"Los usos de los refugiados", por Zygmunt Bauman

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ZYGMUNT BAUMAN

Los usos de los

REFUGIADOS

os noticieros de televisión, los titulares de los diarios, los discursos políticos y los tuits utilizados para llamar la atención y crear válvulas de escape a las ansiedades y los temores públicos desbordan de referencias a la “crisis migratoria”, que aparentemente abruma a Europa y augura el colapso del modo de vida que conocemos, practicamos y valoramos. Esa crisis es en realidad una suerte de denominación en clave políticamente correcta para referirse a la fase actual de la batalla perpetua que libran los formadores de opinión por la conquista y la subordinación de las mentes y los sentimientos humanos. El impacto de las noticias transmitidas desde ese campo de batalla se encamina ahora a provocar un verdadero “pánico moral” (según la definición comúnmente aceptada del fenómeno tal como la registra Wikipedia: “sensación de miedo a que algún mal amenace el bienestar de la sociedad, difundida entre una gran cantidad de personas”). Mientras escribo estas líneas, otra tragedia –de indiferencia cruel y ceguera moral– está por estallar. Se acumulan señales de que la opinión pública, confabulada con los medios de comunicación ávidos de rating, se acerca, gradual pero implacablemente, a un “punto de fatiga” de la tragedia de los refugiados. Niños ahogados, muros levantados a las apuradas, alambrados de púas y campos de concentración (“centros de recepción”) sobrepoblados. También gobiernos que compiten por sumar insultos a las heridas del exilio, la fuga milagrosa y los peligros y tensiones del viaje, tratando a los migrantes como papas que queman; esas atrocidades morales son cada vez menos noticia.

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Zygmunt Bauman es sociólogo, filósofo y ensayista. Es profesor emérito de la Universidad de Leeds. Publicó Modernidad líquida (FCE, 1999) y numerosas obras sobre la sociedad contemporánea. Su último libro en español es Ceguera moral. La pérdida de sensibilidad en la modernidad líquida (con Leonidas Donskis, Paidós, 2015).

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Muy a nuestro pesar, el destino de los shocks es convertirse en la aburrida rutina de la normalidad, y el de los pánicos morales, gastarse y desaparecer de la vista y de las conciencias, envueltos en los velos del olvido. ¿Quién recuerda hoy a los refugiados afganos que buscaban asilo en Australia, arrojándose contra el alambre de púas en Woomera o confinados en los enormes campos de detención construidos por el gobierno en Nauru e Isla de Navidad “para evitar su ingreso en las aguas territoriales”? ¿O de las docenas de exiliados sudaneses asesinados por la policía en el centro de El Cairo “tras haber sido despojados de sus derechos por el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados”?1 La migración masiva no es en absoluto un fenómeno nuevo: acompañó a la era moderna desde sus comienzos (si bien muchas veces modificó y en ocasiones revirtió la dirección de sus flujos). Nuestro modo de vida moderno incluye la producción de “personas redundantes”: localmente “inútiles” –excesivas e inempleables– debido al progreso económico, o localmente intolerables –rechazadas por efecto del malestar y los conflictos provocados por las transformaciones sociales y políticas y las luchas de poder subsiguientes–. Ahora, además, padecemos las consecuencias de la desestabilización profunda, y aparentemente sin perspectivas, de Oriente Medio, como secuela de las operaciones políticas y militares miopes y reconocidamente frustradas de las potencias occidentales. Hay factores duales en los puntos de partida de los actuales fenómenos migratorios masivos; pero también es dual su impacto en los puntos de arribo y en las reacciones de los países receptores. En las zonas “desarrolladas” del planeta, en las que buscan protección tanto migrantes económicos como refugiados, los intereses empresariales dan la bienvenida a personas que garantizan trabajo barato y habilidades que prometen ganancias (como resumió jugosamente Dominic Casciani: “Los empleadores británicos se han vuelto hábiles para obtener trabajo barato de los trabajadores extranjeros, y hay agencias de empleo que trabajan en el continente para identificarlos y reclutarlos”).2 Sin embargo, para la mayor parte de la población, ya angustiada por la precariedad existencial de su posición y sus expectativas sociales, esto indica aún más competencia en el mercado de trabajo, más incertidumbre y menos posibilidades de

progreso: un estado de ánimo políticamente explosivo, que lleva a los políticos a virar torpemente entre dos deseos incompatibles: gratificar a sus amos capitalistas y aplacar los temores de sus electores. En definitiva, como están las cosas hoy –y así prometen estarlo por un largo tiempo–, es poco probable que la inmigración masiva se detenga; ni por la falta de estímulos ni por la inventiva creciente de los intentos de detenerla. Como señaló agudamente Robert Winder en el prefacio a la segunda edición de su libro Bloody Foreigners [Malditos extranjeros]: “Podemos plantar nuestra silla en la playa todas las veces que lo deseemos y gritarles a las olas que llegan, pero la marea no va a escuchar ni el mar va a retirarse”.3 Construir muros para detener a los migrantes antes de que entren en nuestros “patios traseros” es algo casi tan ridículo como lo que cuenta la historia del antiguo filósofo Diógenes, quien llevaba rodando de un lado a otro por las calles de su Sinope natal la tinaja en la que vivía. Cuando le preguntaban por las razones de su extraño comportamiento respondía que, viendo a sus vecinos ocupados en asegurar sus puertas con barricadas y afilar sus espadas, también él quería contribuir a defender a la ciudad de la conquista de las tropas macedonias de Alejandro. Sin embargo, lo que ha ocurrido en los últimos años es un enorme salto en las cifras que los refugiados y quienes buscan asilo suman al volumen total de migrantes que golpean a las puertas de Europa; ese salto fue provocado por el creciente número de Estados debilitados o directamente fallidos, o de territorios sin Estado y por lo tanto sin ley, escenarios de interminables guerras tribales y sectarias, asesinatos en masa y bandolerismo permanente. En gran medida, es el daño colateral de las calamitosas incursiones militares en Afganistán e Irak, que terminaron con el reemplazo de regímenes dictatoriales por un escenario permanente de rebeldía y un frenesí de violencia, sostenido por el comercio global de armas, liberado de todo control por la codiciosa industria armamentística, con el apoyo tácito (aunque a menudo exhibido orgullosamente en las ferias internacionales de armas) de gobiernos rapaces que buscan el crecimiento de su PIB. La ola de refugiados que son empujados por el imperio de la violencia arbitraria a abandonar sus hogares y sus preciadas posesiones, de personas que buscan refugio de los

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campos de exterminio, se sumó al flujo continuo de los denominados “migrantes económicos”, impulsados por el muy humano deseo de trasladarse desde la tierra árida hacia allí donde la hierba es verde. Sobre esa corriente continua de personas que buscan estándares de vida decentes (una corriente que fluye de manera estable desde el comienzo de la humanidad y que sólo se aceleró con la industria moderna de las “personas redundantes” y las vidas desperdiciadas)4, Paul Collier afirma en Exodus: El primer dato es que la brecha de ingresos entre los países pobres y los ricos es de una amplitud grotesca y el proceso de crecimiento global va a mantenerla así por muchas décadas. El segundo es que la inmigración no va a cerrar significativamente esa brecha porque los mecanismos de retroalimentación son muy débiles. El tercero es que mientras la migración continúe, las diásporas van a seguir acumulándose durante algunas décadas. Por lo tanto, la brecha de ingresos va a persistir, mientras que el factor impulsor de la migración va a aumentar. La consecuencia es que la migración de países pobres a ricos va a acelerarse. En el futuro inmediato, la migración internacional no va a alcanzar un equilibrio: venimos observando los comienzos de un desequilibrio de proporciones épicas.5 Entre 1960 y 2000, según calcula Collier –quién dispone de estadísticas sólo hasta ese año–, la migración de países

Seguidores de LEGIDA, filial en Leipzig del movimiento antiislámico Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente (PEGIDA, por sus siglas en alemán), en una manifestación de enero de 2016 (Reuters/Fabrizio Bensch).

pobres a ricos pasó de 20 millones a más de 60 millones. “El aumento se aceleró con cada década [...]. Es razonable presuponer que en 2000 continuó esta aceleración”. Librada a su propia lógica, la población de países pobres y ricos se comporta, podríamos decir, como el líquido en vasos comunicantes. La cifra de inmigrantes seguramente seguirá tendiendo a equilibrar, hasta que se emparejen los niveles de bienestar entre las zonas “desarrolladas” y las zonas “en vías de desarrollo” de un planeta globalizado. Alcanzar un resultado como este demandará sin embargo muchas décadas, incluso si se descartan los giros imprevistos del destino histórico.

os refugiados de la bestialidad de las guerras y los despotismos o del salvajismo de una existencia de hambre y falta de expectativas han golpeado las puertas de otras personas desde los comienzos de los tiempos modernos. Para quienes estaban detrás de esas puertas, ellos fueron siempre, como lo son ahora, extraños. Los extraños tienden a causar ansiedad precisamente por el hecho de ser “extraños”, tan tremendamente impredecibles, a diferencia de la gente con la que interactuamos diariamente y de la que creemos saber qué esperar; por lo que conocemos, el ingreso de extraños podría destruir las cosas que valoramos y borrar nuestro familiar y

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reconfortante modo de vida. A las personas con las que estamos acostumbrados a cohabitar en nuestros barrios, en las calles de la ciudad o en los lugares de trabajo las dividimos comúnmente entre amigos o enemigos, bienvenidos o apenas tolerados; pero cualquiera sea la categoría que les asignemos, sabemos bien cómo comportarnos con ellos. De los extraños, sin embargo, sabemos demasiado poco como para poder leer adecuadamente sus tácticas y elaborar nuestras respuestas, como para adivinar cuáles podrían ser sus intenciones y qué harán después. La ignorancia acerca de cómo enfrentar una situación que no fue creada por nosotros y que está fuera de nuestro control es un motivo importante de ansiedad y temor. Estos son, podríamos decir, problemas en relación con los “extraños que están entre nosotros” que se presentan en todos los tiempos y persiguen a todos los sectores de la población con una intensidad más o menos similar. Las zonas urbanas densamente pobladas generan inevitablemente impulsos contradictorios de “mixofilia” (atracción por los entornos abigarrados, heterogéneos, que auguran experiencias desconocidas e inexploradas y que, por ese motivo, prometen los placeres de la aventura y el descubrimiento) y “mixofobia” (el temor ante lo desconocido, lo indomesticable, lo desalentador y lo incontrolable). El primer impulso es la principal atracción de la vida urbana; el segundo es su más impresionante pesadilla, en especial a los ojos de los menos afortunados y de quienes tienen menos recursos, que –a diferencia de los ricos y privilegiados,

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ESOS NÓMADES –NO POR ELECCIÓN– NOS RECUERDAN LA FRAGILIDAD DE NUESTRO BIENESTAR

que pueden comprarse un lugar en “comunidades cerradas” para aislarse de la inquietud, la perplejidad y muchas veces la confusión y el revuelo aterradores que producen las calles superpobladas de la ciudad– carecen de la capacidad para distanciarse de las innumerables trampas y emboscadas desperdigadas en todo el heterogéneo, y a menudo desconfiado y hostil entorno urbano, y que están condenados a permanecer expuestos de por vida a sus peligros ocultos. Como nos informa Alberto Nardelli:

“precariado” emergente, personas que temen perder sus logros, posesiones y posición social (a diferencia de los equivalentes humanos de las liebres de Esopo, desesperados por ya haberlos perdido o por no haber tenido nunca acceso a ellos).

Casi el 40% de los europeos señala la inmigración como el asunto más preocupante que enfrenta la Unión Europea, mucho más que cualquier otro tema. Hace apenas un año, menos del 25% sostenía lo mismo. Uno de cada dos ciudadanos británicos menciona la inmigración como uno de los problemas más importantes que enfrenta el país.6 En un mundo cada vez más desregulado, de centros múltiples y dislocado, esta ambivalencia permanente de la vida urbana no es, sin embargo, el único motivo para sentirse intranquilo y temeroso frente a la visión de los recién llegados sin hogar, para que se despierte la enemistad o la violencia hacia ellos, ni tampoco para usar o abusar de la difícil situación de los migrantes. Se pueden mencionar dos impulsos adicionales, como consecuencia de nuestro modo de vida y cohabitación posdesregulado; factores aparentemente distintos entre sí y que afectan de manera directa a diferentes categorías de personas. Ambos intensifican el resentimiento y la belicosidad hacia los inmigrantes, pero en diferentes sectores de la población. l primer impulso sigue, aunque quizás actualizado, el patrón esbozado ya en la antigua fábula de Esopo sobre las liebres y las ranas. Las liebres de esa fábula eran perseguidas por otras bestias a tal punto que ya no sabían a dónde ir. Apenas veían acercarse un animal, salían corriendo. Un día vieron una tropilla de caballos salvajes en estampida; presas del pánico, las liebres escaparon hacia un lago cercano, decididas a ahogarse antes que vivir en tal estado de temor permanente. Pero apenas llegaron a la orilla, un grupo de ranas, asustadas a su vez por la cercanía de las liebres, huyeron y saltaron al agua. “En verdad –dijo una de las liebres–, creo que las cosas no están tan mal como parecen”. No hay necesidad de elegir la muerte por sobre la vida en el miedo. La moraleja de la fábula de Esopo es clara: la satisfacción de la liebre –un respiro bienvenido frente al desaliento rutinario de la persecución– ante la revelación de que siempre hay alguien que está peor.

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no no puede dejar de percibir que la aparición masiva y repentina de extraños en nuestras calles no ha sido provocada por nosotros ni se encuentra bajo nuestro control. Nadie nos consultó, nadie nos pidió consentimiento. No sorprende que las olas sucesivas de nuevos migrantes sean objeto de resentimiento como “heraldos de malas noticias” (para recordar a Bertolt Brecht). Son la encarnación del colapso del orden (sea lo que fuere que consideremos un “orden”: un estado de cosas en el que las relaciones entre causas y efectos son estables y por lo tanto comprensibles y predecibles, lo que permite a quienes están dentro de él saber cómo proceder), que ya no es vinculante: una suerte de “hombre cartel” con el anuncio: “El fin del mundo tal como lo conocemos está cerca”. Ellos, para utilizar una conmovedora expresión de Jonathan Rutherford, “transportan las malas noticias desde un extremo lejano del mundo hasta las puertas de nuestros hogares”.8 Nos hacen tomar conciencia y siguen recordándonos lo que realmente nos gustaría olvidar o, mejor aún, hacer desaparecer: que existen fuerzas globales, distantes, a veces oídas pero nunca vistas, intangibles y misteriosas, con fuerza suficiente como para interferir también en nuestras vidas, y que desatienden e ignoran nuestras preferencias. Las “víctimas colaterales” de esas fuerzas tienden a ser, por alguna lógica viciada, percibidas como sus tropas de avanzada, a las que ahora esas fuerzas establecerían como guarniciones entre nosotros. Esos nómades –no por elección, sino por el veredicto de un destino cruel– nos recuerdan la vulnerabilidad (¿incurable?) de nuestra propia posición y la fragilidad de nuestro bienestar ganado con mucho esfuerzo; y es un hábito humano, demasiado humano, culpar y castigar a los mensajeros por los contenidos odiosos del mensaje que traen de parte de esas fuerzas globales inescrutables de las que con razón resentimos y que sospechamos culpables del sentimiento atroz de incertidumbre existencial que depreda nuestra confianza y desbarata nuestros planes de vida. Y si bien no podemos hacer prácticamente nada para domeñar las fuerzas elusivas de la globalización, podemos al menos desviar el enojo que nos produjeron y nos siguen provocando, y descargar ese enojo, indirectamente, en sus productos, que están al alcance de la mano. Por supuesto que esto no va a llegar a las

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Durante el último Festival Internacional de Cine de Berlín, el artista chino Ai Weiwei vistió las columnas de la Schauspielhaus con chalecos salvavidas dejados por los migrantes en las playas de la isla griega de Lesbos, en homenaje a quienes murieron ahogados buscando alcanzar las costas de Europa (Reuters/Stefanie Loos).

En nuestra sociedad de animales humanos abundan las liebres perseguidas por otras bestias, que atraviesan un calvario similar al padecido por las de la fábula de Esopo; en las últimas décadas, su número ha seguido creciendo y parece imposible de contener. Viven en la miseria, la degradación y la ignominia, en una sociedad dispuesta a marginarlas mientras se jacta de la gloria de su confort y opulencia; nuestras liebres son condenadas por esas “otras bestias humanas” y también humilladas por el tribunal de su propia conciencia, debido a su impotencia patente para ponerse a la altura de esos otros. En un mundo en el que se espera y estimula que cada uno “se valga por sí mismo”, esas liebres a las que se les niega respeto, cuidado y reconocimiento son, como las de Esopo, lanzadas a ese último lugar, y se las mantiene ahí por el tiempo que sea, sin esperanza, ni menos aún promesa, de redención o escape. Para los marginados que sospechan que han tocado fondo, el descubrimiento de otro piso por debajo de aquel al que ellos mismos han sido empujados es un acontecimiento salvador de almas, que redime su dignidad humana y rescata los restos de su autoestima. La llegada de una masa de migrantes sin hogar, que han sido despojados de sus derechos no sólo en la práctica sino también por la letra de la ley, crea la (rara) oportunidad para un acontecimiento de ese tipo. Esto ayuda mucho a explicar la coincidencia entre la inmigración masiva reciente y el creciente

éxito de la xenofobia, el racismo y el nacionalismo chauvinista; y también el éxito electoral sin precedentes de los partidos y movimientos racistas y de sus líderes jingoístas. l Frente Nacional conducido por Marine Le Pen reúne votos sobre todo entre los sectores más pobres –desheredados, discriminados, temerosos de la exclusión– de la sociedad, con el eslogan “Francia para los franceses”.7 Las personas bajo amenaza de exclusión práctica aunque (aún no) formal de la sociedad no pueden ignorar un llamado de estas características: después de todo, el nacionalismo les provee del salvavidas soñado (¿un dispositivo de resurrección?) para su autoestima en disolución o ya difunta. Ser un ciudadano francés (o una ciudadana francesa) es un rasgo (¿el único posible?) que los sitúa en la misma categoría de los buenos y los nobles, los encumbrados y poderosos que están en la cima, y por arriba de los extranjeros, tan miserables como ellos. Los migrantes están ubicados aún más al fondo del lugar en el que los misérables nativos han sido arrinconados; un fondo que puede volver el lugar propio un poco menos degradante, y por lo tanto un poco menos amargo e intolerable. El segundo impulso que explica el rencor ante el ingreso masivo de refugiados y migrantes es excepcional, en el sentido de que va más allá de la desconfianza “normal”, atemporal, hacia los extraños. Es un impulso que apela a un sector diferente de la sociedad: el

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EN CONEXIÓN

El negocio de los refugiados raíces del problema, pero podría aliviar al menos por un tiempo nuestra desventura y nuestra incapacidad para resistir la precariedad inutilizadora de nuestro propio lugar en el mundo. Esa lógica retorcida y el modo de pensar que genera proveen de un terreno fértil para más de un cazador de votos. Capitalizar la ansiedad causada por el ingreso de extraños, de quienes se teme que hagan bajar aún más los salarios –ya de por sí estancados– y que sigan alargando las filas de personas que buscan en vano empleos tercamente escasos, es una tentación a la que muy pocos políticos en funciones o aspirantes a serlo podrían resistirse. Las estrategias que despliegan los políticos para aprovechar esa oportunidad son diferentes, pero una cosa siempre dejan clara: la promesa de separación mutua y de distancia, de construir muros en lugar de puentes y de establecer cámaras a prueba de ruidos en lugar de líneas directas para una comunicación sin distorsiones (y, en suma, de lavarse las manos y manifestar indiferencia bajo el disfraz de la tolerancia). Esto sólo conduce a un terreno baldío de desconfianza mutua, alejamiento e irritación. Aunque aparenta generar comodidad en el corto plazo, persiguiendo el desafío hasta que quede fuera de la vista, esta política suicida es una bomba de tiempo. Y entonces debe quedar igualmente clara una conclusión: la única forma de salir de las incomodidades actuales y las tribulaciones futuras pasa por rechazar la tentación de la separación; por volver esa separación inviable desmantelando las rejas de los “campos de refugiados” y poniendo las fastidiosas diferencias, las disimilitudes y los alejamientos autoimpuestos en un contacto estrecho, diario y cada vez más íntimo; con suerte, esto resultará en una fusión de horizontes, en lugar de una fisión inducida pero autoexacerbada. é que este curso de acción presagia un largo período agitado y espinoso; no es probable que traiga alivio inmediato e inicialmente puede incluso disparar más temores y exacerbar sospechas y animosidades. Pero no creo que haya otra solución más directa y menos riesgosa. La humanidad está en crisis, y no hay otra salida más que la solidaridad entre los seres humanos. El primer obstáculo a superar es el rechazo al diálogo: el silencio de la autoalienación, el desinterés, la desatención y el desprecio. Es necesario pensar la dialéctica de la traza de fronteras en términos de la tríada amor-odio-indiferencia, en lugar de la díada amor-odio. Sobre el vicio o el pecado de la indiferencia, el papa Francisco dijo lo siguiente el 8 de julio de 2013, durante su visita a Lampedusa, el lugar en que

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comenzó el pánico actual y la debacle moral que le siguió: Tantos de nosotros, me incluyo también yo, estamos desorientados, no estamos ya atentos al mundo en que vivimos, no nos preocupamos, no protegemos lo que Dios ha creado para todos y no somos capaces siquiera de cuidarnos los unos a los otros. Y cuando esta desorientación alcanza dimensiones mundiales, se llega a tragedias como esta a la que hemos asistido. [...] También hoy esta pregunta se impone con fuerza: ¿quién es el responsable de la sangre de estos hermanos y hermanas? ¡Ninguno! Todos respondemos igual: no he sido yo, yo no tengo nada que ver, serán otros, ciertamente yo no. [...] Hoy nadie en el mundo se siente responsable de esto; hemos perdido el sentido de la responsabilidad fraterna [...]. La cultura del bienestar, que nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos hace insensibles al grito de los otros, nos hace vivir en pompas de jabón, que son bonitas, pero no son nada, son la ilusión de lo fútil, de lo provisional, que lleva a la indiferencia hacia los otros, o mejor, lleva a la globalización de la indiferencia. En este mundo de la globalización hemos caído en la globalización de la indiferencia. ¡Nos hemos acostumbrado al sufrimiento del otro, no tiene que ver con nosotros, no nos importa, no nos concierne! El papa Francisco nos llama a quitar “lo que haya quedado de Herodes en nuestro corazón; pidamos al Señor la gracia de llorar por nuestra indiferencia, de llorar por la crueldad que hay en el mundo, en nosotros, también en aquellos que en el anonimato toman decisiones socioeconómicas que hacen posibles dramas como este”. Después de decir esto, se pregunta: “¿Quién ha llorado? ¿Quién ha llorado hoy en el mundo?”. n 1. Véase Michael Agier, Managing the Undesirables: Refugee Camps and Humanitarian Government, Polity, 2010. 2. D. Casciani, “Why Migration is Changing Almost Everything”, BBC News, 6 de marzo de 2015. 3. R. Winder, Bloody Foreigners: The Story of Immigration to Britain, Abacus, 2013. 4. Véase Z. Bauman, Vidas desperdiciadas: La modernidad y sus parias [2003], Paidós, 2005. 5. Paul Collier, Exodus: Immigration and Multiculturalism in the 21st Century, Penguin, 2013. 6. A. Nardelli: “The Media Needs to Tell the Truth on Migration, Not Peddle Myths”, The Guardian, 11 de diciembre de 2015. 7. “French National Front Defeated in Bid to Win Regional Vote”, BBC News, 14 de diciembre de 2015. 8. Véase J. Rutherford, After Identity, Lawrence and Wishart, 2007. Este artículo se publicó en inglés en Social Europe, 17 de diciembre de 2015, con el título “The Migration Panic and its (Mis)uses” y como anticipo de Strangers at Our Door [Extraños a nuestras puertas], que publicará próximamente Polity Press.

Mediterráneo: el naufragio de Europa de Javier de Lucas, pról. de Sami Naïr, Tirant lo Blanch, 2015, 170 págs.

El negocio de la desesperación. ¿Qué oculta la tragedia de los refugiados? de Claire Rodier, trad. de Iván Barbeitos García, Capital Intelectual, 2015, 168 págs.

lo largo de la historia, las personas siempre han migrado de un país a otro, ya sea por crisis económicas, como producto de una guerra o bien por persecución política. La inmigración no es de ninguna forma un fenómeno nuevo, pero sin dudas la globalización, con su apertura de fronteras y de mercados, trajo aparejados una serie de cambios que incentivaron las desigualdades al desafiar límites territoriales y humanos. Si la Unión Europea se propuso en sus comienzos como un modelo de integración sin precedentes, hoy queda demostrado que, crisis mediante, no todos los ciudadanos son iguales ante sus ojos y que las fronteras, físicas o no, lejos de desdibujarse, se afianzan. Con un estimado de 70.000 cruces ilegales y el naufragio en abril de un buque en costas italianas en el cual 1.500 personas murieron ahogadas, el año 2015 marcó el punto crítico de un fenómeno que viene cobrando alarmantes dimensiones en los últimos años. “El Mediterráneo es hoy la frontera más peligrosa del mundo”, afirma el profesor español de Filosofía del Derecho Javier de Lucas en su libro Mediterráneo: el naufragio de Europa. Con un abordaje principalmente jurídico, este autor hace énfasis en las obligaciones en materia de derechos humanos (derecho a la vida y derecho al asilo) que tiene Europa para con los inmigrantes y en el número creciente de refugiados (víctimas de crisis políticas y catástrofes humanitarias en sus lugares de origen) que llegan a sus costas. Según De Lucas, el giro securitario europeo ha terminado por construir la imagen del inmigrante como un problema y una amenaza, cuando en realidad se trata de un hecho social global, producto del modelo de desarrollo e industrialización vigente: “La Unión Europea se encuentra en guerra contra los inmigrantes y ahora también contra los refugiados”. El tema recibe un abordaje revelador en El negocio de la desesperación. ¿Qué oculta la tragedia de los refugiados?, donde la jurista francesa Claire Rodier se enfoca en lo que denomina “el negocio de la seguridad”. La autora investiga los nuevos mercados desarrollados para responder a los programas de lucha contra la inmigración irregular y denuncia a empresas fabricantes de armas, exponentes de la industria aeronáutica y de tecnología de punta europeas mundialmente conocidas (tales como Siemens, Ericsson o Indra, entre otras) que se benefician por el negocio, al tiempo que devela la hipocresía de la Unión Europea, que al amparo de un discurso de “crisis inmigratoria” abulta los bolsillos del lobby industrial de la seguridad. Se trata, por otra parte, de sistemas de control carísimos y evidentemente ineficientes a la luz de una realidad palpable: los muertos no cesan y las migraciones continúan. El efecto más preocupante de las nuevas políticas migratorias, advierte Rodier, es el alto costo humano del cierre de fronteras. El riesgo, si no se aplican políticas que contemplen el tema como un problema de derechos humanos, es que los muertos se vuelvan una mera estadística. Luciana Rabinovich

Traducción: Leonel Livchits

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