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Los verdes de Quipu
Los pulentas de Boedo Una historia de fĂştbol y amor
JosĂŠ Montero Ilustraciones Viviana Brass
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1. ¡La hora, referí!
La pelota viene de aire, la paro de pecho, le pego de primera con toda la fuerza y la clavo en el ángulo, pero no del arco contrario, sino del paredón del fondo. O sea, la cuelgo. Definitivamente, no es mi día. Es la quinta oportunidad de gol que me pierdo. El problema no soy yo solo. Es el equipo. Estamos desorientados en nuestro debut como federados. Sin embargo, las culpas parecen recaer exclusivamente sobre mí, porque soy el capitán. —¡Dejá de morfártela, León! ¿Tenés hambre? –me dice Fran. —¿Por qué no me la pasaste? –pregunta Homero, pero olvídense de ese nombre; le decimos Simpson. —Simpson tiene razón –acota Fefe–, no lo marcaba nadie. Lo miro a Agustín, nuestro arquero. Él no me recrimina. No dice nada. Observo al banco. A Tobías, que está de suplente, se le fueron las ganas de entrar. ¿Para qué? Busco la mirada de Héctor, el entrenador, que es a la vez el papá de Agustín. Espero que me diga algo. Que me fulmine con sus ojos de disgusto. Que me cambie. Algo. Pero Héctor está en otra. Habla con un señor que no conozco. Ignora el juego. Nos ignora. 7
Se reanuda el partido y yo comprendo en toda su magnitud la frase “¡la hora, referí!”. Muchas veces, después de remontar un partido difícil, rogábamos para que terminara lo antes posible, porque nos conformábamos con el empate. En esta ocasión, yo pido para mis adentros “la hora” porque no quiero que nos hagan más goles. Obvio, el árbitro no presta atención a mi súplica. Se ajusta a lo que marca su reloj y todavía nos meten otro más. Al fin, el partido termina. Vuelvo a mirar el tablero que marca los tantos porque no lo puedo creer. Perdimos 8 a 0.
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2. Una patada en el alma
Créanme. Si “solo” nos hicieron ocho goles, se lo debemos a Agustín, que –además de ser mi mejor amigo– es el mejor arquero del mundo. Estoy exagerando, lo sé. Del mundo, no. Pero es el mejor arquero de infantiles. Si Agustín no hubiese estado en el arco, nos habríamos comido veinte. —Sos un capo, Agustín. Te atajaste todo –lo felicito en el vestuario, para romper el silencio y el clima de amargura. —Gracias, León –me responde con gesto sombrío. —¿Qué pasa? –le pregunto. —Pasa que nos pintaron la cara –dispara Fran. —¿Te parece poco? –salta Simpson. —¿Qué querés? ¿Qué esté feliz? ¡Todos estamos hechos bolsa! –aporta Fefe, y nos trenzamos en una discusión a los gritos que termina cuando Agustín dice: —¡Basta! ¡Dejen de pelear! León tiene razón. Pasa algo más. —¿Qué, Agustín? –pregunto. —Me voy del equipo. Se hace un silencio tan grande que me retumba en la cabeza. —¿Cómo? No puede ser –tartamudeo. 9
—Me voy. Perdónenme. —Pero ¿cómo? ¿Y tu viejo? –quiere saber Simpson. —Se va a dirigir un equipo nuevo. Me lleva con él –agacha la mirada Agustín. —Ya me parecía que había algo raro –dice Tobías–. En el banco, se la pasó hablando de números con un tipo. —Él me pidió que les dijera. Perdón –insiste Agustín sin levantar los ojos. —¿Te usa a vos? ¿Por qué no viene a decírnoslo él, de frente? –se enoja Fran, expresando el sentimiento de todos. —Mi viejo es así –solloza Agustín. No soporto media palabra más. Termino de vestirme, salgo y me encuentro con mi vieja. No quiero que me abrace ni que me dé besos, pero ella es cargosa y cree que así me reconforta por la tarde negra que pasamos. En el auto, ella habla, habla y habla. Yo le respondo con monosílabos, pero no sé qué dice. Solo pienso en que arrancamos el campeonato con el pie izquierdo. Nos golearon, Agustín se va y el entrenador nos abandona. Estamos en el horno. Cuando llegamos a casa, me encierro en mi cuarto y lloro.
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3. Que te entrene Mongo
¿Por qué lloro, si el fútbol solo implicaba alegría y diversión? Antes nos reíamos, pero esta temporada nos pusimos demasiado serios. El juego se convirtió en un drama, en la obligación de ganar a cualquier precio. El que nos transmitió esas ideas fue Héctor, el entrenador. Él no era así. Nos estimulaba y nos daba consejos. Ahora nos enseña a meter la pierna fuerte, a poner nervioso al contrario, a hacer teatro y exagerar las caídas. Nos enseñaba, bah. ¿Qué pasó en el medio? Cambiamos de categoría. Hasta el año pasado, solo jugábamos amistosos con otras escuelitas de fútbol. Pero Héctor nos metió en la cabeza la idea de federarnos para competir. Participar en los torneos está bueno, sobre todo porque ya no somos chicos, tenemos 12 y, si no competimos ahora en infantiles, no competimos más. Este año nos “graduamos” y pasamos a juveniles. Sin embargo, a mí no me gusta que el juego sea tan brusco, tan agresivo, tan violento a veces. No me gusta que algunos padres griten “¡matalo!”, “¡quebralo!”, “¡fusilalo!”.
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Ahora me doy cuenta, además, de que Héctor quería alcanzar la categoría de entrenador federado para buscar la oportunidad de dirigir en otra institución de más prestigio. A la primera oferta, nos dejó en banda. Nuestro club se llama Pulentas de Boedo. Con ese nombre, ya se darán cuenta de que no es gran cosa. Parece un nombre de murga y, a raíz de eso, nos comemos un montón de cargadas. Nos dicen que nacimos para bailar. Cada vez que llego a los entrenamientos y veo el cartel de Pulentas, me pregunto ¿en qué estaban pensando los fundadores del club cuando lo bautizaron así? Uno de los fundadores es el actual presidente, pero no dan ganas de preguntarle nada. No es una persona con la que podamos hablar. Él simplemente viene y nos informa: —Su nuevo director técnico va a ser Mogno. —¿Mongo? –pregunta Fefe. —Mogno. M-O-G-N-O. —¡¿Y quién Mongo es Mogno?! –quiere saber Simpson. —El capitán del equipo de bochas.
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4. Warrios versus Pulentas
A Agustín lo veo recién el martes, en la escuela. Somos compañeros de grado. —¿Qué te pasó, Agus? Ayer faltaste –le digo. —Estuve toda la mañana en la clínica. —¿Estás enfermo? —No, me hicieron los estudios para entrar en Warriors. —¿El club nuevo? —Ajá. Me conectaron a un montón de aparatos. Eran como doce médicos y me revisaron de pies a cabeza. —Como si fueras un jugador de primera. —Lo mismo pensé yo. —¿No será mucho? –observo. —Warriors parece el Barcelona. El club es enorme. Las instalaciones son flamantes. Ya las vas a conocer cuando vengan a jugar. —Falta mucho. ¿Por qué no me llevás un día de estos? —No puedo. —¿Por qué? –me río; pienso que es una broma. —En serio. No puedo. No me dejan. —¿Quién no te deja? 13