escritora
Luciana Fernández Blanco Nací en Zárate, provincia de Buenos Aires en 1974. Trabajé como perio-
dista y asistente de prensa y desde el año 2005 me desempeño como docente en Institutos de Formación Superior. Me gradué como Licenciada en Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Buenos Aires y continué estudios de postítulo docente y posgrado en el IUNA, donde finalicé dos especializaciones: una en crítica y difusión de las artes y otra
orientada a la gestión cultural. Participé en talleres literarios y en cursos
de posgrado en Flacso. En el año 2017 comencé a recorrer el campo de la literatura infantil y juvenil. El ladrido de los ángeles –obra finalista en un
Concurso Internacional organizado por QUIPU y soyAutor en 2020– es mi primera novela.
COLECCIÓN
Luciana fernández blanco
A los míos, que me acompañan siempre. A los ángeles que abrazan, alumbran o despliegan alas hasta lograr que el desamparo decline su furia.
Parte I EL ESCONDITE DE LOS ÁNGELES Habrá un tiempo en el que andarás a oscuras. Caminarás por senderos difusos, iluminados por destellos mínimos. Vivirás rodeado de espectros que te observarán con sus ojos vacíos. Y te convencerás de que ese abismo es tu destino irremediable. Creerás que el porvenir es solo una palabra hueca, como la mirada de los espíritus errantes. Y no verás más que trampas en tu laberinto. Hasta que un día... Un día, si logras resistir, sentirás que puedes ausentarte del infierno. Y solo querrás huir de allí amarrado a la cola infinita de tus sueños. Cuando ese día llegue, oirás nuestra sinfonía y sabrás que estás a salvo. Comprenderás que te hemos visto incluso cuando para todos eras invisible. Entenderás que no estás solo y que todavía puedes ser un niño. Solo entonces, podrás escuchar lo que alguna vez te hemos susurrado al oído: existen otros mundos posibles, aun dentro del mundo que habitas.
Capítulo 1
MEMORIAS DEL NIÑO OCULTO
Allá, pedaleando la curva con las manos en los bolsillos, viene Elías. Su bicicleta se desliza tan rápido que parece capaz de despegarse del asfalto. Ya recorrió el parque y la arboleda y ahora se dirige a la zona conocida como “El escondite de los espíritus”, un baldío devastado y gigante en el que se alzan los frigoríficos abandonados. No importa que el día esté espléndido o que asome radiante el arcoíris, ese sitio siempre estará en penumbras. Allí no hay ánimo para risas, ni para sueños nuevos. Solo se amontonan desperdicios, moscas y los ecos de un bullicio industrial que recuerdan los fantasmas y los ancianos. Según se rumorea, en esa geografía que Elías frecuenta sin preocupaciones, suceden misterios que cada tanto alguien cuenta a medias en alguna reunión de amigos. Dicen que quienes intentando desafiar los rumores se internaron por varias horas en los edificios en ruinas, salieron hablando lenguas extrañas o con los ojos vidriosos y enrojecidos, como si hubieran caído en las redes invisibles de un embrujo. Otros aseguran que en los rincones más oscuros anidan infinidad de culebras, las mismas alimañas amarillentas y húmedas que ahuyentan a los turistas desprevenidos durante sus caminatas por la orilla del río. Ya varias personas le habían aconsejado a Elías que no volviera a pedalear por esos confines del demonio, pero él no escarmienta. Para un chico con su ímpetu y sus agallas, la zona fantasmal tiene su encanto, sobre todo ahora que es solo
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un lugar de paso fugaz sobre ruedas. Esas calles vacías, pobladas de edificaciones monstruosas con ventanas de vidrios rotos y techos altísimos, se ven distintas ahora que las mira como visitante. Sí, ¿por qué avergonzarse?: alguna vez aquel fue su escondite, el lugar donde dormía y se resguardaba de los malvivientes de toda estirpe que todavía dominan los alrededores. En esos rincones de trinchera donde sobrevuelan sigilosos los murciélagos, sus más leales amigos eran dos hermanos y un puñado de perros vagabundos. Después de husmear en la basura, o de seguir sin suerte a algún caminante, ellos –los perros y los dos hermanos– siempre volvían a cobijarse donde se ocultaba Elías, dentro de una de las casonas desvencijadas, sobre la tercera calle de piedras. Pero eso fue hace mucho tiempo; poco después de que Elías se escapara del Hogar Santa Clara. Entonces solo tenía diez años y su historia se desgranaba en torno a propósitos mínimos: sobrevivir con lo que otros tiraban, jugar a pesar de todo y no dejarse vencer por un mundo que nunca se había detenido a mirarlo a los ojos.
× Cada vez que merodea por la desvencijada zona fabril, Elías recuerda a los compañeros con quienes compartió sus penurias; unas cuantas risas y el sabor lacerante de las preguntas sin respuesta. Nunca supo qué fue de Anita y de Walter, después de la emboscada. Quizás por eso las visitas a ese sitio hundido en un océano de malos presagios se convirtieron en un viaje circular, de retorno obligado.
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Elías nunca perdió la esperanza de reconocer, a lo lejos, el perfil despeinado de esos hermanos con quienes tantas veces jugó y compartió raciones de comida. Cada tanto, su imaginación los vislumbra. Entonces reaparece Anita, con su remera desteñida y su carita sucia. Y vuelve Walter, el mayor, con sus ojos grises y sus fosas nasales siempre alertas a las señales que enciende en el aire la cercanía del peligro. Ella, con su carrito oxidado, revolviendo las bolsas para después clasificar su contenido como una experta catadora de basura. Él, siempre alardeando sobre sus destrezas para encontrar tesoros remotos en medio de la mugre. Elías los trae a su memoria y es como si estuvieran ahí nomás, a su lado. Los imagina buscándolo y buscándose entre sí, con el corazón agazapado, temiendo chocar de frente con sus perseguidores. Si volvieran a reunirse, como cuando jugaban a ahuyentar espíritus malvados o cuando cambiaban las reglas a las escondidas, recordarían los destellos de su infancia a cielo abierto. Y también podrían destejer el misterio de aquella pelea maldita que derivó en la huída y la emboscada después de la cual se separaron para siempre. A nadie puede sorprenderle que haya ocurrido lo que probablemente ocurrió, teniendo en cuenta el lugar y las circunstancias. Las desgracias son habituales en tierra de nadie, tal es el caso de “El escondite de los espíritus”. En sitios como ese, los chicos de la calle suelen ser presa fácil de cualquier depredador marginal o pudiente. Solo es necesario que el narcotráfico asome el entrecejo, olfatee la fragancia que destila el desamparo y disponga su red de cacería. Después, una promesa cualquiera, por más miserable que sea, alcanza para asegurar la lealtad de un pequeño vulnerable.
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Pero eso no es todo: si el plan resulta exitoso, podrá formar un ejército de chicos dispuestos a instruirse en los oficios de la ilegalidad y el engaño. Hace años, los traficantes llegaron al lugar como quien se sabe triunfador antes de haber iniciado la pelea. Y muy pronto, con veladas amenazas o con abiertas bravuconadas, dejaron en claro que se habían convertido en los conquistadores de un nuevo imperio. Entonces, trasladaron sus bártulos, sus tecnologías robadas, sus anteojos oscuros y su falta de escrúpulos. Capaces de vender hasta su alma por un puñado de dinero, tenían claro que nunca, ni ellos ni los suyos, deberían pedir permiso para hacer y deshacer a su antojo.
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Capítulo 2
UN SIGLO DE MISTERIOS
Hacía largo tiempo que el predio abandonado tenía clavadas las agujas de un pesado maleficio. Si se recorría la historia, lo único que parecía rescatable dentro de sus fronteras tenía que ver con aquel pasado remoto, cada vez más descolorido y parecido a una leyenda ajena. Un siglo atrás, aquella superficie enorme, invadida por matorrales y zanjones malolientes, había sido un símbolo de prosperidad social y económica gracias a los frigoríficos. La comunidad local y los pueblos linderos habían edificado sus casas y sus ilusiones en torno a los edificios monumentales poblados de máquinas modernas y de obreros que entraban y salían a toda hora. Esos mismos hombres eran quienes los fines de semana, acompañados por esposas e hijos, colmaban los mercados de El Bajo y la Costanera. Cuando el clima era agradable, se los veía bajar de a montones por la vereda de la calle empedrada y después comenzaba su deambular entre los vendedores de dulces, telas, embutidos, artículos de librería, perfumes, ropa y todo tipo de chucherías. Aquella había sido una época gloriosa y feliz hasta que se conoció la noticia sobre los crímenes. O mejor dicho, hasta el día en que trascendió el primero de los tres casos siniestros, nunca esclarecidos. Una mañana gélida de 1903, el periódico La Voz dio la primicia. La primera víctima se llamaba Enrique Acevedo, de treinta y un años. La prensa local publicó el caso sin dar cuenta de los pormenores. Solo mencionaba que se trataba de un
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