"Roland Barthes", por Edgardo Cozarinsky

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EDGARDO COZARINSKY

ROLAND BARTHES En realidad hoy no existe ningún espacio lingüístico ajeno a la ideología burguesa: nuestro lenguaje proviene de ella, vuelve a ella, en ella queda encerrado. La única reacción posible no es el desafío ni la destrucción sino, solamente, el robo: fragmentar el antiguo texto de la cultura, de la ciencia, de la literatura, y diseminar sus rasgos según fórmulas irreconciliables, del mismo modo en que se maquilla una mercadería robada. Sade, Fourier, Loyola

o soy el único que al leer estas líneas cuando se publicaron creyó que se le había concedido una epifanía personal. El camino por el que avanzaba a oscuras, la propia figura en ese paisaje incógnito: un relámpago los hacía súbitamente visibles, sugería que aquellos pasos titubeantes estaban componiendo un itinerario, les proponía un sentido. Vueltas a leer tras la muerte de Barthes me parecieron un autorretrato: ese escritor “en” ladrón que maquilla una mercadería robada también podría ser Borges o Benjamin, pero fundamentalmente es Barthes. Pocos como él han trabajado menos con un tema o en una disciplina que a través de un movimiento: iluminando oblicuamente diversos aspectos del “antiguo texto de la cultura”, poniendo de relieve sus perfiles menos familiares, extrapolando e interpolando, confiriendo a ese proceso tan desafiantemente ajeno a los hábitos reconocidos del pensamiento francés una sistematización final (tan ficticia en su lógica como caprichosa en su transparencia) que produce un “efecto de pensamiento francés”, seductor y minucioso como un trompe l’oeil. Del mismo modo, su vocabulario opera con deslizamientos de sentido donde el arcaísmo, una etimología olvidada o el engañoso sinónimo inoculan la duda, producen un efecto de capas superpuestas que, lejos de encubrirse, proponen una simultaneidad de sentidos, plurales, virtuales. La sintaxis, en cambio (esa instancia definitoria del idioma francés, por donde pasan todos los matices que, por ejemplo, en el inglés estarían confiados

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Edgardo Cozarinsky es escritor, cineasta y dramaturgo. Sus últimos libros son la novela En ausencia de guerra (Tusquets, 2014) y el volumen de ensayos y crónicas Disparos en la oscuridad (Ediciones UDP, 2015).

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Roland Barthes en 1979 (Akg-Images/Latinstock).

al vocabulario), ordena aquellas posibilidades suspendidas, les otorga función y lugar en una ceremonia donde la elegancia rige la puesta en escena. Esa pasión por el otro, que Barthes reconoce en Stendhal porque la conoce en sí mismo, actuaba en él hasta el punto de hacer inmediatamente otra cosa, de traicionar la ley paterna del original que debe ser respetado, con cuanta idea y texto incorporaba a su discurso. La “musa inexorable del bric-à-brac” (Borges sobre Sternberg) siempre tuvo en París una hermana no menos severa: la de la moda, modelo de todo mercado cultural. En la década pasada, a medida que las actividades culturales tradicionales veían desgastarse su prestigio y el puro éxito contable, investido de inédito glamour, avanzó al proscenio, la comedia intelectual francesa se hizo farsa, la haute culture dejó paso al prêt-à-penser. Que se trate de “economía pulsional” o de “prácticas significantes”, las ideas (o su expresión más ascética: los rótulos) han realizado su destino parisién de

contraseña y distintivo: menos agotadas como bienes de consumo que como fugaces signos de casta, desechados en la medida misma de su aceptación. Era el privilegio y el riesgo de Barthes, sobre todo en sus últimos diez años, estar en la cresta de una ola que de la École Pratique des Hautes Études se había derramado hasta Le Monde y la no menos cotidiana mundanidad. Se dirá: ya los textos de Mythologies habían aparecido originalmente en L’Express. Pero entre el desenmascaramiento de las imágenes públicas de una sociedad (actividad optimista, si las hay) y la confesión de que China popular le había parecido desabrida (fade), o el descubrimiento entusiasta de la discoteca Le Palace (gestos de escepticismo que difundió Le Monde), transcurrió un comercio variable con Brecht y Marx, con el estructuralismo y la semiología, con la sistematización del placer y del gozo, con el descubrimiento final de las emociones. De cada disciplina asediada Barthes liberaba elementos que inmediatamente

incorporaba en un sistema propio: sin perder sus señas de identidad originales, allí establecían relaciones espléndidamente anómalas, brotaban en diseños imprevisibles. La pasión por sistematizar convivía en Barthes con una gozosa perversidad en la elección de los objetos que compondrían el sistema. Mientras a su alrededor, con los residuos de su trabajo, la pureza académica o el oportunismo escriptural edificaban incesantes y fugaces tramas verbales, Barthes se divertía con estos halagos que para él no diferían demasiado de las ocasiones de la vida social, jueves en el Café de Flore o cenas de Le Sept, a las que solía prestarse. De este modo, su movimiento anticipaba e invalidaba simultáneamente las estrategias de la moda que, acechándolo, lo divulgaba sin atraparlo. Consulté ocasionalmente a Barthes para un trabajo sobre el chisme.1 “¿Por qué no lo amplía? Con menos en Francia se borda hasta hacer una tesis” decía, sonriendo ante mi invencible pereza como ante mi francés agreste, que le

NOVIEMBRE-DICIEMBRE 2015


¿QUÉ HABRÍA PODIDO ESCRIBIR BARTHES UNA VEZ MUERTA SU MADRE?

hacía gracia por el contubernio de vocablos librescos con injertos del habla popular. Cuando apareció Barthes par lui-même, me sorprendió y emocionó la imagen de su madre, una vieja fotografía fuera de foco, que abre el volumen. Sentí que era en cierta manera un manifiesto, una divisa. Nunca se lo dije, pero más tarde hube de mostrarle una foto de mis padres, tomada en la vieja rambla de Mar del Plata, donde la preñez de mi madre es discernible. “Mi primera foto”, le dije; entendió inmediatamente y añadió: “Para abrir Cozarinsky par lui-même...”. Creo que en ese libro “menor” y emotivo Barthes se entregó por primera vez a las emociones, sin renunciar a su pasión clasificadora. Como el fanático de la ópera, espontáneamente, dirá sus sentimientos más sinceros con versos de Da

Ponte o de Boito, en Barthes par lui-même y Fragments d’un discours amoureux la forma –ya ensayada en S/Z– del catálogo, que mantiene en suspenso la idea de un todo que ordena y el gozo ante el fragmento que particulariza, revela más que enmascara las penas de corazón de un hombre enamorado: Liebesleidlieder. ¿Qué habría podido escribir Barthes una vez muerta su madre? Pienso que las emociones lo sacudieron como una visión cegadora, que en ellas puede haber tocado un límite personal, que le imponía el silencio o un punto de partida nuevo. El título mismo del texto póstumo sobre Stendhal declara esa “afasia”, pero sus últimos párrafos señalan un remedio: el retorno al mito, a la narración, al paradigma que cierta noción de modernidad había relegado. ¿Barthes novelista? Durante el último

año de su vida se habló de una novela in progress pero parece que no hay trazas de ella. Tal vez se trate de una mera hipótesis. Pero la designación final de la mentira como instancia de la ficción será, después de Nietzsche y de Karl Kraus, una de las intuiciones más fecundas sobre la naturaleza, no menos difamada que la del chisme, de ese “desvío de la verdad”, ese múltiple “como si” con que el hombre ha podido conjurar el principio de identidad que siempre ha procurado someterlo. París, 1980. n 1. Edgardo Cozarinsky, “El relato indefendible”, La casa de la ficción, Fundamentos, 1977. Este texto forma parte del volumen Seis formas de amar a Barthes (Capital Intelectual, 2015), junto con textos inéditos de Éric Marty, Julia Kristeva, Tiphaine Samoyault, Silvio Mattoni y Alberto Giordano.

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