10 SEPTIEMBRE 2017
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Editorial S
irven para reconocerse, son impenetrables. Contarlos es vomitar verdades de las entraĂąas. Escucharlos es atender emociones intransferibles. Secretos sutilmente develados, secretos mĂĄs resguardados que antes, guĂas para advertirlos, pistas de lo que no debe ser contado.
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Hacemos 27 Tomás Gorrini, Director Cristian Maluini, Editor Francisco Bertotti, Diseño Gráfico y Web Daniel Stano, Diseño Gráfico Gustavo Salamié, Fotografía
Colaboraron en este número: Rodolfo Edwards, Gloria Colombo, Floripo, María Inés Bedia, Camila Troia, Pangur, Leticia Bianca, Rodrigo Cardama, Alejo Aguiar, Magalimrgrt, Caro Marando, Marián Benítez Weisz, Yami Guns, Marcos Klink, Ulmo Carcosa, Ornella Sersale, Caio Neiva, Gonzalo Duarte, Santiago Miret, Clarita Spina, Aireándome, Christian Ali Bravo, Andrés Fuschetto, Andrea Leiva, Florencia Romero, Ro Cazado, Ja Ant, Aníbal Mon, Guille Llamos, Hernán Nemi, Andrea Bohnke, Pedro Antoniassi, Sofía Martina, Rosario Arce, Juan Solá, Aalienart, Ana Eva Iglesias, Soffi SurferRosa, Azul Zorraquin, Leandro Silva, Maru Cian, J.C.Guinto, Luciana Torrillo, Sebastián Arias, Germán Warszatska, Fernando Moauro, xxx, Lucila Lastero, Brian Janchez y Gilda Carletti.
Les agradecemos especialmente: A Butti. Al Francés. A Yani. A Eter. A Sophie, Fausto Arduino y Pato. A la librería Borges. A Chapa Morata y Nico Aguiar. A la vieja y nueva guardia. A los que siempre están. A la familia de 27.
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PRÓLOGO p. 11 1 · ENCIERRO p. 17 2 · DIARIOS p. 22 3 · WELCOME TO FANTASY p. 32 4 · ELEFANTIASIS p. 40 5 · SIN CONFESAR p. 48 6 · SECRETOS p. 51 7 · EN VUELO p. 52 8 · HABLAR DEL PASADO ES DE DEPRESIVOS p. 56 9 · BELLO MUERE EL CISNE p. 58 10 · CABOS SUELTOS p. 60 11 · EL CUESTIONARIO DEL SECRETO p. 64 12 · PERDIDO p. 70 13 · DE BICICLETAS, AVIONES Y CAMIONES p. 74
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14 · CARTA DE COMUNIÓN p. 77 15 · LA LUNA LOS HARÁ ARREPENTIR p. 82 16 · SECRETO CON PAÑUELO BLANCO p. 90 17 · SEGUIR BUSCANDO p. 94 18 · SECRETOS DEL LEJANO INSTAGRAM p. 98 19 · EL DÍA QUE JESÚS ENTRÓ A MI CASA p. 100 20 · OBSCENIDAD p. 104 21 · LO QUE TENGO DERECHO A SABER p. 107 22 · CIFRADO p. 110 23 · CORONA DE FLORES AMARILLAS p. 112 24 · CUERPOS p. 116 25 · IDEA DEL SECRETO p. 118 26 · SALDAR LAS CUENTAS PENDIENTES p. 122 27 · VIH EN TERCERA PERSONA p. 129
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Historias sin punto final
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Prólogo Por Rodolfo Edwards
Toda vida es secreto y jeroglífico. José Ortega y Gasset
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iempre me llamó la atención una frase hecha que se suele usar en el periodismo cultural para referirse a un artista “oculto” o de escasa repercusión: se dice de él que es “el secreto mejor guardado” ¿Quién guarda el secreto? ¿Cuáles son las fuerzas extrañas que impiden que ese artista salga a la luz? Yo me imagino a ese pobre sujeto cautivo en un sótano, a pan y agua, encadenado a un escritorio, obligado a producir obras maestras que algún día, cuando se le cante el culo a sus captores, puedan ser difundidas públicamente. Entre mis películas de cabecera hay una que se llama El centroforward murió al amanecer, una adaptación de la obra de teatro de Agustín Cuzzani (el Ionesco argento) dirigida por René Mugica; se estrenó en 1961. La película se abre con la historia de un jugador de fútbol llamado Arístides “Cacho” Garibaldi, un talentoso centroforward que defiende los colores del modesto “Nahuel Athetic Club”, un equipo chico que tuvo la fortuna de que surgiera entre sus filas una gema de oro. En la primera parte se cuenta la historia del goleador Garibaldi que no se cansa de romper redes, por eso su hinchada lo vivaba al grito de “Garibaldi ¡pum!”. Su rutilante aparición provoca el interés inmediato de los clubes grandes e incluso de poderosas instituciones extranjeras. Al haber tantos interesados, los dirigentes del Nahuel Athetic Club deciden hacer una subasta. Cuando el rematador estaba por pegar el tercer martillazo a favor del mejor postor, irrumpe un ignoto personaje que ofrece una cifra astronómica, insuperable. El comprador era Enésimo Lupus: “Yo no soy representante de ningún club de football. Lo he
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comprado para mí. Me interesó, pagué su precio y ahora me lo llevo”. Lupus era un millonario freaky que coleccionaba seres humanos con virtudes extraordinarias. Los encerraba en su palacio, una especie de fortaleza medieval, condenándolos a prisión perpetua. En la colección de Lupus acompañaban a Garibaldi otros virtuosos como Nora Rodrigova, la mejor bailarina del mundo, o el profesor Westerhausen, un reputado físico-matemático que ahora tiene como única tarea fabricar fuegos artificiales. Fuertemente simbólica, la obra de Cuzzani no ha perdido un ápice de actualidad, basta ver cuántos “secretos mejor guardados” hay por doquier. Las elites siguen regulando el mercado y modelando a su arbitrio la difusión y la consagración de determinados productos. Siempre dependemos de las decisiones de un consejo superior que se arroga el derecho de discernir qué debemos consumir, lo que tiene que circular y lo que hay que expurgar. En El centroforward murió al amanecer, el goleador Garibaldi se revela al poder de Lupus pero termina en la horca: “Hay un redoble de tambores. Entra el Verdugo con capuchón. Más atrás, seguido de los guardias, caminando muy lentamente, entra Garibaldi, que sube lentamente al patíbulo”. Arriba se juegan juegos que no jugamos. Me acuerdo de un vecino que estaba casado con una negra brasileña que solía decirle como una letanía: “negro, dejalos que se arreglen ellos que son blancos” Afortunadamente, los creadores autogestionados están ganando terreno en los albores de este nuevo siglo, para que haya cada vez menos “secretos mejor guardados” y se rompan los cerrojos de todos los baúles para revolver y encontrar el brillo de los tesoros. Claro que hay otro tipo de secretos, agentes secretos, sociedades secretas, secretos de confesión, secretos de sumario, secretos de Estado, secretos profesionales, romances secretos. Hay amigos que tienen el “estómago resfriado” y no saben guardar un secreto. Tengo un amigo que es uno de esos y siempre dice que “si me contaste un secreto a justo a mí es porque querés que se sepa”… ¡Y tiene razón! De chico también supe que mis súperheroes preferidos tenían un secreto o, en todo caso, llevaban una doble vida. Por supuesto me refiero a Batman, Superman y El Zorro. Ellos eran también Bruno Díaz, Clark Kent y Diego de la Vega. En Montevideo una vez conocí a un muchacho que trabajaba de mozo en la mítica pizzería Tasende; a la noche me atendía en la pizzería y también lo cruzaba por las mañanas repartiendo pan en una bici. No tenía una doble vida como mis súperheroes, tenía una sola pero repartida en dos o quizás tres trabajos. Un auténtico superhéroe de la clase trabajadora. Pluriempleo alla charrúa. En 1932, Enrique Santos Discépolo, letra y música de “Secreto”, canción que grabaría, entre otros, Carlos Gardel. El tópico que Discépolo toma en “Secreto” es la infidelidad. Un hombre casado, ya entrado en años, es infiel por primera vez, “metejoneándose” con una mujer que le hace perder la chaveta: “Quién sos, que no puedo salvarme/muñeca maldita, castigo de Dios (…). Por vos se ha cambiado mi vida/ sagrada y sencilla como una oración / en un bárbaro horror de problemas/ que atora mis venas y enturbia mi honor”, dice en primera persona el hablante de la canción, gritando al mundo su desesperación. El mismo Discépolo contó en su ciclo radial Cómo nacieron mis canciones cuál fue el motivo que le inspiró este tango: “El caso de mi amigo era vulgar, el de tantos. Tenía su mujer, su casa, dos hijos. Tenía el pudor de no llegar tarde a su casa. A mí la gente exageradamente discreta me asusta, porque el día que hace una tontería la hace muy grande”. El personaje de “Secreto” decide suicidarse pero cuando
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estaba a punto de hacerlo se arrepiente: “No sé si merezco este oprobio feroz, pero en cambio he llegado a saber/ que es mentira que no me mato/ pensando en mis hijos… no lo hago por vos”. La historia del amigo real de Discépolo estuvo llena de aristas tragicómicas, ya que su mujer nunca llegó siquiera a sospechar que su marido la engañaba con otra mujer y cuando lo veía a su marido angustiado por ese trance de ocultar su secreto, creía que estaba “embrujado” y entonces recurría a todo tipo de hechizos para conjurar ese aparente mal. Hasta que un día decide pegarse nomás un balazo: “Hube de luchar a brazo partido para despojarlo del revólver y en ese mismo instante, mientras yo me enloquecía convenciéndolo de que su resolución era imperdonable, la pobre señora, la auténtica señora, echaba frente la puerta de la habitación donde estábamos unas bolitas de naftalina. ¿Qué eran? ¡Qué sé yo! ¡Algo que le habrían aconsejado para mejorar a su esposo! La anécdota de Discépolo demuestra el precio que a veces nos hacen pagar los secretos, es casi como aguantar la respiración o mantenerse parado en un solo pie o aguantar sin pestañear. Pero llega un momento que todo estalla como una piñata llena de culpas. Andando por la calle o viajando en el bondi, más de una vez nos habremos preguntado por la vida de los otros. ¿Adónde va ese señor de con el traje cansado que lleva un paquetito envuelto en papel madera abajo del brazo? ¿Adónde irá el muchacho de ojos saltones con remera de Metálica? ¿Adónde la chica que siempre baja en la estación Los Incas? Preguntas que no tienen respuesta. O tal vez sí pero en el mundo de la estricta imaginación. Hay un aguafuerte de Roberto Arlt que siempre me fascinó: “Ventanas iluminadas”. El andariego recolector de historias urbanas que circula por las aguafuertes de Arlt, no hace otra cosa que curiosear la vida de los otros. Pero esta curiosidad está lejos de ser malsana o perversa, Arlt se pone en el lugar del otro como un acto de solidaridad o una ofrenda de hermandad y comprensión: ¿Quiénes están allí adentro? ¿ Jugadores, ladrones, suicidas, enfermos? ¿Nace o muere alguien en ese lugar?”, se pregunta Arlt como un dios benevolente, acariciando a sus criaturas despiertas en la noche, acompañándolas como hacía aquel inolvidable ángel de Las alas del deseo de Wenders. Esos rectángulos de luz que permanecen encendidos en la alta madrugada son como estrellas agónicas que se resisten a apagarse, se convierten en metáfora de la lucha del hombre contra su condición efímera. Y Arlt se arroja al vacío de la conjetura, embellece el misterio y el secreto que hay detrás de cada trasnochado con una melodía triste pero amorosa, frontal y sincera: “La ventana triste de las tres de la madrugada, es la ventana del pobre, la ventana de esos conventillos de tres pisos, y que, de pronto, al iluminarse bruscamente, lanza su resplandor en la noche como un quejido de angustia, un llamado de socorro”. comprado para mí. Me interesó, pagué su precio y ahora me lo llevo”. Lupus era un millonario freaky que coleccionaba seres humanos con virtudes extraordinarias. Los encerraba en su palacio, una especie de fortaleza medieval, condenándolos a prisión perpetua. En la colección de Lupus acompañaban a Garibaldi otros virtuosos como Nora Rodrigova, la mejor bailarina del mundo, o el profesor Westerhausen, un reputado físico-matemático que ahora tiene como única tarea fabricar fuegos artificiales. Fuertemente simbólica, la obra de Cuzzani no ha perdido un ápice de actualidad, basta ver cuántos “secretos mejor guardados” hay por doquier. Las elites siguen regulando el mercado y modelando a su arbitrio la difusión y la consagración de determinados productos. Siempre dependemos de las decisiones de un consejo superior que
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se arroga el derecho de discernir qué debemos consumir, lo que tiene que circular y lo que hay que expurgar. En El centroforward murió al amanecer, el goleador Garibaldi se revela al poder de Lupus pero termina en la horca: “Hay un redoble de tambores. Entra el Verdugo con capuchón. Más atrás, seguido de los guardias, caminando muy lentamente, entra Garibaldi, que sube lentamente al patíbulo”. Arriba se juegan juegos que no jugamos. Me acuerdo de un vecino que estaba casado con una negra brasileña que solía decirle como una letanía: “negro, dejalos que se arreglen ellos que son blancos” Afortunadamente, los creadores autogestionados están ganando terreno en los albores de este nuevo siglo, para que haya cada vez menos “secretos mejor guardados” y se rompan los cerrojos de todos los baúles para revolver y encontrar el brillo de los tesoros. Claro que hay otro tipo de secretos, agentes secretos, sociedades secretas, secretos de confesión, secretos de sumario, secretos de Estado, secretos profesionales, romances secretos. Hay amigos que tienen el “estómago resfriado” y no saben guardar un secreto. Tengo un amigo que es uno de esos y siempre dice que “si me contaste un secreto a justo a mí es porque querés que se sepa”… ¡Y tiene razón! De chico también supe que mis súperheroes preferidos tenían un secreto o, en todo caso, llevaban una doble vida. Por supuesto me refiero a Batman, Superman y El Zorro. Ellos eran también Bruno Díaz, Clark Kent y Diego de la Vega. En Montevideo una vez conocí a un muchacho que trabajaba de mozo en la mítica pizzería Tasende; a la noche me atendía en la pizzería y también lo cruzaba por las mañanas repartiendo pan en una bici. No tenía una doble vida como mis súperheroes, tenía una sola pero repartida en dos o quizás tres trabajos. Un auténtico superhéroe de la clase trabajadora. Pluriempleo alla charrúa. En 1932, Enrique Santos Discépolo, letra y música de “Secreto”, canción que grabaría, entre otros, Carlos Gardel. El tópico que Discépolo toma en “Secreto” es la infidelidad. Un hombre casado, ya entrado en años, es infiel por primera vez, “metejoneándose” con una mujer que le hace perder la chaveta: “Quién sos, que no puedo salvarme/muñeca maldita, castigo de Dios (…). Por vos se ha cambiado mi vida/ sagrada y sencilla como una oración / en un bárbaro horror de problemas/ que atora mis venas y enturbia mi honor”, dice en primera persona el hablante de la canción, gritando al mundo su desesperación. El mismo Discépolo contó en su ciclo radial Cómo nacieron mis canciones cuál fue el motivo que le inspiró este tango: “El caso de mi amigo era vulgar, el de tantos. Tenía su mujer, su casa, dos hijos. Tenía el pudor de no llegar tarde a su casa. A mí la gente exageradamente discreta me asusta, porque el día que hace una tontería la hace muy grande”. El personaje de “Secreto” decide suicidarse pero cuando estaba a punto de hacerlo se arrepiente: “No sé si merezco este oprobio feroz, pero en cambio he llegado a saber/ que es mentira que no me mato/ pensando en mis hijos… no lo hago por vos”. La historia del amigo real de Discépolo estuvo llena de aristas tragicómicas, ya que su mujer nunca llegó siquiera a sospechar que su marido la engañaba con otra mujer y cuando lo veía a su marido angustiado por ese trance de ocultar su secreto, creía que estaba “embrujado” y entonces recurría a todo tipo de hechizos para conjurar ese aparente mal. Hasta que un día decide pegarse nomás un balazo: “Hube de luchar a brazo partido para despojarlo del revólver y en ese mismo instante, mientras yo me enloquecía convenciéndolo de que su resolución era imperdonable, la pobre señora, la auténtica señora, echaba frente la puerta de la habitación
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donde estábamos unas bolitas de naftalina. ¿Qué eran? ¡Qué sé yo! ¡Algo que le habrían aconsejado para mejorar a su esposo! La anécdota de Discépolo demuestra el precio que a veces nos hacen pagar los secretos, es casi como aguantar la respiración o mantenerse parado en un solo pie o aguantar sin pestañear. Pero llega un momento que todo estalla como una piñata llena de culpas. Andando por la calle o viajando en el bondi, más de una vez nos habremos preguntado por la vida de los otros. ¿Adónde va ese señor de con el traje cansado que lleva un paquetito envuelto en papel madera abajo del brazo? ¿Adónde irá el muchacho de ojos saltones con remera de Metálica? ¿Adónde la chica que siempre baja en la estación Los Incas? Preguntas que no tienen respuesta. O tal vez sí pero en el mundo de la estricta imaginación. Hay un aguafuerte de Roberto Arlt que siempre me fascinó: “Ventanas iluminadas”. El andariego recolector de historias urbanas que circula por las aguafuertes de Arlt, no hace otra cosa que curiosear la vida de los otros. Pero esta curiosidad está lejos de ser malsana o perversa, Arlt se pone en el lugar del otro como un acto de solidaridad o una ofrenda de hermandad y comprensión: ¿Quiénes están allí adentro? ¿ Jugadores, ladrones, suicidas, enfermos? ¿Nace o muere alguien en ese lugar?”, se pregunta Arlt como un dios benevolente, acariciando a sus criaturas despiertas en la noche, acompañándolas como hacía aquel inolvidable ángel de Las alas del deseo de Wenders. Esos rectángulos de luz que permanecen encendidos en la alta madrugada son como estrellas agónicas que se resisten a apagarse, se convierten en metáfora de la lucha del hombre contra su condición efímera. Y Arlt se arroja al vacío de la conjetura, embellece el misterio y el secreto que hay detrás de cada trasnochado con una melodía triste pero amorosa, frontal y sincera: “La ventana triste de las tres de la madrugada, es la ventana del pobre, la ventana de esos conventillos de tres pisos, y que, de pronto, al iluminarse bruscamente, lanza su resplandor en la noche como un quejido de angustia, un llamado de socorro”.
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Encierro Gloria Colombo
Floripo
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s un lugar sombrío. Las ventanas altas, las paredes grises, no hay acceso directo a la luz del día. Para llegar a un patio redondo y oscuro hay que atravesar largos pasillos, que conectan con avenidas que a su vez desembocan en pabellones. Dos, tres, a cada lado, según el caso. En los pabellones hay camas. Altas, con bordes y respaldos de hierros sencillamente forjados. Siempre estuvimos aquí. No recuerdo otra cosa. La comida es poca y mala; la ropa igual. Así que cada una agarra lo que puede, y en ese momento solo hay una asistente frente a la ropa que donan las visitas. Porque hay gente que viene a visitar. En realidad somos todas desconocidas. Pero vienen a hacer su obra de bien. No sé qué harían si fuésemos parientes o conocidas. Pero los que vienen son los otros, los ajenos, que nos traen cosas. Y entonces es como si fuese la guerra, o un campo de refugiados. Todas nos abalanzamos sobre los montones de ropa y cajas de dulces y latas de sardina. A veces la cosa es más organizada. Ponen una mesita en el extremo de cada avenida y nos van llamando por nuestros nombres, según los pabellones. Y ahí nos dan. El tema es cómo anda una con tal o cual enfermera que en cada ocasión distribuye. No sé cuánto tiempo hace que estoy aquí porque tampoco sé mi edad. ¿Treinta? ¿Cuarenta? Me comparo con fotos de actrices que hay por ahí, mirándome al espejo: –Yo soy como esta. ¿Cuántos años tendrá esta? Vanidad, orgullo, un maldito ensueño. Pero viví lo suficiente como para tener amigas y
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pelearnos; para tener algún novio, amigovio o lo que fuese. Nunca más que eso, porque no quiero problemas. Otra forma de calcular la edad es la cantidad de secretos que tenés. Nos divertimos con mis amigas sacando cuentas: Milagros, Ana, Silvia. Alguna vez hasta imaginamos que nos íbamos. Claro que nunca intentamos abrir la puerta. Da miedo. Abrir la puerta y ¡zas! Esos precipicios que se ven en las películas. Acá en el comedor te ves con todo el mundo, es divertido. Imagino si me quedara allí sola, si nadie se sentara conmigo… ¡Qué feo se vería eso! A veces imagino que soy una ficha de ajedrez: un alfil, una torre. No me gusta imaginarme reina porque entonces debería ir para todos lados y me da miedo; tampoco peón, porque son ¡tan chiquitos! ¡Tan limitados! Silvia es una mina de la que nunca podés decir... Es pata, todo, pero no podés decir. A veces resulta tan distante que no sabés si realmente quiere o no quiere estar con vos. Para mí que guarda secretos que quién sabe cómo le vibran. Es como si uno, alguien, pulsara el arco y tocara un presto sobre un violín muy sensible… Un violín que solo está disponible en ocasiones para un lento, o para callar y dejar que hable el cello. Entonces se va, se aísla, no te contesta por días. Al principio yo sentía el impulso de ir hacia ella, de preguntarle, pero me di cuenta que era por mí que lo hubiera hecho, no por ella. Entonces me quedaba quieta y resultó, ella volvía como si nada. Cosas del alma humana. Es lo que tiene estar aquí que uno puede auscultar corazones o hacerse a la idea de que puede. La idea en firme me surgió bajo la ducha. ¿Qué cosa ha de hacer una cuando se levanta en medio de una cantidad de gente que no eligió? Ducharse. Si es posible, con agua fría. Después, si querés, podés usar el agua caliente. Exactamente al revés de lo que te ordenan. Estaba cambiando el agua de fría a tibia y de tibia a caliente, cuando la idea apareció. Chorreaba como agua por la cabeza. Irse. Que ellas me dijeran: –¡Dale! Milagros, Ana, Silvia. Pero por alguna razón, la idea, poderosa al principio, después fue perdiendo fuerza, se fue decolorando como una remera vieja. Acá hay una pecera. A mí me gusta mirarla. Los peces parecen felices; no sienten culpa; a veces imagino que soy uno de ellos. En la pecera, claro. Porque el mar de las películas da miedo. Un día hablamos, y ellas me contaron que estaban aquí porque se habían fugado de algún lugar, que los padres les pegaban. ¡Cosas increíbles! ¡Como si yo fuese a creerles! Todo mentira. Confusas escenas de amores y traiciones, de castigos, de maltrato, de abandonos, de bom-
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bas y persecuciones. Fue como bucear en el Riachuelo que vi en la televisiรณn: oscuro, sucio, pobre. Ahora nos buscan y nos miran y ya no es como era antes, ahora nos ven tan calladas, como los peces.
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Diarios María Inés Bedia
Camila Troia
Jueves 11 de agosto Júpier Sangrait
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o hay manera de dormirla sin contarle cuentos. Uno, tres, veintiocho. La enana es re viva, ya le encontró la vuelta para que me quede con ella más tiempo y estirar la tan odiada hora de dormir. Me dice: contame pero de los libros mamá, y señala la biblioteca. Claro, si le leo, en vez de inventarle, cuenta con varias ventajas: mira los dibujos, la luz queda prendida, o sea, no duerme nadie. Ayer le dije que me contara ella un cuento y le gustó la idea. Negociamos que me acostaba un rato en su cama pero apagábamos la luz. Sin que se diera cuenta grabé la historia que me contó: Había una vez un mostro muy gigante y lejano y que se llamaba Júpier. Y Júpier se llamaba, y su apellido era Sangrait y además de todo eso, pum, salieron pececitos de colores desde arriba del cielo, pero de papeles. El mostro era de color rosa, rojo, amarillo, verde, azul y se llamaba Júpiter y Júpiter estaba muy pero muy triste porque no encontraba a su familia y era tan pequeñito y con su auto lo llevan a una casa y ya lo encontraron. ¿Así termina? Sí.
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Martes 30 de agosto 2026 Leo en los diarios de Emilio Renzi: “Cuando quiero tranquilizarme me refugio en el futuro: dentro de diez años me voy a reír de todo esto”. En diez años voy a tener 45, la enana va a tener 14, ¿tendré más hijos?, ¿serán de Boca?, ¿iremos todos juntos a la cancha?, ¿serán de otro equipo y nos putearemos con amor cada domingo?, ¿o sin amor?, ¿y si a marti no le gusta el fútbol?, ¿seguiré trabajando apropiación de niños?, ¿seré feliz?, ¿estaré muerta?, ¿viviré en Buenos Aires?, ¿seguiré sintiendo esto en el pecho?, ¿ Juan?, ¿la enana ya habrá sufrido por amor?, ¿nos llevaremos bien o nos pelearemos mucho?, ¿me dejará seguir despertándola con besos?, ¿será feliz?, ¿estaré curada?, ¿abuelas existirá sin abuelas?, ¿virrey cevallos?, ¿se seguirá llamando abuelas?, los nietos que buscamos van a tener más de 55, ¿los encontraremos?, ¿encontraremos nietos/ (barra) abuelos?, ¿los encontrarán sus propios nietos?, ¿se llamará nietos de Plaza de Mayo?, ¿o nietos que buscan nietos?, ¿y el nieto de Raquel?, ¿el de Sonia?, ¿el de Elsa?, ¿encontraré los restos de mi tío?, ¿quiero encontrarlos?, ¿mi viejo quiere?, ¿seguiré llevando el recordatorio a Página/12 cada 22 de septiembre?, ¿seguiré limpiando la baldosa?, ¿mi viejo le seguirá diciendo lápida?, ¿me reiré de todo esto? Domingo 24 de septiembre Mala mía (o no)
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Saqué pasaje para Río, nos vamos con la enana. Me olvidé. Me daba vueltas en la cabeza hacía rato la idea de irnos unos días. Fueron las ganas de cambiar un poco de aire, no fui yo. Esas ganas insistentes, convincentes y sin cuidados. Aparecieron despacito, como quien no quiere la cosa. Las ganas no sienten culpa ni saben de remordimientos. Arrasan. Todo parece perfecto, cierra por todos lados. Río de Janeiro, playa, sol, leer, caipirinha, castillos en la arena, vista al mar, jugar a ser otra con desconocidos, reírme más de la cuenta, usar vestidos, andar en patas, arena entre los dedos, olor a bronceador y gusto a sal, calor, siesta, cara de no tengo problemas, mar, comer todo el tiempo, la vida sin horarios, la vida de mentira que se vuelve realidad, hasta que un día te convertís en calabaza. Se me pasó. Las ganas, de nuevo. Me hicieron partido y se llevaron los tres puntos. Ni vi la pelota, se me desordenó el mediocampo recién entrados los primeros quince. No estoy para el 22 de septiembre. Los pibes habían dicho que por cumplirse 40 años de la noche de los tubos, ameritaba colocar la baldosa ese mismo día, aunque fuera jornada laboral. A mí se me ocurrió que la pusiéramos en el parque urbano, porque si bien no es la plaza central y pasa menos gente, se llama Rocca. Quiero que al lado del nombre de ese hijo de puta, la gente que pase desprevenida –o no– lea: A 40 años de la noche de los tubos Alberto Bedia Armando Culzoni Manuel Martínez Raúl Moreno ¡Presentes! Trabajadores detenidos desaparecidos por el terrorismo de Estado y la responsabilidad empresarial de Dalmine Siderca (tenaris) Barrios Memoria y Justicia Pero no estoy. No voy a poder escribir algo, y muchos menos leer. Ya tenía pensado hablar un poco sobre la casa de mi abuela, la de los caramelos escondidos. Sobre la parra y los dos viejos en pijama tirados en el piso. Sobre mi tío, al que no me dejaron conocer. Pero me voy. Dos días antes me subo al avión del inconsciente y chau Freud, Lacan y la mar en coche. Nunca entendí bien eso de la mar en coche, pero etcétera no es literatura. Alguien se va a tener que encargar de llevar el recordatorio a Página/12, y la misma foto
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de todos los años, esa que tiene los ojos que hoy encuentro en mi hermana. En la que está escribiendo, con la mano derecha, creo, ¿o era zurdo? Ni idea. Ahora que pienso tampoco sé si le gustaban las milanesas o mirar carreras de caballos. Tiene cara de que el asado sí le gustaba, entonces también el vino. No tuvo hijos pero seguro hubiese tenido dos varones, con los que tendría una relación de hermanos mayores. Me cuidarían y serían celosos de mis novios, pero unos copados con los que iría a ver a Boca de la cabeza. Si me robaron esa parte de la historia yo la cuento como quiero, la venganza del diario íntimo. Muchas veces me imagino una escena en la que le pregunto: che tío, ¿me contás la parte en la que te encontrás con la abuela? Sábado 17 de septiembre Filosofía Enana, hoy a la noche te vas a quedar a dormir con tu abuela y tu primita. Qué bueno má, sos una recontra genia. ¿Sabés qué má?, si me extrañás yo te puedo hacer un dibujito mío, o sino me llamás o me mandás mensajes por el celular. ¿Sabés qué, Martu?, cuando mamá era chiquita no existían los celulares ni los mensajes esos que nos mandamos cuando no estamos juntas… ¿En serio má?, como los autos… No enana, los autos sí existían, no soy tan vieja ¿Y el cielo existía má? 22 de marzo de 2017 Yo quiero helados de matrix “¿Chicas, saben algo de papá?, no contesta mis mensajes”. Me acuerdo todo lo que pasó antes y después. Me levanté ese miércoles como cualquier otro, 7 am, como para tirar hasta y media en la cama. A eso de las nueve le mandé unos mensajes a mi viejo. Y una foto de Marti, diosa, con guadapolvo a cuadrillé y rulos descontrolados. Enviados. Fui a trabajar, estaba masomenos bien. A la noche había hablado con Juan, estaba preocupada porque no me iba a poder anotar en una materia del posgrado. Me reía también porque había filmado a la enana saltar en mi cama, al grito de “estamo activo”, cosas del fútbol. Le mandé la misma foto a Juan y a mi mamá. La vieron. Respondidos. Eran las tres de la tarde y llegó ese baldazo de mi vieja. La foto, pensé. No me contestó nada. Entendí lo que se venía. Hice todos los llamados posibles antes de terminar de caer, negué lo que más pude. Di mil vueltas, que si me lleva Gabi, ¿da ir con Juan?, ¿vamos en micro?, yo no tengo el auto, mi hermana tampoco. Ya está, nos vemos en Once, vayamos en chevallier. Llevá las llaves, pero llamala a Flo antes. Que llamen un cerrajero. Sí, Alu, que rompan y entren, haceme caso. Llovía
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una barbaridad. Ojalá esté durmiendo y se enoje porque le vamos a romper la cerradura. Me aferré a esas ganas de enojarme. Hasta que Marisa llamó a mi hermana. Puso la misma cara que pone cuando se asusta. La traté mal, le dije que no pusiera esa cara, que parecía una loca. Creo que se lo dije para que no se asustara más. Me lo imaginé muchas veces, y hasta creí que iba a sentir alivio, porque eso ya no era vida. Cuatro años me dijiste eso de que ya no la sentías, viejo. Vos no lo decías así, obvio. Que ya no querías vivir, que el dolor era insoportable, tenías miedo al deterioro que se venía. Me llegaste a hablar de la eutanasia y de que la hija de Freud lo ayudó a morir. ¿En serio me lo pedías papá? De verdad que me lo imaginé. Pero no había pensado en la policía en la puerta de casa. En el secretario de la fiscalía diciéndonos que se tenía que llevar tu carta, que era una formalidad, que después, con los resultados de la autopsia nos la iban a devolver. Ya sé, soy abogada, hago derecho penal y trabajo en una fiscalía. Sí piba, pero en este caso sos hija, aflojate un poco. No paraba de pensar en esas cinco horas de viaje para mi mamá. Desesperante. Creo que nunca voy a volver a escuchar los audios que me mandaba mi vieja. “¿cómo nos hizo esto?”, “estaba solo”. Solo. Me resuena. Mi prima nos pedía perdón por no haber guardado la carta. Mi tío decía que me quedara tranquila que mi mamá ya estaba en un taxi, con Marisa. Mi tía cebaba mate. La policía me decía que lo tomara, que me iba a hacer bien algo calentito. Me hizo una sonrisa, como la de
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una mamá. Estábamos empapadas, mi hermana y yo. Tengo frío, les dije. Mi tío me dio una campera que tuve puesta muchísimas horas. Pero me molestaban los pies, el borde del jean estaba todo mojado, temblaba. Me ofrecieron zapatillas, varias veces. No, no, gracias, estoy bien. Juan me hubiese dicho: entonces tenés frío de mujer. Me pareció mejor que nos fuéramos a lo de mi tía a esperar a mamá. Dijeron que sí. Veo que mi prima pasa con sábanas. ¿Qué es eso? Lo miro a Ale desorientada, con cara de “me dijeron que estaba dormido”, ¿por qué cambian las sábanas? Tranquila. Pis. Vinieron mis amigas. Empezaron a llegar mensajes. Nunca entendí por qué el celular de mi viejo seguía mostrándome la última conexión hasta las cuatro de la tarde, después no me fijé más. La explicación que más me cierra me la dio Daniela. Que si dejas el whatsapp abierto cada vez que agarra señal se conecta. Puede ser, yo qué sé. Eso fue lo que me confundió, lo que hizo que no saliera corriendo. ¿Para qué? Escuché un auto que frenó y fue el momento en el que sentí más miedo. Hasta que vi que mi mamá lloraba mucho y decía ¿por qué?, ¿por qué? Pero nunca dijo esas tres palabras que me daban pánico, “me quiero morir”. Ahí supe que una vez más todo se repite. Vos la muerte. Mamá la vida. Y nosotras atajando penales. Le pedí a Ale y a David que leyeran la carta, porque mi prima se avivó de sacarle fotos. Que hicieran un control de daños. Está bien lo que escribiste. Lo venías diciendo. Nos cuidaste. Fin de fiesta, pero para vos. Y que lo respetemos. Y que nos querías. No dormí nada. Mamá y Alu sí. Mejor, yo puedo bancarla igual. A la mañana tomamos mate. Fuimos a casa. La peor parte fue mamá abrazándose a tus cosas. Pero está bien. Ella necesita hacerlo. Ese día fue larguísimo, porque no había nada para hacer, solo esperar resultados, no nos dejaban cerrar. Le dije a Juan que me acordaba mucho de Ramos y La ley de la ferocidad. Me pidió que no durmiera en un hotel ni llamara prostitutas para que me abrazaran. Recién al otro día fuimos al cementerio. Por suerte mamá no quiso velorio, igual fuimos a despedirnos, solo nosotras, un rato antes de salir en la caravana negra. ¿Sabés lo que encontré en casa?, las notas del último partido de truco que jugaste, con Rosa. Le ibas ganando y seguro dijiste: “Rosa, ¿lo dejamos acá, o te parece que con lo que te llevo vas a poder dar un batacazo? Qué bronca me daba cuando decías eso. Y vos te enojabas conmigo cuando no te quería dar la mano si perdía. Qué difícil la hacías. Y no se termina. Cuando llegamos a la sala velatoria nos recibió una señora fea de pelo feo. Era amarillo, no rubio. Nos dijo: ¿ustedes son la familia? Sí, dice alguien, ella es la esposa, “ay señora lo siento mucho… bueno, lo siento mucho para todos”. Todo con el mismo tono que usa la gente cuando dice “un saludo a todos los que me conocen”. La señora fea nos ofreció café con gusto a baño de micro de larga distancia. Cuando vino a traerlo me dieron ganas de preguntarle si todavía lo seguía sintiendo.
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Por suerte mamá se acordó de pedir que le sacaran la cruz al cajón. Cuando lo vi, noté que tenía un agujero, me di cuenta que tuvieron que desatornillar la cruz. ¿No hay cajones para ateos?, ¿cómo son los cajones para judíos?, ¿serán más caros los que no traen?, ¿morirán menos ateos que católicos, estadísticamente hablando? La palabra que más me dijeron fue: fuerza. Cada vez que la escuchaba pensaba en que mi profesora de pilates siempre me dice que no tengo fuerza en los brazos. Qué lástima que no haya clases para fortalecer la resistencia moral para afrontar las adversidades. Iría doble turno. Mis amigas hicieron mate y compraron facturas. Fueron a buscar chipá, pero ya no quedaban. El de la panadería no le quiso cobrar a mi hermana, “no piba, regalo para tu viejo, faltaba más”. Las chicas también me llevaron ropa, cepillo de dientes y líquido para las lentes de contacto. Me acordé de Casas cuando dice que el mundo es un lugar hostil, y los amigos un escudo contra esa hostilidad: “son como esas secciones especiales de los cables de alta tensión que logran contener la energía, diversificarla, metabolizarla”. El domingo vino Juan. Mirá nene que son 180 km solo para vernos un ratito. Es todo lo que quiero, dijo. Cuando lo vi pensé: qué lindo que es y qué bueno que este pibe tan lindo esté acá por mí. Fuimos a comprar helado, porque como toda ciudad con dinámica de pueblo, Campana se caracteriza por tener la mejor heladería. La Heladería Real, recomiendo el súper sambayón. –Boluda, ¿es necesario que se llame así?, vos no estás para helados reales, estás para helados de matrix. Qué hacemos con la realidad sin fantasía, sin ilusión. Hay que querer jugar el juego. Si no te ponés a pensar por qué estás pateando la pelota, pierde sentido el partido. Hay que querer patear, hay que desear que entre la pelota. O irnos todos. ¿Para qué gritamos un gol de Boca? Hay que querer algo. Porque si no, ¿qué es un gol? 16 de junio de 2017 Día del padre Hay días para quedarse a mirar, hay días en que hay poco para ver. Hay días sospechosamente light, dice Calamaro. Y hay días del padre. Hay días en los que me despierto con esa sensación en el pecho que la modernidad, y también los que ya no saben qué decirme, definen como: ataque de pánico. Lo que me hace ruido es la parte del “ataque”. No me toma por sorpresa, no es aislado, a veces ni llega a ser desesperante como hace un tiempo. Antes sí, cuando apareció por primera vez, que no podía controlar el temblor de las manos, la taquicardia. Ahora es distinto. Juan dice que son los días en los que pongo en la mesa un plato más, para el síntoma. A veces llego a pensar que vino para quedarse. Hola qué tal, y sí, pasá, ya estás acá, te entiendo, yo estoy igual, vení que justo estoy por comer sola, pongo otro plato para vos. Ya sé que te vas a quedar conmigo todo lo que que-
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da del día. No entiendo por qué no te gusta Netflix o por qué no querés que salgamos a pasear. ¿Qué tienen de malo mis amigos que no te dan ganas de ir a verlos? Trabajar hay que trabajar, dale síntoma, no me puedo ocupar de vos, no puedo ni conmigo, es como en el avión, viste que primero tenés que ponerte la máscara vos para ayudar a un niño. Pensé que hoy iba a ser unos de esos días. Me desperté temprano con la enana subiéndose a mi cama. Mami, es el día del padre. Le mandamos un mensaje de voz: hola papi, feliz día, te amo mucho, ahora vamos con mamá a Ferro, nos vemos ahí y te llevamos un regalo. Ah, lo llevo también a Caño –su muñeco de los backyardigans que se llama así en homenaje al tubo de Román a Yepes. –Mami hoy también es el día del abuelo Carlos y de alguien más… –¿De quién mi amor? –De tu papá, que se fue al cielo –Es verdad, es su día también, pero no se fue al cielo gordi, solo que no lo vamos a ver más –Ya sé mamá, es una forma de decir y a mí me gusta decirlo así. Nos subimos al auto y fuimos jugando a las adivinanzas. Llegamos y disfruto el saludo entre padre e hija, pienso que la estamos llevando bien. Nos sentamos con otros padres a ver jugar a nuestros hijos. Los miro correr sin preocupaciones, con la ilusión intacta. Quiero vivir en su mundo, un mundo sin dudas ni represores. Aprovechamos para hablar con Ale sobre la escuela primaria. No nos ponemos de acuerdo
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sobre la jornada simple o completa, ni sobre si nos importa estar más cerca de la escuela aunque no sea tan buena, o si vamos a priorizar las que nos recomendaron. Es como dice Juan, tener hijos es un delito permanente. Marti me pregunta si voy a almorzar con ella y su papá, le digo que no, que la veo más tarde. Me encuentro con mi mamá a una cuadra de su nuevo departamento. Comemos, nos reímos. Le cuento que ayer vi un PH hermoso, que por primera vez me imaginé viviendo en otra casa. Me pregunta si estoy contenta por la victoria de Boca. Falta ganar un partido, le digo, como si fuera la DT declarando para la prensa. Me doy cuenta que estamos bien y busco la cámara oculta. Le estamos ganando al día. –Che, má, ¿te acordás cuando papá me trajo un autógrafo de Elizondo? –Jaja, no me acuerdo, qué sabía tu papá de fútbol… –Pero sabés qué pensé, que si el que estaba en el bar era Marx, en vez de Elizondo, él no se acercaba a pedirle una firma. Me di cuenta ahora, ya no tengo chances para un desagravio, pero brindemos por él. Me llegan un arsenal de mensajes, una sobredosis de buena onda para aguantar el día. Laura, que no le gusta el fútbol hace un comentario sobre lo contenta que me debe haber puesto la cara de Gallardo en el tercer gol de Racing. Mi grupo de bosteros explota de comentarios sobre la derrota de las gallinas en el día del padre. En el grupo de las pibas de Abuelas, que tienen un doctorado en sobre cómo atravesar estas fechas fatales, hablan de cosas para distraer. Lore cuenta que se cayó de rodillas en la calle, se da la auto bienvenida a la vejez. Gabi cuenta que fue a la ginecóloga, la imita: está todo bien querida, solo tenés el útero dividido, o sea, el día que quieras tener hijos te va a costar, se te van a morir. Así tienen el útero los conejos. Nati le dice que es una cagada que no sea conejo, y yo pienso que no entiendo entonces esa frase de “cogen como conejos”. El que más onda le pone es Juan, como siempre. Me pregunta cómo estoy, me tira ideas para hacer con mi mamá. Voy en un taxi mientras nos escribimos y justo lo veo salir de su casa, como en un cuento ilustrado. Me bajo solo para darle un beso y que me toque un poco el culo. Nos ponemos contentos. Le hablo de la frase de Kierkegaard, cuando dice que la fe es la capacidad de soportar la duda, le digo que para mí es el amor. –El amor es la capacidad de soportar y punto, nena. Es un rivotril natural nena. Yo siento algo así como gratitud, aunque eso lo podés sentir por alguien que te dona sangre también… –¿Te acordás cuando no hablamos como por un mes? –No fue un mes, fueron treinta mañanas, treinta tardes y treinta noches. –Qué poeta. –Te voy a matar boluda, no sabés lo mal que la pasé. Pero era obvio que íbamos a terminar juntos porque somos como la convención de Batman de chá chá chá, que se juntaban los distintos batmanes del mercosur, nosotros venimos de distintos lugares pero somos lo mismo. Me llama Ale, es uno de esos llamados: “Hola Susana, te estamos llamando, queremos secuencia”. Pienso que uno debería hacerle un psicofísico a su pareja antes de arrancar una rela-
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ción, para ver si dibujan al hombre bajo la lluvia con o sin paraguas. Lo resolvemos rápido esta vez, me acuerdo de Lynch, “fíjate en el donut, no en el agujero”. Mi vieja me mira y se ríe, no pregunta nada. Llega mi hermana con mi sobrina. Llega la enana. El departamento se llena de ruido. Quisiera poder hacerle zoom a esta sensación. Juan dice que soy la CGT de nuestro proyecto, y que la enana es la CTA y los movimientos sociales. Yo le digo que él es todo lo contrario a “la idea de Martino”. Se va armando todo de a poco en este 2017, que se parece bastante a un jenga.
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Welcome to fantasy Pangur
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Elefantiasis Leticia Bianca
Rodrigo Cardama
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e desperté ese día convertida en algo que no era pero que nunca más iba a dejar de ser en adelante: una sincericida. Fue como un virus, una elefantiasis de moral. Me di cuenta esa mañana de que guardaba más secretos de los que quería, podía y soportaba. Eso me convertía en una resentida, una desconfiada, una cínica. Ya no quería ser más eso. Ya no podía ser más eso. No sé si lo decidí, me parece que no. Fue como dejar de fumar: un día te levantás y te da asco el tabaco. Un día me levanté y me dio asco todo. Y todos. La gente que quería, la que conocía de vista, mis compañeros de trabajo. Todos ocultaban algo y muchos de ellos confiaban en mí. Demasiado confiaban. Demasiado. Acá es así: paredes blancas, de azulejos. Piso blanco, de cerámicos, marcos de las ventanas y puertas: blancas. Los guardapolvos, blancos. Las sábanas, blancas. En este lugar el blanco intenta ganarle a la oscuridad, pero nunca lo logra, nunca lo logrará. Uno a uno. Una a una. Iba a contarle los secretos que cargaba sobre mis espaldas a cada una de las personas que conocía. No era venganza ni rencor, eran demasiados años. Demasiada información sobre demasiada gente. No quería que me agradecieran o me entendieran o me perdonaran. Simplemente necesitaba dejar de ser el confesionario de todos ellos. Y además, tras décadas de guardar secretos de otros, había descubierto que no era cierto eso de que “todo vuelve”. No. No había un boomerang universal que redistribuyera el bien y el mal. No podía vivir más así, no quería ser ya más cómplice de un mundo en el que la justicia kármica nunca se
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concreta. Qué es eso del karma, si mentis, mentís, punto. Hay dos parques, ¿ves? uno interno y otro externo. Aunque el afuera nunca es afuera del todo. El afuera no existe. Acá solo existe adentro, blanco, mezclado con el verde del parque, con el verde esperanza, con el olor a ammoniac, con la desesperación. Antes que nada armé una lista. Me compré un cuaderno especial y dos biromes, negra y roja. Anotaría todo lo que tenía que hacer e iría contando día por día cómo me iba. Sabía que era un plan arriesgado, por eso quería dejar constancia de mi trabajo. Lo que más me preocupaba era que si moría en el camino, mi legado fuera justamente que decir la verdad era demasiado peligroso. Por eso, antes que nada escribí en el cuaderno una frase de Fidel Castro: “Rechazo la mentira porque sé que la ignorancia ha sido la gran aliada de la opresión a lo largo de la historia”. Agregué un verso de Keats: “Belleza es verdad y verdad es belleza”. Acá también hay cosas vivas. Las cosas vivas flotan o se desplazan. Se desdibujan, se mezclan entre sí, se convierten en una masa que solo se distingue del resto de las cosas por no ser blancas o verdes. Aunque el pasto también está vivo, el pasto crece, y las otras cosas vivas, las otras cosas vivas que no se distinguen entre sí no crecen, envejecen, no, no, nunca crecen, aunque floten o se desplacen. Armé la lista de las mentiras y secretos que cargaba sobre mí. Puesto todo junto era insoportable: 1) Mi primo Martín fue comprado al nacer y no lo sabe. 2) Mi jefe es gay y su hija, que trabaja con nosotros, no lo sabe. 3) Mi hermano dice que va a la facultad que paga mi padre pero no lo hace y, por supuesto, mi papá no lo sabe. Así llegué a treinta y tres cosas que sabía de gente a mi alrededor que implicaban secretos, mentiras y ocultamientos entre amigos, amigas, ex, amantes, vecinos, compañeros de colegio, de universidad, etc. Iba a ir por todos. Iba a vomitarle todo a todos. Luego de la lista anoté otra frase, esta vez de Wilde: “Un poco de sinceridad es una cosa peligrosa y mucha es absolutamente fatal”. Mientras miraba la frase empecé a temblar. Nunca terminé de entender si de miedo, de alegría o de libertad. Temblando, escribí “Deséenme suerte”, pero después lo taché, porque la suerte es para los que no confían en su propio esfuerzo y yo iba a dejarlo todo, iba a dejar la vida si era necesario, pero no lavaría un trapito sucio más. Cuando quieras algo vos nomás tenés que pensar en eso, acá funcionan bien las antenitas de todos, querés fuerte fuerte algo pensás pensás y eso viene, eso llega, se mueve, se desplaza, flota hasta vos. Si querés que algo se aleje ahí sí no se puede, alejar cosas con la mente no se puede, la mente solo atrae, solo chupa, absorbe, como un imán, la mente es un imán muy poderoso, tiene antenitas, acá todos vemos las antenitas de los demás. Al escribir el mensaje para ver a mi tía y contarle que le diría la verdad a su hijo comenzaron a sonar voces en mi cabeza: ¿A vos qué te importa? ¿No podés guardar un secreto? ¿No es esa la lealtad? ¿No estarías siendo tan traidora como ella? Puede ser, respondo a las voces, pero ya no puedo más con todo esto, tengo un elefante rosa sobre mis espaldas. Nadie lo ve, nadie lo quiere ver, necesito sacármelo. Soy la puta tela de la araña donde se balancean todos los putos elefantes rosas del mundo. Pero las voces siguen taladrando, me acosan todo el tiempo: ¿Acaso
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no tenés secretos? ¿Acaso no hay gente que los sabe? ¿Qué pensarías si ellos también deciden contárselos a los demás? Mientras caminaba, mientras trabajaba, mientras limpiaba mi casa, respondía: necesito hacer esto, necesito que la verdad tiña todo, no me importa, no me importa la traición que voy a cometer, porque no sé qué le pasa a un traidor que traiciona a un traidor. Aún así las voces no cesaban. Los temblores tampoco. Hay poca luz, por eso es mejor de día. Hay poca luz pero Dios igual aparece. Dios existe acá y es blanco, también, aunque la luz no sea blanca. La luz blanca es otra cosa, la luz blanca es lo peor. Cuando veas eso, nena, corré. A Martín, mi primo, lo compraron en Santiago del Estero. Decir que era adoptado era un eufemismo hermoso. Pero mis tíos lejos estaban de saber sobre metáforas, así que nos dijeron a todos en la familia que se lo habían “cedido”. En dólares fue la cesión, me contó después mi mamá, hermana de Mónica, la nueva madre de Martín. No, él no se parecía en nada a sus compañeros de colegio bilingüe y no, tampoco se parecía en nada a mis tíos o a ninguno de nosotros, pero allí estaba, con sus dieciocho años, experimentando un mundo feliz gracias a unos dólares bien invertidos. No habíamos tenido mucha relación hasta que me preguntó, en plena borrachera de un 31 de diciembre, si conseguía flores. ¿Flores de florería? dije sonriendo, y me guiñó el ojo. Así nos acercamos. Teníamos el mismo dealer vegano que cultivaba en una quinta de zona oeste a la que íbamos juntos una vez por mes. En esos viajes largos en el Sarmiento me contó que no entendía cómo era tan distinto a sus padres y también me confesó que se sentía un extranjero en su propia casa. El elefante rosa creciendo entre las vías del tren. Sostuve la situación contándole mis propios problemas de identificación con la familia a la que pertenecíamos, aunque me moría de vergüenza por ser irrefutablemente parte de eso que él consideraba propio y no lo era. Él no estaba atado por sangre a ninguno de nosotros, era libre, solo que no lo sabía. O esa libertad era su cárcel, porque de saber que durante dieciocho años todos nosotros le habíamos mentido, dudosamente podría volver a confiar en alguien alguna vez. Según mi madre, por esta paradoja era preferible, para mantener su psiquis en condiciones, que pensara que sus supuestos padres habían hecho magia con el ADN y engendrado algo tan distinto a ellos como fuera posible. En las reuniones familiares el panorama había sido siempre escalofriante: unas diez personas mintiéndole en la cara a un chico que crecía año a año lejos de sus verdaderos padres, cerca de sus compradores. La abuela Rosa no dudaba al definir que se trataba de un típico caso de “mentira piadosa”. Otra palabra que anoté en mi cuaderno libertario. Piadoso: Del latin pietas (devoto, amable). Ahora ya te expliqué lo de las cosas que viven y las cosas que no viven, lo de los colores y también lo de los ruidos. Te voy a ir contando uno por uno quiénes son los que pasan por acá, no, los que viven acá no porque acá nadie vive, en realidad, todos pasan, flotan, se desvanecen, no sé por qué les dije cosas que están vivas antes, a veces me confundo, nena, disculpá. II. El 19 de abril de 2009 le dije a mi tía Mónica que en esta nueva misión que me encargó el universo estaba incluida ella. La cita fue en su piso con vistas a los bosques de Palermo. Me recibió para tomar el té. –Tía, voy a contarle a Martín.
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–¿Qué cosa? –Que es comprado, tía. –¿Qué estás tomando? ¿Otra vez le robaste medicación a tu papá? Lo voy a llamar a Alfredo ya mismo. –No estoy tomando nada, simplemente voy a decirle la verdad al pobre pibe, que se siente un sapo de otro pozo. –La única verdad es que nosotros lo criamos con muchísimo amor, le dimos una vida que jamás hubiera tenido de quedarse con los salvajes que le tocaron de padres. –¿Mintiéndole día a día, tía, le dieron una vida mejor? –No es mentir, querida, es cuidar. ¿No te das cuenta que el mundo es un lugar horrible? Hay que preservar a la gente que uno quiere. –Pero tía, Martín vive engañado, no entiende cómo puede ser hijo de gente tan distinta a él. –No somos tan distintos, él es bastante mentiroso, el otro día me dijo que se fue al oeste a ver a una banda y resulta que fue a comprar droga. –¿En serio? –dije tratando de que mi elefante se balancee bien–, ¿y cómo te enteraste? –Porque le instalé un programa de grabado de voces en el celular. –Ahhh. –Y sé perfectamente que vos fuiste con él. –Tía, la marihuana es menos peligrosa que el tabaco. –Te vas ya mismo de mi casa –dijo levantándose de la mesa– antes que llame a tu padre para que te interne. Empecemos con la negra, la negra es buena, calladita, como deben ser las perritas como ella. Hay muchos animalitos acá, vas a ir conociéndolos de a poco. Empecemos con ella, es mansita, mirá, tocala, tocala, vení, ves cómo tiene el pelito. El pelito es suave. Suave, suave, chiquitita. Con esta primera y nefasta aproximación al hueso de las cosas, decidí dejar lo de mi primo para el final. Juntaría a toda mi familia en una cena y les diría, como pudiera, que ya no sería más cómplice de esa fantochada. Eso alucinaba mientras iba cayendo sobre mí el peso de la hipocresía de la gente a mi alrededor y me convencía de que decir la verdad era el precio más alto que podía pagar, pero que no sería libre hasta que no me sacara de encima todas esas realidades paralelas. No podría seguir con mi vida, estaba convencida, hasta que no me alejara de esas fantasías que elaboraban a mi alrededor y que me confundían permanentemente entre lo que era cierto y lo que no. Y si moría en el camino, pensaba, sería por no haberme vendido ante la cínica certeza de que a nadie le interesa qué es cierto y qué no. Después acá vas a ver a Coca. Coca le decimos porque está siempre contenta. Coca te responde si le hablás. ¿Cómo que no me creés? Mirá, le digo, Coquita, vení a saludar y ella viene, vas a ver. Coca, Coca, ves, es obediente y escucha, entiende, aunque también le podés hablar con la mente, pero ahí quién sabe si te escucha, te entiende o qué hace. Capaz ahí no te obedece. La hija de mi jefe, mi compañera de trabajo, me dijo que no creía que su padre fuera gay. Le conté que estaba viéndose con un ex compañero nuestro que había seducido durante el
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tiempo que todos habíamos compartido en la oficina. Le dije también que le podía proporcionar la dirección del hotel alojamiento donde se encontraban semanalmente. Me dijo que no le interesaba para nada esa información y que en todo caso esperaría a que su padre se la proporcionara. También, enojadísima, me preguntó por qué yo tenía que meterme con su familia y pidió que me olvidara por completo de ella y de su padre. Que personalmente haría lo imposible para que me echaran porque no quería trabajar con una mala persona, dijo también. Que (¿yo?) era una morbosa y una chismosa, sentenció además. Y que mejor fuera comprando los clasificados, remató. Este encuentro fue inquietante. Me gané un “morbosa” por intentar sacarle la venda de los ojos a alguien que quería y liberar a mi jefe de la pesadilla de asumir su sexualidad con su familia. Morbo, del latín Morbus, enfermedad, atracción a lo desagradable. Las preguntas eran cada vez más: ¿Era yo la que tenía atracción a lo desagradable? ¿O simplemente todo a mi alrededor se había convertido en desagradable? Cuanto menos hables mejor. Cuanto menos sepan ellos que vos estás acá mejor. Te tenés que camuflar, entre las cosas blancas y verdes, entre las cosas que están vivas y las cosas que no, tenés que moverte con nosotros, no separarte, no distinguirte, mantenerte en movimiento pero quieta. ¿Sabés cómo te movés quieta? Es fácil, tenés que practicar. Peor fue la reacción de mi padre. Cuando le dije que mi hermano se gastaba la plata que él le daba para ir a la universidad en salidas con sus amigos, mi progenitor me espetó un “buchona”. ¿Vas a seguir pagando? Le pregunté. Su respuesta fue tajante: “Hacer sociales también es una forma de educarse”. Mi hermano nunca me comentó nada sobre mi “buchoneo” y si bien en algún punto su silencio me alivió, ver que mi cruzada por la honestidad seguía siendo una carrera contra la nada me empezó a preocupar. La hora nunca se sabe, salvo por las comidas, mejor que no te preocupes por el tiempo, el tiempo acá es como el espacio, como las cosas que flotan, el tiempo pasa más lento para nosotros, no hace falta que te preocupes por él, no hay necesidad, salvo cuando tengas sueño y sea de día, ahí podés calcular dormir una siesta, la siesta es linda, linda, dormir y despertar el mismo día, es como si vivieras el día dos veces, es como si le ganaras un día al día, ¿te gusta dormir la siesta a vos? La semana que llegó mi telegrama de despido resolví hacer la cena familiar para continuar con el sincericidio. Empezaría un nuevo trabajo, empezaría una nueva vida, sería finalmente libre de todos esos secretos con los que ya no podía ni respirar. Libre. Libre. Libre. Llamé a mi tía, a mis padres y a mis primos. La cita era en un restaurant de Avenida de Mayo. Anoté en mi cuaderno: “Primer día del resto de mi vida”. III. Era como se la había imaginado. Muchos árboles de diferente tipo, césped, césped, césped. Le habían dicho que allá habría más verde del que había visto en su vida. Le habían dicho que tenía
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que mantenerse tranquila y que esa naturaleza, más de la que podía soportar, sería parte de su nueva vida: una mejor, menos estresante, más conectada con lo “espiritual”. En qué consistía su espíritu, eso no lo sabía, quizás nunca se lo había preguntado. Había muchos perros por el parque y una señora mayor sentada en uno de los bancos de plaza instalados a la entrada le sonrió ni bien la vio entrar mientras jugaba con una caniche a la que llamaba Coquita. En la recepción la atendió una enfermera con piel amarillenta. La miró de arriba abajo y lo miró a él, que le dijo que tenían que ver al Dr. Monetti a las diez de la mañana. Así se llamaría el doctor si esto fuera una película argentina, pensó ella. Pero no habló, solo bajó la mirada y trató de concentrarse en parecer lo más sana posible, aunque eso fuera absurdo, dado que estaba entrando a una clínica psiquiátrica y probablemente allí se quedaría un tiempo considerable. Cuánto, quién sabe. –Primero solo Ud. –le dijo Monetti al padre cuando abrió la puerta de su consultorio. A ella le dedicó una mirada compasiva y una sonrisa a medias. –Entonces el diagnóstico es esquizofrenia? –preguntó el padre. –No –dijo Monetti–, puede ser bipolaridad. –Pero si escucha voces –balbuceó el padre. –Evidentemente tiene un conflicto con la realidad, pero puede ser un trastorno de ansiedad, producto de la bipolaridad. –El problema es que ella cree que son verdad cosas que no son verdad. –La verdad no existe, acá lo sabemos muy bien, son todas interpretaciones. Se levantó de la silla cuando entendió que le tocaba a ella reunirse con Monetti y se concentró en parecer menos loca de lo que se sentía; así se ahorraría el electroshock, pensó. ¿En qué año estaba? ¿Se seguía usando el electroshock? ¿No había técnicas menos invasivas? –¿Se sigue usando el electroshock? –preguntó ni bien se sentó. Monetti la miró en silencio y sonrió. Tras él un ventanal con muchísimos pinos, a su lado su padre, en silencio. –Para nada, Romina, es una técnica olvidada desde mediados de los setenta –explicó el galeno. –La época de esplendor de la picana eléctrica –dijo ella. Nadie tenía ganas de reírse, pero ella lo hizo por los nervios. Fue la única en hacerlo. Más nerviosa estaba, más loca parecía. –¿Querés contarme qué fue lo que pasó? –dijo Monetti. –¿La versión corta o la larga? –dijo ella. –La que quieras. –Pasó que empecé a decir verdades demasiado incómodas. –¿Incómodas para quién? –Para todos, sobre todo en mi familia. Mi primo es adoptado, comprado en Santiago del Estero y...
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–Basta con ese delirio –la interrumpió el padre. –Bueno, entonces debería empezar por la versión larga –tiró en un suspiro Romina. –Por favor –dijo Monetti. –Me desperté ese día convertida en algo que no era pero que nunca más iba a dejar de ser en adelante: una sincericida. Fue como un virus, una elefantiasis de moral.
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Sin confesar Alejo Aguiar
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i historia comienza en el año 2000, yo tenía 11 años. Ese verano, a causa de la enfermedad de mi abuela Lucy, que padecía leucemia, había decidido recluirme en casa ya que me costaba sociabilizar por la sensibilidad que me causaba la situación de tener a mi abuela internada en el hospital. Recuerdo que pasé gran parte de ese verano encerrado en mi casa mirando infinidad de horas la tele, abandonando lo que más me gustaba: ir al club, jugar a la pelota en la calle y andar en bici. Recuerdo como si fuese ayer el comienzo de la historia que voy a contar. Acompañaba a mi vieja, que había decidido llevarles guita en forma de agradecimiento a las enfermeras que habían cuidado a mi abuela durante la internación, al hospital, una semana después de su muerte. Mientras íbamos en el Senda modelo 92 abollado por los lados y un tanto sucio, mi vieja (alimentando mi sensación de ultimo orejón del tarro, en aquel entonces) decide contarme que unos pocos días antes de morirse, mi abuela las había reunido a mi tía y a ella en el hospital para contarles un secreto que aguantó durante muchos años. La abuela Lucy les contó que ella no era realmente su madre biológica, que mi vieja había nacido bajo una relación extramatrimonial de mi abuelo con otra mujer, en Alemania, y que mi tía fue adoptada en un orfanato del mismo país algunos años más tarde. La versión oficial sobre la adopción de mi tía es que al tiempo de traer a mi mamá a la Argentina, mis abuelos se enteraron que mi abuela biológica habría tenido otra hija, pero en el intento de rescate de la hermana de mi mamá se cruzaron con una bebé rubia que les estiró los brazos y no resistió a sus encantos de bebé. Finalmente repatriaron a la hermana no biológica de mamá.
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Mi abuelo murió de un aneurisma cuando mamá era chica. Desde entonces pasaron muchos años guardando un secreto que oprime, que escondió en cada abrazo, cada explicación, cada reto, cada frustración una carga, y para el que la libera ya no se siente más preso de llevar todo eso en su espalda. Pero sin embargo dejo en dos chicas un sinfín de preguntas, una historia de mentira, una duda en su identidad y un castillo que se desmorona con solo pensar en su pasado para buscar respuestas. Al año siguiente, para noviembre del 2001, el segundo secreto familiar atraviesa mi cabeza y me deja aturdido con un golpe seco. Mi abuelo de parte paterna es asesinado según la versión oficial en un intento de robo. Hasta ese entonces recuerdo haber preguntado muchas veces a mi viejo de qué había muerto mi abuela, su madre. Yo nunca la había llegado a conocer y en mi familia no se acostumbraba a rememorar viejas anécdotas. Durante la ceremonia de despedida de mi abuelo, que se realizó en el panteón militar de Chacarita, vi como trasladaron una urna y la pusieron en el nicho junto al cajón. Las palabras del cura fueron “para que descanse en paz junto a su amada esposa Graciela”. Mi abuela Graciela hasta ese entonces era una total desconocida para mí, y ahí nomás papá me apartó de la ceremonia, me llevó al pasillo de la vuelta y entre llantos me contó que mi abuela, para cuando él tenía 18 o 19 años, había decidido suicidarse. En general calculo que todos los despertares de la pubertad y entrada de la adolescencia son tormentosos, por lo menos según dicen los libros. El mío desde lo personal fue consistente y no tanto por lo corporal, sino más por ver cómo entre mis viejos empezaban a rondar charlas directas, frontales, sin murmullos, sin secretos. Una buscaba intensamente su identidad, frecuentaba la embajada alemana, se convertía en la Sherlock del conurbano con cada rastro que podía para ver de dónde había salido. El otro apoyando, sin olvidar comentarle a su esposa sus sensaciones al respecto, y como si fuera poco haciendo mis duelos por la pérdida de mis abuelos y por los secretos develados. En el secundario empezás a escuchar e investigar con respecto a lo cruel que es el ser humano. Para nosotros los argentinos, en términos generales creemos que hay dos genocidios a nivel mundial que son los más importantes: el genocidio Nazi y el terrorismo de estado argentino. Dentro del revuelo por la muerte de mi abuelo paterno y mi abuela materna, dentro de otras cosas que se hablaban durante la cena en casa era sobre estos genocidios, ya que para otra marca personal tenía abuelos que habían participado activamente en los dos que mencioné más atrás. Mi abuelo de parte de mamá había llevado la esvástica en su entonces y mi abuelo paterno, el Teniente General Felix Roberto Aguiar, estuvo activo durante la toma del poder de las FFAA en Argentina. Muchas veces pensé en ellos y sus tareas dentro del marco en el que vivieron y el papel que tuvieron para sus naciones. He llorado sin saber realmente sus acciones durante los años de los acontecimientos históricos. Lloré por todos los secretos que deben haber callado y habrán ayudado a silenciar. Los secretos me forman como persona, atraviesan mi crecimiento y mi vida como universos paralelos, provocando infinitas imaginaciones y posibilidades, muchas con carga negativa. Calculo también que esa connotación que le inculco a la carga negativa es porque vi que a mis viejos se les derrumbó su mundo. No me callo nada, soy extrovertido y generalmente soy un mal confidente, no me gusta guardar secretos con nadie y por sobre todas las cosas no tengo vergüenza por contar mis cosas.
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Creo que los secretos son cobardes, son demostraciones de falta de confianza con uno mismo, que no logran ser develados por miedo al “que dirán”. Los secretos logran cosas malas y se escondan donde se escondan terminan pudriendo su entorno, a la persona que los guarda. Porque ocultar cosas no suele ser para un fin alegre y divertido. Quisiera borrar esa palabra para que las personas puedan hacerse cargo de sus errores, que no tengan vergüenza, para que solo haya valientes que enfrenten las situaciones, para que no se escondan detalles que aportan a las verdades. Y que no queden historias inconclusas.
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Caromarando
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En vuelo Marián Benítez Weisz
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Yami Guns
M
mos a Río!
i compañero de vuelo por fin se quedó quieto. ¡Ojalá se duerma hasta que llegue-
Desde que abordamos ha estado atento a su notebook y a su celular. Y no ha parado de jugar con su anillo de bodas, al que ha hecho girar sobre su dedo constantemente. Me tranquiliza que haya pasado los controles aduaneros sin problemas. Sería el colmo que encima fuera un loco desquiciado gritando “¡Bomba!” Obviamente está en viaje de negocios; si no, no se explicaría por qué está yendo de traje y corbata rumbo a Río de Janeiro. Por lo que se ve no ha de ser un alto ejecutivo, o no estaría viajando en clase turista. Y viéndolo bien, su reloj no es de primera marca y sus zapatos son de dudosa cabritilla. Definitivamente no es ni un abogado exitoso ni un contador prominente. Seguro es ingeniero. Solo ellos usan zapatos con suela de goma. Ahora que lo pienso no sé si está yendo en plan de trabajo, o si está volviendo a casa. ¡Ay, qué intriga! ¡Cómo me gustaría descubrirle sus secretos! No estaba tan nervioso por nada… Ahora quisiera que se despierte, haber qué hace. Distraída, viendo el serpenteo de un río que corta la planicie bajo nuestros pies, lo escucho balbucear. No entiendo lo que dice. Murmura algo inasequible. Tiene un tono de voz grave que se pierde entre el murmullo del pasaje. Alguien tose; un bebé llora; los inquietos de siempre van al baño a cada rato; el infaltable “toca botones compulsivo” que llama a la aeromoza sin querer… Mi curiosidad, o mi aburrimiento, me tienen en vilo. Quisiera detectar alguna de las palabras que se le escurren de los labios. De pronto suelta un “sí” y enseguida exclama un ¡no! Y después se calma… Un rato después escucho claramente que dice “mis hijos” y después dice “perdón”. Entonces la angustia lo despierta. Dicen que los deseos reprimidos se revelan en los sueños. Los miedos también… y los secretos. Me hago la abstraída y miro por la ventanilla. Él se yergue en su asiento y vuelve a encender la notebook.
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Mientras espera que el sistema operativo abra sus funciones marca un número en su celular. Está ansioso. Otra vez juega con su alianza de oro. Lo atiende Laura, pero él quiere hablar con su hijo. Al niño le habla con ternura. Le promete volver de Brasil con regalos para él y para su hermana. Luego habla con la nena y la felicita por el 10 obtenido. Con Laura no es tan cariñoso, aunque se esfuerza. A ella también le promete algo lindo. Se lo nota inquieto. Se siente culpable. Juega todo el tiempo con su alianza. Le preocupa la realidad tanto como el sueño que tuvo. Un sueño corto en el que tal vez asumió un error. Donde algo negó, donde pidió perdón y por sus hijos. El tapiz de su pantalla muestra a su familia. Es perfecta. Hasta el perro es rubio. Esa debe ser Laura; a ella no le brillan los ojos. Ella debe conocer su secreto. Entre todos los íconos elige abrir el de imágenes. La alianza gira en su dedo, una y otra vez. Él descarga tensiones con ese juego sin fin. No alcanzo a ver el nombre del archivo, pero la foto muestra a varios ejecutivos en celebración.
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Mi compañero de vuelo está entre ellos, justo al lado del joven moreno y apuesto que se le colgó de un hombro para inmortalizar el momento. Abre otro archivo y ese mismo joven apuesto aparece compartiendo con él un trago, en las arenas de Leblón. Y en otra foto participan de una cena en Copacabana. Ese mismo joven, bronceado y sonriente, lo abraza en el Corcovado y le acaba de arrancar un suspiro ahora mismo. Marca otra llamada. Sigue jugando con su alianza. Todo el tiempo la hace orbitar en su dedo. Del otro lado de la línea está Laertes. Ahora no tiene que forzar un trato afectuoso, le sale espontáneamente. Tiene el rostro relajado. Juguetea con su anillo, sin pensar a qué está jugando. Lo escucho hablar: “Sí, aterrizaremos en media hora… Bien, nos encontramos ahí… Yo también”. Yo sigo mirando hacia afuera. Él se inclina un poco hacia mí para poder ver la ciudad desde arriba. Entonces, con un dejo de resignación y su voz grave, me dice: “¡Es una pena vivir tan lejos de Río!, ¿no?”
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Hablar del pasado es de depresivos Marcos Klink
Ulmo Carcosa
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E
lla dice que hablar del pasado es de depresivos pero si no soy depresivo… Entonces, ¿qué me queda? No puedo no estarlo, me desnivelo estando bien. En un presente con movimiento constante hacia el futuro, debo releer mi guión y no… no me ha servido de nada. ¿Qué hice todo este tiempo si no ha sido perder el tiempo? Vivo dando excusas al pasado. Que hice daño porque por mí desorden, que huyo porque no puedo estar quieto por amor a la locura, ¡nadie me conoce! Cuando huyo, es porque no sé dónde estoy, es porque no sé qué carajo hago en ese pequeño espacio. Vivo dando disculpas porque vivo haciendo daño porque vivo dejando que las personas se me acerquen y me digan cosas como “vos no sos lo que decís ser”. Realmente no los entiendo, yo no digo ser nada, yo solo escribo, y nada más. Mis pasados posiblemente me odien; aunque yo los ame. Posiblemente yo siete años atrás me hubiese tenido asco. ¿Desde cuándo mi mirada no da sonrisas? ¿Desde cuándo puedo controlar mi empatía? No me queda ni un rasgo de lo que fui, y me pregunto una y otra y otra vez ¿por qué carajo las personas no se alejaron de mí? Esperan que les de una respuesta. Esperan que me preocupe más por ellos, que por mí. Esperan que les de mi sufrimiento para darles alegría. No es que esperen lo que nunca podría darles, pero es que llegaron tarde. Hace un par de años atrás lo hubiese hecho pero todo cambió… Y no quiero culpar a nadie, solo quiero pensar que las cosas cambian y así es como todo debe pasar. Mis pasados posiblemente me odien; aunque yo los ame. Ella dice que hablar del pasado es de depresivos pero si no soy depresivo… Entonces, ¿qué me queda?
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Bello muere el cisne Ornella Sersale
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Caio Neiva
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í, estaba viendo bien. Natalie Portman se estaba haciendo una paja. Se tocaba boca abajo en la cama y se escondía para que su mamá no la viera. Sentía vergüenza. A vos te falta una pija, Natalie. Yo también sentía vergüenza. ¿Entonces las mujeres también se tocaban? La primera vez que vi ‘El cisne negro’ tenía 15 años. Me acuerdo de que terminó la película y me encerré en mi cuarto a pensar. A esa edad, de lo más íntimo que hablaba con mis amigas era de menstruación y ni siquiera la llamábamos por su nombre. Decíamos “me vino”, “estoy indispuesta”, “llegó Andrés”. Ahora fijate si me manché la pollera. Hablábamos en código y nos parecía divertido. Lo más difícil era salir al baño en hora de clase para cambiarnos la toallita. La puta madre, boluda, no entra en el bolsillo. Escondela en la manga del buzo. Dale, ahora que no te ven. Los pibes, mientras, miraban porno adelante nuestro y nos contaban que Nacho se había hecho una paja en la casa de Luis. Waska, leche, queso por todos lados. Pero a nosotras nadie nos enseñaba qué era tocarnos, qué era el placer. Ni siquiera en las clases de educación sexual se hablaba del tema. Una vez, antes de pasar a secundaria, mi colegio organizó una charla para hablar sobre salud y adolescencia. Era en un aula especial y nos dividieron entre varones y mujeres. Evidentemente, no nos iban a hablar de lo mismo. A las chicas nos regalaron estuches azules con calendarios, protectores y toallitas que corrimos a esconder en la mochila. Ellos, en cambio, salieron con forros en la mano y los inflaron en el recreo. Los globitos del amor volaron por el aire y la cara de la directora no me la olvido más. Somos lo que aprendemos y a las mujeres nos enseñaron que el goce es secreto y la masturbación un tabú. No se miren, no se toquen ni pregunten, porque libres no, libres ellos los que pueden. ¿Pero quién nos prohíbe el placer? ¿Por qué nos prohíben el placer? La mujer que se conoce, decide. Y la mujer que decide, es peligrosa. Somos cuerpo y deseo y sin embargo la vergüenza, el goce encorsetado, el traje de bailarina. Natalie que no acaba y el cisne blanco que muere.
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El cuestionario del secreto Clara Spina
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reo que estoy llena de secretos.
Los que les cuento a los demás y los que me guardo para mí misma. Hoy leí una nota en la que publicaban que las personas que son solitarias son más inteligentes. Aparentemente, relacionan de forma directa el hecho de poder estar horas y horas con uno mismo, no haciendo más que crear, proyectar, expresar, y bastarle a uno compartirlo con uno mismo. Leí la nota y sentí que con muchas cuestiones me identificaba. Es un secreto el hecho de que me encanta estar sola. No me siento tan cómoda con nadie más que conmigo misma. Vayamos al detalle: me atrae la idea de conquistarme, de envolverme, de seducirme hasta la médula. Me interesan cosas nuevas que no sabía, me sorprendo a mí misma con continuidad. Y no necesito compartirlo con nadie más. Y no ne-ce-si-to compartirlo con na-die más. ¿Saben qué hice? Un cuestionario. Con muchas preguntas, comunes y no tanto. Para llenarme de información, de palabras ajenas, de ideas extrañas provenientes de otras mentes. Y se lo envié a todos los conocidos que pudieran resolverlo. Es algo como el presentimiento: iba mirando sus nombres en mi agenda y automáticamente podía elegir quiénes estaban aptos para completarlo o no. Espero que no me malinterpreten. Todos pueden. Sin embargo, no todos pueden… escuchar quince veces la palabra secreto en sus cabezas. secreto secreto secreto secreto secreto secreto secreto secreto secreto secreto
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secreto secreto secreto secreto secreto La gente responde de manera extraña a las preguntas que uno le hace. Hay quienes optan por ser misteriosos, extraños, desopilantes; y están quienes son concretos y objetivos. Es un secreto que me fascine la gente desopilante. No me animo a decirles a los demás que a veces pecan de aburridos. De cómodos. De estructurados. Como les decía, necesité abastecerme de ideas ajenas para poder comprender qué son los secretos. Y observé que lo que más importa es nuestra relación con los secretos, más que el secreto en sí. Es mucho más interesante analizar el momento en el que alguien te cuenta un secreto, porque necesita hacerlo, quitárselo de encima, ese peso gigante que venía ahogándole las narices y la garganta. Y te lo escupe. “–¿Has visto cómo se escribe? S-e-c-r-e-t-o. –Sí. Parece escupida”. Hice una pregunta gigante y la lancé al aire, esperando que el viento dispersara mis palabras y las hiciera llegar a los oídos de las personas que pudieran contestarla. “–¿Quieres contarme un secreto ahorita aquí escrito? No se lo diré a nadie. –Prefiero que no. –Me enamoré y jamás pude decirlo y se me rompió el corazón cuando esa persona comenzó a estar con otra. Ese mismo día me dije: no pienso volver a guardarme sentimientos así. Prefiero arriesgar y perder antes que volver a sentir mi corazón estrujarse. Suelo sentir mucho miedo, siempre… Mi mayor deseo en la vida es poder ser yo, y ser fiel a lo que sienta en el aquí y ahora. Con las cosas que surjan y sus personas. Quiero ser la mejor versión de mí. –Cuando estoy sola me gusta mirarme al espejo y actuar. En inglés, no sé bien por qué. Hay
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veces que siento que las palabras salen mejor en un idioma que no me es tan familiar, como si estuvieran menos cargadas de aquello que me pertenece. De todas maneras cada vez lo hago menos. No recuerdo la última vez que lo hice. Pero es un momento mío, de misterio”. Hay un rol muy importante en la vida de las personas que se denomina como “guardián de secretos”. No todo el mundo puede hacerlo. Se necesita de un par de características personales que te permitan realizar esa labor. Se nace con ello, o se construye con el tiempo. Sin embargo, creo fehacientemente en que se necesita de un don especial. O unas ganas increíbles de coleccionar historias, y tener el poder de no contárselas a nadie. “–¿Cómo te sientes cuando te piden que guardes un secreto? –Antes me sentía especial, pero le perdí el gusto, más si es un secreto muy pesado. Me siento acorralada, con una carga arriba, ya que no lo quería y me lo contaron; siento que ahora tengo que ser fiel y servir de descarga a esa persona. –Al principio me parecía que era mucha responsabilidad. Ahora lo tomo como algo normal. No me cuesta guardarlos. –No me siento bien porque soy tan tonta que tengo miedo de que se me escapen. Siento cierta presión. No me gusta obligarme a pensar qué decir y qué no… me gusta dejar que salga todo de mí
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cuando quiera salir. Pero cuando se trata de un secreto debo esforzarme para sellarlo en un lugar interno donde no puede salir. –Depende el secreto. A veces me siento halagada, porque te otorgan una responsabilidad, un compromiso. Es como si esa persona te nombrara guardián de algo que quiere cuidar. Y a veces siento que hay cosas que mejor no saberlas”. Este es mi secreto. Les presento a mi parte analítica y formal que constituye la mitad de mi esencia. Es increíblemente aburrida. Les conté que lo que más me fascina de las personas son sus ideas insólitas que provienen de sus universos paralelos. Sus perfectas maneras de no encajar en este mundo ordenado. Quienes deciden animarse a vivir en lugares lejanos de sus familias y sus costumbres, para probarse y conocerse en situaciones extremas de soledad o relación con gente desconocida. Quienes se animan a separarse de la persona que por muchos años potenció la construcción de un yo propio que era menos propio que su propia cama. Su propia alma. Su propia respiración.
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Quienes tienen la necesidad profunda de crear y continuar creyendo en el arte, en las emociones y en las percepciones distintas de la realidad. Pues no pueden absorber el alrededor sin colores, sonidos y sentimientos que destrocen las paredes, los escritorios de trabajo y los principios estipulados antaño por personas que no viven más en el hoy. (Susurro) –Sin embargo, en el camino de lo analítico y lo formal, me encontré con mentes similares que destruyen lo estructurado para brindarle a la vida el toque distinguido de las emociones. “–¿Tienes secretos contigo mismo? –Diría que sí, aunque no puedo pensar en nada en concreto en este momento. Pero creo que los secretos son como misterios, cosas por descubrir, y hay lugares así en cada persona, lugares que tapamos, o que no somos conscientes de que los tenemos hasta que los descubrimos. Sí, tengo secretos conmigo misma. Todos nos auto engañamos permanentemente, es mejor dejarlo en claro. –¿Guardás secretos por la casa anotados en papel? – Sí. Pero creo que nada de forma totalmente literal. Seguro en el medio de alguna poesía, disfrazado de lo subjetivo, o en algún objeto que guarda historia, como una fotografía. –¿Cuántos secretos te contaron a lo largo del día? –Dos. –¿Y a lo largo de la semana? –Más de dos. –¿Cómo te sientes cuando te piden que guardes un secreto? –Depende el secreto. A veces me siento halagada, porque te otorgan una responsabilidad, un compromiso. Es como si esa persona te nombrara guardián de algo que quiere cuidar. Y a veces siento que hay cosas que mejor no saberlas. –¿Alguna vez te detuviste a pensar de dónde viene la palabra secreto? –No, la verdad no. –¿Has visto cómo se escribe? S-e-c-r-e-t-o. –Sí. Parece escupida. –¿Te parece una palabra bonita? –Sí, lo es. Es para que la susurren al oído”.
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Perdido Christian Ali Bravo
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AndrĂŠs Fuschetto
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o sé si vos lo sabés (ojo, no es un secreto tampoco) pero nunca jugué a la bolita. Nunca. Desconozco si fue por circunstancias generacionales o simplemente de contexto, pero nunca jugué. No vi a nadie hacerlo en la plaza de mi barrio ni en los recreos de la escuela, por lo que tampoco sé decirte cuántos jugadores se necesitan para arrancar una partida. Pero lo que sí puedo confirmarte (esto entre nosotros, así no se ofende nadie) es que es una actividad muy poco profesional o demasiado permisiva en tenor reglamentario. Porque según andan diciendo los que mejor me conocen, a mí no me gusta perder ni a la bolita. Entonces deduzco que es simplemente un divertimento de reglas flexibles/nulas, en donde solo una persona como yo podría irse a las puteadas, en caso de una derrota. Y vos mejor que nadie puede atestiguarlo: no me gusta perder absolutamente a nada. A nada. Porque bien sabés que si la suerte me es esquiva, puedo transformar una velada de vino y Carrera de Mente en una situación tan incómoda como insoportable: cara de culo, refunfuños esporádicos y unas ganas inevitables de que llegue la derrota para que ese maldito suplicio se acabe de una vez por todas. Y bien merecido tenés todo ese martirio, porque vos sos la única culpable en este lío: para que haya un perdedor (en este caso: yo), tiene que haber siempre un ganador (en este caso: vos). Vos, la misma que, estoica, te bancás solita los (mismos) desplantes, aún hasta cuando no tenés nada (pero nada en serio) que ver. Porque, explicame, cómo podés intervenir en los partidos de los martes. O de los domingos. ¿De qué manera? Decime cómo. Decime. ¿Hay algo en lo que vos puedas estar involucrada? ¿Vos sos la que no marcó al Turco, que entró solito y nos clavó sobre el final? ¿Vos le dijiste al Peluca que empiece a hablar boludeces para sacarnos del partido? ¿Vos te tiraste al piso inventando una falta para cortarnos la contra? ¡No! No. Ya sé que no. Y eso es lo que más me duele. Sé que no. Entonces termino perdiendo yo (literal). Y terminás perdiendo vos (literal, también). Porque una cena con alguien que no esboza una palabra, no es una cena. Porque una cena con alguien que lo único que mastica es bronca por la derrota no es una cena. O sí: es una cena perdida. Y me duele, más todavía, saber que de esas hubo varias. Demasiadas. Cenas, planes que en definitiva se desvirtuaron porque no me banqué perder en el fulbito de Thames o porque volví indignado (cuándo no) de las injusticias que acontecen en el verde césped de Dorrego. Pero esto no es lo peor. Aunque no me creas, hay algo peor, y son esas derrotas, primas hermanas de las mías, que me tocan bien de cerca por el puto sentimentalismo. Esas… Esas tampoco me gustan. Porque, al fin y al cabo también son derrotas. Y no las soporto, algo que vos comprobaste ao vivo. Todo arrancó con un inocente: “Preparemos el mate y vayamos a Grün, que juega mi hermano”. Esa excursión como pseudo-hinchas en un torneo amateur de fútbol, que terminó a los cinco minutos de empezado el partido con la amenaza del árbitro de no reanudarlo si yo no abandonaba el predio, creo, sería la mejor carta de (mi) presentación. El cobro de un penal desató en mí una catarata de improperios y gestos de mal gusto, tiñendo así una tarde de cielo azul, toda, toda de color rojo. Rojo estaba yo, de la calentura. Roja estabas vos, de la vergüenza. Y roja fue la que me sacó el árbitro. En mi defensa, solo puedo decir dos cosas. Una: no fue penal; sigo sosteniendo que no fue penal y que me traigan a Pierluigi Collina o a Castrilli para discutírmelo. Dos: el penal en cuestión no fue cobrado en contra de un cuatro de copas, sino de mi hermano, persona que no solo lleva mi sangre, sino que puede llevarse todo lo demás
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que de mí necesite. Por estos dos humildes pero loables motivos, creo, mi reacción está más que justificada. Además, ahora que lo pienso, vos no me podés decir nada. Porque mi relación con la derrota data de tiempos más lejanos que la nuestra… Mucho más lejanos. Es verdad que, muy a mi pesar, sus destinos se han cruzado frecuentemente, dado el estrecho vínculo que me une con ambas. Y como uno es preso de sus propias palabras, pero sobre todo de las que escribe (yo, por lo menos), es verdad también que, mano a mano, muchas veces, la prioricé a ella. Muchas. Muchísimas. Pero no todas. No todas porque (yo, por lo menos) todavía me acuerdo de ese día en el tejo de Monroe y Arribeños. Yo todavía me acuerdo de cómo te bailé en el primer partido (fue un 7-1, cómodo). Y, obvio, todavía me acuerdo de cómo venía rumbeada la revancha: yo ganaba 5-2, me encaminaba a una victoria aplastante y… y… y te vi. Te vi, entre el fastidio y la impotencia. Te vi cómo te enojabas con cada gol mío… Te vi y enseguida no te vi más a vos: la vi a ella. Ella apareciendo intempestivamente, viniendo sin que la llamen, quedándose aunque la echen. La vi a ella, desafiante y altanera, sin nada que ganar, con todo por perder. La vi a ella queriéndose quedar con nuestra tarde, como con tantos otros planes, como tantas otras veces. La vi a ella, te vi a vos… y me perdí. Todavía me acuerdo. Ese día, y hubiera preferido que no lo sepas, me perdí. Ese día me ganaste la revancha 7-5. Y también el bueno, 7-4. ¿Si me dejé ganar…? Já. Ese día, y contestando la pregunta, ese día gané. Gané viéndote reír, saltar, gritar y festejar por tu victoria. Ese día gané, perdiéndome en tu sonrisa. Ese día gané, perdiéndole el miedo a la derrota. Ese día, la que perdió fue ella.
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De bicicletas, aviones y camiones Andrea Leiva
Florencia Romero
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unca supo qué pensaste, nunca supo qué padre irías a ser, abuelo. Las tías cubrieron tu muerte y tu historia con un velo y tu verdad nunca pudo salir. No se te nombró más y ninguna de tus anécdotas lo abrazó. De abrazo solo le quedó un retrato sepia donde lo tenés amorosamente aupado y nada más. Papá pedaleó siempre entre brumas, sosteniendo ese mismo velo que nunca se animó ni pudo descorrer. Al principio estaba muy ocupado cuidando la fragilidad ajena, mientras él mismo se iba deshaciendo en dolor. En un viejo ropero le recordaban tu ausencia un par de polainas y tu reloj de bolsillo. La abuela, al minuto después de tu partida, comenzó su precoz y lento marchitar. Ni siquiera alcanzaron la belleza ni la juventud. Su familia la proveyó de un techo y de un torpe afecto pero también de una enmarañada red que le impidió rehacer su sonrisa. El pájaro gris de la locura revoloteaba sombríamente. Entonces tu hijo, ni bien dejó el guardapolvo escolar, se transformó en su vigía. Con una bicicleta enorme recorría la ciudad; un pibe cadete haciéndose hombre. Con inviernos crudos que morigeraba poniendo debajo de su abrigo, y bien apretados contra el pecho, papeles de diario. Después llegó su propia historia pero la tuya siguió injustamente oculta. Yo, una nena curiosa, lo lanceaba para que me hablara de vos pero cuanto más preguntaba, con más fuerza se aferraba a ese manto. Protegiéndose, protegiéndome. Caminando por entre tumbas una tarde
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de cementerio, quiso alejarme de la muerte y me llevó a ver unos monolitos con aviones de colores. Entre dientes me habló de vos y yo, con algunas películas de guerra encima, me inventé que un camión de combate protagonizaba tu final. Papá nunca pudo inventarse nada. Mi infancia se diluía entre bicicleteadas compartidas con él, cuando mis sospechas sobre algo oculto me llevaron a mirar con codicia una caja negra de madera con cerradura que estaba en el ropero (en otro ropero). Muchas veces revisaba allí sin pedir permiso; entre la ropa de mis padres se hallaban los elementos más variopintos: cajas de cartón con fotografías, recetarios de cocina, carteras y hasta tu vieja cámara de fotos, sí, tu Kodak, ¿te acordás? Pero tropezar con esa caja negra a la que nunca le había prestado atención, hizo que todas mis alarmas se encendieran. Intuí que debió haber sido tuya y que te habría sobrevivido junto al reloj, la foto y la cámara. Las polainas se perdieron en las mudanzas, lo siento. Con un cuchillo que aún conservo, violenté el cierre y ahí estaba. No me había equivocado en mis sospechas, aunque un amarillento certificado arrollado y con fría redacción me escupía en la cara que mi fantasías bélicas no habían tenido nada que ver. Un papel que me quemaba en la mano y que no pude mostrárselo. ¿Sabés por qué? Porque creo que fue el mismo crudo papel que lo había anoticiado de tu decisión. Tu muerte nunca se puso en palabras, nunca se la pronunció. Pura corrosión. Cuando ya pintaba sus canas, un viejo camarada tuyo agitó la niebla y le habló con otra verdad. “Lo que ocurre dentro de los cuarteles, m’hijo, siempre tiene una pátina de irrealidad”, dijo. Y que la bala que te llevó, vos no la buscaste. Eso también dijo. Pero ya era tarde. Demasiado tiempo de preguntas que apenas se esbozaban, de respuestas que nunca aparecían y de una oquedad que se había ido tallando cada vez más grande en su interior. Después, nueva vida tuvo en sus brazos: tu bisnieta. Y con ella a upa, salió a recorrer el barrio y a mostrarla. Y a mostrarle el mundo. Aunque ya estaba muy cansado. Un día no pudo más. Como muchas de sus mañanas, se subió a la bicicleta y pedaleó y pedaleó, hasta quedarse sin aliento. Después, voló. En mi desesperación le tiré un manotazo pero solo me quedó entre los dedos el velo. Lo hice un bollo, abuelo, y decidida, lo arrojé a la basura.
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Carta de comuniรณn Ro Cazado
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Ja Ant
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arece ser que el motivo de la presente carta es una fatalidad, un cierto determinismo o una de las formas de la gravedad. El tiempo, que es tan obstinado como incesante, me ha puesto en un lugar que no me pertenece y vos merecés saberlo. Primero quiero aclarar que en mi juventud era muy tímido, escandalosamente tímido. Pero ciertas circunstancias tiñen a cualquier espíritu, sobre todo a uno tan inoperante como el mío. Y lo que en un principio era una retención (eficaz) de sentimientos, pasó a un desbordante malestar. Una suma de injusticias me tuvo cautivo, y todo el camino que tramaron mis pasos me llevó por delante. Lo que se había tornado en odio pasó a la mansedumbre, a la resignación, a la sabiduría quizás. Pido perdón si me estoy adelantando, pero no lo puedo contener, esto me excede. Me excede de tal modo que lo estoy impregnando aquí sin advertirlo. No estaría mal entender que, solo sin la furia de las pasiones mataremos a nuestros tiranos. Creo que de algún modo esa frase es cierta, y cierto es también que no tuve el coraje de aplicarla. Todo comenzó en aquel febrero de 1994. Al comenzar mi carrera como escritor. Yo tenía 27 años y la falsa sensación de haber perdido al amor de mi vida. Si se considera que toda persona vive muchas vidas, no es errónea la observación. Pero a fuerza de inocencia lo sufría como si hubiese perdido ese único gran amor en mi única vida. Toda mi alma estaba involucrada en el proceso y ni una palabra salía de mi pluma por aquel entonces. Ahí fue cuando el compositor clásico y ex-amigo Bautista Marló se puso en contacto conmigo. Él estaba trabajando en una obra. Necesitaba que escriba la letra que iba a cantar un Barítono en el tercer movimiento. Desde ese momento dejó de ser mi amigo. La decena de años que supo acumular antes que yo, y una interesante carrera en la composición, me hacían verlo como un hermano mayor en el universo artístico. Si bien fui sincero al decirle que no estaba en condiciones de escribir, sus breves palabras de aliento me bastaron para asumir la responsabilidad. Algo bueno te va a salir, deslizó. Tenía un mes para presentarle un punto de partida, él siempre trabajó con mucho tiempo de anticipación a las fechas de entrega. Llegado ese día, como era de suponer, no tenía nada. Todo pequeño momento, todo rincón, todo colectivo, todo tramite en AFIP, toda fila en el supermercado Norte de la vuelta de mi casa eran lugar amigable para recordar mi amor perdido. Aquel día le expliqué a Marló porque no podía, le conté las tristes reflexiones en las que estaba embebido. Pero el insensible no dio el brazo a torcer. Con severa autoridad me dijo que no estaba a tiempo de pedirle el trabajo a otra persona y que me daba una semana más para entregárselo. Desesperado, casi huyendo de la situación, hice un repaso de las últimas letras que había escrito. Intenté evitar todo el chantaje emocional que vomité con mi colección de estados de ánimo. Fui tomando las ideas más afortunadas, algún verso asombroso y los adjetivos más felices que encontré. Al terminar de descuartizar dos poemas, una canción y el último párrafo
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de un cuento, logré armar una letra. A priori desprolija, pero me sacaba del pantano en que me encontraba y seguramente me daría una semana más de tiempo para trabajar en la letra de Bautista. El acontecimiento de la mañana siguiente fue la primera de una extensa serie de desgracias que me iban a tocar vivir. Ese cuerpo mal tejido, ese hijo del Dr. Frankenstein, esa letra con olor a muerto le fascinó. Dijo que era exactamente lo que quería, que tenía la fuerza de la convicción y lo dulce de la necesidad. Bautista Marló estaba completamente loco. Pero no iba a desconfiar de mi suerte, los dioses me estaban dando una mano. Así fue que la obra “El invierno es encantador” llegó al teatro Colón. Al recibir algunos halagos de los presentes no mostré signo alguno de orgullo, de hecho no mostré signo alguno de vitalidad. Reduje el malestar que sentía a una seña con la cabeza, por lo menos para dar una respuesta. Toda persona que halaga, inexplicablemente, espera una respuesta. Escuchar la pieza en vivo no me llenó el pecho de júbilo. Si no más bien un concreto desagrado, yo no escribí eso, lo uní y nada más. Bautista atribuía mi silencio a mi timidez. Yo sabía lo que estaba pasando. Después de unas cuantas funciones en el teatro, debo reconocer que sacando el tercer movimiento, la obra era buena. Me llegaron algunas propuestas laborales. Las que me interesaron fueron dos. Una revista de literatura que seguía fielmente me solicitó una tanka y un suplemento de cultura de un diario de gran tirada un cuento sobre el eje temático “el miedo”. El poema era un desafío precioso, el segundo estaba bien remunerado pero me restringía tener que escribir sobre un tema. Las fechas de entrega eran parecidas. Acepté los dos trabajos. Volqué toda mi alma en la composición de esa tanka, cada palabra, cada silaba. En uno de mis más bellos recuerdos, había retomado la concentración, estaba haciendo algo movilizante. Pulir esas palabras eran pequeños destellos para mí. Recuerdo que me volví irracionalmente optimista con la fecha de entrega del cuento, incluso noté que tenía 4 días para entregarlo cuando suponía faltaban once. Dado que desdeñaba la óptica política del diario, me propuse esquivar toda problemática. Pensé que cualquier cosa la pagarían. Resolví entregar un cuento viejo matizado con el primer borrador del poema. Y con unos retoques cercanos a la artesanía, le di la mínima forma que requería para aparentar hablar tangencialmente del miedo. Los resultados me llenaron de espanto. El editor de la revista me agradeció el compromiso pero me dijo que no iban a publicar la tanka. Mostrándose como un negligente intelectual. Por el contrario, el cuento fue publicado y luego de una injustificada buena crítica (y la ascendente fama de la obra de Marló) me ofrecieron hacer publicaciones bimestrales. Al cabo de un año, mi único trabajo estable era el despreciable diario. La editorial que trabajaba con el medio se acercó para proponerme publicar todos los cuentos en un libro. La propuesta económica era significativa y estaban apurados en cerrarla. Les dije que me interesaba, con la condición de que editen una novela en la que venía trabajando hacia seis meses. El agente comercial que vino a verme no podía tomar ninguna decisión, como todo agente co-
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mercial. Me dijo que tenía que hablarlo con el director. A los pocos días me llamó la secretaria de este último para coordinar una reunión. Esa tarde conocí a uno de los sujetos más enigmáticos con los que me crucé. Tenía algo. Moisés Aguer podía convencerte casi de cualquier cosa. No era la autoridad que la estructura institucional le otorgaba. No era la ostentosa oficina del piso 10. No era la estética de la secretaria, tampoco los 37 minutos de espera en los que me aprisionaron. Todas esas circunstancias son pequeñas miserias para mí. Ese tipo tenía algo. El Director exhibía síntomas de lo más extravagantes. Por empezar, tenía los ojos muy abiertos en todo momento. Gesticulaba efusivamente con la mano derecha, mientras que la izquierda permanecía inmóvil. Cuando parpadeaba, movía las orejas. Eludía la letra “S” con mucho éxito. ¡Prestarle atención era una aventura! Hacía preguntas sorprendentes. De hecho lo primero que me dijo cuándo entré a la oficia fue: –Sr. Kieergradt, ¿usted piensa que Shakespeare influyó en Kipling? Hasta ese momento nunca nadie había pronunciado bien mi apellido. No me tembló el pulso al contestarle que los dos eran escritores eternos, por lo tanto contemporáneos. No creo que haya ninguna influencia. El tipo se quedó callado mientras afirmaba con la cabeza. Acto seguido me propuso que le haga llegar la novela, que iban a publicarla junto al compilado de cuentos. Y que firmaría la aceptación de un segundo libro de cuentos si la editorial lo requería. La novela tuvo el piso de éxito esperable con la red de distribución y publicidad que tenía la empresa. Una desgracia. Los dos libros de cuentos agotaron las tres distintas impresiones que tuvieron. Otra desgracia. No había nada de mí en ellos, todos esos relatos los tomaba de la fuente de textos de mi adolescencia y posterior juventud para después limar algunas asperezas y adaptarlas al pedido. Nada me ligaba emocionalmente a ese trabajo, solo cumplía para cobrar. Quizás, pero solo quizá, mi error fundamental fue responderle sinceramente al Sr. Aguer cuando me preguntó sobre la metodología de composición de los cuentos. Me dijo que desde ese momento solo escribiría lo que él me solicitara, que no aceptaría ningún trabajo original. Quiero hacer un paréntesis aquí. Todas las gravísimas patologías que mostraba Moisés, que en un principio me parecían horrorosas, pasaron a resultarme simpáticas. El tipo lograba en sus formas alterar mi estructura psíquica. Contradiciendo así a mi psicoanalista o cualquier otro religioso. Para ese entonces él podía convencerme hasta de intercambiar saliva en un apasionado beso si me lo pedía. Yo diría que no desde luego, con una fuerte ilusión de solidez. Este tipo me tenía en sus manos y lo sabía. Diez años después de estos sucesos, ya te había conocido a vos Soledad y ya habían nacido
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Helena y Amadeo. Mi vida era otra pero el problema era el mismo. Todos los trabajos que me pidieron y envié a otras editoriales eran olvidados o no los publicaban. Todos los monstruos que Moisés me pedía recibían menciones o premios. Era insoportable. Cuando me informaron que estaba nominado a un importante, tal vez demasiado importante premio de literatura, me rendí. Decidí que no podía seguir viviendo con el peso de esta farsa. No era mi literatura lo que les interesaba, no era yo el que les interesaba. El trabajo que estaba haciendo era más parecido al de un carnicero y costurero que al de un escritor. No toleraba los halagos. Mis respuestas evasivas, por momentos irónicas, en las entrevistas eran consideradas partes de mi genio. Era un delirio lo que estaba viviendo. Hasta que pasó algo delicado, que no supe manejar con altura. Cuando ya estaba escribiendo mi renuncia a la nominación, explicando la clase de impostor que era, vino Helena, feliz, con la sonrisa más hermosa que una niña de ocho años puede tener. Me dijo que estaba contenta porque su maestra del colegio le dijo que su papá era un gran escritor y que iba a recibir un gran premio. El puñal de su dulzura, el filo de sus diminutivos, el horror de que mi hija estaba orgullosa de ese otro que habían formado sobre mí. ¡Helena le sonreía al carnicero! Cuando pude elaborar la situación, la resignación tocó mis puertas. Esta sí era una empresa que podía llevar adelante. Sí podía darle ese padre a Helena y Amadeo. Y así fue que ignominiosamente continué aceptando las directivas de Moisés. Y recibí el Premio Nacional de Literatura por una novela basada en un relato, lleno de ripio, sobre cuánto me gustaba el helado de Menta Granizada. Maquillado desde luego con concepciones del existencialismo y alegorías de la libertad. Acepté mi disfraz. Un periodista alguna vez me definió como un “Escritor Misterioso”, y puede ser que tenga razón. El motivo de esta carta es transformar el misterio en secreto. Alguien tiene que saberlo. Pero quiero dejar bien en claro el por qué: los chicos. Esta es la mejor versión que podía darles. La única diferencia entre la demagogia y la incapacidad es un hecho de conciencia. Y aquí lo expongo. Lo que vino después no hace falta que te lo cuente. Conjeturo que estas palabras son un alivio para vos también. PD: Nunca permitas que Helena y Amadeo lean esto, jamás me lo perdonaría.
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La luna los hará arrepentir Aníbal Mon
Guille Llamos
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cá en Punta Querandí, entre Tigre y Escobar, la tierra no sabe guardar secretos. El agua del Canal Villanueva acaricia la ribera, desintegra la costa con su tenue oleaje y revela misterios enterrados que cuentan historias de mil años de antigüedad. Flotando junto a botellas plásticas, de esas que arroja la gente y la marea arrastra, pueden hallarse trozos de vasijas milenarias de comunidades aborígenes que habitaron este espacio, huesos fosilizados de animales ya extinguidos y hasta restos humanos de pobladores originarios que descansan en cementerios ancestrales sepultados por la codicia y la ambición. No hace falta viajar hasta el Pucará de Tilcara, en Jujuy, o hasta las ruinas del Machu Pichu, en Perú, para descubrir vestigios de culturas exterminadas por conquistadores europeos que cuentan, en la actualidad, con europeizados mercenarios “made in Sudamérica” dispuestos a continuar su obra. A una hora del Obelisco, un grupo de descendientes de aborígenes quom, kollas y guaraníes conforman el Movimiento en Defensa de la Pacha (MDP). Esta organización lucha, desde hace más de una década, por preservar tesoros arqueológicos y sitios sagrados que aún subsisten, y que el insensible negocio inmobiliario impulsado por la desarrolladora Eidico pretende –y en parte consigue– borrar del mapa a fuerza de countries y barrios privados. Es una tarde invernal de sábado: fría, gris y mojada por una fina llovizna. Los mates semidulces y las esponjosas tortafritas cocinadas por el quom Alberto Aguirre ayudan a mitigar
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el hambre derivado de la falta de almuerzo y a combatir la baja temperatura reforzada por la humedad que arrojan el Villanueva y el Arroyo Garín, ubicado a solo 100 metros. A esa altura, la Pachamama o Madre Tierra, se había transformado en una capa de barro espeso que se pegaba en las zapatillas al deslizarse como por encima de una pista de patinaje sobre hielo. El porrazo era una posibilidad latente que, solo por azar o por malabarismo puro, no llegó a consumarse. Un bote amarillo propulsado por una soga que cruzaba de orilla a orilla fue el medio de locomoción para atravesar el Garín y desembarcar en Punta Querandí. Hasta hace no mucho tiempo, allí había un puente de metal que se derrumbó por el viento y la erosión lógica, pero que el Municipio de Tigre nunca volvió a colocar a pesar de los reclamos. Durante la navegación, dos mojarras medianas emergieron a la superficie de un salto, a modo de bienvenida. Atrás habían quedado los cinco kilómetros que separan aquel lugar de la localidad de Ingeniero Maschwitz (Escobar) y las diez cuadras por el fango de la calle Brasil. De la ronda de mate y de la charla participan Alberto, el quom de las tortafritas, y Valentín Palma Callamullo, un kolla de 31 años nacido en Parque Patricios pero que lleva en sus venas sangre andina. El joven acampa allí de manera permanente, junto a otros dos miembros del MDP, para custodiar el sitio sagrado de la amenaza Eidico, la desarrolladora dirigida por el empresario Jorge O’Reilly, que pretende utilizar esos terrenos –que dice propios– para construir un amarradero de yates destinado a los vecinos VIP de sus exclusivas urbanizaciones. Un alambrado, el canal, algunas garitas de vigilancia, cámaras de seguridad y una entrada
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protegida con barreras separan aquel campo minado de reliquias de las lujosas casas de los countries San Benito y Santa Catalina. Este último con nombre de mujer fue edificado –según estudios arqueológicos y relatos de habitantes de la zona– encima de los cuerpos de aborígenes sepultados en un cementerio de mil años de antigüedad. Así lo delata Raquel, una antigua pobladora del lugar que asegura que, cuando ella era chica, extrajeron del patio de su casa un cuerpo del enterratorio ancestral sobre el que hoy se levanta el barrio cerrado. Como si fuera una metáfora de la realidad, del otro lado del alambre niñas y niños de cabellos dorados suelen entretenerse de vez en cuando a través de un particular juego: “atrapar al indio”. La resistencia le valió a los integrantes del movimiento –que ya tramita su personería jurídica– ser víctimas de constantes intimidaciones y atentados contra las instalaciones del acampe y los sitios rituales. La más reciente fue una orden de desalojo “sumarísimo” dictada en las últimas semanas por supuesta usurpación. La defensa que encararon con sus abogados se basa en el derecho indígena, preexistente al derecho de la propiedad privada capitalista. Además de cuidar el lugar, la comunidad montó allí el Museo Autónomo de Gestión Indígena, oficia ceremonias ancestrales para cultivar la identidad y la espiritualidad y reivindica prácticas milenarias mediante la siembra de plantas medicinales, la alfarería con arcilla, la cestería con totoras y la construcción con techos de kapi’i ñarõ (paja brava en guaraní) y paredes de barro. Pero a pesar de todo, hay quienes se oponen a que esa tierra siga revelando sus secretos. “Lo que hay en este espacio son las reliquias y los antecedentes de hace unos mil años de los ancestros que pasaron por acá: los querandíes, los guaraníes, los chaná y timbú. El negocio
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inmobiliario dejó a la vista estos sitios arqueológicos, enterratorios y espacios sagrados para nosotros. Pero trastocó todo el territorio, lo destruyó, lo rellenó”, cuenta Valentín. A partir del 2000, con la obra de extensión del Canal Villanueva realizada para darle una salida náutica a los barrios de Eidico, empezaron a aparecer en la costa, por la erosión del agua, vasijas y restos de animales fosilizados. Frente a la presión de la comunidad, en diciembre del 2008, la empresa se vio obligada a cumplir con un trámite: contrató a dos arqueólogos que, en apenas diez días, extrajeron 120 mil piezas enterradas en una porción de terreno de tres metros por seis: 100 mil de fauna, y otras 20 mil de cerámicas y distintos instrumentos de hueso. Con esa fugaz intervención la desarrolladora dio por concluido el estudio del impacto arqueológico y los elementos extraídos nunca fueron puestos a disposición del Estado ni de la población para conocer más secretos que esos objetos pudieran revelar sobre el modo de vida y la cultura de los pueblos originarios. “Empresarios invasores, cual conquistadores de hace cinco siglos que con su accionar irresponsable de profanar sitios sagrados y vejar ancestros que estaban descansando, generaron este movimiento y nos congregaron acá. De alguna manera, esto fue como un llamado para nosotros”, agrega Valentín. Los que habitan hoy este lugar dicen que los espíritus de los ancestros se manifiestan de
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manera espectral para hacer tronar el descontento. “Allá por el 2010, cuando la zona aún no estaba alambrada y el Santa Catalina todavía estaba en construcción, Eidico había contratado a dos gariteros para cuidar sus posesiones. En las noches los vigiladores cruzaban el Villanueva con su bote y se quedaban con nosotros, en el fogón, porque decían que ni locos se quedaban en la garita… que dos espectros los perseguían y no los dejaban en paz”, cuenta Alberto. Además, relata que en una charla que dieron hace un tiempo en Maschwitz para visibilizar su lucha, apareció una señora y contó que su hija tuvo que vender la casa de Santa Catalina e irse de allí porque en la pieza de la nena menor de la familia se aparecían dos figuras. A raíz de esos sucesos, consultaron a curas y a brujos y la única explicación que les daban era que, cerca de ese lugar, en las vías del Ferrocarril Mitre, podría haberse producido algún accidente con víctimas fatales. “Cuando se enteró lo del cementerio indígena sepultado por el barrio dijo: ‘Ahora me cierra todo’”, expresa Alberto. También explica que es habitual para él y sus compañeros percibir figuras que los rodean, como protegiéndolos, y que, llamativamente, cada vez que los problemas los agobian, las soluciones y respuestas para seguir adelante aparecen “como por arte de magia”. “Una noche, estábamos acá con Graciela –otra integrante del MDP–, hacía un calor tremendo, no había una gota de viento y, de repente, la wiphala del mástil empezó a flamear sola. Estaba junto a otras banderas a la misma altura que permanecían inmóviles. Empecé a sacar fotos, Graciela se acercó y dice que sintió una energía terrible, se le paraban los pelos. Las fotos de ella salían como con una bruma de abajo. Al otro día, cuando le quisimos mostrar las fotos al resto, estaban todas negras, no se veía nada”, asegura Alberto aún conmovido.
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Para la espiritualidad aborigen, hay un ordenador cósmico que rige la vida, una justicia que imparte la naturaleza, la madre tierra y que llega, tarde o temprano. “La pacha es más fuerte, más sabia, es cuestión de tiempo nomás”, se esperanza Valentín. Este joven kolla que habita una especie de isla en el conurbano cree y confía en que el orden natural pondrá cada cosa en su lugar cuando llegue el momento y hará sentir su escarmiento. Él sabe que la luna rige el agua, los cursos hídricos y las mareas. “O’Reilly y estos empresarios inescrupulosos generaron un desastre y todavía no ha pasado lo peor. Hace unos años, acá hubo muchas lluvias, sudestada y una marea inusual que bajó del Paraná. Es cuestión de tiempo para que esas tres cosas coincidan otra vez. La gente que quede tapada por el agua va a saber dónde mirar. Lo espiritual, lo sagrado y las creencias juegan un rol, será como un escarmiento del todo y sería muy triste que pasara eso”, reflexiona. Es escaso el legado que dejó el pueblo querandí antes de ser exterminado por el invasor; todo fue destruido, aniquilado, guardado como un secreto, y son pocos los herederos de esa cultura ancestral. Pero para Valentín resulta paradójico que, entre las casi inexistentes huellas conservadas de la lengua de los querandíes, se haya preservado una frase, un maleficio. Antes de ser diezmados por los españoles, los aborígenes de esa etnia lanzaron esta amenaza, tendiente a impartir justicia, que aún aguarda ser cumplida: “Agassaganup O Zobá” o, traducida al castellano, “la luna los hará arrepentir”.
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Un secreto con pañuelo blanco Hernán Nemi
Andrea Bohnke
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n mayo último la Corte Suprema de Justicia de la Nación otorgó el beneficio del dos por uno a un militar condenado por crímenes de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura. Los jueces que votaron a favor de esa decisión fueron Elena Highton de Nolasco, Carlos Rosenkratz y Horacio Rosatti. Gran parte de la sociedad vivió con mucha preocupación esta decisión. Suponer que el beneficio de reducción de penas pudiera sacar de la cárcel a personas que torturaron mujeres embarazadas, violaron prisioneras, tiraron gente viva al mar y robaron y falsearon la identidad de niños nacidos en cautiverio, no puede menos que enojar y preocupar a cualquier persona bien nacida que habite la Argentina. Miles de argentinos se organizaron rápidamente para generar una gran movilización en la Plaza de Mayo, el miércoles 10 de mayo. Esa marcha resultará inolvidable por su momento final, en que todos los presentes levantamos pañuelos blancos y la plaza se transformó en una plaza blanca, como si todos por un momento fuésemos esas Madres y Abuelas a las que tanto admiramos, y de las que tanto hemos aprendido. De las que hemos aprendido, por ejemplo, que las grandes luchas se dan en la calle, poniendo el cuerpo. El resultado más importante de la movilización popular fue que el Congreso le puso freno al dos por uno. Hasta aquí no hay ningún secreto. El secreto llegó a mis oídos unos poquitos días después del acto, cuando conversé por teléfono con Norita Cortiñas, Madre de Plaza de Mayo Línea Fundadora. Nora es por excelencia “la Madre militante”. Además de participar de las marchas de los jueves, de los juicios y de todo acto de memoria contra el terrorismo de estado, Nora
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está al lado de los trabajadores echados, de los pueblos originarios que reclaman por sus tierras, de los pibes maltratados por la policía, de los presidentes destituidos en nuestro continente, de todos aquellos que sufren y solicitan su presencia. La pequeña Nora es gigante. Y plantea debates fuertes. Sostiene a capa y espada que los organismos de derechos humanos no deben “embanderarse” políticamente. Cuestiona que actúen murgas en el predio de la ex ESMA y defiende a Milagro Sala y sus compañeros presos, pese a no compartir la misma vereda política. No aceptó nunca subirse a los palcos de los políticos, fueran del partido que fuesen. El diario Página 12 informó el martes 9 de mayo que, en el acto contra el dos por uno del día siguiente, los organismos de Derechos Humanos darían a conocer un documento, que sería leído por Estela de Carlotto (Abuelas), Taty Almeyda (Madres) y Lita Boitano (Familiares). Norita no participó de la discusión y elaboración de ese documento pero el miércoles del acto fueron muchos los que le pidieron que ella también participara de la lectura de algún tramo del texto. Nora terminó de decidir que sí leería mientras realizaba el trayecto en tren desde Castelar (ciudad en la que vive) hasta Once. Porque Norita, a sus 87 años, sigue viajando en tren, colectivo y subte, casi todos los días de su vida. Evita decía que “donde existe una necesidad, nace un derecho”. Podríamos reformular la frase y afirmar que “donde existe una necesidad, está Nora Cortiñas”. Y podríamos agregar que llega en transporte público. Y que no le importa la distancia. –Te voy a contar algo –me dijo días después del acto, cuando la llamé por teléfono por otro asunto–. Yo no conocía bien el contenido del documento, lo iba a tener que leer muy rápido cuando llegara a la Plaza ya muy cerca del comienzo acto, y pensé que quizás no estaría mal
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agregar algo propio, cuando me tocara tener el micrófono. Por eso, mientras viajaba en el tren Sarmiento rumbo al acto, decidió arrancar una hoja de su agenda y pedir, a la señora que viajaba en el asiento de al lado, que le prestara una birome por unos minutos. En un par de estaciones de trayecto, mientras recibía saludos de algunos pasajeros que la reconocían y escuchaba los anuncios del vendedor de chocolates, escribió, con letra temblorosa por el movimiento del tren, las líneas que pocos minutos después leería en la plaza de Mayo, en un acto que congregó a miles de personas, del que se hizo eco el mundo entero y que fue capaz de torcer contundentemente una decisión de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. En la movilización, Taty Almeida inició la lectura del documento, ante miles de cuerpos que cubrían la Plaza de Mayo y las calles aledañas. Y cuando pasó el micrófono a Nora Cortiñas, antes de seguir con la lectura Norita a saludó todos los presentes, a quienes llamó “mis hijos e hijas del corazón”, recordó a los treinta mil desaparecidos (frente a lo que toda la plaza gritó “presentes”) e hizo oír con la garganta atravesada por la emoción el saludo que repite todos los jueves al finalizar la ronda: “Hasta la victoria siempre. Venceremos”. Tres veces repitió el “venceremos” y cientos de los que estábamos allí no pudimos contener las lágrimas, en tiempos en que las derrotas para el campo popular parecen ser más que las victorias. Luego sacó su papelito, les pidió a los presentes que repitieran con ella la parte final de cada afirmación y leyó las palabras que había garabateado en el tren: “Por los niños y niñas a los que les robaron su identidad y los entregaron a familias desconocidas, QUIERO Y QUEREMOS JUSTICIA. Por las Madres, hijos e hijas que fueron arrojados vivos al mar, como destino final, QUIERO Y QUEREMOS JUSTICIA. Por los que fueron torturados, asesinados y enterrados en fosas desconocidas, QUIERO Y QUEREMOS JUSTICIA. Por las familias a las que la desaparición de sus hijos e hijas les tronchó la vida, QUIERO Y QUEREMOS JUSTICIA”. Los presentes repetíamos con la voz quebrada y llorábamos como niños. Después continuó con el tramo que le tocaba leer del potente documento acordado por los organismos de derechos humanos. También Taty y Estela incluyeron apreciaciones propias, intercaladas con la lectura de sus respectivas partes. Este es el secreto mínimo que me contó Nora. El secreto sobre cómo nació un texto breve y potentísimo que escucharon millones de personas. Y este secreto dice para mí muchas cosas: Dice de la frescura, espontaneidad y creatividad incomparables que las Madres y Abuelas –las poquitas que nos quedan– mantienen vivas a pesar de los años. Ningún movimiento social ha sido tan creativo en la historia latinoamericana. Los pañuelos blancos como clave de reconocimiento entre ellas y frente al mundo, la decisión de caminar para sortear el estado de sitio que impedía reuniones en lugares públicos, la osadía de caminar en redondo para mantenerse siempre en el mismo lugar (y a la vez avanzar siempre, caminando derechito hacia sus objetivos, tan claros), las consignas breves y precisas… todo da cuenta de una creatividad y una potencia que estas mujeres no han perdido pese a haber pasado todas, largamente, los ochenta años.
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Dice también que cuando las convicciones son claras, no es necesario estudiar guiones, tomar clases de actuación o contratar publicistas extranjeros que escriban lo que debe decirse. La necesidad de una preparación minuciosa de los discursos indica falta de solidez y convicción en las ideas. Quien sabe lo que quiere, qué valores defiende y qué valores combate, siempre va a decir una palabra adecuada y coherente, aunque la piense en diez minutos de un viaje en tren y la escriba en una hojita prescindible encontrada en una cartera llena de cosas. Dice también que hay otra manera de construir lo público, lo social, la Patria. Que frente a la obsesión por las encuestas, las redes sociales, las poses para las fotos, frente a los fallidos viajes en transporte público, los inverosímiles toques de timbre o los estudiados abrazos a los pobres (y a pobres niños que con toda su intuición de niños suelen huir de esos abrazos), frente a todo eso, es posible decir y construir de otra manera, desde otro lugar… el de la lucha, la calle y la coherencia. Y esa coherencia hace innecesarios los asesores de imagen y los escribas a sueldo. Y dice algo más. Dice que en una Argentina donde la desmemoria, la impunidad y la injusticia buscan instalarse, esta vez ganaron los buenos, los más sencillos, los transparentes. Los que dan testimonio con su vida. Ganó el pueblo. Ganaron las Madres. Ganó Norita.
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SofĂa Martina
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e los viajes en auto de la infancia me quedaron millones de imágenes. Siempre enmarcadas en el brillo metálico que bordeaba la ventanilla trasera del Torino Gran Rutier azul de mi viejo. Era como un plasma de 50 pulgadas a la realidad. Épocas en que la mirada es toda metáfora. Un encadenamiento de mundos gigantescos, indescifrables, que dan terror y pasión a la vez. Mis viejos nos llevaban a todos lados, con mi hermano mellizo, en el asiento de atrás que era grande como un sofá de cinco cuerpos, todo tapizado en cuero negro. Cuando hacía mucho calor la cuerina se te pegaba a las piernas y hacían ruido a sopapa. Siempre fui de observar. Me sentaba del lado que daba a la vereda, de ahí veía mejor. Nunca fui de hablar mucho, pero todo lo que absorbía por esa ventanilla me maravillaba: las formas de las casas, los autos que pasaban, los perros, las personas, el ruido de los colectivos, esa ilusión que pareciera hacer andar a los autos estacionados; debajo de mi corte taza volaban libres millones de historias. Pero era lo que leía en los carteles, en los afiches, lo que más me invitaba al viaje, lo que atrapaba mis inquietos ojos marrones. Había frases que desconcertaban mi poca literalidad y mi excesiva lateralidad y me llevaban a enroscar las frases que veía en los carteles que pasaban en continuado a través de mi ventana. Había muchos pero recuerdo con fuerza tres. Uno lo descubrí cuando volvíamos del cercano Oeste por Juan B. Justo, casi llegando a la cancha de Vélez, después de salir de la Gaona. Volviendo de visitar a familiares en Haedo. Esperando en un semáforo, vi un local de esos que parece que nunca avanza en el tiempo, una cerrajería seguro o una ferretería despoblada tal vez, pero lo que hizo explotar la sinapsis infantil fue ese cartel pegado con cinta scotch amarillenta del lado de adentro de la vidriera: “Cambio de Firma” ¡Waw! ¿¿¿Qué es eso??? ¿Qué hacen en ese negocio? ¿Es una oficina en donde uno lleva su firma personal y se la cambian, como si fuera una peluquería de iniciales? Me aparecieron imágenes de oficinas laberínticas burocráticas de color marrón, como las de Banco Ciudad iguales a las que veía cuando acompañaba a mi vieja a hacer algún trámite. Había mostradores altísimos y personas a las que solo se les veía la cara y hacían un ruido tremendo con las teclas de la computadora, que retumbaban en el eco siniestro de esos gigantescos halls de espera. Esas personas sin alma, sin un ápice de felicidad decidían el futuro de la firma de cada persona. Me horroricé. Le temí al gigantesco aparato del estado. ¿Cómo estaba permitido eso? ¿Y si a uno no le gustaba la nueva firma que le daban? Yo estaba encantado con mi creación (todavía hoy uso la misma, una “P” y una “A” apuntando filosas hacía el cielo). Me había llevado todo una tarde diseñarla y repetirla hasta la perfección. ¿Cómo se podía ir contra eso?, Cómo podían… venderlo... así sin más, con un simple cartel hecho a mano, ¡qué atropello! Me indigné. Al llegar a casa guardé, concienzudamente, todos los borradores de mis firmas. A la segunda frase me la encontré en un kiosko. Creo que esperábamos que mi madre volviera de comprar algo u otra vez el transito nos había depositado ahí para una nueva lección. La cuestión es que pegado sobre una de las paredes, justo arriba del afiche de los helados Noel, tapando la parte de los cucuruchos carísimos rezaba en color rojo: “Vendo fondo de Comercio”. Así, con mayúscula en comercio... Y uno que absorbía todo y que la palabra de la maestra era santa, sabía que las mayúsculas se usaban para nombres propios y países. No entraba ese Comercio en mayúscula, amenazador y altanero en mis reglas. Y ahí aparecía la ametralladora
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de preguntas. ¿Vendían una persona, en el fondo?, ¿vendían las partes últimas de una transacción?, ¿qué sucedía en la parte trasera de ese negocio? La parte de adelante era solo mampostería, un decorado como el de los títeres, como el de las películas de vaqueros. ¿Qué sucedía realmente en ese fondo larguísimo, casi infinito? Solo imaginaba un hombre de pelo largo gris, sentado, ofreciendo vaya a saber qué cosas turbias, como un malo de película de súper acción. No podía desentrañar de qué fondo se trataba. Me resultó tenebroso, de película de terror en blanco y negro. También: ¿quién compraría algo así, en esas condiciones, qué querían esconder, qué ocultaban en ese misterioso fondo de comercio? Cual pequeño mecanismo de defensa miré para otro lado intentando olvidarlo todo. Me corrió escalofríos por todo el cuerpo. La tercera y no vencida, y no la última, pero la que más me adentró en sus ribetes metafóricos, extradiscursivos, metatextuales, etc. La que descubrí en la esquina de la Avenida Alberdi, creo que llegando a Bruix, nombre increíblemente gutural y cargado de magia para una diagonal. Era una fastuosa carnicería que más que carnicería me pareció una juguetería, un expendio de artilugios de juegos para vacas o para el campo, en el que se veían vaquitas pastando, corriendo y, adentro, detrás de tanto poster, una luz violeta hacía suponer que estaban pasando una película, seguramente de vacas. Y ahí, otra vez, fue la improvisación de un cartel escrito a mano alzada... Esta vez tenía los renglones trazados con una sutil línea gris casi imperceptible, un largo y fino estante, endeble pero poderoso para cargar esas palabras que todas juntas despertaron la mayor de mis intrigas infantiles: “Aquí encuentre el Verdadero SECRETO de la Milanesa” Otra vez las mayúsculas, otra vez los nombres propios, otra vez el tornado de preguntas. ¿Quiénes serán esas personas que poseen la mayor de las verdades? Milanesa le decían algunos a mi padre pero por ahí, seguro, no iba la cosa. Verdadero era algo muy potente, casi bíblico, parecía como una frase sacada de los libros que leíamos en el colegio. Así podría empezar cualquier nueva historia del Ratoncito Feroz. Pero fue esa palabra, que estaba sola en su renglón, repasada dos o más veces con marcador negro, la que parecía sobresalir y pegárseme, la que parecía incrustarse en la ventanilla del Torino, invitándome: “S E C R E T O” toda en mayúsculas, un poco separadas entre sí... ¿Qué era eso? ¿Era una palabra? ¿Era el nombre de una sociedad de superhéroes, o de villanos, de personas reunidas con túnicas negras al rededor de una carne apanada? Las mejores milanesas las hacía mi abuela. Eran las mejores de todo el mundo. ¿Mi abuelita sería parte de ese pacto? ¿Ella conocería ese secreto? ¿Qué tenían que ver las vacas felices de los posters? ¿Eran sus mascotas, sus animales de sacrificio? ¿Eran una Legión a lo largo del mundo, tenían un cuartel secreto como el de los Súper Amigos, un jet invisible? ¿Era mi abuela y todas las abuelas del mundo súper heroínas de la Milanesa, eran como la Logia Lautaro de San Martín, era mi abuela una agente 99 del recontra espionaje de la milanesa, era esa comida como una espinaca de Popeye que nos daban a los niños para ser los súper hombres del mañana? ¿Cómo era que uno se podía hacer de ese secreto? ¿Había un ritual, había que caminar sobre cenizas, nadar en piletas gigantes de huevo y perejil? ¿O no? Maldita sea, pensé en un instante de temor, yo ayudaba a hacer las milanesas. ¿Me convertía eso en cómplice o en miembro? ¿Dónde podía reclamar mi pertenencia o mi expulsión? Esta
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vez no solo era el pánico, era emoción. Yo quería ser parte de ese mundo mágico. Sería el niño más feliz si podía ser el Robin de mi Batiabuelita, saldríamos a cazar a los malos, le diría “santas milanesas, Abue”, treparíamos por su gigantesco edificio de azulejos naranjas, entraríamos a su baticasa y ella me recompensaría con ese bocadito único y celestial que preparaba con lo que quedaba del pan rallado y la mezcla de huevos. Era ese el “S E C R E T O”, como un medallón al valor de los iniciados. Yo quería saberlo todo, quería que confíen en mí. Yo ya era un niño grande, capaz de enfrentar cualquier desafío. El Torino arrancó y al ratito llegamos a la casa del tío Tito y comimos un asado. Después de muchos años esa carnicería fue un videoclub, después una fábrica de sofás. Ahora venden autos usados, mi abuela ya se fue y las milanesas nunca volvieron a ser tan ricas y especiales. Dónde habrá dejado la abuelita el verdadero secreto de la milanesa. Todavía sigo buscando…
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Secretos desde el lejano Instagram Rosario Arce
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onrisas por doquier, humor, picardías y juego, por sobre corazones heridos que no pueden abrirse a lo nuevo. Alas pidiendo volar, frente a una soga que amarra. Miedos queriendo aflorar, encerrados en una cámara. Personas que están allí, a través de una pantalla. Abrazos que no se sienten, palabras vacías que matan. Humor, picardías y juegos, sobre almas vulnerables. Desde pedestales inseguros, asquerosamente detestables. Secretos que nunca se cuentan, no se escriben ni comparten.
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Secretos que no colaboran en construir perfiles deseables. Imágenes que siempre mienten, que no muestran lo que narran. Personas que dan la espalda y enceguecen sus miradas. Humor, picardías y juego. Sexo, rutina y coraje. Mentiras de un universo, absolutamente descartable. Vidas enteras condicionadas a contenidos ilusionantes. Atracciones de cartón, siempre al principio fascinantes. Secretos que andan por la calle, detrás de un par de auriculares. Humor, picardías y juegos, ocultando historias miserables.
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El día que Jesús entró en mi casa Juan Solá
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l día que Jesús entró en mi casa, mi papá no se dio cuenta. Es que Jesús no es muy parecido a las fotos que le sacaron para las estampitas, ni anda vestido con ropa de marca, ni le salen rayos de sol por la cabeza ni rayos de luna por el corazón, que mi mamá me explicó que es Sagrado porque las personas buenas tienen un corazón de oro, entonces el de Jesús, que era más bueno que todos los buenos corazones juntos (contando los de los Power Rangers y los Thundercats) era Sagrado, porque valía más que el oro. Pero mamá tampoco reconoció a Jesús el día que entró en mi casa, no supo ver que ese hombre que venía a visitarnos era el mismísimo Cordero de Dios, y eso que el día que llegó llovía a cántaros pero el agua no lo había tocado. A mi mamá le daban mucha vergüenza las visitas inesperadas, sobre todo si eran de la iglesia, porque nuestra casa es muy chiquita y siempre hay que estar barriendo y regando el piso, para que no se levante polvo y las visitas terminen tosiendo y qué vergüenza, qué vergüenza, si por culpa del piso de tierra Jesús se ponía a toser. Mamá le ofreció un té y Jesús se lo aceptó y ahí nomás ella se puso a amasar unas tortas fritas, como para acompañar el té, porque como ya sabemos todos, cuando el té se toma solo, el estómago gruñe como los perros atados en los fondos de las casas. Llega un momento en la vida en que Dios nos llama para pelear de su lado contra las fuerzas del mal, dijo Jesús mientras se tomaba el té, que dijo que estaba bien dulce.
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Yo lo escuchaba muy atento, con los ojos fijos en su ropa bien negra y limpita, en su rosario de oro, en los botones infinitos que morían en el cuello, que se parecía al borde de una taza de porcelana a la que se le salió un pedacito de pintura. Cerraba los ojos, porque así podía imaginarme más clarito las cosas que nos contaba sobre Dios. Hablaba tan lindo que todos supimos que lo que decía no podía ser mentira, que Dios me estaba llamando como Zordon había llamado a los Power Rangers para defender la Tierra, en este caso, de las maldades que hace el Diablo, que mi mamá me contó que era un ángel que quiso ser como Dios y por eso lo castigaron, porque como ya sabemos todos, querer ser como Dios alcanza para ganarse una penitencia. El día que entré a la casa de Jesús, pregunté si me tenía que sacar las ojotas, que estaban llenas de barro porque en mayo llueve bastante y hay días que pareciera que llueve más adentro que afuera. Jesús me sonrió, me dijo que pase y me lavó los pies con agua tibiecita. Me explicó que me había elegido a mí porque en mis ojos podía ver que era distinto a todos los otros nenes de allá, del paraje, que hacen tantas travesuras porque a sus mamás las visitaba el Diablo. Jesús me cuenta que los niños como yo somos la encarnación de los arcángeles que bajaron a la Tierra para sembrar el amor y el cariño. A veces, casi siempre, me da mucha vergüenza cuando dice esas cosas porque es el único que piensa así.
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Me gustaría que un día me acompañes a la escuela, Jesús, le digo. Allá nadie se da cuenta de que los niños como yo somos la encarnación de un arcángel, entonces no me quieren, casi siempre me empujan y nunca me invitan a jugar. No les gusta prestarme las cosas y todo el tiempo me dicen que yo tengo que ir al turno de la tarde, que es el turno al que van todos los pobres que no tienen plata y a la mañana tienen que vender diarios en Avenida Maldonado. Y entonces Jesús me sube a su regazo, me abrazo, me besa y me hace cosquillas con la barba y me dice “no te preocupes, Joaquín, yo te acompaño a la escuela todos los días”. Pasa que es muy poderoso Jesús, más o menos como una fusión de Gokú con Vegeta, entonces por eso puede estar en muchos lugares al mismo tiempo y así me cuida. Por eso cuando me abraza tiemblo un poco. Yo le prometí a Jesús que no le iba a contar a nadie que él me quiere un poquito más a mí que a los demás, porque a Dios no le gustan los niños vanidosos. Le juré que no le iba a contar a nadie que él era Él, porque en estas épocas la gente ya no cree en casi nada y Jesús no quiere que los demás piensen que estoy loco o que soy un mentiroso. Además, a mí me gusta estar con Jesús, ayudarlo con las cosas de la parroquia, quedarme después de la misa. Él me da de comer y me cuida porque sabe que en mi casa nadie me apresta atención. Yo sé que nadie te presta atención, me dijo Jesús; por eso sos tan especial. Me gusta estar con Jesús, menos los días que está nervioso y me reta y me agarra fuerte del brazo. Igual, nunca me dejó ninguna marca. Me agarra fuerte para que le haga caso. Algunos días, Jesús no es tan bueno conmigo, pero yo no me pongo triste y ya casi no me dan ganas de llorar. Yo lo tengo que ayudar, porque él a mí me ayuda mucho. A veces Jesús me da comida y ropa para llevarle a mi mamá. A veces Jesús me da besos como los besos que se dan los novios y eso no me gusta, pero yo no me pongo triste porque él me eligió a mí. A veces nos bañamos juntos, para que me bautice. Me tengo que poner mucha agua bendita, porque Jesús dice que allá, en el paraje, el Diablo anda rondando siempre y hay que estar preparado. A veces Jesús me saca fotos. Me prometió que cuando vuelva al cielo se las va a mostrar a Dios. No le cuentes a nadie que sos mi preferido, me dice Jesús. No quiero que seas vanidoso, repite, y yo digo que sí con la cabeza y guardo el secreto y me enjuago el jabón de los ojos y
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pienso si Dios serรก capaz de ver los momentos secretos que duermen en la foto muda de un nene al que nadie le presta atenciรณn.
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Obscenidad Eva Iglesias
Soffi SurferRosa
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ilencio. Cierra la boca. Calla los oídos. Venda los ojos.
Tiembla de miedo en ese preciso hueco donde se esconden millones de emociones a punto de ser descubiertas por un extraño que se dispone a observar sus miserias, su hermosura y su inocencia. Quizás ella no tenga idea de lo que está sucediendo realmente. Mejor dicho, sí la tiene, es probable que no sea la conciencia de lo que ese otro tiene como objetivo. Se estremece entre sollozos, más silencios, pavor, vergüenza, drama, miedo, un sinfín de sensaciones en instantes efímeros. El tiempo se detiene como si fueran horas. Fueron simples minutos de humillación, desconcierto, violación, ultrajo de sí misma. Se pregunta por qué nadie escucha esos gritos silenciosos que le salen desde el medio de sus entrañas. Por qué siendo alguien indefenso, con una edad inocente y corta en la cual el mundo debería defenderla, todos se ocultan tras los disfraces de una vida complicada y ensimismada en cuestiones más importantes. Por qué ese sujeto se obsesiona tanto con desnudarla y llegar a hurgar tan profundo para llevarse una parte de ella. Cuál es el sentido de tanta desfachatez con un ser tan pequeño. Muchas preguntas. Una respuesta inminente. En ese momento comprende el poder que tienen las miradas y cómo en realidad los ojos nos muestran la esencia de las personas. Sucede que tamaño aprendizaje se presentó siendo apenas una niña que empieza a descubrir el mundo, motivo por el cual no comprendió lo sucedido entonces.
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Un baño, una puerta que permite la visión de una persona alta. Ella ahí, sentada tratando de ocultarse de esos ojos inquisidores, negros profundos, que llegaban a su cuerpo como si fuesen las manos de alguien que la manoseara, como si una boca susurrara en sus oídos la cantidad de cosas que le haría si pudiera. No necesitó que la toquen para saber lo que era la sexualidad de otro desenfrenada y con ganas de saciar su sed violenta, perversa, obscena. Llantos escondidos. Sus gritos no se escuchaban, su voz estaba trunca. Las piernas ya dormidas de estar sentada y tiesa esperando el fin de ese momento. Temblaba de miedo de que ese tipo pudiera abrir la puerta y ella se convirtiera en una presa fácil. Sus plegarias fueron escuchadas. Se fue. Esos ojos malditos se retiraron de allí, con la misma impunidad con la que habían llegado. Respiró. Empezó a llorar en un silencio mayor al anterior, con angustia y temblando como si tuviera fiebre. Tenía que enfrentar una realidad mayor, las preguntas que a continuación llegarían cuando le vieran la cara. Imposible disimular el llanto y lo vivido. Su transparencia era una de sus cualidades. ¿Qué decir? ¿Cómo hacer para no preocupar a quienes con todo su amor la cuidaban de cualquier mal? ¿Sobre todo los de ese tipo. ¿Cómo puede haber sucedido tal cosa estando sus guardianes tan cerca de ella? ¿No lo pudieron percibir? De alguna manera era primordial proteger a los otros de los males, sobre todo si tenía que ver con ella. Y ahí fue, con una fortaleza de esas que igual muestran dolor y drama con un cuento chino, un abrazo y una palmadita: “estoy bien, sólo que se me vino a la mente lo del otro día, no puedo creer todavía lo que paso”. Mentira. Hablaba de un hecho que los tocaba
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a todos de costado, por al lado, pero no era directo. Sacó la pelota del campo de juego y supo que ese sería el secreto mejor guardado en toda su vida. Aún sabiendo que a ese sujeto que la intimidó lo seguiría viendo durante mucho tiempo en el mismo lugar. Con la precaución de no ir nunca más a ese baño maldito que la mantuvo cautiva durante esa efímera eternidad. Guardamos secretos por vergüenza, por miedo, por protección (propia y ajena). Guardamos los de otros y los llevamos como tesoros que nos confían. Porque en definitiva eso son un poco, pequeños tesoros que nos muestran quiénes somos y lo que escondemos. Cuando abrimos ese cofre dejan ya de tener ese sentido oculto y misterioso, nos volvemos más transparentes y auténticos. Ojalá todos tuviéramos el valor de abrirlo y poder sacar afuera esos monstruos que se esconden y nos ocultan de nosotros mismos. Quizás la carga sería más liviana y la vida más sencilla.
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Lo que tengo derecho a saber Azul Zorraquin
Leandro Silva
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avier,
Te voy a decir casi todo lo que nunca te dije. Porque me cansé de fingir, y estoy harta de mostrarme radiante cuando me estoy muriendo por adentro. Me cuesta decirte todo esto porque más fácil es no decir nada. Como hacen todos los que se comportan como muñecos. Y no te estoy hablando solo a vos. También le hablo a Jaime, a Julián y a José. Y además me estoy hablando a mí misma, porque necesito poner en palabras lo que siento. Era verano y yo creía que nos estábamos enamorando. Sonaban temas de Gilda y vos estabas todo sudado pero a mí no me daba asco. Estabas negrito y te habían salido pecas en la nariz. Después fue invierno, y también creí que nos estábamos enamorando. De tu boca salía un humo parecido al de mis cigarrillos y tenías la piel seca como un reptil. Y aún así, tu piel, que cambió de color y textura, me seguía calentando. En esos días, nada en la vida podía hacerme más feliz que estar con vos; ahí, tirados en el sillón, esperando a que las horas pasen y nada más. Literalmente nada más. Después, la energía de las estaciones me hizo entender que mi percepción de la realidad no tiene nada que ver con algo real; es pura imaginación, ¿o ficción? ¿O será que vos me hacías creer todo eso? La cuestión es que, de mí, nadie se estaba enamorando. Recién ahora lo veo con claridad. Llegué a la conclusión de que si te digo todo esto, si se los digo, quizás consideren cambiar su manera de relacionarse. No pretendo gestar una división machista-feminista; estoy hablando sobre mí en particular y me estoy dirigiendo a vos y a todos los hombres que me
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lastimaron. Jaime, Julián y José son solo algunos en la lista. ¿Sabés lo que pasa, nene? Quiero un mundo más sincero. Donde todos nos digamos la verdad, en la medida en que no sea mortalmente dañina. Que la verdad no duela, que sea moneda corriente. Que si me querés ver y es cierto, que me lo digas, Javier. Pero no me mientas. No me digas que “no podés esperar” a festejar conmigo porque veo que podes esperar, y mucho. Podés esperar a que me consuma y después me prendan fuego y me convierta en cenizas. Total a vos no te importa; vos vas a seguir jugando al fútbol y posteando fotos en Instagram mientras yo reposo en un frasco. Nadie te obliga, corazón. Las cosas como son. ¿De dónde surgió el chamuyo moderno? ¿Quién se los enseñó? Yo entiendo que a veces haga falta disfrazar, porque sin estrategia, no hay deseo (¿en qué momento nos volvimos tan rebuscados?). Pero yo soy más simple y sincera. Y decorar no es lo mismo que inventar. Yo nunca te diría que quiero verte si no es cierto, nunca pasaría el rato con vos si no me gustaras. Pero, ¿vos? Vos sos un barrilete. Y me mentiste, pibe. Eso no te lo perdono. Me vendiste más humo que la fábrica de Marlboro. Me dijiste que algún día iba a ser tu novia. También me dijiste que la pasabas bien conmigo y eso se veía; porque eso brilla en los ojos. Por más de que suene trillado, yo miro muy profundo a los ojos. Y creo leer esa paleta de tonos que siempre es única y compleja. Tus ojos son verdosos pero tienen unas manchitas color miel, ¿sabías? ¿O será que yo uso una máscara desde que nací? No entiendo. Ya me mareé. Yo me creí todo. No por boluda, sino porque a mí me enseñaron a decir la verdad. ¿Te acordás cuando apoyé mi cabeza en tu pecho y sentí tu corazón? Era real. ¿Y qué hay de cuando te presté mi cepillo de dientes? También usaste mi toalla para bañarte y comiste en mi casa la comida que te cociné y usaste mis tenedores. Me contaste tus teorías sobre la muerte y eso fue como una especie de pacto entre nosotros para vivir. Ahora pienso que todo eso fue una ilusión. Que quizás no exististe nunca porque todo era un chamuyo, y eso en la modernidad significa aire, nada, humo. Fue todo parte de una mentira colectiva aceptada que consiste en hacerme creer a mí –y quizás a miles más, levanten sus manos– que hay “algo”. Pero al final no hay “nada” porque nada de eso es real y todo se ve condensado en la pantalla de mi celular que sigue negra, esperando eterna e inútilmente que tu nombre la ilumine. Y ese día no llega. Lo único que espero es que esta decepción algún día tenga sentido; que sirva de algo. O por lo menos que sirva para que nunca más le crea nada a nadie. Ni que la tierra es redonda ni que el chocolate engorda. Y quizás todo lo que digo ni siquiera tenga mucho sentido tampoco, porque al final lo que más extraño es tu risa, Javi. Pero también extraño los brazos de Jaime, las cejas anchas de Julián y el labio partido de José. Esa es mi venganza, bebé. Ojalá pudiera armar una ensalada y comérmelos a todos, antes de tirarme a tomar sol en una playa de Mal País, mientras los árboles me ven crecer. Total, a pesar de todo –y por suerte– siempre cuento conmigo misma. Ese es mi secreto.
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Corona de flores amarillas J.C. Guinto
Luciana Torrillo
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o encontré arrastrándose entre las plantas del patio de una casa abandonada. Era torpe y rojizo. Agarré al pequeño con las manos y lo llevé a mi habitación. Dentro, lo escondí bajo la cama en una caja de zapatos. No le conté a nadie mi descubrimiento, ni siquiera a la Chiquis. Me lo pasaba jugando con él, lo hacía dar vueltas en el tren eléctrico y pelear contra mis caballeros de plástico. A veces chillaba cuando tenía mucha hambre. Lo alimenté con grillos que atrapé en el patio. Mordía mis dedos con furia, pero no me hacía ningún daño. Por las noches cerraba sus ojos y se le calentaban sus manos arrugadas. Mudaba de piel a cada rato, y dejaba los restos esparcidos en el suelo que después yo tenía que barrer y tirar. Los días pasaron y una tarde papá entró a mi habitación a saludarme. Preguntó cómo había estado la escuela y por qué ya no salía con amigos a subir los cerros o nadar en el río. Contesté muy serio que estaba bien, pero ya no aguantaba a mis compañeros. Papá rascó su cabeza, torció la boca y se me quedó mirando largo rato. Después suspiró, acarició mis cabellos y se fue. Saqué la caja de zapatos y me puse a jugar. Los grillos eran su comida favorita, se los tragaba a prisa, sin masticar. Tenía los ojos rasgados, casi inmóviles, a veces se le veían negros, otras veces rojos. Tiempo después, comenzaron a brillarle por las noches. Lo tomaba entre mis brazos y me le quedaba viendo, sentía como si
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me encontrara en el agua, flotando en un río de luces. No oía nada. Su cuerpo era frágil, tibio. Debía protegerlo. Le puse un nombre: Colorado. La prima Chiquis me habló por teléfono para ir a matar sapos. Pero no quise hacerlo. Ándale, insistió, hay un montón de renacuajos en las charcas, listos para apachurrarlos. Dije que no y colgué. Papá me miró de reojo. Subí las escaleras y entré corriendo a mi habitación. Una hora después tocaron la puerta, era la Chiquis. Entró con las manos en la espalda. No dijo nada y me dio una piedra. Sonrió. Le dije que saliera. Acercó su cara risueña a la mía, olía a chicle. Me dieron muchas ganas de contarle lo que había pasado, dudé, pero no lo hice. Él era mío. ¡Tonto!, gritó la Chiquis, y se fue dando un portazo. Esa noche dormí mal. Por la mañana salí de casa con un mal sabor de boca. Ya no soportaba alejarme de él, contaba las horas que faltaban para salir de la escuela e ir corriendo a verlo. Las clases se me hacían eternas, no escuchaba a nadie, solo veía el lento avance del reloj. Un día los grillos fueron insuficientes y le di trozos de manzanas, pedazos de milanesa, papas fritas. No dejaba de abrir su boca y de chillar por comida. Sus dientes se le hicieron grandes y afilados. La piel le brillaba y su cola daba latigazos. Le di pizza, empanadas, helado de pistacho. Colorado creció, lo tuve que meter por las noches al armario, entre la ropa. Le salieron garras en las manos, alas en la espalda y cuernos en la frente. Le daba toda mi comida. Adelgacé. La Chiquis dejó de hablarme por no ir a matar sapos. Mamá se preocupó porque ya no miraba la televisión, entró al cuarto a preguntar cómo estaba. Recogió los juguetes del suelo y los guardó en el baúl, por suerte no se asomó al armario. Tuve miedo que lo hiciera, o que escuchara chillar al Colorado. Cuestionó por qué ya no salía a atrapar libélulas y por qué me encontraba tan flaco. Estaba sentado en la orilla de la cama. Vi su cara, el vestido azul. Contesté enojado que me habían dejado mucha tarea y tenía que terminarla, lo dije a prisa porque el Colorado asomó su cabeza detrás de ella, y abrió la boca, como si quisiera morderla. Mamá no se dio cuenta, solo se turbó por lo que dije, tronó los dedos de sus manos, quiso decir algo, pero salió sin abrir la boca. Respiré de alivio. Una semana después se me cayó el pelo. Me llevaron al doctor, me recetó pastillas, buena alimentación y descanso. Pero no hice nada de lo que ordenó porque el Colorado se comió al perro del vecino, le sacó las tripas a la gata que se paseaba por la ventana, y cortó las cabezas de
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un montón de palomas que desangraba en mi cuarto. Trataba de que nadie lo viera, y metía los restos de sus matanzas en bolsas negras que sacaba de noche. No fue fácil limpiar la sangre en el piso. Me di cuenta de que era imposible seguir manteniéndolo oculto en mi habitación, con papá y mamá rondando preocupados porque ya no quería ir a la escuela. Escapé de la vigilancia y me fui a vivir con él a la casa abandonada. Estaba muy flaco y no podía dormir, me la pasaba mirando cómo crecía el Colorado. Su piel, los brazos, la espalda, sus piernas, el cuello, se le hicieron gruesos. Sus alas eran anchas, negras, como de murciélago. Alzó el vuelo y dio vueltas sin parar. Después bajó y se quedó quieto, acuclillado en una esquina. Duró muchos días sin moverse, parecía una estatua. Le puse una corona de flores amarillas. Una tarde alzó la cabeza, pintó una estrella en el piso, dos soles y una rana que parecía dormir rodeada de animales. Colorado habló, contó que tiempo atrás cayó del cielo envuelto en fuego, y que había llegado la hora de su redención. La estrella en el piso brilló, se abrió un pozo, del que salieron aullidos. Colorado saltó al interior de la tierra, y desde esa noche no lo he vuelto a ver. Me puse a cavar con las manos en su búsqueda, me lastimé los dedos, pero solo encontré lombrices. Sé que regresará pronto porque el cielo se ha vuelto oscuro, y la gente se retuerce y transforma en animales a cada rato. El otro día al volver a casa, después de que papá y mamá se convirtieron en salamandras y los coroné con flores, vi en el espejo que tenía los ojos de color rojo. Mi piel brilló, y sentí que flotaba en un río de luces.
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Cuerpos Sebastiรกn Arias
Germรกn Warszatska
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En los escenarios más siniestros se guardan secretos, detalles, respiraciones, silencios y ruidos estridentes. La verdad sólo la sabrán los protagonistas del horror, los dueños del silencio que pide a gritos salir a la luz.
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a mano teñida de sangre suelta el cuchillo frío, la manga de la camisa blanca toma rápidamente un color rosa que espanta, el calor mezcla el sudor de su pecho con las gotas rojas, que posadas en su vello, aún conservaban la cruel intensidad de una batalla despareja. Él llora con alivio. Ella no respira más, ya no lo enardecía con sus gritos sordos en aquella habitación en la planta alta de la casa. Está con su mirada sin rumbo, sin destino, sin registro, tiene sólo odio en sus pupilas. Debajo de él está quien hasta hace unas horas había sido su dulce y amada Gabriela, con la que compartía día a día desayunos mirando la pileta entre tostadas, jugos y risas. Acostada en el piso nuevo de madera se la puede ver con la cara golpeada brutalmente arriba de un charco purpura que crece con el pasar de los minutos. El cuello es un fiel testigo del odio y la saña. Un corte profundo de diez centímetros de largo se abraza con la cadenita de plata que días atrás había recibido como regalo de aniversario. La ventana abierta le da lugar a una suave brisa matinal de primavera, las cortinas abiertas toman un leve vuelo. Él, sentado en la cama, respira con fuerza y sin ritmo. Su cuerpo tiembla y su mirada sigue en el portarretratos que inmortalizaba un beso de Gabriela en su boca. Mientras contempla la foto, sus zapatos marrones de cuero se tiñen con la sangre que inunda el cuarto principal. El único ruido que se escucha es el viejo reloj de roble con detalles en oro que su abuela le regaló hace cuatro años para su casamiento. Toma impulso y se para, es un tempano de fuego entre tanto caos. Camina con pasos duros y bruscos, esquiva un velador hecho añicos y, sin preámbulos, toma de su tercer cajón del placar su arma. Pone el cañón frío y letal en su boca, respira hondo y tras un segundo de incertidumbre cierra los ojos con fuerza, con la fuerza que nunca tuvo, y gatilla. Su humanidad se desploma al instante y cae sobre el pequeño cuerpo sin vida de su hija Melanie. Su cabeza acaba al lado de la niña y su mano derecha, como una manifestación oscura y paternal del destino, tapa perfectamente la herida cortante y dolorosa que una hora antes Gabriela, su madrastra, le había hecho con saña, rencor y celos.
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Idea del Secreto Fernando Moauro
Si algo es, no se lo puede conocer. Si se lo puede conocer, no se lo puede decir. “Sobre el no ser”, Gorgias de Lontino (Secretado fragmento)
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e cuenta de Zenón de Elea, discípulo de Parménides, que siendo atrapado en conjura contra el tirano Diomedonte no confesó, mientras este lo interrogaba entre torturas y suplicios para extraerle testimonio por la conspiración. Se cuenta que Zenón se arrancó la lengua, mordiéndola con sus propios dientes, prefiriendo eso antes que hablar. Escupió luego su silenciosa lengua a la cara del tirano. Se lo habían inventado para ellos. Habían inventado el juego, un juego, y ellos eran dos. Las reglas del juego no habían sido dichas ni estaban escritas, pero siempre eran; y la vieja y el viejo, los únicos que sabían jugar. Difícilmente entonces podamos aquí mentar la esencia del juego. Tal vez, tampoco la vieja y el viejo hubieran podido contarnos o hablarnos de ella. Y quizá, tampoco ahora puedan ellos contarnos el ser del juego. Mientras jugaron se les podía ver risueños, ensimismados, alegres. De aquí para allá, todos los días, al alba o por la noche, con sol o con lluvia, en primavera o en otoño, a ellos los veíamos jugando al mismo juego. Otras veces, serios o apesadumbrados, llorosos o preocupados, sabíamos que, no obstante, jugaban al juego. Y sabíamos nosotros, los vecinos y los hijos de vecinos, que era el mismo juego justamente porque no lo conocíamos. Movimientos, gestos, palabras, miradas, jugadas, rodeos y fintas, esas cosas se repetían, y entonces, nosotros, los vecinos y los hijos de vecinos, las reconocíamos como formando parte del mismo acontecimiento. Pero giraban en torno de
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algo que a nosotros se nos escurría, se nos escapaba. Y puede que a ellos también. Y luego esas cosas que se repetían, esas que nuestros ojos adivinaban como dando forma y color al juego, al final se desvanecían de tanto que se sucedían. Pero allí seguía el juego al que no se veía. Pudimos saber nosotros que a ellos el juego los hacía livianos, ingrávidos. Se alejaban de las calles y el que los miraba veía como se marchaban; se volaban en los parques y el que estaba con ellos notaba como fugaban a los cielos; escapaban de los cuartos, de las piezas, de los comedores y de las terrazas, y quienes se acercaban, miraban el modo en que ellos se retiraban. Pero a veces alguna jugada los ponía pesados y todo el piso se hundía, con ellos encima; y nosotros mirábamos como el piso se quebraba o las sillas se caían. Pero a nosotros todo eso ni nos tocaba ni nos sacudía y porque no jugábamos, el juego nos ponía aparte. Sin embargo, una tarde roja, de sol caído y calor exasperante, la vieja y el viejo no supieron ya cómo era que se jugaba. Lo olvidaron por completo, y enrarecidos, se apartaron, uno del otro, cada uno, tal vez, portando algún otro juego y, no obstante, sin dejo amargo por lo dejado. Se apartaron: escondo con palabras lo que no necesita escondite, porque sobrevuela inasible. Escribo sobre ello. Por encima de ellos. Soy su secretario y nos tapo. Ni la vieja ni el viejo han nunca conocido el secreto de su juego. Y tampoco nosotros que vimos lo lúdico, y que vimos, pero apartados. Podemos glosarlo, comentarlo o imaginarlo, no obstante evasivo, se posa tras un velo. En el escritorio escribo. He leído algo sobre aquello que se mantiene apartado, sobre el misterio, sobre lo que un coro cantaba y frente al cual un hombre callaba. Pero lo secreto (lo secreto de Creta, o el del juego de los viejos, o el de las danzas de Eleusis) es sin erosión, mantenido impoluto, no pudiendo secretárselo: si ocurre secreción, esta llega antes o después, en un tipo especial de posteridad, a la que nunca se llega; digamos que si llega, ocurre intempestivo. Porque la flecha de Zenón no se mueve, ni aquí ni allá; así como tampoco hay flecha alguna. Y Aquiles, siempre alejado de la tortuga, le cuchichea a distancia su secreto. Para nosotros resultan mudas raras lenguas. Al cuchicheo, sin embargo, se lo calla. Sacra lechuza que hace ¡shh! La diferencia que los humanos hablantes gustamos pulir entre nosotros y las tortugas o las torcazas o los peces, resultaría entonces velo si de palabras dichas hablamos. Lo postulo como el concepto de concepto, que olvida resto –diferencia que, de por sí, proviene de un secreto, que secreta cosas en los minutos y en los metros pero que, a pesar de los colores y a pesar de las figuras, es siempre velo. Develar el concepto hace mudo, o bien, muda. “El corazón que no tiembla de la verdad”: esas son las reticentes y escasas palabras que, apremiado por sus compatriotas, Parménides de Elea indica a propósito de lo que mejor hay que callar. Entonces ¿por qué hablar de lo que no se puede decir? O para embarrarse mejor ¿por qué
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escribir de lo que se habla? “¿Qué hay detrás de la ventana?”, pregunta Roberto Bolaño; un vanidoso Dalí responde: “lo que hay en el cuadro”. A través de unos golpeteos que no dan pie con bola, pero que hacen a “pie” y tallan a “bola”, ocurre rodeo que se espirala: único secreto es el del silencio –incólume, virginal. Escandiendo piedras, abriendo bosques y pelando pieles, jalando lienzos y arrancando tapados, secretamos, y por ello no alcanzamos a dar con el yeite oscuro. Queda mancha: cicatriz, escara, tatuaje y letra. Pañuelo arrugado y plagado de sal y fluidos: restos del llanto. Pero la voz que secreta al llanto y que derrama lágrimas y que escupe toses, a esa voz, se la pierde: se vuela, se fuga entre gemidos con los vientos del aire. Se pinta un lienzo. Se pinta un velo: he ahí al pintor. En el siglo IV antes de Cristo, Parrhasius de Éfeso pinta lienzo sobre un lienzo. Algunos piensan que nada ha pintado. Pero ha pintado a velo. Mil doscientos años después, Michelangelo Merisi, alias Caravaggio, hace rodear a las formas de un impenetrable negro. Dos modos del secreto. “Al rincón” grita la madre al niño que luego callado observa lo negro: mira sombra, la sombra del velo. Por fuera del código, por fuera del lenguaje, por fuera del catastro, por fuera de la comunicación, por fuera de la foto, por fuera de la policía, por fuera de la ciudad, la vida deja de ser privada. Ocurre un acompasamiento íntimo, secreto. Sacro secreto. Intocable, inodoro e indecible. Es no importante y no consagrado, pues no depende del rito –gestos engarzando palabras– que los realiza. Quizá provenga de una cierta mirada que se extasía, que se fascina. El drama que se repite –gestos engarzando palabras– es de este mundo –lo que convoca, de no sé cual. Secretar: dejar de lado lo que aglutina socialmente. Ni palabras, ni jerarquías, ni signos, ni direcciones, ni comodidad. Mudo secreto que calla. Y porque calla es que cala. Hiende su filo, imperceptible y total filito, en una cierta carne organizada. Cala hondo, cala hacia un insondable abismo, sin sonido. No taciturno, sino más bien extático. Secreto incómodo, secreto en el rincón de una habitación sin nadie adentro. Sacro secreto que secreta, “sucio, mal vestido y lleno de amor”. A secreto no se lo figura, pero empuja y provoca figuración. A secreto no se lo doma, pero desarzona y provoca dominación. Cuenta Apuleyo que Cupido en forma de pájaro abandona a Psiqué, cuando esta casi lo
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vio. Transliteración posible: antes que un pensamiento, Amor es un desvanecimiento. El viejo decía de la vieja: “me derrito cuando la veo jugar”. Cuenta Ovidio que el cazador Acteón es devorado por sus propios perros cuando contempla a Diana, momento sin tiempo en el cual, la Diosa cazadora lo convierte en ciervo. Transliteración posible: antes que alcanzar un objeto, Deseo se desvanece en la forma a la que aspiraba. La vieja decía del viejo: “me mata verlo jugar”. A secreto entonces se lo vela. Pues hay que callar sobre lo que se sabe, y más, sobre lo que no se sabe. Se cuenta de Zenón de Elea, discípulo de Parménides, que siendo atrapado en conjura contra el tirano Diomedonte no confesó, mientras este lo interrogaba entre torturas y suplicios para extraerle testimonio de la conspiración. Se cuenta que cedió en cierto momento, pero que por discreción, solo hablaría en secreto al tirano. Cuando Diomedonte acercó su oído a la boca del torturado para que este le susurrara los nombres de los conjurados, Zenón le arrancó la oreja con sus dentelladas. Escupió luego la oreja amputada a la cara del tirano. Mejor me callo.
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Saldar las cuentas pendientes Lucila Lastero
Brian Janchez
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a iglesia quedó vacía y en silencio después de la última misa. La voz del cura es lánguida, pero hace eco dentro de la caja de madera. ¿Hace cuánto que no te confesás, hija? Tengo nueve años. Soy más baja y más flaquita que el resto de las chicas de mi edad. Cuando me pongo de rodillas, me hundo sobre la tabla y tengo que alzar la cabeza para que mi boca quede cerca de la rejilla por donde el cura me habla y me escucha. Hace dos meses, contesto. (Mentira, debe haber pasado más de un año desde la última vez). Decime cuáles son tus pecados. La señorita Marta nos aconsejó que, para poder confesarnos bien, repasáramos los diez mandamientos. En el curso para la primera comunión nos hicieron estudiar la lista de pecados capitales, pero nunca los encuentro parecidos a ninguno de los míos. Decido contarle al cura que el otro día levanté una moneda de cincuenta centavos que mi papá había dejado sobre la mesa, y le digo que robé. Después me animo: un vecino me dio un beso. La palabra beso me sale apenas. Me da tanta vergüenza que bajo la cabeza y la voz. El cura
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hace silencio. Después me dice que tengo que rezar un Ave María, un Padrenuestro y un Credo, y que en mi casa tengo que repetir los rezos pero veinte veces cada uno, todos los días, por un mes entero. Al Ave María y al Padrenuestro los rezo bien, pero en el Credo me trabo otra vez. Digo pésame Dios mío por el cielo que merecí y por el infierno que perdí. De vuelta, ordena el cura. Pero ocurre dos veces más. No puedo decir que me merezco el infierno. Cansado de escuchar que me merezco el cielo, el cura me pide que me vaya, sin darme la bendición. Ayer cumplí 35 años. A pesar de que era martes y de que todas tenían que madrugar al día siguiente, mis amigas llegaron a casa con una torta y sándwiches de miga. Se quedaron hasta la una. Hoy vine a almorzar con mis padres. Ayer no hubo oportunidad de recibir en vivo sus felicitaciones. Me esperaban con un pijama nuevo y un perfume. En la mesa mamá volvió a contar, como todos los años, la historia de cómo me vio nacer: rolliza, negrita y gritona. Lo de negrita fue lo único que no se me fue, suelo decir. Papá vuelve a hablar de cuando supo que era nena, y de su desesperación por encontrar un negocio de ropa de bebé para comprar un enterito rosa. Mamá lamentó que mi hermano Federico siempre esté tan lejos y nunca pueda compartir los festejos con nosotros. Después de los saludos, los regalos y el brindis con Sprite, arranca la sobremesa, el postre y el noticiero de las dos de la tarde. Mis padres ya no me escuchan con atención. Se dejan llevar por el encantamiento que les produce, de a ratos, alguna noticia sobre fútbol, economía o política. Mamá pone en la mesa barritas de helado con cobertura de chocolate. Acomoda una en un plato y me la acerca. Papá comenta lo mal que está el país. Nos estamos viniendo a pique, dice. Yo me sirvo un poco más de gaseosa y demoro el helado. En mi plato, la barrita cubierta con chocolate se ablanda y comienza a formarse un charquito marrón a los costados. Mi mamá dice que es verdad, que estamos cada vez peor, que con cien pesos ya no puede comprar ni pan. Se produce un silencio inesperado. Mis padres están con la boca llena. El tipo de la televisión pronuncia un nombre que conozco y me obliga a prestarle atención. Dice Ariel Sampantaleón. Qué casualidad, era el nombre de mi vecino, ese chico que vivía en la cuadra hace mucho. Dice, en realidad, que el individuo fue identificado como Ariel Sampantaleón. Lo llevaron detenido. La pantalla muestra un barrio de casas con ladrillos sin revocar, maderas sueltas, cortinas de plástico desflecadas. Dicen que ahí actuaba el sujeto atrapado, que comerciaba drogas y regenteaba prostitutas. Mamá le pregunta a papá si pudo arreglar ese tema de las boletas mal cobradas y papá le explica que en realidad no, porque pasó no sé qué cosa. Me desespero porque quiero escuchar la noticia pero no quiero pedirles a mis padres que se callen. Además, me preguntarían por qué estoy tan interesada en escuchar algo sobre un tipo que no conozco. Ellos también lo conocen, era nuestro vecino, pero después de tantos años no se acuerdan. Por qué tendrían que acordarse. La única que tiene motivos para no olvidarse nunca de Ariel Sampantaleón soy yo. Era nuestro vecino. Vivía en una casa chiquita, como la nuestra, como todas las del barrio. Las paredes blanqueadas con cal, una puerta baja, de rejas, un pasillo corto, un jardín, una
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ventana de tres hojas. Lo vi por primera vez el día en que llegué al barrio y mamá me mandó al almacén de la esquina a comprar una gaseosa para convidarles a los señores del camión de mudanza. Pasé por aquella casa y vi a un chico que se balanceaba sobre la puerta medianera. Estaba de espaldas, pero se dio vuelta y me miró. Tenía la cara llena de pecas rojas y profundas, como hechas con una fibra de trazo grueso. El pelo, castaño y desordenado, parecía un nido. Me miró y me sonrió. Me dio miedo. Había algo amenazante en esa cara con puntitos, donde brillaban ojos de caramelo Media Hora. Bajé la vista y seguí caminando, apurada, mientras sentía la mirada estancada sobre mí. A los pocos días, Federico me habló de él. Dijo que había estado jugando con un chico que se llamaba Ariel, y que vivía en la casa que estaba al lado del corralón de la esquina. Federico comenzó a llevarlo a casa. Decía que era un poco bruto para jugar, y que solía enojarse y revolear los juguetes. Pero cuando uno es niño eso no importa mucho; lo principal es tener con quién jugar, y Ariel y Federico se volvieron inseparables en poco tiempo. Yo conocí a su hermana. Se llamaba Lorena y era un año mayor que yo. Parecía una chica de animé. Muy blanca, el pelo lacio y largo, mirada angelical. Me encantaban sus polleras floreadas y largas y, sobre todo, me encantaba que su mamá la dejara usar polleras y vestidos, porque la mía me hacía poner jogging todo el tiempo. Solíamos jugar con las muñecas Barbies. Mi mamá nos regalaba los pedazos de tela que le sobraban de las costuras y les hacíamos ropita. El apellido de Lorena y de Ariel me causaba gracia. Primero porque me sonaba a San Pantalón, y segundo, porque Pantaleón, el santo, era la estampita que tenía mi mamá en su mesita de luz. Le rezaba siempre porque decía que era muy milagroso, que uno le podía pedir lo que quisiera y te lo daba. Yo no lo quería porque una vez le supliqué que no se muriera mi gatita Pelusa y se murió nomás. A mamá, por más que Ariel y Lorena tuvieran un apellido que invocaba a su santo preferido, no le gustó nada la amistad de sus hijos con ellos. Era incapaz de decirnos con quién nos teníamos que juntar, pero cuando algún amigo nuestro no le caía bien, nos decía. Doña Arminda, la señora de la casa de enfrente que tenía por costumbre enterarse de los detalles más superfluos de la vida de los demás y difundirlos, anotició a mamá de un prontuario terrible que involucraba a la familia Sampantaleón. No era verdad que el padre estaba trabajando en la última ciudad del sur del país, como nos habían contado. En realidad estaba preso por robos. La madre era una pobre boba, que por culpa de la pobreza y de la ignorancia en la que había vivido siempre, había caído en las garras de un delincuente. El hermano de la madre estaba loco. Como la familia nunca había tenido plata para pagarle la internación en una clínica psiquiátrica, lo había dejado tirado en la calle. Sobrevivía durmiendo debajo de los puentes, comiendo deshechos y pidiendo limosna en la peatonal, durante el día. Ariel había tenido problemas de conducta desde chiquito y lo habían mandado a psicólogo. Cuando mamá me contó que los Sampantaleón eran evangelistas, entendí por qué un día, mientras estaba en la casa de Lorena, escuchaba a un hombre que vociferaba cosas extrañas desde una radio. Hablaba de Dios, de luces, y cada vez levantaba más la voz. Un mediodía, Lorena tocó la puerta de mi casa. Tenía puesto el delantal de la escuela y, con
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una sonrisa que le acentuaba los hoyuelos, me entregó una tarjetita de cartulina y papel crepé. Me dijo orgullosa que las había hecho ella misma y que nos invitaba a su cumpleaños número nueve, a Federico y a mí. Fue un sábado de primavera, a las cinco de la tarde. Mi mamá obligó a mi hermano a ponerse zapatos y camisa. A mí me puso el único vestido que tenía, con mangas cortas y corazoncitos de muchos colores sobre fondo de tela blanca. Yo estaba feliz, por fin el vestido y no otro de los jogging de algodón barato que siempre usaba. Me sentía realmente linda hasta que vi a Lorena, igual a una bailarina de cajita de música con su vestido azul acampanado y una trenza espigada. Ella, la cumpleañera, era la princesa del cuento. Entre Lorena y su mamá habían hecho la mayor parte. Servilletas pintadas a mano, bolsitas de sorpresa con brillantina, gorros de cartulina, canapés con pedazos de fruta. Llegó la hora de bailar, de jugar, y la cumpleañera propuso las escondidas. Cuando empezaba el conteo, salíamos todos arrebatados a buscar dónde escondernos, con algo de desesperación porque la casa era tan chiquita que los lugares para esconderse eran mínimos. Dos veces me tocó contar a mí. La primera no pasó nada raro, pero la segunda, apenas comencé a buscar, vi una mano que sobresalía desde atrás de un mueble. Quise asomarme a ver quién era, pero la mano me agarró con fuerza los dedos y me pegó un tirón. Se sintió como la mordedura de un bicho. Antes de que pudiera reaccionar, apareció la cara sonriente y pecosa de Ariel Sampantaléon, contemplando con alegría mi desconcierto. Me volvió el terror. Pero qué podía hacer. Irme no era buena idea. La fiesta recién empezaba, qué iban a pensar de mí los demás, cómo explicarles. Además, era una estupidez, cómo se me ocurría tenerle tanto miedo al hermano de mi amiga, si no me había hecho nada. Lorena iba por el número diez en el conteo cuando tuve la idea de buscar en el patio un lugar para esconderme. A diferencia del jardín florido de adelante, el patio de atrás era una extensión de tierra seca, pálida, abandonada. Había algunas maderas y muebles viejos contra las paredes sin revocar. En una esquina, un par de paredes de cemento que sostenían el tanque de agua, lograban una especie de hueco de nuestra estatura, que solíamos usar con Lorena para jugar a la casita de muñecas. Ahí sí que no me iba a encontrar nadie, y mucho menos Ariel Sampantaleón. Corría hasta el tanque de agua cuando sentí un empujón y unas manos que me atenazaron los brazos. Ariel Sampantaleón me arrastró debajo del tanque y me apretó contra una de las paredes bajitas. Nadie podía vernos. Nunca supe en qué momento apareció corriendo detrás de mí, pero cuando estuvo en frente, aplastándome con el cuerpo y con los brazos contra la pared, entendí hasta qué punto un chico es más fuerte que una chica. Me metió una lengua babosa y movediza dentro de la boca. Yo cerré los ojos por el asco y me sacudí con todas mis fuerzas, sabiendo que todo lo que hiciera para resistirme era inútil. Me soltó cuando se escucharon voces que se acercaban. Habían notado nuestra ausencia y estaban buscándonos. Ariel salió corriendo y se perdió adentro de la casa. Yo tardé en reaccionar y salí segundos después, cuando en el patio no repicaba ya ninguna voz. Entré despacio en la casa, dispuesta a fingir que nada había pasado, pero vi a Lorena parada en el medio del living, enarbolando una aguja de tejer en la mano y, a su alrededor, el resto de los chicos, como veinte, todos los invitados, cientos, miles de chicos mirándome entrar mientras arriba la piñata se balanceaba lenta. Me quedé inmóvil, como si me hubieran encolado al piso, y comencé a sentir, de a poco,
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que algo amargo me subía desde la panza hasta la garganta y me trababa la voz. Fruncí la cara y lloré. Lloré delante de todos, haciendo el papelón más grande de mi vida. Le arruiné el cumpleaños a Lorena, que no entendía qué me pasaba y que nunca iba a saber, nadie iba a saber, ni siquiera mi hermano, que más tarde, en casa, le iba a contar a mamá que yo me había largado a llorar de la nada, por tonta, porque no dejaba de hacer estupideces y de quedar en ridículo, siempre, adonde fuera. Pasaron más de seis meses desde los festejos por mis 35. Estoy sentada en un bar a dos cuadras de mi trabajo, casi frente a la plaza. Me gusta venir a tomar café y a leer acá porque no ponen música, apenas el televisor silenciado en algún canal sobre animales o plantas. Estoy en las primeras líneas de la novela cuando veo, de reojo, a alguien de negro que se sienta en la mesa de al lado. Por el movimiento de la tela que lleva puesta, me hace pensar en un murciélago que pasa volando, roza mi silla y se detiene frente mío. Es un cura de sotana negra. Eso me pasa por venir a un bar que está tan cerca de la Catedral. Un cura joven, flaco, alto, con anteojos grandes, como casi todos los curas jóvenes. El recuerdo de la última vez que pisé una iglesia para confesarme me distrae de lo que intento leer. Los curas me caen muy mal. Llevan con ellos algo de mis épocas de colegio religioso, de misas obligatorias, de suvenir de Primera Comunión con cara de nena triste. Además, todos tienen algo de aquel tipo que supo mi secreto sobre Ariel Sampantaleón, hace más de 25 años, en la casilla de madera para las confesiones. Mi vista va y viene entre el café frío, la misma primera hoja del libro y la ventana, hasta que me decido a abandonar la idea de la lectura. Le pido al mozo que me alcance el diario. Me entretengo un poco con la sección internacionales, economía y cultura, hasta que llego a los policiales. Mataron a otra mujer, atropellaron a otro chico en moto, asaltaron de nuevo un almacén del centro. La madre de un condenado a prisión pide que se investiguen las verdaderas causas de la muerte de su hijo. No puede ser, me repito. No puede aparecer, justo aquí, ahora, el nombre de Ariel Sampantaleón. Lo leo una y otra vez, levanto las hojas del diario y las acerco a mi cara, pego la noticia a mis ojos, huelo la tinta, es imposible, un miedo de la infancia se volvió una pesadilla que me envuelve y me persigue hasta cuando estoy despierta. La noticia habla del preso Sampantaleón, que semanas atrás apareció ahorcado en su celda. La madre reclama que se investigue el caso, porque no cree en el suicidio. Piensa que a su hijo lo asesinaron, no puede ser que un chico tan joven y alegre se haya matado. Ariel Sampantaleón muerto. El de las pecas, el de la boca pegajosa arrinconándome bajo el tanque de agua, muerto, balanceándose en la punta de una soga, en una celda mugrosa y fría. O asesinado a golpes, violado, masacrado por los policías, por los compañeros. Su mamá, la señora flaquita, desconsolada, llorando la muerte de un hijo, maldiciendo no haber podido doblegar un destino que empujaba a su descendencia a caer en una fogata que ardiera con más fuerza que aquella que avivó un padre apegado al delito. Termino el café lo más rápido que puedo, dejo la plata sobre la mesa y me voy. La ansiedad me hace caminar por las calles como si rebotara. Tengo que hablar por teléfono con la mamá de Ariel, llegar a casa y buscar el fijo. La guía de teléfonos no está en casa. Tartamudeo algunos insultos al aire hasta que me
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acuerdo que una vez se la presté a la vecina de abajo y no me la devolvió. Bajo corriendo y toco el timbre, pero no hay nadie. Ya no quedan cabinas de teléfonos por la zona, la más cercana está a diez cuadras. Consigo un taxi que me lleva hasta ahí. Hay varias guías, de diferentes años. Agarro la más nueva y busco. Tres familias Sampantaleón en la ciudad, tres llamadas. En la primera me atiende un hombre con voz gangosa. Pregunto por Lorena y me dice que no sabe nada. En la segunda, una voz de niño o niña. Me dice que Lorena es su tía, pero que no vive ahí. En la tercera, la voz rumiante y pastosa de una anciana. Cuando le pregunto por Lorena, se queda callada. Pareciera que le cuesta muchísimo hablar. Se diría que también le cuesta mantenerse parada, sostener el tubo del teléfono. Me animo y le pregunto si es ella, si es la mamá de Ariel. La voz cruje y se apaga hacia el final cuando me dice que sí. Después, vuelve a quedarse muda mientras le digo que soy una amiga y una vecina de antes, de la infancia. Agrego que tengo información sobre el caso de su hijo, que sé algo. Casi no reconozco mi tono cuando le digo, con firmeza repentina y desconocida: Señora, fui yo, maté a su hijo. Un pozo de silencio anticipa un gemido doliente, el llanto que, del otro lado, se quiebra y empieza a crecer desmesurado como una avalancha de arena. Cuelgo el teléfono y camino hasta la salida, mientras busco las monedas.
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VIH en tercera persona Gilda Carletti
Gustavo SalamiĂŠ
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– e dio positivo la prueba de VIH . –O sea, ¿tenés sida , boluda? Marianela viajaba en el tren Sarmiento cuando se enteró de la enfermedad de su amiga, Fernanda. No le salían las lágrimas pero tenía ganas de llorar. Miró a su alrededor: un vendedor de pastillas gritaba insistentemente las propiedades de su producto, un anciano dormía en los primeros asientos del vagón, una chica respondía los mensajes de WhatsApp de su novio. El silencio evidenció su conmoción. No supo qué decirle. Fernanda, fiel a su verborragia, tapó el dolor con palabras: “No es sida, existe un tratamiento y puedo seguir adelante con mi vida . Quería que lo supieras. Ya hablé con mis papás, te pido por favor que no lo cuentes”. Así se enteró Marianela. “Después no se lo dijo a nadie más. A ella le daba vergüenza, además, sentía el rechazo de las personas cuando se hablaba de la enfermedad. Sin decir que vivía con VIH, sacaba el tema entre sus conocidos para generar el debate, le gustaba saber qué opinaban. Era muy inteligente”, recuerda su amiga con una sutil sonrisa. Saber para acompañar Si la iba a acompañar en este proceso tenía que informarse. Ese día, Marianela llegó a su casa, prendió la notebook y googleó las doscientas preguntas que bailaban en su cabeza. ¿Qué es?, ¿cómo se transmite?, ¿cómo es el tratamiento?, ¿qué síntomas presenta?… Como en ese entonces vivían juntas, sintió la necesidad de estar preparada para ayudarla en los momentos duros así como para contribuir en sus avances. Después de todo, los amigos son la familia que elegimos. En esa búsqueda, Marianela no solo se encontró con definiciones y datos duros. Llegó a una nota periodística que anunciaba la segunda edición de “Y ni siquiera lloré” , un libro con relatos de niñas y adolescentes con VIH. Le llamó la atención que Patricia Pérez, una de sus autoras y presidenta de la fundación Más Paz, Menos Sida, delataba la discriminación que sufren los afectados y la falta de contención social y estatal existente. También se sorprendió con las cifras: en el país el 30% de las 120 mil personas que viven con VIH no lo saben . En el mismo momento que procesaba toda esa información, Marianela pensaba en aquellas veces que había tenido sexo sin protección, algunas veces borracha, otras totalmente consciente. Intentaba también escarbar en su memoria, charlar sobre el tema en su escuela primaria o secundaria. No encontró nada. No se contagia, se transmite –¿Querés un mate? –No, ya tomé, gracias. Las dos trabajaban juntas hace un par de años como maestras en una escuela de la Ciudad
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de Buenos Aires. Compartían el mismo techo desde hacía un año, principalmente por una cuestión económica. Marianela necesitaba vivir más cerca de la institución donde daba clase y Fernanda justo se separaba de su pareja. Los viernes a la tarde, Fernanda siempre la esperaba con unos mates calentitos para hablar de lo que había pasado en la semana. El primer viernes después de enterarse el diagnóstico de su amiga, Marianela evitaba esos mates. “Tenía mucho miedo, pero era por desconocimiento”, reflexiona la joven, y explica: “Al principio me costaba compartir las cosas con ella, me había separado mi taza, mis cubiertos y mi plato; con el tiempo me di cuenta que ese temor venía de la enseñanza familiar que tuve”. A medida que Marianela se nutría con más datos, entendía que el VIH solo estaba dentro del cuerpo, no estaba ni en el agua, ni en la saliva, ni en el vaso, ni en las toallas que usaban. “Vivimos en una sociedad muy prejuiciosa y desinformada, una de las cosas que aprendí, cuando me puse a leer y a investigar, fue que es más oportuno decir que el VIH se transmite, no que se contagia”, aclara la docente. Para Marianela, esa diferencia es fundamental porque la transmisión hace referencia a la infección a través de los fluidos corporales, como la sangre o el semen. Sin embargo, al denominarlo contagio, se puede dar a entender un concepto erróneo: que el virus se propaga por un contacto externo, es decir al estornudar, charlar, besarse o tocarse. Nada más lejos de la realidad. Y nada más cerca de lo que piensa el grueso de la sociedad. El desprecio –Vamos al Hospital Muñiz. –¿Se pueden tomar el taxi de atrás? Para allá no voy, está el bicho. Una vez que Marianela pasó por sus primeros miedos, que se informó, que fue asimilando la nueva situación, un sentimiento la invadió por completo: la indignación. Se levantaron bien temprano. A las 7 de la mañana debían estar en el hospital para ver al infectólogo y retirar la medicación . Cuando llegaron a Once, Fernanda y Marianela buscaban un taxi que las acercara a su destino. Tardaron media hora hasta lograr su objetivo. Los tacheros rechazaban el viaje por el bicho. Así llamaban al VIH. Si encontrar un taxi que las llevara fue difícil, aún más lo fue el viaje hasta su destino. “El taxista que aceptó llevarnos nos preguntaba por qué íbamos nosotras hasta allá, si no nos daba miedo engancharnos una peste, porque estaba lleno de travestis, putas y trolos infectados”, cuenta Marianela con el ceño fruncido. La bronca se le nota en los gestos de la cara y remarca: “Esa hipocresía me revienta, como nos veía de buena posición económica y social, maestras, bien vestidas, pensaba que nosotras no podíamos tener ese bicho, ¡mirá lo equivocado que estaba!”. Marianela intentó contener su calentura por respeto a su amiga. Pero le partía el corazón ver cómo se le transformaba la cara. Fernanda miraba por la ventana, fingía no escuchar las
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barbaridades que vomitaba el taxista y suspiraba. “Lamentablemente eso no fue todo, después la acompañé a la farmacia, cuando le damos la receta, la persona que nos atendía se puso guantes, cambió la cara y murmuraba con sus compañeros, no se dan cuenta pero lastiman”, expresó la maestra, visiblemente enojada. Algo habrá hecho –Doctor, ¿qué sugiere hacer? –Ahora nada, son las consecuencias de la vida loca. Marianela quedó con la boca abierta. No podía creer que esa frase saliera de un médico, de un profesional supuestamente actualizado, más aún, de un ginecólogo. Recordó una charla muy antigua de educación sexual en donde incorrectamente afirmaban que la abstinencia sexual era un método de prevención. “Si a mí se me cerró el pecho en ese momento, no quiero imaginar qué sintió mi amiga”, recuerda la joven y remata: “Sin embargo ella seguía ahí, imbatible, con su sonrisa y sus preguntas”. “Nunca le pregunté cómo pasó. Esperé a que naciera de ella contarme, no quería que se sintiera incómoda”. Después de la visita al doctor, se fueron a una pizzería de la zona. Amaban esa pizza. Se pedían un chopp de cerveza para cada una y hablaban hasta que el sueño se hacía protagonista. La cena tuvo una particularidad, como nunca antes había pasado, arrancó en silencio. Hasta que Fernanda empezó a hablar: “Mi ex no sabía que vivía con HIV, por eso yo también lo tengo, pensamos que confiar en el otro consistía en no cuidarse, fuimos dos tarados”. Justamente, esa tarde, Fernanda había ido a una clínica privada cerca de su casa por una consulta. Ella quería saber cómo debía actuar, de ahora en más, en el momento de tener relaciones sexuales con otras personas, si correspondía informar que vivía con HIV; si existía la obligación de contactar a sus antiguas parejas para contarles; y, además, cómo le sugería cuidarse en esta nueva condición de su vida. La respuesta que recibió por el profesional no fue ni didáctica ni informativa. Solo fue una confirmación del prejuicio y de la ignorancia con la que se palpita la epidemia. “Parecía un témpano, se olvidó que adelante suyo tenía un ser humano”, sentencia Marianela y cierra: “La ley protege la confidencialidad de la persona con VIH tiene derecho a no contarlo, además, yo creo que no hace falta decirlo porque todos tenemos la obligación de cuidarnos”. Se puede proyectar –No quiero tener hijos, además tampoco puedo. –¿Quién te dijo? A veces, Fernanda pensaba en la maternidad. Si bien no había planes concretos, le gustaba indagar sobre su futuro. Ella imaginaba que no podía ser mamá porque una de las formas de transmisión del virus es a través del embarazo, del parto y de la leche materna sin los controles
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adecuados. “Solo para sacarnos la duda llamamos al 0800 gratuito del Ministerio de Salud, el profesional que nos atendió nos dijo que gracias al avance de la medicina, más del 98% de los hijos e hijas de madres con VIH/SIDA nacen sanos”, repite Marianela, fiel a su estilo de formación docente. Cada vez que derribaban un mito o un preconcepto, la necesidad de saber más crecía. Por eso, siguieron preguntando. “¿Vos sabías que el 20% de los nuevos diagnósticos positivos ocurren en personas con más de 45 años? Algunas mujeres que transitan la menopausia piensan que no necesitan usar más el preservativo porque ya no corren riesgo de quedar embarazadas, pero se olvidan de las infecciones por transmisión sexual”, detalla Marianela. Comunicar para prevenir –Amiga, contalo. Así, Marianela y Fernanda sellaron su último acuerdo. Se propusieron derribar los mitos y prejuicios que rodeaban al VIH. Sabían que de la misma forma que les resultó a ellas, comunicar información de calidad iba a ser su única herramienta para luchar contra las prácticas discriminatorias arraigadas en la sociedad. Empezaron por sus familias, por sus amigos, alumnos y alumnas, por cada una de las personas con las que tenían un vínculo. Las redes sociales y los
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portales web también colaboraron en su meta. Y, por ese trato, hoy Marianela decidió contar el camino que transitaron juntas. “Los estudios dicen que si una persona con VIH toma su medicación en tiempo y forma el virus se puede adormecer”, afirma Marianela. Lo más importante es la continuidad del tratamiento, de esta forma el VIH no se reproduce y se evita la etapa sida. Nadie muere de sida, las infecciones oportunistas que se aprovechan de un cuerpo con las defensas debilitadas son las que conducen a dicho desenlace. “Fernanda vivió muy bien mientras respetó el tratamiento, luego se cansó, ella eligió su final”, revela Marianela y concluye: “Igual antes de morir por cáncer, a Fernanda la mató la sociedad”.
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