escritor
Mario Méndez
Mario Méndez nació en Mar del Plata en 1965, pero vive en Buenos Aires desde los veinte años. Es escritor y editor especializado en literatura infantil y juvenil, maestro de grado y docente universitario en la carrera de Edición de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Ha publicado, entre otras, las novelas El monstruo de las Frambuesas, El monstruo del arroyo (publicada en México, Uruguay, Paraguay y Chile), Cabo Fantasma (premio Fantasía de Narrativa 1998, publicada en Bolivia), El vuelo del dragón (editado en Puerto Rico), El tesoro subterráneo, Brujas en el bosque, La aventura de La Juanita, Dos veranos, Los buscadores del Tuyú, El aprendiz, Ana y las olas, El viejo de la biblioteca, Vuelta al sur, Nicanor y la luna, El que no salta es un holandés, Las sonrisas perdidas y Zimmers (Mención en el Premio Nacional de Literatura infantil y juvenil 2020, período 2016-2020). Algunos de sus cuentos se encuentran reunidos en los libros El partido, Noches siniestras en Mar del Plata, La niña momia, Antiguos monstruos, Noticias del amor, Ruidos monstruosos y Gigantes (Destacado de ALIJA 2011). Participó de la antología Quien soy. Relatos sobre identidad, nietos y reencuentros, que obtuvo el Gran Premio ALIJA 2013 y fue traducido al italiano.
Frente al tablero Los casos del inspector Amigorena
Mario Méndez
SERIE NEGRA
©Mario Méndez, 2022 Quipu, 2022.
1a edición: 2023..
Murcia 1558, Buenos Aires
Tel: +54 (11) 5365-8325 consultas@quipu.com.ar www.quipu.com.ar
@quipulibros /QuipuLibros
Dirección Editorial: Macaita
Edición: Andrea Morales
Hecho el depósito que marca la ley 11.723 Libro de edición argentina
Printed in Argentina
Méndez, Mario Frente al tablero : los casos del inspector Amigorena / Mario Méndez.1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Quipu, 2023. 80 p. ; 21 x 14 cm. - (Negra)
ISBN 978-987-504-501-9
1. Cuentos Policiales. 2. Cuentos de Suspenso. I. Título. CDD A863.9283
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Frente al tablero Los casos del inspector Amigorena
Mario Méndez
Durante un tiempo que recuerdo con cariño y nostalgia, el inspector Amigorena y yo nos juntamos, casi todas las tardes, en su mesa del bar El Calamar. En esas tardes cumplimos, invariablemente, el rito de armar el tablero de ajedrez y jugar unas melancólicas, conversadas, muchas veces inconclusas partidas. Hacia el final de sus días, tuve acceso, también, a su cuidado departamento de viejo solitario. Esas pocas veces, cuando me honró recibiéndome en su hogar, jugamos en una mesa que era a la vez tablero, con unas piezas señoriales, de exquisita madera tallada. En los encuentros, tanto en el bar como en el living de su departamento, la conversación siempre rondó en torno a sus viejas historias, esos casos que supo resolver y que le dieron una merecida reputación en el ambiente policial.
Esta recopilación quiere ser un homenaje, un recuerdo de esas tardes de charla y ajedrez con un hombre que podría haber sido mi padre y que, sin embargo, me trató como a un amigo, no como a un muchachito que lo escuchaba arrobado, ni mucho menos como a un periodista que pretendía entrevistarlo.
Estas que aquí presento son solo algunas de las muchas historias que me contó el inspector. Como solía decirme, con una mueca simpática que casi nunca llegaba a abierta sonrisa, “para muestra, mi amigo, basta un botón”.
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Introducción
Charla de cementerio
Mi traslado a la sección Policiales del diario en el que trabajo coincidió con una mudanza que planeaba desde hacía mucho. Fue ese un momento de grandes cambios personales: al mismo tiempo en que me mudaba a un departamento en el barrio de Saavedra, herencia de un tío tanguero y calamar, Polini, el jefe de Redacción del diario me avisaba que había decidido aceptar mi pedido de traslado. Dejaba entonces mi puesto en la insulsa sección Sociales y me pasaba, a las órdenes del viejo Camacho, a la de Policiales. Yo estaba seguro de que el cambio de sección me haría muy bien. El periodismo empezaba a aburrirme y creía que investigar casos policiales sería muchísimo más interesante que cubrir eventos de sociedad. Y no me equivoqué, aunque recién comprobé que había acertado con el paso del tiempo. Al principio, Camacho, que no me había pedido para su equipo de trabajo y me aceptó a disgusto, me hizo pasar las de Caín. Derecho de piso, que le dicen, y que yo pagué puntillosamente.
La primera tarea que me encomendó el viejo Camacho, una tarde gris, fue ir al Cementerio de la Chacarita, al entierro de un empresario que era dueño de un par de boliches nocturnos y que era conocido, en el ambiente, como un mafioso de calibre intermedio. Camacho no me dio indicaciones precisas. “Andá, pibe, conversá con la gente, seguro que algún colega te va a avispar. Andá, andá. Aprendé.”, me dijo con su burlona sonrisa de zorro viejo, y se olvidó de mí.
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Cumplí, claro está, con el pedido. Como manda la ley, la tarde gris se convirtió en lluviosa apenas puse un pie en el cementerio. Yo, desde luego, no tenía paraguas. Nadie de entre los deudos, muchos de ellos exsocios y empleados de aspecto torvo, se dignó a prestarme algo de atención, como si hubieran adivinado mi condición de periodista. Y se las arreglaron para que me quedara bastante alejado del grupo que acompañó al difunto hasta la sala donde un cura dijo unas palabras. Solo un fotógrafo de un diario de la mañana, que me vio, literalmente, como un pollito mojado, se apiadó de mí y me dio algo de charla, además de la dudosa protección de una parte exigua de su paraguas. Después del entierro quise corresponder a su generosidad y lo invité a tomar un café. Hortiguera, que así se llamaba el fotógrafo, aceptó gustoso: “Regla número uno del oficio… –me dijo con una gran sonrisa– nunca se rechaza un convite”. Nos sentamos en el Imperio, yo pedí un café chico, mi nuevo amigo uno doble y una ginebra. Dio por descontado que yo no tendría problemas en invitarle un trago, con ese frío. Ni tampoco un segundo, un rato después. Mi billetera suspiró acongojada, pero disimulé. El experimentado fotógrafo me contó un poco acerca del muerto que acabábamos de acompañar hasta el subsuelo de los nichos, nadie demasiado importante. Y me pidió que le contara de mí. Me interrumpió apenas empecé a hablar, cuando le dije que me acababa de mudar a Saavedra.
—¿Cerca de El Calamar? –preguntó con entusiasmo.
—Sí, creo que sí, a un par de cuadras.
—¡Ahí para Amigorena! ¡No podés perdértelo! –me dijo, cada vez más entusiasta. Y se largó a hablar del viejo inspector jubilado. Hablaba como se habla de una leyenda. Yo lo escuché admirado.
Cuando nos despedimos, muy contentos y ya casi sin frío (por lo menos Hortiguera no creo que lo tuviera:
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se había tomado dos cafés dobles y tres ginebras), tuve la certeza de que no podía dejar de conocer al inspector. Tendría que ir al famoso bar El Calamar, lo más pronto posible. Si Camacho quería que aprendiese, en ese bar había un hombre que me podía enseñar.
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El Calamar
Pasaron dos semanas desde mi inclusión en la sección Policiales hasta que al fin tuve una tarde libre para visitar El Calamar. Camacho me había tenido de un lado para otro, siempre en las tareas más horribles: conocí la morgue, tres o cuatro hospitales, una comisaría donde me trataron como a un delincuente y otra donde me dejaron de plantón tres horas y media. Y volví a la Chacarita un par de veces, una de ellas, ¡otra vez!, bajo la lluvia. Anduve por los barrios más alejados, con mi cochecito viejo. En una esquina del Bajo Flores me rayaron las dos puertas, de punta a punta, y en La Boca, cerca de la turística calle Caminito, me recibieron (no solo a mí, sino también a los tres o cuatro periodistas novatos que íbamos a cubrir un asunto de la barra brava de Boca) a piedrazo limpio. A uno de mis colegas le abrieron la frente. A mí solo me pegaron un cascotazo en el hombro, que me estuvo doliendo durante tres días. Sin duda, el trabajo era más emocionante, por lo menos de vez en cuando, que el de Sociales. Pero todavía no le encontraba el gusto.
Como a las cinco de la tarde de un miércoles nublado me metí en el famoso café de Saavedra, al que había visto varias veces desde afuera. Por dentro, tal como me lo había imaginado, el café era encantador. En la pared detrás del mostrador, un metro y medio más arriba de una caja registradora que era toda una pieza de museo, reinaba una foto gigante del polaco Roberto Goyeneche, con su autógrafo al pie. Y en el resto de las paredes colgaban varios pósters,
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enmarcados, de distintas formaciones de Platense, así como un banderín del club, enorme y sucio, con las firmas de uno de los planteles que había logrado ascender con el equipo. Además, pegadas una al lado de otra, había fotos y caricaturas de cantantes de tango, bandoneonistas, políticos, futbolistas, vedettes, actores y actrices de la televisión de los años 60 y 70, músicos melódicos, corredores de autos y todo el folklore porteño, en especial del barrio de Saavedra. En las mesas del bar, el grupo de parroquianos habituales también formaba parte del folklore. Jubilados en su mayoría, más algunos comerciantes cincuentones que remoloneaban a la hora de abrir los negocios, sentados de a dos, de a tres y de a cuatro, discutiendo a los gritos, de mesa en mesa, de fútbol, de caballos, de quiniela y, de tanto en tanto, de política. Contra una de las ventanas había una mesa vacía, que nadie había ocupado a pesar de que era la más iluminada y estaba limpia. Hacia ella me dirigí, muy tranquilo. Sin embargo, apenas corrí la silla el bar entero hizo silencio. Tan elocuente fue la abrupta interrupción de las charlas que no me senté. Parado junto a la mesa esperé al mozo, que caminaba hacia mí con paso cansino. El veterano camarero, único empleado del café desde hacía décadas, llegó a mi lado mientras los parroquianos miraban la escena sin disimulo. Con suavidad me quitó la mano del respaldo de la silla y la volvió a arrimar a la mesa.
—Este lugar está reservado –me dijo el hombre, y con una mirada me indicó que tenía tres o cuatro mesas libres, que podía elegir. Pero esa, estaba claro, no se podía ocupar. Sonreí, un poco incómodo.
—Yo quería hablar con el inspector Amigorena… ¿Usted sabe si…?
El mozo no me dejó terminar.
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—Sí, viene. Esta es su mesa. Siéntese por ahí, cuando venga yo le aviso que usted le quiere hablar. Por ahí tiene suerte. ¿Le marcho un café?
—Apenas cortado –le dije, y me fui a una mesa cercana.
Me senté algo fastidiado, pero se me pasó enseguida. Esta especie de desplante que había sufrido, bien mirado, podía considerarse una parte más del folklore del bar. El único diario del café estaba ocupado, así que saqué de la mochila mi tablero de ajedrez de viaje, que muchas veces llevo para hacerme compañía, y me puse a revisar una jugada. En ese momento no podía saberlo, desde luego, pero fue eso, el ajedrez, lo que me permitió acceder a la entrañable amistad del inspector Amigorena.
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Una larga partida
El inspector Amigorena era un hombre de unos sesenta y tantos años, que aparentaba varios menos. Más bien bajo, panzón, se peinaba el pelo escaso hacia atrás, tirante y achatado. Le brillaba la cabellera negra, casi sin canas: sin duda usaba alguno de esos productos que solían usar los hombres en los años 50, fijadores o brillantinas. Y tal vez alguna tintura, pero eso no podría asegurarlo. Sobre la larga nariz llevaba unos lentes de cristal grueso. Decía que lo que más lamentaba del paso del tiempo era que cada vez le costaba más la lectura. Era un hombre amable, aunque no muy propenso a sonreír.
En el bar El Calamar todos lo tenían como lo que era, un personaje importante, un protagonista. Imponía su presencia, conciente del aura que lo precedía, sin alardes innecesarios, con naturalidad. Al entrar saludaba a todos y a ninguno con un “Salud, buenas tardes” no demasiado fuerte, lanzado al aire, por así decir. A alguno le daba la mano, o lo palmeaba al pasar, rumbo a su mesa, la que siempre tenía reservada. Con chambergo y ponchito al hombro, habría parecido un caudillejo de barrio, como Valerga, el desagradable matón de El sueño de los héroes.
Pero no usaba sombrero ni poncho, desde luego. Solía usar una campera de gabardina oscura, con pantalones grises, siempre impecablemente planchados. Y los zapatos, uno de sus orgullos, le brillaban como espejos. No era difícil imaginarlo, antes de salir rumbo al café, dándoles una última pasada con una franela. El mozo no necesitaba oír
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su pedido: apenas el inspector se sentaba, el dueño del bar, firme frente a la máquina express, preparaba un café corto, apenas cortado, con poca espuma. Y el mozo le llevaba, junto al café, un caramelo de menta.
La primera vez que lo vi, esa tarde en que había pretendido sentarme a su mesa, el mozo le dijo que yo lo buscaba y me señaló con el mentón. Amigorena me miró, al principio con lo que me pareció un cierto desagrado. Quizás, deduje, el mozo ya le había dicho que yo era periodista y que quería hacerle una nota, o algo así. Sin embargo, el gesto le cambió completamente cuando reparó en el tablero y las piezas de ajedrez con las que yo me entretenía. Hizo una leve sonrisa, dio un primer sorbo al café y le dijo al mozo, que casi corrió a buscarme, que me dijera que estaba invitado a su mesa.
De inmediato cerré el tablero, guardé los trebejos y me apresuré a acercarme al ilustre parroquiano.
—¿Ajedrecista? –me dijo, apenas me presenté y le tendí la mano.
—Apenas un poco más que aficionado –contesté–. Jugué algunos torneos, cuando era joven. El inspector volvió a hacer esa mueca que parecía sonrisa.
—¿Cuando era joven? ¿Qué quedará para mí, entonces? Siéntese, Cuestas, sea bienvenido: acá nadie juega al ajedrez.
—Costas –le dije, tímidamente, mientras me sentaba.
—¿Qué?
—Costas, Fermín Costas, no Cuestas.
—Ah, perdón, no le oí bien al mozo, estoy un poco sordo. Juguemos, Costas, una partidita. ¿Quiere?
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Tango y quiniela
Muchos casos me contó Amigorena en esas tardes de ajedrez, café y charla que a veces, más que un diálogo, se parecía a un monólogo. A mí no me importaba decir nada, lo que quería era escuchar, aprender, de vez en cuando hacer una pregunta y otras veces, con el permiso del inspector, anotar algunos detalles. Uno de los primeros casos que me contó, y que repitió en varias oportunidades, en las que siempre agregó algún dato que lo completaba, fue el que en mis apuntes, primero, y en el archivo de la computadora, bastante tiempo más tarde, titulé “El plomero”. Con las licencias literarias que como es lógico no he tenido más remedio que tomarme, el caso del plomero fue más o menos como sigue.
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El plomero
De regreso en su despacho, el inspector Amigorena hojea el diario. Las noticias policiales las conoce todas, y el fútbol, desde el descenso de Atlanta, ya no le interesa. Le llama la atención una nota en la sección Sociales: “Aún no aparece el ganador de la lotería”, dice el titular. Amigorena sonríe. Ya va a aparecer, piensa, pierdan cuidado.
La puerta se abre y Lisazo, su fiel ayudante, aparece con un café humeante en la mano y una carpeta en la otra. Le pasa el pocillo al inspector y se sienta frente a él.
Amigorena deja el diario y se pone a trabajar, a repasar el caso que tiene entre manos. A don Benigno Frías, viudo, jubilado de setenta y seis años de edad, sin antecedentes penales, se lo ha hallado muerto en su casa: golpe en la nuca con objeto contundente, dice el informe del forense. Amigorena lo ha visto tirado en el patio, ha revisado la casa y ahora, de vuelta en la seccional, recuerda la imagen del viejo caído junto a una gota de agua que le salpicaba el rostro.
—Vamos –dice, todavía con el café en la mano–. Hay que dar otro vistazo.
El ayudante no se sorprende. Conoce de sobra los arranques de su jefe. Y les tiene confianza. El que maneja es Lisazo. El inspector no habla: piensa. No pudo ser un robo (el jubilado ganaba muy poco y vivía humildemente), no hay puertas forzadas y es difícil pensar, a esa edad, en un crimen pasional.
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Una vez más a Lisazo le cuesta encontrar la calle del barrio de casas bajas, pero al fin la ubica. Desemboca en el número 300: seis cuadras más adelante, en el 923 de Tarija, está la casa del finado Frías. Al inspector le suena el número, pero no sabe por qué.
En la puerta monta guardia un agente de consigna, que saluda al inspector respetuosamente y niega con la cabeza cuando Amigorena le pregunta, por pura fórmula, si hubo novedades. El inspector da una vuelta por el patiecito, mira otra vez la canilla que gotea impasible cerca de la silueta que dibujaron los peritos sobre las baldosas, y sale al pasillo. La casa de Frías es la última de una fila de tres. Un vecino curioso le repite más o menos lo mismo que ya han dicho los otros. Don Benigno no se metía con nadie, era un viejo solitario cuya única pasión era escuchar el programa de Riverito: tango y quiniela.
—Casi no recibía visitas –le dice el hombre–: la última persona que vi entrar fue al plomero, por esa canilla que no para de gotear y se escucha en todos lados.
Amigorena y Lisazo salen a la calle. Frente al 923 hay un terreno baldío. Amigorena se lo queda mirando.
—Dese una vuelta, Lisazo –ordena Amigorena–, hágame el favor.
El ayudante se mete en el baldío tapado de pastos altos y al rato emerge con una llave inglesa. Para no borrar las huellas la ha envuelto con un pañuelo blanco que se contrapone con el rojo oscuro de la sangre ya seca.
El inspector regresa al lugar del crimen, se acerca a la mesita del teléfono y encuentra una libreta vieja con unos cuantos números. Busca en la P, anota y sale.
Unas horas después, en la seccional, el inspector conversa con el alterado sospechoso. Alberto Montes, plomero, dueño de la llave inglesa hallada en el baldío, jura que es inocente. Pero todo lo incrimina. Su número estaba en la
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libreta del viejo, al que había visitado el día anterior para arreglar una pérdida. Y la llave inglesa, por supuesto, tiene sus huellas. Aunque el hombre no parece tener ningún motivo es el principal sospechoso, y el juez interviniente ha ordenado la prisión preventiva. Para tranquilizarlo Amigorena le promete que la investigación seguirá. El plomero, un hombre grandote y sencillo, parece a punto de ponerse a llorar.
—Yo no fui –vuelve a decir–. Se lo juro por mis hijos, yo no fui.
Al día siguiente Amigorena vuelve a la casa de la calle Tarija. No sabe bien qué busca, pero sospecha que algo encontrará. Su ayudante se queda en el auto. Cuando el inspector sale lo ve leyendo el diario.
—Apareció el ganador de la lotería –dice Lisazo, con una sonrisa–, pero aún no fue a cobrar. Querrá mantener el anonimato, por seguridad.
Amigorena se lo queda mirando. Algo le da vueltas en la cabeza. Vuelve al 923 y toca el timbre del primer departamento. Cuando lo atienden pregunta por la agencia de lotería más cercana.
—Vamos –le dice a Lisazo–, tengo un pálpito.
En la casa del plomero todo es conmoción. Ni su señora ni sus hijos pueden creer que Alberto esté en la cárcel, acusado de homicidio. Amigorena se presenta amablemente y le pregunta a la mujer si su marido no usaba una agenda o algo por el estilo para anotar los trabajos. La esposa le trae un cuaderno de tapas duras, sucio de grasa. El inspector revisa las últimas páginas y sonríe.
Ya es casi de noche cuando Amigorena entra al local y pregunta por Hugo Toledo.
—Soy yo –dice el agenciero.
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—Jorge Frías –miente Amigorena, extendiéndole la mano–. Soy el sobrino de don Benigno. Vengo a buscar el billete que él reserva todas las semanas: el 18.923. Toledo duda. Se ha puesto pálido. Pero luego reacciona.
—Ah, sí, espere, por favor. Ya vengo –dice, e intenta sonreír.
El agenciero desaparece tras el mostrador. Pasan un par de minutos y el hombre no sale. El inspector sospecha que ha salido por la puerta de la vivienda, que está al lado del local. Y no se equivoca. Al salir a la calle, Lisazo, que lo estaba esperando, ya lo tiene esposado. Esa misma noche, en casa del plomero, Lisazo y Amigorena comparten con los Montes un abundante puchero. Una y otra vez la agradecida señora le pide al inspector que recuerde los detalles. Amigorena sonríe. No es frecuente que lo tengan por héroe, y lo disfruta. Pide permiso para chupar un huesito de caracú y luego, la cara brillante de grasa y de contento, explica:
—Don Benigno era un jugador de alma. Siempre compraba, desde hacía años, un mismo billete: el 923, el número de su casa. A mí me llamó la atención el número, aunque al principio no hice ninguna relación. Pero luego recordé que ese era el billete cuyo dueño aún no había aparecido. Ahí podía haber un motivo. Después le pedí a usted la libreta de su marido y vi que los dos últimos trabajos habían sido en lo de Frías y en la casa del agenciero, respectivamente. Até cabos y pensé: si Toledo quería quedarse con el número ganador no tenía más que robárselo al viejo. Pero para asegurarse su silencio, tenía que matarlo. Y la coartada se la brindó su marido, sin saberlo. Cuando lo vi en la seccional y me confirmó que había pasado a jugarse un numerito antes de visitar a Frías por segunda vez, por esa canilla rebelde, y que se lo había comentado a Toledo,
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me cerró el caso. El agenciero inventó un desperfecto en su casa, aprovechó un descuido de su marido para robarle la llave inglesa que usó para el crimen y después la tiró muy cerca. Todas las pistas señalaban a su esposo: el plomero asesino.
Alberto Montes, su esposa y los chicos ríen, felices. El hombre se levanta y propone un brindis.
—A la salud de los inspectores. ¡Muchas gracias! Lisazo se sonroja con el impensado ascenso que le ha otorgado el dueño de casa. Amigorena lo palmea, sonriente. Y en vez de aclarar el error, amplía el brindis.
—Y a la salud de la cocinera –propone, levantando su vaso.
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