Los verdes de Quipu
Dos asesinos, un muerto y tres obleas Una aventura urbana Mercedes P茅rez Sabbi Ilustraciones Gerardo Bar贸
Capítulo 1
Una gota de sudor es sólo eso, una gota que se
desliza por la cara hasta encontrar un lugar donde
esconderse. Parecido a una lágrima. Apenas supe que mis padres viajarían a Barcelona, y que mis tíos del
campo, Rosa y Cantilo, se encargarían del cuidado de mi
casa en Buenos Aires, y de mi persona; un extraño estado aceleró mi pulso. De un sopor como caldera, pasé a
sentir frío, mucho frío, así como unos chuchos: el sudor me empapó.
No pude evitarlo. Es que tantísimas fueron las
veces que vi a mis tíos degollar aves de corral para vender. Y más, las veces que soñé con ellos y con la cercana amenaza de un cuchillo inmenso con gotitas de sangre salpicándome la cara. Por eso mi rechazo, por no decir
pavura, temor, recelo, desconfianza y todos los sinóni-
mos que andan por los diccionarios. Pero mi rechazo, pavura, temor, recelo y desconfianza, no viene sólo por el
hecho de haberlos visto revolear el cuchillo hasta dejar
sin cacareo a sus inocentes víctimas –gallinas, gansos, patos, pavos, perdices, martinetas– sino porque la gente
del pueblo comentaba que pertenecían a una de esas
sectas que sacrifican seres vivos en extrañas ceremonias, 5
y que se la pasan llamando al demonio y a sus amigos. Para colmo de males, la mayoría de los vecinos del lugar
usaban el patético nombre de Los degolladores para nombrarlos; aunque algunos otros, un poco más buenos, optaban por el no menos filoso mote de Los cuchilleros. En verdad, ninguno era tranquilizador para mí.
¡Por supuesto que puse el grito en el cielo frente
a mi mamá! ¿Cómo, yo, un chico con apenas doce años, iba a quedar sola mi alma con ellos? Pero mi madre me
dijo que terminara con esas pavadas, que me dejara de andar llevándome por habladurías de pueblo, que ya
era grande... Y ahí mismo me sometió sin piedad a su
acostumbrado reproche: “No vas a ver más televisión
y mucho menos esas películas de terror, ¿oíste Joli?”. Pensar que, aún hoy, recuerdo con claridad el dedo amenazante y su cara de enojo. Recuerdo también que
las manos me transpiraron hasta quedar empapadas, y poco pude hacer mientras una gota me mojaba la mejilla. Quizá haya sido una gota de sudor, quizá una lágrima.
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