Quimera Revista de literatura | Número 444 | Diciembre 2020

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Ra monMi que liPl a na s

Ell i br e r oa s e s i nodeBa r c e l ona Es t ae sl aa pa s i ona nt er e c ons t r uc c i ondeunodel ose s c a s osmi t os r oma nt i c osa mbi e nt a dose nBa r c e l ona : Laos c ur ayc r i mi na le xi s t e nc i a deuna nt i guomonj e , de di c a doal av e nt adel i br ospr e c i os os , que i ns pi r oaa ut or e sdel ac a t e gor i adeCha r l e sNodi e roGus t a v eFl a ube r t .


ColaborAN en este número:

George Charles Beresford, Abderrahman Bouirabdane, Elisa N. Cabot, Mercedes Casanovas, Carlos Fuentes, Pere Gimferrer, Juan Goytisolo, Hrustall, Milan Kundera, Davide Mauro, Luiz Munhoz, Thomas Pynchon, Miquel Rof, Philip Roth, Ernesto Sábato, Greg Salibian, Carlos Santos, Fernando Savater, Leonardo Sciascia, Claude Truong-Ngoc, José Ángel Valente, Sergio Vila-San Juan, Virginia Woolf Fotografía de portada:

Hrustall (Unsplash) Editor:

Miguel Riera

Fernando Clemot, Álex Chico, Ginés S. Cutillas y Jordi Gol DirectorES:

JEFE DE REDACCIÓN:

Jordi Gol

Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL:

B 38779 /1980

Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Edita:

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QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Diciembre 2020

Que una revista como Quimera —una revista de literatura en general— cumpla cuarenta años no es algo trivial: pone en valor un esfuerzo constante de cuatro décadas por mantener una calidad y una variedad que ha conseguido atraer a lectores eventuales y, a la vez, una continuidad que ha complacido a sus muchos suscriptores. Al equipo de redacción actual —que cuenta con más de siete años al frente de esta aventura— un sólo número le parecía insuficiente para celebrar la efeméride y abarcar una panorámica mínima de la riqueza de un pasado portentoso. Por ello presentamos un número, el 444 (cifra fascinante para celebrar un aniversario), que da fe de la inmensa calidad del acervo de la revista y aspira a alcanzar la relevancia de las firmas aparecidas en el 443. Si en el número anterior contamos con artículos y entrevistas de autores de la talla de Juan Marsé, Antonio Saura, Olvido García Valdés, Jorge Luis Borges, Mario Vargas Llosa, Italo Calvino, Susan Sontag, Raymond Carver, John Updike y Toni Morrison; este no le va a la zaga y en él presentamos artículos de Juan Goytisolo, Fernando Savater, Leonardo Sciascia y Thomas Pynchon; relatos de José Ángel Valente y Carlos Fuentes; entrevistas a Pere Gimferrer, Ernesto Sábato o Milan Kundera (esta última realizada por Philip Roth) y un fragmento del diario de Virginia Woolf. Un número prodigioso que avala una trayectoria extraordinaria a la que auguramos un largo aliento. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN DE QUIMERA

Gráficas Gómez Boj

Especial 40 aniversario II Aproximaciones a La Regenta, por Juan Goytisolo – 4

(artículo publicado en el núm. 100 de Quimera, de diciembre de 1990.)

Una poesía ensimismada. Entrevista a Pere Gimferrer – 13 (Entrevista publicada en el núm. 7 de Quimera, de mayo de 1981.)

Los intelectuales: razón, pasión y traición, por Fernando Savater – 17 (Artículo publicado en el núm. 100 de Quimera, de diciembre de 1990.)

Palais de Justice, por José Ángel Valente – 23

Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

(Relato publicado en el núm. 100 de Quimera, de diciembre de 1990.)

El Río de la Plata, por Carlos Fuentes – 25

(Texto publicado en el núm. 100 de Quimera, de diciembre de 1990.)

«El caos moral puede llevar al desastre». Entrevista a Ernesto Sábato – 38 (Entrevista publicada en el núm. 244 de Quimera, de mayo de 2004.)

El inexistente Borges, por Leonardo Sciascia – 49 (Artículo publicado en el núm. 46-47 de Quimera, de marzo de 1985.)

Diario de una escritora, por Virginia Woolf – 51

(Texto publicado en el núm. 1 de Quimera, de noviembre de 1980.)

Los verdugos dan muerte, los poetas cantan. Entrevista a Milan Kundera – 57 (Entrevista publicada en el núm. 344 de Quimera, de julio de 2012.)

La ofrenda eterna del corazón, por Thomas Pynchon – 62 (Artículo publicado en el núm. 77 de Quimera, de abril de 1988.)

Fe de erratas: el título de microrrelato de Rafa Heredero García aparecido en la página 45 del número 442 (octubre) de Quimera es «El pacto» y no «Castigo real», como figura.

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Aproximaciones a La Regenta

Juan Goytisolo

Juan Goytisolo. Fotografía: Elisa N. Cabot ©

El reciente descubrimiento en el extranjero de la novela de Clarín ha inspirado este lúcido ensayo que, jugando con el título de una obra del mismo Juan Goytisolo, podríamos titular «La reivindicación de La Regenta».

El mayor acontecimiento literario español de los últimos años a escala europea ha sido sin duda el descubrimiento, entre asombrado y gozoso, de La Regenta.

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¿Cómo es posible, me han preguntado docenas de veces en los países que he visitado, que una obra de semejante talla haya permanecido ignorada por el gran público y no haya sido traducida siquiera? La respuesta no es simple y, excusándome por mi prolijidad con los lectores, procuraré razonarla. En primer lugar —he tenido que decir a mis interlocutores— nuestra percepción de las culturas ajenas no suele basarse en la realidad de las mismas, sino en la imagen que aquéllas proyectan. Cuanto más ní-


tida y definida sea la imagen, mayor será nuestra convicción del conocimiento íntimo de ella: una mera confirmación exterior del saber que ya poseíamos. Así, tendemos a promover las expresiones literarias y artísticas que, en vez de nadar contra corriente para desvelarnos algo nuevo, se dejan arrastrar por el maelstrón de lo definitivamente acuñado y sabido; imágenes que, a fuerza de repetidas, se transforman en clichés previos a nuestra visión de las cosas y acaban por convertirse en mitos. Como señalé en otra ocasión, el interés por las obras literarias alemanas, francesas, norteamericanas, italianas o rusas se ha volcado de manera preferente en aquellas que corresponden a imágenes ya establecidas. El autor que trabaja sobre ellas —esa serie de referencias culturales piloto, del tipo de Stendhal, Tolstoi, Mann, Proust o Hemingway— será recompensado de puertas afuera con una rápida percepción de su trabajo, mientras que sólo el paso del tiempo permitirá el conocimiento de los autores que no cuadran en el consabido repertorio nacional: esos autores incómodos y excéntricos, escribía, cuyas coordenadas no coinciden con las que nosotros poseemos o creemos poseer, el ruso Andrei Biely, el italiano Italo Svevo, el alemán Arno Schmidt, por citar unos pocos e ilustres ejemplos. La visión de lo español ha respondido desde hace más de siglo y medio, es decir, desde el romanticismo, a una colección de fotos fijas: por un lado, las de la España de charanga y pandereta retratada por Merimée y de la goyesca y esperpéntica a la que parecía condenarnos una historia desdichada de revueltas, matanzas, guerras civiles y dictaduras de espadones; por otra, las de ese poderoso revulsivo de la imaginación universal que fueron la explosión revolucionaria del 36, la doble intervención fascista y soviética, el célebre millón de muertos, la ruina de nuestros sueños y esperanzas. En tanto que el autor inscrito en alguna de estas coordenadas podía aspirar a un reconocimiento exterior, quien trabajaba o se situaba fuera de ellas no suscitaba hasta fecha reciente interés alguno. Sólo la reducción arbitraria de lo español a un puñado de fotos fijas explica que, si bien el apetito europeo y norteamericano por lo supuestamente nuestro se mantiene vivo —bastaría con evocar la multiplicación de filmes y ballets sobre el mito de Carmen—, obras literarias de primera magnitud, pero cuya textura o temática no concuerdan con aquéllas, hayan permanecido injustamente arrinconadas en el desván de lo atípico y, por consiguiente, no

El mayor acontecimiento literario español de los últimos años a escala europea ha sido sin duda el descubrimiento [...] de La Regenta. traducido. Que un poeta como Cernuda o un escritor como Valle Inclán duerman aún en el pequeño gueto del hispanismo ilustra claramente la supeditación de los valores reales a la fuerza de los estereotipos. Con todo, el desconocimiento de La Regenta fuera de nuestras fronteras no se debe tan sólo a su manifiesta inadaptación a los clichés identificables. La culpa es sobre todo nuestra: acogida con hostilidad en los medios intelectuales hispanos, vapuleada por la Iglesia y las fuerzas conservadoras fustigadas por Alas, fue deliberadamente silenciada por nuestros programadores culturales hasta el límite de la inexistencia. Entre 1908 y 1963 no fue reeditada en España y el nombre de su autor no figura siquiera en algún manual de historia literaria, en la rúbrica consagrada a la novela. Si exceptuamos el prólogo de Galdós a la segunda edición de la misma, escrito poco antes de la muerte de Clarín, y las reseñas de media docena de críticos lúcidos, la mejor novela española del XIX —la única que puede competir hoy con las grandes creaciones europeas del género— tropezó de salida con nuestra hostilidad proverbial a cuanto de cerca o de lejos huela a nuevo. Repasemos brevemente algunos de los dictámenes de que fue objeto: «Es menester proclamarlo muy alto. Clarín es uno de los escritores más incorrectos y menos castizos de España [...] su estilo adolece casi siempre de graves defectos de sintaxis o de construcción». «Es, como novela, lo más pesado que se ha hecho en todo lo que va de Era Cristiana [...] Lo que hay es un novelón de padre y muy señor mío, que merece titularse Los chismes de Vetusta [...] Todo, por supuesto, en un estilo atroz y plagado de galicismos y otros defectos de lenguaje.» «Disforme relato de dos mortales tomos [...] delata en su forma una premiosidad violenta y cansada, digna de cualquier principiante cerril.» «La mayor parte de los capítulos de La Regenta producen un sueño casi instantáneo, tranquilo y reparador. El insomnio más tenaz cede con un par de capítulos, que es la más

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alta dosis...», etc., etc. Bonafoux, Siboni, Dionisio de las Heras, el Padre Blanco García, no se contentan con atacar su «castellano imposible» y «desgarbada prosa»: denuncian asimismo, en revoltillo, su presunta vulgaridad y cinismo, atentados a la moral y sentido común, su construcción soporífera. Abrumado con tal cúmulo de sentencias, el lector de hoy no puede por menos que preguntarse a qué obedecía semejante descarga de bilis: los supuestos juicios críticos no retratan desde luego la novela incriminada; reflejan patéticamente la arbitrariedad y miopía de sus autores. Pero la inquina motivada por Clarín —señalado por un contemporáneo como «el escritor que hoy tiene en España más enemigos»— requiere una explicación más allá del muy humano sentimiento de envidia. Al odio a la innovación al que apuntábamos y sobre el que volveremos luego, había que agregar en su caso los resquemores provocados por la crítica higiénica de los Paliques. En un país en el que, como en tiempos de Larra, la crítica se reducía de ordinario a una serie de elogios hueros, en los que no creían ni su autor ni el destinatario ni el público que los leía —ese viejo sistema de economía de trueque que los franceses denominan se renvoyer l’ascenseur—, su cruda descripción del medio literario hispano y sus costumbres tribales no desmerece de la formulada con anterioridad por Blanco White y de la que trazará después Cernuda. Las letras viven en el limbo, dice, el gusto predominante es pobre y anémico, todo suena hueco, nadie se preocupa de la auténtica literatura: «Cada vez se piensa y se lee y se siente menos; se vegeta [...] Se aplaude lo malo, se intriga y se crean reputaciones absurdas en pocos días; y es inútil trabajar en serio [...] Nadie ve, nadie oye, nadie entiende nada; y los que pudieran ver, oír y entender se cruzan de brazos...». Su comentario a lo acaecido a una de las mejores novelas de Galdós, recibida con un estruendoso silencio en medio de los bombos destinados a figuras y figurones, puede leerse a estas alturas como una melancólica elegía pro domo: «Si el señor Galdós, en vez de escribir antes de ésta unas treinta novelas, las mejores que se han escrito en España en este siglo, hubiese escrito una comedia mediana, otra buena y otra mala, y en seguida se hubiese pasado al Duque de la Torre y después a Cánovas y después a Sagasta o al diablo en persona: si se hubiese hecho político, otra crítica le cantara y entonces vería que escribir él cuatro renglones y pasmarse la prensa entera de admiración y

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entusiasmo era cosa de un momento [...] pero nadie ha dicho a La desheredada “ahí te pudras”». Como otros narradores, Clarín fue en sus novelas un excelente crítico practicante, capaz de manejar con maestría los procedimientos técnicos, temas y recursos estilísticos empleados por los grandes novelistas de su siglo pero igualmente un teorizador de fortuna gravado con el lastre de un bagaje teórico que, en vez de esclarecer su obra, ha contribuido a anublarla envolviéndola en los ecos argumentadores de una polémica envejecida. Su defensa ardorosa del naturalismo de Zola y exposición de las propias ideas sobre el género no deben ser tomadas como el patrón conforme al cual habría que medir su obra maestra. La Regenta escapa felizmente a unos esquemas reductivos a los que el mismo Clarín había apuntado en su crítica de los catedráticos positivistas, hegelianos, krausistas o escolásticos, empeñados en imponer, como algunos sicoanalistas o marxistas de hoy, lecturas unilaterales y empobrecedoras de obras merecedoras de mejor suerte. «Para teorizar hace falta una inmensa ingenuidad, escribía T. S. Eliot; para no teorizar, una inmensa honestidad.» Aunque honesto, Clarín pecaba a veces de ingenuo y, a diferencia de La Regenta, sus ensayos teóricos sobre el arte de la novela llevan la impronta de la época en que fueron escritos. No obstante, su condición de crítico practicante de la ficción le permitió distanciarse de aquellos teorizadores de fortuna propensos a ignorar «las mayores bellezas literarias si las ven en obras que no caben en las casillas de la estadística que ellos tienen por buena». La novela, dirá con lucidez, olvidando sus propios pinitos en la materia, es un género sin límites, en el que todo cabe, «porque es la forma libre de la literatura libre», aunque muchos, «encastillados en sus fórmulas de álgebra estética» sigan lanzando anatemas «contra todo atrevimiento que saca a la novela de sus casillas». Cambian los tiempos, cambian los esquemas ideológicos, cambian los métodos conforme a los cuales se juzga rígidamente el texto literario, pero la incomprensión e incluso aversión tocante a la obra innovadora no mudan. El elogio prodigado a la «gárrula vocinglería de los imitadores, de los mercenarios de las letras» que tanto ulceraba a Clarín, había sido ya objeto, antes de él, de las reflexiones amargas de Flaubert, crucificado también, como sabemos, por los voceros de la crítica. Pero ni uno ni otro autor habían comprendido aún que dicha injusticia es poco menos que inevitable. Toda


obra seminal necesita un lapso indeterminado —años, decenios, siglos— para abrirse paso y forjar su público, y es de agradecer que la no intervención de ese gremio de intermediarios entre el creador y sus eventuales lectores evitara a Delicado, san Juan de la Cruz o a Lautréamont los disgustos y frustraciones que acompañaron a Flaubert y Clarín a la tumba. ¿Qué hubiera dicho en efecto el reseñador habitual de las páginas literarias de nuestros periódicos, habituado, digamos, a los cánones renacentistas, de un monstrum horrendum, informe, ingens como La lozana andaluza? Probablemente los mismos disparates que, todavía siglos después, escribió un crítico tan serio como Menéndez y Pelayo. El creador de nuevos ámbitos literarios no puede pedir peras al olmo ni aspirar a los aplausos que saludan de ordinario lo ya manido. El proceso de elaboración de su obra no concluye con la escritura de ésta sino que se prolonga en el hallazgo o invención de su público. Su relación real, como recordaba oportunamente George Sand a Flaubert, es con los lectores futuros.

...la mejor novela española del XIX [...] tropezó de salida con nuestra hostilidad proverbial a cuanto de cerca o de lejos huela a nuevo. Pero ese paralelo Flaubert-Clarín, manifiesto también en el campo temático, se detiene ahí. Pues, mientras el encono de la crítica francesa no logró impedir, dado el nivel educativo del país, que un creciente número de lectores se acercara con entusiasmo a La educación sentimental y Bouvard y Pécuchet, el ataque conjugado de aquélla con las mal llamadas fuerzas vivas de la sociedad tradicional hispana retratada en Vetusta apartó durante más de medio siglo a nuestros lectores de una obra única y obstaculizó la difusión de La Regenta en el extranjero. El formidable poder de la censura político-estético-moral del franquismo, aunado a la escasa formación del gusto público, favoreció el ninguneo de su autor y privó a nuestra desmedrada y débil literatura decimonónica del aporte enriquecedor de su novela más enjundiosa y viva.

II Desde su aparición, la novela de Clarín no ha cesado de ser objeto de polémica entre los defensores de su impoluta originalidad y quienes, casi siempre de mala fe, la ponían en tela de juicio. Vistas desde la actual perspectiva, la burda acusación de plagio de Bonafoux tocante a Madame Bovary y la respuesta de Alas carecen en absoluto de fuste. Cuando el novelista argüía en su defensa «siempre me encontrará copiando lo que veo, pero no lo que leo» no decía verdad sino a medias. Como reivindicó con orgullo Vargas Llosa, el gran escritor —y no cabe la menor duda de que Leopoldo Alas lo era— es una criatura voraz y vandálica que entra a saco en lo que halla a su alcance, se apodera de cuanto le interesa, manipula, digiere e integra cualquier clase de materiales en la armadura o ensamblaje de su propia creación. Todo, absolutamente todo, influye en él: un libro meditado o leído por casualidad, un recorte de periódico, un anuncio callejero, una frase captada en un café, una anécdota familiar, la contemplación de un rostro, grabado o fotografía. Si, por un lado, la reconstrucción minuciosa de la topografía ovetense que sirvió de modelo a la de Vetusta y el retrato de algunos de sus héroes dan la razón a nuestro autor, por otro, la huella de las lecturas francesas en su novela, de Stendhal a Zola, es a todas luces visible: como Dickens, Balzac o Tolstoi, Clarín se inspiraba en cuanto veía y leía. Los mejores críticos y estudiosos de la obra de Alas —Gonzalo Sobejano, Martínez Cachero, John Rutherford, Sergio Baser— han analizado con mayor ponderación y rigor las coincidencias o parentesco de personajes y situaciones de La Regenta con sus presuntos modelos: las tan traídas y llevadas analogías y diferencias entre Ana Ozores y la heroína de Flaubert; los puntos de contacto posibles del Magistral y Julien Sorel, dos jóvenes provincianos sin fortuna cuya ambición social hallará un cauce en los mecanismos de poder de la Iglesia; el paralelo del primero con algún clérigo de Balzac o Zola. No obstante, tratándose de una creación literaria tan compleja, rica y sustanciosa como la de Clarín, dicho problema presenta a mi entender una importancia secundaria. Para el analista de una obra de las características de La Regenta lo esencial no es el problema de sus eventuales fuentes sino el de la articulación y función de éstas en el engranaje del libro: en el campo artístico, a diferencia del moral, el fin justifica los medios. Si nos situamos en este punto de vista crítico, el genio y originalidad de Alas brillan sin mácula: el posible influjo

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de la desdichada heroína de Flaubert en la elaboración del texto es un mero ingrediente de su fase compositiva cuya índole anecdótica no trasciende al resultado final de la obra; su papel de modelo o quizá de espantajo no ha sido mayor que el de los personajes de carne y hueso en los que se inspiró Clarín y cuya identificación causó tanto escándalo entre sus conciudadanos. En corto, si como señalaron en su día los formalistas rusos, toda obra aparece en un universo poblado de obras cuya existencia prolonga o modifica, La Regenta se desmarca de la pléyade de sus antecesores en virtud de su indudable signo diferencial. La novela mayor de Clarín no muestra sólo la madurez y soltura de su autor en el manejo de las técnicas narrativas empleadas en el siglo XIX por los maestros del género; abre igualmente camino, como veremos, a procedimientos más recientes, de una sorprendente modernidad. Aunque la presencia omnisciente del narrador, verdadero Deus ex machina de cuanto acontece a los personajes, sea disimulada con arte y deje a aquéllos en apariencia una total libertad de movimientos, el crítico avezado a detectar sus «signos» hallará abundantes ejemplos de su actuación entre bastidores. Las referencias del tipo «personaje que se encontrará más adelante», «de esto ya se hablará en su día», «pero de esta tertulia de última hora tendremos que hablar más adelante porque a ella asistían personajes importantes de esta historia» son otras tantas balizas o guijarros de un plan cuidadosamente trazado, que ningún pajarillo vendrá a devorar. Al evocar su infancia Ana Ozores, nos dice, «recordaba todo esto como va escrito», con lo que Clarín, sin atender a la enseñanza de Flaubert, nos refresca involuntariamente la memoria respecto a la materialidad de la escritura. En realidad, como sabemos, toda la novela del siglo XIX parece embrollarse en la contradicción existente entre la ausencia deliberada del autor y sus intrusiones frecuentes e inoportunas. Con todo, los aliñados reproches de Sartre al arte novelesco de Mauriac no podrían aplicarse sino excepcionalmente al de Leopoldo Alas: sus definiciones y calificativos perentorios de los personajes son escasos y aparecen sobre todo en los últimos capítulos del libro, cuando Clarín, aprovechándose contra el consejo de Gide del impulso adquirido, da rienda suelta a su pluma y parece quemar las etapas. De ordinario, el autor de La Regenta concede amplia autonomía a sus héroes, ya penetre en el santuario de sus conciencias, ya

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se limite a retratarlos desde fuera. Mientras el punto de vista exterior se aplica preferentemente a los personajes secundarios, al elaborar los principales, en especial a Ana Ozores y al Magistral, utiliza a menudo el estilo indirecto libre, que le permite seguir sus sentimientos y reflexiones sin necesidad de recurrir de continuo a un monólogo interior entrecomillado. El ritmo narrativo de la obra oscila también entre el relato a vuelapluma de los hechos y su morosa presentación escénica: en tanto que la acción de los quince primeros capítulos se desenvuelve en tres días, la de los restantes abarca un periodo de casi tres años. En virtud de esta distribución temporal de la historia, las escenas predominan en la primera parte aunque algunas de las más notables del libro corresponden a la fase final. El estilo de Clarín se adapta felizmente a sus propósitos narrativos, desde el tempo lento de algunas escenas al ritmo impetuoso de otros pasajes. A veces maneja con gran acierto el cambio de tiempo verbal, pasando del habitual pretérito indefinido al presente, de la categoría benvenistiana de histoire a la de discours, o recurre hábilmente al elipse, como a la llegada del Magistral y Petra a la cabaña del leñador o la visita del primero a la Regenta, el día en que ésta le pide perdón de rodillas y formula el voto de desfilar descalza, como los nazarenos, en la procesión del Viernes Santo. La pluralidad de enfoques de Clarín da asimismo una atractiva agilidad a la trama de la novela: cuando el Magistral, emulando al Diablo Cojuelo, examina a Vetusta con su catalejo, el lector de hoy disfruta de las primicias de una visión cinematográfica que los novelistas norteamericanos sistematizarán más tarde. Maestro en el suspense y manejo de símbolos —ese «bestiario moral» del que habla agudamente Gonzalo Sobejano al referirse a la aparición recurrente del sapo en la vida de Ana—, Clarín actúa también como un experto director teatral: el guante olvidado por el Magistral en el jardín de los Ozores o la liga de Petra en la cabaña del leñador — con la consiguiente confusión cómica de Quintanar y vergüenza de don Fermín— dramatizan la trama e implican al lector en la misma, apelando sutilmente a su fisgadora complicidad. III Vetusta es sin duda el verdadero protagonista de La Regenta: su topografía —calcada a menudo de la de Oviedo, ciudad en la que Clarín profesó la mayor parte de


Juan Goytisolo. Fotografía: Elisa N. Cabot ©

su vida—, clima —esa lluvia interminable que parece aletargar y embotar la sensibilidad e inteligencia de sus habitantes—, distintos componentes sociales —de la aristocracia más encumbrada a los obreros de la fábrica que asoman brevemente desde el extrarradio con ocasión del entierro laico de Santos Barinaga— son descritos minuciosamente a lo largo de la novela con una precisión de miniaturista que buscaríamos en vano en las obras anteriores del género y no volveremos a encontrar después. Si la contemplación con el catalejo del Magistral nos traza de entrada el plano de la ciudad con sus iglesias, conventos, caserones con ínfulas de palacios, barrios linajudos, núcleos comerciantes, zonas antiguas y descaecidas en donde se amontona la «plebe vetustense», el cielo encapotado que oprime el ánimo de Ana Ozores y las efímeras, ilusorias irrupciones solares acompañan la singladura del lector por las aguas quietas o agitadas de la novela, dotando al paisaje urbano de una consistencia física y tiñéndolo, por así decirlo, de una coloración moral. El tono empleado por el narrador omnisciente en la primera página de la obra nos da la clave de sus propósitos fustigadores y absoluto rechazo de la sociedad que describe: «La heroica ciudad dormía la siesta... Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la

digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre de la Santa Basílica». La degradación moral y conformismo reinantes en Vetusta, el repudio cerril a cualquier tentativa de reforma, aversión general a la cultura e inteligencia nos ayudan a comprender así el drama de los personajes que, como la Regenta, anhelan un mundo mejor y más libre y se sienten asfixiados en ella. Si la literatura era «el mayor y más ridículo defecto que en Vetusta podía tener una señorita», ¿qué otra cosa podía hacer Ana Ozores sino jurarse a sí misma no ser jamás una literata, «aquel ente híbrido y abominable de que se hablaba en Vetusta como de los monstruos asquerosos y horribles»? En aquella capital provinciana, nos dice el narrador, «la sabiduría no deslumbraba a casi nadie» y «cuando se decía algo por rutina era imposible que la idea contraria prevaleciese». El retrato de los socios del Casino en donde se reúnen gran parte de los personajes masculinos de la novela nos brinda un elocuente muestrario del entumecimiento mental y vacío en el que vegeta la sociedad vetustense: la ausencia aun momentánea de cualquiera de sus miembros desata al punto la chismografía de los demás, como si obedecieran a una orden de «fuego

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graneado»; «los socios antiguos miraban la biblioteca como si estuviera pintada en la pared»; el Diccionario de la Academia sólo sirve para solventar acaloradas disputas entre los asiduos sobre el significado u ortografía de una palabra; el comerciante en granos que se duerme a diario leyendo el Times, no sabe una jota de inglés. En cuanto a la indigencia del teatro —«Las decoraciones se habían ido deteriorando, y el Ayuntamiento, en donde predominaban los enemigos del arte, no pensaba en reemplazarlas»—, las representaciones anuales del Tenorio y otros dramas o comedias sobados no suscitan el menor interés en la inmensa mayoría del público: «En opinión de la dama vetustense, en general, el arte dramático es un pretexto para pasar tres horas observando los trapos y trapiches de sus vecinas y amigas. No oyen, ni ven ni entienden lo que pasa en el escenario; únicamente cuando los cómicos hacen mucho ruido, bien con armas de fuego o con una de esas anagnórisis en que todos resultan padres e hijos de todos y enamorados de sus parientes más cercanos, con los consiguientes alaridos, sólo entonces vuelve la cabeza la buena dama de Vetusta, para ver si ha ocurrido allá dentro alguna catástrofe de verdad». Después de este enjundioso párrafo. Clarín añade suavemente: «No es mucho más atento ni impresionable el resto del público ilustrado de la culta capital». Misas, novenas, veladas caritativas, reuniones mundanas organizadas por los regidores del orden social y moral pautan cuidadosamente las estaciones del año dentro del estricto respeto a lo ya establecido. Únicamente el dinero, sangre azul y éxito social imponen una reverencia sacrosanta: «trabajo, inteligencia y saber no cuentan». «De Vetusta y sólo de Vetusta —escribe mordazmente Clarín, saludando a su manera la irresistible ascensión de algunos de sus paisanos— salieron aquellos insignes tresillistas que, una vez en las esferas más altas, tendieron el vuelo y llegaron a ocupar puestos eminentes en la administración del Estado, debiéndolo todo a la ciencia de los estuches.» Como ha observado un moderno estudioso de Clarín, su denuncia de la rutina e ignorancia vetustense, esa aversión a los tópicos y frases hechas e incapacidad de soportarlos, emparentan de nuevo a nuestro autor con Flaubert y su Monsieur Homais, el Diccionnaire des idées reçues y la lucha quijotesca de Bouvard y Pécuchet contra la «idiotez universal». A decir verdad, Leopoldo Alas supo captar como nadie en España la mezquindad, estrechez

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mental y ramplonería de sus contemporáneos: la galería de personajes secundarios de La Regenta nos ofrece un repertorio tan convincente como inolvidable de la mediocridad provinciana en la que le tocó vivir y a la que combatió con las débiles armas de la honestidad e ironía. Su manifiesta simpatía por el personaje de Ana Ozores revela una afinidad de un orden enteramente distinto al de la célebre identificación de Flaubert con Emma Bovary. Lúcido y pesimista, Clarín no pretende transformar la sociedad que describe: su acta testimonial contra ésta es también la batalla perdida de un alma incurablemente romántica. El cuadro demoledor de Vetusta aclara la recepción hostil de la novela entre sus paisanos y la saña que persiguió a su autor hasta la muerte y, más allá de ella, con motivo del alzamiento militar de 1936 y el rencoroso desquite del nacional-catolicismo, en la persona de su hijo. Pues La Regenta es ante todo una recusación contundente y a menudo feroz de la sociedad española de la Restauración, ovillada en el calor de su irrisoria suficiencia. Vetusta no es sólo Vetusta: es un compendio de España entera, y los dardos de Clarín apuntan al retorno de un sistema de gobierno corrupto, incompetente y desacreditado, tras el derrumbe de las esperanzas republicanas y el pronunciamiento de los militares. La alternancia del poder entre los dos partidos de Gobierno, canovistas y sagastianos —ensalzada por nuestra historiografía como un modelo de convivencia— es presentada en unos términos que merecen su reproducción in extenso: Como un jugador de ajedrez que juega solo y lo mismo se interesa por los blancos que por los negros, don Álvaro cuidaba de los negocios conservadores lo mismo que de los liberales. Eran panes prestados. Si mandaban los del Marqués, don Álvaro repartía estanquillos, comisiones y licencias de caza, y a menudo algo más suculento, como si fueran gobierno los suyos; pero cuando venían los liberales, el marqués de Vegallana seguía siendo árbitro en las elecciones, gracias a Mesía, y daba estanquillos, empleos y hasta prebendas. Así era el tumo pacifico en Vetusta, a pesar de las apariencias de encarnizada discordia. Los soldados de fila, como se llamaban ellos, se apaleaban allá en las aldeas, y los jefes se entendían, eran uña y carne. Los más listos algo sospechaban, pero no se protestaba, se procuraba sacar tajada doble, aprovechando el secreto.


Ninguna esperanza, por consiguiente, ni expectativa de cambio. Las fuerzas vivas, portadoras de muerte por anquilosamiento, se hallan sólidamente ancladas y la pirámide social opresora parece obra, como piensa el marqués de Vegallana, de la madre naturaleza. El retrato del padre de Ana Ozores —su tentativa de propagar el libre examen, conspiraciones, exilio y regreso derrotado a su patria— nos trae a las mientes el de millares de españoles de generaciones posteriores, víctimas también no sólo de la pertinaz intolerancia hispana sino de sus contradicciones y apriorismos. «A pesar de que Ozores pedía a grito pelado la emancipación de la mujer y aplaudía cada vez que en París una dama le quemaba la cara con vitriolo a su amante, escribe Clarín, en el fondo de su conciencia tenía a la hembra por un ser inferior, como un buen animal doméstico.» Los librepensadores que, como don Pompeyo Guimarán, aparecen en las páginas de La Regenta no reciben un trato mejor y son objeto asimismo de despiadada ironía. Agreguemos que la desconfianza de Alas en las recetas de transformación social le evitó la trampa de los héroes positivos, portavoces de las ideas del autor, e incurrir en unas tesis reductoras que, pese a su buena intención, hubieran dañado inevitablemente la fuerza persuasiva de la novela.

IV Si nos atenemos a la concepción del personaje elaborado conforme a los cánones de la novela decimonónica, me aventuro a sostener que Ana Ozores, la Regenta, y don Fermín de Pas, el Magistral, son las mejores creaciones del género en el ámbito de nuestra literatura. Pese a mi admiración por el arte de Galdós y su vasto catálogo de héroes entrañables y excéntricos, construidos casi siempre en un tamaño ligeramente superior a lo normal, ninguno de ellos alcanza en mi opinión la hondura y vivacidad de los dos protagonistas de La Regenta. Las demás figuras que le rodean —eclesiásticos, nobles, burgueses, socios del casino, sirvientas— aparecen dibujadas con trazo firme y Clarín motiva escrupulosamente, llegado el caso, su discreta funcionalidad argumental. Don Víctor, el marido de Ana, es tratado a la vez con ironía y cariño: su entusiasmo por los dramas de honor o «atracón de honra a la antigua», el amor exclusivamente paternal a su joven esposa y absorbentes aficiones cinegéticas nos permiten comprender desde los primeros capítulos la situación de la Regenta y las tentaciones que la acosan. En cuanto al airoso y elegante don Álvaro, presidente del Casino y conquistador profesional, nos es presentado de ordinario desde fuera, como si el brillo con el que deslumbra a Ana fuese mera apariencia —esa hermosura sin seso que volverá más irrisoria a la postre su trágica infidelidad. Desde su entrada en el microcosmos novelesco, Ana Ozores oscila entre la rebelión contra la monotonía e insulsez de su existencia y la aceptación de su sacrificio a un marido casto y bondadoso: aunque la imagen de don Álvaro la atormenta, profesa un hondo reconocimiento a don Víctor y busca una ayuda espiritual en la Iglesia. Su condición de mujer «sin hijos, sin amor, que había jurado fidelidad eterna a un hombre que prefería un buen macho de perdiz a todas las caricias conyugales» la enternece y subleva. El Magistral se esforzará en encarrilar en su provecho sus impulsos místicos y anhelos de vida más útil y auténtica, en busca de una complicidad ideal que favorecerá el juego de las almas gemelas y su papel de hermano mayor. Los vaivenes de Ana entre una vida conforme a las pautas del Magistral y el ejemplo de santa Teresa, y la rebeldía que engendra su feminidad frustrada, entre don Fermín, su protector y amigo, y don Álvaro, el seductor cuyo cortejo la halaga, ocasionan zigzagueos más y más violentos a medida que avanza la acción de la obra: Ana pasa de la vida

Estatua de La Regenta y la Catedral de San Salvador. Fotografía: Aristonico

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Juan Goytisolo. Aproximaciones a La Regenta

devota con doña Petronila y el grupo de beatas incondicionales del Magistral a las mundanidades a las que la empujan su marido y amigos, de desmayarse en el baile en brazos de don Álvaro a jurar ser la esclava de don Fermín y probarlo ante Vetusta entera. El paulatino enamoramiento del Magistral y su impotencia frente a los bruscos cambios de humor de la Regenta procuran al lector una serie de escenas admirables, inigualadas en nuestras letras: la del encuentro del trío en el Vivero, el choque de miradas entre don Álvaro y el Magistral, la dicha fugitiva de Ana en medio de los dos rivales: la del columpio en el que queda atrapada Obdulia —las vanas tentativas de soltarla de don Álvaro y la intervención vengadora y eficaz del Magistral—, trazada con un arte y riqueza de pormenores que me traen a la memoria la del patín acuático y patética humillación del protagonista en la novela Tierna es la noche de Scott Fitzgerald; la de la conversación de Ana y el Magistral en el salón de doña Petronila después del lance del baile; la del chaparrón en la huerta, cuando don Fermín, arrastrando consigo al bueno de don Víctor, se precipita a buscar a Ana en la cabaña de sus pecados, en donde cree encontrarla en brazos de su rival... Si Ana Ozores, simultáneamente rebelde y sumisa, melancólica y exaltada, es una heroína romántica cuya fuerza interior y afán de evasión desbaratados por la inercia de Vetusta conquistan nuestra simpatía, don Fermín de Pas, el Magistral, ofrece a su vez un cúmulo de contradicciones y variedad de matices que le convierten no obstante sus defectos y rasgos odiosos en un personaje fascinador: su sed de poder, estampa de fingida humildad, arrebatos de cólera, acoso de la carne, acomodo a la avidez y negocios simoníacos de la madre no disminuyen su grandeza ni la estima a contrapelo del lector. Su amor espiritual a la Regenta, transmutado poco a poco por los propios celos y las veleidades de Ana, en una pasión que no osa decir su nombre, choca con la imposibilidad absoluta de sus votos y la milenaria tradición eclesiástica, enfrentándole así a un dilema más dramático que el de su amada, puesto que aun en el caso de que cediera a sus impulsos sabe que ella le rechazaría horrorizada. El día en que, desde la torre de la basílica, sorprende con su catalejo a Ana y su galán paseando juntos por el jardín de Quintanar y, en vez de arrojarse de lo alto de la torre, «como hubiera hecho de estar seguro de volar», se ve obligado a volver a sus sacramentos, don Fermín, «encerrado entre las cuatro

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tablas de su confesionario, escribe Clarín, se comparó con el criminal metido en el cepo». Frente a Ana, convocada a explicarle la verdad de su desmayo en brazos de don Álvaro, el Magistral se siente entre cadenas, un ser ridículo a causa de la odiosa sotana, un pobre diablo preso. Pero es en el momento de descubrir la cruda verdad del adulterio de labios de Petra, cuando Clarín, sin saberlo, reescribe las estremecedoras páginas de Blanco White en su autobiografía: la situación del hombre atrapado, a causa del chantaje materno, en una trampa sin salida, sacrificado al yugo de unas creencias en las que ha dejado de tener fe: El Magistral estaba pensando que el cristal helado que oprimía su frente parecía un cuchillo que le iba cercenando los sesos; y pensaba además que su madre al meterle por la cabeza una sotana le había hecho tan desgraciado, tan miserable, que él era en el mundo lo único digno de lástima [...] él, atado por los pies con un trapo ignominioso, como un presidiario, como una cabra, como un rocín libre en los prados, él, misérrimo cura, ludibrio de hombre disfrazado de anafrodita, él tenía que callar, morderse la lengua, las manos, el alma, todo lo suyo, nada del otro, nada del infame, del cobarde que le escupía en la cara porque él tenía las manos atadas... ¿Quién le tenía sujeto? El mundo entero... Veinte siglos de religión, millones de espíritus ciegos, perezosos, que no veían el absurdo porque no les dolía a ellos, que llamaban grandeza, abnegación, virtud a lo que era suplicio injusto, bárbaro, necio, y sobre todo cruel... cruel. Cientos de papas, docenas de concilios, miles de pueblos, millones de piedras de catedrales, cruces y conventos... toda la historia, toda la civilización, un mundo de plomo, yacían sobre él, sobre sus brazos, sobre sus piernas, eran sus grilletes...

Imposible leer estos párrafos sin compartir, como en el texto de Blanco White, los sufrimientos ya no reales sino imaginados de un personaje que Clarín forjó con inmensa piedad y maestría artística, encarnación y símbolo de esa Vetusta opresora que, como la Castilla de que hablaba el converso Hernán Pérez de Guzmán cuatro siglos y medio antes, formaba a sus gentes y las destruía. Artículo publicado en el núm. 100 de Quimera, de diciembre de 1990.


Una poesía ensimismada Entrevista a Pere Gimferrer Por Sergio Vila-San Juan

Pere Gimferrer (fotograma de su entrevista en RTVE Catalunya, 05/06/1992).

Hubo hace años un Pedro Gimferrer que con Arde el mar y La muerte en Beverly-Hills introdujo un cambio de rumbo en la poesía escrita en castellano cuyos efectos aún no han desaparecido por completo. Eso era en los felices 60. Después, Gimferrer decidió cambiar la lengua de trabajo. Y hoy tenemos a un Pere Gimferrer cuya figura, y no sólo la física, se alza distanciadamente sobre un panorama cultural del que buena parte parece cada vez más consagrado al folklore y al «qué buenos somos todos» —es decir, a la autocomplacencia. ¿Qué ha cambiado entre el Pedro de 1963 y el Pere de 1981? Tal vez Gimferrer podría decir con Handke: «The story of my life…, y todo lo demás». La cuestión es que Gimferrer acaba de publicar simultáneamente dos libros que, si el adjetivo no resultara tan putrefacto, podríamos calificar de cruciales. De un lado Mirall, espai, aparicions (Ed. 62) recoge la totalidad de sus poemarios catalanes, incluidos los ya agotados y los inéditos, con un extenso prólogo inicial a cargo del profesor Arthur Terry. De otro lado, Dietari (1979- 1980), altamente insólito libro, incluye una selección de los artículos publicados por Gimferrer en el diario barcelonés El Correo Catalán, con frecuencia prácticamente diaria y cuyo precedente más próximo en el tiempo es, quizás, el Glosari de don Eugenio d’Ors, Xenius. Pero como Gimferrer no es un novecentista, su Dietari resulta una de las más estimulantes experiencias que ha podido arrojar en estos turbios años la post-vanguardia y una suerte de cotidiana reflexión sobre la fugacidad del tiempo y la paralela permanencia de las imágenes queridas, salpicadas de referencias a la cultura clásica y al cine.

al problema de escribir una poesía auténticamente contemporánea en catalán». A partir de esta frase pueden plantearse dos cuestiones: una, cuál es la genealogía y el sentido último de esa poesía «auténticamente contemporánea». Dos, en qué medida y con qué intensidad tiene una presencia en la literatura catalana. Yo diría que «poesía contemporánea» es la que empieza con Baudelaire y se configura en Rimbaud y Mallarmé, aunque podría retrotraerse al romanticismo y a Hölderlin. Hablando en términos históricos, llega un momento en que la poesía deja de responder a una demanda social explícita. No hay patricios que encarguen cosas a los poetas, salvo, tal vez, casos como el de la URSS. Y deja de haber, incluso, una demanda social implícita. Se espera que escribas novelas, o que no escribas nada, pero no que escribas poesía. El resultado de plantearse el cambio del papel social de la poesía y del poeta es la poesía contemporánea.

En el prólogo de Mirall, espai, aparicions, Terry afirma que «en Gimferrer hay que subrayar la energía y la inteligencia que ha dedicado

¿Cómo definirías esa esencia poética? La mayor parte de mis libros se dedican a preguntárselo. Yo creo que la poesía es finalmente una forma de

Otro factor caracterizado podría ser el «ensimismamiento», el hecho de que la poesía deje de referirse a la realidad sensible para lanzarse a especular sobre sí misma. En cierta manera esto es cierto, hay un «ensimismamiento». Pero sucede que gran parte de los temas que antes atañían a la poesía ahora se han apartado de ella, competen a la sociología, a la psicología o al periodismo. Pero si a la Divina comedia le despojas de todo ese ropaje que no es esencial, la esencia poética sigue siendo la misma.

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Entrevista a Pere Gimferrer

conocimiento, sólo accesible a través de su expresión mediante el poema. Esa es una visión muy heideggeriana. ¿Lees habitualmente filosofía? No es lo que más leo. Conozco bastante bien, en efecto, a Heidegger, a Hegel, a Spinoza... Pero realmente no leo demasiada filosofía. ¿No crees que, en cierta forma, el hecho de que poetas y novelistas se mantengan cada vez más apartados de la filosofía es una de las causas del actual naufragio de la «alta cultura» y una condición de imposibilidad para que pueda reproducirse un momento literario-artístico como el alemán o el austro-húngaro de principios de siglo? Yo creo que hay un problema aún más grave: no sólo se conocen mal las otras disciplinas; es que ni siquiera se conoce bien la propia. Y esto ocurre por una quiebra general del saber humanístico. Andrés Bello, nacido en Caracas, dominaba a la perfección su Virgilio y sus clásicos. Giacomo Casanova, nacido en una Venecia decadente, te sabe hacer versos en latín. De eso a la cultura que actualmente adquirimos todos aquí hay un abismo grande, que si es general en todo el mundo, aún es más acuciante en el área hispánica. Yo no sé hasta qué punto en Francia o en Gran Bretaña están mucho mejor, en un sentido cultural profundo... Es una situación diferente, y tiene que ver con el anómalo desarrollo socio-político de nuestra área. Y la prueba está en dos constataciones. En la Historia española ha habido un par de momentos en que parecía que el problema cultural llevaba visos de solucionarse: el 98, más Maragall, en Cataluña, y la República. En México, en Argentina, también se han producido oasis de esplendor cultural. Pero como finalmente no hay un colchón que suavice para la cultura las crispaciones socio-políticas, la degradación acaba imponiéndose. Pasemos al segundo punto de la cuestión planteada por Terry: el posible arraigo de la poesía contemporánea en Cataluña. Yo creo que, afortunadamente, sí se ha producido. Foix, Riba y Brossa inciden plenamente en ella. Y, un poco al margen, el siglo ha dado otro enorme poeta que es Carner.

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Una de las «hojas» de tu Dietari se titulaba, precisamente, «De la necessitat dels mandarins» (De la necesidad de los mandarines). ¿Sigues creyendo que hacen falta? Yo me refería concretamente al terreno de la literatura catalana que tiene varios escritores de primerísima línea: pongamos, te cito al azar, Foix y Ferrater. Ahora bien: como esa literatura sale de donde ha salido, sería muy de lamentar que por una serie de suplencias cívicas no llegara a diferenciarse bien lo que es de valor literario y lo que no. Ahora está muy claro, y sigo con el mismo ejemplo, que Foix está en primera línea, pero hace quince años no lo estaba tanto. Y la necesidad de los mandarines radica en hacer imposible que se le asimile con quien parece ocupar su mismo lugar, pero no es Foix sino un simple escritor de consumo. Este tipo de confusiones a mí me parecen muy alarmantes. Y me preocupa que también en la literatura castellana se están produciendo últimamente, cuando veo que dos de los libros más interesantes aparecidos en los últimos tiempos apenas han tenido repercusión pública. ¿Qué libros son esos? El pie de la letra, de Jaime Gil de Biedma, y Tres lecciones de tinieblas, de José Ángel Valente. Resulta curioso que cites a Gil de Biedma, aunque sea en su faceta de ensayista, por cuanto su obra puede parecer la antítesis de la tuya. Él es un poeta extremadamente existencial y tú eres un poeta extremadamente intelectual. Es cierto que yo, como poeta, no suelo incurrir en la vía existencial, pero al margen de eso Gil de Biedma me parece un poeta excelente, un hombre muy cultivado y un magnifico crítico. Si nos centramos en tu obra, Gimferrer, hay un aspecto que a mí me choca mucho: el hecho de que la poesía sea, en ocasiones, mucho más discursiva y mucho más retórica que la prosa. Eso ocurre concretamente en uno de mis libros (Els miralls), que participa en cierta manera de la poesía y del ensayo. Pero no creo que sea generalizable a toda mi obra poética. Por otra parte hay toda una peculiar imaginería que debes, me imagino, a tu participación activa en el boom de la cultura de


la imagen durante los años 60: cine, cómic, etc., y que tamiza una serie de vivencias muy eliotianas… De hecho, el primer artículo que Terenci Moix y yo publicamos era un estudio sobre cómics, un tema que luego ha dejado de preocuparme. El cine sí ha sido muy importante en mi formación. Lo que ocurre es que a partir del 72 sucede una especie de fenómeno inverso: no dejo el cine, pero empiezo intensivamente a leer clásicos. Lo dijo Unamuno: hasta los treinta años sólo hay que leer novedades. A partir de los treinta, sólo clásicos. ¿Lo dice Unamuno? Yo a Unamuno lo leí mucho una época de mi vida. En tu caso, el proceso de poetización, ¿qué etapas sigue? Generalmente parto de una imagen, que genera su propio desarrollo y al cabo de unos versos se replantea su propio devenir. Ahora, L’espai desert, por ejemplo, está concebido como si fuera una novela, capítulo a capítulo. Pregunta obligada: ¿por qué has querido publicar tu poesía completa? No ha sido deliberado. De mi producción había varios libros agotados, otros estaban inéditos, y surgió la posibilidad de agruparlos. No hay más. Tu otro libro de reciente aparición es el Dietari, recopilación de artículos muy sui generis aparecidos en un diario. ¿Cómo surgió la idea de escribirlos? A Lorenzo Gomis, director de El Correo Catalán, se le ocurrió que yo podría escribir allí diariamente. Me lo propuso y al principio me asusté, pero después me dije: ¿por qué no?, me puse a hacerlo y salió esto, que no son propiamente artículos ni es propiamente dietario. El mérito de Gomis para conmigo es doble: proponerlo y atreverse después a publicar algo tan raro como lo que yo le iba entregando. ¿Qué pasaba en tu ánimo al redactarlos? Fundamentalmente la lectura de moralistas, de memorialistas, de historiadores y de novelistas. Y mi vocación narrativa larvada.

A mí me parece advertir en las «hojas» de tu Dietari una cierta afección por la elipsis muy en la línea de Walter Benjamin. Es posible. Yo a Benjamin lo he leído, pero normalmente, no especialmente. Y otra cosa que se advierte discurriendo sigilosamente entre los párrafos es que tu Dietari tiene, finalmente, un objetivo ético, la proposición de un modelo de vida. ¿Un modelo de vida? ¿Tú crees que lo planteo? Sí, y al menos en su aspecto más superficial, de forma muy visible: la de un hombre, que vive hacia dentro en vez de hacia afuera. En este sentido tus artículos diarios sugieren un anti-Umbral, un anti-«Spleen de Madrid». Bueno, yo he estado hace unos días hablando con Mario Vargas Llosa de su última novela, para poner un ejemplo. Esto podrá convertirse en una hoja de Dietari tal vez dentro de diez años, pero no ahora. También la memoria necesita un plazo. Umbral es amigo mío; cultiva otro género, no «anti», pero sí distinto. Hay que decir, además, otra cosa: yo quería y debía escribir en catalán acerca de cualquier tema, no verme hipotecado a un repertorio de temas específicamente catalanes. Me interesó también descubrir que el escribir en catalán ordinariamente en prosa, si uno se lo toma como una obra de arte, acaba generando su propia dinámica cuando lo pones en contacto con temas tan diversos como Charles Dickens, Gardel, Vincente Minnelli o la Terraza Martini. En el Dietari queda bastante patente por tu parte un voluntario y consciente rechazo hacia la vida literaria entendida como vida social, y casi me atrevería a decir a la vida social en general. Desde luego, mi vida social está reducida al mínimo y prácticamente eliminada, a excepción de aquella vida social que comporta vínculos de amistad o relaciones profesionales. ¿Con quién te sueles ver más a menudo? En Barcelona me veo con los Castellet, con los Tàpies... Con ésos bastante a menudo. Luego están los amigos que no viven aquí pero que de vez en cuando vienen de visita y los veo, como Juan Ferraté y Octavio Paz.

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Entrevista a Pere Gimferrer

A quien has consagrado un ensayo... Sí. Octavio Paz es uno de los poetas que más han influido sobre mí, junto con, en registros diferentes, Vicente Aleixandre y J. V. Foix. ¿Y entre los extranjeros? Otras influencias son Wallace Stevens, Saint-John Perse, Ungaretti... Pero hay que decir que desde hace bastantes años leo muy poca poesía. Mi poeta preferido es Dante. ¿Y diarios? ¿Lees habitualmente diarios? Los leo todos. Y lo leo todo menos las secciones deportivas, exceptuando cuando hablan de Schuster o Helenio Herrera. ¡Ah!, y además casi siempre leo una parte de los anuncios por palabras, sobre todo el capítulo de pérdidas. Pues me parece que sólo queda preguntarte por tus preferencias en el terreno de los clásicos... Pues mira, estoy con Saint-Simon. Y esta vez espero llegar al final de las 8.500 páginas de que consta, porque nunca he conseguido acabarlo entero. ...Y en el del cine. Mis dos directores más admirados son Mizoguchi y Fritz Lang. Estoy por el cine americano clásico, desde el comienzo hasta los 60 me gusta prácticamente todo. Hay un bajón bastante considerable a mediados de los 60 y ahora, por lo que he visto últimamente, parece que empieza a recuperarse. Están Malick, Scorsese, Schrader... Y Woody Allen no me interesa nada. ¿Los alemanes? Me quedo con Fassbinder, aunque también me interesan Wenders y Syberberg. El cine francés fue muy bueno, con Godard, Chabrol, Rivette, Rohmer y espero que vuelva a serlo. Hubo una época, cuando era más joven, en que me tragaba prácticamente todo el cine que se hacía en la ciudad. Iba a los estrenos, a los reestrenos y a las salas más apartadas a repescar las películas más interesantes. Desde hace un tiempo me conformo con el de la TV y voy a la Filmoteca cuando buenamente puedo. Ahora que has interrumpido tu Dietari y puesto en la calle tus poesías completas, ¿qué piensas empezar?

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Tengo a punto de salir a la calle una traducción al castellano de obras de Llull, una edición para bibliófilo de Aparicions con aguafuertes de Tàpies y un ensayo sobre los borradores de las obras de Miró. Después, y por una temporada, quiero dedicarme exclusivamente a leer y traducir. De hecho estoy preparando una versión catalana de La cartuja de Parma para la colección de clásicos universales de La Caixa y ya tengo apalabradas la traducción de La educación sentimental para la misma colección y, después, unas selecciones de Rabelais, Montaigne y Saint-Simon. He escrito mucho, en prosa y en verso, en los últimos años. Ahora quiero que se recargue la batería.

Durante la entrevista. Gimferrer ha estado jugueteando sin cesar con una fotografía que estaba sobre la mesa, en la que aparecen Peter O’Toole y Gloria Swanson notablemente avejentados pero con la impertérrita sonrisa de los mejores tiempos. «Es una foto magnifica», manifiesta entusiasmado Gimferrer, «merece un poema». Al despedirnos, le comento una foto de la tapa interior de Dietari en la que el poeta y su mujer remedan una pose de Orson Welles y Rita Hayworth en La dama de Shangai. Alborozado, Gimferrer me relata la anécdota que la originó.

En 1965, Terenci Moix y yo escribimos a medias nuestro primer libro para una editorial de Madrid, una historia del cine. La editorial pagó por adelantado y les entregamos el original. Pero resultó que uno de los empleados desapareció un día inopinadamente, llevándose al extranjero varias pertenencias de la editorial entre las que figuraba nuestro manuscrito, del que no habíamos hecho ninguna copia. Quince años más tarde un buen amigo mío entró a trabajar en aquella editorial, y se encontró con que en ella se conservaban las fotos que habíamos mandado Moix y yo para que ilustraran el libro. Una de ellas, la de La dama de Shangai, coincidía bastante exactamente con la que me había hecho junto a mi mujer con fines privados, entre románticos e irónicos, y por eso me ha parecido divertido sacarlas juntas en la tapa interior del Dietari. En cuanto a nuestra Historia del cine, hay quien sostiene que el tipo aquel que desapareció con ellas debe haberlas publicado en algún país de Latinoamérica bajo su propio nombre. Es una hipótesis que me divierte. Entrevista publicada en el núm. 7 de Quimera, de mayo de 1981.


Los intelectuales: razón, pasión y traición

Fernando Savater

Fernando Savater en el Parlamento Europeo (2013). Fotografía: Claude Truong-Ngoc

A partir de dos textos de María Zambrano, Fernando Savater, siempre dispuesto a poner el dedo en la llaga, vuelve a plantear la vieja cuestión de la responsabilidad y/o traición de los intelectuales en un mundo cambiado.

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A la hora de elegir un tema de estudio en la obra de María Zambrano, escogeré uno de aquellos más vinculados a lo que pudiéramos llamar razón práctica, núcleo a la vez de mis intereses y mejor posibilidad de mi frágil competencia. Ya otras veces he señalado que, sin desdeñar en absoluto el lado más pródigo en vuelo poético de su reflexión, prefiero sus momentos decididamente ligados a la caracterización de entidades o actitudes que implican valoración cultural, juicio histórico, concreción verificable de trazo. Me admira aún más que su sensibilidad lírica lo atinadamente justo del perfil mediante el que deslinda o contrasta. Optaré, pues, por centrar estas consideraciones a pie de página en torno a una cuestión de actualidad, aunque tal actualidad cubra ya casi el siglo entero que vivimos. Y sin embargo no deja de ser por ello rabiosa actualidad. Mucho dice respecto a nuestro país, en opinión de Ortega, el que las esperanzas deban ser abrigadas; tampoco me parece insignificante el que toda actualidad suele proclamarse rabiosa. Pues bien, durante lo que llevamos del siglo XX y desde luego no sólo en España, la cuestión de lo que los intelectuales sean y de lo que deban hacer o efectivamente hagan ha padecido la santificada rabia de lo actual. Me propongo, con su amable complicidad, volver ahora de nuevo sobre el tema, a partir de dos textos de María Zambrano que cuento entre sus mejores: Actualidad de Séneca y La Confesión: género literario. Contrastaré las opiniones allí expresadas con las de otros tres autores que también han tratado este asunto: Julien Benda, Leo Strauss y Alexandre Kojève. Sin duda el más célebre de los manifiestos acerca de la responsabilidad de los intelectuales que se haya escrito este siglo sigue siendo La trahision des clercs de Julien Benda, aparecido en 1927 y ampliado con un significativo prefacio en su edición de 1946. Es lástima que este importante documento de una mentalidad moral y de una época, escrito en prosa austera y soberbia, sólo sea recordado por las implicaciones acusatorias de su título hechicero. Los clercs de Benda no son desde luego los clérigos en el sentido habitual de la palabra ni tampoco los intelectuales según la expresión moderna, sino los hombres de estudio y elevación espiritual de todas

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Fernando Savater (Porto Alegre, 2015). Fotografía: Luiz Munhoz

las épocas, cuya misión es mantener vivo el servicio a una transcendencia que rebasa el común ajetreo de los intereses circunstanciales en cada situación histórica. Lo único que suele recordarse de esta obra es su denuncia de quienes en la reciente modernidad han puesto sus dotes intelectuales y su capacidad expresiva a favor de movimientos partidistas como los nacionalismos, los racismos, el fascismo o el comunismo, que han desembocado en dos guerras mundiales acompañadas de persecuciones exterminadoras. En una palabra, de los clercs que se han prostituido a poderes agresivamente terrenales. No es difícil para una mentalidad liberal compartir esta repulsa, sobre todo si se ignora el detalle de la argumentación que la sustenta.

Para él, lo característico de estos valores a cuyo servicio deben dedicarse los clercs es su carácter eterno, estático y plenamente desinteresado.


Sólo si el propio filósofo fuese a la vez rey, es decir, si el eterno poder de la razón cristalizase en razón del poder, se daría sin mácula el auténtico magisterio político del pensador.

Pero lo que sin duda choca más de Benda, cuando se lee su libro entero y no simples resúmenes, es su concepción misma de los valores que han de ser defendidos. Para él, lo característico de estos valores a cuyo servicio deben dedicarse los clercs es su carácter eterno, estático y plenamente desinteresado. La tríada suprema formada por la justicia, la verdad y la razón son entidades abstractas, que nada tienen que ver con el servicio práctico a los intereses humanos en liza mundanal. Son ingredientes perdurables y universales de la humanidad que no están al servicio de nada ni de nadie, ni siquiera de la vida misma, que es siempre particular y perecedera. Son atributos del espíritu, que es sempiterno, no de la vitalidad empírica. Lo sublime en ellos no es su utilidad superior sino precisamente la superioridad que proviene de estar al margen de cualquier utilidad. Los verdaderos clercs de todas las épocas, cuyo paradigma para Benda es Sócrates, han sabido ser heraldos y llegado el caso mártires de una justicia, una verdad y una razón (Benda excluye explícitamente a la belleza de este olimpo axiológico) que no se comprometen en los negocios peculiares de la cotidianidad contingente. Tal es su misión, su tarea específica, distinta a la del resto de los hombres que deben afrontar los problemas acuciantes del momento. No son los propugnadores de una

vida mejor sino de algo mejor que la vida o por lo menos distinto, más elevado y permanente. Por decirlo con sus propias palabras: «La civilización no nos parece posible más que si la humanidad observa una división de funciones; más que si, al lado de los que ejercen las pasiones laicas y exaltan las virtudes propias para servirlas, existe una clase de hombres que rebaja esas pasiones y glorifica bienes que superan lo temporal. Lo que encontramos grave es que esta clase de hombres no cumpla ya su oficio y que aquéllos cuya misión consistía en disolver el orgullo humano preconizan los mismos movimientos del alma que los conductores de ejércitos». Los valores clericales, según Benda, representan su propio ideal de paz; pero no una paz establecida en la Jerusalén terrenal sino la paz sin tiempo ni lugar en la que el espíritu del hombre siempre puede recogerse, en medio de la tormenta y el desvarío, con sosegado anhelo de excelencia que nada puede colmar ni desmentir. Pero ¿cuál es el daño que pueden causar los clercs al mundanizar y encarnar sus valores propios en causas partidistas? Lo peor de esta traición es que pueden dotar a los movimientos pasionales que enfrentan a los hombres, por su propia naturaleza transitorios y contradictorios, de prestigios que los estabilizan peligrosamente: «Las pasiones políticas han adquirido hoy ese atributo tan raro en el orden del sentimiento: la continuidad... nuestro siglo habrá sido propiamente el siglo de la organización intelectual de los odios políticos». Servidores apóstatas de lo eterno, los clercs aportan a las pasiones humanas —para limitar cuyos desafueros no existe otro lenitivo que su propia fugacidad e inconsistencia— una insana fijeza y

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Fernando Savater. Los intelectuales: razón, pasión y traición

...alguien que se tiende como puente entre la abstracción imprescindible que nos enaltece y el litigio irremediable en que nos debatimos. una coherencia postiza que multiplica lo terrible de sus efectos. Los males del Tiempo se aromatizan espantosamente de Eternidad... Es difícil que nuestra actualidad decididamente laica y utilitaria comparta estos presupuestos de Julien Benda. Si desestimamos la función partidista de los intelectuales no es porque los queramos del todo separados del mundo, sino más bien comprometidos con causas de integración y armonía. También los reclamamos críticos, desde valores más nobles —es decir, más propicios a la reforma social generosa— que los del totalitarismo o los intereses excluyentes de grupo. La paradoja de la argumentación de Benda es que convierte en nefasto orgullo humano incluso las más legítimas aspiraciones de mejoría en la organización comunitaria. En este sentido, el clerc es auténtico clérigo en cuanto a su misión estricta: su reino ni puede ni debe ser de este mundo. Como ciudadano, Julien Benda se decantó sin duda por causas liberales y progresistas, pero hasta en ese punto argumenta no en nombre de los mejores resultados sino desde la insobornable altivez de la dignidad que no resulta: «El único sistema político que puede adoptar el clerc permaneciendo fiel a sí mismo es la democracia porque ésta, con sus valores soberanos de libertad individual, de justicia y de verdad, no es práctica». Un debate muy semejante al planteado por La trahison des clercs se da entre Leo Strauss y Alexandre Kojève con motivo del comentario a un texto de reflexión política de la antigüedad clásica; el Hierón o de la Tiranía de Jenofonte. Este diálogo es algo así como un borrador lejano de El Príncipe maquiavélico; el filósofo Simonides aconseja al tirano Hierón sobre la mejor manera de —con suave firmeza y sin ostentación cruel— manejar el poder absoluto a resguardo de sobresaltos subversi-

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vos. En torno a esta pieza de protofilosofía política, en sí misma sugestiva, Strauss y Kojève entablan su discusión. Para abreviar, digamos que Leo Strauss comparte en buena medida el punto de vista de Julien Benda. El insigne maestro del derecho natural afirma que «la pasión dominante del filósofo es el deseo de la verdad, es decir del conocimiento del orden eterno o de la causa o de las causas eternas del conjunto». Por tanto, opone frontalmente su función a cualquier menester de consejero del poderoso, salvo que éste pudiera ser ejercido desde el absoluto desinterés que ningún gobernante estaría dispuesto a asumir. Sólo si el propio filósofo fuese a la vez rey, es decir, si el eterno poder de la razón cristalizase en razón del poder, se daría sin mácula el auténtico magisterio político del pensador. A esta concepción platónica opone Kojève su propia visión hegeliana. En realidad, el filósofo y el tirano no discrepan en lo fundamental: ambos quieren efectuar lo absoluto en la realidad. Son complementarios, pues el tirano sirve para poner en práctica las doctrinas que el espíritu ha concebido, lo que da nueva ocasión al pensador de prolongar negativamente la evolución dialéctica de la idea hasta que de hecho el reconocimiento universal de lo humano por lo humano se haga efectivo y la contemplación intelectual de la Jerusalén celestial coincida punto por punto con el pensamiento que da cuenta de la Jerusalén terrena. Para Kojève, los vicios subjetivos del filósofo no son obstáculos sino ingrediente de su tarea: por ejemplo, la vanidad, pues es lógico que quien no tiene más autoridad que su prestigio sea más celoso de éste que el propio tirano, que cuenta con otros medios coactivos. Al servir y aconsejar al príncipe incluso en lo que históricamente puedan parecer atropellos históricos, el pensador va colaborando al despliegue del Espíritu en el que cuanto es real ha de reconciliarse: «Si los filósofos no diesen en absoluto consejos políticos a los hombres de Estado, en el sentido de que fuese imposible (directa o indirectamente) una enseñanza política cualquiera, no habría progreso histórico ni por tanto Historia en el sentido propio de la palabra. Pero si los hombres de Estado no realizasen un día por la acción política cotidiana los consejos de base filosófica, tampoco habría progreso filosófico (hacia la Sabiduría o la Verdad) y por tanto tampoco Filosofía en el sentido preciso del término. [...] Puede decirse, por consecuencia, que si la aparición del tirano reformador


Fernando Savater (São Paulo, 2015). Fotografía: Greg Salibian

es inconcebible sin la existencia previa del filósofo, el advenimiento del Sabio debe necesariamente ser precedido por la acción política revolucionaria del tirano (que realizará el estado universal y homogéneo)». El filósofo hará bien en traicionar a su modo la pureza de lo eterno, su realización. Y las polémicas tesis de Francis Fukuyama revelan inequívocamente en este texto de Kojève su origen inmediato, pues allí donde la historia finalmente cumpla su objetivo absoluto será también cuando acabe. Clercs de Julien Benda, filósofos consejeros de príncipes de Leo Strauss o Alexandre Kojève: figuras demasiado tajantemente idealizadas en su trascendencia desinteresada o en su aplicado maquiavelismo. Semblanzas poco realistas, en suma, por sugestivas que nos resulten. En cambio, la caracterización del intelectual brindada por María Zambrano con el pretexto de Séneca contrasta con las anteriores por su inteligente realismo. El pensador cordobés es ante todo, según ella, un mediador. Y esta función mediadora que le define, mediación «entre la vida y el pensamiento, entre ese alto logos establecido por la filosofía griega como principio de todas las cosas y la vida humilde y menesterosa»,

es precisamente la característica específica de lo que modernamente llamamos intelectual. No es un sabio contemplativo, que aspira simplemente a conocer, sino alguien que se tiende como puente entre la abstracción imprescindible que nos enaltece y el litigio irremediable en que nos debatimos. ¿Implica ello un desdoro o traición a la verdad en nombre de exigencias prácticas, como parece suponer Julien Benda? Ciertamente no del todo, por la propia concepción de la verdad señalada por Zambrano en La confesión: «La verdad, toda verdad, es siempre trascendente con referencia a la vida, o si se la mira en función de la vida, toda la verdad es la trascendencia de la vida, su abrirse paso». La verdad trasciende a la vida pero no en el sentido de desapegarse o desentenderse de ella sino en el de posibilitar un trascenderse de la vida respecto a sí misma, un abrirse paso hacia formas más comprensivas y armónicas. Tal mediación, que asemeja sin duda al intelectual no tanto al sabio atrincherado en su quietud como quizá al párroco o al médico, no brota necesariamente de un servicio de despliegue del Espíritu absoluto —como quisieran Hegel y en su traza Kojève— sino más bien de la desazón de la subjetividad acosada por el tiempo.

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Fernando Savater. Los intelectuales: razón, pasión y traición

Dice María Zambrano que el intelectual es «un sabio a la defensiva», marcado por las desdichas del momento que son las que le urgen. Este mediador no es desleal del todo a la contemplación primera pero tampoco completamente leal (de aquí que el calificativo exagerado de traidor no le sea sin embargo absolutamente inaplicable)». «De la primera esperanza en la razón, en el orden del mundo, no ha quedado más que una lealtad y una última noción de que la vida no puede indefinidamente sostenerse en la confusión, en que una cierta ley hace falta para sostener la misma iniquidad; una cierta justicia para que la misma injusticia pueda seguir su marcha». Es un traidor quizá, pero con buena causa... aunque desde luego no siempre ni casi siempre con el mejor acierto. Para María Zambrano, Séneca representa un modelo para los intelectuales políticos de la posteridad pero también un aviso. La proximidad al poder no es nunca inocua ni la renuncia a la quietud contemplativa queda perfectamente impune. Más que un traidor, habría que decir que el intelectual resulta un personaje trágico, porque su función mediadora le obliga a demediar la verdad misma, a quedarse sólo con parte de ella. Es la suya una máscara trágica, de «la tragedia del intelectual político de hoy que quiere, en el mejor de los casos, someter la historia presente a la media razón, que quiere garantizar a la razón su media vida entre el poder y el estruendo del mundo, por falta de fe en la razón entera. Porque la razón entera, como la entera Fernando Savater (2001). Fotografía: Elisa N. Cabot ©

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verdad, ya no son de este mundo». Pero esta falta de fe y esta desesperanza en la trascendencia no provienen de la debilidad o la dimisión, sino de un tomarse en serio la desdicha desencantada en que la vida transcurre. El sabio puro no se consiente ninguna piedad por la desdicha, bien sea porque permanece dogmáticamente fijo en la reiteración de lo eterno o bien porque considere que toda particular desventura no es más que un momento del necesario avance de lo Absoluto, que nada padece. El hombre de la calle, por su parte, ante la desdicha sólo es capaz de la queja y el furor. El mediador, el intelectual, descree del consuelo de lo eterno pero renuncia a la repetición ciega de la queja y del furor. Ya no se queja y su desesperación no renuncia a reclamar el auxilio de la verdad y la razón. Tal es su esfuerzo y su frágil grandeza, porque «merced a la desesperación que se atreve a pedir razones, hay esta revelación de lo que el hombre siente cuando nada tiene, cuando sale de sí: horror del nacimiento, vergüenza de haber nacido; espanto de morir; extrañeza de la injusticia entre los hombres. Y así tiene que ofrecer remedio a estos males o esperanza de remedio; tiene que hacernos aceptar el nacimiento, no temer la muerte y reconocernos en los demás hombres como iguales. Sin estas tres conversiones la vida humana es una pesadilla. Job así lo sintió y salió de ella por su grito, por su queja que, al fin, fue escuchada» (La confesión). Artículo publicado en el núm. 100 de Quimera, de diciembre de 1990.


Palais de Justice

José Ángel Valente

José Ángel Valente. Fotografía: Elisa N. Cabot ©

Se iba desasiendo. Se iba deshaciendo, igual que el humo se deshace. También su pensamiento a duras penas alcanzaba a pensar unas pocas proposiciones, escasamente tres precarias ideas hilvanadas y luego todo se precipitaba en una suerte de caos vertical. Antes, cuando esto no le sucedía, imaginaba con horror que acaso

un día pudiera sucederle. Pero ahora no sentía horror. Era como un irse o un desmemoriarse de todo, de todos y de sí. Había llegado la hora, se dijo, del grande y singular naufragio. Quizá todo había empezado mucho tiempo atrás y sólo ahora lo advertía, cuando ya no advertía casi nada con verdadera acuidad. Sabía, sin

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José Ángel Valente. Palais de Justice

embargo, que aquello estaba sucediendo, que algunas partes de su memoria o de su cuerpo, algunas partes de su ser se quedaban dormidas. Para siempre, pensó. Y nada en este pensamiento le aterraba. Escribía de vez en cuando algunas frases inconexas o recogía en realidad meras cenizas de sí mismo que guardaba cuidadoso en sobres amarillos, sí, amarillos de tiempo, del color amarillo de lo que ya nadie pretende ni siquiera recordar. Homenaje postrero a lo poco que de sí incluso él mismo llegaba a reconstruir. ¿Por qué no despedirse sin melancolía de todos sus pasados improbables, de todos sus futuros incumplidos, experto como era en los rigores del adiós? Abrió ahora la puerta ante la insistencia de la llamada. Al principio lo irritó oír el timbre a intervalos muy breves, seco y conminatorio. Luego recordó que él mismo había avisado para que viniesen con alguna urgencia. No sabía por qué. Le costó trabajo levantarse, pero nadie más que él podía llegar hasta la puerta para abrir. Estaba solo, siempre solo, en aquel lugar donde tantas cosas habían habitado hacía tiempo. Tampoco su estado parecía requerir, habían dicho, la presencia continua y vigilante de alguno. Habría sido esa presencia inútil y, para él, un elemento perturbador. Además, se sabía que lo suyo sucedería repentinamente, tan repentinamente que, aunque alguien le acompañase, bien podría ese alguien estar por azar en la ventana o en el cuarto de baño, por ejemplo, y no advertir nada con tiempo suficiente, es decir, algo que fuese posible remediar. Así pues, abrió y entraron con el equipo los materiales necesarios, que él ya conocía. Instalaron las pantallas donde una vez más iban a proyectar sus venas, sus arterias, sus pequeños latidos tenues como pájaros a punto de extinción. Siempre sucedía así, siempre le daban instrucciones severas, lo reconvenían por el incumplimiento de las anteriores, que solían ser por lo general las mismas, se lo anotaban todo en un papel con una caligrafía grande de letras no ligadas para evitar errores de lectura y se iban anunciando el día y hora en los que habían de volver. En algún momento, pensaba, todos se irían sin cita venidera, se embarcarían en una nube, con la puerta y el timbre y los materiales, las venas, las arterias, los pájaros, y desaparecerían por el aire como quien emprende un largo viaje de placer. Nunca había esperado particularmente esa hora. No esperaba nada, en rigor. Por eso creía que su causa no estaba perdida para siempre. Porque nada esperaba de ella, se dijo. No había pruebas ni testigos ni juez. No comparecería ante nadie. Nada, absolutamente nada se proyectó

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de pronto en las pantallas. Como si él se pudiese borrar al fin. Se sonrió pensando que, por último, la falta de pruebas era radical. Nunca había entendido por qué la torva herencia romana nos había impuesto una idea jurídica del más allá. La superficie de las pantallas era blanca, de un blanco duro, brillante, definitivo, tenaz. Tú podías ahora, con una precisión desconocida para ti en los últimos tiempos, reconstruirlo todo. Estabas en una habitación cuadrangular. Miraste alrededor de ti y te extrañó que no hubiese libros. Pero nada había allí. Te sentaste quietamente en el suelo. Encendiste un cigarrillo que se fue consumiendo con lentitud en tu mano sin llegar a los labios. No sentías sed. No sentías nada. Ninguna imagen, pensaste, se formaba en tu espíritu. Sin que tú la apagaras, porque no había dónde, la luz se fue extinguiendo. Admiraste el arte delicado, la extremada simplicitud de aquel acto. Era como si alguien, desde detrás de ti, te hubiese tocado levemente en el hombro y tú te hubieras vuelto para ver y así hubieses quedado para siempre. Relato publicado en el núm. 100 de Quimera, de diciembre de 1990.


El Río de la Plata

Carlos Fuentes

Carlos Fuentes (París, 2009). Fotografía: Abderrahman Bouirabdane

América Latina en vísperas de su independencia. Buenos Aires entre las invasiones inglesas y la insurrección interna. Tres jóvenes admiradores de la Ilustración y la Revolución francesa. Una conspiración casera que consiste en sustituir el bebé del gobernador por un niño negro... Estos son algunos de los aspectos claves de la próxima novela del gran autor mexicano.

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Carlos Fuentes. El Río de la Plata

La noche del 24 de mayo de 1810, mi amigo Baltasar Bustos entró secretamente a la recámara de la marquesa de Cabra, la esposa del presidente de la Audiencia del Virreinato del Río de la Plata, secuestró al hijo recién nacido de la presidenta y en su lugar puso en la cuna a un niño negro, hijo de una prostituta azotada del puerto de Buenos Aires. Esta anécdota es parte de la historia de tres amigos —Xavier Dorrego, Baltasar Bustos y yo, Manuel Varela— y de una ciudad, Buenos Aires, en la que intentábamos hacernos de una educación: ciudad de contrabandistas vergonzantes que no quieren mostrar su riqueza y viven sin ostentación. Somos ahora unos cuarenta mil porteños, pero la ciudad sigue chata, sus casas muy bajas, sus iglesias austeras. Es una ciudad enmascarada por una falsa modestia y un atroz disimulo. Los ricos subvencionan a los conventos para que en ellos les escondan sus mercancías contrabandeadas. Pero esto funciona también para nosotros, los jóvenes que amamos las ideas y las lecturas, pues como las cajas de copones y ropas eclesiásticas no son abiertas en las aduanas, dentro de ellas los sacerdotes amigos nos hacen llegar los libros prohibidos de Voltaire, Rousseau y Diderot... Nuestro arreglo es perfecto. Dorrego, cuya familia es de comerciantes ricos, obtiene los libros; yo, que trabajo en la imprenta del Hospicio de Expósitos, los reimprimo en secreto; y Baltasar Bustos, que viene del campo donde su padre tiene una estancia, convierte todo esto en acción. Quiere ser abogado en un régimen que los detesta, acusándolos de fomentar continuos pleitos, odios y rencores. Se teme, en realidad, que se formen abogados criollos, voceros del pueblo, administradores de la independencia. De allí la pena con que Baltasar tiene que estudiar, sin universidad en Buenos Aires, atenido (como sus dos amigos, Dorrego y yo, Varela) al contrabando de libros y el acceso a bibliotecas privadas. Somos sospechosos; con razón el virrey anterior dijo que debía impedirse el progreso de lo que él llamó «la seducción» en Buenos Aires, exclamando que tal vicio parecía cundir por todas partes. ¡La seducción! ¿Qué es, donde empieza, dónde acaba? Las ideas son la seducción que compartimos los tres, y al final de todo, yo siempre recordaré al joven Baltasar Bustos, brindando de pie en el Café de Malcos, rebosante de optimismo, seducido y seduciéndonos por la visión de un idilio político, el contrato

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...Buenos Aires [...] ciudad de contrabandistas vergonzantes que no quieren mostrar su riqueza y viven sin ostentación. social renovado a orillas del río turbio y cenagoso de Buenos Aires mientras la fogosidad de nuestro amigo hace que interrumpan sus tareas hasta los mozos que se la pasan aclarando las aguas turbias del Plata en tinajones de barro, y se asomen los cocineros con gallinas, capones y pavos a medio destazar entre las manos. Brinda Baltasar Bustos por la felicidad de los ciudadanos de la Argentina, regidos por leyes humanas y ya no por el plan divino que encarnaba el rey, y se detienen a oírle las carretas cargadas de cebada verde y heno para las caballerías. Exclama que el hombre nació libre pero en todas partes está encadenado, y su voz parece imponerse a la ciudad de criollos y españoles, frailes, monjas, presidiarios, esclavos, indios, negros y soldados de tropa reglada... ¡Seducido por un ginebrino tacaño que abandonaba a sus hijos naturales a la puerta de las iglesias! ¿Seduce? ¿O es seducido Baltasar por su público, real o imaginario, en el café, en las calles de la ciudad que apenas abandona el sofoco del verano se dirige ya a las neblinas de junio a septiembre? Mayo es el mes ideal para hablar, hacerse sentir, seducir y dejarse seducir. Nos seduce la idea de ser jóvenes, de ser porteños argentinos con ideas y lecturas cosmopolitas, pero seducidos no sólo por ellas, sino por una nueva idea de fe en la patria, su geografía, su historia. Nos seduce a los tres amigos no ser indianos que se hacen ricos con el contrabando y regresan corriendo a España; nos seduce no ser como los ricos que ocultan los cereales y encarecen en pan. Pero no sé si nos seducimos entre nosotros. Yo soy flaco y moreno, con un larguísimo labio superior que disfrazo con un bigote negro, de cerdas que hasta a mí me parecen agresivas, como si atacasen sin remisión mi cara; y me defiendo del ataque hirsuto rasurándome las


mejillas tres veces al día y contemplando en el espejo la furia encendida de mis ojos casi claros (en realidad no lo son) en medio de tanta negrura. Creo que trato de compensar estos aspectos salvajes de mi apariencia con un ademán sereno y una compostura casi eclesiástica. Xavier Dorrego, en cambio, es feo, pelirrojo, con el pelo cortado muy cerca del cráneo, casi al rape, lo cual le da la apariencia de lo que no es: un perseguidor, un usurero, en todo caso un hombre que exige cuentas estrictas. Todo lo compensa con la belleza de su piel, que es traslúcida y opalina, como un huevo iluminado desde adentro por una llama imperecedera. Y Baltasar... Suenan los relojes de las plazas en estas jornadas de mayo y los tres amigos confesamos que nuestra máxima atracción son los relojes, admirarlos, coleccionarlos y sentirnos por ello dueños del tiempo, o por lo menos del misterio del tiempo, que es sólo la posibilidad de imaginarlo corriendo hacia atrás y no hacia adelante o acelerando el encuentro con el futuro, hasta disolver esa noción y hacerlo todo presente: el pasado que no sólo recordamos, sino que debemos imaginar, tanto como el futuro, para que ambos tengan sentido. ¿Dónde? Sólo aquí, hoy, nos decimos, sin palabras, cuando admiramos las joyas que Dorrego va reuniendo gracias al dinero de su padre: un reloj de carroza con cubierta de vidrio ovalado, un reloj de anillo, un reloj en cajita de rapé... Yo tengo mi propia pieza maestra, heredada quién sabe cómo por mi padre, quien nunca se deshizo de ella. Es un reloj de Calvario, en el que la cruz preside toda la maquinaria y marca, como un recordatorio, las horas de la pasión y muerte de Cristo. «Ciudadanos», exclama Dorrego cuando me embeleso con mi reloj religioso. «Recuerda que ahora somos ciudadanos». Y eso nos sedujo y nos ligó también: nos llamamos, como grupo, «los ciudadanos». ¿Y Baltasar? Fue educado en la estancia de su padre, por uno de esos preceptores jesuitas que, aunque expulsados por el rey, lograron regresar con hábitos civiles a cumplir su misión obsesiva entre nosotros: enseñamos que había una flora y una fauna americanas, montañas y ríos americanos, y sobre todo, una historia que no era española, sino argentina, o chilena, o mexicana... El padre de Baltasar, don José Antonio Bustos, siempre ha estado del lado de la Corona contra los

invasores ingleses y ahora contra Bonaparte en España. De allí su influencia para colocar a Baltasar, el estudiante de derecho, en la Real Audiencia durante los juicios de residencia de los virreyes desacreditados, Sobremonte y Liniers. El primero era acusado de irresponsabilidad y desidia en la defensa del puerto contra las invasiones inglesas de 1806 y 1807, habiendo huido del ataque británico llevándose los fondos públicos y dejando que la defensa de Buenos Aires la encabezaran las milicias criollas. Éstas, al cabo, repelieron a la fuerza inglesa y se armaron de un prestigio que, como una ola, había llegado a su cresta en estas jornadas revolucionarías de mayo. La ironía de estos procesos es que, primero, Liniers encabezó a las milicias que derrotaron a los ingleses. Pero cuando los eventos se precipitaron hacia la independencia, Liniers no tuvo coraje, titubeó, quedó mal con todos (salvo, se decía, con su amante francesa, Madame Pernichon) y pasó de ser héroe de la Reconquista a paniaguado de la Independencia. Escuchando los cargos contra el antiguo héroe, mi amigo Baltasar, el joven pasante de derecho, se imaginó por un momento dotado de una gloria y una posición exaltadas gracias a la novedad y velocidad de los acontecimientos. Esto anotó entonces en un papel que más tarde me hizo llegar, en un momento de nuestra larga e imprevisible amistad. «Como a Liniers se le juzga en ausencia, tengo que imaginarlo sentado allí, con una peluca a medio polvear, enérgico de día, pusilánime al siguiente. Por lo visto, basta una excepción para despojar al héroe de su crédito y sentarlo en el banquillo del juicio. Sabes, Varela, imagino que por los ojos de Liniers pasa una flama fugaz. La veo pasar y me pregunto si no estaremos nosotros, los tres amigos del Café de Malcos, a la altura de las circunstancias. Vivo intensamente estas jornadas pero temo que nuestro destino sea también una gloria azarosa, disipada por la fugacidad de nuestros espíritus. Escribo nuestros tres nombres. Él, Xavier Dorrego. Tú, Manuel Varela. Y yo, Baltasar Bustos. Puedo darle un origen a nuestros nombres. Aún no puedo darles un destino. Y pensando en la suerte de Linares, héroe un día, traidor al siguiente, quiero evitar esa desviación del destino pero me pregunto siempre si lo más que podemos esperar es saber que tuvimos un destino y aceptar que no pudimos dominarlo... ¿No sería ésta la suerte más triste de todas?»

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Carlos Fuentes. El Río de la Plata

Yo recibía estas notas de mi amigo y lo imaginaba cumpliendo, con loable paciencia, sus funciones de escribiente en los juicios de los virreyes. Lo que yo no sabía es que Baltasar ensayaba meticulosamente una serie de movimientos. Permanecía en la sala de sesiones del juzgado hasta el final de la audiencia, fingiendo que arreglaba papeles. Presidía las sesiones un hombre seco, envejecido y cínico, el Marqués de Cabra. Ni siquiera le dirigía la mirada al escribiente Baltasar, pero éste sí que se fijaba en el presidente de la Audiencia, lo adivinaba, le marcaba el tiempo y sobre todo, como se verá, lo envidiaba... Baltasar continuaba escribiendo cuando la audiencia de ese día ya había terminado. Al pedírsele que abandonara la sala, se excusaba, atareado, y salía por una pequeña puerta, dando a entender en silencio, con gestos, que conocía como el que más los reglamentos del tribunal. Las puertas principales estaban cerradas ya; le correspondía salir por los pasillos y la puerta trasera. Avanzó por uno de los corredores con el ritmo ruidoso de sus zapatos de hebilla dorada y tacón alto, apretando las fojas contra la pechera de la camisa de holanda y espolvoreando entre las colas del levitón las migajas acumuladas en el regazo del pantalón de nankin, restos de un panecillo comido a hurtadillas. Con igual sigilo, en vez de abandonar el edificio entró a la biblioteca despoblada a esta hora y allí esperó con paciencia, escondido entre las estanterías, a que las luces se apagasen. Su padre le había dado el secreto: detrás de los gruesos volúmenes que reunían las obras de la patrística cristiana, se hallaba un pasaje secreto que permitía a los presidentes de la Audiencia pasar con sigilo y sin molestias a sus habitaciones privadas. Eran secretos que, con un guiño paternal, se relacionaban con antiguos devaneos del hoy viejo y retirado estanciero. Esperó aún media hora y apoyó con fuerza el dedo índice contra el cuarto tomo de la Summa Teológica de Santo Tomás. Entonces el estante se apartó lentamente y en silencio, pues los goznes, notó Baltasar, permanecían siempre perfectamente aceitados. El pasaje conducía a un patio sombreado por duraznos. Pero era una enredadera parda y empolvada la que le permitía a un hombre ágil subir del patio al balcón. Era como si la hiedra invitase a un cuerpo joven a celebrar, trepándola, el arribo de mayo y la despedida de los calores hú-

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medos, insufribles, del verano rioplatense, que ciñen las ropas a las carnes como una segunda piel pegajosa e indeseable. Ahora, en cambio, una brisa fresca, con su punta de frío, llegaba desde el Plata, como si quisiese enfriar los ánimos ardientes de la ciudad revolucionaria, ella misma rejuvenecida por la rapidez con que se sucedían los acontecimientos. El trece de mayo, un barco inglés (¡siempre los anglosajones!) trajo la noticia: los franceses habían ocupado Sevilla; Napoleón era dueño no sólo del poder político, sino del poder económico de España. No había España. No había Fernando VII. ¿Qué harían las colonias americanas de España? Pues el virreinato argentino tenía un poder único, que Carlos Fuentes (París, 2009). Fotografía: Abderrahman Bouirabdane


era el de las milicias forjadas para derrotar las invasiones inglesas y sustituir la inepcia virreinal: orrilleros, abajeños, patricios, se llamaban estos regimientos, que el veinte de mayo le retiraron el apoyo al virrey, Hidalgo de Cisneros, diciéndole: «Usted ya no representa nada», y se lo dieron al jefe militar Cornelio de Saavedra, comandante de los patricios. El veintiuno de mayo, el aliado de Saavedra, un fogoso orador jacobino llamado Juan José Castelli, se presentó en la Plaza Mayor con seiscientos hombres encapotados y bien armados, a los que la gente llamó «la legión infernal», y obligaron al virrey a celebrar un cabildo abierto donde Baltasar Bustos vitoreó con delirio el discurso de Castelli... —Su verbo es alucinante, su ademán intrépido, y su espíritu osado —comentó nuestro amigo esa noche en la tertulia del Café de Malcos—. Y su mensaje es de una claridad meridiana. Ya no hay poder soberano en España. En consecuencia, la soberanía reviene al pueblo. A nosotros. ¡Castelli es la encarnación criolla de Rousseau! —No —me atreví a interrumpir su entusiasmo—, la idea es de Francisco Suárez, un teólogo jesuita. Busca detrás de cada novedad una antigüedad, aunque sea católica, española y nos duela. Sonreí diciendo esto; no quería herir la sensibilidad ilustrada de mi amigo. Pero esa noche nada podía disminuir su entusiasmo, más que político, filosófico. —Saavedra ha pedido todo el poder para el Cabildo. Castelli exige elecciones populares. ¿Qué vamos a hacer nosotros? —¿Qué pides tú? —intervino nuestro tercer amigo, Xavier Dorrego. —La igualdad, dijo Baltasar. —¿Sin libertad? —comenzó a argumentar, según su costumbre, Dorrego. —Sí, porque podemos quedarnos proclamando la libertad sin acabar nunca con la desigualdad. Entonces, la revolución fracasará. ¡La igualdad ante todo! Baltasar Bustos iba repitiendo su propia frase cuando se detuvo, por un instante, en el centro del patio residencial de la Audiencia de Buenos Aires, frente al emparrado que ascendía al balcón matrimonial del presidente y su esposa. La puerta del ala de servicios se abrió entonces y las manos negras le ofrecieron el bulto vivo, dormido aunque tibio y palpitante.

Nos seduce a los tres amigos no ser indianos que se hacen ricos con el contrabando y regresan corriendo a España...

—No entiendo por qué se hace la vida tan difícil, señorito —le dijo la voz de la mujer negra—. Con lo fácil que hubiera sido entrar por la puerta de servicio y tomar a... La mujer sollozó y Baltasar, con el niño en brazos, se acercó a la trepadora. Lo que iba a hacer no era fácil para un hombre robusto, sobrado de peso y además miope, como Baltasar Bustos. Pues si la hiedra invitaba a subir y celebrar el fresco de mayo a un cuerpo joven, éste de mi amigo Baltasar, a los veinticuatro años, era un cuerpo de vida sedentaria, de lecturas febriles, voluntariosamente ajeno a la acción, soberbiamente altanero respecto a la vida de campo que de niño fue la suya, y que continuaban viviendo su padre y su hermana en La Pampa. Bustos, en otras palabras, se había cultivado un físico que él concebía urbano, civilizado, intelectual y rebelde, todo a la vez y en contra de las costumbres bárbaras del campo, la colonia, la iglesia, y España. Admitió con ironía que no era, sin embargo, un físico apropiado para hacer lo que estaba haciendo: trepar por una enredadera poco después de la medianoche con un bulto en brazos. Se veía, en otras palabras, citadino pero poco romántico. Baltasar se llevó el niño al pecho con una mezcla de cautela, orgullo y cariño, e inició su asalto sigiloso. Apenas puso pie en los primeros nudos de la trepadora se dio cuenta de que si nadie había notado sus previas exploraciones del terreno, es porque nadie imaginaba siquiera una audacia comparable a la que él estaba acometiendo; nadie se acercaba a la planta para ver si alguien, la noche anterior, había subido por ella. La hiedra se movía sola, no necesitaba estar acompañada ni vigilada. Se cuidaban las pelusas, se podaban los duraznos. No se inspeccionaba la enredadera, abandonada

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a su resequedad polvosa para delatar, sin embargo, exactamente lo que Baltasar Bustos hacia la noche del 24 de mayo de 1810: trepar al balcón de la esposa del presidente de la Real Audiencia de Buenos Aires, con un niño negro en brazos, entrar a la recámara de la presidenta, acercarse a la cuna y sustituir al niño blanco, recién nacido, hijo del presidente y su esposa, por este niño negro, recién llegado al mundo también, pero a otro mundo, de cocinas, azotes e injurias. La noticia del parto de Ofelia Salamanca, esposa del presidente de la Real Audiencia instalada en Buenos Aires para instruir las acusaciones contra los anteriores virreyes, se perdió en medio de las agitaciones de ese mes de mayo porteño. Cuando el barco inglés con la noticia de la pérdida de Sevilla, tres siglos de costumbres, de fidelidad a la corona española, de sujeción a los movimientos comerciales determinados, precisamente, desde Sevilla y su Casa de Contratación, quedaron suspendidos por un instante en el asombro, antes de derrumbarse al siguiente: Si no había monarquía española en España, ¿podía haber independencia americana en América? Nació el niño, pues, sin pena ni gloria, aunque sí con visibles congojas de la presidenta, Ofelia Salamanca, quien le reprochaba a su marido, el marqués de Cabra, haberla traído desde la capitanía general de Chile, donde ella tenía sus comodidades, sus criadas mestizas y sus parteras indias, para entregarla a manos de esta servidumbre negra de Buenos Aires, después de un viaje de cerca de dos meses entre Santiago y el Río de la Plata. —Y todo para juzgar tardíamente a dos virreyes que ya han sido condenados por su incompetencia para mantener el orden —le recriminaba Ofelia Salamanca a su marido el marqués quien, nacido Leocadio Cabra, debió admitir que su mujer, bella, independiente y chilena, retuviese su nombre de soltera: —Primero, querido, porque hay que empezar a defender el derecho de las mujeres a tener su propio nombre y por ende su propia personalidad; segundo, porque si me llamo como tú, acabarán por llamarme la Cabrona. —¡Chilena tenías que ser! —exclamaba exasperado el marqués su marido—. No te hagas ilusiones: Salamanca es el nombre de tu padre, no el tuyo, y fue el

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nombre de tu abuelo, insensata. No podéis escapar al nombre de un hombre, bobitas. —Nadie se ha llamado «Ofelia Salamanca» más que yo —decía entonces con orgullo la hermosa criolla chilena a la cual Baltasar Bustos vio por vez primera desnuda, entre las cortinas vaporosas de la recámara que sólo eran el primer velo de un universo ofuscado por sucesivas cegueras de gasa: drapeados permanentes del toldo de la cama de baldaquines, así como los mosqueteros del verano que la servidumbre había descuidado de quitar; las telas transparentes que velaban el tocador donde Ofelia Salamanca, desnuda, se sentaba frente al espejo, ofreciendo a los ojos cegatones pero deslumbrados de Baltasar Bustos la figura de un huso horario, una guitarra blanca, dándole la espalda pero deslumbrándolo con la perfección rotunda de las nalgas perfectamente firmes, frutos gemelos de una cintura aún más firme y esbelta, como si pudiesen coexistir en un solo ser humano, no muchas, sino esas únicas perfecciones: el talle juncal y las nalgas redondas, suaves, pero firmes también, menos que el talle, pero ni un solo poro que no exhalase perfume, sí, pero también integridad, fusión perfecta, sin reblandecimientos, de esas nalgas, gemelas camales de la luna. ¡Y pensar que había parido apenas siete semanas antes! Se polveaba sola, sin ayuda de recamareras, y el polvo impedía ver bien sus pechos, de manera que Baltasar Bustos se enamoró de la espalda, el talle y las nalgas. Del perfil también, pues Ofelia Salamanca, al polvorearse los pechos, ofrecía continuamente medio rostro a la contemplación embelesada del joven porteño, perfecto lector de ideales lejanos, que en la perfección clásica de la frente despejada, la nariz recta y los labios llenos de Ofelia Salamanca, quería ver una turbulencia romántica que se empeñaban en negar, también, la barbilla ovalada y el largo cuello de cisne. Era como ver a Leda en plena metamorfosis, pues el polvo de arroz era un cisne que la envolvía, la poesía, y la alejaba de la mirada de su adorador, convirtiéndola, precisamente, en lo que él más anhelaba: un ideal inalcanzable, una esposa pura de puro deseo, intocada. Sus lecturas apasionadas de Rousseau se mezclaron con las enseñanzas frías de la patrística, pues si el héroe intelectual de Baltasar Bustos, que era el ciudadano de Ginebra, nos pedía abandonarnos a nuestra pasión a fin de recuperar nuestra alma, el santo Crisóstomo


condenaba los amores ideales que jamás se consumaban, porque así se inflamaban más las pasiones. El santo sabía que, logrado el objeto carnal, la costumbre acaba por enfriar cualquier pasión. La distancia entre el balcón desde donde Baltasar espiaba, deseaba, y entraba en conflicto con sus propios sentimientos, y el objeto rotundo de sus deseos, envuelto en gasas y polvos con los que se mostraba en intimidad mucho mayor que con él, lejano testigo de la inalcanzable belleza de Ofelia la Presidenta, sólo lograba, era cierto, acrecentar la pasión. Esa fue la primera vez que la vio, espiando desde el balcón, ensayando su acto de voluntad para la justicia.

En Catamarca, hace poco, un mulato fue azotado al descubrirse que había aprendido, en secreto, a leer y escribir.

La segunda, estaba acompañada de su marido el marqués de Cabra, quien se paseaba impaciente por la recámara, apartando gasas, mientras ella se vestía sin ayuda, otra vez, de recamarera. Quizás el tenor de la conversación excluía testigos, pues el marqués se quejaba de que Ofelia no amamantase al niño recién nacido, lamentando que su hijo fuese entregado a una de esas nodrizas negras de Buenos Aires. Echaba de menos a Chile y sus indios; el Rio de la Plata estaba lleno de negros; casi la mitad de la población. No quisiera que nuestro hijo creciera entre negros, dijo el viejo criollo encumbrado por su devoción a la corona. No te preocupes, le contestó Ofelia Salamanca, los niños negros no van a la escuela con niños blancos, ni aquí ni en ninguna parte. En Catamarca, hace poco, un mulato fue azotado al descubrirse que había aprendido, en secreto, a leer y escribir. El marqués, que parecía hecho de porcelana, le dijo a su esposa:

—Si quieres que alimente tu reprobable deseo de novedades y de horrores —que suelen ser la misma cosa—, te contaré, mi amiga, que hace dos meses aquí mismo en Buenos Aires se juzgó a una hetaira negra y enferma del mal francés por atreverse a tener un hijo. Para curarla de su enfermedad, su profesión y su maternidad, todo a la vez, se le condenó al azote público. —Con lo cual, seguramente, dejó de ser puta y venérea, dijo Ofelia Salamanca con una fría sencillez, terminando su ajuar, más cerca esta segunda vez de la mirada de Baltasar Bustos, quien se empeñó, de todas maneras, en llevarse la visión beatífica de la primera ocasión. Al verlos juntos, se dio cuenta que ella también era color de porcelana como su marido. Ofelia Salamanca vestía los trajes de la época napoleónica, sólo se cubría celosamente los senos, en contra de la moda, y mostraba en cambio las piernas y el nacimiento de los glúteos. No era esto lo que más excitó en esta segunda visión a Baltasar Bustos, sino un signo doble de su arreglo. El primero era el corte de pelo llamado «a la guillotina», o sea, rapado hasta el occipucio como para permitir el corte rápido de la cuchilla revolucionaria. El otro era el moño de atín delgado y rojo amarrado alrededor del cuello, semejante a un hilo de sangre lujosa, como si la guillotina ya hubiese cumplido su empeño. Algo le dijo en voz baja Ofelia Salamanca a su marido; este rió contestándole: —Paciencia, querida, haremos el amor cuando sofoquemos la revolución. —Acaba pues de juzgar a tus virreyes pronto para que regresemos cuanto antes a Chile. —Es muy difícil juzgarlos cuando el país entero los quiere matar. Aquí no hay un clima de justicia. —Entonces comete una injusticia más. Que no será la primera de tu carrera. Y vámonos. —Estamos cómodos aquí y tú estás recién parida. ¿Quieres viajar con el crío de dos meses? —Podemos llevarnos a la nana. —Es negra. —Pero tiene leche. Es como viajar con una vaca. Además, este lugar me espanta. Odio vivir en el mismo lugar en que tú trabajas, sentencias a prisión y muerte a demasiada gente. —Cumplo con mi deber.

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Pero de las fortunas no se habla, hay que quejarse y hacerse pasar por los pobretones de América, para no revelar el origen fraudulento de la riqueza. —Y a mí no me gustan los hombres débiles. No, sólo me quejo de dos cosas, Leocadio. Cargas demasiados fantasmas contigo. Y en Santiago, por lo menos, la audiencia y la residencia no están bajo el mismo lecho. —Trataré de compensarte con un regalo, querida. —Cualquier cosa menos flores. Las odio. Y piensa lo que gustes de mí. —¿Qué quieres que haga? —dijo entonces su marido con impaciencia—. Me trajeron desde Chile para ser imparcial y estar limpio de influencias locales. —Por Dios, me conozco de sobra tu refrán. Para los amigos, la justicia. Para los enemigos, la ley. Tienes razón. Hay una diferencia. Y yo me aburro. —¿Qué te doy, pues, si no quieres flores? —Ponle veinticinco velas encendidas alrededor de su cuna a mi hijo, una por cada año de su madre. A ver si así espantamos a los espantos. —¿Mientras vivas? Ella dijo que sí. —Qué lejos piensas. Mientras más vieja me haga, más miedo tendré. —Pobre niño. ¿Y cuando te mueras? —Las velas se apagarán de un solo golpe, Leocadio, y mi hijo será un hombre. Míralo. Baltasar grabó en el alma estas conversaciones. Pero en esta tercera visita, la definitiva, los padres del niño no estaban allí, aunque las veinticinco velas rodeaban la cuna. Suplían a la nana negra, que le había entregado a Baltasar al niño negro en el patio. Bustos, cegatón y jadeante, empujó los batientes y entró a la recámara. Obró con rapidez, colocó al niño negro en la cuna al lado del niño blanco. Los contempló juntos por unos segundos. Gracias a él, los dos eran hermanos fraternales en la fortuna. Pero sólo por un instante. Tomó al niño blanco y lo envolvió en los tra-

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pos del niño pobre. A éste, lo cobijó en los ropones de la alcurnia. Con el hijo de los marqueses en brazos, salió de nuevo al balcón, riego, tropezando, en el momento en que el niño —¿cuál de los dos?— comenzó a chillar. Pero los llantos fueron sofocados por el doblar de las campanas y el trueno de los cañones esta medianoche entre el 24 y el 25 de mayo de 1810. Cuando los pies de Baltasar tocaron tierra, se cimbró la melena de bucles color miel que eran, junto con los ojos apasionadamente dulces y la nariz romana, los mejores rasgos de mi joven compañero. Dominaba, sin embargo, la impresión de peso y miopía. ¿Cómo lo iba a amar esa mujer espléndida? Pues él la adoraba ya, a pesar de lo que hacía u, obscuramente, por lo que hacía: arrebatarle al hijo, el rival más temible, pero entregándose a la pasión que lo reclamaba, sin buscar explicaciones, convencido de que la pasión que no se atrapa por la cola y se sigue hasta el cabo, jamás volverá a mostrarnos su rostro y, en cambio, nos dejará un vacío eterno en el alma... Las ramas lo arañaron. Los ropones del niño estaban cubiertos de polvo y hojas muertas. Las manos negras se aparecieron de nuevo, esta vez convulsas, por la puerta de servicio y Baltasar Bustos las siguió, les hizo entrega de su carga y dijo simplemente: —Aquí está el otro niño. Denle su destino. Él mismo tomó de regreso el camino de su invasión secreta, justiciera y, para algunos, criminal. Tampoco esta vez quiso salir por la puerta de servicio pues ahora temió saber a dónde se llevarían las negras al hijo de Ofelia Salamanca. También esta vez quiso hacerse la vida difícil, como le dijo la nana negra. Se introdujo de vuelta en la biblioteca y allí se durmió, sin enterarse de que toda la noche el debate en el Cabildo había enfrentado a la clase superior de mercaderes criollos y administradores españoles contra los abogados, los doctores, los militares y los filósofos como él, y aunque él no había sido designado para representar la voluntad general en la asamblea, había hecho algo mejor: llevó a la práctica las ideas revolucionarias; hizo realmente lo que tanto había proclamado (y, a veces, declamado) desde las mesas del Café de Malcos que era el centro de nuestras reuniones y de las más agitadas discusiones políticas y filosóficas en el Buenos Aires de principios del siglo XIX.


Carlos Fuentes (París, 2009). Fotografía: Abderrahman Bouirabdane

Era allí donde los tres amigos —Baltasar Bustos, hijo de estancieros de la Pampa; Xavier Dorrego, hijo de comerciantes porteños; y yo, Manuel Varela, que de mi padre heredé la profesión y el gusto por la imprenta, ejerciéndola en el Hospital de Expósitos— saboreábamos las ideas entre bollos y chocolate humeante. Nos sabíamos, los tres, ciudadanos de una ciudad cuyas fortunas portuarias se fundaban, casi todas, en el contrabando de negros, de cueros, de hierro; los primeros, se decía, «se pierden» en el camino y reaparecen en las dársenas, los zaguanes, los molinos, los mercados; el hierro se exporta de Francia porque aquí no hay industria, no hay minas como en México y Perú: aquí solo hay fraude— y lo que sí abunda es el cuero, la lana, la cecina y el sebo, pero según cuotas dictadas en Madrid, de manera que hasta lo exportable es contrabandeable en Buenos Aires. Pero de las fortunas no se habla, hay que quejarse y hacerse pasar por los pobretones de América, para no revelar el origen fraudulento de la riqueza. Y la falta de educación casi nos permite dar gato por liebre, pues la Corona prohíbe que haya universidad en un puerto de canjes continuos, donde las ideas circulan rápidamente. Los tres amigos somos por ello

autodidactas, pero participamos de un mismo idilio político, que se llama felicidad, o progreso, o soberanía popular, o leyes acordes con la naturaleza humana. Discutimos mucho, al calor de los acontecimientos y la toma de posiciones. Alrededor de nosotros, en las mesas de mármol del café, se habla sobre todo de las opciones políticas a partir de la invasión napoleónica de España. Los partidos se dividen. Unos defienden la fidelidad a la monarquía española; otros dicen que ya no hay tal cosa; éstos hablan de la independencia de hecho pero disfrazada con la «máscara fernandina», la lealtad formal a Fernando VII, secuestrado por Bonaparte; aquellos apoyan las pretensiones de la Carlota, la infanta española hermana de Fernando VII e hija de Carlos IV, refugiada en Brasil con su marido Juan VI de Portugal y capaz de gobernarnos mientras dura el cautiverio bonapartista de su hermano... Bustos, Varela, Dorrego —los tres amigos estamos por encima de estas sutilezas políticas y contubernios dinásticos; nosotros hablamos de las ideas que perduran en la stoa, no de la lid pasajera de la polis. Dorrego es voltaireano, cree en la razón, pero sólo se la concede a una minoría iluminada capaz de conducir a la masa hacia la felicidad: Bustos es rousseauniano, cree en la pasión que nos lleva a recuperar la verdad natural y a reunir, como en un haz, las leyes de la naturaleza y las de la revolución. Son dos caras el siglo XVIII. Hay una más, la mía, la de Manuel Varela el impresor, que es la máscara sonriente de Diderot, la convicción de que todo cambia constantemente y nos ofrece, en cada momento de la existencia, un repertorio de dónde escoger. Las partes de libertad de esa posibilidad de elegir, son iguales a las partes de la necesidad. Es necesario un compromiso. Sonrío un poco, con cariño, escuchando a mis más dogmáticos y apasionados amigos. Seré un narrador de estos sucesos. Baltasar me necesitará; hay en él una cándida ternura, una pasión vulnerable que requiere la mano de un amigo. Dorrego, en cambio, es tan insistente y cerrado como su maestro Voltaire y nada le provoca más desprecio que las noticias de que en México y en Chile hay párrocos que comparten nuestras ideas, promueven seminarios, publican diarios revolucionarios. Su lema anticlerical es el de Voltaire: Ecrasez l’infame! Es decir, que el Café de Malcos era nuestra universidad y en él circulaban, ahora ya por encima y no debajo

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de los manteles, La nueva Eloísa y El Contrato Social, El espíritu de las Leyes y el Cándido. Allí, todos estos textos eran leídos y discutidos, precisamente, por los jóvenes que ahora se enfrentaban a la administración española y a los conservadores argentinos. —¡En el cabildo se ha hablado de la voluntad general de los pueblos! —¡Hubieran visto la cara de los españoles! —Uno incluso dijo: ¡En un cabildo español no se dicen esas majaderías! Baltasar Bustos alegaba en contra de sus amigos que las ideas generales de Voltaire, Rousseau y Montesquieu estaban muy bien, pero que a cada uno le correspondía llevarlas a la práctica en su vida personal y ciudadana. No basta, exclamaba, con denunciar la injusticia general de las relaciones sociales, ni siquiera cambiar de gobierno, si no se cambian las relaciones personales. Empecemos por revolucionar nuestra conducta, alegaba Bustos; pero al mismo tiempo debemos cambiar de gobierno, alegábamos sus amigos, Dorrego y Varela. —¿Por qué hay leyes que valen sólo para un país y no para todos? —Tienes razón. Hay que cambiarlas. La ley humana es universal. —Eso debe hacer la Argentina. Debemos universalizar las leyes de la civilización. Debemos asumir los riesgos del género humano. Nos reíamos un poco de él, cariñosamente. Era sabido que Baltasar Bustos se había leído completos todos los libros de la Ilustración; lo llamaban el Quijote de las Luces pero no sabíamos qué temer más; si su indigestión elocuente de filosofías, o su temeraria decisión, comparable a la de Don Quijote, de comprobar en la realidad la validez de sus lecturas. —No se te ocurra, Baltasar... —Baltasar, actúa políticamente, con nosotros... —Con ustedes nunca me voy a enterar si la ley realmente puede extenderse a todas las clases y no a una sola. Somos hijos de estancieros, mercaderes o funcionarios del virreinato. Corremos el riesgo de confundir nuestra libertad con la de todos, sin aseguramos de que así sea realmente. —¡Hay que cambiar de gobierno! —¡El nuevo gobierno cambiará las leyes! —¡Nosotros nos encargaremos de que tus ideas se vuelvan realidad!

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—No hay revolución que no empiece en las conciencias. Todo lo demás sigue de allí. —¿Qué propones, Baltasar, pues? Mientras él actuaba esa noche en los dormitorios de la aristocracia, sus amigos, Dorrego y Varela, también proclamaron una junta encabezada por Cornelio Saavedra, héroe del rechazo a la invasión británica de 1807, jefe militar nato, pero hombre conservador que en realidad, según Bustos, quería libertad para los criollos pero no para los negros, los pobres, los desiguales. En cambio, la otra cabeza de la junta era el héroe personal de Bustos, Juan José Castelli, que él sí, era hombre de ideas pero activista también, exigente procurador de la coincidencia entre la ley y la práctica. No eran, biológicamente, jóvenes ya, pues Saavedra tenía medio siglo de edad, y Castelli cuarenta y seis años. El joven de la revolución era Mariano Moreno, adorado por todos, inquebrantable, radical, el hombre que a los treinta años le había dado su exigencia económica más amplia a la auroral revolución argentina: la libertad de comercio para el Río de la Plata, era la condición para el bienestar del pueblo del Rio de la Plata. El joven, ardiente, frágil Mariano Moreno provocaba el amor generalizado; habíamos oído decir a hombres fuertes y serios: «Estoy enamorado de Mariano Moreno». Su retrato aparecía por doquier, aunque siempre retocado para no ver las marcas de la viruela en el rostro; pero Bustos compartía las dudas de su padre, estanciero de la Pampa, cuando temía que tos intereses comerciales del puerto de Buenos Aires, defendidos por Moreno en nombre del bienestar de la nación, sacrificasen el bienestar del interior. —¿Quién va a comprar lo que se produce en La Rioja si se obtiene más barato importándolo de Londres? Hasta un poncho, hijo, hasta una par de botas, lo hacen más barato los ingleses (¡ay, los ingleses hasta en la sopa!) le decía a Baltasar su padre, José Antonio. Baltasar Bustos agitaba su melena de bucles color de miel y hacía tabla rasa de los argumentos económicos o políticos: la igualdad y la justicia eran el problema de la revolución, alegaba en las noches del Café de Malcos, no el precio de los ponchos y la competencia comercial entre España e Inglaterra: ¿Por qué no hay leyes que valgan para todas las naciones, y todas las clases? ¿Por qué hay leyes que le quitan al que trabaja y le dan al que no hace nada?


—¡Este —los anteojos se le llenaban de vapor— es el problema de la revolución! Pero ahora la junta revolucionaria presidida por Saavedra junto con Castelli, Moreno y Belgrano tomaba todo el poder para los militares y los profesionistas patriotas; los funcionarios españoles eran destituidos, el virrey y los jueces de la audiencia expulsados —¿dónde, si no?— a las Canarias... La historia se movía con velocidad incomparable, pero Baltasar Bustos dormía descansando la cabeza sobre un pupitre de lectura, en la biblioteca de la Audiencia, ajeno al tumulto decisivo de las calles, satisfecho de haber cumplido con su deber.

Un niño negro condenado a la violencia, al hambre y la discriminación dormía desde hoy en la púrpura de la nobleza...

Lo que soñaba ya era realidad. Un niño negro condenado a la violencia, al hambre y la discriminación, dormía desde hoy en la púrpura de la nobleza, mientras que otro niño, blanco, destinado al ocio y la elegancia, perdía de un golpe todos sus privilegios y se criaba, desde ese instante, entre la violencia, el hambre y la discriminación de eso que los criollos llamaban «la raza maldita». «La igualdad vale para todas las clases», nos declaró el joven héroe de las ideas a sus amigos en el Café de Malcos. «Sin ella, no hay libertad: ni para el comercio, ni para el individuo». Baltasar Bustos, con sus brazos como almohada, trató de conciliar el sueño de la razón rodeado de los volúmenes permitidos, aprobados por el nihil obstat, que despedían un peculiar aroma de incienso y se integraban en su cauchemar. La pesadilla de la sinrazón sonaba como las campanas y los cañonazos del amanecer el 25 de mayo en Buenos Aires; y si el pequeño héroe de la igualdad podía justificar, en nombre de la justicia, lo que había hecho, la pasión, el alma, la otra cara de su convicción ilustrada, le decía: «Baltasar

Bustos, has herido mortalmente a la mujer que crees amar. Has cometido una injusticia hacia la naturaleza más íntima de esa mujer. Ofelia Salamanca es madre y tú, un vil secuestrador.» Despertó sobresaltado porque su pesadilla coincidió con el raudal súbito de la luz de mayo entrando por las altas celosías del edificio. Despertó, también, preguntándose por qué motivo, en su sueño, empleaba la palabra francesa cauchemar en vez del castizo vocablo pesadilla. ¿Sólo porque sonaba mejor en francés, y era un fea palabra la española? El resplandor a sus espaldas le impidió contestar. Miró como moscas; las letras del tomo sobre el cual se durmió: San Crisóstomo condenaba desde el fondo de los siglos el amor que no se consumaba, porque exaltaba pecaminosamente el deseo. Creyó haber dormido largamente —el tiempo de una pesadilla— pero no fueron ni diez minutos. Tal era su cansancio. No en balde había realizado la acción más audaz de su vida, sin calcular realmente el alcance de sus actos; sin prever, sobre todo, que la visión de Ofelia Salamanca le iba a cautivar con la exigencia de una oportunidad impostergable. Soñó con ella —era la parte dulce del sueño— como Tántalo con los frutos y el agua que se le escapan continuamente de las manos. Tantalizante hembra: la deseó, deseó no poseerla para seguirla deseando, deseó no haber hecho lo que hizo, deseó —todo esto soñando— no tener nunca que presentarse ante ella diciendo: —Aquí está su hijo, señora. Le pido que me ame usted a pesar de lo que he hecho. No tuvo tiempo porque miró, razonablemente, su reloj, tan parecido a él mismo (ciego cristal, cuerpo redondo, brillos dorados) y se dio cuenta de que no eran sino las doce de la noche. El resplandor a sus espaldas era, sin embargo, diurno. Pero el calor no era el de mayo, sino el de febrero. Y los volúmenes comenzaban a crepitar sospechosamente. Las hojas de los libros sagrados revertían, amenazadas, a su condición de hojas, tout court, muertas. El rechinar de los lomos y los estantes eran sólo anuncio, pero también consecuencia, de las hojas que ardían afuera: Baltasar Bustos corrió, abrió la puerta de la biblioteca, salió al pasillo que conducía al patio, vio reflejado el fuego de sus bucles en el fuego del patio. Ardía la hiedra, ardían las gasas, ardía la recámara. Gritaba la servidumbre reunida en el patio. Baltasar

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Bustos buscó instintiva, cruelmente, a la nodriza negra entre los criados. Allí estaba, al siguiente minuto. Baltasar Bustos no supo ni seguirla o permanecer, como lo hizo, fascinado por el espectáculo del fuego vomitado desde el balcón de la presidencia. Arden veinticinco velas, una por cada año en la madre. Arden los inflamables drapeados. Arde la cuna. El niño es consumido por las llamas. Desfigurado, carbonizado, el niño negro aparece, tan sólo, como un niño muerto por el fuego, y hasta los niños blancos se vuelven negros cuando mueren quemados. (Ardieron también las palabras prohibitivas del Santo Crisóstomo). Lo único que va a ocurrir aquí —sostuvo con autoridad y displicencia el señor marqués de Cabra, presidente de la Audiencia Especial instalada para juzgar a los Virreyes Sobremonte y Liniers, visitador en misión del Rey para el Río de la Plata—, es que en vez de la lejana autoridad de Madrid, la Argentina va a sufrir la cercana tiranía del puerto de Buenos Aires. Todos ustedes —se dirigía, después de cenar, a la más preclara audiencia de mercaderes criollos y españoles del puerto— van a tener que decidirse entre abrir las puertas al comercio o cerrarlas. Igual decisión tuvo que tomar la corona para sus colonias. Si las cierran, protegerán a todos esos vinicultores, azucareros y textileros de las provincias remotas, pero ustedes se arruinarán aquí en Buenos Aires; si las abren, ustedes se harán más ricos pero el interior sufrirá, pues no podrá competir con el comercio inglés. El interior querrá separarse de Buenos Aires, pero como ustedes necesitan poder económico a la vez que poder político, habrá guerra civil. Y entonces, gobernarán los militares. —Pero los militares son todos revolucionarios, aliados de todos esos abogadillos, doctorcitos y plumíferos salidos de quién sabe dónde —dijo con indignación don Adolfo Mugica, comerciante en cereales. —Porque los militares ganaron prestigio derrotando la invasión inglesa de 1806 y lo seguirán ganando luchando ahora contra España. Sus aliados son los profesionistas porteños, gente sin importancia, oficinistas, impresores, curas pobres, qué sé yo —dijo don Ricardo Mallea, famoso por sus dotaciones a conventos que le servían ocultando sus mercancías ilegítimas.

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—Dejen que todos ellos derroten a España y entonces tendrán que decidirse entre derrotar a Buenos Aires, que son ustedes, o derrotar al interior, que son todos esos productores que van a exigir protección y poder contra el comercio portuario de Buenos Aires —dijo concluyente, el Presidente y Visitador, cuya autoridad era manifiesta en el hecho que los propios virreyes lo trataban con deferencia, pues mañana el oidor juzgaría al mismísimo Virrey. Pero esta noche de mayo, no había Virrey en Buenos Aires, y en cambio, si había oído. No se necesitaba más prueba de quién era quién. —¿Qué aconseja su Señoría? —Entre el productor del interior y el comerciante porteño, procuren ustedes crear una nueva clase de estancieros. —¿Qué dice usted? Los terratenientes son nuestros enemigos, son casi gauchos ignorantes, gente bárbara —exclamó con un frisson el señor Mugica. —Yo les aconsejo a ustedes que repartan las tierras públicas —continuó con elegancia y seguridad Leocadio Cabra—, aumenten la ganadería y el cultivo de cereales. Entonces la exportación los hará ricos a ustedes, y el interior tendrá que someterse, aunque quiera separarse. Los problemas de Tucumán o La Rioja se aplazarán, pero habrá bastante para que coman y se conformen. Mientras esta tierra pródiga rinda, señores todos se tendrán tranquilos... A este país hay que castrarlo con la abundancia —dijo Cabra con una mueca súbita, agria y, por innecesaria, corregida en el acto. —Es usted un sabio, señor marqués. Ojalá nos gobernara usted, y no esa turba que se escucha allá afuera... —Pícaros... —Alucinados... Esta reunión proclamaba que entre el virrey desaparecido y la asamblea revolucionaria, la monarquía española y sus súbditos más fieles se mantenían firmes y orgullosamente aislados de la confusión ambiente. Pero ésta no tardó en entrar al salón donde, antes que el comercio, las costumbres inglesas se instalaban en el Río de la Plata. Las señoras, después de la cena, se ausentaron y los hombres fumaron puros, bebieron clarete y hablaron política. Pero aún no se apagaban los tabacos cuando las reglas fueron violadas, las mujeres entraron como gaviotas, luciendo las modas del imperio detestado, disfrazando por pudor las audacias normales en París y agitadas


Lo único que va a ocurrir aquí [...] es que en vez de la lejana autoridad de Madrid, la Argentina va a sufrir la cercana tiranía del puerto de Buenos Aires. por un asombro al borde del dolor pero plenamente asociado con el escándalo, en medio de los cañonazos y las campanadas de la Jorga noche de la independencia: —¡Se incendia, se incendia...! —¿Dónde está mi esposa? —se incorporó, tieso y frágil, el marqués de porcelana. —Se desvaneció, señor marqués... —La audiencia, la audiencia se ha incendiado... —Diga usted mejor, señora: Las turbas le han puesto fuego. —Perturbadores... —Alucinados... —¿Qué murmura usted, señor presidente? —Veinticinco velas —rió, sembrando toda clase de escándalos, el marqués de Cabra—, una por cada año... Baltasar tuvo que acudir a nosotros para buscar a la nodriza negra en el tumulto de la noche de mayo, inquirir entre la servidumbre azorada o lagrimosa del palacio en llamas, correr hacia los barrios menos respetables del puerto, amenazar, invocar funciones y misiones inexistentes, pasar como bárbaros por los prostíbulos donde se bailaba el fandango con mujeres de raza incierta, entre la multitud obrera de hijos del amor libre, criados con animales y como animales, sin casa ni escuela. Era la ciudad más triste del mundo, esa noche en que todo era fiesta, para Baltasar Bustos. Pues no hubo choza hundida a orillas de los juncos o burdel sacudido por la zambra donde una nodriza arrullase a una hermana vencida y enferma que a su vez arrullase a un niño rubio. Agotaron los zaguanes, las esquinas, las casitas del bajo río. El café estaba cerrado esas horas y en ese día excepcional; la ciudad, triste; y sólo en la imprenta del Hospi-

tal de Expósitos pudimos descansar, beber un chocolate sin espuma y continuar haciendo lo que nos unía: hablar. El racionalista de Dorrego le preguntó a Baltasar por qué motivo la nana negra no cambió ella misma a los niños en la cuna, si tenía acceso directo a ellos, cuando nuestro amigo, consumado el acto, nos lo comunicó a sus dos íntimos compañeros, haciéndonos, no cómplices, pues no era esta la intención de Baltasar, sino confidentes de todos sus actos. Porque el niño negro era sobrino de la nana, nos explicó nuestro amigo, hijo de una prostituta azotada que se atrevió a tener un hijo, y temió que a última hora te temblara la mano y la venciera la emoción. Yo dije que, más bien, creía que cuando Baltasar conoció la noticia de los azotes, decidió hacer justicia por mano propia, pero mi amigo contestó que no era así, sino que él quería que si las cosas salían mal, no fuese castigada la nana negra, añadiendo otra injusticia a la injusticia. Dijo que él quería ser el único responsable. —Ya no lo eres, puesto que nos haces participar de tu acto —dijo Dorrego, provocando a nuestro amigo. Yo intervine para apaciguarlo. Baltasar creía que la razón filosófica de sus actos exigía que él mismo los ejecutase. Miré severamente a Dorrego. Añadí con seriedad que la responsabilidad de un hombre libre excluye la complicidad con quienes niegan la libertad... Dorrego sonrió. —¿Por qué temes que las cosas salgan mal, Baltasar? Entérate: salieron mal. Tu niño negro está muerto, hecho un carbón. Y tu niño blanco, aunque viva en la miseria, está bien vivo... Baltasar ya no contestó. Sabía que a Dorrego le gustaba tener la última palabra y a nosotros no nos importaba, pues no significaba que tuviese la razón. Pero Baltasar y yo nos comprendimos mejor que nunca en silencio. Éramos muy jóvenes, pero la vida iba a ser una cadena sin fin de decisiones morales, una detrás de la otra... —Un niño está muerto y el otro vivo. Viva la justicia —exclamó Dorrego, añadiendo rápidamente—: El chocolate está frío. —Voy a regresar a casa —dijo simplemente Baltasar Bustos. Texto publicado en el núm. 100 de Quimera, de diciembre de 1990.

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«El caos moral puede llevar al desastre» Entrevista a Ernesto Sábato Por Carlos Santos

El paso del tiempo no ha hecho mella en estas reflexiones del escritor argentino Ernesto Sábato, que recogió hace doce años el periodista español Carlos Santos y han permanecido inéditas hasta hoy. Junto con un autorretrato de artista, un viaje por su memoria y sus creencias, Sábato analiza las dolencias de su país y aventura un doble pronóstico, esperanzador y negativo a la vez. Sólo se ha cumplido en la parte negativa: «que el caos moral nos lleve al desastre». Una de sus reflexiones sobre el arte, el propio y el ajeno, destaca sobre las demás por su absoluta actualidad: «el artista es una mezcla de hombre, mujer y niño». El próximo mes de septiembre, la editorial Seix Barral publicará España en los diarios de mi vejez.

Una mañana en Santos Lugares Santos Lugares, Argentina, 13 de Agosto de 1991. La revista Cambio 16 me ha enviado a Buenos Aires para escribir una cover story dedicada a la familia Menem y al «Yomagate»: un escándalo destapado por la propia revista, a raíz de ciertas investigaciones del Juez Garzón, en el que están involucrados varios parientes del presidente Carlos Menem. Se trata de ver cómo está repercutiendo el asunto en la vida cotidiana de los argentinos y, de paso, hacer una radiografía de un país que cincuenta años antes estaba entre los más ricos del mundo y hoy anda, como el del tango, cuesta abajo en la rodada. El primer día telefoneo a Ernesto Sábato para pedirle una entrevista. Es un argentino universal: en estos momentos, casi el único. Es también, a mi modo de ver, uno de los pocos sabios que existen sobre la tierra. En la Facultad de Filología Hispánica de Bellaterra estu-

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diábamos con veneración su obra. A pesar de que no lo veíamos tan «progre» como nos veíamos a nosotros mismos y no formaba parte del boom novelístico latinoamericano de los 60, advertimos que de su pluma habían salido algunas de las novelas más importantes del siglo. Por lo menos una: Sobre héroes y tumbas. Ajeno a militancias políticas, lo que ha tenido sus costes para él (como los tuvieron sus militancias juveniles en el comunismo), Sábato ha tenido el valor cívico de presidir la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas, de la que emanó el llamado «Informe Sábato» y el primer «¡Nunca más!» de la historia reciente. Le profeso un gran aprecio intelectual. De todas las entrevistas previstas para estos días (con periodistas, ministros, jueces y fiscales, parlamentarios del gobierno y dirigentes de la oposición) es la que más ilusión me hace. Curiosamente, es el único que no me la concede. «No —me contesta cuando, nada más bajar del avión, lo llamo por teléfono—, no concedo entrevistas. Ha terminado mi trabajo en la Comisión de Investigación y necesito un tiempo de tranquilidad y trabajo personal. Pero ya que ha venido de España, que es un país al que quiero mucho, y ya que escribe en Cambio 16, revista a la que tengo gran respeto, le recibiré mañana durante diez minutos en mi casa. Insisto: no se trata de una entrevista sino de un saludo». Advierto, con todo, que sus ganas de hablar son grandes. Y sus deseos de hacer una radiografía del país, con largas incursiones por su propia memoria y su experiencia vital, evidentes. Ya por teléfono, me confiesa que lleva doce años sin leer la prensa («me basta con los titulares»), me habla del «caos moral» existente en Argentina y me avanza un primer diagnóstico. Cree


Parecía que ellos defendían algo así como prestigio social y yo era una especie de burgués putrefacto, cuando me pasaba la vida entre anarquistas. Ernesto Sábato. Fotograma del documental Ernesto Sábato mi padre (Notimex)

que «el problema se encamina hacia un pacto de convivencia», un pacto similar al de la Transición española pero «con algunas diferencias importantes»: «Ustedes venían de cuarenta años de dictadura, tuvieron un gobierno de transición que evitó males mayores y han tenido un señor rey. Apunte lo de «señor». Así como hay familias reales estúpidas, como la inglesa, los actuales reyes de España son unos señores reyes». Junto a la hipótesis más optimista, la del pacto de convivencia, la más pesimista: «que ese caos moral nos lleve al desastre, dados los problemas de fondo que tenemos y sin los cuales es imposible saber qué diablos es la Argentina». Entre esos problemas de fondo me cita algunos lejanos en el tiempo y vinculados a la clase gobernante: sustentada antaño por un voto secreto y obligatorio, y alimentada casi siempre «por motivos crematísticos», dio paso al advenimiento de una vena de fascismo italiano que «facicistó el país y lo corrompió todo». Ahí está «el problema de fondo» de un país «que llegó a estar el séptimo o el octavo del mundo hasta en alimentación». Percibo que, gracias a las tres referencias que he utilizado como salvoconducto (España, Cambio 16 y Sobre héroes y tumbas) me da muestras de enorme confianza. Para mí es un honor. No me interesa Sábato como personaje público, ni siquiera como analista de la realidad argentina: me interesa sobre todo como escritor y pensador por libre. Forma parte, ya digo, de mi particular mitología de estudiante. El 13 de agosto, a las nueve en punto de la mañana, me presento en su casa de Santos Lugares, no demasiado lejos de Buenos Aires. Me acompaña el fotógrafo Tito Lapenna, que en este viaje no sólo hará un trabajo excelente: enriquecerá el mío

con certeras apreciaciones sobre un país y unos personajes que conoce como la palma de su mano. El encuentro no durará diez minutos sino cuatro o cinco horas. En este tiempo, Sábato, que viste jersey de pico de color rojo, pantalón cómodo y zapatillas de andar por casa, recibe también a otras personas (estudiantes, profesores que están preparando una tesis o han llegado expresamente desde otros continentes para hablar unos minutos con él) pero cuando ve que empiezo a recoger mis cosas, siempre me dice: —No, no, usted no se vaya. Usted quédese. Atiendo un momento a estos señores y seguimos hablando. Hablamos de libros, me enseña su casa («lo que los franceses llaman el tour du propriétaire»), me describe sus árboles centenarios, último rescoldo de la quinta que fue, y me muestra, uno por uno, sus cuadros: goyescos, tenebristas e incluso tenebrosos. Las tinieblas, esas tinieblas que constituyen la materia prima en parte de su obra escrita (el inquietante «Informe sobre ciegos», incluido en Sobre héroes y tumbas) están también presentes en su obra pictórica. Lo veo subir escalones brincando como un chaval, con sus ochenta años a cuestas. Me presenta a su mujer, Matilde, a quien trataba con enorme delicadeza y que pasa con nosotros buena parte de la mañana, apostillando, corrigiendo y aumentando los comentarios del maestro. En un momento determinado, me pregunta: —¿Tiene usted una grabadora? Pues póngala en marcha. Pienso que ha cambiado de opinión respecto a la entrevista. Pero no. —No, no quiero una entrevista. Pero grabe lo que voy comentándole y luego lo escucha usted tranquilamente,

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en su casa, en el hotel, cuando vuelva a España... Usted saque lo que sea útil, pero nada más. Atisbo en ese comportamiento —y la misma impresión se llevará Tito, que conoce de antiguo al personaje— una actitud testamentaria. Sábato, que ese día hablará mucho de la muerte y de sus ochenta años recién cumplidos, se considera a sí mismo en la recta final. Ignoramos ambos que esa recta va a ser todavía muy larga y fructífera. Pero en sus palabras hay mucho de testamento, de última voluntad. No quiere concederme una entrevista política pero tampoco quiere negarme sus reflexiones en voz alta, que me da como un regalo. Un regalo que me servirá de secreto objeto de deleite y reflexión durante años. Atendiendo a su petición, escucharé las cintas en numerosas ocasiones y de vez en cuando haré mías algunas de sus reflexiones. Por ejemplo, esa en la que me dice que «el artista es hombre, mujer y niño». Una premonición, al pie de la letra, de lo que hoy muchos pensamos debe ser el ser humano integral del Tercer Milenio. Al cabo de los años, y han pasado más de doce, considero que ese regalo no me pertenece: que no es justo que lo guarde para mí. Las circunstancias concretas en las que Sábato escogía el silencio hace tiempo que pasaron, felizmente. El off the record, que nunca lo fue del todo (él mismo me pidió que pusiera en marcha la grabadora) ha prescrito. Amparándome en su propuesta de que «usted saque lo que sea útil, pero nada más» y dada la manifiesta utilidad de todas sus reflexiones, que se mantienen vigentes, he decido sacarlas a la luz. Aquí está este autorretrato inédito, el retrato de artista y el retrato humano de Ernesto Sábato. Comienza, cómo no, hablando de literatura. Un Dios aparte [La conversación, en el tresillo de un minúsculo cuarto de estar, de familia media sin pretensiones, comienza hablando de libros y, más concretamente, de un libro: Sobre héroes y tumbas. Cito a Fernando Valls, compañero mío de carrera, que es quien me descubrió esa novela, a mediados de los años setenta, y que luego se ha dedicado profesionalmente a la enseñanza universitaria y a la crítica literaria. Hablamos luego de mis profesores de la facultad: los hermanos Blecua, Francisco Rico, José-Carlos Mainer... Los conoce a todos, claro. Por la puerta de esos nombres entramos

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en el capítulo del boom latinoamericano. Le planteo la singularidad de su obra y su persona respecto a los integrantes del boom. Acepta el envite.]

Somos muy anteriores, y exteriores, al boom. Los del boom constituyeron una especie de logia masónica. Julio Cortázar escribió Rayuela en el 61 y el boom se constituyó (porque «se constituyó»: fue una organización, aunque no tuviera estatutos) más o menos en el 64, por un grupo de escritores que luego terminaron todos peleándose a muerte entre ellos, como pasa siempre con esta gente cuando forma esa clase de grupos. Yo considero que el escritor, el verdadero escritor, es un anarquista. Yo soy un anarquista, le advierto. Soy un anarquista cristiano, como era Cristo. Cristo era cristiano, sin duda, ¿no?, pero lo de anarquista es menos sabido [risas]. Yo siempre me junté, ya desde los 16 años, en el colegio secundario de La Plata, de la Universidad de la Plata, con grupos anarquistas, con un movimiento parareligioso, digamos. La gente cree que los anarquistas son tipos que tiran bombas. Hay los que tiran bombas, desde luego, pero había y hay, había y hubo grandes idealistas que en el siglo sentaron las bases del movimiento que se llamó socialismo libertario. Un movimiento muy diferente a los marxistas, que eran socialismo-dictadura: ni socialismo ni nada que se le parezca, sino una de las tiranías más crueles, que mató y torturó a millones de seres humanos. Ese grupo, el boom, se formó apoyado en la revolución cubana, que ya era estalinista en aquel tiempo, que ya había perdido su halo inicial, romántico. Una persona que yo siempre he preservado ha sido Ernesto Guevara: él sí era un gran idealista. Murió en su ley, dejando el gobierno, el ministerio. Prefirió irse a combatir locamente en las selvas de Bolivia. Le he dedicado muchos homenajes en mis libros. El boom se constituyó como grupo apoyado en la revolución cubana, pero yo no tenía nada que ver. Yo iba por libre, aunque muchos años atrás tuve una época de activa militancia comunista, después de la experiencia con el grupo anarquista. Me acerqué a ese grupo anarquista cuando tenía 16 años, es decir, hace un siglo (ahora hablo en siglos... me da cierto aire paleontológico). En aquella época, allá por 1925, eran muy fuertes los grupos anarquistas en la Argentina. También los socialistas tenían mucha presencia entre los obreros, los inmigrantes (Argentina es un país único en América por la emigración. A veces


se olvida que este es un país de emigración, lo que supone una suerte de fractura entre Europa y América. Eso es fundamental y yo lo he dicho siempre, en ensayos escritos hace muchos años). Bueno, en esos grupos obreros había gente violenta y había grandes idealistas incapaces de matar una mosca... acá y en todas partes del mundo.

Estudié Matemáticas porque me daba una especie de orden que yo no tenía: el orden platónico. Estuve unos tres años con estos muchachos. No eran solamente muchachos: también los padres eran grandes anarquistas. En el año 30, cuando empieza la dictadura, la primera dictadura argentina del general Uriburu, amigos comunistas —yo tenía amigos comunistas también— me empezaron a convencer de que el anarquismo era una doctrina utópica, imposible de llevar a la práctica. En cambio el comunismo era una realidad. No se olvide que estamos en el año 30, que todavía el resplandor romántico de la Revolución Rusa era tan grande que hasta Borges le hizo un poema al Ejército Rojo. Todavía no había empezado a reinar el estalinismo, que empieza muy poco tiempo después. Yo leí mucho, me hicieron leer muchos libros, particularmente los libros básicos. He leído el Manifiesto comunista, como todo el mundo, aunque no he conocido a nadie que haya leído El Capital: puede ser que haya habido por ahí alguna persona... a mí no me consta. Ingreso en el movimiento comunista en plena dictadura de Uriburu, época peligrosísima: se torturaba, se perseguía, existía la famosa sección especial contra el comunismo. Una época terrible y, como se comprende para un muchacho de esa edad, a mí nunca me gustó la injusticia, mucho menos la injusticia social. Abandoné todo, familia y estudios, durante cinco años, hasta el año 35. Llegué a ser secretario de la Juventud Comunista Argentina, con riesgos que usted no puede ni imaginar: salí de la tortura, de la muerte... Como dicen mis amigos, tenía un dios aparte.

Huida a París En 1935, a fines del 34, en pleno invierno europeo, me mandó el partido a la escuela leninista de Moscú. Habían descubierto, se había difundido un poco la idea de que yo... bueno... como en un monasterio donde uno de los monjes tiene la señal del Diablo debajo de la axila, se murmuraba que yo estaba al borde de la herejía. Y efectivamente: era cierto. Me mandaban a una de esas escuelas de verano para educarme bien y, eventualmente, para que no saliera jamás de Rusia. Primero tenía que pasar por Bruselas, donde se realizaba el Congreso Mundial contra la Guerra y contra el Fascismo. Me recibió Jean Henry Barbusse, que era un escritor muy conocido en aquel tiempo. Muy buen tipo, compañero de ruta, claro. Ahí tuve la oportunidad de estar en contacto con comunistas que venían de todas partes del mundo. Y me di cuenta que los males que yo creí argentinos eran universales: los males del estalinismo. Y que además los crímenes de Stalin empezaban a ser ya públicos: los famosos procesos, como el proceso de Kirov, en los que fue liquidando a todos sus grandes camaradas, fundadores del movimiento. Un caso atroz en la historia contemporánea. En Bruselas estábamos en un albergue juvenil: iban mochileros, muchachos jóvenes, estudiantes... Teníamos un cuarto asignado, un cuarto que compartía con un dirigente de la juventud comunista francesa, un fanático. Yo le empecé exponer algunas de mis dudas, de noche, pero al rato me di cuenta de que estaba corriendo gravísimo peligro, porque ese muchacho era un ortodoxo, según me dijeron. Le decían «Fierre», quizá nombre de guerra, nom de guèrre (porque teníamos todos un nombre supuesto) y las cosas llegaron a un punto muy duro. A un punto en el que tuve la intuición de que tenía que huir, porque este muchacho iba a denunciarme... Entonces, me levanto un día, espero que él se haya ido, arreglo mi valijita y me fugo, porque la palabra es esa: me fugo y me fugo a París. Yo tenía un contacto en París, un amigo. Como no tenía nada, porque me quedé sin dinero (pasé un invierno atroz, la verdad) me ayudó a buscar un lugar donde al menos pudiera dormir y comer. «Mirá —me dijo— yo conozco un portero de una escuela, de Escuela Normal Superior». El portero tenía un nombre alsaciano, creo recordar que se llamaba L’Hermán o «Lermán» como decían allá, y resultó ser un ángel del mundo, como tanta gente de esos ambientes revolucionarios. De puro ignorante, de puro

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candoroso, creía que todo era un invento del imperialismo yanqui. Al calor de L’Humanité Lermán me hacía entrar de noche a la escuela, subrepticiamente, por una puerta trasera, y así pude dormir en paz durante un par de meses. Con mucho frío, de verdad: fue un invierno muy terrible y ¡yo no tenía ni ropa! Él tenía una cama grande, en una especie de chambre de bonne, como decían en Francia, que no tenía ni calefacción. La calefacción en Francia era cosa de los grandes burgueses, en esa época. Yo dormía en la cama con él, en la cama grande, y hacía tanto frío que había que ponerse, además de las mantas, periódicos. Había toneladas de ejemplares de L’Humanité, el diario de los comunistas franceses, un periódico que yo leía un poco por masoquismo, como todo buen comunista. Yo no sabía que podía servir para dar calor y protegerte del frío. Cada vez que te dabas la vuelta en la cama se oía el ruido, «croc», «croc», de los diarios. Para lo único que creo que ha servido L’Humanité: para calentar.

Ernesto Sábato (03/03/1977). Fotograma del programa A fondo de RTVE

Ahí abandoné. Por fin le escribí a mi madre para que (pobre mamá: sufrió tanto en esos años) me enviara dinero para volver a Argentina. Volví en un barco español, de esos que llamaban «cabo»: cabo aquí, cabo allá. A mi regreso, abandoné el movimiento. Yo venía rompiendo ya desde algún tiempo atrás. Porque yo leía mucho; al mismo tiempo que era militante, no sola-

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mente leía a Marx: leía a Lenin, leía a los teóricos de los que salieron ellos, al propio Hegel, a Feuerbach. Yo leía mucho y leyendo empezaron mis dudas. Y fui evolucionando, después más rápidamente, hacia las corrientes existenciales. Pero no hacia el existencialismo francés, que era la moda: hablo de los grandes pensadores existenciales que había habido en Rusia, a finales de siglo y a comienzos, como Berdiaev. Abandono el movimiento, vuelvo a La Plata, me enchufo en el Instituto de Física, no quiero ver a nadie... Escribía (escribía mucho, tanto como pintaba) y estudié Matemáticas porque me daba una especie de orden que yo no tenía: el orden platónico. Llegué a hacer el doctorado e incluso obtuve una beca para trabajar en el Instituto Curie; allí, cuando volví por segunda vez a París en el año 38, hasta la guerra, rompí con la ciencia. La abandoné para siempre en el 43. Me reunía de noche con los surrealistas, entre los cuales había dos o tres españoles, como Óscar Domínguez. Y un hombre que no era surrealista, pero amigo también, que era pintor, un pintor muy modesto catalán, Grau Sala. Yo estaba escribiendo una novela, La fuente muda se llamaba, de un verso de Machado procede el título, que después quemé, como he quemado las tres cuartas partes de lo que he escrito... La gauche caviar En 1945 publico mi primer libro: Uno y el Universo. En 1948, el segundo: El túnel. En el 61 aparece Sobre héroes y tumbas. Fue publicado prácticamente en todas las lenguas europeas. Y todo esto antes del boom. La revolución cubana la recibimos con alborozo casi todos, porque era parecida a una revolución muy romántica, aunque se terminó haciendo estalinista. El boom hizo su aparición en 1964. Era una organización, era un montaje. Curiosamente —la Historia no es lógica sino paradójica— estos escritores, entre los que hay valores literarios, algunos de los cuales excelentes, se montan sobre la revolución cubana, que en esa época ya era estalinista, pero ninguno de ellos jamás había estado dentro del movimiento... yo había permanecido cinco años, con riesgo de vida, de tortura, de muerte; pero ninguno de ellos estuvo dentro del movimiento comunista. Todos eran lo que en Francia llaman la gauche caviar, la izquierda caviar. Comunistas de salón, todos. Me criticaron. Me atacaron ferozmente. Porque además de tener una persona, un escritor que se ma-


Esperanzas en este país yo tengo muchísimas, justamente porque andamos muy mal. La esperanza nace siempre de la imperfección.

nifestaba partidario de la Unión Soviética, tenían uno de los saltomagmantes1 más poderosos que han existido en la tierra jamás (lo tradujeron hasta el yiddish) y los demás éramos parias. A mí no me liquidaron, ni literaria ni físicamente, porque soy muy resistente y porque había publicado libros antes, y había tenido muchas traducciones. Sí liquidaron, en cambio, liquidaron de verdad, a un hombre como Kelster, que era sobre todo un escritor político, un poco tipo Semprún, digamos; lo volvieron prácticamente loco, lo llevaron al alcoholismo y al suicidio. Era húngaro, un gran tipo. Como hay tantos: diez, doce millones, de torturados y muertos (son cifras oficiales del nuevo gobierno) en campos de concentración en la Unión Soviética... Estos escritores decían a menudo que luchaban por la liberación de los derechos humanos: hablaban de la liberación de derechos humanos en Latinoamérica. Una horrorosa mentira. Sobre todo cuando estaban en los países donde había torturados: jamás ninguno de ellos dijo una sola palabra sobre la violación de los derechos humanos en todo el ámbito soviético: ni en Rusia, ni en China, ni en ninguna parte. Y por eso, cuando ellos llegaron, dirigieron todas sus baterías contra tipos independientes, que además 1. Nota del A. He repasado cuidadosamente la grabación y aunque el sonido es de mala calidad y en todo este texto puede haber errores de transcripción derivados de esa mala calidad, esta palabra se escucha con absoluta claridad. Sábato la pronunció tal cual: «saltomagmantes»; tal vez quiso decir «saltomangantes», no sé. En todo caso, parece que se trata de uno de esos neologismos que el autor inventa sobre la marcha y de los que hay otros ejemplos en esta conversación, como el verbo «facistizar» o los derivados que más adelante construye a partir de la palabra híbrido/a.

los molestaban literariamente. Seamos francos: aprovecharon la bola. Como decía LaRouche: «siempre es bueno aprovechar para hacer algo que tiene todo el aire de la honestidad». Parecía que ellos defendían algo así como prestigio social y yo era una especie de burgués putrefacto, cuando me pasaba la vida entre anarquistas. El caos moral de la Argentina [Dos profesores canarios vienen a besar al santo, que los recibe con gran amabilidad y los despacha en unos 20 minutos. Sin movernos del cuarto de estar, de los recuerdos pasamos al presente. A la actualidad de «la» Argentina, con artículo, que es como lo dice Sábato y como decíamos los españoles antaño, antes de que internet y los jumbos le quitaran la lejanía y el artículo. Esa Argentina que estos años, primeros de la última década del siglo, está ya sumida en un caos político, social y económico. Y moral, me dirá Sábato.]

Si usted me dice «¿qué es la Argentina?» la pregunta es cortísima pero la respuesta es la teoría de Newton. Usted no, pero eso me preguntan todos los extranjeros periodistas que vienen acá: «¿Pero qué diablos es Argentina?». Por teléfono le hablé del caos moral. Hay un caos moral en Argentina, eso por supuesto. Pero no hay que creer que en toda la nación haya un caos moral: eso es una falacia. Lo que es inmoral es todo lo que contiene el gobierno, con alguna excepción honrosa. Dicen ahora que narcotráfico hay en todas partes del mundo: sí, pero acá es muy viejo y ofrece «pequeñas» diferencias, ¿no?: los involucrados en el Yomagate2 son gente del Gobierno y allegados íntimos de Menem. Esa es la gran diferencia. Caos moral en una capa de la población que no es, de ninguna manera, toda la Argentina. Está en la capa gubernamental y en buenos estratos de la burocracia: la mayor parte son corruptos, como en casi todo el mundo. La corrupción forma parte de la condición humana, desde la época del Eclesiastés hasta hoy. En el Eclesiastés 2. El Yomagate es un escándalo en el que se vieron envueltos varios miembros de la familia del presidente Menem mientras él estaba en activo. Fue perseguido jurídicamente por el juez español Baltasar Garzón y destapado periodísticamente por Manuel Cerdán y Antonio Rubio en la revista Cambio 16, entonces dirigida por su fundador, Juan Tomás de Salas.

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se dice que «no hay nada nuevo bajo el sol»: se refiere a eso, a lo corrupto, en lo espiritual y lo moral. Eso ha habido siempre. Lo grave de nuestra situación es que un gobierno, empezando por su presidente, esté implicado. Yo considero que la enorme mayoría de la nación es buena gente que está viviendo ahora en la miseria. Cosa que tiene sus ventajas. Este país era muy fácil, evidentemente: tiraba trigo (¿cuántas cosechas se echaría adelante?) tiraba trigo, que salía solo. Eso se terminó. Se calcula que los dos tercios de la población están en la pobreza, y algunos, en el hambre. Desde cierto punto de vista eso es bueno: todos los males son aleccionadores, tanto para el hombre en particular como para las naciones. No estoy con esto convalidando la atrocidad que existe: estoy diciendo que este hecho atroz es didáctico, este mismo hecho atroz conlleva grandes enseñanzas. Por eso yo tengo esperanzas, paradójicamente. La gente está madurando, está sufriendo, y de ahí pueden salir grandes cosas [«todo esto que le estoy diciendo —se interrumpe a sí mismo para hacer la broma— lo debe de haber dicho un chino hace dos mil años...»]. Fíjese: los países europeos sufrieron pestes blancas, negras, ocupaciones, bárbaros, degüellos, violaciones... Mire qué naciones salieron... [Le comento que la víspera, cenando con una amiga argentina, la juez Marta Herrero, dije algo parecido: «A ustedes lo que les falta en este país es haber sido invadidos violentamente por alguien... Esas cosas unen mucho». Continúa entre risas.]

¿Quién le autorizó a decir anoche cosas que yo le acabo de decir? Es exactamente lo que le estaba diciendo. Me alegra que haya personas que piensen como yo. Porque acá me dicen —hablo alguna vez por televisión— «qué raro es Sábato». Esperanzas en este país yo tengo muchísimas, justamente porque andamos muy mal. La esperanza nace siempre de la imperfección. En una realidad perfecta ¿para qué tener esperanzas? Cuando hay caos es cuando hay más esperanza. [Le comento mis conversaciones de los últimos días. Los argentinos con los que he hablado hacen autocríticas muy amplias del país, pero no de la propia conducta de los ciudadanos.]

Son tan nacionalistas los argentinos que hasta los errores nuestros piensan que son únicos. Dicen unas

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cosas... que hasta las calamidades nuestras son únicas. Tranquilos, por favor. Con lo que están sufriendo, con lo que han sufrido países en el mundo, que han sobrevivido, ¡lo que ha sufrido el pueblo judío: siete mil años y mire lo que ha dado!, o los armenios, naciones que han sido destruidas veinte veces, que han sufrido toda clase de persecuciones, de iniquidades. Y luego todos los países de Europa: todo el sufrimiento de Francia, el de Alemania, el de Polonia, el de España... Lo bueno de las catástrofes, lo malo del bienestar El bienestar, por ejemplo, que ahora hay en España va a traer sus cosas malas. Yo lo divisé en Málaga: me invitaron a un seminario de filología que dirige el presidente de la Real Academia, me hicieron un homenaje: por equivocación, porque una persona que se ha pasado la vida hablando contra las academias... Pero esta academia es distinta, en las últimas décadas. Bueno, dije eso, delante de un público muy vasto de estudiantes y de profesores. Me dirigí a los muchachos y dije: «Muchachos, cuidado con estos excesos del mercado común europeo, porque —estábamos cerca de la plaza de toros de Málaga— el día que esa plaza de toros sea comprada por McDonald’s se terminó la España del Quijote y Unamuno. Cuidado, dije, porque también los bienes traen males. Ya entraron en el mundo del ultra-consumo, cuidado con eso». El país más desarrollado del mundo tiene el 80 por ciento del consumo de la droga mundial, y eso que tiene nada más que doscientos cincuenta millones de habitantes. Siempre he sostenido, siempre he dicho a los pobres hermanos de Latinoamérica, cuando eran pobres y nosotros no éramos pobres, que el porteño, el hombre de Buenos Aires, era uno de los tipos más desagradables del mundo: arrogante, tenía los vicios más grandes del mundo, lo que era además para ellos un motivo de orgullo básico. Tener vicios no es motivo de orgullo: lo que es motivo es haber producido a Dante Alighieri o a Cervantes. Desde ese punto de vista eran idiotas. Esa raza, que se creció con el bienestar, está desapareciendo y esa es otra de las felicidades que va a traer la catástrofe. Todo eso va a ser positivo. Yo no lo voy a ver, pero lo he escrito muchas veces. Usted me dice que le extraña cómo un país con tanta abundancia, con tantas riquezas naturales... Como decía Proust «los aunque, casi siempre son porqués desconocidos». Precisamente por eso...


la vida fue muy fácil en Argentina: ahora, todos tienen que arremangarse a trabajar en serio. Nos va a venir muy bien. Por teléfono me dijo que el problema argentino se encamina hacia «un pacto de convivencia». Hay que ver qué clase de pacto. Hay pactos y pactos. Hay pactos que se hacen sobre la base de renunciar a grandes principios, cosa que nunca se debe hacer; y hay pactos realistas en los que no se renuncia a grandes principios. El gran principio es mantener la democracia. Yo no soy radical (repito: yo soy anarquista) pero Alfonsín nos dio la libertad y devolvió el honor a la Argentina. Él no es partidario de cualquier pacto. Debe ser un pacto que asegure la perdurabilidad del régimen republicano y democrático. Y que asegure además, mediante el desarrollo paulatino, el pan para el pueblo, el pueblo en el sentido estricto de la palabra: están ganando sueldos miserables, cuando hay individuos que ganan, y no hablo de los multimillonarios, hay funcionarios que están ganando del orden de los 25.000 dólares mensuales.

dos y unos fiscales honrados, que se ganan el sueldo con buena voluntad. Se está creando, va a salir, van a salir... La Historia, como dice William James, el hermano de Henry James, que fue un gran filósofo, la Historia es infinitamente novedosa. Por eso han fracasado todas las previsiones. Un especialista en previsiones fue Marx, pero no le resultó ninguna: salvo que la televisión es el opio del pueblo. Ahí acertó. Se equivocó un poco en el lenguaje, porque dijo iglesia en vez de televisión, pero acertó en la profecía. Todas las demás fracasaron. Entonces, predecir es muy difícil en la Historia. Hay factores además personales, no solamente sociales. De pronto una salud de hierro de un dictador es más importante que la formación de todo un frente. En España mismo así fue: ¡no se moría nunca Franco! Yo tengo esperanzas... Hay una generación de cuarenta años, por término medio, muy amargada, se consideran una generación fracasada...

En la Transición española había elementos que no se detectan en Argentina: poderes y personajes del régimen anterior que pensaban que el cambio era bueno para su propia supervivencia; aceptaban un cambio porque pensaban que eso era el futuro... Y no lo erraron... Algunas familias políticas dentro del propio régimen pensaban que el franquismo sin Franco no tenía salida. Y había un factor importantísimo: había voluntades individuales, personas con capacidad de decisión y coraje para llevar adelante las cosas. Eso influyó. Y seguro que en un país tan caudillista como Argentina también tendría que influir... Ustedes tuvieron la suerte de tener una Transición inteligente, que fue muy positiva, la de Suárez, que ahorró tal vez sangre a España y que permitió una Transición civilizada, y un gran Rey y una gran Reina. Así como la familia real inglesa es una especie de opereta, la familia real española es muy seria. Pero en Argentina no veo nada de eso, más allá de un escritor venerado, unos periodistas osa-

Ernesto Sábato. Fotograma del discurso de recepción del Premio Cervantes (RTVE, 1984).

Esos no son recuperables... Sí: son recuperables. Todo es recuperable. Hasta la basura se recupera... Muchos de ellos se consideran a sí mismos no recuperables Sí, porque hay una delectación en esa especie de delectación masoquista. No, no: se equivocan. Se va a recuperar, la mayor parte. Y luego vienen las nuevas generaciones. Mi nieta que tiene veintidós años y estudia arquitectura, en una reunión que hubo acá, de mi familia por mi

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cumpleaños, yo hablé largamente de todo este problema. Y me dijo: «tatita» (me dicen «tatita», que es una costumbre antigua de los criollos para el abuelo) «nosotros vamos a reconstruir el país». Y lo dijo con tanta sencillez y seriedad que me conmovió mucho. Eso es cierto. Pero mucha de la gente que hoy se considera perdida, personalmente perdida, también va a recuperarse.

Los racistas más grandes del

Está bien lo que me cuenta de su nieta, porque intuyo —ya se está viendo en otros países— que ése es un factor de futuro determinante: la entrada de las mujeres en la vida pública y profesional. En un país más bien machista, como la Argentina, será revolucionario. Están entrando a raudales, las mujeres. La mitad de la gente que actúa en la universidad, en los centros de estudiantes y demás son mujeres. Es una revolución. No, no, mire: todos estos males traen cosas buenas. Tampoco hay que ponerse a hacer una fiesta, pero yo creo que va a pasar.

lo disimulan más bien.

¿Conoce la leyenda del indio sabedor, del Amazonas? Cuando el indio sabedor cae en el agua, en lugar de luchar en vano contra la corriente se deja hundir hasta el fondo y ahí da una patada que le permite salir a flote y dominar la situación; en el fondo está la fuerza que necesitaba. Sí, sí. Yo no soy un indio amazónico, pero pienso más o menos lo mismo. Aunque hay una contrapartida, de ese adagio. Todos los adagios son verdaderos porque siempre hay un contra-adagio que lo niega, y se aplica según las circunstancias uno u otro. Hay uno que dice «no por mucho madrugar amanece más temprano» y hay otro que dice «a quien madruga. Dios lo ayuda». Siempre son duales: por eso son infalibles. A eso que usted acaba de decir se le puede oponer otro: un chiste muy conocido en el que se incendia un teatro; todo el mundo aterrado, el primer actor guarda su compostura, se acerca y dice «calma, calma, sobre todo calma: y ahora vamos a salir todos despacio, porque si no van a lograr matarse en la barrera de salida». Murieron todos quemados. De otra manera podían haberse salvado. Entonces, ni tanto ni tan pronto. Pero cuando impera el «sálvese quien pueda»... ...frase que no fue inventada por los argentinos, lo que quiere decir que es una larga sabiduría.

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mundo son los anglosajones, pero como han sido hipócritas, en Inglaterra,

Algún navegante ibérico, quizás. Esas etapas son tremendamente difíciles y duras de soportar, sobre todo para quienes están en esa estadística de las tres cuartas partes de pobreza. Con el gobierno de Alfonsín, cuando se creó el austral, hubo una calma de más de un año: dos años y medio. Usted sabe que los economistas pueden mantener la inflación mediante muchos recursos. Este argumento, que está cundiendo, ha sido prefabricado ex profeso para demostrar que este gobierno está logrando una cosa fundamental... que se logró en la época de Alfonsín. Así que ojo con eso: con ese espejismo, ¿eh? Lo único que salva a un país es el aumento de la producción. Y hay cuarenta mil millones de dólares de argentinos en el extranjero. Esos no vuelven. Puede ser que empiecen a volver. Otro elemento preocupante: todo el mundo me repite aquí el viejo son, la vieja ideología: «Todos los políticos son unos delincuentes». Eso es un disparate. Eso de que todos son delincuentes es un gravísimo disparate, una gravísima equivocación, es una idiotez. Nunca se ha dado en ninguna parte del mundo que una nación sea totalmente delincuente: nunca. El hombre, el hombre en general, no solamente el argentino, la condición humana... como decía Pascal, un hombre puede ser un gusano asqueroso o un santo, un héroe: todo puede ser en un hombre, en cualquier parte del mundo y en cualquier época. También, para emplear siempre antecedentes ilustres, Dostoyevski decía que el hombre se lo disputan Dios y el Demonio: el


territorio del combate es el corazón del hombre. Así ha sido siempre y así va a seguir siendo siempre. Para modernos, los clásicos Yo le puedo hablar de estas cosas, y decirle que de las desgracias se aprende, quizá porque tuvimos una educación muy severa. Primero, de gente de bien de un pueblo; segundo, mis padres eran montañeses italianos y la vida de un montañés en Italia, o en España o en Yugoslavia, es dura. De ahí me queda a mí la costumbre de levantarme a las cinco de la mañana, por ejemplo. Yo me levanto a las cinco de la mañana... esas cosas que a uno le metieron junto con la emulsión de Scott. La gente se asombra que yo me levante en plena noche. Ahora empieza a amanecer a las siete y cuarto, más o menos, pero el 21 de junio a las cinco de la mañana es totalmente de noche. [Comento que un escritor irlandés amigo mío, John Maher, se levanta a esa hora para trabajar. Lo llama, en francés, «la crème du jour».]

Hay muchos autores que escriben de madrugada, eso es cierto. Uno que escribía de madrugada, y al que personalmente no le tengo mucha simpatía, era Paul Valéry. Hay otros seguramente más simpáticos que también hacen lo mismo. Hay un silencio absoluto, hay un aislamiento un poco del mundo. [Llegado este punto, cuando de los grandes asuntos hemos pasado a la vida cotidiana, del cuarto de estar pasamos al jardín.]

Le quiero mostrar, aunque sea le tour du propriétaire, como dicen los franceses, la casa... Ésta era una vieja quinta. Antes las llamaban quintas, no tiene equivalente preciso en España. Esto son restos de una quinta. Esto era un jardín de invierno. Hay árboles de más de cien años, acá: como esa araucaria. Así que, bueno, como yo soy un reaccionario, aunque no en el sentido actual, me gusta lo que es más bien antiguo, ¿no?: está probado, lo antiguo, ¡jé! A veces me preguntan qué hay que leer, los chicos, por la calle. Yo les digo: «cualquier cosa menos novedades. Esperar diez años. Cuando quede un libro de esos, leerlo, si no, no: no pierdas tiempo ni dinero». Como decía no sé quién, «para modernos, los clásicos». La mezcla es bella [De la armoniosa convivencia entre árboles de diversas especies nos vamos a la difícil convivencia entre las diversas especies humanas.]

Hablar de la identidad de los argentinos es uno de los grandes problemas bizantinos. ¡Todas las naciones son impuras! ¿Cuál es la verdadera identidad de España? ¿Cuál es la identidad de Latinoamérica y de la Argentina, ahora que se habla tanto de identidades? ¡Todos los países son turbios, tienen orígenes complejos! También es una gran cosa. Fíjese a dónde vamos a tener que retroceder para hallar la identidad de España.... ¿A los íberos? Muy poco sabemos de ellos. ¿A los celtas? ¿A los visigodos? ¿A la gran cultura, a una de las más grandes que han existido: a la cultura musulmana, en los emiratos de Córdoba y de toda Andalucía? Toda esa mezcla, la mezcla histórica es clara, ¡nada de lo que se refiere al hombre es puro!

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Entrevista a Ernesto Sábato

Eso es verdad hasta en los cánones de belleza. Contra lo que pensaba Hitler, las razas poco mezcladas son las más feas: frente a la belleza desbocada de una mulata o un mulato, los habitantes de países aislados históricamente parecen descoloridos, incompletos. ¡Por supuesto! ¡Por supuesto! El hibridaje ha sido siempre rico. Tómese el ejemplo de Estados Unidos, para poner un país racista (los racistas más grandes del mundo son los anglosajones, pero como han sido hipócritas, en Inglaterra, lo disimulan más bien. Los alemanes quizá son más burdos pero si usted rasca así a cualquier inglés, aunque sea del puerto de Liverpool, se encontrará un racista). Estados Unidos es un país racista, una sociedad racista. Pues bien: la producción más curiosa, más singular, más original de Estados Unidos ha sido la música negra. Esta vez es usted quien me ha robado el pensamiento. He hablado y he escrito muchas veces de ese mismo asunto. Casi todos los grandes músicos son eclécticos y casi todas las grandes músicas han salido de la mezcla, del encuentro o de la buena vecindad (la palabra «fusión» nunca me ha parecido adecuada). El caso del jazz, del rock y de casi todas las músicas más actuales. Nace de la hibridez, fíjese. Nace del hibridaje. Por un lado, esclavos negros. Por cierto que eran superdotados: primero, porque cazaban a los mejores; segundo, porque la mitad o la tercera parte morían en los campos de concentración (yo he estado en la cárcel, yo he estado en la Isla de Core...); tercero, porque otro tercio moría en el viaje: cuando estaban enfermos los tiraban a los tiburones. Los que superaron todo eso eran Cassius Clay: superhombres, no nos engañemos. Esos superhombres crearon esa música, por hibridad con las corales protestantes, su música sacra, sus canciones, la música de campo, o la country music que llaman ellos, traída por los labriegos escoceses y por los irlandeses... De esa mezcla sale toda la música popular actual. Claro, sobre la base de un pueblo que tiene el ritmo en la sangre... Yo la primera vez que llegué al África central vi en un café de la calle a un mozo —un mozo le llamamos aquí al camarero— que llevaba una ban-

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Por lo que a mí se refiere, me tendrán que llevar a la muerte con el auxilio de la fuerza pública.

deja: ¡era un ballet! Era hermosísimo el sentido del ritmo. Yo tengo un disco —lo tenía, porque se lo di a alguien— donde hay cinco tambores, nada más, entrecruzados de una manera tan sutil y tan bella como pocas veces he visto la música. Con ese bagaje de ritmos, con ese candor... Todo arte así, si es verdadero, tiene algo de hombre, mujer y niño. Si pierde el candor no será nada. Todo artista tiene una mezcla de hombre, mujer y niño. Con esa base los Estados Unidos crearon la producción más original de la música de nuestro tiempo. ¿Qué le parece? Hasta los Beatles están en esa senda. Pero si un camionero de Texas descubre que una mujer blanca tiene un bisabuelo negro, la saca a patadas y le escupe... Hay una película hecha por Spencer Tracy donde eso ocurre. De la Vida y la Muerte [En su tramo final, quizá porque acabamos de ver los cuadros, la conversación deriva hacia la muerte. Recordamos, recuerda Sábato, el cuento de aquel que nunca encontraba una fecha oportuna para morirse.]

Siempre he pensado que me moriré en jueves. De viernes a domingo son días de descanso y la gente se irá al campo, a la finca o al cine. El lunes es el primer día de trabajo, el martes trae mala suerte, el miércoles es anodino. El jueves es mi día. Hace unos días me dijo un amigo: «Ernesto, vos que eras tan admirador de Vallejo... ¡Vallejo murió en jueves!» Y de ahí me debe de haber quedado la idea. Mucho mejor no morirse, maestro. Claro que es preferible no morirse. Por lo que a mí se refiere, me tendrán que llevar a la muerte con el auxilio de la fuerza pública. Porque a mí me gusta mucho la vida. Entrevista publicada en el núm. 244 de Quimera, de mayo de 2004.


El inexistente Borges Leonardo Sciascia

En cierto sentido —un sentido propiamente borgiano— Borges se lo ha buscado. Sus instancias al olvido, a la inexistencia, a la voluntad de ser olvidado, a no querer ser ya Borges, no podían hasta cierto punto y con los aires que corren por el periodismo sino generar la noticia de que Borges no existe. Así la recoge Le Monde: «Según la revista argentina de derechas Cabildo, José Luis Borges no existe. En su último número la revista

afirma que en realidad Borges ha sido creado enteramente por un grupo de escritores (Leopoldo Marechal, muerto, Adolfo Bioy Casares y Manuel Mújica Láinez) que, para dar vida a su personaje, han contratado a un actor de segunda fila, Aquiles Scatamacchia. Y este actor, afirma el redactor de la revista, es el que encama al inexistente Borges para los mass media. La impostura, que habría sido descubierta por la Academia real de Suecia encargada de la concesión del Nobel, ha impedido que el falso Borges fuera premiado, precisa la revista argentina, que hace juego a los Ajar sin saberlo. Pero ¿con qué finalidad?». La expresión «hacer un juego a los Ajar» se refiere al caso, clamoroso en Francia, de Romain Gary, cuyo suicidio ha revelado una broma —que no lo era para Gary— dirigida a la intelligentsia francesa: sirviéndose de un joven pariente, Paul Pavlowitch, y asignándole el pseudónimo de Emile Ajar, Gary había publicado cuatro libros que nadie había reconocido como suyos y que habían tenido —como si fueran de un nuevo escritor, de una brillante revelación— un gran éxito. A continuación, hay que advertir cómo, en el suelto de Le Monde, este ilustre diario colabora, sin quererlo, en la inexistencia de Borges rebautizándolo José, en vez de dejarle el genuino nombre de Jorge con el que (presumiblemente en la parroquia de San Benito de Palermo, de donde le viene el nombre de Palermo al barrio de Buenos Aires, siempre recordado y amado por Borges) fue bautizado y con el que es conocido. Y prestando atención a este pequeño lapsus, la pregunta que se hace Le Monde —¿con qué finalidad la revista argentina ha inventado la inexistencia de Borges?— encuentra la respuesta que la propia revista (es evidente que sólo intenta crear un caso sensacionalista) no sabría dar. Y es ésta: la noticia de la inexistencia de Borges es una invención que está en el orden de las invenciones de Borges, fruto y perfeccionamiento del universo

Estatua de Leonardo Sciascia en Racalmuto. Fotografía: Davide Mauro

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Leonardo Sciascia. El inexistente Borges

...la revista [Cabildo] afirma que en realidad Borges ha sido creado enteramente por un grupo de escritores... borgiano, el punto de soldadura de la circularidad borgiana, del sistema. Y a cualquiera le puede sobrevenir la sospecha de que la invención de la inexistencia de Borges haya podido tener como autor al propio Borges: una especie de atajo inventado por él para conseguir anticipadamente la inexistencia. Si, en efecto, por un momento fingimos creer en la revelación de que Borges no existe y de que sólo existe el actor Aquiles Scatamacchia (Achille Scatamacchia: ¡qué nombre de commedia dell’arte), contratado por un grupo de escritores para representar el papel de un fantástico personaje llamado Borges, muchas de las cosas escritas y dichas por Borges adquieren sentido y valor de prueba. Y no sólo eso: de las cosas dichas se podría incluso extraer alguna frase y considerarla como «voz del pecho salida» a un Aquiles Scatamacchia en ocasiones cansado del papel de Borges al que ya está condenado. Es fácil siempre, sobre un cierto número de indicios, instruir proceso y sentencia: e imaginémonos todo lo Leonardo Sciascia con amigos en Racalmuto. Fotografía: Davide Mauro

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que Borges ha venido ofreciendo como prueba a favor de la propia inexistencia. Hace algunos años definí a Borges como un teólogo ateo. Hay que añadir que es un teólogo que ha hecho confluir la teología en la estética, que en el problema estético ha absorbido y agotado el problema teológico, que ha convertido el «discurso sobre Dios» en un «discurso sobre la literatura». No es Dios quien ha creado el mundo, son los libros quienes lo crean. Y la creación es en acto: en magma, en caos. Todos los libros apuntan hacia «el» libro: el único, el absoluto. Mientras, los libros son como encrespados «accidentes» respecto a la «sustancia» en que confluirán y que será el libro («substantia sive deus»: spinozianamente); y hasta que no ocurra la confluencia, la fusión, cada libro será susceptible de variaciones, de cambios —es decir, de aparecer distinto a cada época, a cada generación de lectores, a cada uno de los lectores y a cada relectura por parte de un mismo lector. Un libro no es más que la suma de los puntos de vista sobre el libro, de las interpretaciones. La suma de los libros, que comprende estos puntos de vista y esas interpretaciones, será el libro. Y entonces ¿qué importa que un hombre con el nombre de Jorge Luis Borges haya escrito diez o veinte o ninguno, si por otra parte no se sabe verdaderamente qué ha escrito? Esperemos que igual ocurra con nosotros. Artículo publicado en el núm. 46-47 de Quimera, de marzo de 1985.


Diario de una escritora

Virginia Woolf

Virginia Woolf (1902). Fotografía: George Charles Beresford

1922 Viernes, 23 de junio Jacob está siendo pasado a máquina por la señorita Green y cruzará el Atlántico el día 14 de julio. Entonces comenzará mi temporada de dudas y de altibajos.

Me voy a proteger de la siguiente manera. Procuraré tener adelantado un relato para Eliot, vidas para Squire y Reading; de manera que pueda darle la vuelta a la almohada según sea mi suerte.

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Virginia Woolf. Diario de una escritora

Si dicen que se trata de un inteligente experimento, me dedicaré a producir, en calidad de producto acabado, La señora Dalloway en Bond Street. Si dicen, su narrativa es inverosímil, yo diré, y qué me dicen de la fantasía de la señorita Ormerod. Si dicen: «Ni uno de sus personajes consigue importarnos un pimiento», les diré que lean mis críticas. Pero, ¿qué dirán del Jacob? Una locura, supongo; una rapsodia inconexa, no lo sé. Para formarme una opinión sobre este libro confiaré en volverlo a leer. Sobre volver a leer novelas es el título de un artículo muy trabajado, pero notablemente inteligente, destinado al Supt. Miércoles, 26 de julio El domingo L. leyó El cuarto de Jacob. Estima que es mi mejor obra. Pero la primera observación que hizo fue que está pasmosamente bien escrito. Discutimos al respecto. Dice que es una obra genial; considera que no se parece a ninguna novela; afirma que los personajes son fantasmas; dice que es un libro muy extraño, asegura que carezco de filosofía de la vida; mis personajes son títeres que el destino mueve de aquí para allá. No está de acuerdo con que el destino actúe de esta manera. Dice que debo usar mi método en uno o dos personajes, la próxima vez; y le pareció un libro muy interesante y hermoso, sin ninguna laguna (salvo la fiesta, quizás), y muy comprensible. He quedado con la mente tan afectada que no puedo escribir estas líneas con el rigor formal que merecen; estoy ansiosa y excitada. Pero, en términos generales, me siento complacida. Ninguno de los dos sabe lo que pensará el público. En mi fuero interno, no tengo la menor duda de que he descubierto la manera de comenzar a decir algo (a los cuarenta) con mi propia voz; y esto me interesa de tal manera que creo que puedo seguir adelante sin necesidad de elogios. Miércoles, 16 de agosto Debiera estar leyendo el Ulysses y formulando mis argumentaciones en pro y en contra. Por el momento he leído doscientas páginas, que ni siquiera representan la tercera parte; los dos o tres primeros capítulos, hasta el final de la escena del cementerio, me han divertido, me han estimulado, me han hecho experimentar la sensación de encanto, y me han interesado; luego, he quedado desconcertada, aburrida y desilusionada por el espectáculo de un asqueroso estudiantillo rascándo-

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se el acné. ¡Y pensar que Tom, el gran Tom, considera que esta obra está a la altura de Guerra y Paz! Me parece el libro propio de un analfabeto, un libro carente de desarrollo; la obra de un obrero autodidacta, y todos sabemos cuán lamentables son estas obras, cuán egotistas, cuán insistentes, cuán primarias, crudas, y, en última instancia, nauseabundas. Cuando se puede comer carne guisada, ¿a santo de qué comerla cruda? Pero supongo que, cuando uno está anémico, cual es el caso de Tom, la sangre es pura gloria. Como sea que soy bastante normal, pronto estaré preparada para volver a los clásicos. Quizá modifique este parecer más adelante. No quiero apostar aquí mi sagacidad crítica. Clavo un palo en el suelo para marcar la página doscientas. […] Martes, 22 de agosto La manera para volver a ponerse a escribir es la siguiente. Primero, leves ejercicios al aire libre. Segundo, lectura de buena literatura. Es un error creer que la literatura puede producirse partiendo de materiales no elaborados. Hay que quitar la vida en medio —ésta es la razón por la que me desagradan tanto las interrupciones de Sydney—, una debe adquirir calidad exterior, muy, muy concentrada, toda ella centrada en un punto, sin verse obligada a basarse en las desperdigadas porciones de un personaje, que vive en el cerebro. Sydney viene, y yo soy Virginia; cuando escribo soy tan sólo una sensibilidad. A veces me gusta ser Virginia, aunque sólo cuando estoy dispersa, diversa y gregaria. Ahora, en tanto nos encontremos aquí, me gusta ser sólo una sensibilidad. A propósito, da gusto leer a Thackeray, muy vivo, con toques, como los llaman los Shanks, pasmosamente certeros. Lunes, 28 de agosto Estoy volviendo de nuevo al griego y verdaderamente debo trazar un plan: hoy día 28: La señora Dalloway terminada el 2 de septiembre; entre el domingo día 3 y el viernes día 8, comenzar Chaucer, con lo que quiero decir que ese capítulo debe estar terminado el día 22 de septiembre. ¿Y luego? ¿Escribiré el capítulo siguiente de La señora Dalloway, si es que ha de tener otro capítulo, y será este capítulo «El primer ministro»?, lo cual durará hasta una semana después de haber regresado, o sea, el 12 de octubre, digamos. Entonces debo estar preparada para comenzar mi capítulo griego. De manera


En mi fuero interno, no tengo la menor duda de que he descubierto la manera de comenzar a decir algo (a los cuarenta) con mi propia voz... que puedo contar con un período que va desde hoy, día 28, hasta el día 12, lo cual representa poco más de seis semanas, pero debo prever ciertas interrupciones. Y ahora, ¿qué debo leer? Un poco de Homero; una obra de teatro griego; un poco de Platón; libros de texto, Zimmern, Sheppard; la vida de Bentley; y si hago todo lo anterior concienzudamente ya será suficiente. Pero, ¿qué obra de teatro griego? ¿Y qué cantidad de Homero y Platón? Bueno, siempre tango la antología. Y a fin de cuentas termino en la Odisea, por culpa de los elizabetianos. Debo leer un poco de Ibsen para compararlo con Eurípides, a Racine con Sófocles, quizás a Marlowe con Esquilo. Todo suena muy culto pero realmente puede divertirme; y si no me divierte, nada me obliga a continuar. 1923 Lunes, 15 de octubre Ahora estoy en plena escena de la locura de Regent’s Park. Me he dado cuenta de que escribo ciñéndome todo lo posible a los hechos, y que escribo quizá cincuenta palabras en una semana. Algún día tendré que volverlo a escribir. Creo que la estructura es muy superior a la de mis otros libros. Temo que no seré capaz de llevarla a efecto hasta el final. Reboso ideas al respecto. Tengo la impresión de que puedo incorporar todo lo que he pensado en mi vida. Cierto es que estoy menos coaccionada que en cualquier caso anterior. El punto dudoso, a mi parecer, es el personaje de la señora Dalloway. Quizá sea demasiado rígido, demasiado chispeante, demasiado cincelado. Pero también es cierto que puedo incorporar innumerables personajes que le den apoyo. Hoy he escrito la página cien. Desde luego, sólo he estado tanteando el camino, por lo menos

a partir del último agosto. Estuve un año tanteando, para descubrir lo que denomino mi procedimiento de perforar túneles, mediante el cual cuento el pasado a plazos, siempre que lo necesito. Por el momento, éste es mi principal descubrimiento; y el hecho consistente en que me haya costado tanto tiempo irlo descubriendo demuestra, a mi parecer, cuán falsa es la doctrina de Percy Lubbock, o sea que se pueden hacer conscientemente esas cosas. Una va a tientas, sintiéndose muy desdichada —incluso llegó el momento, cierta noche, en que decidí abandonar el libro—, hasta el momento en que toca un resorte oculto. Pero, oh Dios mío, no he releído mi gran descubrimiento, por lo que bien puede ser que carezca de importancia. Da igual. Reconozco que he depositado esperanzas en este libro. Seguiré escribiéndolo hasta el momento en que, honradamente, no pueda escribir ni una línea más. El periodismo, todo, debe quedar subordinado a este libro. 1924 Domingo, 7 de septiembre Es una vergüenza que no escriba nada, o que, si escribo, escriba con desaliño, utilizando solamente participios presentes. Me parecen muy útiles, en esta última etapa de la Sra. D. Ahora, por fin, he llegado a la fiesta, que comienza en la cocina y asciende lentamente por la escalinata. Deber ser un episodio sumamente complicado, ingenioso, sólido, en el que todo quede unido, y que termine en tres notas, en diferentes puntos de la escalinata, que diga cada una algo para definir a Clarissa. ¿Quién dirá esas cosas? Peter, Richard y Sally Seton, quizá; pero todavía no quiero comprometerme a ello. Ahora pienso que éste puede ser el mejor final, entre todos los míos, y que quizá salga a la perfección. Pero todavía he de leer los primeros capítulos, y confieso que temo un poco su excentricidad, y su pretensión al ingenio. Sin embargo, tengo la seguridad de que ahora debo centrarme arduamente en el trabajo, aunque sólo sea con el fin de que mis metáforas surjan libremente, como surgen aquí. ¿Cabe la posibilidad de mantener la calidad de apunte, en una obra acabada y redondeada? Esto es lo que intento. De todas maneras, ya nadie puede ayudarme y nadie puede ponerme trabas. Espero un diluvio de alabanzas en el Times, y que Richmond me diga que da vía libre a mi novela con entusiasmo,

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lo cual siempre me conmueve, aunque me gustaría que leyera mis novelas, y siempre supongo que no lo hace. […] Sábado, 13 de diciembre Estoy revisando al galope La señora Dalloway, volviéndola a escribir a máquina desde el principio, lo cual es, más o menos, lo que hice con Fin de viaje; me parece un buen método, ya que de esta manera se pasa un pincel húmedo sobre la totalidad, con lo cual se unen partes que fueron compuestas por separado y se secaron. Verdaderamente, con toda honestidad, creo que es la más satisfactoria de mis novelas (aunque no la he leído en frío). Los críticos dirán que la obra carece de unidad debido a que las escenas de locura no guardan relación con las escenas de la señora Dalloway. Y me parece que también hay partes de escritura superficial y de relumbrón. Pero, ¿es irreal? ¿Se trata de una obra meramente meritoria? Creo que no. Y, como me parece haber dicho antes, creo que me he hundido en las más profundas capas de mi mente. Ahora puedo escribir y escribir y escribir; es la sensación más feliz del mundo.

Detesto mi propia fecundidad. ¿Por qué hay que estar siempre soltando palabras a chorro?

1927 Lunes, 21 de marzo Mi cerebro está en feroz actividad. Quiero entregarme a mis libros como si tuviera conciencia del paso del tiempo; de la vejez y de la muerte. ¡Ah qué bellas son algunas partes de Al faro! Suaves y flexibles, a mi juicio profundas, y hay páginas enteras en las que no se encuentra la palabra errónea. Esto es lo que opino en lo referente a la cena y a los niños en la barca; aunque no con respecto a Lily en el jardín. Esto último no me gusta mucho. Pero el final me gusta.

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Jueves, 5 de mayo Libro en la calle. Creo que hemos vendido 1690 antes de la publicación, o sea, el doble que Dalloway. Sin embargo, escribo sumida en las sombras de la lluviosa nube de la crítica del Times Lit. Sup.; que es la copia exacta de las críticas de El C. de J. y La señora Dalloway, crítica caballerosa, amable, tímida, alabando la belleza, poniendo en duda la caracterización de los personajes y dejándome moderadamente deprimida. «El paso del tiempo» me tiene angustiada. Temo las calificaciones de blando, superficial, insípido y sentimental. Pero, honradamente, me importa poco; quiero estar sola y meditar. 1928 Sábado, 11 de febrero Tengo tanto frío que apenas puedo sostener la pluma. Lo huero que es todo, con estas palabras terminé la última anotación; realmente he tenido esta sensación con notable persistencia, o quizás hubiera debido escribir más aquí. Hardy y Meredith conjuntamente han conseguido mandarme a la cama con una sensación de torpeza, y con dolor de cabeza. Ahora conozco muy bien esta sensación que experimento cuando no puedo hilar una frase, y permanezco sentada, murmurando y rebullendo; y nada surge en mi cerebro, que es como una ventana cerrada. Entonces cierro la puerta de mi estudio y me acuesto, tapándome los oídos con goma; y estoy en cama un día o dos. ¡Y cuántas leguas recorro en ese tiempo! Cuántas son las sensaciones que recorren mi espina dorsal y atacan directamente mi cabeza, a poco que les dé ocasión; qué exagerado cansancio; qué angustias y desesperaciones; y luego un celestial alivio y el reposo; y después de nuevo la desdicha. Me parece que no ha habido nadie que haya sido tan zarandeado por su propio cuerpo como lo soy yo. Pero esto ya ha terminado, y está archivado… Por ignoradas razones, sigo trabajando un tanto rutinariamente en el último capítulo de Orlando, que iba a ser el mejor. Siempre, siempre, el último capítulo se me escapa de las manos. Me aburro. Procuro estimularme. Todavía tengo esperanzas de que vuelva a soplar un viento fresco, por lo que no me preocupo gran cosa, aunque echo en falta la sensación de diversión, que tan tremendamente estaba en el mes de octubre, noviem-


bre y diciembre. Comienzo a sospechar que el libro sea vacío; y que es quimérico escribir tan intensamente. Miércoles, 20 de junio Estoy tan harta de Orlando que no puedo escribir. He corregido las pruebas en una semana; y no puedo escribir una sola frase más. Detesto mi propia fecundidad. ¿Por qué hay que estar siempre soltando palabras a chorro? También he perdido mi capacidad de leer. Corregir pruebas durante cinco, seis y siete horas diarias, escribir meticulosamente esto o aquello, ha dañado gravemente mi capacidad de lectura. Después de la cena, he cogido a Proust, y lo he dejado. Es el peor momento. Me dan ganas de suicidarme. Parece que no

se puede hacer nada. Todo parece insípido y sin valor. Ahora esperaré y contemplaré mi resurrección. Me parece que leeré algo, la vida de Goethe, por ejemplo. 1930 Miércoles, 9 de abril Ahora pienso (con respecto a Las olas) que, con muy pocas pinceladas, sé dar las características esenciales del carácter de una persona. Debe hacerse con audacia, casi como en una caricatura. Ayer comencé lo que quizá sea la última etapa. Igual que las restantes partes del libro, escribo esta última a sacudidas. No consigo hacer lo que quiero hacer pero me siento atraída hacia el libro, y vuelvo a la carga. Tengo esperanzas de que esto comporte solidez, y que se refleje en mis frases. El abandono de Al faro y Orlando queda frenado aquí en gran parte por las dificultades que la forma ofrece, como ocurrió en El cuarto de Jacob. Creo que, por el momento, éste es el libro en que he llegado más lejos, aun cuando, naturalmente, quizá tenga fallos en algunos puntos. Creo que me he mantenido estoicamente fiel a la concepción original. Temo que la labor de volver a escribir el libro tenga que ser tan severa que quizás embarre todo lo hecho hasta ahora. Puede ser muy imperfecto. Pero creo que es posible que haya colocado mis estatuas destacando contra el cielo. Domingo, 13 de abril Leo a Shakespeare inmediatamente después de escribir. Cuando mi mente está abierta de par en par y al rojo vivo. Es pasmoso. Hasta ahora había ignorado cuán pasmosa es la envergadura de Shakespeare, su velocidad y su capacidad de forjar palabras, de modo que me doy cuenta de que quedo totalmente desplazada y rezagada, después de haber comenzado los dos una carrera, en el mismo punto, cuando veo que gana terreno y hace cosas que yo no podría siquiera imaginar en mi más loco tumulto y presión mentales. Incluso las obras menos conocidas están escritas a una velocidad superior a la del más veloz; y las palabras caen tan deprisa que una apenas tiene tiempo de cogerlas. Fijémonos en lo siguiente. «Upon a gather’d Lily almost wither’d.» (No he seleccionado la frase, la he citado al azar.) Evidentemente, la flexibilidad de su mente era tan absoluta que podría expresar todo género de pensamientos; y, con

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Virginia Woolf. Diario de una escritora

tranquilidad, dejar caer un diluvio de esas olvidadas flores. ¿A santo de qué va a intentar escribir otra persona? Esto no es escribir en absoluto. Creo que cabe decir que Shakespeare supera totalmente la literatura, a poco que se piense.

Creo que es la mejor oportunidad

Miércoles, 20 de agosto Creo que Las olas se está resolviendo en una serie de soliloquios dramáticos. Estoy en la página cien. Lo importante es que estos soliloquios discurran homogéneamente, entrando y saliendo, al ritmo de las olas. ¿Pueden leerse consecutivamente? No lo sé, en absoluto. Creo que es la mejor oportunidad que he podido darme a mí misma; en consecuencia, supongo que es el más completo fracaso. Sin embargo, siento respeto hacia mí misma por haber escrito este libro, sí, a pesar de que muestra mis congénitas deficiencias.

es el más completo fracaso.

1931 Lunes, 2 de febrero Me parece que estoy a punto de terminar Las olas. Creo que quizá la termine el sábado. Es sólo una nota del autor: jamás me he estrujado tanto el seso para escribir un libro. La prueba está en que soy casi incapaz de leer o escribir otra cosa. Sólo puedo descansar a mis anchas al término de la mañana. Oh, Dios, qué alivio cuando termine esta semana, y tenga por lo menos la sensación de que he conseguido lo que quería y he terminado este largo trabajo, y la visión ha llegado a su fin. Creo que conseguido hacer lo que quería hacer, desde luego, he alterado el proyecto considerablemente; pero tengo la sensación de que he perseverado, directa o indirectamente, en decir ciertas cosas que me proponía decir. Supongo que cabe la posibilidad que haya empleado tanto el método indirecto que el libro sea un fracaso desde el punto de vista del lector. Pero da igual, de todos modos es un valeroso intento. Algo por lo que he luchado, creo. Y, luego, la delicia de la liberación, la delicia de poder holgar, y de no estar preocupada por lo que pueda suceder; y luego podré leer de nuevo con toda atención, lo cual es algo que me atrevo a decir no he hecho en los últimos cuatro meses. He tardado dieciocho meses en escribirlo, y me parece que no podremos publicarlo hasta octubre.

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que he podido darme a mí misma; en consecuencia, supongo que

Sábado, 7 de febrero Ahora, durante los pocos minutos que me quedan, debo hacer constar que he terminado Las olas. He escrito las palabras Oh, muerte hace quince minutos habiéndome deslizado sobre las últimas diez páginas con momentos de tal intensidad e intoxicación que tenía la impresión de avanzar a trompicones siguiendo a mi propia voz, o casi la voz de un orador (igual que cuando estaba loca), lo que casi me da miedo, y recordaba las voces que volaban ante mí. De todas maneras, ya está hecho; y he estado sentada, durante estos quince minutos, en estado de beatitud, y de calma, y con algunas lágrimas, pensando en Thoby y en la posibilidad de escribir Julian Thoby Stephen, 1881-1906, en la primera página. Creo que no es posible. ¡Cuán física es la sensación de triunfo y de alivio! Para bien o para mal, está acabada; tal como con toda claridad sentí al final, no sólo terminada, sino acabada, redondeada, completa, con la manifestación efectuada, aun cuando me consta que lo es de manera fragmentaria y apresurada; pero quiero decir que he atrapado en mis redes aquella aleta, en la inmensidad de las aguas, que apareció ante mi vista sobre las tierras pantanosas, cuando me hallaba en la ventana en Rodmell y me disponía a dar remate a Al faro. Lo que más me interesa en la última etapa es la libertad y la audacia con que mi imaginación cogió, utilizó y echó a un lado todas las imágenes y símbolos que había preparado. Tengo la seguridad de que ésta es la correcta manera de utilizarlos, y no a modo de piezas separadas, como intenté al principio, coherentemente, pero sólo como imágenes, sin conseguir jamás que actuaran, sino sólo que fueran sugerencias. Por esto tengo esperanzas de haber mantenido el sonido del mar y los pájaros, el alba y el jardín, subconscientemente presentes, cumpliendo su función subterránea. Texto publicado en el núm. 1 de Quimera, de noviembre de 1980.


Los verdugos dan muerte, los poetas cantan Entrevista a Milan Kundera Por Philip Roth

Traducción de Mercedes Casanovas

¿Cree que la destrucción del mundo llegará pronto? Depende del sentido que dé a la palabra «pronto». Mañana o pasado mañana. El sentimiento de que el mundo se precipita hacia la ruina es muy antiguo. Entonces no hay por qué preocuparse. Todo lo contario. Si un temor así ha estado presente en la mente humana durante siglos por algo será.

Milan Kundera (1980). Fotografía: Elisa N. Cabot ©

Esta entrevista es el resumen de dos conversaciones que mantuve con Milan Kundera después de leer el manuscrito de su libro El libro de la risa y el olvido —una de ellas durante su primera visita a Londres, la otra cuando viajó a los Estados Unidos por primera vez. Estos dos viajes los realizó desde Francia, país en el que su mujer y él habían vivido como emigrados desde 1975, primero en Rennes, donde él enseñaba en la universidad, y luego en París. Durante nuestras conversaciones, Kundera habló esporádicamente en francés, pero sobre todo en checo, y su mujer Vera nos hizo de intérprete. El final de la conversación, en checo, fue traducido al inglés por Peter Kussi.

En cualquier caso, creo entender que esta preocupación es el fondo sobre el cual tienen lugar todas las historias de su último libro, incluso aquellas con un signo marcadamente humorístico. Si de niño me hubieran dicho que un día vería desvanecerse mi país de la faz de la tierra lo hubiera considerado una tontería, algo que ni siquiera podría imaginar. Todo hombre sabe que es mortal pero da por supuesto que el país al que pertenece posee una suerte de vida eterna. Sin embargo, después de la invasión rusa de 1968, lo checos tuvieron que enfrentarse a la idea de que su país podía ser tranquilamente eliminado del mapa de Europa, de la misma manera que, en las últimas cinco décadas, cuarenta millones de ucranianos han ido desapareciendo del mundo sin que el mundo hiciera el menor caso. O como les ha pasado a los lituanos. ¿Sabía usted que en el siglo XVII, Lituania era una nación europea muy poderosa? Hoy los rusos mantienen a los lituanos aislados en su reserva como si fueran una tribu

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Philip Roth. Entrevista a Milan Kundera

a punto de extinguirse. A los juristas se les prohíbe la entrada con el fin de evitar que en el exterior tengan noticia de su existencia. No sé lo que el futuro deparará a mi propio país, pero estoy seguro de que los rusos harán todo lo posible para integrarlo gradualmente a su propia civilización. Nadie sabe si lo conseguirán. Pero la posibilidad existe. Y el descubrimiento súbito de que esa posibilidad existe es suficiente para que cambie todo nuestro sentido de la vida. Hoy en día, incluso Europa me parece igualmente frágil, mortal.

Philip Roth. Fotograma de una entrevista en la NPR.

Y sin embargo, ¿no cree que el destino de la Europa del Este es radicalmente distinto del de Occidente? Desde la perspectiva de la historia cultural, la Europa del Este es Rusia únicamente, con su historia específica anclada en el mundo bizantino. Bohemia, Polonia o Hungría no han pertenecido nunca a la Europa del Este. Desde el principio, tomaron parte de la gran aventura de la civilización occidental, con su arte gótico, su renacimiento, su Reforma, un movimiento que se originó precisamente en esta región. Es aquí, en Europa central, donde aparecen las grandes iniciativas culturales: el psicoanálisis, el estructuralismo, la música dodecafónica, Bartok, la nueva estética novelística de Kafka o Musil. Después de la guerra, la anexión de Europa central (o gran parte de ella) por la civilización rusa fue la causa de que la cultura occidental perdiera su centro de gravedad. Es el acontecimiento más significativo de la historia de Occidente en el siglo XX y no podemos descartar la posibilidad de que el fin de Europa central marcara el inicio del fin de Europa en su totalidad.

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Durante la primavera de Praga, su novela El chiste y la serie de cuentos Amores ridículos se publicaron en ediciones de 150 000 ejemplares. Después de la invasión, lo despidieron de su puesto de profesor en la Academia de Cine, y se dio orden de retirar todos sus libros de las bibliotecas públicas. Siete años después, su mujer y usted abandonaron el país con unos cuantos libros, alguna ropa y se instalaron en Francia, donde se ha convertido en uno de los autores extranjeros más leídos. ¿Cómo vive su condición de emigrado? Para un escritor, la experiencia de vivir en otros países es la mayor de las dichas. Uno sólo puede entender el mundo si lo contempla desde varios puntos de vista. Aquellos acontecimientos que tuvieron lugar en Praga son descritos desde la perspectiva de un occidental mientras que lo que ocurre en Francia es analizado desde la óptica de un checo. Es el encuentro entre dos mundos. Por un lado, mi país natal, en el curso de menos de medio siglo, ha experimentado la democracia, el fascismo, la revolución, el terror estalinista y la desintegración del estalinismo, la ocupación alemana y la rusa, las deportaciones en masa y la muerte de Occidente en su propio territorio. Mi país está hundiéndose bajo el peso de la historia y contempla el mundo con inmenso escepticismo. Y, por otro lado, Francia. Durante siglos fue el centro del mundo y en la actualidad resiente la falta de grandes acontecimientos históricos. Esta es la razón por la cual se rebela adoptando posturas ideológicas radicales. Se trata de la expectación lírica y neurótica, a su vez, de un hecho importante y suyo que sin embargo no llega a producirse ni se producirá jamás. ¿Vive en Francia como un extranjero o se siente culturalmente en casa? Soy un gran admirador de la cultura francesa y es mucho lo que le debo. Especialmente de la literatura antigua. Rabelais es uno de mis escritores favoritos. Y Diderot. Su novela Jacques, el fatalista me parece tan extraordinaria como la obra de Lawrence Sterne. Ellos han sido los más grandes experimentadores de todos los tiempos en lo que se refiere a la forma de la novela. Y sus experimentos fueron, de algún modo, divertidos, rebosantes de entusiasmo y alegría, dos cualidades que han desaparecido hoy en día de la literatura francesa y sin las cuales cualquier cosa en arte pierde su significado. Sterne y Diderot entendieron la literatura como un


gran juego. Descubrieron el humor inherente al género novelístico. Cuando escucho una de esas teorías eruditas que sostienen que la novela ha agotado sus posibilidades, yo tengo la impresión contraria. En el curso de la historia, la novela echó a perder muchas de sus posibilidades. Por ejemplo, las iniciativas para el desarrollo de la novela que se hallan ocultas en Sterne o Diderot, no fueron recogidas por sus sucesores. Su último libro no ha sido definido como una novela y, sin embargo, en el texto usted declara: «Este libro es una novela escrita en forma de variaciones». Entonces, ¿es o no es una novela? Desde el punto de vista de mi estética personal es una novela pero no tengo ningún deseo de imponer esta opinión a nadie. En el género novelístico hay una enorme libertad latente. Sería un error considerar una estructura estereotipada cualquiera como la esencia inviolable de la novela. Y sin embargo, no cabe duda de que hay algo que hace que una novela sea una novela y que limita esa libertad. Una novela es un fragmento largo de prosa sintética basada en la experimentación con personajes inventados. Estos son los únicos límites. Por la palabra sintético me refiero al deseo del novelista de abarcar su tema desde todos los ángulos y de la forma más completa posible. Ensayo irónico, narrativa novelística, fragmento autobiográfico, hecho histórico, vuelo de la fantasía; el poder sintético de la novela es capaz de combinar cada uno de estos elementos en un todo unificado como las voces de la música polifónica. No es necesario que la unidad de un libro provenga del argumento sino que puede ser suministrada por el tema. En mis últimos libros son dos los temas unificadores: la risa y el olvido. La risa ha estado siempre presente en su obra. Sus libros provocan la risa por medio del humor y la ironía. Cuando sus personajes fracasan es siempre porque han topado con un mundo que ha perdido el sentido del humor. Aprendí la importancia del humor durante la época del terror estalinista. Yo tenía veinte años entonces. Siempre era capaz de reconocer a las personas que no eran estalinistas, es decir, a las que no había que temer, por la forma en que sonreían. El sentido del humor era un sig-

no inequívoco del reconocimiento. Desde entonces he vivido aterrorizado por la idea de un mundo que está perdiendo su sentido del humor. En su último libro, sin embargo, hay algo más complicado. En una breve parábola, usted compara la risa de los ángeles con la risa del diablo. El diablo ríe porque el mundo de Dios no tiene ningún sentido para él; el ángel ríe jubiloso porque en el mundo de Dios todas las cosas tienen un significado. Sí, el hombre usa la misma manifestación fisiológica, la risa, para expresar dos actitudes metafísicas diferentes. Dos amantes corren por un prado, cogidos de la mano, riendo. Su risa no tiene nada que ver con los chistes, con el humor, es la risa seria de los ángeles expresando su alegría de vivir. Los dos tipos de risa forman parte de los placeres de la vida, pero cuando la risa se lleva al exceso también denota un apocalipsis dual: la risa entusiasta de ángeles fanáticos, tan convencidos de su concepción del mundo que están dispuestos a colgar a cualquiera que no comparta su alegría. Y la otra risa, que nos llega desde el lado opuesto, y que proclama que nada tiene sentido, que incluso los funerales son ridículos y el sexo en grupo una mera pantomima cómica. La vida humana está limitada por dos abismos: el fanatismo por un lado y el absoluto escepticismo del otro. Lo que usted ahora llama la risa de los ángeles es otra forma de referirse a «la actitud lírica frente a la vida» de sus novelas anteriores. En uno de sus libros describe la era de terror estalinista como el reino del verdugo y el poeta. El totalitarismo no es únicamente el infierno sino también el sueño del paraíso, el sueño milenario de un mundo en el que todos los hombres vivan en armonía unidos por una voluntad común y una fe sin secretos entre ellos. André Breton también soñaba con este paraíso cuando hablaba de la casa de cristal en la que le gustaría vivir. Si el totalitarismo no explotara estos arquetipos que se hallan en lo más recóndito de todos nosotros y que están profundamente arraigados en las religiones, no podría atraer a tanta gente, sobre todo durante las fases tempranas de su existencia. Pero una vez que el sueño del paraíso empieza a convertirse en realidad, las gentes que tratan de interferirse en ese camino aparecen por doquier, y por esta razón los soberanos del paraíso deben construir un pequeño gulag a un

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lado del Edén. Con el correr de los años, el gulag va haciéndose mayor y más perfecto mientras que el paraíso contiguo pasa a ser cada vez más pobre y pequeño. En su libro, el gran poeta francés Paul Éluard se eleva cantando por encima del gulag y el paraíso. Después de la guerra, Paul Éluard abandonó el movimiento surrealista y se convirtió en el mayor exponente de lo que yo llamo la poesía del totalitarismo. Sus poemas eran un canto a la paz, la justicia, la fraternidad y un mañana mejor, un canto a la solidaridad y contra el abandono; a la alegría y contra la tristeza, a la inocencia y contra el cinismo. Cuando en 1950, los dirigentes del paraíso sentenciaron a morir ahorcado a su amigo el surrealista checo Zavis Kalandra, Éluard sacrificó sus sentimientos personales de amistad en interés de ideales supra personales y aprobó públicamente la ejecución de su camarada. El verdugo dio muerte mientras el poeta cantaba. Y no sólo el poeta. Todo el período de terror estalinista fue un período de delirio lírico colectivo. Todo esto ha sido hoy en día completamente olvidado pero se trata sin duda de un dato fundamental que no podemos pasar por alto. A la gente le gustaba decir: la revolución es hermosa, es sólo el terror que de ella sobreviene lo que está mal. Pero esto no es cierto. El mal está ya presente en lo bello, el infierno se halla contenido en el sueño del paraíso y si queremos entender la esencia del infierno, deberemos examinar primero la esencia del paraíso a partir de la cual se originó. Resulta extremadamente sencillo condenar los gulags, pero rechazar la poesía totalitaria que conduce al gulag es tan difícil como siempre. En nuestros días, las gentes de todo el mundo rechazan inequívocamente la idea del gulag, pero sin embargo siguen dispuestos a dejarse cautivar por la poesía totalitaria e incluso marchar hacia nuevos gulags al son de la misma tonada lírica que tañera Éluard cuando se elevó por encima de Praga como el gran arcángel de la lira, mientras el humo del cuerpo de Kalandra subía hacia el cielo desde la chimenea del crematorio. Lo más característico de su prosa es la confrontación constante entre lo privado y lo público. Pero no en el sentido de que las historias privadas tengan lugar sobre un telón de fondo político, ni que los acontecimientos políticos invadan los límites de las vidas privadas. Se

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diría más bien que lo que nos quiere mostrar es que los acontecimientos políticos están gobernados por las mismas leyes que los sucesos privados, de lo cual se infiere que su prosa es una especie de psicoanálisis de la política. Tome por ejemplo el otro tema del libro: el olvido. Es el gran problema privado del hombre: la muerte como pérdida del yo. ¿Pero qué es este yo? Es la suma de todo lo que recordamos. Por lo tanto, lo que aterroriza de la muerte no es la pérdida del futuro sino la pérdida del pasado. El olvido es una forma de muerte siempre presente en la vida. Este es el problema de mi heroína cuando trata desesperadamente de preservar los recuerdos cada vez más vagos de su marido muerto. Pero el olvido es también el gran problema de la política. Cuando un gran poder pretende privar a un pequeño país de su conciencia como nación, utiliza el método del olvido organizado. Esto es lo que está sucediendo actualmente en Bohemia. La literatura checa contemporánea, supongamos que tenga algún valor, no se publica desde hace doce años. Doscientos escritores checos han sido proscritos, y entre ellos Franz Kafka: ciento cuarenta y cinco historiadores checos fueron despedidos de sus puestos en la universidad; la historia ha sido reescrita, los monumentos demolidos. Y una nación que pierde gradualmente la conciencia de su pasado pierde también su identidad. De esta manera, la situación política ha puesto de manifiesto de forma brutal el problema metafísico del olvido al cual nos enfrentamos todo el tiempo, cada día, sin prestarle ninguna atención. La política desenmascara así la metafísica de la vida privada y la vida privada desenmascara a su vez la metafísica de la política. En la parte sexta de su libro de variaciones, la heroína central, Tamina, llega a una isla habitada únicamente por niños. Al final la persiguen hasta matarla. ¿Es un sueño, un cuento de hadas, una alegoría? Nada me es tan ajeno como la alegoría, la historia inventada por el autor con el fin de ilustrar alguna tesis. Los acontecimientos, ya sean realistas o imaginarios, han de ser significativos por ellos mismos y deberán seducir al lector por su poder y por la poesía que en ellos se contiene. Recuerdo una imagen que siempre me ha cautivado y que durante un período de mi vida aparecía recurrentemente en mis sueños: Una persona se encuentra en un mundo de niños del cual no puede escapar. Y de pronto, la infancia que todos idealizamos y adoramos se revela a


Una novela es un fragmento largo de prosa sintética basada en la experimentación con personajes inventados. sí misma como un puro horror. Como una trampa. Esta historia no es una alegoría. Mi libro es una polifonía en la cual varios cuentos se explican mutuamente, se ilustran o complementan entre ellos. El acontecimiento básico del libro es la historia del totalitarismo que priva a la gente de memoria y, por lo tanto, los convierte en una nación de niños. Todos los totalitarismos hacen lo mismo. Y quizás nuestra era tecnológica haga también lo mismo con su culto exacerbado a la juventud y la infancia, su indiferencia por el pasado y su desconfianza en el pensamiento. En medio de una sociedad inexorablemente juvenil, un adulto provisto de memoria e ironía se siente como Tamina en la isla de los niños. La mayoría de sus novelas, y de hecho todas las partes de su último libro, tienen un desenlace en grandes escenas de coitos. Incluso la parte que lleva el inocente título de «Madre» no es más que una larga escena de sexo con un prólogo y un epílogo. Como novelista, ¿qué significa el sexo para usted? En una época en que la sexualidad ha dejado de ser tabú, la mera descripción o la simple confesión sexual se han convertido en un aburrimiento evidente. ¡Qué pasado de moda nos parece Lawrence o incluso Henry Miller con su lirismo y sus obscenidades! No obstante, algunos pasajes eróticos de Bataille me han producido una impresión duradera. Quizá sea porque no tienen nada de líricos sino que son filosóficos. Tiene usted razón cuando dice que siempre termino las historias con grandes escenas eróticas. Tengo la impresión de que una escena de amor físico genera una luz extremadamente intensa que revela de pronto la esencia de los personajes y resume su situación en la vida. Hugo hace el amor con Tamina mientras ella trata desesperadamente de pensar en las vacaciones perdidas con su marido muerto. La escena erótica es el centro donde todos los demás temas de la historia convergen y en el que se localizan sus secretos profundos.

La última parte, la séptima, no trata en realidad más que de sexo. ¿Por qué esta parte cierra el libro y no otra, como por ejemplo la sexta, mucho más dramática, en que la heroína muere? Hablando en términos metafóricos, Tamina muere en medio de la risa de los ángeles. Mientras que en la última parte del libro resuena la risa contraria, la risa que ese oye cuando las cosas pierden su significado. Existe una cierta línea divisoria más allá de la cual las cosas nos parecen carentes de sentido y ridículas. Las personas suelen a menudo preguntarse cosas como: ¿no es absurdo que me levante esta mañana? ¿que vaya al trabajo? ¿que luche por algo? ¿que pertenezca a una nación sólo porque nací allí? El hombre vive muy próximo a esta frontera y puede fácilmente encontrarse un día del otro lado. Esta frontera existe en todas partes, en todas las regiones de la vida humana e incluso en la más profunda y biológica de todas: la sexualidad. Y precisamente por tratarse de la región más profunda de la vida, la pregunta formulada a la sexualidad es también la más profunda. ¿Es esto pues lo más lejos que ha llegado en su pesimismo? Desconfío un poco de las palabras pesimismo y optimismo. Una novela no afirma nada: una novela busca algo y plantea interrogantes. No sé si mi nación perecerá ni cual de mis personajes tiene razón. Invento historias, confronto unas con otras y, por este medio, formulo preguntas. La estupidez de la gente consiste en querer obtener respuestas para todo. Cuando Don Quijote sale al mundo, ese mundo se convierte en un misterio ante sus ojos. Este es el legado de la primera novela europea. El novelista enseña al lector a concebir el mundo como un interrogante. Hay sabiduría y tolerancia en tal actitud. En un mundo formado por sacrosantas certidumbres, la novela ha muerto. El mundo totalitario, ya se encuentre en Marte o en el Islam, es un mundo de respuestas y no de preguntas. Allí, la novela no tiene cabida. En definitiva, tengo la impresión de que por todo el mundo las gentes de hoy en día prefieren juzgar en vez de comprender, contestar más que preguntar, de manera que la voz de la novela apenas puede oírse por encima de la atronadora necedad de las certidumbres humanas. Entrevista publicada en el núm. 1 de Quimera, de noviembre de 1980.

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La ofrenda eterna del corazón

Thomas Pynchon

Traducción de Iris Menéndez

Portada del número 396 (noviembre 2016) cuyo dossier está dedicado a Thomas Pynchon. Montaje: Miquel Rof ©

Con motivo de la edición norteamericana de la novela de Gabriel García Márquez El amor en los tiempos del cólera Thomas Pynchon escribió este artículo en el que se pone de manifiesto no sólo el brillante y peculiar estilo del autor de V. sino también una interesante reflexión no tanto acerca del amor como concepto cuanto de la nostalgia o memoria del amor. La pasión como sustancia literaria: campo este de ilimitadas posibilidades estéticas que Pynchon va segando en su breve recorrido a través de la obra de García Márquez y especialmente de aquella entonces su última novela.

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El amor, como nos recuerdan Mickey y Sylvia en su logrado single de 1956, el amor es extraño. A medida que maduramos se vuelve más extraño aún, hasta que en algún momento nuestra condición de mortales se interna en el campo de nuestra atención, y de pronto nos vemos atrapados entre fechas terminales, mientras seguimos apostando por la eternidad. Aproximadamente entonces comenzamos a considerar con oído cada vez más impaciente, por no decir intolerante, las canciones románticas, las novelas amorosas, los seriales, y cualquier pronunciamiento adolescente sobre el tema del amor. Al mismo tiempo, ¿dónde estaríamos sin toda esa infraestructura romántica, de hecho sin ese grado de esperanza adolescente, premortal? En una situación de la vida bastante precaria, como mínimo. Entonces supongamos, si fuera posible, que no sólo juramos amor «eterno», sino que lo plasmamos: vivir una vida larga, plena y auténtica basada en esa promesa, dedicar la dosis de tiempo precioso que nos han asignado, al corazón. Esta es la extraordinaria premisa de la nueva novela de Gabriel García Márquez, El amor en los tiempos del cólera, premisa que el autor formula triunfalmente. En la decadencia postromántica de los 70 y los 80, con todo el mundo sensibilizado e incluso cada vez más paranoide respecto del amor, otrora arrullo mágico de una generación, es un paso audaz por parte de cualquier escritor decidirse a trabajar en la nostalgia del amor, tomárselo absolutamente en serio con toda su locura, su imprecisión y sus experiencias fallidas... O sea como muy bien merecen las jugadas de alto vuelo que valoramos en la novelística. En el caso de García Márquez, dicho paso también puede ser revolucionario. «Creo que una novela sobre el amor es tan válida como cualquier otra», comentó una vez en una conversación con su amigo el periodista Plinio Apuleyo Mendoza (publicada con el título de «El olor de la guayaba», 1982). «En realidad, el deber de un escritor, el deber revolucionario si lo prefieres, es el de escribir bien.» ¡Y vaya si lo hace bien! Escribe con apasionado control, nacido de una serenidad maníaca: la voz garciamarquesiana que hemos llegado a reconocer en sus otras obras de ficción ha madurado, descubierto y de-

...¿dónde estaríamos sin toda esa infraestructura romántica, de hecho sin ese grado de esperanza adolescente, premortal? sarrollado nuevos recursos, alcanzando un nivel en el que sabe ser a un tiempo clásica y familiar, opalescente y pura, susceptible de alabanzas e imprecaciones, risas y llantos, de fabular y cantar y, si cabe, de despegar y remontarse, como en esta descripción de un viaje en globo en el filo del siglo: Desde el cielo, como las veía Dios, vieron las ruinas de la muy antigua y heroica ciudad de Cartagena de Indias, la más bella del mundo, abandonada de sus pobladores por el pánico del cólera, después de haber resistido a toda clase de asedios de ingleses y tropelías de bucaneros durante tres siglos. Vieron las murallas intactas, la maleza de las calles, las fortificaciones devoradas por las trinitarias, los palacios de mármoles y altares de oro con sus virreyes podridos de peste dentro de las armaduras. Volaron sobre los palafitos de las Trojas de Cataca, pintados de colores de locos, con tambos para criar iguanas de comer, y colgajos de balsaminas y astromelias en los jardines lacustres. Cientos de niños desnudos se lanzaban al agua alborotados por la gritería de todos, se tiraban por las ventanas, se tiraban desde los techos de las casas y desde las canoas que conducían con una habilidad asombrosa, y se zambullían como sábalos para rescatar los bultos de ropa, los frascos de tabonucos para la tos, las comidas de beneficencia que la hermosa mujer del sombrero de plumas les arrojaba desde la barquilla del globo.

Esta novela también es revolucionaria porque se atreve a sugerir que los votos de amor hechos bajo una presunción de inmortalidad —idiotez juvenil para algunos— aún pueden cumplirse mucho más tarde,

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Thomas Pynchon. La ofrenda eterna del corazón

cuando deberíamos saber lo que hacemos, frente a lo innegable. Ello significa, en efecto, confirmar la resurrección de la carne, una idea insoslayablemente revolucionaria, tanto hoy como a lo largo de toda la historia. Mediante el instrumento siempre subversivo de la ficción. García Márquez nos demuestra que es plausible que todo suceda, hasta —delirante esperanza— para alguien de aquí afuera, de fuera de un libro, incluso alguien tan inevitablemente marcado, comprado y revendido como todos debemos de haber llegado a ser, aunque sólo sea por años de mera residencia. He aquí lo que ocurre. El relato tiene lugar aproximadamente entre 1880 y 1930, en una ciudad portuaria del Caribe, sin nombre aunque se dice que es una combinación de Cartagena y Barranquilla... Así como, quizá, de otras ciudades del espíritu que no figuran en los mapas. Tres personajes importantes forman un triángulo cuya hipotenusa es Florentino Ariza, un poeta consagrado al amor tanto carnal como trascendente, aunque su destino prosaico lo condena a la Compañía Fluvial del Caribe y su reducida flota de buques de vapor con ruedas de paleta. Siendo un joven aprendiz de telegrafista conoce a y se enamora para siempre de Fermina Daza, una «bella adolescente de... ojos almendrados», que camina con una «arrogancia natural... cuyos andares de gacela la hacen parecer inmune a la fuerza de gravedad». Aunque apenas intercambian un centenar de palabras cara a cara, mantienen una volcánica y secreta aventura amorosa, exclusivamente en base a cartas y telegramas, incluso después de que el padre de la niña lo ha descubierto y se la lleva en un prolongado «viaje del olvido». Sin embargo, a su regreso, Fermina rechaza al joven loco de amor y finalmente se casa con el Dr. Juvenal Urbino, quien, como protagonista de una novela decimonónica, es de buena cuna, experto ayudante de médico y algo pagado de sí mismo, aunque sin duda un excelente partido. Florentino, un ser del amor, sufre un revés atroz, aunque no fatal. Después de jurarle amor eterno a Fermina Daza, se dispone a esperar tanto como sea necesario, hasta que ella vuelva a ser libre. Y esto ocurre exactamente 51 años, 9 meses y 4 días más tarde, cuando repentina y absurdamente, un domingo de Pentecostés de alrededor de 1930, muere el Dr. Juvenal Urbino trepando a un mango para dar caza a un loro. Tras el funeral, cuando todos los demás se han ido, Floren-

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tino da un paso adelante con el sombrero sobre el corazón. «Fermina», declara, «he esperado esta ocasión durante más de medio siglo, para repetirle una vez más el juramento de mi fidelidad eterna y mi amor para siempre». Escandalizada y furiosa, Fermina lo echa de la casa. «Lárgate y no te dejes ver nunca más en los años que te queden de vida... que espero sean muy pocos.» El juramento de amor eterno ha tropezado con los términos finitos del mundo. La confrontación se produce hasta el final del primer capítulo, que relata el último día del Dr. Urbino en esta tierra y la primera noche de Fermina como viuda. Luego retrocedemos cincuenta años, hasta los tiempos del cólera. Los capítulos intermedios rastrean los años de matrimonio de los Urbino y el ascenso de Florentino Ariza en la Compañía Fluvial, mientras un siglo da paso al siguiente. El último capítulo retoma la narración en el punto final del primero, ahora con Florentino enfrentado a lo que muchos hombres considerarían un rechazo definitivo, y que a él lo dispone resueltamente a volver a cortejar a Fermina Gaza, haciendo lo que sea para ganar su amor. En su ciudad, a través de un turbulento medio siglo, la muerte ha proliferado por doquier, tanto bajo la forma de el cólera —la enfermedad fatal que asola en terribles epidemias intermitentes— como de la cólera, que llevada al extremo se convierte en guerra. En este libro, las víctimas de uno son confundidas más de una vez con víctimas de la otra. Aquí la guerra, «siempre la misma guerra», no está presentada como la continuación, por otros medios, de ninguna política que importe, sino como una fuerza negativa, una plaga cuyo único significado es la muerte a gran escala. Sobre este fondo sombrío, las vidas, tan precarias, suelen ser proyectos más o menos conscientes de resistencia, incluso de oposición declarada, a la muerte. El Dr. Urbino, como su padre antes que él, llega a ser un paladín en la batalla contra el cólera, difundiendo obsesiva y heroicamente medidas de salud pública. Fermina, más convencionalmente pero con idéntico coraje, milita en su rol elegido de esposa, madre y administradora del hogar, conservando intacto un perímetro para su familia. Florentino abraza a Eros, reconocido enemigo de la muerte desde tiempos inmemoriales, emprendiendo una carrera de seducciones que por último suman 622 «relaciones de largo plazo, sin incluir... incontables gatillazos rápidos» y sin faltar, impermeable


al tiempo, a su fidelidad más profunda, su inextinguible esperanza de una vida con Fermina. Al final puede decirle sinceramente —aunque ella no le cree— que se ha mantenido casto para ella. En tanto esta es la historia de Florentino —en cierto sentido su Bildungsroman—, nos encontramos, a medida que se gana la suspensión de nuestra incredulidad, alentándolo, deseando el éxito de este tenaz guerrero que libra su batalla contra la edad y la muerte, en nombre del amor. Pero a la manera de los mejores personajes de ficción, Florentino insiste en su autonomía, negándose a ser nada menos ambiguo que humano. Debemos aceptarlo como es, sometiéndose a su destino de macho entre las calles y los refugios de amantes de esta ciudad con la que vive en términos de laxa intimidad, arrastrando consigo un potencial de desastres de los que se mantiene a salvo, inmunizado por una cómica aunque peligrosa indiferencia por las consecuencias,

rayana en la negligencia delictiva. La viuda Nazaret, una de las muchas viudas a las que está destinado a hacer feliz, lo seduce durante un bombardeo de toda la noche, cañonazos de un ejército atacante desde las afueras de la ciudad. El hogar de exquisito buen gusto de Ausencia Santander es desmantelado de todo su mobiliario mientras ella y Florentino retozan en la cama. Una muchacha que recoge en época de carnaval resulta ser una homicida que empuña un machete, fugada del manicomio local. El marido de Olimpia Zuleta asesina a su mujer al ver una vulgar frase cariñosa que Florentino ha escrito al descuido en su cuerpo, con pintura roja. Su amoralidad amatoria no sólo es causa de infortunios individuales, sino de la destrucción ecológica: hacia el final del libro se entera de que el insaciable apetito de leña que tiene su Compañía Fluvial para alimentar sus vapores ha aniquilado los extensos bosques que en otros tiempos bordeaban las riberas del Magdalena, dejando a su paso un yermo en el que nada puede vivir. «Con su mente obnubilada de pasión por Fermina Daza, nunca se había tomado la molestia de pensar en ello, y cuando comprendió la verdad, lo único que podía hacer era traer un nuevo río.» De hecho, una suerte muda tiene tanto que ver con el destino de Florentino como la intensidad o la pureza de su sueño. El gran afecto del autor por este personaje no vence del todo a una maliciosa subversión concurrente de la ética del machismo, con la que García Márquez no simpatiza en particular, habiéndola calificado en otros escritos de usurpación lisa y llana de los derechos de otras personas. Por cierto, tal como hemos llegado a esperar de su literatura, en esta historia las más fuertes son las mujeres, siempre más acordes con la realidad. Cuando Florentino enloquece de vida, manifestando los síntomas del cólera, es Tránsito Ariza, su madre, quien lo saca de la situación. La desatada lujuria de Florentino es recompensada no tanto por las tradicionales cualidades masculinas, como por su evidente y dolorosa necesidad de ser amado, que embelesa a las mujeres. «Es feo y triste», dice a Fermina Daza su prima Hildebranda, «pero es puro amor». Y García Márquez, serio narrador de historias increíbles, es su biógrafo. El joven escritor de 19 años, según ha informado, experimentó una epifanía literaria al leer las famosas primeras líneas de La metamorfosis, de Kafka, en la que un hombre despierta y se encuentra

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Thomas Pynchon. La ofrenda eterna del corazón

transformado en un insecto gigantesco. «¡Carajo», exclamó García Márquez, «esa es exactamente la forma en que hablaba mi abuela!» Y entonces, agrega, es cuando la novela comienza a interesarle. Gran parte de lo que en su obra fue etiquetado de «realismo mágico» era simplemente, como él mismo dice, la presencia de esa voz ancestral. No obstante, en esta novela estamos a una distancia significativa de Macondo, el pueblo mágico de Cien años de soledad, donde normalmente la gente navega por los aires y los muertos participan con los vivos en las conversaciones cotidianas: hemos descendido, tal vez en cierto modo por las mismas aguas, siempre río abajo, a la guerra y la peste y las confusiones urbanas, hasta los confines de un Caribe menos azotado por la muerte individual que por una historia que ha abatido espantosamente a muchos que nunca hablaron, o que hablaron y no fueron oídos, o que siendo escuchados nadie registró sus palabras. Tan revolucionaria como la obligación de escribir bien es la de redimir esos silencios, un deber que en esta obra García Márquez cumple con dignidad y comprensión. Sería presuntuoso hablar de pasar «más allá» de Cien años de soledad, pero a todas luces García Márquez ha pasado a otro sitio, nada menos que a la conciencia más profunda de las formas en que, como llega a asimilar Florentino, «nadie le enseña nada a la vida». También hay avatares deliciosos e imponentes que se contradicen con la realidad y también son narrados con el mismo humor imperturbable: presencias al pie de la cama, una muñeca enviada anónimamente con una maldición, el siniestro loro —casi un personaje secundario— cuya persecución desencadena la muerte del Dr. Juvenal Urbino. Pero el reclamo predominante de la atención y las energías del autor proviene de lo que no es contrario a los hechos, de un consenso humano acerca de la «realidad» en el que el amor y la posibilidad de extinción del amor son las fuerzas motrices indispensables y las variantes mágicas se han vuelto si no del todo periféricas, al menos desplegadas más reflexivamente al servicio de una visión ampliada, madurada, más tenebrosa pero no menos clemente que antes. Podría decirse que esta es la única forma sincera de escribir acerca del amor, que sin lo tenebroso y lo finito habría novela de amor, literatura erótica, comedia social, serial —géneros, dicho sea de paso, bien representados en esta novela—, pero no Amor con mayúscula.

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Podría decirse que esta es la única forma sincera de escribir acerca del amor... Para lograrlo es necesario, junto con una panorámica ventajosa y cierto nivel de comprensión, que el autor tenga la capacidad de controlar su propio amor por los personajes, de ocultar al lector toda la magnitud de sus mimos, en otras palabras, de no caer en la majadería. Hay un momento, en los comienzos de su carrera en la Compañía Fluvial del Caribe, en que Florentino Ariza, imposibilitado de escribir siquiera una sencilla carta comercial sin que se le cuele una especie de poesía romántica, está discutiendo el problema con su tío Leo XII, propietario de la empresa. Es inútil, protesta el joven: «El amor es lo único que me interesa». «La dificultad», responde su tío, «consiste en que sin navegación fluvial no hay amor». Estas palabras resultan, para Florentino, literalmente verídicas: la conformación de su vida está definida por dos trascendentales viajes por el río, separados en el tiempo por medio siglo. En el primero tomó la decisión de regresar y vivir para siempre en la ciudad de Fermina Daza, de perseverar en su amor tanto como fuera necesario. En el segundo, a través de un desolado paisaje, viaja hacia el amor y contra el tiempo, por fin con Fermina a su lado. Nunca he leído nada semejante a este asombroso último capítulo, sinfónico, certero en la dinámica y en el ritmo, y también surca las aguas como un buque fluvial el autor y piloto que, con su experiencia vital nos orienta infaliblemente entre contingencias de escepticismo y misericordia por este río que todos conocemos, sin cuya navegación no hay amor y contra cuya corriente el esfuerzo de retomar nunca es merecedor de un nombre menos honroso que el de memoria... y en sus momentos culminantes deriva en obras que incluso son capaces de devolvemos a nosotros mismos nuestras almas deterioradas, obras en las que sin duda se encuentra El amor en los tiempos del cólera, esta excelente y desgarradora novela. Artículo publicado en el núm. 77 de Quimera, de abril de 1988.


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Ma r kTwa i n,Rudy a r dKi pl i ng ,Zol a ,Sy l v i aTo wns e ndyMa r g a r e tCa mpbe l l .



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