"El legado de Fogwill", por Martín Kohan

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Capital Intelectual SA, Paraguay 1535, CABA. Publicación bimestral. Año II, Nº 9

Precio del ejemplar: $70 En Uruguay: 120 pesos

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MARTÍN KOHAN

El legado de

FOGWILL

Rodolfo Fogwill en 2010 (Ricardo Ceppi, cortesía de Alfaguara).

Casi no hay escritor argentino que no cuente o haya contado su experiencia de lectura de Borges: la reacción que tuvo, las impresiones al entrar en contacto con sus textos. En cambio Fogwill podía contar, por su parte, la reacción y las impresiones que había tenido Borges al entrar en contacto con un texto suyo: la experiencia de Borges como lector de Fogwill. No lo hizo para envanecerse, todo lo contrario. Tal vez porque los impulsos destructivos de Fogwill se aplicaban, entre otras cosas, también a sí mismo; o tal vez porque sus jactancias autorales no precisaban de ortopedia alguna, ni tampoco de sanciones de autoridades literarias (ni aun de las de la autoridad máxima).

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Martín Kohan es docente, ensayista y narrador. Su libro más reciente es Fuera de lugar (Anagrama, 2016).

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A DIFERENCIA DE LOS MALOS REALISTAS, FOGWILL ES LITERARIAMENTE SENSIBLE A LAS PALABRAS

Lejos de las artimañas de los que, para señalarse como elegidos, pretenden ocultar que Borges podía llegar a leer o incluso a prologar más o menos cualquier cosa, y que podía ponerse a conversar poco menos que con cualquiera, Fogwill contaba la situación en la que Borges había leído (en verdad, ceguera mediante, le habían leído) algún texto escrito por él, para poner en evidencia un desencuentro, para mostrar un malentendido, para colocarse en el lugar de un descarte. Son al menos dos las referencias que hace Fogwill al episodio de la lectura de Borges. Una de ellas consta en la entrevista que le efectuó Graciela Speranza para el libro Primera persona, publicado en noviembre de 1995; la otra, en una entrevista que Sergio Bizzio le hizo para Página/12 y que fue recopilada en Los libros de la guerra (2008). Cuenta Fogwill que a Borges le leyeron uno de sus cuentos (Borges era jurado de un concurso literario, una de esas tareas que aceptaba, puede que para ganarse el sustento); al cabo de la lectura, opinó que el autor era “el hombre que más sabía de automóviles y cigarrillos”. Enrique Pezzoni, con quien Fogwill comenta la anécdota, le hace saber que, si Borges había empleado la palabra “hombre” para referirse a él, es porque no lo consideraba un escritor. El otro relato basado en esta misma escena –la de Borges escuchando la lectura de un cuento de Fogwill para pronunciar luego su veredicto– se resuelve de otro modo. Como se trataba de un texto particularmente explícito en materia sexual, especialmente cargado de palabras y referencias obscenas, quien tuvo que leerlo para que lo escuchara Borges se sintió inhibida, podemos considerar que con justa razón; por puro pudor (propio y ajeno), decidió entonces saltearse en la lectura las partes más chanchas del texto, omitirlas sin más y pegar en la oralidad las partes restantes, ante lo cual Borges comentó que el autor “tenía un dominio notable de la elipsis”. Podría decirse, entonces, que Fogwill recibió dos elogios por parte de Borges. Pero lo cierto es que se trató de dos elogios equívocos, de elogios dados en falso, en el sentido en que se dice que alguien puede dar un paso en falso. En el elogio del hombre que más sabe de automóviles y de cigarrillos, alcanza a advertirse la típica malevolencia borgeana, un ejercicio evidente de lo que él mismo concibió como el arte de injuriar, toda vez que el elogio aparente no hacía sino expresar una defenestración real. Y en el elogio del notable dominador de la elipsis va implícito el disgusto que habría suscitado en Borges la lectura del cuento completo, es decir, del cuento real, esto es, de las opciones estéticas que son más genuinamente de Fogwill. El error de apreciación de Borges, involuntario en este caso, producto de la timidez de una lectora, hizo que la intención de halago se concretara inadvertidamente como objeción. Esos dos juicios borgeanos, ligeros y desviados, sirvieron, pese a todo, para expresar ciertas verdades acerca de la estética de Fogwill (por algo Fogwill narraba esos episodios, se convirtió en su principal difusor). Porque es cierto, por una parte, que la literatura de Fogwill se construye en buena medida a partir de ciertos saberes, o de la utilidad (que es, a un mismo tiempo, utilidad práctica y utilidad narrativa) de ciertos saberes, saberes no sólo de cigarrillos y automóviles, sino de cosas en general, de cosas concretas; saberes específicos, o la obtención de algún saber y la difusión de ese saber. Y es cierto, por otra parte, que la literatura de Fogwill responde en buena medida a una retórica de lo directo y de lo explícito, a una pasión referencial muy sostenida (no solamente de lo directo y explícito en materia sexual, aunque también en materia sexual; podría proponerse,

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incluso, que Fogwill captó cierta modulación de lo que es sexualmente explícito, para aplicarla luego a otros rubros y a otros objetos, a otros planos de la realidad). El hombre que sabe de cosas, entonces, y un decir lo más frontal posible se ofrecen así como claves de lectura para los textos de Fogwill. Cuando Fogwill declara, por ejemplo, en La buena nueva de los Libros del Caminante (2013), “alguna vez escribiré una novela sobre los Rolls Royce”, no hay que entender la frase bajo un mero criterio temático, sino como el propósito de narrar desde un determinado saber, o mejor: de narrar un determinado saber, de narrar el saber mismo (el propio Fogwill dice: “Todo el mundo sabe, lo que pasa es que yo puedo organizar narrativamente ese saber”. Un procedimiento privilegiado para él, si es que no, tanto más, su poética). “Debemos decirlo todo de una vez: / debemos saberlo todo de una vez”, escribe Fogwill en los versos de Partes del todo (1990); esa disposición en simetría se problematiza como conflicto entre saber decir y saber hacer en la abstracción primitivista de Runa (2003): “no saben hacer ninguna cosa. En cambio, saben decir de qué y cómo están hechas todas las cosas”, y se reparte multiplicadamente en los diversos cuentos y novelas de Fogwill, en los que con toda frecuencia la acción de los personajes y su propia condición social o personal se dirimen según lo que sepan o no sepan acerca de las cosas más concretas, como cavar o calefaccionar en Los pichiciegos (1983), o los saberes del consumo y las tretas cambiarias en La experiencia sensible (2001). Obtener un saber, adquirirlo, narrarlo, transferirlo: La buena nueva…, por ejemplo, parece responder en buena medida a ese impulso. Y en En otro orden de cosas (2001), Fogwill propone: “‘Saber’ también es un verbo en infinitivo y así no alude a lo que uno posee, sino a lo que puede hacer con el conocimiento”. Lo que resulta decisivo, entonces,

es la clase de saberes de que se trata cada vez; para el caso, por ejemplo, en La buena nueva…, cuál es el mejor calzado, dato que se procura obtener en las “especificaciones de las fuerzas armadas” primero y en “las escuelas de pedicuros” después, para terminar hallándolo en “un viejo catálogo de la casa Bata Schuhe, de Praga”. Porque los saberes que importan en la literatura de Fogwill son siempre concretos y prácticos (el conocimiento que conduce a un hacer: saberes más de manual de instrucciones que de enciclopedias, a la manera de Borges. Aunque, al tratarse de narrar saberes tanto en uno como en otro caso, en este sentido al menos, Fogwill no se estaría oponiendo tanto a Borges como complementándolo). La atención a lo concreto en su realidad material y a la circulación social de las cosas y los lenguajes se conjuga en los textos de Fogwill con esa voluntad de ser verbalmente directo; y es esa combinación la que lo sitúa en el horizonte del realismo literario. Novelas como Vivir afuera (1998), como La experiencia sensible o como En otro orden de cosas lo ponen en evidencia: todo lo que allí sucede y se cuenta resulta inseparable de los procesos sociales en que se inscriben, ya se trate del menemismo, de la “plata dulce” en la época de Martínez de Hoz o de la secuencia de la cronología política 1971-1982. El realismo de Fogwill es realismo en sentido estricto: es realismo social, no es reflejo costumbrista, ni detallismo naturalista, ni documentalismo autotestimonial. Sus personajes responden a la perfección a la premisa realista de ser prototipos: expresan siempre, desde su condición particular, una dimensión social, que condensan y representan. A diferencia de los malos realistas, Fogwill es literariamente sensible a las palabras, sólo que su consideración a las palabras no va en procura de su oscurecimiento (como en el hermetismo de Héctor Libertella),

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ni de su suspensión para su delectación (como en la morosidad de Saer), ni de su potencia de invención (como en la “palabrística” de Marcelo Cohen); esa consideración lo es siempre de las palabras en uso, del carácter social del lenguaje. Así, por caso, en Vivir afuera, “las palabras que traen de Quilmes y La Plata los que estuvieron presos” o el hecho de descubrirle “el filo a la palabra cuchillo”; así la constatación en En otro orden de cosas de que “hay palabras que desaparecieron: se descubren en los primeros años de la escuela y vuelven a circular veinte años después”; así la disquisición que hace el narrador en La buena nueva… entre decir “hacer el amor” y decir “coger” o decir “garchar”; así, en Los pichiciegos, la correlación entre jerarquía militar y maneras de hablar: “Como oficiales, ese modo de hablar. Los tipos llegan a oficiales y cambian la manera. Son algunas palabras que cambian”. En el sucinto pero rotundo prólogo que adosa a La experiencia sensible, novela sobre los años setenta que Fogwill publica en 2001, se ocupa expresamente de la cuestión del realismo: del relegamiento literario al que en aquellos años se lo sometía, como prolongación de “un refinado desprecio por la realidad”. Y, en efecto, hay una fuerte tradición antirrealista en la literatura argentina, de Macedonio Fernández a Saer, pasando por Borges o por Leopoldo Marechal; y Fogwill se muestra decidido a contrarrestarla. ¿Qué otra cosa, sino una apuesta al realismo, sostiene esta novela sobre la familia argentina en viaje a Miami primero (a gastar dinero) y a Las Vegas después (a jugárselo), en los años del “deme dos” y la “plata dulce”? ¿Qué otra motivación, sino la del realismo literario, llevó a Fogwill a sostener que con Vivir afuera (novela de 1998) se proponía plasmar la gran novela del menemismo, su gran retrato, podría decirse? Ahora bien, esta misma afirmación (o autoafirmación) de una resolución estética, de una pura potencia literaria, puede acaso también, con los años, tornar equívoco el lugar de la literatura de Fogwill. Porque el realismo, como opción de escritura, ha sido atribuido también, últimamente, a autores tan dispares como Alberto Laiseca, Juan José Saer o César Aira, con lo cual el concepto, así ampliado y hasta estirado, empieza a no decir nada, pierde toda cualidad diferencial. Y eso para no hablar de algunas otras intervenciones críticas, que emplean la noción de realismo de maneras por demás inciertas, por no decir que al tuntún, que la aplican acá o allá sin mayor discernimiento, por no decir que la revolean disparatadamente. Tal vez convenga, en este sentido, recuperar la especificidad del afán realista de Fogwill, en una auténtica tradición realista que permita distinguir mejor sus

recursos narrativos, su anclaje en realidades concretas, su uso de la referencialidad, su sentido de la totalidad social, el motor que moviliza sus tramas. Aunque podría convenir también, y no sería menos pertinente, destacar aquello que en la literatura de Fogwill no es realista para nada, aquello que se teje desde el sinsentido, la ruptura de las convenciones de lo verídico, la figuración de escenas fantasmales, las incrustaciones de lo irreal en la trama (así, por caso, el episodio de la aparición de las monjas en Los pichiciegos: un decir antirrealista de la realidad política; así Los pichiciegos en su conjunto, despegada de toda veracidad documental o testimonial y construida a partir y a través de lo imposible; así la visión estremecedora de los trenes nocturnos en un cuento como “Los pasajeros de la noche”, etcétera). De ahí el destello puramente verbal que, aun en textos más realistas, tienen un comienzo como “Vi tul” en “La chica de tul de la mesa de enfrente”. De ahí la fuerza propiamente verbal que cobra la fórmula “hacer puntos” en el cuento “La larga risa de todos estos años”, porque “hacer puntos” (expresión en la que resuena un sentido de escritura) coloca lo sexual en un registro muy propio de Fogwill que nada tiene, por supuesto, del remilgado y fofo “hacer el amor”, pero se deslinda por igual de la crudeza de “coger” o de “garchar”. A seis años de la muerte de Fogwill, podría considerarse tal vez que su lugar en la literatura argentina está menos (o peor) definido que el de Manuel Puig (a partir de las lecturas críticas de José Amícola, de Alberto Giordano, de Graciela Speranza, etcétera), el de Juan José Saer (a partir de las lecturas críticas de Beatriz Sarlo, de María Teresa Gramuglio, etcétera), el de César Aira (a partir de la lectura crítica fundacional de Sandra Contreras, por lo pronto), el de Néstor Perlongher (a partir de las lecturas críticas de Nicolás Rosa, de Adrián Cangi, etcétera), de Osvaldo Lamborghini (a partir de la biografía crítica de Ricardo Strafacce, por lo pronto), entre otros. En la citada entrevista que le hizo Graciela Speranza, hay un tramo en el que Fogwill menciona un determinado proyecto de novela. Speranza le comenta que, con esa visión, él está demostrando tener una “confianza desmedida en la eficacia de la literatura”. Y ante eso, Fogwill replica: “Creía en mí, no en la literatura”. La réplica es por demás reveladora. ¿Confianza en la literatura o confianza en sí mismo? La literatura de Fogwill y el yo de Fogwill, ambos en manos de Fogwill, se ven dispuestos y manejados, según las conveniencias, por el propio Fogwill. Y por lo general, por no decir casi siempre, el yo de Fogwill (potente, disruptivo, cáustico, fascinante, intimidatorio,

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PUEDE QUE, TRATÁNDOSE DE GUERRA, FOGWILL HAYA RESULTADO MEJOR TÁCTICO QUE ESTRATÉGICO

encantatorio, perturbador, rotundo) es empleado como punta de avanzada de su literatura. Fogwill funcionaba como una especie de agente de su propia obra, en los múltiples sentidos de la palabra “agente”: el etimológico (el que la llevaba, el que la impulsaba, el que la empujaba hacia delante), el profesional (gestor editorial, negociador de contratos, difusor general, representante), el del mundo del espionaje (operar, a la vista o en sigilo, tramar y conspirar, infiltrarse). Pero Fogwill se murió, y a su literatura (acaso más que a la de cualquier otro) le faltó de repente su Yo, ese Yo. Tal vez no haya otro escritor que pueda comparársele, en la literatura argentina, por la fuerza de resolución de una autoafirmación tan enfática, con excepción de Witold Gombrowicz. Ese Yo, el de Gombrowicz, se erigió y se sostuvo en una fuerte mitología de autor, en la veneración indeclinable de un círculo de admiradores incondicionales que se convirtieron en gombrowiczianos vitalicios, en un Diario que fusionó a ese Yo con la escritura; y todo eso no ha dejado de apuntalar una obra literaria. En el caso de Fogwill, es notorio que su Yo ha quedado, al menos en algunos aspectos, por delante de la obra: la figura de Quique Fogwill por delante de sus textos. Quienes lo retoman, o dicen retomarlo, parecen mucho más involucrados con la reproducción de sus cuantiosas y resonantes anécdotas, o a menudo con una imitación tristemente desvaída de sus provocaciones ácidas y agresivas, que con la necesidad de retomar y extender un legado fogwilliano, con la elaboración y la consolidación de un paradigma de lectura de Fogwill en el sistema literario argentino (y además, con una eventual emulación de la enorme generosidad y la admirable precisión que, entre tantos y tantos episodios de brusquedad y destrato, Fogwill supo tener como lector y como editor). Es evidente que Fogwill tenía una concepción belicista de la literatura. Ahí donde, siguiendo a Pierre Bourdieu, se habla de “campo literario”, tratándose de Fogwill habría que hablar de un campo de batalla literario. No hace falta más que repasar los títulos de dos de los libros de Fogwill, editados en ambos casos por Mansalva, para constatarlo: uno, reunión de artículos críticos y periodísticos y entrevistas, se llama Los libros de la guerra; el otro, reproducción de una extensa entrevista realizada a Fogwill por El Ojo Mocho en 1997, se llama Diálogos en el campo enemigo (2016). Fogwill era, no sé si belicista, pero sí, sin dudas, belicoso; lo cual involucraba, claro está, no solamente hostilidades, sino también

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alianzas. Paradójicamente, quien escribió la gran novela de la Guerra de Malvinas sustrayendo o desplazando todo lo estrictamente bélico, el que logró contar esa guerra como un salirse de la guerra, luego puso guerra en casi todo lo demás, por casi todo lo demás entró en guerra. Pero puede que, tratándose de guerra, Fogwill haya resultado mejor táctico que estratégico, o que haya puesto casi toda su energía en lo táctico (la parte inmediata del combate), postergando lo estratégico. En la entrevista de El Ojo Mocho se nota bien: la mayor parte de las intervenciones de Fogwill, siempre agudas y de una gran inteligencia, parecen lanzadas más que nada para provocar circunstancialmente al interlocutor de turno (para incordiar a Horacio González, para meterle cizaña a Eduardo Rinesi, para sacar a María Pía López de su sereno silencio) antes que para fijar posición o pulir sus ideas por ellas mismas (se lee la entrevista con la impresión de que, aunque las posturas adoptadas por Fogwill son netamente suyas y las pronuncia con firmeza, bien podrían ser otras, o enunciarse de otro modo, si fuesen otros los interlocutores, si fuese otra la contingencia). De los hostigamientos beligerantes de Fogwill ha quedado una memoria palpable. Muchos han quedado alojados en sus textos literarios, por otra parte. Los proyectiles hacia Ricardo Piglia, por ejemplo –nunca devueltos, que yo sepa–, abundan en Vivir afuera, con el personaje de Eduardo Millia, pero aparecen también en el cuento “Los pasajeros de la noche” o en La buena nueva…; lo que vendría a demostrar que Fogwill apuntaba preferentemente contra aquellos a los que percibía como rivales directos en la disputa por un lugar central (o por el lugar central) en el canon literario argentino de ese momento (aunque también se despacha contra Philippe Sollers y Severo Sarduy, autores de obras dirigidas a la teoría literaria; contra la literatura de la lentitud y la abundancia de comas; y un etcétera verdaderamente extenso). Aquello que Fogwill avaló y promovió parece tenerse menos presente; pero ahí sí, en todo caso, zafaba de la pelea coyuntural y medía sus intervenciones en una escala de largo plazo: editar a Néstor Perlongher, a Héctor Viel Temperley o a Ricardo Zelarrayán; destacar a Daniel Moyano, a Alberto Laiseca o a Hebe Uhart; estar atento al presente para promover a autores nuevos, como hizo con Carlos Busqued o con Martín Rodríguez, entre otros. En Los libros de la guerra queda muy de manifiesto que la pasión de entrar en conflicto que solía exhibir Fogwill no se limitaba a la esfera de la literatura. De ahí sus intervenciones periodísticas en los años ochenta en contra de la Ley de Divorcio, de ahí su posición antiabortista, de ahí sus declaraciones sobre el número real de los desaparecidos de la dictadura, de ahí más recientemente su posición contraria a la Ley de Matrimonio Igualitario, etcétera. Su tan irónica militancia antiprogresista resultó muy a menudo estimulante; extrapolada y mal imitada, sin embargo, produjo luego más que nada torpes taras derechistas. Creo que acertó Damián Tabarovsky al definir a Fogwill como un “anarquista de derecha”, aunque admito que el componente anarquista me cuesta más percibirlo (ningún verdadero anarquista aceptaría recibir fondos

del Estado, y Fogwill tenía el Premio Nacional de Literatura, por el que mucho bregó). Esas incisivas estocadas de Fogwill (siempre más tácticas que estratégicas, insisto) pudieron servir en cada momento para ayudar a pensar y para correrse de ciertos lugares comunes; su vigencia como legado a largo plazo, en cambio, me resulta más dudosa. La política tiene una presencia fuerte en las ficciones de Fogwill, a veces privilegiada como tema de conversación (como en Los pichiciegos), a veces como principio constructivo estructurante (como en En otro orden de cosas), a veces como sistema de referencias puntuales (los presos políticos del cuento “Música” y el sepelio de Perón en el cuento “La cola”, los exiliados políticos de La experiencia sensible, la mención a un comunismo “snob, típico de las buenas familias” del Che Guevara en La buena nueva…, etcétera). Hay una figura que insiste en sus relatos y es la del militante de los años setenta que deviene en muy otra cosa, como el ex trotskista que “ahora tiene una agencia de cambio en la avenida Quintana” en La buena nueva…; o bien, en En otro orden de cosas, los que en 1975 “fueron a trabajar directamente para el enemigo”, los revolucionarios que en 1982 “inauguraban agencias de automóviles” (“Había tantos que estaban en la revolución y miralos ahora”). Si, en cuanto a una significación literaria epocal, Fogwill se remitió a Respiración artificial, asegurando que con Vivir afuera él quería escribir la novela del menemismo así como Ricardo Piglia había escrito la novela de la dictadura, estas otras modulaciones, por su implicancia ideológica y por su registro satírico, remiten más bien a Flores robadas en los jardines de Quilmes de Jorge Asís –novela publicada en 1980, al igual que la de Piglia–, ya que se orientan al despliegue de cierta cínica y escéptica distancia respecto de los ideales revolucionarios de los años precedentes y de la lucha política por lograr su concreción. No por nada, en un artículo de 1983, Fogwill sale al cruce de lo que define como un “Peguémosle a Asís” (menos una ubicación en favor de Asís que una ubicación en contra de los que lo atacaban). ¿Cuál es, entonces, el legado literario de Fogwill? En su caso, como en pocos, se trata de una cuestión abierta, no termina de definirse. ¿Sus libros o él mismo, eso que dio en llamarse su “personaje”? ¿Su escritura o su anecdotario? ¿Su talento y su agudeza o su agresividad? ¿Su condición de hacedor y de impulsor o su faceta destructiva? Y en sus libros, ¿qué? ¿El presunto realismo? ¿La inflexión ideológica? ¿La potencia verbal? ¿La eficacia narrativa? “Escribir para mí es pensar”, dijo Fogwill en 2007 en una entrevista de Agustín Valle para la revista Rolling Stone. La frase suena firme y asertiva, tan segura de sí como el propio Fogwill. Pasar de ahí a La introducción, novela póstuma publicada en 2016, resulta interesante porque implica pasar a un lugar de relativa incertidumbre (“Son infinitas las cosas que nunca sabrá”), de repliegue (“lo mantenían al reparo de lo que no quería pensar”), de renuncia al pensamiento (“el antes se componía de todo lo que no debería pensar”) y de lo que va a quedar escrito pese a todo (”ideas como esta, que no se deben pensar, pero por allí pueden quedar escritas”), incluso si no puede o si no debe pensarse. n

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