Mi gato es más grande que yo. No es más grande de más grande, porque si no, no sería un gato… sería un tigre. Es más grande de años. Tiene ocho, como mi primo, que también es más grande que yo. Pero mi primo va a la escuela y mi gato, no. Dice mi mamá que no hay escuelas para gatos.
Mi gato duerme arriba de los sillones, de las camas y de las sillas, aunque tiene un canasto muy lindo que le compró mi mamá. Cuando mi gato se acuesta en mi cama, mi mamá le dice: “¡Ay, qué bonito…! ¡Salga de ahí michi, michi!”. Mi papá le dice: “¡Fuera, vamos, volá!”. Y mi abuela le dice: “Salí, gato de porquería”.
A mi abuela no le gusta mi gato. A mi abuela no le gusta ningĂşn gato, porque los gatos no ladran. Mi abuela prefiere a los perros, que sĂ, ladran.
Yo traté de enseñarle a ladrar, para ver si mi abuela lo empezaba a querer un poquito. Durante muchos días me la pasé diciéndole “guau, guau”, pero mi gato no aprendió. Será porque no va a la escuela que es donde se aprende todo. Así que mi abuela le sigue diciendo “gato de porquería”.
—Yo no sé cómo dejás que este “gato de porquería” se suba a la cama del nene, nena –le dice mi abuela a mi mamá. El nene soy yo, la nena es mi mamá y la que habla es mi abuela. —Le puede contagiar cualquier peste. —¡Pero, mamá…! –le contesta mi mamá a su mamá.
Mi mamá es mi mamá y “su” mamá es mi abuela. Es difícil entender a las familias si todos se llaman igual. Yo soy el único que se llama distinto, yo me llamo “el nene” y mi gato, “gato de porquería”. No hay otro nene en la familia. Otro gato, tampoco.
Cuando mi abuela rezonga, mi mamá le contesta: —¡Pero, mamá…! Los gatos son muy limpitos… Si se pasa el día lamiéndose las patas. —Lamiéndose la mugre, querrás decir. No sé cómo podés decir que alguien que se lame las patas es limpio. —Lo que pasa es que a vos no te gustan los gatos –concluye mi mamá. Y tiene razón.