Domingo III de Pascua

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¡Aleluya! Testigos de Jesús en esta hora, con las puertas abiertas a la Vida. Misioneros, enviados, en éxodo hacia el mundo, con una gratuidad, que se hace luz en los caminos. Testigos de Jesús en la mañana, recreados por la gracia madrugadora, llenos para siempre de Evangelio, dispuestos a celebrar tanta vida con el pueblo. Testigos de Jesús, aquí y ahora, sorprendidos por la bondad y la ternura. llevando siempre un milagro entre las manos, que embellece la fragilidad de nuestro barro. Testigos de Jesús a todas horas, ungidos con el don de la alegría. El perfume no se puede guardar en un sepulcro; hay que cuidar con él la vida herida. Testigos de Jesús, que ven y creen. Ver a Jesús en los adentros, creer en Él, amarle y, con su amor, amar a todos. Vivir en comunión en medio de la Iglesia, con el delantal siempre puesto para servir y dar la vida. ¡Qué don tan grande! ¡Qué sentido tan nuevo para la vida! ¡Qué alegría creer en ti, Señor Jesús! Gracias por romper la corteza de nuestra tierra y sembrar en ella la flor de la esperanza. ¡Cuánta tarea misionera por delante, con la Señora de la Pascua, siempre al lado. ¡Aleluya!

• ¿Quién hará brotar la alegría honda en el corazón humano? ¿Quién alentará la esperanza en la vida de cada día? ¿Quién dará respuesta a la sed de un amor nuevo y renovador, fiel y agua viva que todos experimentamos en nuestro interior? • La resurrección es la explosión de alegría, de luz, de color, del Dios de la Vida, que hace nuevas todas las cosas y que también quiere hacer “nueva” tu vida. • Hoy asistimos al gesto entrañable de Jesús Resucitado. Unas brasas, un poco de pan y un pez símbolos de un amor desmesurado, es lo que les espera a la vuelta a tierra después de una noche fatigosa y decepcionante en la que no han podido pescar nada. *Como a los discípulos, nos aguarda una gran prueba: la de una fe capaz de reconocer a Jesús y su presencia en esos signos ardientes y ordinarios en los que se nos muestra. Con esa fe, la vida será una fiesta, un don que nos repone de nuestras horas decepcionantes aportando gozo y dinamismo a nuestros anhelos. Sin ella, la vulgaridad y la monotonía presidirán nuestras ocupaciones ordinarias convirtiendo la vida en un ejercicio cansino y frustrante. • María, la madre feliz del Resucitado, nos invita a una nueva forma de mirar, de oír, de afrontar el reto del quehacer de cada día. Por su maternidad, su historia es la nuestra, su camino el nuestro, su pascua la nuestra.


LOS BANQUEROS

Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Jn 21, 1-19 El canadiense B. Lonergan ha sido el último teólogo que ha recordado de manera penetrante que «creer es estar enamorado de Dios». ¿Qué puede pensar hoy alguien que escuche esta afirmación? Por lo general, los teólogos no hablan de estas cosas, ni los predicadores se detienen en sentimentalismos de este género. Y, sin embargo, ¿qué otra cosa puede ser confiarse a un Dios que es sólo Amor? Nada nos acerca con más verdad al núcleo de la fe cristiana que la experiencia del enamoramiento. La idea no es la «genialidad» de un teólogo piadoso, sino la tradición constante de la teología mística que arranca del cuarto evangelio: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor». El enamoramiento es, probablemente, la experiencia cumbre de la existencia humana. Nada hay más gozoso. Nada llena tanto el corazón. Nada libera con más fuerza de la soledad y del egoísmo. Nada ilumina y potencia con más plenitud la vida. Los místicos lo saben. Por eso, cuando hablan de su fe y entrega a Dios, se expresan como los enamorados. Se sienten tan atraídos por Él que Dios comienza a ser el centro de su vida. Lo mismo que el enamorado llega a vivir de alguna manera en la persona amada, así les sucede a ellos. No sabrían vivir sin Dios. Él llena su vida de alegría y de luz. Sin Él les invadiría la tristeza y la pena. Nada ni nadie podría llenar el vacío de su corazón. Alguien podría pensar que todo esto es para personas especialmente dotadas para vivir el misterio de Dios. En realidad, estos creyentes enamorados de Dios nos están diciendo hacia dónde apunta la verdadera fe. Ser creyente no es vivir «sometido» a Dios. Antes que nada, es vivir «enamorado» de Dios. Para el enamorado no es ningún peso recordar a la persona amada, sintonizar con ella, corresponder a sus deseos. Para el creyente enamorado de Dios no es ninguna carga estar en silencio ante él, acogerlo en oración, escuchar su voluntad, vivir de su Espíritu. Aunque lo olvidemos una y otra vez, la religión no es obligación, es enamoramiento. En este contexto, la escena del evangelio de hoy cobra una hondura especial. La pregunta de Jesús a Pedro es decisiva: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» La respuesta de Pedro, conmovedora: «Señor, tú lo conoces todo, tú sabes que te quiero». Hoy, el DIOS ENAMORADO, espera nuestra respuesta.

(Aviso previo: no confundir banquero con empleados del banco). “Hoy es uno de esos días para pensar con Jorge Manrique que “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Lo digo por este titular de la edición digital de El País: “El Gobierno cambiará la ley para que los condenados puedan dirigir bancos”. Se refiere a la norma que exige, todavía, a los gestores de entidades bancarias “honorabilidad, experiencia y buen gobierno”. Menuda lección para la ciudadanía: para una ley ética y ejemplar que teníamos, van y nos la suprimen. Los banqueros –valga también financieros-, causantes en gran parte de esta crisis, no solo no la sufren, sino que además reciben un premio. Y un claro mensaje: actuad mal, que no habrá consecuencias. Hay que señalar que el de banquero ha sido desde siempre un oficio propenso a la estafa y al engaño. Pero al menos las leyes, en ocasiones algo bárbaras, intentaban contener esta propensión. Cuenta el medievalista José Enrique Ruiz-Domènec en su biografía de Ricard Guillem, “el primer empresario catalán de la historia”, que la banca privada apareció en Barcelona durante el reinado de Jaime I el Conquistador (1213-1276). Pronto, los Usos de Barcelona, hubieron de poner límites a su actividad. El 13 de febrero de 1300 se estableció que todo banquero que se declarara en bancarrota sería humillado por toda Barcelona por un voceador público y forzado a vivir en una estricta dieta de pan y agua hasta que devolviese a sus acreedores el total de sus depósitos. El 16 de mayo de 1301 se decidió que los banqueros estarían obligados a obtener fianzas y garantías de terceros para poder operar. A los que no lo hicieran no se les permitiría extender un mantel bajo sus cuentas de trabajo. El propósito era señalar a la vista de todos que estos banqueros no eran tan solventes como los que usaban manteles, es decir, los que estaban respaldados por fianzas. Cualquier banquero que rompiera esta regla (por ejemplo, que operase con un mantel, pero sin fianza), sería declarado culpable de fraude. El 14 de agosto de 1321 se estableció que aquellos banqueros que no cumpliesen sus compromisos serían declarados en bancarrota y, si no pagaban sus deudas en el plazo de un año, caerían en desgracia pública y pregonada por voceadores por toda Cataluña. Después serían decapitados frente a su mostrador, y sus propiedades vendidas para pagar a sus acreedores. Y aun así, nada de todo esto arredró a los banqueros, que supieron desde el principio arrimarse al poder, al que con frecuencia tenían en sus manos. Las leyes de antaño no eran posiblemente muy efectivas, pero sí ejemplarizantes. Hoy, ni siquiera eso. (de El País Digital 22.1.13)


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