LA LÍNEA Y GIBRALTAR, DOS PUEBLOS HERMANOS La Línea era para Gibraltar y los gibraltareños, además del barrio obrero que la cruda realidad económica nos obliga a reconocer,, oxígeno para los pulmones, luminosa claridad para sus ojos, calles espaciosas y soleadas para discurrir en los días de fiesta, oportunidad de disfrutar de la contagiante alegría del vivir, que, a pesar de los pesares, sobreponiéndose a sus propios problemas, ofrece a sus us visitantes la hidalguía y el espíritu hospitalario del pueblo andaluz. Y, para muchos de ellos, la ilusión realizada de establecer aquí su hogar, construyéndose una casita, cómoda, acogedora, inundada de sol, en una atmósfera limpia de “smog”, barrida por or los aires cambiantes de la bahía y del mar de nuestra civilización mediterránea. Los gibraltareños vivían como prisioneros, en los estrechos límites de su ciudad amurallada, en edificios sombríos, en calles estrechas, acusando los efectos de su humedad ambiental el alquitranado pavimento, soportando sobre sus cabezas, casi permanentemente, los jirones de oscuras nubes que, como arrancadas de los cielos de Londres, parecían traídas por los ingleses al Peñón como una prueba de su dominio. En aquellos días, la actividad de la plaza fuerte de Gibraltar la regían dos cañonazos que, prácticamente, señalaban las horas de comienzo y cese de aquella. Con puntualidad británica, a las seis de la mañana un fuerte estampido señalaba el momento de la apertura, en algún tiempo real y, últimamente, solo con carácter simbólico, de las puertas de la fortaleza. Ese cañonazo, era la señal que, como botón mágico, lanzaba a una febril actividad el sincronizado engranaje de la compleja maquinaria de su industria, su comercio, su arsenal y su puerto, sus escuelas y sus centros oficiales, con la imprescindible incorporación de los miles de 1