AQUEL BAILE DEL 10 DE JULIO DE 1816

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escritor Ricardo Lesser

Soy Ricardo Lesser, sociólogo y escritor. O escritor y sociólogo, no sé cuál predomina.

En todo caso, hace rato que espío las vidas privadas de los hombres públicos. Y escribo lo que veo.

Vengo haciéndolo desde que mis textos ingresaron a la escuela de la mano del sinnúmero de manuales escolares que he escrito.

Es el mismo procedimiento que he usado para echarle mano a la divulgación histórica mediante ensayos como Los orígenes de la Argentina (Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes).

Es también el modo en el que que les muestro a los chicos la infancia de los próceres en textos de ficción histórica como Cuando Belgrano era chiquito y muchos más.

Nací en 1971 en Lomas del Mirador, provincia de Buenos Aires. Fanático del cine fantástico y de animación.

Estudiando la carrera de Diseño Gráfico, trabajé en publicidad y comencé en 1996, a publicar sus trabajos de forma nacional y en el extranjero.

Cuent0 entre sus obras: ilustraciones para manuales, historieta, diseño de personajes para producciones de animación, creación de juegos de mesa infantiles y vestimenta para niños.

También participé en el diseño y desarrollo de escenografías para teatro, cine y televisión.

Si querés saber más de mí entrá a: silvio-daniel-kiko.blogspot.com.ar

Aquel baile del 10 de julio de 1816

Ricardo Lesser

Ilustraciones Silvio Kiko

©

Ricardo Lesser, 2023. Quipu, 2023. Silvio Kiko, 2023. Quipu, 2023.

1a edición: 2023.

Murcia 1558, Buenos Aires

Tel: +54 (11) 5365-8325 consultas@quipu.com.ar www.quipu.com.ar @quipulibros /QuipuLibros

Dirección Editorial: Macaita

Edición: Andrea Morales

Hecho el depósito que marca la ley 11.723 Libro de edición argentina

Printed in Argentina

Lesser, Ricardo

Aquel baile del 10 de julio de 1816 / Ricardo Lesser ; ilustrado por Silvio Daniel Kiko.- 1a ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Quipu, 2023. 112 p. : il. ; 21 x 14 cm. - (Verde histórica)

ISBN 978-987-504-500-2

1. Historia Argentina para Niños. 2. Guerras de la Independencia. 3. Memoria Social. I. Kiko, Silvio Daniel, ilus. II. Título.

CDD A863.9282

En Quipu creemos en el trabajo creativo de todos los que participan en la creación de este libro que hoy llega a tus manos. Por eso queremos agradecerte por respetar las leyes de copyright y derechos reservados al no reproducir, escanear, fotocopiar ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso.

Esto nos permite seguir publicando y nos ayuda a respaldar a los autores, ilustradores, editores y a todos los que trabajamos en Quipu para que más lectores puedan descubrir historias maravillosas. ¡Gracias!

Impreso en Argentina con Papel de Fuentes Mixtas y manejo responsable.

9 15 27 37 43 53 61 69 79 87 94 AQUEL BAILE DEL 10 DE JULIO DE 1816 Los recuerdos de Arcadio El cañoncito de plomo La leyenda del inmortal La niña y el general El tesoro de Potosí La adivina Perdonado por amor El pájaro enjaulado El misterio del acta robada
EL CONGRESO DE TUCUMÁN EN IMÁGENES
¿QUIÉN ES QUIÉN?

Aquel baile del 10 de julio de 1816

Ricardo Lesser

Los recuerdos de Arcadio

Me acuerdo como si fuera hoy. Ese martes 9 de julio de 1816 era un día hermoso y claro.

A eso de las dos de la tarde, Juan José Paso se puso de pie y preguntó con voz resonante:

—¿Quieren los señores diputados que las Provincias de la Unión sean una nación libre e independiente de los reyes de España y su metrópoli?

La respuesta fue una sola aclamación, que rodó como un trueno por la galería, por el patio de la casa, por las calles y seguro más allá, por el mundo entero.

Esa mañana, después del chocolate, Padre me indicó que me vistiera de prisa.

—Vamos a lo de doña Bazán, Arcadio. Anoche en la pulpería se corría la voz de que hoy los diputados van a tratar la independencia de las Provincias Unidas.

Yo, la verdad, mucho no entendí. En ese entonces tenía catorce años y todavía estaba más interesado en mis ensueños de adolescente que en las cosas de los grandes. Pero me di cuenta de que algo trascendental pasaba.

La casa donde sesionaba el Congreso no estaba lejos. En realidad, en San Miguel de Tucumán nada quedaba lejos porque era un pueblo de no más de diez cuadras a la redonda.

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Sin pedir permiso, entramos por el portón con esas raras columnas contorneadas en espiral a cada lado. El salón de las deliberaciones estaba completamente lleno. De modo que nos quedamos en la galería que daba al patio.

Como ya de chango fui alto, pude ver poniéndome en puntas de pie sobre las cabezas de dos vecinos bastante petisos. Ya se había votado la independencia y, en ese momento, los diputados firmaban el libro de actas.

—¡Señor doctor don Francisco Narciso de Laprida, diputado por la provincia de San Juan! –llamó el secretario del Congreso.

Laprida se adelantó. Tenía el empaque de un reposado hombre de leyes y cánones pese a que todavía no había cumplido treinta años. Se atusó el enorme bigote, quizás consciente de la trascendencia de la jornada. Tomó la pluma de ganso, la mojó en el tintero de plata, se inclinó sobre el opulento escritorio y trazó su firma con arabescos.

—¡Señor doctor don Mariano Boedo, diputado por la provincia de Salta! –convocó nuevamente el secretario.

Así pasaron, uno a uno, los 29 diputados que suscribieron el acta de la declaración de la Independencia. Firmas con filigranas, arabescos, subrayados enérgicos. De vez en cuando había que volver a afilar la punta de la pluma porque se mellaba con tanta firma.

A nadie le tembló el pulso. No era poca cosa. Para el rey Fernando VII, los patriotas no eran más que insurgentes que merecían el castigo de la pena máxima. Cualquiera que osara

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desafiar la autoridad de la Corona, se jugaba la vida. Firmar la Independencia era, precisamente, jugarse la vida.

En 1810, se había encendido la fogata de la libertad no solo en Buenos Aires sino también en toda la América española. Pero ahora aquella hoguera se estaba apagando.

España había derrotado a los revolucionarios del Perú y Nueva España así como de casi todo el Alto Perú1 y la capitanía general de Chile. La Revolución de Mayo estaba cercada por los ejércitos hispánicos.

Los tucumanos lo sabíamos bien porque en la ciudad había toque de queda: a las diez de la noche, ningún civil podía circular por las calles. Estábamos en guerra con España y, en cualquier momento, el enemigo podía caernos de sorpresa.

Una noche salí a pescar ranas sin pensar en la prohibición.

—¡Alto! ¿¡Quién va!?

Y, tras el grito, el ruido de un fusil que se carga.

—Ar… Ar… Arcadio Talavera –atiné a contestar, temblando. El susto todavía me dura.

Como sea, cuando nací, San Miguel de Tucumán era un pueblito en el que no pasaba gran cosa. Eso cambió cuando yo tendría unos ocho años. Fue entonces que derrotamos a los españoles en las afueras de la ciudad. Los cañonazos hacían vibrar la tierra del patio en el fondo de casa. Había olor a pólvora en el aire.

1 Nueva España y Alto Perú corresponden hoy a los territorios de México y Bolivia, respectivamente.

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Después de la batalla, el Ejército del Norte se radicó en el pueblo. Nos familiarizamos con los hombres de armas. Los veíamos en las pulperías, en las tiendas, en las calles.

Este pueblo militarizado fue con el que se encontraron los diputados del Congreso.

Entre los primeros estuvieron los porteños, que viajaron por lo menos durante 25 días. La diligencia venía a los tumbos por el Camino Real, a lo largo de senderos desdibujados por el viento y la lluvia. Otros vinieron a caballo o en galeras con su postillón al pescante o en mulas de paso fino, que tenían un andar más suave.

Con el pasar del tiempo, ciertas ausencias empezaron a hacerse sentir.

Algunos territorios del Alto Perú habían sido reconquistados por los realistas, de modo que solo pudieron asistir los congresales altoperuanos de Chichas, Charcas y Mizque. Otros, como los de la Banda Oriental2, Corrientes, Entre Ríos, Misiones y Santa Fe, no enviaron representantes porque formaban parte de la Liga Federal del caudillo oriental José Gervasio Artigas, que se oponía al Directorio de las Provincias Unidas.

Por eso, la llegada de cada uno de los diputados a San Miguel de Tucumán era celebrada con entusiasmo.

—¿Quieren los señores diputados que las Provincias de la Unión sean una nación libre e independiente de los reyes de España y su metrópoli?

2 La Banda Oriental corresponde hoy a Uruguay.

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El "¡Sííí!" de los representantes subió en el aire y permaneció resonando en la brisa, como si quisiera quedarse allí para siempre.

Finalmente, se acalló. Entonces algunos gauchos se largaron a galopar por la calle porque sí; por la alegría, nomás. Los vecinos que estaban a mi lado gritaban no sé qué cosa.

Alguien, no sé quién, propuso celebrar con un baile.

—¿Quieres acompañarnos, Arcadio? –me preguntó Madre.

—Claro, Madre. ¿Cómo no va a ir? Ya es un caballerito –le respondió María del Carmen, la mayor de mis hermanas, antes de que tuviera tiempo de contestarle.

—Seguramente irá mi maestra de piano –comentó, con mala intención, Francisca, mi hermana menor.

Francisca, a quien llamaba burlonamente la Pancha, sabía que estaba perdidamente enamorado de la maestra de piano pese a que era ocho años mayor que yo.

—Hecho –concluyó Madre–. Voy a sacar la levita del arcón para que se airee.

La levita de paño azul había sido de Padre cuando joven. Me la había arreglado el mulato Lorenzo Villafañe, el sastre, para el casamiento de mi otra hermana, Sabina, hacía algunos meses.

Era mi primer baile. Me sabía algunos pasos del cielito porque me los había enseñado María del Carmen, pero no sabía si me atrevería a invitar a alguna niña. Tenía pánico de sufrir un desaire.

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Aquella fue una de esas noches transparentes de San Miguel de Tucumán. El sol casi se había hecho horizonte ya, pero las montañas todavía insistían en retener los últimos rayos de luz en las cumbres.

Puede que la noche estuviera calma. Yo no. Yo temblaba.

Curiosamente, vaya uno a saber de dónde saqué ánimos, me comporté en forma espontánea, desenvuelta. Me colé disimuladamente en los corrillos que componían los oficiales hablando de la guerra. Eran los héroes de Tucumán y de Salta, los derrotados memorables de Vilcapugio, Ayohuma y Sipe-Sipe.

Los escuchaba fascinado. El resto fue un remolino de faldas de las niñas y faldones de uniformes y casacas de los señores que bailaban. (Yo no me animé, las chicas eran más grandes que yo).

Y, cuando cesaba la música, recuerdo el ruido sordo de las habladurías de las matronas que cuidaban a sus hijas sentadas en sillas alineadas contra la pared.

Ahora me viene a la mente lo que observé al llegar al baile con mi levita de paño azul. Era un chiquillo nervioso que porfiaba por entrar y que llamaba a voces al General…

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El cañoncito de plomo

Cuando la época del Congreso, los chicos tucumanos se habían olvidado de los trompos y las escondidas. Era más divertido lo que pasaba en lo de doña Bazán. El changuito más inquieto era Juan Bautista, el hijo de Alberdi, el que tenía la tienda frente a la plaza.

El cañón le raspaba la pierna. Lo tenía en el bolsillo, en el fondo, con algunas migas y las piedritas para jugar al tinenti. Era grande como una de las ranitas que pescaba a orillas del río Salí, en las afueras de la ciudad. Y pesado. No solo porque era de plomo, también le pesaba la culpa. El cañoncito no era como los que había en La Ciudadela. Esos eran de verdad, cañones de bronce montados sobre armazones con ruedas de madera. Había que verlos

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cuando el General Manuel Belgrano ordenaba salvas durante los ejercicios militares. El estruendo hacía volar los pájaros de los árboles, los perros aullaban sin saber por qué y la tierra temblaba (temblaba de gusto, le parecía al mocito).

Juan Bautista era un changuito, recién el mes próximo cumpliría los seis años. Pero tenía vivencias que los otros chicos no tenían porque su padre Salvador lo llevaba en sus frecuentes visitas al General en la casa de La Ciudadela.

A la hora de la siesta, en el campamento no había nadie. Y los grandes charlaban al fresco. Entonces el mocoso se escapaba y se iba donde dormían los cañones tibios por el sol de verano. Se asomaba a las bocas amenazantes de fuego. Se trepaba y los jineteaba como si fueran caballos. Se imaginaba un ejército enemigo felizmente derribado por la metralla.

Todas esas fantasías cabían en el cañoncito que ahora llevaba en el bolsillo. Porque ese cañoncito era un juguete de la imaginación.

Sucede que el General se encerraba con sus oficiales a jugar, creía el mocito, con réplicas de plomo de los cañones. Sobre un tapiz disponían los cañoncitos, que representaban las doce piezas de artillería con que contaba el ejército.

Alrededor ubicaban cuatro peones de ajedrez, que simbolizaban los cuatro batallones de infantería, y, a los costados, dos caballos que figuraban los dos regimientos de caballería. En total, eran dos mil setecientos soldados.

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Los realistas eran cuatro mil quinientos. Tenían el prestigio de haber vencido a las tropas de Napoleón. Cómo sería que al regimiento de infantería de Gerona le decían "El Temido". Eran los mejores soldados de Europa. Y atacarían tarde o temprano.

El General y su plana mayor sabían de los planes de invasión, de modo que se pasaban las horas planeando cómo situar al ejército entre los cerros de los siete colores. Ideaban combates imaginarios y desplazaban los caballitos, los peones de infantería, los doce cañoncitos de plomo sobre la alfombra. Unas cartulinas rojas representaban al enemigo. En el tapiz sucedía el entrevero de las lanzas y los sables a todo galope seguido del ataque arrollador de las bayonetas de los infantes. Pero algo muy importante era el fuego de mentira de la artillería. Los doce cañoncitos patriotas.

Una mañana cualquiera, el General mandó interrumpir las batallas imaginarias para instruir a los reclutas que acababan de incorporarse al ejército. A Juan Bautista le encantaba ver cómo las filas de hombres se movían concertadamente como si fueran soldaditos de plomo.

—¡A la de…re! – giro a la derecha.

—¡Media… vuel! –medio giro.

—¡Alt...!

Pero esa mañana el rapaz se quedó en la casa. La caballería, la infantería y la artillería de fantasía habían quedado olvidadas en el piso. Fue entonces cuando ocurrió.

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El chico deslizó un cañoncito sobre el tapiz y disparó.

¡Pum!

El estruendo desbarató dos o tres cartulinas rojas. Disparó otra vez.

¡Pum!

Otras cartulinas rojas. En eso, sintió un ruido en la galería. El General volvía. Se asustó.

Sin pensarlo, Juan Bautista se guardó en el bolsillo el cañoncito que tenía en la mano y salió corriendo.

Casi enseguida, su padre lo llamó. Era hora de regresar a casa. No tuvo tiempo para devolver la pieza a su lugar en el tapiz sin que nadie se diera cuenta. Y se fue con el cañoncito, que le pesaba enormemente en el fondo del bolsillo.

No tardaron en llegar a casa. Vivían a diez cuadras de La Ciudadela, en la calle del Cabildo, enfrente a la Plaza Mayor.

La Plaza Mayor no era plaza, ni mayor, ni nada. Solo un extenso cuadrado donde crecían los yuyos como se les antojaba. De vez en cuando se veía alguna vizcacha que tenía su guarida en los jardines del convento de San Francisco.

En las noches de verano, la plaza se llenaba de luciérnagas que encendían y apagaban su luz verde. Juan Bautista las cazaba cuidadosamente con una red y las metía en un frasco de vidrio para que iluminaran. No era nada bueno: con el encierro, los bichitos de luz perdían tristemente su brillo. Pero ahora el mocito no estaba para juegos. La angustia se lo comía.

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Su padre le pidió que le ayudara a abrir la tienda. La casa en la que vivían tenía dos cuartos a la calle donde don Salvador había puesto una tienda, que atendía personalmente.

El de tendero era uno de los oficios más distinguidos en aquella época. Cuando llegaba un cargamento de mercaderías, las vecinas acudían en masa a curiosear las novedades. Que si había traído la liviana tela de algodón de Menorca, que si había traído la fina loza de Londres… Pero eran tiempos de guerra y esos artículos de lujo no se conseguían ni siquiera de contrabando.

Más allá de eso, la tienda de Salvador tenía de todo. Pañuelos amarillos, tiradores trenzados, millares de agujas, ovillos de hilo, resmas de papel fino. También despachaba productos de botica.

Algunas mujeres compraban "albayalde", un polvo blanco que mezclaban con miel para untarse el rostro. Se dejaban la mascarilla toda la noche y, al levantarse, se lavaban con agua fría convencidas de que su cutis había adquirido la palidez que estaba de moda. Otras compraban sal de Inglaterra para las uñas encarnadas y los pies cansados.

El tendero, devenido en boticario, preparaba agua de azahar machacando flores de naranjo. Las niñas se ponían la loción en las sienes cuando les daban sofocos. También producía aceite de alcanfor. No había nada que no curara el aceite de alcanfor: los calambres, el dolor de estómago,

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la diarrea. Y, si se embebía un trapo con el líquido y se quemaba, no quedaba un mosquito en una cuadra a la redonda.

Salvador preparaba sus mejunjes en un cuartito, pero los olores se esparcían por toda la casa. El aroma dulce del agua de azahar se mezclaba con el olor a alcanfor, que se parecía un poco a la menta.

Sin embargo, lo que realmente flotaba en el aire era una como una neblina de tristeza.

Es que Josefa, la joven esposa de Salvador, había muerto cinco meses después del nacimiento de Juan Bautista.

De modo que su hermana, María del Tránsito, le hacía de madre, pese a que tenía solo diez años. Lo hacía con el mismo instinto con el que las chicas juegan con las muñecas. Lo abrigaba a la noche. Le contaba cuentos para que se durmiera. Y lo peinaba muchas veces, más de las que Juan Bautista quería.

No le contó del cañoncito a María del Tránsito, seguramente lo reñiría. Se fue derecho al segundo patio de la casa. Ahí estaba el común (así se llamaba entonces a las letrinas), las plantas de lavanda para neutralizar los males olores y el fogón, el dominio de Francisca, la morena que cocinaba unas maravillosas tortas de harina y agua sobre el rescoldo.

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La criada también le hacía de madre. Cuando se peleaba con su hermano Manuel, siempre tomaba partido por Juan Bautista. Y más de una vez lo retaba como si fuera su propio hijo, Modesto, que, aunque algo mayor, era su mejor amigo.

No más verlo, Francisca comprendió que algo pasaba:

—¿Qué así, Juan? Andai con la pera.

Francisca había nacido en Yerba Buena y su habla era el habla del pueblo.

—Nada. ¿Podemos jugar al aro afuera?

Los chicos acostumbraban jugar haciendo rodar un aro de barril con un palo.

—Ta’ bien. Vaisé, niño.

Salieron haciendo bulla para que los oyera Francisca, pero apenas dieron la vuelta la esquina se sentaron a charlar. Juan Bautista le contó todo a Modesto. Que el General imaginaba batallas imaginarias. Que ese era un modo de inventar tácticas para derrotar a los realistas. Que las doce piezas de artillería eran fundamentales en todos los combates. Que los doce cañoncitos de plomo representaban esas doce piezas. Y que él se había llevado uno casi sin querer.

—¿Y diái? –preguntó Modesto.

—¿Cómo diái? ¿No te das cuenta de que al General puede faltarle uno de los cañones justo cuando tenga que enfrentar a los maturrangos?

Juan Bautista pensaba raro. Tal vez por las creencias que había aprendido de Francisca. Por ejemplo, ella le decía a su

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hermano Manuel que no la mirara cuando estaba batiendo la mayonesa porque tenía la mirada “fuerte” y se la iba a cortar. Como si hubiera alguna relación entre la mirada y la mayonesa. Como si hubiera alguna relación entre los cañones de bronce de veras y los cañoncitos de plomo de mentira.

Modesto le dijo que una cosa no causaba la otra, que la falta del cañoncito de plomo no significaría que el General perdiera batalla alguna. Pero su amigo estaba obsesionado con la idea y propuso un plan: ir a la casa de La Ciudadela y reponer el cañoncito al tapiz de donde nunca debería haber salido.

Ahicito nomá’… –se burló Modesto, a quien las diez cuadras que había que caminar le parecían una distancia de acá a la luna.

Pero no era el único inconveniente. ¿Cómo sortear la guardia de La Ciudadela? ¿Cómo entrar a la casa del General? ¿Y si él estaba ahí y los sorprendía? ¿Qué pretexto le darían para justificar su presencia?

Discutieron un largo rato mientras caminaban por la plaza pateando tréboles. El plan de Juan Bautista era muy riesgoso.

El sol empezó a inclinarse en el cielo. Las sombras de Modesto y Juan Bautista se alargaban sobre las calles de tierra. La de Juan Bautista parecía más larga, más afligida.

Hasta que, de pronto, se le ocurrió:

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—Padre me dijo que mañana van a hacer un baile en lo de doña Bazán. Van a celebrar… no sé qué van a celebrar. Pero irá el General. Me voy tempranito, lo espero y, sin que se dé cuenta, le deslizo el cañoncito en un bolsillo del uniforme. ¿Qué te parece?

A Modesto le pareció bien. Estaba empezando a hacer frío y quería irse a casa cuanto antes.

Al día siguiente, al caer la tarde, Juan Bautista se apostó en la puerta de la casa de doña Bazán, al lado de una de esas columnas extrañísimas, como torcidas. Había llegado temprano, pero ya había varios chicos prendidos de las rejas. Aprovechando que era bajito, se coló en la primera fila.

Detrás quedó María del Tránsito. La única manera de que Francisca le diera permiso para salir había sido que su hermana lo acompañara. Ella estaba encantada. Vería pasar a las niñas emperifolladas y sus galanes militares, un espectáculo inusual en aquella aburridísima aldea.

Los invitados fueron llegando cuando empezaban a encenderse los candiles. El primero fue el gobernador de la provincia en su uniforme de coronel mayor de Dragones, Bernabé Aráoz, que era tío de Juan Bautista.

Los Aráoz formaban un clan en San Miguel de Tucumán. El que no era tío de un Aráoz era primo o sobrino de otro Aráoz. Juan Bautista estaba emparentado con la familia Aráoz porque su madre había sido una de ellos: Josefa Aráoz.

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De allí que conociera a muchos de los que asistirían al baile, como al teniente coronel Gregorio Aráoz de La Madrid, que era su primo. A otros los había visto en La Ciudadela, como al coronel José María Paz, que traía el brazo en cabestrillo por la herida que había recibido en combate.

Paz era uno de los que jugaba a la guerra sobre el tapiz. Cuando lo vio, Juan Bautista se escondió detrás de los otros chicos. No quería que lo reconociera.

Pero el General no llegaba. Algunos de los invitados, al reconocer a Juan Bautista, le revolvían el pelo al pasar en un gesto cariñoso, cosa que el chico aborrecía. Lo único que quería era que llegara el General.

Ya lo tenía decidido. Se pondría a su costado y, en algún momento de descuido, metería el cañoncito en un bolsillo del General. Y, si no podía, lo encararía, le daría el cañoncito y le pediría perdón. Después asumiría el castigo a pie firme. Seguía llegando gente. Ahí entraban José Talavera, su esposa doña Mauricia y Arcadio, un mozalbete con una holgada levita de paño azul en la que parecía sentirse incómodo. Detrás, don Victoriano y su hija María de los Dolores Helguero, que era bellísima. Pero el General no…

¡Ahí estaba! ¡El General!

Juan Bautista dio unos tímidos pasos hacia él. Pero, al mismo tiempo, varias damas corrieron como gallinas a darle la bienvenida. Lo envolvieron en un alboroto de cacareos y amplias faldas de seda. Hasta los mocosos encaramados en las rejas abandonaron sus puestos y lo rodearon dando exclamaciones de júbilo.

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El General, lejos de detenerse, saludaba con la cabeza hacia uno y otro lado y seguía su camino a paso redoblado. Juan Bautista era muy menudito. No podía acercarse.

—¡General! –pero el bullicio tapó su voz. El General ya estaba cerca de la puerta. El chico hizo un último esfuerzo; dio un codazo, gritó:

—¡General!

Pero Manuel Belgrano, finalmente, entró. Juan Bautista quedó solo ante la puerta ahora vacía, desolada, con el cañoncito de plomo en la mano.

Ya de grande, Arcadio Talavera creía recordar que cuando, después de muchos años, Juan Bautista Alberdi volvió a su Tucumán natal llevaba en el bolsillo de su chaleco un misterioso amuleto.

Era un cañoncito de juguete con el caño levemente curvado. Decía, Juan Bautista, que ese cañoncito de plomo oxidado por el tiempo daba suerte. Lo probaba el hecho de que el General Manuel Belgrano no hubiera sido derrotado nunca más después de 1816. Quién sabe por qué lo decía.

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