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Maese Piero. Evocación de un filósofo romano avecindado en Monterrey. // Félix E. López Ruiz
Pablo Neruda. “Farewell”.
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Profesor, por la mañana del domingo 20 de enero se encontraron con tu cuerpo muerto. Así, a ti se te agotó la vida y a nosotros la oportunidad de seguir viviéndote.
Solía decirte profesor, aunque me daba cuenta que quien te estimaba te llamaba simplemente Piero, de esa pelada y franca manera. No sé: aunque no me parecía mal y nunca me faltó estima ni aprecio, sentía que si yo lo hiciera así sería tanto como faltarte al respeto. Creo que no lo hice nunca. Eras mi amigo, mi colega y había afecto y simpatía entre nosotros; me encantaba encontrarte y abrazarte. Creo que también te gustaba verme. Pero son ese tipo de emociones humanas las que se diluyen cuando aparece el vínculo de la enseñanza. Fuiste mucho más para mí que un amor cotidiano. Tú fuiste mi maestro y me envanecía el que, aunque nos sabíamos tan distintos de acción y pensamiento, me considerases tu alumno —lo fui—. No el mejor, seguro; pero sí uno de los que más te dio su atención.
En una de esas tardes idas en los pasillos de nuestra escuela, platicábamos sobre la finitud y la trascendencia. Con la cabeza agobiada y los brazos reposados sobre la baranda, te distraías mirando con desprecio ese cigarro electrónico que a las semanas optaste por abandonar, me dijiste usando esos tonos graves a los que recurrías para realzar: “Félix, no sé si soy un buen filósofo: no sé si lo merezco; pero cuando yo ya no esté, me gustaría que se acordaran de mí como un maese. Sí, así: Maese Piero”. Y sonreíste firmando tu autoadscripción en uno de esos guiños con los que desarmabas a tus interlocutores.
En efecto, tenías derecho entonces —lo tienes— de conferirte ese título tan en desuso que reseña respeto, sabiduría y responsabilidad en el correcto desempeño de un oficio útil para la sociedad.
Viviste frente al mar y te formaste académicamente en Roma; te revitalizaste en la experiencia a través de Europa; pero fue con nosotros entre estas montañas donde conquistaste el oficio del filosofar. Luego de bregar como soldado, redactor, publicista, etcétera, arribaste a nuestra Universidad apenas con unas cuantas experiencias docentes (profesor de bachilleres). “Lo que sé hacer verdaderamente es escribir textos, pero creo que podría enseñar” —recordabas haber dicho cuando fuiste a pedir tu espacio en Filosofía y Letras—. Y tu creencia resultó cierta, lo hiciste. Te convertiste en nuestro maestro, en uno grande. Maese Piero, así querías que te recordaran. Así será, por lo menos en mi memoria y en estas palabras que escribo para honrar tu vida entre nosotros.
Algunos consternados por tu muerte me preguntan cómo eras. Caray, me extraña cuántas veces me he cuestionado mi capacidad para describir a los otros, y en tu caso esa carencia alcanza lo insondable. Pero me reclamo tal restricción y quiero intentarlo; creo que de ese modo aún sigo viéndote.
Advierto que sólo puedo delinearte desde esta mirada que apreció en ti, algunas veces, un poco de aquello que fuiste y quisiste mostrar. Eras propio, no eras simple; eras reacio a la descripción: raudo a dejarte definir, sigues siéndolo. Te contaré como un rasgo en movimiento por esos viejos pasillos donde solías deambular.
Aunque era evidente tu popularidad, no parecías un tipo de muchas amistades. Te divertías entre múltiples afectos aunque, en realidad, no solías conceder importancia a los demás. Siempre inquieto por la verdad, no te entretenías con problemas banales, a tu lado era común sentirse constantemente examinado, eras desgastante —incluso frustrante, cuando uno se comprendía a sí mismo en una relación tan desigual— y lo dejabas claro: tú eras mejor. Debo reconocer que un poco te rehuía: es complicado sentirse tan expuesto. Pronto comprendí que esa era tu manera para demostrar el aprecio por alguien. Aunque no fuera de tu interés, escuchabas, inquirías sobre todo aquello que a él o ella parecía importarle. Ese era uno de tus modos de querer.
Describías tu juventud como un periodo de arrogancia e ignorancia; vitalidades que —decías— decidiste abandonar por una existencia reflexiva, más honesta en lo intelectual. Claro, ni una ni otra abandonaste: la ignorancia, para un hombre que tiende siempre a preguntarse por qué, es un aliciente fundamental, sustenta la motivación incesante que alimenta la práctica del filosofar. —¿Y la arrogancia?— Pues… te dejabas querer.
Lo cierto es que en ti vi a un hombre inmenso. Tu anhelo de arriesgar la vida en combate te llevó a arriesgarla en la profundidad de los pensamientos filosóficos más perversos… fuiste un guerrillero de la razón. Eras uno y diverso, al mismo tiempo, como todos aquellos que no se avergüenzan ni de sus amores ni de sus odios, ni de las contradicciones que estas convergencias suelen provocar. A veces aparecías violento e insolente… aderezabas tus palabras brutales con un humor negro impertinente e imperdonable para cualquier otro que no fueras tú. A veces brillante y sensible… de tus pensamientos resultaban trozos brillantes de sabiduría, aforismos que demostraban que si, en efecto, no escribiste mucho, tuviste la capacidad de hacer de tu vida una obra filosófica.
No sólo eras un buen profesor y filósofo, sino también un buen hombre. Y nada de ello es poca cosa.
A lo largo de la vida nos hacemos preguntas sobre temas que nos inquietan o atormentan, y ante los que solemos adoptar actitudes de resignación, indiferencia, combate, hostilidad y/o miedo. La filosofía exige valor para pensar a fondo la finitud humana y las constantes tensiones entre el individuo y el contexto en que cohabita. El individuo, disociado de aquella realidad sobre la que piensa, se aísla y se reduce a sí. En esa distancia la filosofía es la escisión que conecta y posibilita el entender un mundo, al que se le discute y transforma en consecuencia. Ella “transparenta al mundo” —decías, Giampiero Bucci—.
Te hiciste filósofo primero por admiración de otro que, en tus mocedades, te hizo suponer que podías vivir como él lo hacía: tranquilo, sereno, sin trabajar demasiado, sólo por las mañanas y con las tardes libres para leer en su biblioteca y para cuidar su jardín. Era un hombre que, sin embarazos, hablaba de cosas importantes, trascendentes… Así comenzaste esta aventura del filosofar. Después apareció el amor que se convirtió en tu mayor motivación, una pasión que te alimentó y procuró el interés por la pregunta constante. Arribaría luego la política, uno de tus magnos temas, y en él te desenvolviste con fuerza y decisión, así fue como muchos te conocimos. Es cierto, despreciabas al mundo cuando se manifestaba idiota, pero siempre parecías dispuesto a hacer algo por cambiarlo y en lo político sabías que podía materializarse.
Bien, considerando que el filósofo es alguien que no sólo confronta las creencias, sino que también piensa y actúa en consecuencia, no cabría posibilidad de negarte tal título: tú tuviste el arrojo para emprender tus propias batallas, siempre al frente, incluso cuando llegaste a tener miedo. Eso es filosofar y sabías ejercerlo.
Así como tenías el arrojo para afirmar que la vida humana se rige bajo una tendencia constante hacia el amor, con la misma valentía afirmabas que nuestra existencia estaba dominada también por deseos de muerte.
Censurabas el hábito vigente de redirigir hacia explicaciones económicas, políticas, religiosas, etcétera, como únicas y exclusivas justificaciones de muchas de nuestras desgracias sociales: guerras, crisis, desigualdades, por ejemplo. Te resultaba no sólo ingenuo sino cobarde el descartar, voluntariamente, nuestras características biológico-psíquicas que tienden hacia la agresividad humana. Velar tales tendencias, significaba para ti tanto como cercenar de nuestros cuerpos esa negrura que, aun con su ausencia de luz, también nos recrea.
Contrario a la perspectiva freudiana en la que el abordaje sobre los deseos ocultos del yo deben estudiarse para ser precavidos y evitados, o por lo menos orientados en un sentido mejor, considerabas, junto con Jung, que tal lado oscuro no debía de evadirse ni corregirse sino que, en la búsqueda de un deseable equilibrio, habrían de integrarse holística y plenamente en la rehechura de cada sí mismo.
No se malentienda: tal integración no supondría el dominio ni la supeditación de un lado sobre el otro, sino la convivencia armónica de nuestras distintas realidades. No te negabas a tu lado siniestro pero tampoco considerabas —aunque algunos opinen que sí— que la parte oscura debiera dominar todo lo demás. No: ese tipo de razonamientos fáciles no solías dar tú; tu árbol no daba el fruto de las conclusiones simples, tu semilla era complejidad y desafío.
Aunque no estabas de acuerdo con la violencia burda, con esa violencia mezquina que procura el placer psicótico resultado de la laceración de un cuerpo ajeno, sí reivindicabas el poder transformador de la fuerza y no evidenciabas duda sobre que ésta debía ser utilizada no sólo cuando fuera necesario, sino como una práctica habitual. Esto te llevó a estudiar las ideas de personajes a veces no muy bien vistos por la historia del pensamiento filosófico, pero eso no te importaba; incluso parecía estimularte: ello te revestía de esa transgresión que admiraste en Bataille.
En algún foro del que eras el personaje central, provocadoramente se te ocurrió decir: “De todo el norte del país e incluso de todo México, soy el único intelectual abiertamente fascista (…): me gusta ser de los malos; supongo que, por eso, en las películas, me decanto siempre por preferir al villano”.
Considerabas que era peor no amar que no ser amado; y aun estabas convencido de que era preferible ser odiado que amado: “Temo que a mí nadie nunca me haya odiado” —repetías constantemente—. No te bastaba con que se te amara, no era suficiente; para ti, si alguien se volvía efectivamente relevante, tenía que despertar odios: “Hasta un puerco puede ser amado” —rematabas—. Y en esto último tenías razón.
Naciste bajo el retrato de Mussolini, tu familia era fascista y por herencia te decías así. Según tú, eras facho. Pero un facho un poco raro. Una tarde de hace casi 10 años, en medio de la crisis de violencia social que se desató en nuestro estado, me escribiste así, sólo con mayúsculas como solías escribir tus correos: “FÉLIX, COMPARTO CONTI- GO TU INDIGNACIÓN, LO ÚNICO QUE SÉ ES QUE EL FUEGO SE COMBATE CON FUEGO, Y QUE A LA DUREZA DEL MUNDO SE RESPON- DE CON DUREZA… MAS NO TENEMOS LA PRE- PARACIÓN MORAL PARA UNA GUERRA, NI EL LIDERAZGO Y EL APOYO MORAL QUE SE NE- CESITAN EN ESTAS CONDICIONES”. Ese es el tipo de fascismo heterodoxo que decías profesar, uno basado en principios morales.
En tus últimos años, empezaste a coquetear con el marxismo, insinuabas que, aunque sesentayochero y cheguevarista, no lo habías entendido bien de joven y que ahora, tras nuevas experiencias y relecturas, habías encontrado la verdad. Pero te daba pudor dejar de ser facho. Un día te definiste como “Un hombre con principios de izquierda y valores de derecha”.
Último dandy, ¡amaste provocar!
–Permíteme confesarlo: nunca te lo creí del todo. Fuiste, principalmente, un hombre centrado en ti mismo y no creo que, aunque pudieras coincidir con aquellas ideas que, en su turno, te parecieron mejores, siempre las reinterpretaste a tu manera. No fuiste por completo ni de derecha ni de izquierda, ni fascista ni marxista. Sólo eras tú participando de un mundo en el que no encontraste muchos interlocutores a tu altura. Acaso los mejores fueron aquellos que nos impusiste como lectura con tu interés (Si a Bucci le gusta, es porque debe ser alguien que vale la pena, era un sello innegociable de calidad): Platón, Maquiavelo, Schmitt, Jung, Nietzsche, Jünger, Schopenhauer, Freud, Marx, entre otros.
Indistintamente del riesgo físico o moral, estabas dispuesto a pelear por cosas serias y que valieran la pena; supongo que por eso te gustaban las armas (libros o fusiles, da igual). Para mí, tal disposición también es filosofía.
En los últimos meses hablamos de vez en cuando de tu posible muerte; creo, siempre con deseos de distraerla, de alejarla tras su invocación, una especie de conjuro cómplice e idiota que —sabíamos— no podría funcionar. Tú no tenías ganas de morirte ni yo tampoco de que lo hicieras —¿la muerte es algo que se hace o es cuando caduca la oportunidad de hacer?— Aun así aprovechaste varios espacios para despedirte; lo hiciste más como una obligación de caballero porque era evidente que la idea de tu muerte no te venía nada bien. Cómo podría serlo para un hombre que procuraba mantenerse siempre vivo —pero ha sido—. Ya no estás.
Nos dejaste aquí, sin ti, pero con muchas muestras de tu inteligencia dispersas como detrás de un silencioso estallido; diseminaste tu legado de distintas maneras —¿tramabas algo?— Recientemente, hace un año quizá, en uno de esos tantos eventos en los que nos seducías con tu inteligencia, nos asombraste: “Quiero dejarles mi mensaje más mío” —dijiste—, y no te detuviste:
Lo que a cada uno le debe interesar es su alma, no es una abstracción: es lo que verdadera e íntimamente somos (…). Es algo que se siente. Es la personalidad individual. (…) Aquí la ética es la misma de quien busca: buscarse a uno mismo, de verdad. Y eso lo puedo decir porque ahora soy viejo. (…) Para llegar a entender que uno es uno… hay que dar un paso afuera de la juventud. (…) En realidad, la filosofía como la entiendo yo, es un acto narcisista. No en el sentido malo: no enamorarse de uno: pero verse. Hacerse un verdadero examen. Los junguianos dicen “retirar la sombra”, admitir que los cabrones, los desgraciados, los rateros… no son los otros: están aquí y son nuestra proyección. Sólo a partir de este punto de vista la vida de uno puede ser entendida como una misión. Recuerden que decía Sócrates: “Si la Polis te dice, te ordena ir a la guerra… Tú vas a la guerra, aún con riesgo de vida.” Pero lo importante es y con esto cierro: La filosofía no es cualquier profesión: es una especie de juego peligroso: ustedes nos ven tranquilos, percibimos sueldos, tenemos familias, tenemos carros, esperanzas… O sea: somos hombres como los otros: sí, pero no: porque si uno ejerce este arte hasta el último… algún día se topa consigo mismo, y eso podría no ser una buena sorpresa. En todo caso, vale la pena el viaje. Recuerden el poema de Ítaca, de Kavafis [parafraseando]: “Cuando llegues después de un largo viaje, encontrarás que Ítaca es pobre: y era todo lo que te podía dar” –Sí, pero te dio el viaje. Creo que éste ustedes lo tienen enfrente; se los envidio, porque mi viaje casi, casi está… Yo ya veo el puerto. Cuando llega la vejez vale la pena pensarlo. ¿Por qué? Si llegas con el cerebro entero, y no te lo destruyes antes (…), puedes ver… Yo les agradezco nuevamente haberme dado la posibilidad de pensar esto… no en soledad. Porque hablar con otros no es lo mismo que hablar con Dios. Muchas gracias.
Decías de Monterrey que legítimamente todos podían hablar mal de esta ciudad, pero te resultaba un desparpajo desmedido, demasiado pueril, simplista. No, tú sabías profundizar: “Me da cariño”, solías decir. Y es cierto, no es el mejor lugar para vivir, ni mucho menos para filosofar, pero se sabe querer. A ti se te quiso, y mucho.
No, Giampiero Bucci, tú no querías morirte, y yo no quería que lo hicieras.
Pero ya está: no sigues aquí.
Nos quedan pendientes muchas cosas, entre ellas: una conferencia que darías estos días sobre tu fascismo (ahí aclararías muchas de las dudas, leyendas y malentendidos que, durante los últimos años, se habían formado sobre ti y sobre tus intereses fachos); un seminario sobre pensamiento antidemocrático (caray, además de interesante iba a ser divertidísimo ver cómo algunos bien portados rasgarían sus vestiduras con sólo leer el título); unas jornadas buccianas (donde jóvenes filósofos y filósofas presentarían públicamente ensayos sobre temas de filosofía política, en las que tú fungirías como máximo lector y comentador de tales trabajos); un libro conmemorativo de tus 25 años en la Universidad y tus 70 de edad (donde se analizaran y recopilaran todos tus escritos y lecciones filosóficas); un partido político de izquierda (sí, de izquierda); un programa de radio (los de la COFIM ya estamos en eso); y varios litros de esa cerveza densa que mucho te gustaba. Salvo la cerveza, todo lo demás tardará en concretarse un poco más del tiempo que teníamos pensado: pero se harán. Te lo prometo.
Apunte biográfico:
Giampiero Bucci, filósofo romano nacido el 6 de marzo de 1951, estudió su doctorado en filosofía en la Università degli Studi di Roma La Sapienza. Desde 1995 impartió en Nuevo León —además de sus cursos habituales— más de 50 conferencias, cursos y seminarios en distintas instituciones públicas y privadas sobre temas diversos como filosofía, política, estética, psicología, entre otros. Durante 23 años fue catedrático de Filosofía en la Universidad Autónoma de Nuevo León. Asesoró más de una decena de tesis de posgrado y publicó más de 20 artículos en distintos periódicos y revistas. Tradujo y editó los libros La muerta tibieza de los bosques. El (necesario) mentir, de A. Zanzotto (Vaso Roto); Superman es árabe, de Joumana Haddad (Vaso Roto); y El juego cruel (poemas de guerra) (UANL). Publicó los libros Agorá. El pensamiento político clásico (UANL) y Confesiones de un mentiroso (Museo de Historia Mexicana). Tuvo dos hijos: Pablo Giuliano y Alan Marcello. Murió el domingo 20 de enero de 2019 en Monterrey, Nuevo León.
Versión de Compay Segundo. “Guantanamera”.
Yo soy un hombre sincero / De donde crece la palma / Y antes de morir yo quiero / Echar mis versos del alma / Guantanamera, guajira guantanamera / Guantanamera, guajira guantanamera.
No me pongan en lo oscuro / A morir como un traidor / Yo soy bueno y como bueno / Moriré de cara al sol / Guantanamera, guajira guantanamera / Guantanamera, guajira guantanamera.
Con los pobres de la tierra / Quiero yo mi suerte echar / El arroyo de la sierra / Me complace más que el mar / Guantanamera, guajira guantanamera / Guantanamera, guajira guantanamera.
Tiene el leopardo un amigo / En su monte seco y pardo / Yo tengo más que el leopardo / Porque tengo un buen amigo / Guantanamera, guajira guantanamera / Guantanamera, guajira guantanamera.
Notas
Tomado de: http://revistalevadura.mx/2019/03/06/maese-piero-evocacion-deun-filosofo-romano-avecindado-en-monterrey/