El ladrón de sombras

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Los verdes de Quipu

El ladrรณn de sombras Verรณnica Cantero Burroni

Ilustraciones Juan Chavetta


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1. Un leve soplo de viento agitó la mancha oscura…

El primero que se dio cuenta fue Máximo Ávalos, una mañana de primavera un poco desorganizada. El profesor de Educación Física había decidido trabajar en el patio de la escuela. No tenía muchas alternativas, se había roto un caño del baño de varones y en pocas horas el agua inundó el gimnasio y algunas aulas. Nosotros esperábamos que nos dieran permiso para volver a casa, porque en el gimnasio no podíamos estar y pensamos que nos dirían, como otras veces, que recogiéramos nuestras cosas y volviéramos al día siguiente. Pero el profesor no quería que dejáramos de hacer ejercicio; Sebastián Ugarte, un muchacho alto y fuerte que daba clases por primera vez, estaba convencido de que era responsable de nuestro estado físico y que tenía que aprovechar al máximo todas las oportunidades para mejorarlo. —¡Todos afuera, todos al patio! –dijo golpeando las manos para darle más fuerza a sus palabras.

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El patio de la escuela no era demasiado grande pero sí lo suficiente para reemplazar al gimnasio, aunque no estuviera techado y todo el lugar quedara a la intemperie. Era uno de los días más hermosos de la semana, el cielo estaba un poco cubierto y el sol aparecía entre una nube y otra. Sebastián sabía que nos gustaba trabajar afuera, aunque esa vez hubiéramos preferido volver a casa o ir a otra parte. —¡Transpiren, transpiren mucho, que les hace bien! –repetía Sebastián cada tanto con voz ronca. Fumaba mucho, lo sabíamos todos porque entre una hora y otra salía al patio para prenderse un cigarrillo. Después lo apagaba en una maceta, tratando de enterrarlo. Y ahí estábamos los veintisiete en el patio de la escuela, uno al lado del otro con la espalda contra la pared. Hacía diez minutos que Máximo repetía un ejercicio que el profesor acababa de mostrarnos. Sentado en el piso trataba de tocarse la punta de los pies con los dedos de las manos. Junto a él, Santiago González hacía lo mismo, igual que los demás. De tanto en tanto miraba la mancha oscura de su propia sombra que cambiaba de forma con cada movimiento. Movía la pierna hacia arriba y la sombra parecía el pico abierto de un pájaro, levantaba el brazo y parecía una bailarina parada

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en puntas de pie, una forma que no le gustaba porque estaba convencido de que el baile era cosa de chicas. Máximo prefería leer, las aventuras lo atrapaban y devoraba un libro tras otro. Pero se divertía con el espectáculo de su propia sombra que cambiaba de forma, una sombra mutante. ¡Estaba creando otro mundo de la nada! Parecía el juego de las sombras chinas. Como si fuera un titiritero, Máximo se doblaba hacia delante y ahora su sombra parecía un burro. ¡Un burro con las patas cortas! Le traía muchos recuerdos de cuando era chico, cuando los abuelos le regalaron un burro gris muy enano, con una mancha negra en el lomo. Por eso le había puesto ese nombre, “Mancha”. Ya no era un burro cualquiera, era Mancha. Parecía manso y obediente, pero no dejaba que nadie se le subiera. La única vez que Máximo trató de sentarse en el lomo, Mancha lo tiró al piso. Máximo buscó con la mirada la sombra de Santiago para ver qué figuras estaba creando. Pero… ¿Y la sombra? ¿Dónde estaba su sombra? Miró adelante, pensando que tal vez el sol la estaba alejando del cuerpo; la buscó atrás, por si acaso había quedado aplastada debajo de él. Nada, no la encontraba. Miró el cielo para ver si algo se interponía entre el sol y el lugar donde Santiago

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hacía ejercicio. Pero no había nada, la nube ya había pasado y el cielo estaba despejado. Volvió a su ejercicio, dedos-pies..., dedos-pies..., dedos-pies. —A ver chicos –una palmada y la voz del profesor llamó la atención de todos–. Bien. Ahora abran las piernas y toquen con la mano izquierda los dedos del pie derecho, y con la mano derecha los dedos del pie izquierdo... Así, miren... Sebastián se doblaba como una máquina, ejecutaba los movimientos con soltura y rapidez. Máximo miraba fascinado la sombra del profesor, que parecía las alas de un pájaro que trataba de volar. —Máximo, ¡pasá aquí al frente y mostranos! –lo llamó Sebastián. Máximo se levantó, caminó hacia el profesor y se puso en posición delante de todos: uno, dos... uno, dos... —Bien, pero levantá el brazo y estiralo más. Tiene que formar un arco, pasar sobre la cabeza y tocar la punta de los pies. Así... sí, así está bien... Chicos, háganlo ustedes. Van a ver que forman una sombra en el piso. La sombra de un pájaro... pero no tiene que volar, tiene que estar intentándolo... ¿Entienden lo que les digo? No entendíamos nada, pero le dijimos que sí, algunos en voz alta y otros moviendo la cabeza para arriba y para abajo. 8


—¡Ahora cada uno a su lugar y sigan ustedes! ¡Cuántos pájaros tratando de volar! Cinco... seis... diez... Pero... ¿y el pájaro de Santiago dónde estaba? ¡Qué raro! No había ninguna sombra delante de él, ni atrás, ni tampoco al costado. Si está al lado mío, ¿por qué yo puedo ver mi sombra y no la suya?, se preguntó Máximo. Volvió a observar su propia sombra. Levantó el brazo y la sombra hizo lo mismo. Sí, la sombra de su burrito Mancha obedecía las órdenes sin problemas. Se dio vuelta hacia Santiago. No, todavía no tenía sombra. ¡Qué raro! ¿Cómo puede ser? Debe haber alguna explicación, pensó para sus adentros. Un segundo después volvió a mirar a su amigo. No, no había nada oscuro, ni el más mínimo rastro de gris. Nada, ni en el piso ni en la pared. Nada de nada. Santiago no tenía sombra, ni siquiera una mancha. Máximo miró inquieto a su alrededor. Había muchas sombras, cada compañero tenía la suya... o casi todos. En realidad se estaba dando cuenta de que algunos no, no tenían sombra. Uno... dos... tres... cuatro... ¡faltaban cuatro sombras! Contó de nuevo. ¡Cuatro sombras no estaban donde debían estar! —Chicos, suficiente por hoy. Vayan a ducharse. ¡Y mañana pónganse ropa más liviana porque escuché en el noticiero que hará mucho calor! 9


Sebastián terminó la hora de Educación Física y los chicos se pusieron de pie de un salto, levantaron sus bolsos, los buzos, las zapatillas y corrieron al vestuario. Máximo y sus dos mejores amigos fueron los últimos en dejar el patio para ir a cambiarse. Matías era más bajo que Máximo y tenía un mechón de pelo que le tapaba el ojo derecho; siempre sacudía la cabeza hacia la izquierda para que el mechón no le molestara. Lucas era flaco y rubiecito, muy divertido y de buen carácter; siempre estaba haciendo chistes. Tenía una novia, Valentina, y con ella se mandaba mensajitos todo el tiempo, a escondidas de Máximo y de Matías para que no le hicieran burlas. Lucas les ponía sobrenombre a todos. A Matías le decía “Emo”, por su mechón, y a Máximo “Tragalibros”, porque leía un libro tras otro. Máximo se paró en la puerta. —¿Ustedes también se dieron cuenta? –les preguntó en voz baja, como si estuviera contando algún secreto y no quisiera que lo descubrieran. —¿De qué estás hablando? –le dijo Matías sacudiendo el mechón. —¿Vos lo viste, Lucas? –insistió Máximo sin dar explicaciones. —¿Ver qué? –preguntó Lucas. Ninguno de los dos parecía haber notado nada. Ellos también tienen vergüenza de hablar, pensó Máximo. 10


—¡Cortala con las adivinanzas! ¿Estás soñando de nuevo? –Lucas siguió caminando hacia la ducha. Pero avanzó algunos pasos y se dio vuelta–. ¿Te referís a… a las sombras? –dijo al final mirando alrededor como si hubiera dicho algo grosero. Era obvio. No podían dejar de darse cuenta, pensó Máximo. —¿De qué sombras están hablando? –Matías se puso en el medio, entre Máximo y Lucas. —¿Me volví loco yo o faltaban algunas sombras en el patio? –preguntó Máximo. Les daba vergüenza preguntarle al profesor si él también había notado algo y si a lo mejor tenía una explicación para el extraño fenómeno, una explicación que podía ser obvia pero que a ellos no se les ocurría. Así que dejaron el tema y se dirigieron a la ducha. Con el jabón en la mano y la toalla al hombro, Matías abrió la canilla. —¡Uuuuuh, está helada! —¡Dale, chabón! ¡No seas quejoso, que hace un calor de morirse! —Che, ¿te compraste la planchita para alisarte el flequillo? –gritó Lucas desde el vestidor. —¡Cállense! –dijo Máximo mientras doblaba el uniforme–. ¿Lo vieron a Roby Pérez? Me pidió la tarea de Química.

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Nadie contestó, lo que significaba que no, que no lo habían visto. Terminaron de ducharse y tan rápido como habían llegado, se vistieron y salieron para volver a casa. Encorvado sobre su celular, Lucas empezó a mensajear:

Valentina Carrasco en línea

Listo. En diez minutos llego. Ok. Ya estoy acá.

16:07

16:07

Un beso.

16:08

Estaban cruzando el pasillo hacia la salida, cuando Máximo vio a Roby que se alejaba rápidamente. Notó algo, como un trapo oscuro que colgaba de su mochila. Parecía una mano con dedos. Estaba mitad dentro y mitad fuera del bolsillo. No podía ser un guante. Con el calor nadie usa guantes, pensó. El trapo o la mancha, o lo que fuera, se movía como si lo sacudiera un leve soplo de viento. Pero todavía estaban dentro de la escuela y no había viento.

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—¡Roby… Roby… tengo lo que me pediste, lo de Química! Roby Pérez se fue sin darse vuelta siquiera. Máximo solo tuvo tiempo de gritarle que no se olvidara del partido a la tarde. Bueno, pensó, cuando lo vea esta tarde en la cancha, le daré la tarea; él nunca falta a un partido.

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