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N.N // Gerson Gómez
DOLOR y angustia. Te reventaron la boca con un tubo de cañería. Preso en la cárcel de sanciones penales varonil oriente. El derrumbe en forma de espiral. Abismo en negro. Pérdida de conciencia. Conmoción cerebral instantánea.
Caída libre. Octavio Paz. Su voz en las horas de interminable charla. El apartamento de Coyoacán donde permitieron dormir por temporadas. La cadencia de los enunciados.
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Tradición milenaria. Los aztecas impusieron sus reglas a todas las demás tribus. La voz del poeta guía. Declamaste algunos poemas en francés elemental. Con el nocturno de la Calzada Madero te nombró hijo prodigio.
Después de Alfonso Reyes. Del Centauro de las letras norteñas. Heredero sufragista de tradición helénica. Monterrey reducido a cenizas. Emigrar al centro del universo. El ombligo del mundo. La naranja sin semillas. En gajos paralelos. La ciudad de México en sus aposentos. La vida frenética. Visitas a institutos culturales. Cantinas de nombre irrepetible. Relaciones públicas y nuevos amoríos.
Atrás quedó la aprendiz de burócrata cultural. Con quien exhibiste los mayores devaneos de juventud en aquella buhardilla. Las encerronas en su despacho privado del Teatro de la ciudad de Monterrey.
Presumir en el bar Reforma la única publicación poética. A eso volviste de visita a Nuevo León. Para espetar el apoyo total de Octavio Paz. Aplausos generales. Reseñas y conferencias. El advenimiento del poeta latinoamericano en formación. Sin la necesidad de vivir en un pinche rancho, como les gritaste cuando te saliste de la cantina sin pagar tu consumo.
Entre cuatro custodios te levantaron en vilo. Al despertar, en la enfermería escupiste los fragmentos de dentadura. La cascada de sangre y saliva. Mezcla uniforme de rabia.
—Antes no se ahogó— dijo el enfermero de turno. Los frontales desaparecieron, se hicieron pedazos con el impacto. La risa agónica de los parias. Si me vieras ahora Octavio, pensaste.
Ven a sacarme de este infierno. Hasta el mismo presidente se le cuadró al poeta. Somos intocables e inmortales. El dedo de Dios sobre nuestras frentes. La corona de laurel. Como el himno nacional.
Fueron anotando en la hoja las curaciones. Dictaron los medicamentos de un dispensario vacío y lleno de carencias. Un montón de algodón y la inyección para prevenir la infección.
Ya vez pinche poeta mamón. Muy sácale punta al lápiz. No debe de andar de presumido con la población. Eso iba a pasar en cualquier momento. Se lo advertimos desde el primer día del internamiento. En su ambulatorio hay de todo. Gente brava de Tepito. Rufianes de Iztapalapa. Atracadores y carteristas. Pancheros y descuenteros. Es insignificante cuantos títulos o cargos hayas tenido allá afuera.
Pasaste la noche en la enfermería. En el delirio Octavio Paz te dictó el prólogo de tu antología. Paloma Negra Productions. Despertaste a los demás convalecientes. En bata el intento de versificar libre. Con ritmo de rap. Eso eres. Transgresor de las formas tradicionales. La artillería pesada de las palabras espontáneas. El sincopado de las manos atiza la pared. Lanzas las volutas de algodón empapado en líquido astringente.
“Me pelan la verga quienes me madrearon. La poesía jamás enmudece. Soy el emperador de las palabras sin huir de mis crímenes: la sangre no me deja solo”. Pasaste dos meses en recuperación.
Los pocos herederos de Paz enviaron de emisario al abogado. Siguió la causa de tu internamiento. Logró mediante argumentos legales la absolución. Hasta lograr la libertad sin caucionar.
Regresaste a la calle. Desdentado y huérfano. Con hambre participativa. De largarte para siempre de este país de bárbaros. Los genios no podemos vivir en el tercer mundo. Donde no se respetan los derechos humanos. Donde los criminales visten camisa blanca y corbata anudada. Pinches indios patas rajadas, esos abundan en toda la ciudad de México. Estoy hasta la madre.
No podrías verlos de otra manera. Con tu metro y noventa centímetros de estatura, la barba española, nutrida y ahora encanecida, los ojos nostálgicos de Monterrey.
Mirabas hacia Europa medieval de los caballeros de la mesa redonda. En el techo de la desvencijada Caribe 84 escondido con las rodillas dobladas. Tu hogar de desertor. Cierras los ojos y te llega el aroma de la taquería. Los tacos de suadero, bisteck y al pastor. Es medianoche en tu alma.
Te conformas con la botella de plástico de aguardiente. Mañana será otro día. Vuelves a soñar con Octavio Paz. Le acompañas por toda España. Su mujer te habla como el hijo ausente. Alimentando con su pecho tibio.
Te piden vuelve a casa, te compran ropa nueva y todos los libros de su biblioteca, mientras vas sonriendo sin abrir la boca, para no preocuparles más.