, poeta, narrador, traductor y periodista cultural. Es autor del libro de poemas Europa aplaude (Paralelo) y las novelas
Oblicuidades (Anantes) y Mitze Katze (Amargord). Ha traducido Gerald Stern. Esta vez. Antología Poética (Vaso Roto). Colabora, entre otros, con los diarios Le Monde Diplomatique,
La Vanguardia (Revista de Letras) y las revistas Claves de Razón Práctica, Quimera y Nueva Grecia, de cuyo consejo de redacción forma parte.
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Robert Saladrigas:
el escritor, el crítico, el amigo Por Fernando Valls Para Montse Gilabert
Cuando dentro de unos años se escriba la historia de la narrativa catalana, de la cultura literaria española de estas últimas cuatro décadas, Robert Saladrigas (1940-2018) ocupará un lugar preferente. Falleció el 22 de octubre de un cáncer que venía acosándolo desde hacía tres años, contra el que estuvo luchando con más paciencia y optimismo de lo esperable en él. En cambio, el grave percance que hace seis meses sufrió Montse Gilabert, su esposa y compañera inseparable durante más de cincuenta años, creo que casi lo trastorna por completo. Saladrigas nació en la Ronda de San Antonio, por lo que su infancia transcurrió entre el barrio Chino (hoy convertido en el pasteurizado Raval) y el de la Ribera, unas calles que compartió con otros notables escritores, cultivadores de lenguas, géneros y estéticas distintas, como Manuel Vázquez Montalbán, Maruja Torres, Josep Maria Benet i Jornet, Víctor Mora, Joaquín Marco o los hermanos Moix, hasta el punto de que ha llegado a hablarse de un Grupo literario del Raval, aunque la denominación y el agrupamiento me parezca que carecen de la menor consistencia. Con todo, esas calles quedaron plasmadas para siempre en las fotografías de Català-Roca o Joan Colom. Desde niño fue un lector voraz, primero de tebeos y novelas populares que lo encaminaron hacia la mejor literatura de aventuras: Alejandro Dumas, Julio Verne o Stevenson. Y aunque nuestro autor acabó la carrera de Económicas por imposición familiar, les comunicó a sus padres que se dedicaría a la escritura. Así, anduvo transitando por las redacciones de diarios como El Noticiero Universal, Solidaridad Nacional, conocido como la Soli y El Correo Catalán, donde se encontró con el periodista Manuel Ibañez Escofet, quien se lo llevaría primero a Tele/eXprés y luego a La
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Vanguardia. Saladrigas empezó escribiendo ficción en castellano, llegando incluso a presentarse en 1960 al premio Nadal, pero Salvador Espriu (La pell de brau era una de sus obras preferidas) lo convenció para que escribiera en catalán. Si hacemos un balance de su producción, por muy somero que sea, habría que recordar alguno de sus libros narrativos: Aquell gust agre de l´estel, 1977; Memorial de Claudi M. Broch, 1986; El sol de la tarda, 1992; o el último que publicó, L´estiu de la pluja, 2012; y entre los ensayísticos: De un lector que cuenta. Impresiones sobre la narrativa extranjera contemporánea. De Thomas Mann a Jonathan Franzen, 2013; y En tierras de ficción. Recorrido por la narrativa contemporánea. De Edgar Allan Poe a Evan Dara, 2017, ambos aparecidos en la palentina editorial Menoscuarto. Necesitaba partir de un título, para él significaba una base sólida en la que sostenerse en los inicios, aunque después lo cambiara. Y como ha confesado en más de una ocasión, toda su obra narrativa ha sido un intento de entender e interpretar al hombre, cada vez más aislado y encerrado en sí mismo, y al mundo contemporáneo, valiéndose de un estilo que ha ido evolucionando del barroco a una mayor simplicidad. Pero quizá su particular idiosincrasia haya consistido en que su empeño y ambición, plasmado en los temas, motivos y procedimientos técnicos de sus libros, lo empujaran a querer convertirse en un narrador europeo, occidental. Y aunque cultivó la narrativa breve, creo que ha sido en la novela donde su obra ha destacado más, pues por su manera de encarar las historias necesitaba esa mayor dimensión. Por sus obras obtuvo reconocimientos como el premio Víctor Català de cuentos, el Sant Jordi de novela, el Josep Pla y el Premio de la Crítica española, entre otros muchos. Pero si de algo podía jactarse fue de haber tenido la inmensa fortuna de dedicar su vida a lo que realmente le gustaba: leer y escribir. Fue, asimismo, un gran crítico literario, una fiable referencia semanal para sus lectores. Solía recor-
dar que sus críticos preferidos habían sido Edmund Wilson (apreciaba mucho El castillo de Axel), Lionel Trilling, autor de La imaginación liberal, el Cyril Conolly de El sepulcro sin sosiego o Mario Vargas Llosa. No en vano se forjó en revistas y diarios como Destino, Mundo y Tele/eXprés, en su ya mítico suplemento cultural que coordinó con José Luis Giménez Frontín y Josep Maria Carandell (debe verse la monografía que le ha dedicado Alberto Cabello Hernández, ‘Tele/eXprés’. Cultura y crítica literaria, Formación Alcalá, Alcalá la Real, Jaén, 2015. Prólogo de Robert Saladrigas), y se consolidó en La Vanguardia, donde en 1981 sustituyó a Juan Ramón Masoliver como director de las páginas literarias, «Libros», teniendo además a su cargo la sección de título borgiano «Días de varia luz», donde ha estado publicando hasta la última semana de su vida. También ha sido colaborador esporádico del diario El País, de la Revista de libros y de Turia. Para él, la crítica consistía en conversar con el lector, pues no se consideraba más que alguien que le hablaba a otro que sabía cómplice, intentando explicarle por qué le había interesado un libro, transmitiéndole su propia experiencia de la lectura, proporcionándole pistas. Saladrigas creía que el lector necesitaba confiar en alguien que coincidiera más o menos con sus gustos estéticos y honestamente pudiera orientar sus lecturas. Sólo se ocupaba de los libros que realmente le interesaban, sobre todo de aquellos que conseguían dejarlo sin aliento y cuya lectura le afectaba o emocionaba, tal como le confiesa a Josep Massot (La Vanguardia, 8 de octubre del 2013). De esta conversación y de la que mantuvo con José María Guelbenzu, recogida en su libro del 2017, ya citado, entresaco algunas de estas ideas. En calidad de escritor de ficción, a la hora de reflexionar sobre los libros de otros autores le interesaba dilucidar cómo habían resuelto los escollos que se les planteaban, tratándo de entenderlo para comprender mejor el libro y hacerlo más asequible a sus lectores. En suma, para Saladrigas la crítica debía
considerar siempre lo que los libros tienen de expresión artística. Y aunque no creyera en los cánones, pues su mirada estaba abierta a los consagrados y sobre todo a los nuevos, en sus recopilaciones de artículos críticos intentaba arriesgarse, proponer una ruta de lectura posible, procurando seguir la trayectoria de aquellos autores que consideraba sus preferidos, como podía ser J. M. Coetzee, aunque no dudara en referir cuándo una obra lo decepcionaba, como le ocurrió con La infancia de Jesús. Lo mismo hizo con obras de Richard Ford o Martin Amis que no lo convencieron, o de W. G. Sebald, otro de sus preferidos, en quien observó «hacia donde iba la ficción contemporánea, esa mezcla de memoria, ciencia, fotografías falsas, frontera difusa entre realidad y ficción». Para Saladrigas la irrupción de Sebald en la literatura europea le parecía el mayor acontecimiento de los años noventa, con la tetralogía que inicia en 1990, compuesta por Vértigo, Los emigrantes, Los anillos de Saturno y Austerlitz. Pero solía afirmar que el placer del descubrimiento era más poderoso que el temor a equivocarse. Para ello confiaba en su intuición, en el olfato («Lo único que se necesita es hacer uso del olfato para seguir el rastro de las pepitas de oro escondidas entre toneladas de ganga», según comenta en la conversación con Guelbenzu) que había desarrollado a lo largo de muchos años de lecturas. Consideraba también autores imprescindibles a James Salter, Claudio Magris, Ádam Bodor, Cormac McCarthy y Pascal Quignard. Y decía echar de menos el compromiso literario y moral de Saramago, pero sin olvidar nunca a los grandes clásicos de la narrativa, como Thomas Mann, de quien prefería Los Buddenbrook, que consideraba la primera novela moderna, Chéjov, Proust, Joyce o Kafka, a los que siempre volvía. Por lo que se refiere a la literatura de España, en sus distintas lenguas, se decantaba por Rafael Dieste, Celso Emilio Ferrero, Joan Sales, Salvador Espriu, Luis Martín Santos, José Avello (autor de la excelente novela Jugadores de billar, reeditada este mismo año por Trea)
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Fernando Valls. Robert Saladrigas: el escritor, el crítico, el amigo
y Manuel Longares. Y no obstante, en un momento dado confiesa que si en 1971 defendió la obra de William Burroughs, ahora —en el 2013— no lo haría. De la misma forma que me parece que acertó al no contribuir al entusiasmo por el dirty realism, del que quizá sólo salvara ahora a Tobias Wolf. De igual modo consideraba sobrevalorados a Haruki Murakami, David Foster Wallace, John Irving... Sea como fuere, sus opiniones críticas no solían ser contundentes, sino que siempre intentaba relativizar sus juicios, con los atenuantes y matices necesarios que le proporcionaba el lenguaje. En estos últimos años, tras recorrer diversas ciudades europeas —recuerdo especialmente los relatos de sus viajes a Berlín o San Petersburgo (cuando viajé a la antigua capital rusa seguí sus recomendaciones, incluida la compra de un libro de considerable grosor, El Ermitage. Historia de edificios y colecciones, que él a su vez había adquirido por sugerencia de Pepe Guerrero, su fiel y muy eficaz compañero en el suplemento literario de La Vanguardia, sin que ninguna de ellas me decepcionara)—, se empeñó en conocer mejor Andalucía, por el puro placer de visitar unas tierras en las que no había estado o no conocía bien. Recuerdo que se emocionó en Ronda, en su plaza de toros, pues Robert había sido siempre taurino, y disfrutó recorriendo Cádiz y Jerez, ciudad donde probablemente diera su última conferencia, en la Fundación Caballero Bonald, sobre la tradición del cuento occidental, una materia tan vasta de la que sólo alguien con tantas lecturas a sus espaldas como las que él atesoraba podía hablar con el rigor y la propiedad con que lo hizo entonces, transitando por la obra de Isak Dinesen, Dorothy Parker, John Cheever, J. D. Salinger, Alice Munro, Lucia Berlin o Lorrie Moore, por sólo citar algunos de los nombres que adujo. A Saladrigas le debo más de treinta años de amistad, de conversación ininterrumpida, sazonada siempre de inteligencia y amenidad, en términos muy poco complacientes con el mundo en general y con la vida literaria en particular. Asuntos sobre los que —con razón— no solía mostrarse precisamente optimista. Pero como a él le hubiera gustado que lo recordáramos en todas sus facetas, creo que es necesario decir que tenía algo de bon vivant, mostrándose muy cuidadoso en el vestir y amante del buen comer, aunque sus gustos fueran sencillos: prefería la tortilla de patatas que hacía su mujer y las ensaimadas del
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Forn Mistral, en la Ronda de San Antonio, por solo recordar algunas de sus preferencias. También le debo mi dedicación a la crítica literaria en la prensa periódica, pues fue él quien me invitó a colaborar en La Vanguardia en 1988, donde escribí mientras dirigió el suplemento. En estos últimos tiempos vivió con gran preocupación los trágicos y disparatados avatares de la política catalana, junto con —en otra medida, claro— la deriva que iba tomando el mundo editorial, donde creía que había cada vez menos espacio para aquellos libros complejos y poco complacientes con los lectores, tal y como habían sido siempre los suyos, narraciones ante todo comprometidas con la ficción. Quizá por ello no haya vuelto a cultivarla a lo largo de estos últimos años, prefiriendo dedicarse a preparar sus libros de artículos y conversaciones (Voces del "boom", Alfabia, 2011; Rostros escritos. Monólogos con creadores españoles de los setenta, y Paraules d´escriptors. Monòlegs amb creadors catalans dels setanta, ambos en Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores, en el 2014); sin dejar de añorar la época, durante la larga transición, en que los escritores en catalán, gallego y vasco tenían mucha más presencia en el resto de España y sus libros circulaban en castellano con mayor naturalidad. Saladrigas fue siempre un hombre cordial, pero también grave. A veces te espetaba un no de entrada, pero que solía transformarse casi siempre en un sí. Necesitaba una cierta distancia para ver las cosas con claridad. Su casa, en la calle Marqués de Campo Sagrado, de Barcelona, era una perfecta metáfora de su existencia, plagada de libros y de cuadros (su pintor favorito era Vermeer), entre ellos, los de su amigo el artista Joan Pere Viladecans, donde nunca faltaba tampoco un rato de conversación sobre música. Quizá por eso en su funeral sonaran hermanadas la tonada popular, Serrat y Leonard Cohen, con la música clásica, Mahler, una pasión esta, junto a la ópera (siempre que salía el tema en la conversación le gustaba mostrar su admiración por Victoria de los Ángeles y por Jaume Aragall), que le había transmitido su mujer, cuyas palabras pudimos oír con emoción una vez acabada la ceremonia de su funeral —laico, sin banderas ni patriotismos oportunistas, como a él le hubiera gustado— mientras se dejaba sentir en las frías salas del tanatorio el calor de sus familiares y amigos, cuando se despedía de su marido con una frase que en esencia lo define: «En Robert ha sigut tot un personatge».
El holandés errante
Tal vez un viaje (Segundo sueño)
Texto y fotografías: Àlex Chico Existe una arquitectura que casa bien con el sueño. Un tipo de edificio cuya estructura nos acerca hacia el interior de un estado de semiinconsciencia. El Centro Cultural Gabriel García Márquez, en el barrio de La Candelaria de Bogotá, tiene para mí ese significado. Quizás por la forma circular de la terraza, o por el jardín interior. Las vistas de la ciudad son estupendas desde ese punto. Una ciudad que nos sitia, rodeándonos por todos lados, y al mismo tiempo nos protege de ella, como un pequeño espacio urbano a salvo del exterior. Aunque la sombra de García Márquez es alargada, mi estancia en Bogotá me permitió entender algo muy simple: que existe vida más allá del Premio Nobel. Hay más autores, más propuestas literarias, más libros. Pienso en los escritores que conocí durante aquellos días de festival y pienso en algunos recientes cuya obra ya es patrimonio universal, como Juan Manuel Roca o Piedad Bonnett. Sin embargo, es muy difícil escapar de la simbiosis Márquez-Colombia. Otros países latinoamericanos se han repuesto mejor de sus propios autores Nobel. Chile, por ejemplo, que ha sido capaz de sobreponerse a Gabriela Mistral o a Neruda, aunque su magisterio continúe intacto. O Argentina, por citar un caso más extremo. Colombia es, en ese sentido, un territorio aún inexplorado. García Márquez sigue ocupando un lugar central, tan central como para construir un centro cultural que lleva su nombre en uno de los emplazamientos más emblemáticos de Bogotá. En realidad, lo que se alberga allí no es una fundación sobre el escritor colombiano, sino un edificio que sirve como sede de la editorial mexicana Fondo de Cultura Económica. El arquitecto encargado de diseñar el edificio fue Rogelio Salmona. Creo que entendió muy bien lo que buscaba el FCE: un espacio de literatura y arte conectado con la ciudad, integrado en ella como una prolongación y, a la vez, que sirviera
como un refugio y un oasis. Ese sosiego se percibe en la librería, cuyo centro lo ocupa un lago al que se denominó, con acierto, Espejo del agua. De esa forma se perpetúan los libros que encontramos dentro. En cierta manera, se trata de una metáfora de lo que significa también la literatura: un espacio multiplicado en las aguas detenidas de un lago.
Las escaleras interiores del edificio nos desplazan a pie de calle. Un pasillo expone algunas fotografías del proceso de construcción de Salmona. Al salir de nuevo a la ciudad, se encuentra el café Juan Valdez. Tiene una terraza agradable, en pleno centro de La Candelaria. Aunque existen otros cafés y terrazas más atractivos, ese fue el lugar que más frecuenté. Allí anotaba lo que iba a decir en un recital o repasaba las notas que había tomado sobre José Emilio Pacheco. O leía a algún autor colombiano recién descubierto en la librería del Fondo. Intentaba escapar de García Márquez y, sin embargo, me encontraba a un paso del centro cultural que llevaba su nombre. Eran tardes plácidas, paréntesis que agradecía entre tanto acto que me había llevado de un sitio a otro. Anotaba algunas ideas en mi cuaderno de viajes por si en algún momento las empleaba en un
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El holandés errante
Álex Chico. Tal vez un viaje (Segundo sueño)
nuevo artículo sobre literatura y ciudad. Descansaba mientras tomaba un tinto, un enorme vaso de café aguado muy popular en Colombia. Algunas actividades del festival desaparecieron poco después de haberlas llevado a cabo. Otras permanecen con cierta facilidad y no me cuesta apenas traerlas de vuelta. Pienso especialmente en una lectura en Casa Silva, uno de los edificios más interesantes de La Candelaria. Su fachada no pasa desapercibida, pero tampoco destaca entre otros inmuebles del barrio. Lo llamativo se encuentra en su interior: en la sala de actos, en los jardines que ocupan los espacios centrales de los patios, en las imágenes que cuelgan por los pasillos, en la biblioteca y la sala de lectura que nos aíslan aún más en un territorio ya de por sí aislado. Para un escritor, la Casa Silva es lo más parecido a un mapa del tesoro. Dentro de ese espacio somos un niño inflado por la edad, como definió Simone de Beauvoir a los adultos. Todo lo que se guarda en su interior conserva una mezcla de vestigio vivo, de hallazgo, con piezas que parecen sacadas de una arqueología literaria aún palpitante, como un corazón que, a pesar del tiempo, aún no ha dejado de latir. Ese espíritu sigue allí, en una fonoteca que contiene todas las lecturas de los poetas que han recitado en Casa Silva. Una sala pequeña que nos enseñó su director, Pedro Alejo Gómez, mientras abría los armarios y nos mostraba todas las cintas apiladas en los estantes. Buscó la lectura de José Emilio Pacheco y la reprodujo en uno de los equipos de audición. No recuerdo si el sonido era nítido o si estaba plagado de interferencias. Lo que sí sé es que Pacheco volvió a aquella casa por unos minutos. La Casa de Poesía Silva fue fundada en 1986. Desde esa fecha inaugural hasta 2003, la dirección corrió a cargo de María Mercedes Carranza. Nacida en 1945, Carranza cultivó el periodismo, la crítica literaria y la poesía. Según Pacheco, su obra se extendió a otras formas de amar la poesía y crecer en ella. Una obra cruzada por la muerte y los conflictos existenciales y filosóficos. En ocasiones, uno muere de la misma manera en que ha escrito. Por eso resulta muy complicado trazar una línea entre vida y escritura. Quizás esa indefinición provocó su suicidio en julio de 2003, incentivado por la angustia que le causó el secuestro de su hermano. Un poco antes de llegar a la estación del funicular que asciende al cerro de Monserrate, Óscar Pinto me señaló la casa en la que vivía María Mercedes Carranza. Un bloque de pisos que pasa completamente desa-
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percibido entre otros tantos edificios que se extienden a los pies de la montaña. Volví a acercarme a ese lugar después de conocer su historia. Frente a su casa, pensé que el único consuelo al que aspira un escritor es que su obra permanezca, como si de esa forma alargáramos una vida finita, breve. Puede que se trate de un consuelo ridículo o megalómano, pero es un consuelo al fin y al cabo. Una utopía, un refugio, algo así. Me pregunto si aún existen lectores que se acerquen a los libros de Carranza: El canto de las moscas o Tengo miedo, por citar dos de sus obras más notables. Hay una historia más ligada a María Mercedes Carranza. Una historia que, de alguna forma, me concierne. El padre de María Mercedes es Eduardo Carranza. Oí hablar de él un poco antes, en una visita a Villavicencio. Fui hasta esa ciudad, a unas tres horas de Bogotá, invitado por la Universidad del Meta. Debía dar una charla sobre el que considero, hasta la fecha, mi gran tema literario: la relación entre literatura y ciudad. De aquella visita guardo dos recuerdos imborrables: el protocolo ineludible que imponían las normas de la universidad, que nos hizo levantarnos antes de la charla para escuchar el himno de su centro educativo; y la enorme animación de las calles de Villavicencio, que por momentos me trasladaron a La Habana o a Valparaíso. Emilio Carranza nació allí y allí también fundó parte de su obra. Hoy podemos encontrar algunos de sus objetos en Casa Silva: libros, gafas, bastones… El motivo por el que traigo de vuelta a Emilio Carranza es porque había escuchado hablar de él tiempo atrás, mucho antes de que visitara Bogotá y Villavicencio. Por eso es una historia que, de alguna manera, me interpela. En 1991 se fundó un premio que llevaba su nombre. Aquel primer jurado contaba con una nómina espléndida de autores: Carlos Fuentes, García Márquez, Uslar Pietri y Torrente Ballester. El premio recayó en Muchos años después, una novela de José Antonio Gabriel y Galán que he leído en múltiples ocasiones. Escribí un libro sobre su autor y me he ocupado en varias ocasiones de su obra. Por eso, cuando estuve en Casa Silva tenía la sensación de que estaba cerrando un círculo o, por el contrario, que lo ampliaba, extendía su diámetro, su alcance. Eso es lo que descubrí aquella tarde: que las historias no se acaban porque siempre encuentran una manera de ramificarse por algún lado. José Antonio Gabriel y Galán, Emilio y María Mercedes Carranza… A poco que observemos todo parece conectado, como los libros que se guardan en la biblio-
teca de Casa Silva o los recitales de la fonoteca. Un hilo narrativo que se prolonga según avanzamos, mientras nos enseñan los últimos números de la estupenda revista que editan desde el centro o miramos las fotografías de los que pasaron por allí mucho antes. Todo esto sucede en unos pocos metros cuadrados de La Candelaria. Un poco más arriba, siguiendo cuestas muy pronunciadas, queda el barrio Egipto y la Universidad Externado. Desde su terraza hay unas vistas magníficas de la ciudad. Allí se publica la colección de poesía Un libro por centavos. Con un formato pequeño, manejable, ponen a disposición de la ciudad la lectura de un buen número de poetas de todas las nacionalidades y épocas. Con nueve mil ejemplares por título y con catorce años de publicación mensual ininterrumpida, Un libro por centavos ha editado más de un millón de libros, distribuidos gratuitamente por centros dispares, desde bibliotecas hasta festivales internacionales, desde cárceles hasta casas de cultura. Una colección que ha sumado más de ciento treinta nombres. Cito algunos: José Asunción Silva, William Ospina, César Vallejo, Jorge Boccanera, Gonzalo Rojas, Rubén Darío, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, María Ángeles Pérez López, Sor Juana Inés de la Cruz, Arthur Rimbaud, Giacomo Leopardi, Charles Baudelaire, Alfonso Reyes... Guardo alguno de esos ejemplares en mi casa. Los tengo en una balda de mi biblioteca y me recuerdan a otra colección de libros que despertaron mi interés por la lectura: los minúsculos volúmenes de Alianza Cien. Cuando vuelvo a esas primeras lecturas, o cuando repaso otras obras recientes, me pregunto qué nos impulsa a escribir. Qué nos mueve a un acto tan solitario como la escritura. De qué forma lo que nos rodea, lo
que vemos día a día, nos influye o permea en nuestros propios textos. Me parece temerario hablar de literaturas nacionales, o regionales, o locales. Y, sin embargo, creo que escribir en un determinado entorno determina los temas elegidos o la forma compositiva de nuestra producción literaria. Lo determina la presencia o no de una cordillera, o los enormes contrastes sociales de una gran ciudad. Lo determina también la amenaza constante de la violencia. Pensé en todo esto mientras cruzaba la calle 16, flanqueada a uno y otro lado por librerías de segunda mano. Y lo pensé aún más cuando visité el Museo del Oro, entre máscaras funerarias, sarcófagos, alfileres, taparrabos, puntas para bastones, cubrepechos, joyas y figuras de seres humanos animalizados. Quizás por eso, por no poder evitar la pertenencia a una cultura, los bestiarios sean más comunes en la poesía latinoamericana. O la imaginación que se dispara mientras vemos, en el centro de una sala, la exigua iluminación que se proyecta sobre la balsa muisca, una pieza única, diminuta de tamaño y sin embargo dilatada entre la realidad de un acto heroico y la mitificación que añadimos a los héroes del relato. A veces creo que un autor hispanoamericano sólo tiene que consignar por escrito lo que ve. Apenas debe usar la imaginación, porque la realidad que le envuelve ya es de por sí mágica. Quizás su entorno sea fabuloso, legendario, casi ficticio, y a otros lectores nos resulten historias increíbles, más propias de una novela que de la experiencia cotidiana. En este punto recuerdo algo que me explicaron en Bogotá: unos años atrás varios poetas invitados al mismo festival fueron secuestrados en la entrada de su hotel. Les llevaron en furgonetas, encapuchados, durante un buen trayecto. Al cabo de unas horas, se encontraron en medio de un grupo de guerrilleros, en mitad de un bosque o en el centro de algún valle recóndito. Sólo querían que leyeran unos cuantos poemas. Eso hicieron. Improvisaron un recital con los pocos libros que llevaban a cuestas o recitando de memoria algunos textos. Después les volvieron a cubrir la cara y les hicieron subir a la misma furgoneta. Regresaron al hotel un día más tarde. Lo dije al comienzo: hay recuerdos reales y recuerdos falsificados. Experiencias inapelables en la vigilia o dudosas en la realidad del sueño. Historias vividas o historias que tal vez hayamos vivido. Al final, poco importa que sean ciertas. Lo relevante es que las asumamos como propias, porque en eso consiste la escritura: en añadir más vida a la vida.
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El ambigú
Crímenes del futuro
Juan Soto Ivars Candaya: Avinyonet del Penedès, 2018 320 págs.
Una posguerra sin guerra Por Antonio Ferrer Hay cosas que se entienden mejor si no se explican demasiado: la luz de aquel verano en el que todo brilló, el olor de una casa a la que queremos volver, el sonido eléctrico de la risa de alguien a quien hicimos feliz durante un segundo. Por eso no quiero explicar nada. Sólo quiero contaros a fogonazos lo que se me ha pasado por la cabeza y el corazón al leer Crímenes del futuro de Juan Soto Ivars: una novela vieja sobre un tiempo moderno. Abro el libro y los Estados han desaparecido. Las multinacionales del Ente gestionan la vida pública. Y sobre la página, una humilde chica de provincias llega a la capital. Se llama Julia y me recuerda a la protagonista de Nada. Arrabales. Miseria. Por momentos tengo la sensación de estar leyendo una novela de posguerra (nuestra posguerra, o la de nuestros padres, no la del libro). Julia conoce a César, que parece una versión invertida de Pijoaparte. Podría ser Obreroaparte. Lo político planea siempre sobre la novela, la sobrevuela. Pero también está en cada personaje, en cada emoción, como si cada uno de nosotros fuéramos un micro-Estado. Y una vena poética recorre la narración. Julia y César. Una mano en la espalda que es un pájaro en el momento del beso. Esa lluvia. Pero los días pasan rápido como los capítulos del libro y, de repente, termino en una página en blanco que es como el resplandor final de una guerra atómica. Tiempo para pensar. Segunda parte. Un oasis en prosa. La modelo Margarita y su novio fotógrafo en una isla de arenas blancas. Los dos a solas. Una oportunidad para convertirse en salvajes. ¿Dónde está el animal que llevamos dentro? ¿Quiénes somos cuando estamos solos de verdad? ¿A quién seríamos capaces de destruir con nuestras propias manos? ¿Seguirá el mundo en pie cuando acabemos el uno con el otro? Y ese narrador que nos acom-
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paña por la jungla de esa isla y habla con los personajes en una especie de más allá es el que nos lleva de la mano hasta otro final que no termina de acabar. Tercera parte. Una prisión. La idea cíclica de que los relojes avanzan pero la Historia puede retroceder. Una mujer ciega llamada Pálida en un mundo sin colores y un deseo luminoso de trascendencia en la prosa. Aspirar a una poesía indescifrable como única solución para el enigma de vivir. La cruz de no ver como la única herramienta capaz de enterrar a dios. Desesperarse a solas y tantear el mundo a ciegas. Mendigar hasta el último fotón. Y la insoportable oscuridad de ver. Cuando cierre el libro de Juan Soto Ivars, probablemente vuelva el sol de aquel verano, el olor de aquella casa, el sonido de aquella risa que era de alguien a quien hice feliz por un segundo. Probablemente. Pero Crímenes del futuro es un libro que no termino de cerrar aunque ya lo haya leído. El aire que mueven sus páginas sigue alborotando la melena de mis ideas. Aquí y ahora. Esta posguerra sin guerra.
Las ventajas de la vida en el campo Pilar Fraile Caballo de Troya: Barclona, 2018 304 págs.
Demoler o decorar Por Jesús Ortega Las ventajas de la vida en el campo, título irónico que hace pensar en los clichés con que Flannery O’Connor titulaba algunos de sus tremendos relatos («Un hombre bueno es difícil de encontrar», «La buena gente del campo»), se plantea aparentemente como un thriller: una pareja joven y urbana, con niña, se va a vivir a una casa de pueblo y desde muy pronto comienzan a suceder cosas extrañas. El famoso ensayo de Freud, Lo siniestro (1919), podría ayudar a entender el efecto estético que produce la lectura de esta novela. Si lo siniestro es la aparición de algo que, «queriendo quedar oculto, se ha manifestado», entonces el texto de Las ventajas de la vida en el campo propone un despliegue de lo siniestro que va extendiéndose como una mancha por todo el texto, comienzo impactante in media res incluido, llevados los lectores en todo momento por la brida de la tensión narrativa. Como en las mejores obras de Patricia Highsmith, Alicia, la protagonista, percibe desde muy pronto a su alrededor pequeñas situaciones que no encajan, sutiles o chirriantes desvíos, distorsiones amenazantes que no sabe muy bien cómo interpretar y que su propia paranoia convierte en cada vez más oscuras y equívocas, propiciando así reacciones que llevan justamente al desastre final, como si de una profecía autocumplida se tratase. Pero cuidado: hasta aquí llegan las similitudes. La inteligencia de Pilar Fraile como narradora no consiste sólo en haber ahormado en un impecable thriller psicológico la historia de la fallida huida al campo de la treintañera Alicia, su marido Andrés y su hija Miranda. No se trata de haber elegido astutamente esa carcasa técnica para hacernos llevadero el relato, sino que podría tratarse de algo más profundo, quizá de una poética narrativa en toda regla, como si nos estuviera
indicando que esa es una manera posible de contar las historias particulares de nuestro mundo desquiciado, ya puesta en práctica en su magistral primer libro de cuentos, Los nuevos pobladores (Traspiés, 2014). Obligándose a creer que existe la justicia poética, Alicia intenta de buena fe todo lo que la sociedad le ha dicho desde pequeña que hay que hacer para obtener recompensa social: estudia, se casa con un (aparente) buen chico, tiene una hija y deja la gran ciudad para irse a vivir al pueblo, en perfecta lógica neorrural de principios de siglo XXI. Pero su trabajo está ligado a la publicidad, a la hipertrofia de la imagen y al desarrollo urbanístico, es decir, es un empleo líquido, poscapitalista y, por tanto, susceptible de desaparecer en cualquier momento o de entrar en cotas de precarización insoportables. Todo, pues, está amañado desde el principio y Alicia, pese a sus esfuerzos, no puede ya creer en lo que ve. El efecto de lo siniestro se multiplica: los personajes a su alrededor (incluido su marido) acaban pareciendo imitadores de sí mismos, felices fingidores de lenguajes y costumbres de la normalidad social cuando en realidad mienten constantemente, mientras ella ahonda cada vez más en su extrañamiento y su desesperación. La paradoja es que el desmoronamiento de la protagonista va acompañado de una suerte de lucidez en la percepción. Habría que demolerlo todo, alcanza incluso a pensar. Pero demoler es imposible o muy costoso; los humanos preferimos redecorar para ir tirando. Novela de ideas, por tanto, con estructura de narración de suspense y lenguaje de engañosa ligereza hiperrealista: aunque a veces parezca que nos movemos en el terreno de la figuración y el costumbrismo, los ambientes, paisajes y formas de hablar están suspendidos en el tiempo y el espacio, sin toponimias ni dataciones, sin el más mínimo rastro de color local, como si se tratase de una fábula moral. Y es que, entre los múltiples temas simultáneos que plantea Las ventajas de la vida en el campo (de índole existencial, social, metafórica, visionaria), yo diría que esta extraordinaria novela trata sobre todo del deteriorado zeitgeist de nuestra época. Nada menos.
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El ambigú
Orlando
Virginia Woolf (Traducción: Jorge Luis Borges y María Kodama) Lumen: Barcelona, 2018 280 págs.
A propósito de Orlando Por José Abad En literatura abundan las metamorfosis de todo tipo, desapacibles por lo general, aunque ninguna tanto como la sufrida por aquel viajante de comercio que una buena mañana amaneció convertido en insecto; el insecto que tenía dentro desde siempre. En Orlando (Lumen), la metamorfosis del personaje homónimo, menos espectacular que la de Gregorio Samsa, también tiene algo de fácil y fatal. Cuando Orlando es un efebo de dieciséis años, la reina Isabel I se encapricha de él y lo nombra tesorero y mayordomo de la Corte, además de su amante, y el chico troca el sosiego de la campiña natal por el baqueteo de la ciudad en una primera mudanza que colmaría cualquier otra existencia, no la suya; tanto es así que él nunca dará mayor relieve al detalle ingrato de ser el favorito de una anciana. El desplante de una princesa rusa cuando Orlando besa el suelo que ella pisa y, sobre todo, el desdén de cierto escritorzuelo hacia sus escritos cuando él coquetea con la idea de consagrarse a la literatura dejarán una huella más perdurable. A decir verdad, la metamorfosis definitiva tampoco hará mella en Orlando. A la edad de treinta años, mientras desempeña el cargo de embajador en Constantinopla, una buena mañana despierta convertido en mujer; la mujer que siempre tuvo dentro. Pese a lo inesperado del suceso, lo más difícil no es habituarse a su nuevo sexo, sino a su nueva condición social. De regreso a Inglaterra, el hecho de ser mujer relega a Orlando a tareas domésticas como servir el té a sus invitados y abstener-
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se de exhibir una opinión propia en la conversación; la mano que antaño empuñó la espada debe contentarse con manejar el abanico. Orlando cambia los calzones por las faldas y el mundo por el hogar, pero, alguna noche que otra, recuperará los vestidos masculinos para echarse a las calles sin temor a ser señalado por un dedo acusador. El protagonista vivirá una doble vida como dama y caballero a lo largo de los siglos. Todos sus proyectos sucumbirán ante el paso del tiempo, salvo el de dedicarse a la literatura. Ser hombre o ser mujer, en el fondo, es un accidente; escribir es una elección propia. Hoy sabemos que el personaje de Orlando se inspira en la figura de Vita Sackville-West, con quien Virginia Woolf tuvo un romance estando ambas casadas (a Vita le gustaba vestirse de hombre para seducir a otras mujeres o provocar el ojo polifemo de la cámara fotográfica). La novela es, pues, una declaración de amor y un acto de reafirmación personal. Obviamente, Orlando también es Virginia Woolf, de modo que el personaje une a las dos amantes en una misma persona. Al igual que Orlando, Virginia Woolf tiene dentro el demonio de la literatura; la escritura le permite afirmar con orgullo: «Yo soy yo»; es decir: «Yo soy yo siendo otro» (y en algunas páginas vemos asomarse el lomo breve del delfín entre las olas: el escritor ha de ser hombre y mujer al mismo tiempo, y la escritora otro tanto, si quiere hacer un retrato digno y fidedigno del otro). El lector no escapa a esta metamorfosis: yo he sido Miguel Strogoff, el correo del zar, y casi me dejo la piel en el camino a Irkutsk, y he sido Ana Karénina y el corazón se ha encabritado en mi pecho en presencia del conde Vronsky, y he empuñado el hacha con la que Raskolnikov asesinó a la vieja usurera y a su hermana, y he sido la vieja y también la hermana. Y he sido Orlando cuando hombre, y Orlando cuando mujer. (Nota: la exquisita edición de Lumen cuenta con la traducción de Jorge Luis Borges e ilustraciones de Helena Pérez García.)
El final de la historia
Lydia Davis (Traducción: Justo Navarro) Alpha Decay: Barcelona, 2014 248 págs.
La novela de una historia Por Florencia del Campo ¿Cómo contar una historia «verdadera»? ¿Cuál es el papel de la memoria en dicha tarea? ¿Cuándo interviene la invención? La narradora de El final de la historia surfea entre estas preguntas. Varios años después de sufrir una ruptura de pareja, se propone escribir una novela que cuente esa historia: la relación, pero, sobre todo, la ruptura, es decir: el final de la historia. Para ello, acude a los recuerdos (vagos casi siempre) y se enfrenta al problema de la memoria, que siempre desemboca en el tema de la verdad. ¿Ficción o realidad? Lo que sucede es que a veces ni la propia escritora tiene la respuesta. En esa línea delgada, que también pone en juego rencores y sentimientos, habita la posibilidad o la imposibilidad de la palabra: las dos caras de la moneda de la escritura. El final de la historia es una novela interesantísima en cuanto que, partiendo de la metaliteratura, plantea los problemas de la escritura cuando esta se enfrenta a la autobiografía pero no se aparta de la ficción. La narradora de esta novela, que es escritora y traductora, nos cuenta las dificultades de la escritura de la otra novela, la «subnovela», la novela dentro de la novela: esas dificultades tienen que ver con lo escurridizo de la historia, con las adversidades para atrapar una verdad. Pero, al mismo tiempo, esta novela, la novela mayor, la «supranovela», también habla del oficio de la escritura: reflexiona sobre la tarea de escribir (porque a lo largo de la historia no la vemos haciendo prácticamente ninguna otra cosa que no sea escribir la subnovela), sobre las
dificultades de concentración, de inspiración e incluso sobre las económicas. De modo que es un libro que reflexiona permanentemente sobre el proceso de escritura: «He sido incapaz de escribir este libro sin reflexionar sobre el acto de escribirlo». En la tensión entre la verdad y la invención se ubica esta escritora (no Lydia Davis, sino el personaje de la supranovela, que es la escritora de la subnovela) para luchar entre la documentación y la imaginación y sufrir, en definitiva, algo parecido a lo que Alejandra Pizarnik expresaba con estos versos: «Y qué es lo que vas a decir / voy a decir solamente algo / y qué es lo que vas a hacer / voy a ocultarme en el lenguaje / y por qué / tengo miedo». Pero, como siempre, la literatura —la «sub-», la «supra-» y todas— viene a recordarnos que es el relato, la narración o la escritura la verdadera bisagra entre el silencio a gritos de la desmemoria y la verborragia tartamuda de la invención. Pero El final de la historia también es una historia de amor. La subnovela nos cuenta el dolor de una mujer abandonada por su pareja varios años más joven que ella y la imposibilidad de cerrar la historia; la necesidad de perseguirlo, de buscarlo, de recuperarlo, aunque lo aleje cuanto más se acerca. Una novela sobre una novela desgarradora, que recuerda que vivir un mal de amor es esa cosa que el resto de las personas viven como espectadores de una pieza no muy dramática mientras que una misma, la que lo sufre, lo vive como el drama mismo de la vida. Y lo es. Este libro nos recuerda cuánto, en qué medida fatal, claro que lo es.
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El ambigú
Contradiós
Salvador Perpiñá Cuadernos del Vigía: Granada, 2018 124 págs.
El ángulo adecuado Por Juan García Única No deben de gustarle demasiado los tópicos al autor de este libro cuando, en sus páginas, se aprecia la costumbre de captarlos, ironizar al respecto y destrozarlos. Mas no piensen que esto es todavía un halago, toda vez que ya sabemos —o al menos deberíamos— que la lucidez al escritor se le supone, como el valor al soldado. Por supuesto, Salvador Perpiñá la tiene, pero en su caso el ejercicio de encontrar el ángulo adecuado no es un don, sino un hábito. El hábito de detectar como si fuera lo más normal del mundo ese punto ciego en el que casi nunca se repara, pero que siempre está donde está lo humano. De esa costumbre han surgido estos diez cuentos editados con el cuidado exquisito a que nos tiene acostumbrados Cuadernos del Vigía. Diez piezas, sépanlo, que leerán y releerán de una sentada. Y acaso sea esto, en el fondo, lo mejor y lo definitivo que se puede decir de un libro de cuentos. En «Los ríos de Babilonia», penúltimo relato de Contradiós que a quien escribe estas líneas le parece particularmente hermoso y descorazonador, leemos esto: «Después se llega al mar, y en el mar se acaba todo» (pág. 103). Precedido por «El mal mago» y sucedido por «Nómadas», en esta tríada final veremos a personajes en huida, sólo que no a cualquier parte, sino en dirección al mar o de paso por el mar. Esa mezcla de desasosiego y de apertura de horizontes, de lo que es íntimo y amplio a un tiempo, contradictoria como siempre lo es la buena literatura, se hace evidente en este tramo último, pero define también la atmósfera general de la obra.
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Hay algo arriesgado en esta forma de escribir y es de justicia señalar que el autor sale airoso. Perpiñá no recurre a la impostura, no se acompleja intentando aparentar cosmopolitismo. Los lugares aquí mencionados se llaman Almuñécar, barrio de La Chana o pastelería López Mezquita, identificables para quien vive en Granada —ciudad que soporta el peso de sus mitos como puede— pero alejados de cualquier veleidad costumbrista, porque como ocurre, lector, con su propia calle, todos los lugares, bien mirados, se revelan a un tiempo terra cognita y sobre todo terra incognita. Contradiós nos recuerda que en cualquier sitio sucede todo cuando parece que no pasa nada. En estas páginas verán esto y más: un señor de mediana edad poniendo en orden el péndulo de su reloj, sabiendo que le va la vida en ello; dos especímenes de provincias haciendo como que se enamoran; la demencia como encuentro definitivo con la lucidez; un demoledor y preciso retrato del amor —propio— en los tiempos de las redes sociales; al joven que nunca volverá a ser el joven amante de la mujer madura; sueños que acaban —puede que para bien de quienes los sueñan y alivio de quienes los padecen— en el camión de la basura cuando ya están más cerca de ser rencores; a Dios cometiendo, quién lo iba a decir, el mayor contradiós posible, que no es otro que el de revelar su presencia a los idiotas cuando se quedan solos; la magia que acaba donde empieza la resaca; la infancia como un mito algo tristón y un tránsito necesario hacia lugares no necesariamente más cómodos; y, por supuesto, verán que toda huida es un perpetuo volver a lo mismo. Pero ustedes, los potenciales lectores de Salvador Perpiñá, se sorprenderán al final de Contradiós en un sitio muy distinto de ese en el que estaban cuando lo abrieron por primera vez. Y es que, si me lo permiten, les diré que los libros de Salvador Perpiñá siempre los empieza uno siendo un poquito más tonto que cuando los termina.
El ladrón de recuerdos
Michael Jacobs (Traducción de Martín Schifino) La línea del horizonte: Madrid, 2018 273 págs.
Necesidad de la memoria Por Ricrdo Martínez Llorca Sin importar el género —ensayo, novela, relato, teatro—, lo que valoramos es una buena historia, una historia redonda. Lo sabían Charles Darwin, Sigmund Freud, Stendhal, Tolstói, Chéjov, Shakespeare y Cervantes. A la hora de la verdad, deseamos que nos cuenten un cuento. Este libro de viajes es una obra extraordinariamente lograda. Uno diría que funciona como un reloj, pero el mecanismo de los relojes es demasiado complejo. «Entendí que me había equivocado sobremanera al temerle al olvido» es la frase que resume todo. El impulso de huida tras el Alzheimer de su padre, ya fallecido, y con la demencia senil de una madre, moribunda. Las expectativas enormes que ha creado alrededor del río Magdalena, en Colombia, que será la línea de vida que le una al viaje desde la desembocadura hasta su fuente, bajo el empuje de la obra de García Márquez. La curiosidad innata, la que nos hace sentir la respiración funcionando a todo trapo, el entusiasmo, la presencia de lo vivo y, en el caso de Michael Jacobs (Génova, 1952 - Londres, 2014) los vínculos con la gente humilde. Todo gira en torno a la memoria y a la necesidad de la memoria. La tribu de los autoexiliados, por ejemplo; la tasca donde se encuentra con García Márquez; la única intervención de la memoria prestada, la de la historia reciente del país, con su beligerancia, su violencia temible, que precederá a las sorprendentes últimas páginas, cuando se interna en territorio de la guerrilla y comprueba que la vida no es el cuento que nos contaron los medios de comunicación.
La vida es el río. La metáfora está ya bien instalada en nuestra cultura colectiva. En este caso, un río que supone casi todas las cosas, las buenas y las malas. Es un río musical, un río del Caribe, que no renuncia a lo que suponen las emociones en esa región del planeta. Es un río contaminado, un río de muerte, donde la polución ha desintegrado la vida y al que se arrojaron cadáveres en época de guerra, lo cual hace que sus aguas merezcan un respeto no sólo clínico a los habitantes de las orillas. Es, como hemos dado a entender, el río de la guerra, y es un sitio que, como Macondo, existe pero podría no existir, uno de esos lugares que la imaginación contribuye a hacer reales. Es un río que invoca recuerdos, un río sagrado al que sus antiguos moradores hacían ofrendas y hoy Jacobs hace la ofrenda de la memoria. Es un río decadente, hermoso y trágico, como lo es el resto de Colombia. Durante todo el recorrido posible, Jacobs viaja sobre las aguas, acompañado de un guía colombiano, una suerte de Sancho Panza que apenas habla, pero que ofrece el contrapunto necesario al viajero que sueña sueños de alto octanaje. Esto conduce, también, a establecer puentes con Andalucía. Jacobs conoció España en los años cincuenta y sesenta, y la Colombia que visita le recuerda a aquel país del que se enamoró, hasta el punto de establecer su hogar en un pueblo jienense. Jacobs recuerda Andalucía y recuerda mucho a su padre, mientras el teléfono móvil no deja de ir y venir, pillar y perder la conexión para recibir noticias sobre la enfermedad de su madre. Hasta que finalmente se impone una Colombia rural, profunda, casi intacta, tan pobre como noble. Este último lugar contrasta con una ciudad por la que pasa, donde unos médicos investigan en qué consiste la pérdida de memoria, una suerte de mal endogámico, como si toda la población mutara un gen alcanzando los cuarenta años. Al final, todo es memoria o, como dice Jacobs, el miedo a perder los recuerdos. Ese miedo le lleva a escribir un libro de viajes que nos hace sentir doble envidia durante la lectura: por la experiencia que vive y por su logro literario.
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El ambigú
El lector decadente
Varios autores (Selección y prefacios de Jaime Rosal y Jacobo Siruela. Varios traductores) Atalanta: Girona, 2017 584 págs.
La cara oscura de la modernidad Por Begoña Sáez Martínez ¿Qué es ser decadente? Sentirse el final de un mundo y regodearse en ello, como diría Verlaine en 1883. Estamos ante un movimiento que, unido al simbolismo, buscó a fines del siglo XIX otra vida, otra moral. El sentimiento de cansancio cultural transpira por esta sensibilidad: la atracción del abismo, lo morboso, lo crepuscular estetizado; los paraísos artificiales, el erotismo perverso, el andrógino o la mujer fatal. El decadente se muestra irónico, escéptico y desencantado ante la modernidad. Arremete contra sus mitos y fracasos: el progreso, la fealdad burguesa e industrial, el realismo y el positivismo. Pero celebra sus triunfos: el poder de lo artificial, la moda o los placeres de la ciudad. Esa visión y sensibilidad de época es la que ofrece esta antología de autores franceses e ingleses de 1862 a 1918, que supera así el peligro de ser una mera miscelánea. Con razón la obra se abre con una muestra de Pequeños poemas en prosa de Baudelaire dedicados a las virtudes y miserias del hachís. Tema que se continúa con las visiones fantásticas de El club de los hachisinos de Gautier. No podía faltar otro devorador del tiempo: el Lautreámont de Los cantos de Maldoror, donde el mal y una sed de infinito inspiraron a muchos escritores. Otros motivos, como el asesinato, aparecen en «La felicidad en el crimen», de D’Aurevilly, o en «La húmeda paja de la mazmorra» y «Un emperador» de Richepin. El influjo de Poe, lo anormal, la violencia y el sadismo, nos lleva hasta «El convidado de las últimas fiestas» de Villiers de l’Isle-Adam. El artificio tiene su exponente en dos capítulos de A contrapelo —la biblia del decadentismo— donde Huysmans nos envuelve en el lenguaje de las piedras preciosas y el sabor musical de los licores. Y junto a ello, las perversiones sexuales:
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la zoofilia de «El lebrel» de Moréas, el erotismo sáfico de las «Elegías en Mitilene» de Louÿs o el refinamiento cruel de El Jardín de los Suplicios de Mirbeau. No se escapa una figura que dio prestigio a los raros: el Schwob de Vidas imaginarias, con el singular y visionario «Lucrecio, poeta». Otras páginas mordaces y de un lúdico humor negro tienen cabida con «La religión del señor Pleur», de Bloy. Pero también asistimos a la gracia desvaída de las cosas de Divagaciones de Mallarmé, quien nos deleita, entre el poema y el ensayo, con «El fenómeno futuro», «Temblor invernal» y «Un espectáculo interrumpido». Pone punto final a esta parte «Los agujeros de la máscara», de Lorrain, donde volvemos al tema de las drogas. En la sección inglesa sobresalen Wilde y Beardsley. El primero, con su defensa del esteticismo en El retrato de Dorian Gray, la erotización de lo sagrado y la fascinación del mal de Salomé y la agudeza de sus Aforismos. El segundo, con sus dibujos y con La historia de Venus y Tanhäuser, un relato erótico cuya prosa recamada prolonga su arte figurativo y epatante. Junto a él, Beerbohm reflexiona con humor sobre el culto a la apariencia en «En defensa de la cosmética». También se rescatan otras rarezas: las cartas de Lansdown sobre Beckford, otro nombre que puede colocarse junto a Sade en la galería de modelos para los decadentes. La mansión de Fonthill y un cierto horror sobrenatural, que impregna Vathek, se confunden ahora con la vida y anuncian el esplendor de Huysmans. O un tema muy cultivado como el ocultismo, que se ilustra con la macabra «Viola de amor» de Stenbock. Y como cierre: «Absenta: la diosa verde» de Crowley, defensa de los paraísos artificiales para transformar la prosa de la razón en poesía del espíritu. La antología, además de incluir dos prefacios y notas biográficas para orientar al lector, se ilustra con imágenes de Redon, Beardsley y Rops logrando un bello libro-objeto. Sólo hay que reprocharle una ausencia: la reina del decadentismo, Rachilde.
Museo de la clase obrera
Juan Carlos Mestre Calambur: Madrid, 2018 112 págs.
Desbordar la intuición Por Alberto García-Teresa Con su singular torrente de aliento irracionalista, Juan Carlos Mestre sigue construyendo, entrega tras entrega, una nueva lógica a la que sólo se puede acceder a través de la intuición poética y de la mirada maravillada de la realidad. Museo de la clase obrera, con todo, registra una mayor contención que en su anterior y monumental La bicicleta del panadero y, además, ofrece una subversión mayor en la construcción de los poemas. A través de imágenes poderosas y desplazamientos semánticos, Mestre logra un desborde imaginativo que tiene su coherente correspondencia en la estructura de los poemas. Ese desborde está alimentado por un ritmo encantatorio, de salmodia, articulado mediante la ausencia de signos de puntuación y la yuxtaposición de oraciones, que rompen una ordenación reglada al formar bloques de texto, y anáforas y repeticiones (aunque de manera menos reiterativa que en anteriores libros). Además, los poemas se articulan sin una progresión ni orientación (como «texto sin centro», los califica Emilio Torné). A su vez, en ocasiones, se encadenan versos que poseen la fuerza y la estructura cerrada y autónoma de un aforismo o de una sentencia. Todo tipo de elementos naturales aparecen en la imaginería de sus textos: astrales, animales, flora. Asimismo, las piezas están repletas de referentes culturales. Estos no constituyen un alarde de erudición ni buscan el guiño cómplice del reconocimiento, sino que extienden una posición de disidencia, ya que Mestre sitúa la cultura en el lugar de la resistencia frente el autoritarismo. La manifiesta como una muestra radical de libertad, de expresión individual y colectiva. Es una herramienta de dignificación en sus poemas; una constatación de humanismo, delicadeza y arrojo. Al respecto, las asociaciones y correspondencias constituyen actos de fantasía que suponen acciones de insubordi-
nación a una visión sesgada de la realidad. Los poemas no son un alarde gratuito de imaginería surrealista. Están dispuestos sobre una base que busca impugnar una lógica restrictiva y excluyente que impone una visión particular como universal. Por tanto, su obra supone un alegato a favor de la libertad de pensamiento, de imaginación de otras posibilidades, de otros mundos, de la libertad de creación; en definitiva, de la apertura mental y sensorial, siempre con la dignidad y el respeto como soporte moral, consciente de las desigualdades y de las agresiones que ejercen sobre los de abajo las estructuras de poder. En ese sentido, sobrevuela un espíritu colectivo y combativo en este volumen, más allá de las odas específicas a la organización colectiva o de los diversos momentos revolucionarios que sirven de decorado para no pocos poemas. De hecho, los seres humanos que aparecen en los textos o bien se trata de personas reales (del mundo de la cultura y del pensamiento) o son nombrados por su oficio (es decir, como parte de un colectivo). Se producen saltos constantes entre juegos asociativos muy imaginativos y apuntes y referencias a acontecimientos históricos concretos o a atrocidades a los derechos humanos que, como amarres en secciones más prosaicas o conceptuales, sirven de contrapunto. Mestre escribe desde las víctimas con el propósito de rendirles memoria y reivindicar la reparación («del humillado y del vencido aprendí yo a cantar»). No en vano, vertebra todos los textos la línea de resistencia que cobró protagonismo en La bicicleta… y en la reedición ampliada de La poesía ha caído en desgracia. De este modo, amplía la evocación y crea una amalgama de referencias cruzadas que consolidan una atmósfera de sinestesias. El aluvión de referentes, oficios, artistas, elementos naturales y especies animales de estas páginas constituye un mosaico que trae la totalidad de un mundo (o la impresión de totalidad o una vastedad suficiente para construir la sensación de una totalidad sin límites ni bordes); de un mundo nuevo donde es posible esa utopía a la que Mestre lleva décadas convocándonos.
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El ambigú
Traducción del silencio
Trinidad Ruíz Marcellán Olifante Ediciones de Poesía: Tarazona, 2017 88 págs.
Un dolor clarividente Por Aitor Francos Atesora Traduccción del silencio una raza mezcla de concreción y minuciosidad, de doloroso autobiografismo y densidad elegíaca. La autora se despide con él de quien fuera su compañero de vida, Marcelo Reyes, fallecido en un trágico accidente de parapente y, a lo largo del libro, el silencio se encarga de tomar el relevo de la palabra, como si, cuando nada ya se puede decir, la realidad más cotidiana se convirtiera en símbolo de otra cosa sin dejar de ser lo que a primera vista es: un silencio intraducible. La pérdida del ser amado no es aquí alegórica ni literaria; está investida por la clarividencia emocional de un dolor casi físico. En algunos momentos reaparece cierta vacilación, casi la esperanza del reencuentro, también el alivio de un destino feliz: «Su regreso / no sorprenderá. / Anda por ahí. / Aprendiendo». Y en otros, el derrumbe, el hacha del duelo: «Preside el aire / como onda celeste / empapada en vida. // Honda espina / dolorosa y lenta». Los mejores poemas de Trinidad Ruiz Marcellán (editora en Olifante durante más de cuarenta años) aciertan a trascender ese trasfondo biográfico desde lo emotivo, a llenarlo de sugerencias pero también de confusión. Porque desasosiegan y revelan al lector una realidad impregnada de aristas, irracionalidad y enigmas. Vienen para golpear como un puño de arena, con «un resplandor oscuro», dicho con palabras suyas. Algunos, que parecen textos a medio hacer, resultan milagro-
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samente bellos. No dejamos de rendirnos con dulzura a la insólita potencia de sus imágenes: «Cenizas / por cuerpo. // Ser otra. / Más importa alumbrar». Lo tachado cobra un brillo imponente, sugiere más, la elipsis gana la partida. Con habilidad para la insinuación Marcellán trata de despersonalizar la certeza de la muerte, convertirse en una interlocutora capaz de entrar con fuerza en el misterio. Las palabras, frente a la oscuridad del ausente, emergen de la memoria como cimas culminantes de una vida. Los poemas de Marcellán orbitan en torno al amor, desvelo de lo intangible, lo tocan de soslayo para borrarse en él, a través de la depuración del lenguaje, en una experiencia casi mística de sublimación y ensueño. En esa privación de materia y conceptos el libro se mueve desde el deslumbramiento a la invisibilidad, y la poeta camina hacia el deseo de desaparecer, de enfrentar la soledad persecutoria, para consumar de nuevo la unión con lo amado: «Viento / para borrar ausencias. Cómo no escuchaste las paredes de sangre». El silencio, así lo dirá Marcellán, se traduce con silencio. Esa es la armonía total que condensa todo, la que elimina lo circunstancial y subraya la verdad. Una poética de despojamiento, eminentemente sensitiva, donde la palabra adquiere para la poeta un valor redentor, le permitirle liberarse del dolor del silencio y también ser atravesada por la salvación fulminante de lo ausente.
El juego del hombre. Discordancias Manuel Neila Renacimiento: Sevilla, 2018 220 págs.
Breves revelaciones Por Carmen Canet Con estas dos citas comienza este libro. Una es de Heráclito de Éfeso: «Lo contrapuesto llega a concordar, y de las discordancias surge la más bella armonía»; y la otra de Kostas Axelos: «El juego del hombre ofrecido al juego del pensamiento, en la espiral englobante del juego del mundo, ¿tiene aún tareas que realizar?». Nada más significativo que estas máximas para adelantar los aforismos que se incluyen en este volumen, El juego del hombre. Discordancias, que es la nueva entrega del poeta, crítico y aforista Manuel Neila (Hervás, Cáceres, 1950), que cuenta en su trayectoria con varios poemarios publicados, reunidos en el volumen Huésped de la vida (2005), antologías, libros de ensayo, y su dedicación en especial al estudio y la escritura de las formas fragmentarias. Este volumen, que se abre con un prólogo muy interesante de Hiram Barrios, contiene tres libros: «Pensamientos de intemperie», «Pensamientos desmandados» y «Pensamientos del malestar». El primero contiene unos aforismos escritos con un tono dialógico y diarístico. Se percibe un sabor escéptico del mundo. De la nostalgia, el paso del tiempo y la complicidad con la palabra dan cuenta estas breves frases. Está estructurado en cuatro partes: «El silencio roto», «Palabras en vilo», «La voz desnuda» y «Juicios en alarde», títulos donde subyace la esencia del aforismo. Abundan los aforismos a modo de poética, en donde la función metalingüística está presente: «Mediante la es-
critura literaria, interiorizamos el rumor del mundo y, al mismo tiempo, exteriorizamos el humor del alma». El segundo libro, también dividido en cuatro secciones, prolonga, como el mismo Neila dice, la labor iniciada en sus anteriores escritos. Son frases comprometidas con lo humano y lo social, que preguntan y nos hacen reflexionar. El tercero reúne en otras cuatro secciones aforismos en su línea, con una identidad inconfundible; éstos son más desenfadados, ligeros, con una dosis de humor e ironía más pronunciados. Sus brevedades son un continuo diálogo sobre la vida, el tiempo y las artes. Los títulos de las distintas partes de los tres libros que se incluyen en El juego del hombre son muy medidos y significativos. Nos ofrece frases memorables y hace homenajes a muchos autores. En los aforismos de Neila se alían lo clásico y lo moderno. Sus frases no son reglas, sino que proyectan y conversan, tienen ese ropaje poético, con tintes machadianos, esa reflexión filosófica que entronca con la tradición del género. Escribe un aforismo de búsqueda en donde la observación y su anhelo de un mundo mejor hacen de este conjunto de escritos un muestrario de propuestas para la práctica cotidiana. Se advierte la huella de su oficio de poeta y de historiador. Es desde ese territorio fronterizo desde donde Neila se mueve, entre la literatura y la filosofía, entre el pensamiento y la poesía. Sus formas breves son frases afortunadas. Su escritura fluctuante, abierta, es evidencia de la realidad que vivimos: a modo de revelaciones, nos la presenta con un lenguaje depurado. Sus textos proponen, planean cargados de intenciones bienintencionadas, siempre elegantes, sutiles, y en su tono a la vez profundo y desenfadado está el compromiso con la vida y con la historia. Sus aforismos de intemperie, desmandados y de malestar aúnan esencia y presencia humana. Y así son Los juegos del hombre, breves, pero repletos de libertad, alegría y bondad.
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El ambigú
Canino
Andrés Navarro Pre-Textos: Valencia, 2018 84 págs.
Visión bifocal Por Juan Manuel Romero Libre, elíptica, minuciosamente fragmentada, la poesía de Andrés Navarro (Valencia, 1973) podría leerse como «una charla llena de sobreentendidos» o como una conversación con fantasmas en «presentes superpuestos». El tono de observador perplejo e irónico refleja la perspectiva del turista («nos queda entorpecer / y hacer fotografías») un poco asombrado y un poco escéptico. ¿Existe el asombro descreído? Canino convierte esa singular inflexión expresiva en el cimiento de un libro que se aleja a pasos de gigante de lo sentimental, lo grandilocuente y lo lírico, aunque incluya cápsulas emocionales y trallazos metafóricos. Los bucles de opacidad verbal, el giro irracional, las dislocaciones y las escenas costumbristas como fábulas sin moraleja tensan «nuestra idea / de la efusividad» mediante el retrato de un tiempo líquido y global, en el que estamos de paso. La mirada bifocal —«Bifocal» es el título de tres poemas de la primera parte— es así uno de sus grandes logros. De cerca: la ternura, la extrañeza, el deseo de abrazar lo sublime; de lejos: la reticencia, la sospecha de ridículo, la causticidad. Todo ello mezclado en un cóctel molotov posmoderno, feliz y sin complejos, aunque sin izar, a estas alturas, banderas innecesarias. Ya desde La fiebre (Pre-Textos, 2005) y Un huésped panorámico (DVD, 2010), la ironía es quizá la mecha con la que se enciende el explosivo. Ironía sobre la historia: «De un bajón de glucosa murió el siglo». Ironía sobre la mirada: «Me miran. Los miro. Nos estereoti-
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pamos. Eso es todo». Ironía sobre la naturaleza: «La tarde se perfuma como una viuda en un crucero». Ironía sobre la poesía: «Un texto delicado / y pretencioso, ideal para amantes del haiku». Sucesivamente bajan de su pedestal el amor, el pensamiento, el activismo político, la paternidad, la memoria, la madurez… Una ironía que no es cínica sino paradójica, más honesta que ciertas solemnidades que se dan por respetables, «incapaz de agraviar» como los ojos del perro rengo de «Poética con perro»: «te mira a los ojos queriendo entender algo / en lugar de ocultar algo». La voz que nos habla es la de alguien que ha experimentado el «sexo epistolar», que está atento a la contracultura y a la Escuela de Chicago, que mira la grabación de un «perro de ojos albinos que estornudaba mal» intentando no reírse; alguien que huye del sermón y la vaguedad aunque aparezca leyendo la Biblia en el primer poema del conjunto, pues sabe que la «nieve artificial» de las pistas de esquí genera «frío auténtico». Bien documentado en las propuestas de O’Hara, Simic, Walcott, Antonio Cisneros o Carlos Martínez Rivas, Navarro no aspira a aleccionar sobre el mundo sino a acercarnos a él, porque «la imposibilidad de comprender / es ya una comprensión». Canino es un libro sobre viajes (Oporto, Dallas, Austin, Nicaragua, etc.), sobre luchadores de sumo, sobre bombas de racimo, sobre hedonismo, sobre suicidas, sobre acatamientos… Hay una chica sexi que pasea a un perro por un parterre, un chapero que vende estampitas en el mercado, facultades que «drenan Erasmus», un loco que baila en un semáforo, gente que intenta rehacer su vida... Su lenguaje lúcido y lleno de humor nos comprende: la sensación de estar sin pertenecer del todo, de habitar entre extraños a los que no entendemos, igual que un perro. Esa grieta que nos separa de la realidad, el desacuerdo profundo, pero relativo, con las cosas, es en gran parte la tragedia de nuestro siglo. Navarro consigue con toda esa energía de fascinación y disconformidad un libro profundamente renovador. Y consolida una trayectoria breve que no por eso deja de ser una de las más interesantes del panorama actual. Imprescindible.
Recomendaciones de Quimera Campo francés: el laberinto mágico vol. IV Max Aub Cuadernos del Vigía, 2018
Cuarta entrega de El laberinto mágico, la más autobiográfica del autor, donde practica un género híbrido entre el teatro y el cine con el fin de crear unas imágenes tan potentes que traspasan del mero papel a una pantalla y en las que se proyectan las barbaries que asolaron Europa. El libro cuenta además con fotos publicadas en revistas de la época como L’Illustration o Match; también grabados de Josep Bartolí. Cuadernos del Vigía está llevando a cabo un ambicioso y titánico proyecto editorial al publicar las seis partes de las que consta El laberinto mágico, publicadas originalmente entre 1943 y 1968 y concebidas inicialmente como una pentalogía en la que Aub dejaba constancia de su mirada sobre el conflicto de la guerra civil española.
Vigilia en Buenos Aires Ubaldo R. Olivero Final abierto, 2017
La vigilia de su partida a Buenos Aires, un padre narra a su hijo nonato su azarosa existencia desde su dura infancia y adolescencia en Cuba (los pasajes referentes a la cárcel de Playa Manteca son demoledores) hasta su exilio en Barcelona, donde a duras penas sobrevive como lector y corrector. Con un lenguaje duro pero poético y una impecable estructura, plagada de saltos temporales y espaciales, el autor cubano desgrana esta historia autobiográfica de arraigo y desarraigo en la que el protagonista busca infructuosamente un espacio propio en el que le permitan mantenerse fiel a sí mismo, sin doblegarse a imposiciones económicas, ideológicas o burocráticas.
El rey de las hormigas
La escritura y el poder
El rey de las hormigas, del gran poeta polaco Zbigniew Herbert, recoge una particular reinterpretación de algunos conocidos (y no tan conocidos) mitos griegos. En estos textos apócrifos, Herbert despliega todo su potencial poético e irónico para trascender la mera fábula y hacer una actualización profunda y elocuente de la actualidad. A la vez mitificador y desmitificador, en este libro exquisito Herbert inventa, manipula y transforma la anécdota para demostrarnos la absoluta vigencia de los mitos griegos, que sólo necesitan una mirada renovada, inteligente y sutil para revelarnos su arrebatadora verdad.
Es un placer recibir cualquiera de los libros de Andreu Navarra. Pese a su juventud se ha convertido en uno de los mayores especialistas en la literatura, cultura y política de las primeras décadas del siglo XX. En ese sentido, aquí tenemos una nueva dosis, con Tusquets, y en este caso sobre Eugeni d’Ors, uno de los personajes más laberínticos de las primeras décadas del siglo XX español. Quien busque una biografía de D’Ors encontrará mucho más, encontrará una de las mejores biografías de la cultura catalana y española de la primera mitad del siglo XX. Excelente.
Zbigniew Herbert Acantilado, 2018
Andreu Navarra Tusquets, 2018
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Recomendaciones
Cómo acabar con la escritura de las mujeres Joanna Russ Dos Bigotes/Barret, 2018
Gran acierto por parte de las editoriales Dos Bigotes y Barrett, que se han unido para reeditar en castellano este clásico del feminismo que Joanna Russ publicó en 1983. En este ensayo, la autora repasa todos los métodos por los que se intenta invisibilizar la literatura escrita por mujeres, que van desde meras prohibiciones, la mala fe o la negación de la autoría hasta la falsa categorización, el aislamiento o la falta de modelos a seguir. Todo desde una prosa sencilla y cercana que hará disfrutar tanto al iniciado en el tema como al ajeno al mismo. Obra que no ha perdido un ápice de actualidad treinta y ocho años después de su publicación. Cuenta con un interesante prólogo de Jessa Crispin y una magnífica traducción de Gloria Fortún.
El cuarto del siroco Álvaro Valverde Tusquets, 2018
José Carlos Llop comentó en una ocasión que los lectores fieles de Patrick Modiano esperamos siempre el mismo libro que nunca lo es. Algo parecido podemos decir los que hemos seguido la trayectoria literaria de Álvaro Valverde, un autor que orbita alrededor de varios centros, a los que vuelve con frecuencia, y sin embargo cada vez que lo lleva a cabo nos aporta una mirada distinta sobre esas mismas obsesiones. De nuevo, hay en estas páginas una exploración del espacio, del lugar, filtrados por el paso del tiempo, y existe a su vez una perspectiva personal, intimista, que da una vuelta de tuerca a sus obras anteriores. El cuarto del siroco nos regala un mundo amplio a partir de situaciones minúsculas, humildes, sobrias y al mismo tiempo casi inabarcables. Su poesía es un ejemplo de cómo el instante se hace eterno a partir del poema. Y de cómo la literatura es capaz de ensanchar un mundo en apariencia insignificante. Un canto de amor a los libros y a la mirada poética. Álvaro Valverde ha conseguido, por fin, hacer de un lugar un territorio.
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Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos Ben Marcus
y Pinitos en pedantería
Rubén Martín Giráldez Jekyll & Jill, 2018
Editoriales como Jekyll & Jill son imprescindibles para el sistema editorial de cualquier literatura que se precie. Hay algo de vocacional y de riesgo en todas y cada una de sus publicaciones y esto lo necesitamos tanto como (o mucho más que) el best seller o la carita famosa de Instagram. En este libro hay un juego irreproducible entre la primera parte (de Ben Marcus) y la de Rubén Martín. Se diría que el texto de Martín Giráldez (de vuelta tras su excelente Magistral) es la ratificación de pensamiento de Marcus, enfrentado a Franzen por la necesidad de una literatura alejada de lo convencional y los automatismos. No sólo la parte de Rubén es parte de esa afirmación en la lucha contra lo que postula Franzen; el libro entero es un canto a la libertad del tema y el lenguaje. Un libro necesario.
Libro de las imaginaciones David Vegue Nazarí, 2018
Seguramente, decir de un poeta que tiene un universo literario muy personal es una redundancia. A todo buen poeta se le presupone justo eso, que sea capaz de generar un mundo para que el lector lo habite para siempre. Tal vez, ya decimos, sea una tautología. Sin embargo hay autores como David Vegue de quien no podemos dejar de señalarlo, porque está construyendo un edificio literario tan personal y sugerente que no debemos pasarlo por alto. Libro de las imaginaciones es su segunda obra, que vuelve a publicar, en espléndida edición, la editorial granadina Nazarí, a quien agradecemos la incorporación de nuevos nombres a la literatura española actual. De nuevo, Vegue profundiza en las posibilidades del lenguaje. Tensa las palabras a partir de un escenario de épica cotidiana. Una indagación de la belleza, la miseria, el cuerpo y la escritura que hace de Vegue uno de esos autores a los que sentimos la necesidad de volver con asiduidad, porque su escritura nos amplía el mundo. Sus poemas nos aportan una perspectiva siempre insólita.
Los Beatles publi:PORTADA 282 14/11/18 11:27 Página 4
Ángel García Roldán
Howth Road
César, un hombre escéptico y hedonista de carácter vitriólico, vuelve a Dublín, ciudad en la que vivió de joven en los 70, cuando en España e Iranda se vivían tiempos turbulentos. La causa de su vuelta es aparentemente por motivos de su profesión, periodista free lance. Durante su vida, César ha ido dejando un reguero de víctimas de su egoísmo, especialmente durante su estancia en Dublín, donde destrozó la vida de Ashlyn, una singular joven. Ya en Irlanda, César se enfrenta inesperadamente a fantasmas de su pasado y descubre asombrado que está allí debido a una oculta necesidad de reencontrarse con Ashlyn. En la tortuosa búsqueda de ella se enfrenta a antiguas víctimas, al tiempo que establece nuevas relaciones. Sufre entonces una metamorfosis que le hace ver la vida y a él mismo desde una óptica diferente. Comprende César que no encontrará la paz hasta que encuentre y arregle cuentas con su, ahora, añorado amor. Pero el destino le reserva un azaroso camino plagado de violentos giros, que concluirá en un desenlace que ni él ni los lectores hubieran podido sospechar jamás. Howth Road es una historia de luchas internas, de búsquedas y de transformaciones, pero es también una intensa historia de amor que, además de sorprender al lector con su final, lo dejará pensativo e intentando atar cabos sueltos que, solo a su conclusión, será capaz de lograr unir.
Piel de Zapa Piel de de Zapa Zapa Piel
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Relatividad, mecánica cuántica y la revolución tecnológica del siglo XXI
La lucha contra el Alzheimer
Las ideas que cambiaron el mundo presenta una introducción amena y dirigida a todos los públicos a la teoría de relatividad, la mecánica cuántica y a la revolución tecnológica que provocaron. Estas dos teorías físicas dieron lugar a toda la tecnología moderna que cambió para siempre el mundo en que vivimos. Farías y Cuevas nos acercan en este libro a los secretos de estas teorías y nos revelan los numerosos fenómenos que permitieron descubrir y entender. Así, por ejemplo, nos enseñan que el tiempo es relativo, que usted puede permanecer más joven viajando casi a la velocidad de la luz, qué significa la famosa ecuación E = mc2, por qué brilla una estrella, por qué el tiempo depende de la altura a la que nos encontremos, qué tiene que ver el GPS con la relatividad, qué es un agujero negro, por qué es tan importante que se hayan detectado ondas gravitacionales, cuál es el origen del Universo o qué es la energía oscura. La lectura de Las ideas que cambiaron el mundo también le permitirá comprender qué es el entrelazamiento cuántico, cuáles son las implicaciones filosóficas de la mecánica cuántica, qué es el efecto túnel, cómo es posible que algo esté en dos sitios a la vez, por qué se dice que la mecánica cuántica no es determinista, por qué el transistor es el invento del siglo y cómo funciona, cómo la cuántica condujo al invento del láser y del LED, cómo se pueden ver los átomos, o qué es un superconductor y para qué sirve.
La memoria es la base de nuestra personalidad, de nuestra inteligencia emocional y de nuestras relaciones familiares y sociales. La demencia, en su sentido más amplio, hunde sus raíces en la destrucción de la memoria. Hay muchas formas de locura, pero la más cruel de sus manifestaciones es la que lleva el nombre del médico alemán que la identificó por primera vez en 1906: Alois Alzheimer. Hasta hace muy poco, el Alzheimer era una enfermedad a la vez polémica e ignorada. No había acuerdo sobre sus síntomas fundamentales ni sobre sus causas. Pero lentamente, gracias a la identificación de “placas y nódulos” en el cerebro geriátrico, el Alzheimer se ha convertido en una nueva plaga que afecta ya a millones de personas y que amenaza a la población mundial con la aparición de un nuevo caso cada cuatro segundos. Una de cada tres personas tendrá esta enfermedad en algún momento de su vida. Solo en el Reino Unido hay actualmente 850.000 personas diagnosticadas con esta enfermedad; seis millones de personas en toda la Unión Europea y cuatro millones de norteamericanos la tienen. Y es previsible que estas cifras se hayan multiplicado por dos antes del 2030. Con el envejecimiento de la población mundial, el Alzheimer está en camino de superar al cáncer comosegunda causa principal de muerte después de las enfermedades cardiovasculares.
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