Los verdes de Quipu
Somos asĂ Olga Drennen Ilustraciones Ana Sanfelippo
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Casi me muero
En cuanto Mariela me dijo que Ramiro estaba en
el hotel Amarilis, casi me muero. Casi me muero. La ver-
dad es que yo, el año pasado, no me tomaba el amor así. Cuando mamá me pidió que ordenara mi ropa
porque nos íbamos a Córdoba de vacaciones, casi me muero.
¿Qué iba a hacer yo ahí? Aburrirme. Pero después
me enteré de que Mariela y su familia también tenían
pensado ir al Amarilis. Nada más que ellos viajaban
unos días antes. Yo, casi me muero, pero de alegría. Porque eso de irme y dejar a Mariela, sola en el barrio con Ramiro, no me gustaba para nada.
El lío había empezado en el invierno.
—¿Sabés? –había dicho Mariela que era mi mejor
amiga–, me gusta un chico.
—¡Ay, nena, por favor, no me hagas hacer mala
sangre! A mí también me gusta un chico –le dije.
Le había dicho que no me hiciera hacer mala san-
gre porque, ¡ahhh!, Ramiro, el chico del que yo estaba
enamorada, no me miraba ni por casualidad. Y que no me mirara ni por casualidad me ponía loca, por
eso no le había contado a Mariela que gustaba de él, 7
nada más que por eso, porque ella y yo siempre nos contábamos todo.
Las dos vivíamos en el mismo barrio, Villa del
Parque y, además, en la misma manzana. Él era el más nuevo de los tres; en cambio, nosotras habíamos naci-
do allí. Yo, en la calle José Pedro Varela; mi amiga en Campana y, ¡ahhh!, Ramiro, en Simbrón.
¡Me gustaba tanto! Con esas cejas gruesas que
tenía y esos dientes grandes…
Pero él ni me miraba. Estaba enojado conmigo
porque una vez, cuando éramos chicos, lo llevé por delante con mi bicicleta. ¡Qué rencoroso! ¡Total! No era
para tanto, porque para un chico, ¿qué es una caída
más? Nada, un par de moretones en las piernas. Nada, ya dije. Pero también le pedí perdón. Y él me había
contestado que sí, que me disculpaba, que no le dolía nada, que esto, que lo otro y, ¿para qué? Si me di cuenta
de que muchas veces se hacía el distraído como si no me hubiera visto en su vida y ni me miraba.
Por eso le dije a Mariela que no me hiciera hacer
mala sangre. Porque estaba enamorada y no le veía ningún buen futuro a lo que sentía.
—¿¿¿Y??? ¿No me preguntas cómo se llama el
chico del que gusto? –dijo Mariela.
La verdad es que tenía razón, mi mejor amiga me
contaba cosas importantes para ella y yo ahí como una idiota, pensando en Ramiro.
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—Bueno…, perdoname, no me di cuenta. ¡Dale!
Decime cómo se llama.
A Mariela se le dieron vuelta los ojos y suspiró. Le
tuve envidia, pero una envidia buena porque la vi tan
linda con esa naricita levantada para arriba, tan simpática, tan..., ¡qué sé yo! La vi tan bonita, que pensé que a
ella no iba a pasarle lo mismo que a mí; seguro, seguro, que el chico que ella quería, la quería a ella también. nada.
—Ramiro. Gusto de Ramiro –dijo Mariela como si De Ramiro, había dicho ¡de Ramiro! Casi me muero. —¿Y él? –le pregunté con cara de Blancanieves.
En ese momento, ella dijo las palabras mágicas. —No sé. Nunca me dijo nada.
¡No me lo vas a sacar! pensé primero enojada y
después, con ganas de llorar.
—Bueno –le dije sin mirarla a la cara–, así son las
cosas. A mí me pasa lo mismo.
Como tenía que ser, Mariela me preguntó por el
chico que me gustaba; entonces, yo volví a hacerme la tonta.
—Es u-uno q-que vive cerca de la casa de mi
a-abuela –contesté sin poder levantar la cabeza.
Por suerte, mi abuela vivía como a treinta cua-
dras. Pero no iba a ser tan fácil salir del paso por-
que Mariela no dejaba de preguntar y preguntar por cómo se llamaba el chico, por el pelo, por la edad… Parecía una máquina.
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—¡Julieta!, ¿cómo se llama? –insistió.
—Diego –le solté el primer nombre que se me
ocurrió y enseguida empecé a pensar en Maradona–. Tiene rulitos –agregué–, y juega a la pelota que es un rey. Mariela me miró y me preguntó si la estaba car-
gando. Que no, le dije, que de ninguna manera y mientras tanto, cruzaba los dedos a escondidas para cortar
la mentira. Ella volvió a clavarme los ojos, pero esa vez, logré sostenerle la mirada.
Al final, pensé, no es tan linda porque con esa
nariz para arriba que tiene, parece un chanchito.
Como a la semana fue el cumpleaños de Ramiro.
Ella le compró una tarjeta boba de esas empalagosas con angelitos, corazones cruzados y cosas escritas por quién sabe quién.
Fue el cumpleaños de Ramiro y yo, ni enterada.
Quedé mal, claro. Bueno, ¿qué me importaba a mí lo de la tarjeta? Eso, ¿qué me importaba? Si al final, él le dio las gracias y después se fue como si nada.
Y así pasé el invierno con Mariela que no paraba
de hablar de Ramiro, que lo había visto, que le había
dicho “chau”, que patatín y que patatán. Casi me muero. Y yo que trataba de despistarla, no paraba de hablar de Diego que me había guiñado un ojo, que me había encontrado en la esquina de la casa de mi abuela, que patatín y que patatán. Puras mentiras. Puras mentiras para salir del paso.
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Después terminaron las clases, llegó el verano
y apareció mamá con la noticia de las vacaciones en el Amarilis. Y casi me muero. Y casi me muero porque si me
iba a Córdoba, ¿quién los vigilaba?, ¿eh? Digo yo, ¿quién los vigilaba?
Bueno, cuando vino mamá y me dijo lo del
Amarilis, se me dio por gritar y dar portazos, ¡cómo
protestó mamá! Malcriada me llamó y también, que si no la cortaba iba a perder la paciencia. Por eso, traté de mantener la boca cerrada y las puertas en su lugar. Y no
bien Mariela llamó para darme la gran noticia de que
íbamos a estar juntas en el mismo hotel, el alma me volvió al cuerpo.
Me serenó saber que, en primer lugar, al no estar
ella, Ramiro no corría peligro y, en segundo lugar, era
bueno tener una compañera en las vacaciones. Después de todo, había sido mi mejor amiga, aunque ella no supiera que ya no lo era.
Fue una suerte que los padres de Mariela le hubie-
ran recomendado el lugar a mamá. Y ni qué decir de la
alegría que sentí cuando me enteré de que Ramiro tam-
bién paraba en el Amarilis. No faltaba nadie. Estábamos todos.
El Amarilis. Era lindo. No como para decir ¡uuuaaff!,
pero pasaba. Me recordaba un quesito para untar, un
triángulo todo blanco. En la parte de atrás, tenía un parque con muchos árboles y una pileta preciosa.
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Por supuesto que Mariela nos recibió en la puerta
y enseguida, me llevó al parque. Mientras la escuchaba, me fijé en ella: de remera rosa y jeans, parecía una bebota. En cambio, yo le llevaba como una cabeza. Me
sentía como dice mi abuela que soy: una señorita hecha y derecha.
—…y al final –contaba Mariela–, Ramiro me pre-
guntó si quería salir con él. ¡Casi me muero!
Atragantada, tosí, tosí y tosí como si me hubiera
tragado un caramelo entero.
—¡Julieta! ¿Qué te pasa?
Era mamá. Había caído justo. Nunca una madre
fue mejor recibida por su hija.
Claro que no podía contarle lo que me pasaba
ahí delante de mi amiga, así que le contesté que tenía mucho calor.
—Ponete la malla y andá a refrescarte –dijo.
Al rato me había sentado al borde de la pileta.
Mariela y Ramiro ya estaban en el agua.
Ella me vio enseguida. Él también me miró. —Ju, vení, tirate –dijo ella.
No tuvo necesidad de insistir, me zambullí de
cabeza y después empecé a nadar y matarme de risa por cualquier cosa. Una mosca, un ruido, cualquier cosa
venía bien. La cuestión era hacerme notar. Ramiro que se había tentado, se reía conmigo. Nadamos, jugamos
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hasta que mi amiga se fue a un costado. ¡Pobre! Parecía una pelota medio desinflada en un ángulo de la pile.
Después de comer, las dos fuimos a caminar por ahí.
Mariela parecía medio seria.
—Julieta –dijo al rato–, quiero decirte algo.
Me imaginé que se había enojado conmigo por-
que me había hecho la tonta. De pronto, pensé que si
se había molestado conmigo, tenía razón. Así que dejé de caminar y bajé la cabeza como quien espera una explosión.
—Te engañé, Ju, ¡perdoname! Ramiro no me pidió
nunca que saliera con él –dijo de un tirón–. Me agrandé con vos. No sé por qué. Y tenía pensado seguirla, pero hoy cuando te vi tan bien, tan contenta, ¡qué sé yo! Me da vergüenza haberte mentido…
¡Buuuaaaa, buuuaaaa! Esa era yo, no podía parar
de llorar. Parecía una canilla. Mariela no supo qué hacer, la pobre. Pero lo peor fueron las terribles ganas que me dieron de decirle la verdad. No sé qué pasó, pero, de
repente, sentí que tenía que decirle la verdad. Entonces, empecé por donde me resultó más fácil: el principio.
—Yo también te mentí, Mariela. Diego no existe,
es un invento mío –confesé.
Y, después, entre un buuua y otro, le conté la ver-
dad. Mi amiga me escuchó con la naricita levantada. Me escuchó con los ojos redondos. Me escuchó con su cara de beba.
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No bien empecé a hablar, casi me muero, pero enseguida, sentí un alivio tan, tan grande, que hasta me pareció que flotaba en el aire.
Quise decirle que ahora era yo la que pedía perdón,
pero Mariela me abrazó y me di cuenta de que no hacía falta agregar nada más.
Como éramos los tres únicos chicos de la misma
edad en el hotel, pasamos juntos todo el tiempo. No voy a decir que fue un verano maravilloso porque sería mentira. Nos peleamos bastante, pero, por suerte, ese día, el primero, Mariela y yo dejamos de hacernos trampas. Hasta que llegó la última noche.
Pasó que los grandes decidieron hacer una fiesta
de despedida de las vacaciones. Nosotros tres no dejá-
bamos de tomar gaseosas. En una de esas, la madre de
Mariela le pidió que fuera hasta la habitación a buscarle un chal porque tenía frío y mi amiga fue. Entonces Ramiro tiró la bomba.
—¿Querés salir a caminar un rato conmigo solos?
–me preguntó con todos esos dientes que tiene.
¡Y me lo había dicho a mí! ¡A MÍ! Casi me muero.
En ese momento, vi que Mariela venía con el chal que la mamá le había pedido en la mano. Casi me muero.
—Sí –le contesté y todavía no sé cómo me salió la
voz–. Sí, pero otro día, cuando volvamos. Ahora podríamos ir los tres, ¿no te parece?
Él me miró como diciendo “te entendí” y dijo
que le parecía bien, que estaba de acuerdo. Por eso, 14
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