Valen
El subte se paró en Medrano. Valen sacó el celular del bolsillo de la mochila y miró la hora. No tenía salvación: iba a llegar tarde una vez más. “¡Es que no podés salir con el tiempo justo, Valen!” Frase de su mamá. ¿Qué quería? ¿Que llegara media hora antes y se sentara como una estúpida a esperar en los escalones de la entrada? ¿Para qué? La culpa no es mía, es del subte que anda mal. La puerta del vagón no se cerraba. Los que se bajaban en Medrano, ya lo habían hecho y ahora solo era el momento de entrar, entrar, y entrar. La gorda que tenía adelante la pisó y le pidió disculpas. Valen hizo un gesto que no fue sonrisa ni simpatía, solo como para demostrar que la había escuchado. Después de todo, la gorda se había disculpado. Peor eran los pisotones indiferentes, anónimos, asumidos como parte de la cosa. Peor eran los toqueteos a propósito, los toqueteos sin querer, los toqueteos disimulados, los apoyos, los aprietes, el aliento pesado en el cuello, el chivo, el desodorante barato, el perfume trucho, el estornudo repentino. La puerta no se cierra y el tren no arranca. Ya no tiene sentido volver a mirar la hora. Da lo mismo. El subte era lo que más odiaba de vivir en Buenos Aires. La gorda otra vez. Bueno, ya fue, ¿viste? Un pisotón vaya y pase. No podía correrse ni un centímetro hacia ningún lado. Tendría que seguir soportando los pisotones hasta que una de las dos se bajara.
7
En su ciudad no había subte. Podía ir caminando a la escuela, encontrarse con Ni por el camino, charlar y charlar y charlar y seguir charlando. La escuela quedaba a diez cuadras. Diez cuadras caminadas. Casi suspira de nostalgia al recordarlo. Solo acá hay subte. Solo acá alguien va a una escuela que queda a más de media hora de su casa. Solo acá hay que viajar y apretujarse y aguantar, aguantar, aguantar para que no te digan provinciana, nueva, idiota. “Es la mejor escuela de la ciudad. Tuviste suerte en encontrar una vacante a esta altura del año.” Otra frase de su mamá. Imposible. Nunca iba a llegar temprano. “Tarde, Martínez, tiene tarde. Si sigue así, se va a quedar libre.” Sí, idiota, y si vos entendieras que vivo lejos y el subte se para donde se le canta, eso cuando anda, capaz que podrías no poner esa T roja de “Tarde” o de “Tarada” o de “Tonta” o de “Trola”. Me pondrías una P de “Presente”, no de “Puta”. Le gustó la idea de que todos los registros de asistencia quisieran en realidad decir eso. Por orden alfabético: Trolas-Tarde, PutasPresente, A… No se le ocurrió nada para la A de ausentes.[...]
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Ana
Las ocho. No llegaba. Sentada en un banco de la Plaza Constitución, Ana miraba una y otra vez el celular. Las ocho. Ni un mensaje, ni un WhatsApp, ni un chiste en el Face. Las ocho. Ya no podía volver a la escuela. Eran unas pocas cuadras pero llegaría y diez… Además, no quería volver a la escuela. Con lo que le había costado decidirse. Él tenía que llegar. Capaz se había quedado dormido. Ana miró alrededor, inquieta. Podía pasar alguien que la conociera. Todo el mundo se conocía en Concepción. “¿Sabés que la vi a la Anita en la plaza? ¿No fue a la escuela hoy?” Cualquiera que la viera le haría esa pregunta a su mamá. No había sido buena idea encontrarse en un lugar tan público. Bueno, si hubiera llegado siete y media como habían quedado… ¿Y si se había equivocado de banco? [...]
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Ezequiel
Estaba por cruzar la calle esquivando los autos cuando una moto le frenó adelante. Ezequiel saltó para evitar que lo atropellara. —¡Qué cagazo, gato! –se burló el de la moto–. ¿No te enseñaron que tené' que mirar el semáforo? —Llego tarde, Chato. —Subí que te llevo. Ezequiel no se lo hizo repetir. Se trepó a la moto. —¿Es tuya? —Ahora sí. 'Ta tarde se la tengo que entregá' al Barba. Creo que ya la tiene ubicada. —¿Y con cuánto vas? —Nada, una miseria. Vo' lo conocé al Barba. Siempre te caga. —¿Y para qué trabajá' con él? —De algo hay que viví'. La moto e' negocio fácil. Poco riesgo. El Chato aceleró y zigzagueó entre los autos. Ezequiel se agarró fuerte de su cintura. El semáforo los detuvo. El Chato, aceleraba, esperando el verde para volver a arrancar como si estuviera en una pista de carrera. —¡Qué máquina! ¿Viste? —'Tá buena –dijo Ezequiel. —Un día voy a tené' una como esta –dijo el Chato acariciando la moto como si fuera un caballo–. Pero mía. [...]
33
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Ana
Ana sentía el peso de su cuerpo casi aplastándola. Martín la besaba en el pelo, en los ojos, en los labios, en el cuello. Ana no podía cerrar los ojos. Las nubes se le venían encima como el cuerpo de él. Se retorció para empujarlo hacia un costado, pero solo sirvió para que él se acomodara mejor. Ana estaba inmóvil, los brazos al costado del cuerpo, sin animarse a responder a sus caricias, incómoda. Algo se le clavaba en el medio de la espalda. Ojalá el piso se hundiera y ella cayera, al fondo del río. Cerró los ojos para no ver y le devolvió un beso, donde cayera, donde sus labios se encontraran con su piel. Debió ser la mejilla porque sintió lo rasposo de su cara sin afeitar. Probó con otro beso, esta vez en los labios. Le gustó. Aflojó un poco la tensión de su cuerpo. Ya está. Ya fue. No tenía sentido tener miedo. Tenía que disfrutarlo. Había esperado este momento mucho tiempo. No ahí. No con Martín. Él, el otro, no tenía cara. Disfrutá, Ana, disfrutá. Se animó y le acarició el pelo. También él se animó y buscó la piel de Ana por debajo de la remera. Ana se estremeció de placer, de miedo. Sabía que si no salía ahora de debajo de él, no salía más. Y no sabía si quería salir. Sonó un mensaje en su teléfono. Alguien había decidido por ella. [...] Continúa en el libro... 57
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