La ambigüedad de las puertas

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La ambig端edad de las puertas

Roger Castillejo


I


H

abía aceptado con normalidad un hecho, reunirse cada semana para comer conmigo, a pesar de que cada día compartíamos las labores cotidianas para

llevar adelante nuestras vidas. Así, cada día se había convertido en una larga sucesión de hechos que desembocaban, irremediablemente, ya frente a mí, en una deliciosa eternidad —de solo unos instantes— en que disfrutábamos de la comida y las historias que se iban poniendo sobre la mesa. Su compañía, en estos y en muchos otros pequeños encuentros, volaba bañada por la fría espuma de una cerveza y el incansable humo de incienso que escapaba sin prisas de un cigarrillo. Ella, siempre parca en palabras, logró llenar mi curiosidad con historias propias y reflexiones que —supongo reservadas para mí— tenía guardas en su recuerdo para estos momentos.


Con el sublime y rápido paso del tiempo, al final, quedar para robar palabras a su silencio se convirtió en una necesaria e imprescindible rutina de mi vida. Algo tendrá que ver su sonrisa, sus silencios y la sensualidad que dibuja con sus palabras y conceptos. Necesitaba esas reuniones cada semana; comenzaba a hacerse imprescindible el contacto, al menos visual, cada día. La cotidianidad de mi vida giraba alrededor del sol que deslumbraba de esos momentos. Describiendo cada lugar que habitábamos con los pequeños detalles que lo conformaban, sus olores, sus sabores y el sonido que cada ambiente tenía de particular. Las músicas y los ruidos que cubrían los espacios ya físicos entre las palabras y que, automáticamente, se transfiguraba en hilo musical cuando ella lo rompía con palabras. El local, la calle, las paredes podían estar atestadas de cuadros, imágenes, texturas, carteles y llamadas de atención que no funcionaban, y los platos podrían ser de diseño y simplemente cubiertos por la vulgaridad de un económico y simple menú de medio día cualquier día de la semana. Y poco importaba el entorno.



Cuando no estaba presente, mantenía un monólogo de mensajes cortos y e-mails que discurrían en un solo sentido, y que muy pocas veces retornaban, llevándome a la estación con la angustia de la espera del último tren. Mensajes que cuando regresaban hacían posible que la primavera se reiniciara nuevamente en ese instante. Dejó, hoy lo recuerdo, una profunda huella. En todo: en el coche que n día tuvo la audacia de llevar, en la camiseta que rozaron sus manos, en la mirada que se posaba disimuladamente a mi paso, aquella frase de amor inconclusa. Todo estaba marcado por su presencia, y luego el dolor cotidiano de su ausencia. La confianza, ciega en su habilidad para ir y venir a buscarme, y hacer de cada momento una pintura llena de modernidad y de colores frescos y falsamente espontáneos. El aire que dejaba caer sobre mi cuerpo iluminaba las mañanas, desprendiéndolas de las cálidas noches que comenzaban asomando allá por abril.




Dejó de ser una agonía la espera y la calle quedó vacía para que pudiéramos pasear desnudos por ellas, sin sentir temor a que el cuerpo se enfriara de repente y que las miradas se posaran en nuestros besos. Y ahora sigue, cada segundo sigue igual. O peor. No cambia nada, o sí, cambiamos todos un poco, nos acoplamos al ritmo que nos imponemos. Pero, igual de ilusionado, a cada tarde, a cada mañana, la espera, y que aparezca para un instante de cena, para una mañana de ensueño, para un café desnudo entre sus manos, un amanecer entre sus pelos, bañando con cervezas de lágrimas que salen por sus besos y envolviendo el misterio de su sexo con el inevitable humo de un cigarrillo impostergable. Envejeciendo las paredes de los bares, los menús y las horas sin que pasen las horas por mis ganas de cubrirla con mi cuerpo.


II




S

iempre recordaré ése mágico momento, al que nunca quise llegar tan deprisa. Sucedió, tal como la mañana inevitablemente sigue a la noche. No conservo detalles

lúcidos de esa primera vez que hicimos el amor. Solo sé que flotaba y que no quería estropear la magia del romance con un acto que paecía vulgar en ese momento. Eso sí, recuerdo tue labios, el susurro de tus besos y el estremecimiento que producía el paso de mis manos por tu piel.


Vivo, aún hoy en el recuerdo de tu cuerpo, tendido sobre la cama de tu cuarto, mientras mis manos pasaban sin ser consciente por tu cuerpo mientras no sabía como te había quitado la ropa que cubria tu pecho. Acostados, no sé si aún estaba vestido, pero recuerdo tu piel, la maravilla que quedó desnuda sin yo ser consciente de ello. Piel, calor, caricias estremecedoras y muchas palabras.


III


N

o sé que te hace pensar que te miro. Quizás no has notado que mis ojos se pierden en el espacio que queda detrás de tu asiento en éste tren matu-

tino. Si miras un poco mejor verás que las las caras aún llevan impregnado el aroma del descanso y el sueño de la noche. Aún así pones cara seria, pensando quién sabe que cosas de unas miradas que van mas allá de tu cuerpo y que no pretendes comprender. Al final consigues llamar mi atención y es cuando mis ojos van cayendo como una inevitable llovizna de primavera sobre tu rostro. Ahora ya estás completamente desconcertada, tanto como yo. No sé porqué nos miramos, ni porqué intercambiamos una velada sonrisa, intentando evitar que el secreto de esa intimidad sea observado por el resto de los viajeros.



Casi cada día es una rutina, y hoy he tenido suerte, el asiento justo delante mío estaba vacío y a pesar de poder escoger vas justo a sentarte frente a mi. Cada uno hace su vida habitual, la música privada del ipod y las páginas secretas de un libro se convierten en una excusa para un comentario. Algo banal sobre el ancho del lomo de los libros, alguna simplería de la rutina que en secreto compartimos cada día. Así tengo una buena excusa para ir dibujando los razgos de tu rostro en la memoria.




Al llegar a la estación bajamos casi pegados. Salimos deprisa, tu casi deslizandote a gran velocidad y yo intentando guardar la imagen de tu paso por los pasillos. Una mañana sentí que compartíamos el mismo destino, y me invadió un ataque de pánico al pensar que mi vida pueda cambiar por un encuentro casual en el último vagón de un tren de cercanías. Hoy me siento mejor, he cambiado mi rutina. Siempre hay un tren que pasa antes o después, y siepre puedo cambiar de vagón. No cambiaré mi vida.


IV


L

evantó la vista y cruzaron las miradas por un instante, que se hizo incómodo por lo eterno. Era una apacible

tarde donde el calor comenzaba a dejar de sentirse y los estudiantes que terminaban sus clases se dirigían por la puerta de salida de la universidad hasta el estacionamiento donde esperaban los autocares. A modo de disculpas, una mueca intento suplantar una sonrisa. Sus destinos llevaban direcciones opuestas. Él intentaba entrar y ella formaba parte de la marea humana que abandonaba el edificio. La velocidad de sus pasos hizo que pasaran sin darse cuenta, uno al lado del otro, sintiendo que se les escapaba algo y que no podían saber qué.



El siguiente encuentro fué más relajado. Estaba en la barra del bar de la cafetería de la universidad. Al entrar se acerco a un grupo de conocidos y saludando en voz alta sintió que se le clavaba una mirada, inquisitora y muy indiscreta. Y ya, a modo de disculpa por su primer torpe encuentro, la saludó levantando la mano y mostrando su mejor sonrisa. La recordaba, no podía dejar de recordar esa mirada y esa sonrisa desde hacía ya varios días.



Pillada por sorpresa sonrió ampliamente, aunque su cara mostraba la satisfacción, ante el saludo de quién hasta ahora había sido un extraño en su vida. Al irse retirando los ocupantes de la barra el espacio que los separaba quedó como un camino que conducía irremediablemente de el uno al otro. Se acercaron e intercambiaron las palabras de rigor: facultat, curso, especialidad... Compartieron un rato con las bebidas gaseosas que llevan en las manos intentando aparentar tranquilidad.



Supo así que tocaba el piano y que recibía clases de canto. Se intercambiaron impresiones sobre la música y él la invito a que le acompañara a su taller y le enseñaría las últimas obras en las que estaba trabajando. Nunca olvidará la sorpresa que le mostró su rostro al envite del primer beso. Hacía casi una hora que se paseaba con su monólogo delante de los dibujos que le mostraba. Ella escuchaba entre sorprendida y aburrida, intentando imaginarse todos esas palabras representadas con carboncillo en unas hojas de papel. Sin quitarle los ojos de encima. Sintiendo curiosidad por los extraños pensamientos que poblaban su cabeza.


Cuando creo que todo su diálogo se había agotado se abrazó suavemente y dejó que su cuerpo bailara desnudo ante sus manos, sin pensar siquiera en la música que llegaba del fondo. Sin notar el frío que se le colaba por sus senos al contacto con el suelo.




No se volvieron a ver hasta pasada casi una semana. Volvieron a cruzarce las miradas a la entrada del edificio de la Rectoría, y con tímidas voces se preguntaron casi a una sola voz lo qué estaban haciendo en aquel sitio. Y sin responderse decidieron tomar un café. Casi de igual manera, ya en una mesa y fundidos en muchos silencios, se cogieron las manos dejando cerrado un pacto, una decisión. Aún sabiendo que nunca mas volverían a encontrarse.


V


M

oderno, rompredor, y con aires de edificio viejo. Es imponente y trasgresor; y desde siempre estuvo rodeado de la leyenda de que sus constructores

fueron maestros catalanes traidos para la ocasi贸n. Curvas sinuosas y pasillos imposibles para circular, donde el ritmo de las columnas imprim铆a velocidad al paso. Ladrillos rojos, la tierra por todos lados y una exhuberante vegetaci贸n que penetraba por lo m谩s variados sitios mezclando un verde alegre y explosivo con el clamado ciena de las paredes y los techos.



Siempre rodeado de misterios y secretos, los propios, los que nunca supe y los colectivos de decenas de almas que vagaban por su vientre. Conocerlo fue una de mis pasiones del primer año en la universidad. Ubicarme en cada sitio y localizar cada espacio y sus funciones. Asignar nuevos sentidos a los espacios que iba descubriendo y lentamente me iba apropiando. En un principio al nivel del suelo y loas áreas cerradas por alguna actividad o algún grupo de intrépidos que se las adjudicaba. Más adelante, subir a los techos y volver a comenzar desde el principio del descubrimiento, otra nueva realidad a más de cinco metros del suelo. Trampas, saltos, agujeros. Caminos secretos y espacios para contemplar las nubes. Descansar y sentir la brisa marina mientras los pájaros ocupaban y compartían desde no sabía cuando el espacio del sonido de las ramas al ser mecidas por el viento. Romances, noviazgos y sexo ocasional. Comenzar ilus-



trando, iluminando a la pareja de turno sobe los secretos de los rincones del techo. Y descender por los cuerpos desnudos sobre los ladrillos, para terminar acariciando el fresco de la madrugada bajo los besos de las estrellas. Conversar, mojar la punta de los dedos en los recuerdos y saborear con delicia el paso del tiempo sin siquiera decir una palabra durante horas. Acercarse a la música, los instrumentos, las representaciones teatrales y las críticas de espectáculos. Buscar un futuro que nunca llegaba y disfrutar el presente sin saber que ya no sería nuca más. Así tengo ese recuerdo, de mis años de salvaje y sensible animal nocturno, trabajador y enamorado de la brisa, las estrellas y mis damas de compañía.


VI


L

as puertas siempre me han fascinado. Una puerta puede guardar muchas cosas, puede ser una defensa de la intimidad. Te protege, o te deja jodidamente en peligro,

dependiendo del lado en en que te encuentres. Las sombras suelen quedar del lado exterior, es decir, afuera de la puerta, aunque no cambia gran cosas tener muchas sombras del lado interior de la puerta, es como no tenerlas, las puertas no las sombras.


Hay un e s pacio a mp li o, infinito, y un espacio cerrado, irrespirable, siempre alrededor de una puerta. Pasar de una lado a otro o saber de qué lado se está de la puerta es un ejercicio metafísico con una enorme carga intelectual y física. Las puertas acostumbran a tener llaves y no somos lo suficientemente listos como para llevarlas siempre encima, todas las llaves. Llaves, pasa igual en


los trenes: si llegas antes toca esperar, si tarde ya lo has perdido, y auque agarres el siguiente, igual nunca será lo mismo. —Tu, sí, tu mismo, ¿Sabes de qué lado de la puerta estás? ¿Tienes suficientes llaves?



La ambigüedad de las puertas es un libro realizado con obras y textos originales del autor. Editado por la Galería Alonso Vidal de Barcelona en julio del 2010. Se ha utilizado la tipografía Garamond. En cada libro van firmadas tres obras. La edición de éste libro consta de 15 ejemplares, de 210 x 210 mm.; numerados del 1/15 al 15/15. De las las obras que conforman el libro se han realizado cinco suit del 1/5 al 5/5, numeradas y firmadas por el artista.

Ejemplar número:


Roger Castillejo La ambig端edad de las puertas


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