Los sucesos de la Aduana

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currieron en la tarde del seis de marzo de mil novecientos veintiocho, precisamente en las horas en que la gran masa de los trabajadores que laboraban en Gibraltar, terminadas sus respectivas jornadas de trabajo, regresaban a nuestra ciudad con las tarteras que les sirvieron en la mañana para portar sus viandas y, además, los escasos artículos que compraban en las tiendas del Peñón que, por tácito consentimiento de las autoridades fiscales y la costumbre como una de las clásicas fuentes del Derecho, habían, en la práctica, legalizado. Pero aquella tarde, que inesperadamente sería convertida en trágica por la airada protesta de quienes se consideraron víctimas de un atropello, y los fusiles de los carabineros, convirtieron en luctuosa; sin que se hubiera formulado aviso previo, sin una labor preparatoria para justificar la adopción de medidas por parte de las autoridades aduanales relacionas con el cese de la tolerancia del amparo de la cual los trabajadores que tenían sus fuentes de trabajo en Gibraltar, adquirían en el Peñón, a buen precio, modestas cantidades de artículos de primera necesidad, con lo cual, como ya he señalado en capítulos anteriores, reforzaban la economía doméstica y hacía posible el estimable nivel de vida que disfrutaban nuestras clases laboriosas. Pero, partiendo del incuestionable principio que afirma que no hay efectos sin causas, estimo necesario hacer algunas consideraciones que nos permitan explicar las que determinaron la explosión del conflicto y los lamentables hechos que motivan este relato. La Aduana constituyó siempre una causa de latente tensión en el pueblo de La Línea. De la libre aplicación de criterios por parte de las autoridades fiscales y de sus agentes, dependía en buena parte, en muchas ocasiones, el bienestar de nuestra ciudad y de sus moradores. Fue este un problema que ningún gobierno se había decidido a resolver con decisión y cierto espíritu de justicia. Preocupados por la presión de los intereses políticos y económicos, estos de carácter regional, que se ponían en juego cada vez que en las Cortes se planteaban cuestiones relacionadas con el

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funcionamiento de nuestra Aduana, tema del que fue paladín nuestro representante en el Congreso, don José Luis de Torres y Beleña, los gobernantes españoles recurrían al fácil expediente de ir aplazando decisiones que la realidad geográfica y económica, y nuestras circunstancias, demandaban y la justicia exigía. Como consecuencia de ello, la vida de nuestro pueblo se debatía en la inseguridad, dependiendo casi por entero, de las alternativas a que, también por su parte, estaba sometida la actividad económica de Gibraltar, especialmente en el puerto y en las obras y trabajos que por las exigencias estratégicas del Imperio, se efectuaban en el Peñón. Injusta situación creada por la tozudez y falta de visión de los que, aduciendo razones de alto interés nacional, mantenían la absurda legislación que impedía instalar industrias de proyección nacional, ya que las barreras fiscales levantaban artificiosas fronteras a los productos que aquella industria pudiese fabricar en La Línea. Como los hipócritas pecadores que pretenden engañar al Dios de sus convencionales creencias, o acallar sus propias conciencias, haciendo ridículas limosnas, nuestros gobernantes, de mas o menos buena fe, nos hacía el obsequio de sus dádivas en forma de instrucciones oficiosas a sus representantes en el área fiscal de esta frontera, para que los seis u ocho millares de trabajadores de La Línea que, cumpliendo la sentencia bíblica “con el sudor de su frente”, ganaban el pan nuestro de cada día, en el Peñón, pudiesen invertir, en aquel comercio y en su personal beneficio, una pequeña parte del salario allí ganado. Aquel estilo de hacer las cosas, no enfrentarse a los problemas, de adoptar la actitud cómoda arrojando al cajón del escritorio donde se amontonaban los “asuntos que se resuelven por si solo” siguiendo la cómoda filosofía de “el que venga detrás que arree”, explica, de manera elocuente, por si mismo la causa de los sucesos del seis de marzo de mil novecientos veintiocho, que llevaron el luto a los hogares de dos modestos linenses. En estas condiciones, en que la ausencia de preceptos que formasen adecuados criterios para su recta aplicación en la Aduana, llegamos a las vísperas de los sucesos que tuvieron, en su momento, una gran importancia en la vida de nuestro pueblo, por sus trágicas

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consecuencias, la admirable reacción popular, la unanimidad de ésta y sus posteriores efectos. En los primeros días de marzo de 1928 visitó nuestro pueblo en viaje oficial, el Comisario Regio para la represión del contrabando, señor Verdaguer, el cual, atendiendo peticiones de las autoridades locales, instruyó al personal de la Aduana en el sentido de suavizar la rigidez con que se venían aplicando medidas reglamentarias, de carácter general, que si eran necesarias y operantes para la economía nacional en el resto de España, resultaban inadecuadas e injustas en el caso particular de nuestro pueblo por las razones que vengo señalando en estas páginas. Las personas en favor de las cuales se dictaron esas instrucciones, empezaron a gozar de los beneficios de las mismas que, sorpresivamente y sin previo anuncio, fueron revocadas unos días después. Efectivamente, aquella tarde de marzo de 1928, los miles de hombre y mujeres que regresaban del Peñón después de la cotidiana jornada de trabajo, y lo hacían, como siempre, confiados y ansiosos de encontrar en sus hogares, en el solar patrio, el descanso merecido y la satisfacción de compartir con los suyos el fruto de su esfuerzo, se hallaron ante el dilema de regresar a Gibraltar una buena parte de los artículos que traían para el diario consumo de su familia, o aceptar les fuesen decomisados por los agentes del fisco. Sobrevino la protesta. Tímida en los primeros momentos, vehemente después. Y, poco a poco, a medida que los grupos de gentes desconcertadas, iban nutriéndose cerca de las puertas de la Aduana por su acceso desde Gibraltar, la actitud de aquellos que se sentían burlados y objetos de una inesperada lesión de sus supuestos derechos, se volvió amenazadora, convirtiéndose en gritos e insultos contra los jefes de la Aduana y los carabineros. Una piedra inoportunamente lanzada por algún elemento incapaz de dominar su cólera, encontró la reacción inmediata de los carabineros, quienes repelieron la agresión disparando contra la multitud. Ésta, presa del natural pánico, se dispersó y muchos buscaron refugio tras la verja de la frontera inglesa. En el suelo quedaron dos muertos y varios heridos. La reacción de los linenses no se hizo esperar. Una oleada de dolor, de indignada protesta, movilizó a nuestro pueblo. La gente se reunía en

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grupos, comentando los sucesos, y tomó cuerpo la necesidad de unirse en un acto de protesta que fuese capaz de terminar con las arbitrariedades de las que era víctima nuestro pueblo y lograr que la justicia imperase, de una vez por todas, en las relaciones de La Línea con el Gobierno de Madrid. La autoridad militar por su parte, adoptó las medidas que estimó oportunas para prevenir se reprodujese el conflicto, y fuerzas de infantería se hicieron cargo de la responsabilidad de impedir, ocupando el recinto de la Aduana, se repitiesen aquellos sucesos lamentables. El alcalde don Andrés Viñas García, convocó urgentemente una reunión de las fuerzas vivas en el Ayuntamiento. De allí salió el acuerdo de invitar al pueblo a acudir en masa al sepelio de las víctimas en prueba de solidaridad con los familiares caídos y como expresión, también, de forma ordenada, pero firme, de la unanimidad con que el vecindario de La Línea repudiaba el primitivismo con que era costumbre acallar en nuestro país las demandas de justicia de las clases mas sufridas, tan injustamente tratadas siempre, del pueblo español. Esa pacífica manifestación de duelo, serviría también para respaldar, a la Comisión que las fuerzas vivas habían acordado constituir para trasladarse a Madrid, a fin de protestar ante el Gobierno por los hechos que llevaron el luto a hogares linenses y demandar soluciones que hiciesen imposible la repetición de los mismos. Como se esperaba, el sepelio de los victimados, presidido por el alcalde, señor Viñas y demás autoridades locales, constituyó una impresionante y auténtica manifestación de duelo. Hombres, mujeres y niños, de todas las clases sociales, formando una abigarrada multitud, acompañaron silenciosos, los dos cadáveres. Ya en el cementerio, el sacerdote don Juan Piña Amo, tan popular y estimado por sus cualidades humanas, se encargó de la oración fúnebre. Sus palabras sencillas, claras, sin falsa retórica, eran las palabras del pueblo. Sincero, valiente, acusador, supo interpretar el sentimiento que albergaban los miles de corazones linenses, presentes y ausentes, ante el hecho que llenó de luto a la siempre sufrida, además de noble y laboriosa, ciudad de La Línea.

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Los muertos recibieron sepultura y, nuevamente se organizó la manifestación, ahora de regreso a la ciudad. El pueblo acompañó a su alcalde, -ese día el señor Viñas fue, por unánime adhesión popular, el alcalde de todos los linenses, por encima de credos, ideas políticas, antagonismos o diferencias personales-, hasta el Palacio Municipal. Allí, desde el balcón frontal, dirigió a la muchedumbre palabras reveladoras de su firmeza de carácter y de su amor al pueblo que le vio nacer. Y prometió luchar, con la fuerza que le daba su inquebrantable decisión que en aquel momento expresaban todos, por conseguir para La Línea, el respeto y la justicia a que teníamos derecho. Una vez organizada la Comisión, los integrantes salieron para la capital. Lamento no recordar los nombre de todos los componentes. Me conformaré por tanto en registras los que recuerdo. Ellos son, aparte naturalmente de don Andrés Viñas, don Adolfo Chacón de la Mata y don Antonio Martínez Fuentes, quienes como podrán recordar los amables lectores de este trabajo, tuvieron destacada actuación, años mas tarde, en puestos políticos de la época republicana; don Leopoldo Pérez Maffe, propietario de la que fue popular imprenta “La Valenciana” y del semanario “Nuestra Línea”; don Juan Arjona, dueño de la peluquería establecida en la calle Real junto a la librería de don Eleuterio Tabera; don Cristóbal Becerra García, popular por sus actividades como periodista taurino y animador de la “Balompédica”; don Luís Guerrero Olivero, secretario de la Cámara Oficial de la propiedad urbana, etc. Una vez en Madrid, la Comisión visitó dependencias oficiales, se entrevistó con altos funcionarios del Gobierno y, por último, fue recibida en su despacho del Ministerio de la Guerra, por el Presidente del Consejo, General don Miguel Primo de Rivera. Lo numeroso de la representación sorprendió al General, el cual, sonriente, exclamó: -¿Ha venido todo el pueblo? Con absoluta espontaneidad, de los labios de don Luís Guerrero, salió una respuesta afortunada: -No, Excelencia, solo una pequeño representación. Allá quedaron más de sesenta mil habitantes.

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Fue una entrevista corta, como solían ser las de este carácter. El Jefe de Gobierno escuchó la exposición que le hizo nuestro alcalde y con sincera cordialidad prometió estudiar las peticiones que se le formularon para resolverlas en justicia. Bien impresionados, los integrantes de la Comisión iniciaron su regreso a La Línea, ajenos al recibimiento que se les había preparado. En la estación de San Roque, millares de paisanos les acogieron jubilosos, entre exclamaciones de entusiasmo y abrazos. Los camiones y coches de caballos que hacía el servicio de pasajeros entre La Línea y Gibraltar, dejaron aquel día de prestar servicio, para transportar, gratuitamente, a los que deseaban trasladarse a la estación sanroqueña a fin de participar en aquel memorable recibimiento. Las pruebas de entusiasmo se repitieron a lo largo de los catorce kilómetros de carretera, desde la estación a La Línea, en la que nutridos grupos de linenses esperaban el paso de la impresionante comitiva formada por numerosos coches de caballos, autobuses de pasajeros, automóviles particulares y de servicio público, movilizados aquel día para recibir a los comisionados. Y la efusión de la muchedumbre alcanzó su clímax, cuando los vehículos que traían al señor Viñas y sus acompañantes, se detuvieron a la entrada del Palacio Municipal. Un desbordamiento del entusiasmo popular entre vítores y clamores. Un verdadero acto de emocionada afirmación de un pueblo, bueno, noble, generoso, que sabe sobreponerse a sus dolores y lucha, blandiendo únicamente las armas de la razón, en pro de la justicia. Aquella impresionante manifestación popular, cuya magnitud y grandiosidad, estoy seguro no se ha repetido en La Línea, que difícilmente podrá repetirse, fue un acto de fe y esperanza. Y, justo es reconocerlo, porque debe hacerse honor a quien honor merece, en aquella ocasión nuestro pueblo no fue totalmente defraudado. Por lo menos, ganó una primera batalle. El Gobierno de Madrid dio una solución legal a la cuestión que fue causa principal de los trágicos sucesos del seis de marzo de mil novecientos veintiocho. Se otorgó a los habitantes de La Línea que trabajaban en Gibraltar el derecho de introducir libre de impuestos, determinada cantidad de artículos de consumo doméstico, proveyéndose a los beneficiados por esta disposición de un carnet con cupones recortables, en cuyo

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documento especificaban los artículos que eran objeto de franquicia arancelaria y las cantidades que da cada uno de ellos podían introducirse, como máximo, por los beneficiarios. De esta forma, lo que antes suponía una concesión graciosa, sujeta a las reacciones temperamentales de unos funcionarios o al criterio arbitrario de los jefes de aquellos, quedaba establecida como un derecho bien definido en alcance y extensión, de quienes con su trabajo en Gibraltar, como se pudo comprobar en años posteriores, aportaban divisas muy útiles a la economía española. Desaparecidas las causas, reconocida la situación de derecho, los motivos de tensión que enfrentaban al pueblo con los agentes del resguardo fiscal, los problemas que suscitaba la Aduana fueron desapareciendo, y los lamentables sucesos del seis de marzo de mil novecientos veintiocho, aunque vivos en el recuerdo de la gente de la época, solo son ya un dato más, entre otros muchos, de la Historia de La Línea. LA LÍNEA DE MIS RECUERDOS de Enrique Sánchez–Cabeza Earle.

i.h.m.

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