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Capital Intelectual SA, Paraguay 1535, CABA. Año VI, No 24. Review. se publica tres veces al año Precio del ejemplar: $190 En Uruguay 120 pesos
DICIEMBRE 2020
Doris Lessing x Vivian Gornick París x Eduardo Halfon REVISTA DE LIBROS
REVIEW. Dorothea Lange x Valeria Luiselli Roberto Calasso x John Banville Natalia Ginzburg x Inés Garland El Leviatán x Patrick Boucheron Fritz Lang x Jean-Louis Comolli Estados Unidos x Fintan O´ Toole SUPLEMENTO UNSAM
EL ASEDIO AUTORITARIO
REVIEW. REVISTA DE LIBROS Nº 24 | DICIEMBRE 2020
Sumario Identidad y ficción n 2012, con motivo de la publicación de NW London, donde Zadie Smith retrata con la agudeza de su humor empático la vida en los barrios multiculturales del noroeste de Londres, otra gran escritora, Joyce Carol Oates, escribió en The New York Review of Books que una de las ventajas de la novela sobre los dispositivos de ficción audiovisuales (las películas, las series) es poder “ver el mundo en la cabeza de los personajes”. A través de ellos –sus voces internas, sus pensamientos más secretos– es posible contar una historia y pintar un lugar.
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En el presente número de Review., es justamente Zadie Smith quien reivindica la importancia y la necesidad de la ficción para introducirnos en –y comprender– el mundo que nos rodea. Como señala Smith, construir una ficción depende en gran parte de la realidad identitaria de quién escribe, de lo que siente e incluso de lo que cree ser. La autora recuerda que jugaba a ser otro cada vez que iba a visitar a una amiga (¿cómo se sentiría haber nacido en esta casa?) y que nada la impresionaba más que una vieja caricatura que mostraba a Charles Dickens rodeado de… sus personajes. Por eso Zadie Smith cita a Walt Whitman: “Sí, me contradigo. ¿Y qué? (Soy inmenso… y contengo multitudes)”. Siendo Whitman un escritor cuya subjetividad e identidad son elementos centrales de su producción, no es ninguna sorpresa que Smith lo retome para pensar el papel que la voz enunciadora cumple a la hora de narrar. En la edición de The New York Review of Books de abril de 1984, Harold Bloom señaló que Whitman es un autor tan inmenso que es capaz de “engañar a sus otros yoes”. Se pone en juego, entonces, la identidad del autor y la relación que establece con su obra, sus paisajes y sus personajes. Lo que insulta mi alma –escribe Zadie Smith en su artículo– es la idea, popular en la cultura de hoy y exhibida con grados sumamente variables de complejidad, de que podemos y debemos escribir solo sobre personas esencialmente similares a nosotros […] Avergonzados de la novela y su costumbre mortificante de poner palabras en bocas ajenas, muchos han emprendido una rápida transición a un terreno que perciben más seguro: el de la autenticidad supuestamente incuestionable de la experiencia personal. Para la autora, se trata de repensar la ficción como algo más que un simple reflejo del yo, aunque no ya desde la idea de contener multitudes sino de suponer a otros para desde ahí conocerse mejor a uno mismo. n
Patrick Boucheron En la época del gran confinamiento
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Fintan O'Toole La democracia y su vida después de la muerte
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Jean-Louis Comolli Mabuse y nosotros
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Valeria Luiselli Las cosas como son
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John Banville De terroristas, turistas y Robert Frost
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LA ACTUALIDAD INNOMBRABLE, ROBERTO CALASSO
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Inés Garland Una audacia verdadera NATALIA GINZBURG. AUDAZMENTE TÍMIDA, MAJA PFLUG
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Vivian Gornick Las gatas, Doris Lessing y yo GATOS ILUSTRES, DORIS LESSING
Eduardo Halfon Unos segundos en París
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Zadie Smith La fascinación de suponer: en defensa de la ficción
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Anne Enright Queriendo lo incorrecto
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TOPICS OF CONVERSATION, MIRANDA POPKEY / MI AÑO DE DESCANSO Y RELAJACIÓN, OTTESSA MOSHFEGH / MATATE, AMOR, ARIANA HARWICZ
Suplemento Lectura Mundi / UNSAM El asedio autoritario
Staff Director José Natanson Editores Nuria Sol Vega Fermín G. Orgambide Jorgelina Núñez Diseño Fabiana Di Matteo
Ricardo Piglia † Juan Gabriel Tokatlian
Consejo Editorial
Review. incluye artículos de The New York Review of Books, entre otras publicaciones. Corrección Mercedes Negro
Fotocromos e impresión: Luvar impresiones SA, Luis María Campos 1436, Ciudad Autónoma de Buenos Aires. REVIEW. Revista de Libros es una publicación de Capital Intelectual SA | Paraguay 1535 (C1061ABC), Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina, para la República Argentina y la República Oriental del Uruguay. Redacción, administración, publicidad, suscripciones, cartas del lector: tel/fax: (5411) 4872 1440 / 4872 1330, email: contacto@rdelibros.com. En Internet: www.rdelibros.com. ISSN 2422-7285
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JEAN-LOUIS COMOLLI
Mabuse y nosotros
no. En 1960, en Los mil ojos del Dr. Mabuse, Fritz Lang imagina que su malvado personaje –esquiva amenaza para el mundo– opera en un gran hotel, el Luxor, que habían construido los nazis y equipado con habitaciones, vestíbulos y pasillos con cámaras y micrófonos escondidos en las molduras de los techos. En alguna parte de un sótano secreto del hotel, una cámara de videovigilancia permite a Mabuse (él, invisible) ver y escuchar en acción a los clientes del hotel (algunos de ellos serán misteriosamente liquidados después de su paso por el Luxor). Lang establece un vínculo entre ver, ser visto, vigilar, matar, morir, y la pantalla es el lugar de ese vínculo. Ver puede matar (Medusa); ser visto, también (Diana y Acteón). Vemos cada vez más. Recordemos que la televisión se desarrolla luego de la Segunda Guerra Mundial y que la grabación de video mediante un magnetoscopio está operativa desde 1958 (Ampex). Por lo tanto, en 1960, la cámara de videovigilancia al servicio de Mabuse es incluso tecno-ficción. Pero estos mil ojos anuncian la invasión de las cámaras a los lugares públicos y privados, las calles, las plazas, los balcones, las viviendas... En otras palabras, el reino de la vigilancia de las pequeñas pantallas. Ya no es nuestro futuro, es nuestro presente –y es de este presente tecnológico del que somos usuarios desenfrenados y sin embargo somos los menos conscientes, los menos
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Jean-Louis Comolli es realizador, teórico, crítico, profesor universitario. Fue redactor y jefe de redacción de la mítica Cahiers du cinéma. Dirigió más de sesenta films y es autor de libros como Filmar para ver (Simurg, 2002), Ver y poder (Aurelia Rivera, 2007) Cine contra espectáculo seguido de Técnica e ideología (Manantial, 2011) y Cine, modo de empleo (Manantial, 2015).
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res. Atrapado en ese vórtice de imágenes y efectos visuales, el espectador de cine, adepto a salas oscuras y a la gran pantalla ¿cómo podría no tener vértigo? Pero la consigna del neoliberalismo es que “hay que adaptarse” (Barbara Stiegler). Los espectadores y espectadoras han cambiado al mismo tiempo que han aparecido nuevos modos de ver y de difundir. De hecho, ellos y ellas se han adaptado. Las formas y figuras que vemos en pantalla, el tamaño mismo de estas pantallas, los cuadros, las luces y sombras, los lugares de donde vienen las proyecciones y las emisiones, los lugares donde las recibimos... en definitiva, los hábitos que dan forma a todos los datos materiales de las representaciones nos conforman, a menudo sin nuestro conocimiento. Las pantallas conforman a quienes se exponen a ellas y los llevan a ver lo que los distrae sin ver lo que los normaliza. El lugar del espectador no está fijado en una esfera de la historia del cine, cambia con las variaciones técnicas, con las dimensiones de las pantallas; cambió con el pasaje al cine sonoro y parlante, con el color, el scope,2 etc. Somos espectadores dúctiles, fáciles, generalmente bien dispuestos, listos para moldearse en el formato que se nos propone. Porque el deseo de ver, que nos es propio, solo requiere someterse a las condiciones que se le ofrecen –siempre que se tenga el durazno, qué importa la pelusa–. La curiosidad y el deseo de ver y de saber más prevalecen sobre todas las limitaciones.
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Todo el mundo sabe qué locura se ha apoderado hoy del mundo, todo el mundo sabe que cada uno participa de esta locura, como víctima activa o pasiva, así que todos saben a qué tremendo peligro están expuestos, pero nadie es capaz de localizar la amenaza, nadie sabe desde dónde va a abatirse sobre él...1
Fotograma de Los mil ojos del Dr. Mabuse, Fritz Lang, 1960
inquietos–. ¿Qué circula en las pantallas de Mabuse? El miedo. La pantalla funciona como un escondite: su superficie plana y brillante disimula ante nuestros ojos todo un segundo plano inquietante de matones, espías, choferes, asesinos... Pero sí, a lo que nos confronta Lang es al mundo de la Alemania occidental no desnazificada (para ir rápido: nuestro mundo): Mabuse está siempre allí, encarna de manera caricaturescamente aterradora la violencia destructiva y el delirio de depredación que animan a los todopoderosos. Visibles en las pantallas, las presas; invisibles detrás de las pantallas, los depredadores. os. Mabuse ya dispone de diez, quince, veinte pantallas. El hombre de los mil ojos está en proceso de constitución. Más allá de la vigilancia que va a instalarse como el principio central de nuestro momento histórico, desde los años sesenta hasta hoy, lo que se perfila es el futuro del espectador. Porque esos mil ojos no solo sirven para vigilar a los sospechosos, los delincuentes o las
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víctimas, no son solo premonición de un régimen de vigilancia más amplio. Son una representación de la oferta, como dicen los publicistas, es decir de la oferta audiovisual –“la multiplicación de las pantallas para los programas y de los programas para las pantallas”–. Buenas almas mercantiles nos proponen todos los días y de la noche a la mañana objetos audiovisuales al alcance de clics y tarjetas de crédito: películas, series, documentales, juegos, informaciones… más o menos nuevos pero siempre disponibles y que nos esperan en cantidad. Tras el control utópico de Mabuse, va a desarrollarse toda una industria del video (analógico y luego digital), todo un arsenal de máquinas dispensadoras de imágenes, de herramientas técnicas de grabación y difusión, de productos fabricados por máquinas que también las alimentarán, de compras y ventas, de firmas y patentes, de clientes, de técnicos, de jefes... hasta llegar a los imperios digitales actuales que sueñan, como Mabuse, con un dominium mundi –y, no contentándose con soñarlo, aceleran su realización–.
uatro. Es probable que la suma de estas mil adaptaciones a las que nos hemos plegado en nuestro apetito de ver cada vez más acabe produciendo una mutación de gran amplitud. Muchos de nosotros, que las frecuentábamos, salimos de las salas de cine. Todo lo que “habría que ver” allí ocurre cada vez más en otros lugares, en casa primero, en las calles, los cafés, las plazas... fuera de las salas. Más pequeñas, las pantallas son más numerosas y esta nueva abundancia, puesta de relieve por la pandemia, marca una nueva era –la nuestra– que hace prevalecer sobre todo el devorar lo visible. Como un torbellino que no deja posar la mirada, la concupiscentia oculorum agustiniana (la concupiscencia de los ojos)3 derriba todas las barreras y es el deseo saltarín, volátil, de ver quién corre detrás de su sombra. Siempre hay lugar para lo próximo, lo nuevo, lo aún no visto. Reconocemos allí un principio del mercado. Las novedades han migrado de los anuncios de los negocios a los carteles de los espectáculos. Nuestro momento
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LAS PANTALLAS CONFORMAN A QUIENES SE EXPONEN A ELLAS Y LOS LLEVAN A VER LO QUE LOS DISTRAE SIN VER LO QUE LOS NORMALIZA
histórico está embelesado por lo nuevo –sobre el modelo del accidente: nos cae encima sin preparación ni historia previa–. Y además, sin que tampoco haga historia de modo considerable, porque el olvido de todo lo reciente es el arma de la novedad. La marea ascendente de lo Visible va acompañada de una negación de la historia. Ver sería una actividad no determinada históricamente, sin consecuencias sociales y psíquicas. Es, sin reírse, no querer ver el Ver. Así, la palabra misma del cine: espectador o espectadora, ya no se adapta del todo. Razones modestas lo explican. En el cine, uno no hace zapping. En video, en televisión, en lo virtual, sí. En el cine, la imagen proyectada es más grande que yo. Todas las otras pantallas son más pequeñas que yo y es por eso que podemos moverlas, orientarlas, etcétera. La multiplicidad de pantallas significa multiplicidad de objetos audiovisuales que es posible (y tentador) ver en ellas. Esos saltos en el espacio-tiempo son inimaginables en una misma sala de cine, en una sola pantalla. Y también: las duraciones de los planos están fijadas de manera objetiva por el montaje, pero la apreciación de esas duraciones es subjetiva. El tiempo en la pantalla grande no pasa como en la pequeña, por eso, antes se evaluaban los montajes en curso yendo a proyectarlos en la pantalla grande. En efecto, el tamaño de la pantalla modifica la percepción de la velocidad de los cuerpos o los objetos móviles. Se detiene la relación entre la aguja del reloj y la sensación de duración. Esto es lo que hace que las películas no sean objetos autónomos y no existan como cine sin incluir e implicar la mirada-espectador. Como antes los rollos de película, los archivos digitales de hoy son solo objetos sin sujetos. Materias inertes. Con la sala vacía, siempre se puede proyectar la película en pantalla pero allí no hay mirada, por lo tanto, no hay cine, por lo tanto, es un mundo de máquinas sin humanos, donde una lámpara proyecta luces y sombras que se mueven sobre una superficie blanca. Solo hay cine a partir de la puesta en relación de esas manchas de luz en pantalla con esa mirada-espectador que es también una memoria y que les dará sentido, identidad, historia, vida. (Picasso dijo “Un cuadro solo vive a través de quien lo mira”, lo que nos remite a la fórmula de Diderot de una “pintura pastoral” vinculada al espectador). inco. Esta puesta en relación de mirada y pantalla exige una dimensión de esta última tal que lo que se pueda perder sea solo un poco de
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esa mirada. Con la gran pantalla no se trata de agrandar la imagen, de exaltar lo visible, sino al contrario, de habilitar un fuera de campo (un no-visible) que, sin embargo, no rompa con el espaciotiempo del cine. En mi casa, sobre un escritorio, una mesa, una cómoda, una cama, el fuera de campo permanece en mi casa. En una sala de cine, el fuera de campo es un no-visible que es como el eco de la imagen y permanece vinculado a la sustancia cinematográfica. Así, la más bella definición de cine sería: la articulación de lo visible y lo no-visible. El cine no se reduce a lo visible más lo audible. Y la combinación de las dos dimensiones, por otra parte, produce un efecto sensible complejo y poco reducible a una definición: el todo no se resume a la suma de sus partes. Esto significa que si las películas pueden ser consideradas como objetos comerciales, el cine, en tanto que es un modo de ser que concierne a todas las películas, no es cosa de mercado. Lo novisible, si no se vuelve visible, resulta poco rentable, incluso si se calculara. La gran pantalla deja márgenes a la mirada. Una parte perdida, una superficie que inscribe la pérdida (de vista, de sentido, de orientación). Aparte de los casos de fascinación –que no es el tipo de relación deseada por el cine, muy al contrario, ya que se trata siempre de formar, informar y transformar, y no de embelesar–, la mirada-espectador abarca un espacio que no se limita al único rectángulo luminoso de la pantalla. Alrededor de la imagen, hay zonas oscuras que favorecen la errancia. Si la pantalla se encoge, como en los pequeños dispositivos visuales que usamos, ¿cómo podría perderse en ella la mirada? Esto es lo que resulta difícil de soportar para los operadores de los mercados y no se puede imaginar (todavía) un anuncio para una cámara que pusiera de relieve la captura de lo novisible, lo que sin embargo es un hecho de la imagen. eis. Un doble movimiento está en curso: la muy prudente reapertura de las salas de cine coincide con la ofensiva desenfrenada de los distribuidores de programas televisivos (“aprovechar la situación”). Una de las consecuencias de este cambio radical en las formas de ver las películas es que la imagen del otro pierde ese poder que el cine en salas le había conferido. En el nuevo modo audiovisual, la imagen del otro se reduce obviamente en tamaño, se convierte en un juguete al que se le hará hacer todo tipo de contorsiones, que se pone en cualquier lugar y en cualquier contexto,
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El señor maldito, Fritz Lang, 1931
que se colorea, etc. También se reduce en presencia en la medida en que la calidad de la imagen cinematográfica era (es siempre) más realista que la de la imagen videográfica, por razones que tienen que ver con la simpatía química de la imagen cinematográfica por las sombras, los alisados, las curvas, los modelados, restituidos con una suavidad que genera una impresión de realidad mucho mejor. Es de temer que los anuncios, los dibujos animados, los videojuegos y las imágenes sintéticas que pueblan nuestras pequeñas pantallas hayan hecho que nuestras miradas pierdan la capacidad de ponderar la carga de realidad que contiene una imagen, especialmente la de nuestros cuerpos. Se podría hablar de una cierta perversión de la mirada –no tanto que estas reducciones ya familiares puedan aún sorprendernos, sino que, a través de las innumerables pantallas, terminen por hacer olvidar lo que la pintura primero, y luego la fotografía, habían sabido hacer carne: una representación sensible, emotiva, erótica–. El temblor, el imperceptible movimiento metamórfico que hace cómplices a todo cuerpo y a toda mirada, esto es lo que las pequeñas pantallas nos hacen ver desde lejos en lugar de hacer que nos sumerjamos allí. iete. No temamos volver a poner en funcionamiento, en lo mejor de su forma, el término moral, tan esencial cuando se trata de miradas humanas sobre cuerpos y actos humanos –que permanecen como tales, humanos, en su representación–. Porque, en el cine, la mirada-espectador es llevada a sopesar, evaluar, apreciar, despreciar, en qué consiste el otro filmado. Por eso, la majestad del otro, sea cual fuere su miseria (Peter Lorre en M, el vampiro de Düsseldorf de Fritz Lang, 1931), se impone en el cine en la gran pantalla. Cuestión de tamaño y de calidad, como
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he dicho. Pero esta mirada-espectador ya no es la misma en las nuevas condiciones en las que miramos películas. La mirada impaciente, el ojo que se mueve, el ojo apresurado del curioso: podemos dudar de su capacidad de acoger, en la duración necesaria para la implicación subjetiva, el cuerpo filmado del otro. A este cuerpo filmado lo veo (cuando estoy fuera de las salas) en un cuadro que lo limita, en un conjunto visual que no me dice nada de él y no me deja adivinar ni soñar nada. La mirada-espectador se convirtió en el objeto perdido de la pantalla. Se adapta a ella, sí, quizás, satisface su curiosidad (que es insaciable), pero también adapta su manera de ver el mundo y a los otros, convertidos en homúnculos a lo Fausto. Puesto que el otro en la vida es considerado un peligro, hagámoslo, en la pantalla, un juguete. La mirada-espectador no está más a la altura humana. No se trata aquí de nostalgia por una era pasada (aunque no superada) del cine. Me sitúo en una perspectiva de conjunto en la que se plantea la cuestión de nuestra relación con los demás seres que hablan a través de las representaciones que nosotros (nos) hacemos de ellos. La forma de representar se convierte en modelo y formato a cambio de nuestras miradas. “¡Más luz! ¡Más luz!”, sí, Johann Wolfgang von Goethe, pero también más vaguedad, más margen, más misterio –más libertad para el ojo del cine–. n 1. Hermann Broch, Théorie de la folie des masses [Teoría de la locura de las masas], Éditions de l’Éclat, 2008. 2. Abreviatura de Cinemascope, un método cinematográfico que consiste en comprimir la imagen en las tomas y descomprimirla en la proyección. Con el nacimiento de este sistema los directores tenían más campo para contar sus películas, logrando una proporción más ancha que alta. The Robe (Henry Koster) fue la primera película estrenada con este sistema. [N. de la E.] 3. San Agustín nos dice que, además de aquella conocida “concupiscencia de la carne”, hay en el alma otra especie de concupiscencia vana y curiosa, que se disfraza con el nombre de conocimiento y ciencia. Tal concupiscencia se sirve también de los sentidos corporales para que, por medio de ellos, consiga satisfacerse la curiosidad y la “pasión de saber siempre más y más”. Como esta concupiscencia del alma pertenece al apetito de conocer y saber, y los ojos son los principales en el conocimiento de las cosas sensibles, en la Sagrada Escritura se llama “concupiscencia de los ojos”. Agustín hace, además de una diferenciación entre el deleite que siempre busca “lo hermoso, lo sonoro, lo fragante, lo sabroso, lo suave...”, y la curiosidad, que busca lo contrario, pero no para mortificarse (con las cosas “feas, ásperas y horrendas”), sino por “el prurito de saberlo y experimentarlo todo”. [N. de la E.] Este artículo fue originalmente publicado en francés por AOC, el 24 de septiembre del 2020, bajo el título “Mabuse et nous”: https://aoc.media/opinion/2020/09/23/ mabuse-et-nous/.
Traducción: Magalí del Hoyo
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