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Lorrie Moore
La vergüenza de Wisconsin Making a Murderer serie documental de Laura Ricciardi y Moira Demos, Netflix, 2015, 10 episodios.
Steven Avery junto a sus padres en la prisión de Waupun, Wisconsin (Netflix).
isconsin es probablemente el más hermoso de los estados agrícolas del Medio Oeste. Su geografía por momentos espectacular, repleta de elevaciones surcadas por profundos valles que no fueron alcanzados por la glaciación, no sólo es bordeada por el río Misisipi, sino también por dos grandes mares interiores cuyas márgenes opuestas están tan alejadas que no se alcanza a divisarlas desde la orilla. El mundo más allá de las olas se ve distante, irreal, y los lagos oceánicos se extienden hasta fundirse con la neblina y el cielo, aunque es posible tomar un ferry en un pueblo llamado Manitowoc y llegar a Michigan en cuatro horas.
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Lorrie Moore es narradora. Es profesora de escritura creativa en la Universidad de Wisconsin. Ha publicado libros de cuentos y novelas, entre ellos Anagramas (Anagrama, 1991), Pájaros de América (Salamandra, 2003), El hospital de ranas (Salamandra, 2004) y Gracias por la compañía (Seix Barral, 2015).
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Es una historia de locos. Y el título de doble filo de la serie le rinde tributo a su ambigüedad
En medio de esta serenidad algo solitaria están los míticos naufragios, las tormentas de nieve, los tornados, los vaivenes de la vida agraria, el auge y caída de la industria y una floreciente economía carcelaria; todos factores que han hecho su aporte al temperamento local de alegre estoicismo. Sin embargo, se puede decir que en la tierra norteamericana de los lácteos persiste una sensación de desidia y aislamiento, y la idea de que nadie está mirando puede crear un sentido de invisibilidad que lleva al tipo de secretos y tareas propio de los ignorados: tanto el desvío y la corrupción como los proyectos utópicos, el idealismo que no se pone a prueba, las ensoñaciones, la pomposidad provinciana, la mansedumbre, el delirio, la decoración extravagante de jardines y el sexting. Es sabido que Al Capone se ocultó en Wisconsin, aun cuando ya estaba en marcha el Partido Progresista de Robert La Follette. Cabe decir que Wisconsin puede jactarse de haber tenido a los tres mayores genios creativos del siglo XX norteamericano: Frank Lloyd Wright, Orson Welles y Georgia O’Keeffe, aunque los tres se marcharon pronto, primero a Chicago y luego hacia climas más cálidos. (La campaña de la oficina de turismo, “Escápese a Wisconsin”, ha sido a menudo alterada por vándalos de las calcomanías para darle el sentido opuesto). Más recientemente, Wisconsin empieza a ser conocido menos por sus políticos o artistas de izquierda siempre en apuros –Thornton Wilder, Laura Ingalls Wilder– que por sus asesinos, cada vez más salvajes. El famoso “viaje de la muerte de Wisconsin” de fines del siglo XIX, que estableció con su locura y caos la leyenda de que el lugar era una frontera helada en la que ocurrían cosas horripilantes e inexplicables –tal vez a causa del clima enloquecedor–, ha engendrado en las últimas décadas un elenco de asesinos que incluye a Ed Gein (el inspirador de Psicosis), al asesino serial y caníbal Jeffrey Dahmer y a las dos niñas de Waukesha que en 2014 apuñalaron a una amiga en honor a su ídolo, el personaje animado de Internet Slender Man. El nuevo documental Making a Murderer [Fabricando un asesino], escrito y dirigido por Laura Ricciardi y Moira Demos, ex estudiantes de cine de Nueva York, trata sobre el caso de un hombre de Wisconsin que pasó dieciocho años en prisión por agresión sexual, luego de los cuales fue exonerado por evidencia de ADN. Más tarde se convirtió en la cara del afiche de la organización Innocence Project [Proyecto Inocencia], se tomó una foto con el gobernador y dio nombre a una nueva comisión de justicia, para volver a ser apresado poco después, esta vez por asesinato. La versión de su historia que ofrecen Ricciardi y Demos no contribuirá a rehabilitar la reputación de Wisconsin en relación con lo extraño. Pero convertirá en héroes a dos impresionantes abogados defensores y a las mismas cineastas. En formato de documental en diez partes y transmitida por Netflix, la ambiciosa serie examina la clase social, el acuerdo comunitario y la conformidad, los límites de los juicios por jurado y las agónicas estupideces de un sistema legal que recaen sobre individuos más o menos indefensos (los pobres). La serie es envolvente y vérité, es decir que aparenta desplegarse en un tiempo más o menos real y espontáneo; lleva al espectador con la cámara de un modo no previsto y descubre cosas a medida que las cineastas las descubren (una ilusión, por supuesto, que la edición no arruinó). Se trata de una obra fascinante y obstinada.
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Steven Avery (Handout/Reuters/Latinstock).
a serie se centra en la familia Avery del condado de Manitowoc, hogar del antes mencionado ferry a Michigan. Aunque la corriente del lago ha erosionado parte de la playa haciendo migrar la arena en sentido horario hacia las dunas de Michigan, mientras que la costa este de Wisconsin, desolada, comenzó a llenarse de malezas, el lugar sigue siendo una parte pintoresca del estado. Los residentes locales, ya sean abogados o granjeros, pronuncian las a cortas, las o guturales y usan un participio pasado incorrecto (“had went”) típico de la región. Hay algo de Noruega y de Canadá en el acento, que es más fuerte en las áreas rurales de Wisconsin y pocas veces se modifica con la educación. La familia Avery es la dueña de Avery’s Auto Salvage, un negocio de rescate de autos, y su propiedad –un depósito de chatarra–, en la epónima avenida Avery, es vasta y está llena de más de mil automóviles destrozados. No es un negocio muy diferente de la agricultura, ya que en invierno todo queda enterrado bajo la nieve y es incosechable. Los abuelos, dos hijos y algunos nietos viven –o solían vivir– en un recinto contiguo compuesto por una pequeña casa, un tráiler, un garaje, una aplanadora de autos, un granero, una huerta y un sitio para el fogón. En 1985, Steven Avery, el hijo de veintitrés años de Dolores y Allan Avery, fue arrestado y condenado por una agresión sexual que no cometió. En 1985 no había tecnología forense para exámenes de ADN, y él tuvo la mala suerte de parecerse mucho al verdadero violador –joven y rubio–; la víctima traumatizada, influenciada por los investigadores del condado, que tenían a toda la familia Avery en su radar, lo identificó en la línea de reconocimiento como su agresor. A pesar de tener dieciséis testigos que confirmaban su coartada, Steven fue encontrado culpable. Al verdadero violador se le permitió deambular libremente. Luego de que el Innocence Project de Wisconsin tomara su caso, Avery por fin fue exonerado en 2003. Estudios de ADN demostraron que era inocente y que el atacante real estaba en ese momento preso por otro caso de violación. Entonces Avery contrató abogados y denunció al condado de Manitowoc y al estado de Wisconsin por encarcelamiento injusto y por denegarle una apelación en 1995 (cuando ya la evidencia de ADN podría haberlo liberado), que el estado
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desatendió, por lo cual tuvo que cumplir otros ocho años en prisión. Días después de su liberación, las autoridades de Manitowoc, que se sentían vulnerables a causa de la apelación de 1995, escribían memos para redocumentar el caso de ocho años atrás. La demanda civil se abría camino y sólo quedaba determinar la suma del acuerdo; sería una suma grande y saldría del presupuesto del propio condado de Manitowoc, ya que la compañía aseguradora le había negado la cobertura por el caso. Entonces, en noviembre de 2005, precisamente cuando las declaraciones decisivas estaban programadas y seguían su curso y Avery estaba listo para recibir su dinero, fue arrestado de forma repentina y sensacionalista por el asesinato de una joven fotógrafa independiente llamada Teresa Halbach, que había ido al negocio de los Avery a fotografiar un camión para una revista de automóviles y cuya camioneta había sido encontrada en la propiedad de los Avery, lo mismo que sucedió finalmente con sus restos dispersos y carbonizados. Avery tenía dos semicoartadas: su novia, con la que había hablado largo rato por teléfono la tarde en que Halbach desapareció, y su sobrino de dieciséis años, Brendan Dassey, que acababa de llegar de la escuela. Nadie cayó bajo sospecha salvo Steven Avery, y los investigadores del condado fueron cerrando estratégicamente el círculo a su alrededor. Al no llegar a ningún lado con la novia, se enfocaron en el sobrino, que era amable, tenía dificultades de aprendizaje y estaba en tercer año de la secundaria; lo interrogaron ilegalmente y sugirieron que había sido cómplice. Tomaron a un testigo de la defensa y lo convirtieron en testigo de la fiscalía. Brendan fue entonces acusado de los mismos crímenes que Avery: secuestro, homicidio, mutilación del cadáver. Acosado y desorientado, Brendan inventó un truculento relato de cómo había acuchillado y degollado a Halbach en el tráiler de Avery (nunca se encontró sangre ni ADN de la víctima en el lugar), una escena ficcional que tomó, según afirmó luego, de la novela Besa a las mujeres, de James Patterson. Cuando le preguntaron por qué había dicho esas cosas, le dijo a su madre que ese era el modo en que había sobrellevado la escuela: adivinando lo que los adultos querían que dijera y diciéndolo. En un momento especialmente desgarrador del video del interrogatorio incluido en el documental, y luego de haberles ofrecido a sus inquisidores el relato de homicidio brutal que ellos mismos han inducido y ayudado a relatar, Brendan les pregunta cuánto tiempo más tomará el asunto, ya que tiene “una tarea que entregar para la sexta hora”. s una historia de locos. Y el título de doble filo de la serie le rinde tributo a su ambigüedad. O Steven Avery fue el blanco de una venganza por parte del condado de Manitowoc, o los años de furioso encierro lo convirtieron en el asesino que antes no había sido. Pero dejando de lado el título, el documental es bastante poco ambiguo en su toma de partido por Avery y su equipo de abogados defensores, Jerry Buting y Dean Strang,
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Si uno es tan temerario como para utilizar la ley en contra de sí misma, hay que tener miedo
contratados con el dinero de su acuerdo civil y con el que sus padres, Dolores y Allan, tomaron del negocio familiar. No se puede ver esta serie sin pensar en el refrán que dice que la ley es a la justicia lo que la medicina es a la inmortalidad. El camino de ambas es un poco tortuoso y siempre termina desviado. Además, no hay nada más presumido y egoísta que la ley. En Wisconsin, los prisioneros no reciben la libertad condicional a menos que firmen confesiones formales de culpabilidad y arrepentimiento. (Eso alejó a Steven Avery de su liberación cuando era más joven: se aferró a su inocencia). Estos rigurosos procedimientos correctivos son cuasi religiosos y ciertamente orwellianos en su deseo de purgar hasta la última porción inconformista del espíritu humano. Ningún desprecio por la ley –incluso por parte de un abogado en el tribunal– quedará sin castigo. Y si uno va más allá y es tan temerario como para utilizar la ley en contra de sí misma –iniciando una demanda contra las autoridades que
Brendan Dassey (Handout/Reuters/Latinstock).
deben hacerla cumplir, por ejemplo–, hay que tener miedo. Sobre todo en Manitowoc. O eso es lo que dicen muchos de los residentes locales frente a la cámara de Demos. Sin embargo, tal como se la presenta en Making a Murderer, la ley no es tan presumida como para evitar señalar el bajo coeficiente intelectual de los acusados (podría afirmarse que un test de coeficiente intelectual mide en gran medida el deseo de tener un alto coeficiente intelectual), a la vez que omite el hecho de que en Wisconsin la mayoría de los abogados practican la ley sin haber rendido el examen de oposición. (Quien haya asistido a la escuela de Derecho en ese estado no está obligado a rendir el examen de oposición para ejercer en él, una peculiaridad de Wisconsin). Si la serie no consigue postular con éxito una teoría alternativa del asesinato –seguramente no cree que el departamento del sheriff haya matado a Teresa Halbach, ¿o sí?– es porque las cineastas están ocupadas siguiendo a los carismáticos Buting y Strang en su defensa en la corte y en la investigación previa al juicio. Estos dos son hombres del más puro escepticismo. En
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Lo que se oye en medio del coro de acusadores es la hostilidad de un pueblo hacia sus propios marginales
su habilidosa y justa demanda contra el estado parecen ser, además, los únicos en la serie en posesión de una tranquila, profunda y permanente salud mental, y así estos dos individuos de aspecto común y corriente de pronto se asemejan a estrellas de cine. En Twitter surgió un festín amoroso a su alrededor poco después del estreno del documental, y sus caras aparecen posteadas online junto a dibujos aniñados de corazones y declaraciones de amor. Pero uno es bello por sus actos, y a Buting y Strang no se les permite sugerir que otros hayan podido cometer el crimen, a causa de una ley de Wisconsin relacionada con la responsabilidad de terceros. Por lo tanto, todos tienen las manos atadas. El juicio debe seguir su curso como un juicio de corrupción policial y duda razonable. No obstante, vemos a varios civiles sospechosos de actitudes extrañas, que podrían o no haber tenido los medios, la motivación y la oportunidad para el asesinato. El homicidio de Halbach se presenta en gran medida como un crimen sin motivación, aunque su hermano, su ex novio y un par de miembros de la familia Avery aparecen en cámara con expresiones extrañas y declaraciones desconcertantes. (“Actitudes extrañas” podría haber sido el subtítulo de la serie, que ciertamente habría descripto también el comportamiento de muchos de los abogados nombrados por el tribunal). La compañera de cuarto de Halbach no denunció su ausencia hasta casi cuatro días después. A su ex novio nunca le piden una coartada y él no recuerda con precisión cuándo fue la última vez que la vio. ¿Fue de mañana o de tarde? No lo recuerda. Sin embargo, lo pusieron a cargo del grupo de búsqueda que rastrilló la zona cercana a la propiedad de los Avery en los días siguientes a la denuncia por la desaparición. ntonces, ¿quién lo hizo? Quizá Steven Avery. Pero parece ser un crimen que nunca podrá resolverse del todo. El alegato de su equipo defensor, que señala que las autoridades plantaron evidencias, es totalmente convincente, y una conducta de este tipo no sería la primera en historias de crímenes reales. A los Avery se les prohibió la entrada a su propiedad durante ocho días mientras la policía deambulaba y hurgaba, y luego de eso se “descubrieron” las cenizas desperdigadas, la sangre de Avery en el auto de la víctima y la llave de repuesto de Halbach. También se descubrió que en los archivos de la policía se había adulterado sangre tomada a Avery en 1995. Pero demostrar que hubo evidencia fabricada por la policía no resuelve el crimen; sólo subraya su estado de “no demostrado” a efectos de una defensa en tribunales. Y así, a la historia de las cineastas –si es una historia de crimen, una historia humana– le faltan partes. Llama la atención la ausencia total de drogas y narcotráfico en un vecindario donde esas actividades a menudo tienen un rol central. La vida personal de la víctima está ausente casi por completo, y así ella parece un enigma trágico. Y a pesar de que Halbach y el novio al que apenas veía ya estaban separados, él encuentra el modo de hackear su teléfono celular e intenta, con ansiosa despreocupación, explicar en cámara y en la corte cómo lo hizo, aunque todo parece haber sido fruto de una suposición muy afortunada, relacionada con las fechas de nacimiento de las hermanas de ella. Se descubre que varios mensajes han sido borrados. Esto parece más
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Avery sale del correccional de Stanley en 2003 acompañado de su hermana y una de sus hijas.
incriminatorio que las tres llamadas que el mismo Avery le hizo a Halbach para responder una suya el día de su desaparición. Las llamadas de Avery a Halbach quedan afuera de la serie (a pesar de que se presentaron como evidencia en el juicio), como si las mismas cineastas les tuvieran un miedo irracional en el plano narrativo. En una etapa anterior, a causa de la demanda civil de Avery, el estado ordenó a los investigadores de Manitowoc que dejaran que el condado vecino de Calumet llevara adelante la investigación principal por el asesinato: se reconoció desde un principio el conflicto de intereses a raíz de la demanda civil por encarcelamiento injusto. Pero esto no se hizo cumplir, los sheriffs de Manitowoc no se alejaron del caso, y así las oportunidades de plantar evidencia fueron innumerables. Se ve al fiscal e incluso a los jueces actuar con prejuicio, egoísmo profesional, notorio aburrimiento y falta de curiosidad. En un momento, se ve al fiscal especial en la sala de audiencia mirando hacia la nada mientras juega con una bandita elástica. La historia que se puede ver claramente aquí es una historia de hostilidad pueblerina. La etiqueta white trash [“basura blanca”], que es no sólo deshumanizante sino también clasista y racista –la expresión presupone que la basura por lo general no es blanca–, no se escucha en ningún momento en este documental. Tal vez la frase tenga un origen demasiado sureño. Pero está implícita en todos lados. Otras personas de la comunidad se refieren en varias ocasiones a los Avery como “esa gente” y “esa clase de gente”. “No elegiste a tus padres”, dice un interrogador mientras intenta sonsacarle respuestas a Brendan, de dieciséis años, a pesar de que sus padres son irrelevantes en el interrogatorio y de que no se los está acusando de ningún crimen. Sin embargo, la familia entera es blanco de acusación social: son marginales, alborotadores, belicosos y un poco tontos. Lo que se oye en medio del coro de acusadores es la hostilidad pueblerina. La hostilidad de un pueblo hacia sus propios marginales ha sido poderosamente dramatizada en la narrativa literaria y cinematográfica: de La lotería, de Shirley Jackson, a Las brujas de Salem, de Arthur Miller, del film La cinta blanca, de Michael Haneke, a Los juegos del hambre, de Suzanne Collins. Podando las malas hierbas es como el pueblo sigue siendo el pueblo, como mantiene su identidad. La limpieza y el rechazo contemporáneos pueden tomar nuevas y diferentes formas, pero siempre conservan la misma crueldad, la misma violencia no reconocida, el pensamiento vagamente genocida. Un investigador que parece estar del lado del equipo defensor de Brendan habla con franqueza sobre su desagrado por el árbol genealógico de los Avery y dice: “Alguien dijo que aquí tenemos que terminar con sus genes”. Viene a la mente la palabra alemana Mitläufer: seguir la corriente para encajar, de un modo que no elude las malas acciones, una de las muchas banalidades del mal. Sin dudas, se percibe esa temerosa mentalidad de rebaño entre las autoridades legales de Manitowoc y los miembros del jurado,
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En conexión
Política y poder en House of Cards
L la mayoría de los cuales en un principio tenían dudas razonables pero muy pronto, influenciados por una minoría persuasiva, se aunaron en el voto unánime de “culpable”. Ni siquiera el jurado del juicio de Brendan cuestionó la naturaleza de las varias y contradictorias confesiones del acusado; tan grande era su prejuicio en contra del muchacho. uede o no ser útil recordar que los primeros colonos alemanes de Wisconsin, que escapaban de la autocracia militar del siglo XIX europeo, alguna vez creyeron que la Guerra Civil quebraría a la Unión y crearía estados independientes que podrían entrar luego bajo el dominio alemán. Por supuesto, estos ciudadanos alemanes comunes no obtuvieron su propio estado, y de hecho tuvieron que compartirlo con escandinavos, polacos e incluso con mineros búlgaros y de Cornwall, pero se dice que ciertos rasgos burgueses alemanes –del rigor normativo a la pulcritud y al antisemitismo– han persistido en la vida de Wisconsin. (En Milwaukee alguna vez residió un alarmante número de simpatizantes nazis). La reputación de amabilidad suele oscurecer antes que expresar el carácter del Medio Oeste. Al ver a dos neoyorquinas construir un documental acerca del impreciso sistema legal de Wisconsin, podemos excedernos en la búsqueda de particularidades culturales. (La construcción de pruebas convincentes no es el punto fuerte del film, ni tampoco su misión, por lo tanto es esperable que el espectador tome un desvíe independiente. De ahí que los medios e Internet estén llenos de detectives de sillón y psicólogos amateurs que participan del creciente debate sobre la serie). Pero la aquiescencia y el silencio en el trabajo forman parte de este relato, y son tópicos oportunos. En los últimos tiempos, la empresaria y científica social amateur Margaret Heffernan ha comenzado a difundir los resultados de una encuesta que realizó en lugares de trabajo sobre la “ceguera voluntaria”. Según Heffernan, el 85% de la gente sabe que algo no está bien en el trabajo, pero no hace nada para denunciarlo o discutirlo. Cuando consultó con alemanes, le dijeron: “Ah, sí. Es la enfermedad alemana”. Sin embargo, al consultar con los suizos, la respuesta fue: “Es un problema típicamente suizo”. En Reino Unido: “Los británicos somos muy malos en esto”. Y así. La ceguera voluntaria está en todas partes, aunque en esta serie se la toca sólo de manera oblicua. Por eso resulta algo sorprendente que el tema sobre el cual el documental se detiene con más énfasis –de manera
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deliberada o inconsciente– sea el amor maternal (quizás no del todo alejado de la ceguera voluntaria en el trabajo). No sólo Barb, la madre de Brendan, es una férrea defensora de su hijo. El abogado de este la describe como un bulldog y claramente le tiene miedo. En su sobreprotección hacia Brendan, ella percibe enseguida que la defensa asignada por la corte no lo está beneficiando. Pero la historia que cuentan las cineastas es también la historia de Dolores, la avejentada y devota madre de Steven Avery, que arma cajas con fotocopias de cartas y transcripciones y las envía a todas partes –desde el programa 60 Minutes hasta el periodístico 20/20– con la esperanza de que algún periodista se interese en el caso de su hijo. En el documental, el efecto de los medios es algo espinoso: los noticieros de la TV local influenciaron a muchos de los jurados y la fiscalía solía usar la prensa para comunicarse de manera no ética. Making a Murderer ha suscitado paralelismos con el podcast Serial, que en los últimos tiempos jugó un rol activo en el otorgamiento de una nueva audiencia a un acusado de asesinato, a pesar de que en su caso la evidencia era mucho más sustancial: el crimen pasional de un muchacho celoso y despechado. El caso de Teresa Halbach es mucho más difícil de explicar. Mientras tanto, pequeña y débil, mordiéndose los labios, Dolores Avery visita a su hijo en tres prisiones diferentes en Wisconsin y una en Tennessee. Le habla a menudo por teléfono con optimismo. Mira a la cámara vestida con sus batones estampados de frutas y sus blusas floreadas, y lanza serenas diatribas contra el sistema legal que se ha llevado a su hijo. Las cineastas le dan más tiempo en cámara del que se esperaría, y ella y su marido cierran el documental con un cierto sentido de resistencia doméstica. Su hijo y su nieto están presos por asesinato. El negocio se fue a pique. Sin embargo, van a seguir. ¡Codo a codo! ¡Una huerta de colirrábanos! ¡Una sonrisa de fe y esperanza! La serie es presa de su propia conmoción sentimental. Pero hay cosas peores en el mundo. n © Lorrie Moore, 2016 Este artículo se publicó en The New York Review of Books, 25 de febrero de 2016.
Traducción: Virginia Higa
House of Cards, de Beau Willimon, Netflix, 2013 al presente, 52 episodios.
a frase de Lorrie Moore que guía la lectura de Making a Murderer bien puede aplicarse, con variaciones, a House of Cards: “No se puede ver esta serie sin pensar en el refrán que dice que la ley es a la justicia lo que la medicina es a la inmortalidad. El camino de ambas es tortuoso y siempre termina desviado”. Sólo se trata de reemplazar términos: ley por poder y justicia por política –donde el poder es un fin en sí mismo, y la política un medio para alcanzarlo–, y todo cierra. House of Cards (en español sería Castillo de naipes) es la serie estrella que Netflix lanzó en 2013; en 2016 estrenó su cuarta temporada. Cada una consta de trece capítulos, uno por cada carta del mazo. Se trata de un thriller político con todos los ingredientes del género: suspenso, asesinatos, sexo, infidelidad, terrorismo, intriga internacional, periodistas en busca de un nuevo Watergate, Washington DC. Está basada en una miniserie inglesa de 1990, sobre un libro de Michael Dobbs; su creador es Beau Willimon y su productor, David Fincher. En la escena inicial, un perro es atropellado por un auto. El protagonista, Frank Underwood (Kevin Spacey), lo sacrifica con sus propias manos mientras agoniza para evitar un “sufrimiento inútil”. Será, así, la primera víctima propiciatoria del diputado demócrata, que hará todo por llegar al peldaño más alto de la Casa Blanca. Y lo logrará. “El camino al poder está pavimentado de víctimas. Nunca arrepentimiento”, dirá un cínico Frank Underwood, mirando a cámara, en uno de sus apartes teatrales que dejan en claro que cualquier semejanza con la realidad es mera coincidencia. Al lado de ese hombre ambicioso, hay una mujer. Claire Underwood (Robin Wright), la primera dama, despiadada y de fría sensualidad, representa la estilización del mal y marca la estética de la serie, con predominio de blancos y negros y mayoría de espacios interiores; es la mujer araña que teje, desde los rincones, una trama en la que se sabe quiénes son los asesinos (seriales). Darwiniano en sus ideas sobre la supervivencia del más fuerte, pero nietzscheano en sus acciones: la voluntad de poder es la que guía la (sobre)actuación de Frank Underwood. Y en eso reside su moral. Cuando Claire le pregunte “por qué hacemos todo esto” (y todo incluye extorsión, corrupción y muerte), Frank dirá: “Por esta casa. Por esta presidencia”. Para este matrimonio de puertas abiertas, el amor y el deseo de poder son una y la misma cosa. Un deseo insaciable (el poder no es absoluto, siempre es relativo) que todo lo devora: sólo se trata de ganar en el juego perverso de la política. Y el ganador de las elecciones futuras, en la era de las nuevas tecnologías, será el político que mejor maneje a las audiencias, como se evidencia en la cuarta temporada con el ingreso del joven republicano Will Conway (Joel Kinnaman). (Super)héroe de guerra, casi una estrella de rock, candidato de las selfies, marido y padre ejemplar que se no tardará en revelarse inescrupuloso, Conway cuenta con un motor de búsqueda como principal instrumento que le provee información sobre los intereses del electorado. “El país se está enamorando de ellos –dirá Claire refiriéndose a los Conway–. Pero nosotros siempre estamos dispuestos a ir más allá”. Todo por un castillo de naipes que el lobo no derribará de un soplido porque vive adentro, protegido por la reina de corazones. Una curiosidad: Underwood es la marca de la máquina de escribir en la que Fidel Castro redactó en 1953, en prisión, “La historia me absolverá”. Gabriela Saidon
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