Revista 27 · Noche

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9 JUNIO 2017

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Editorial P

ara dar la vuelta al mundo o esperar un colectivo, para culear o desayunar, para salir a la ruta o transpirar pesadillas, para leer sin escalas o drogarse a dos manos, para empezar a entender o confundirse más, para bancar los trapos o bañarse con los ojos cerrados, para llenar la oscuridad o vaciar la heladera, para bailar mil rocanroles o mirar fuegos artificiales, para insistir con tesón o romperse la cabeza contra el espejo, para contar estrellas fugaces o caminar angosturas, para ponerse un sombrero o fumar otro cigarrillo, para mentir o una buena película, para la bohemia o el desengaño, para bocinazos o desalientos, para sueños redondos o balcones sin huellas.

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Hacemos 27 Tomás Gorrini, Director Cristian Maluini, Editor Francisco Bertotti, Diseño Gráfico y Web Daniel Stano, Diseño Gráfico Gustavo Salamié, Fotografía

Colaboraron en este número: Sergio Olguín, Enrique Symns, Eduardo Sacheri, Florencia Garbini, Fernanda García Lao, Caroline Capart, Diego Tomasi, Matías Zahrelban, Juan Diego Incardona, Danna Cartannilica, Hueso, Gabriel Bertotti, Lio Wain, Alejandro Chaskielberg, Regina Lerose, Pato, Ornella Sersale, Leonardo Mansilla, Lia Artemisa, Kike Ferrari, Efe de fa, Patricia González López, Brian Janchez, María Campano, Sol Anna, Diego Flores, Hache, Delfina Tremoulliere, Walter Lezcano, Juan Battilanna, Marián Benítez Weisz, Kalu Maina, Ariell, Juan Duacastella, Johny John, Nicolás Garibaldi, Mariana Michi, Azul Zorraquin, Ja Ant, Maru Cian, Mar Centenera, Candelaria Deferrari, Javier Pereyra, Sofía López Di Fabio, Coni Valente, María Fuentes, Gastón Varela, El Waibe, Max Chinaski, Julián Marini, Federico Araya y Jéssica Giacobbe.

Les agradecemos especialmente: A Butti. Al Francés. A Yani. A Chapa Morata. A la vieja y nueva guardia. A los que siempre están. A la familia de 27.

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PRÓLOGO p. 11 1 · MATAR EL TIEMPO p. 15 2 · MI PEQUEÑA MOLOTOV p. 18 3 · YER BLUES p. 20 4 · LAS BOTELLAS VACÍAS p. 26 5 · LA DILIGENCIA p. 29 6 · FIND YOUR LIGHT p. 39 7 · COSAS QUE NO LE DIJE A ELLA p. 40 8 · HASTA DÓNDE VAN p. 52 9 · LAMENTO NO PODER QUEDARME p. 56 10 · UN LUGAR DONDE YACER p. 59 11 · ENTONCES SOLO LA NOCHE p. 68 12 · BOLICHONGO p. 76 13 · UNA NOCHE DE AGLOMERADO p. 80

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14 · SIEMPRE DE NOCHE p. 86 15 · CIUDAD NOCTURNA: TERRITORIO MINADO PARA LAS MUJERES p. 94 16 · AISLAMIENTO p. 100 17 · DE REPENTE UNA NOCHE p. 103 18 · NOCHE p. 108 19 · EL TRAGA FUEGOS p. 110 20 · EL COMBATE CONTRA LA SIESTA p. 122 21 · HAY QUE APRENDER A JUGAR AL TETRIS p. 138 22 · LA HORA DE TU SECRETO p. 142 23 · TE DOY MI CUELLO p. 143 24 · EL TRAJE VACÍO p. 148 25 · SIEMPRE ES DE NOCHE p. 152 26 · LA NOCHE DEL CAMPEÓN p. 156 27 · EL SEÑOR DE LA NOCHE p. 163

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Prólogo Por Sergio Olguín

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uando tenía diez años viajé con mis padres de Lanús a Mendoza. Íbamos en el Dodge 1500 que mi viejo se había comprado 0 kilómetro un par de meses atrás y que quería lucir frente a su familia mendocina. Alguien me había contado que los caminos en Mendoza eran de cornisa, que al lado de la ruta había precipicios enormes y que por eso había que circular con mucho cuidado. Llegamos a Mendoza de noche, la oscuridad era absoluta en la Ruta 7 y yo estaba convencido de que a los costados del camino –que las luces del Dodge no llegaban a iluminar– había un vacío profundo. Hice toda esa parte del viaje hasta la ciudad de Mendoza aterrado ante los precipicios que nos rodeaban. Cuando a la mañana siguiente, después de pasar la noche en la Ciudad, retomamos la misma ruta para ir a Tunuyán descubrí que a los costados había campos y más campos, planicies que culminaban en un paisaje lejano de montañas nevadas. Años más tarde, en plena adolescencia, acostumbraba a ir solo a recitales en el viejo Estadio Obras. El regreso a Lanús desde Núñez se complicaba y tenía que esperar cerca de dos horas en Retiro hasta que apareciera el primer 45 que me llevara a casa. No había celulares, ni ninguna otra pantalla para entretenerse así que pasaba esas dos horas imaginando textos: redactaba en mi mente historias como si estuviera frente a la máquina de escribir. Cuando poco antes del amanecer llegaba el bendito colectivo, me subía, me sentaba en el fondo, me dormía y olvidaba lo que había escrito mentalmente. Así fue como la noche se convirtió para mí el mejor estímulo de mi imaginación y a la vez el mayor incentivo para escribir historias. Sin noches no habría ficciones, ni historias para contar, ni mundos de fantasías esperando a ser explorados.

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Contraponer la noche al día es más tarea de publicistas –como lo prueba una publicidad reciente de fernet¬– que una reflexión productiva para una revista. Pero queda claro que mientras la luz del día inspira la paz, el orden y la tranquilizadora sensación de lo conocido; la oscuridad de la noche es el peligro, el deseo, lo desconocido y lo nuevo. “Nunca te venció noche tan clara” dice un verso de Salvatore Quassimodo, porque la noche no es un agujero negro sino un conjunto de tonalidades, incluso de colores. Hay noches rojas como la de San Bartolemé, azules como en los puertos, multicolores como la de cualquier fiesta nocturna. A diferencia del día –que es solo un momento, una circunstancia temporal–, la noche es también un territorio. Uno “entra” en la noche, la recorre, se mueve por medio de ella. Es un lugar al que se llega corriendo un riesgo: la atracción por quedarse. Querer vivir en la noche, en ese territorio tan intenso, lleva a la locura las más de las veces. Un tiempo, un espacio y también un espíritu. Todo eso es la noche. Y ese espíritu está compuesto por cada uno de los que se dejan arrastrar a su oscuridad, de los que sufren en soledad, de los que se sienten derrotados, de los que se esfuerzan por salir indemnes de las tinieblas. Sobrevivir a la noche es más que una consigna. Es una necesidad. Como escribió el poeta Mario Trejo: “La noche puede durar y durará todavía. / El alba es oficio de sobrevivientes.”

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Historias sin punto final

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Matar el tiempo Eduardo Sacheri

Florencia Garbini

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yer pensé todo el día en la lluvia cayendo sobre el pasto. Puede parecer poca cosa. Pero de hecho pensé todo el día en la lluvia cayendo sobre el pasto. Ojo que no hablo en sentido figurado, para hablar de que pasé largo rato, o me detuve recurrentemente, en la lluvia cayendo sobre el pasto. Dije que pasé toda la jornada pensando en la lluvia lloviendo sobre el pasto. Tal vez se debió a que me despertaron los truenos, muy temprano, y a que casi de inmediato percibí el rumor quedo de las gotas estrellándose contra el suelo. Entonces decidí poner todas mis fuerzas en imaginar esa escena: la de la lluvia regando sus cristales blandos en la luz gris de la mañana. Y digo que puse toda mi fuerza de voluntad porque así fue. Me había hecho la firme promesa de evitar mi dispersión del primer día; las distracciones numerosas; la caída precipitada por los toboganes resbalosos de la memoria. Esos senderos tortuosos que me conducían una vez y otra a la planicie desolada de mis afectos idos. Por eso ayer me hice el propósito cabal de pensar sólo en la lluvia y en el pasto. Tal vez cometí alguna desviación momentánea. Pero me sobrepuse con rapidez. Puedo afirmarlo. Primero me imaginé una escena usual. La lluvia en el jardín, a través del vidrio de la ventana. Las burbujas nacidas de cada gota al impactar en los charcos. Los colores vivificados en la claridad húmeda y grisácea. Pero al cabo de dos o tres horas, advertí que era una imagen demasiado pobre para continuarla durante toda la jornada. Una vez que hube imaginado el jardín, los rincones, la ubicación precisa de los charcos, la apenas perceptible marcha de la luz hacia el poniente: ¿con qué seguir? De modo que decidí imaginar las cosas más de cerca, absolutamente más en detalle. Empecé con la gota en el instante mismo de desprenderse de la nube, de precipitarse incontenible hacia abajo, de alargarse hacia el suelo como una lanza cristalina, inclinando su dirección según el viento, variando su temperatura según cada corriente de aire atravesada. Luego me representé el momento del choque con la hebra de pasto. El cimbronazo bestial del tallo, herido por el peso de la gota. La dispersión fugaz de mil salpicaduras ínfimas. El movimiento ondulado del tallo resistiendo el embate, volviendo a erguirse, y la gota deslizándose, ya mansa, por el cauce reparador de la nervadura. Después la emprendí con las gotas yacentes en la propia tierra. Las seguí también en su vuelo de vértigo, en su golpe seco contra el piso, en el tenue cráter de polvo levantado por el impacto, en la sed voraz de la tierra tragándoselas para siempre. Luego quise pensar en el universo vivo bajo el manto verde del pasto. Ese pasto alto que cubre este parque, y que debe formar, visto bien de cerca, una selva de techo impenetrable. Algún cascarudo errático, empantanado en el lodo mínimo de ese universo pequeño. El ardor de las hormigas, escupiendo montañas de tierra mojada para liberar sus túneles anegados. Una mariposa de grandes y plegadas alas anaranjadas, esperando pacientemente la muerte, sin rabiar contra el destino atroz de haber vivido sólo ese día tormentoso. Noté que era de noche cuando un perfume húmedo a tierra saciada terminó por envolverme. Entonces sí creo que pensé en ella y en todos los demás, y me entristeció la distancia y la

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inminencia del olvido. Por suerte me dormí con rapidez. Supongo que el esfuerzo de concentración de toda la jornada terminó por fatigarme, precipitándome en un sueño anodino, pero tal vez por eso mismo agradable. Lo cierto es que ahora es de mañana y me siento algo ansioso. Debo encontrar rápidamente alguna idea con la cual entretenerme. De hecho, pensar todas estas palabras apenas me ha ocupado unos minutos. Y tengo todo el día por delante. Y ni siquiera llueve. E imaginar un día de sol me resulta, por el momento, más complicado. No obstante, estoy dispuesto a permitirme cierto optimismo. ¿No soy capaz, acaso, de ganar en experiencia con el correr de los días? No debo dejarme ganar por la noción de que esto es perpetuo, irrevocable. Porque en ese caso, sólo me quedará el camino de vociferar mi horror, de gritar hasta enloquecer, o –lo que es peor, sin duda– de gritar a perpetuidad sin conseguir enloquecer nunca. Pero quiero alejar esa idea de mi mente. Logré pasar el día entero pensando en la lluvia cayendo sobre el pasto. Y merezco estar feliz por eso. Feliz, o al menos satisfecho. El ejercicio de ayer es por cierto promisorio. No es tan sencillo pasar todo un día pensando en la lluvia cayendo sobre el pasto. Y sobre todo siendo un muerto novato. Un muerto con apenas tres días de muerto.

De: Eduardo Sacheri Libro: Te conozco, Mendizábal Editorial: Alfaguara / Penguin Random House Grupo Editorial © Eduardo Sacheri, 2001, 2016 © De esta edición: 2016, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. Humberto I 555, Buenos Aires. Argentina

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Mi pequeña molotov Fernanda García Lao

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Caroline Capart


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oy apretada contra el cuerpo de Evaristo en visita nocturna. Su pelo huele a kerosén. O seré yo. El polo petroquímico está cerca, pero el camino se corta varias veces como una espalda rota. La posición en la moto lo tiene confundido, si lo abrazo es por seguridad. Siento poco por él. Cada vez menos. El amor es un tobogán ingrato. Aparecemos por error frente a un castillo que fue usina eléctrica y hoy no es nada. Una construcción que oculta el vacío, una lápida brillante, justo atrás de los burdeles. El guarda nos señala el camino y no duda cuando le pregunto si está sano. Y no, acá pasan cosas. Qué, insisto. Sombras que se alejan, sonido de hienas en la oscuridad. No era la respuesta que esperaba. Nos subimos a la moto en dirección a esas luces de feria contaminada que insisten en brillar como una navaja sobre un corazón. Por fin, encontramos un cartel que advierte. Hay peligro. Un camino finito une la visión de viejas turbinas soviéticas, los fósforos inquietantes, eliminaciones de etano y el amargo celo de Evaristo, que me mira por el espejo retrovisor desde el reflejo oblicuo de sus anteojos. Dijo que quiere besarme en coincidencia con el estallido. Necesita ese fogueo externo. Es delgada y transparente nuestra escasez de amor. Mis motivos son otros. Los camiones estacionados al costado me asustan. El vacío me da pavor. Solos él y yo en este polo sin nieve. Una ciudad deshabitada pero estridente. Tenebrosa. El progreso se alimenta de pánico. Sin miedo no hay avance. Quiero volver hacia atrás. Pero ya es tarde. Dejamos la moto junto a un poste y Evaristo saca de su mochila una pinza. Ahí nomás están las chimeneas más activas. Cuerpos de gas noctámbulo emiten llamaradas furiosas como eructos sin estómago. Cortamos el alambre y caminamos en silencio. Una rata sobrealimentada nos mira con rabia, hemos interrumpido su cena. Clava sus pupilas rojas en las mías y después sale corriendo hacia la negrura. Frente al sector C, Evaristo no puede más. Lo beso con la botella en la mano y me entretengo en la visión del polo reflejada en sus anteojos. Veo el mundo en su pantalla diminuta mientras él introduce su lengua en mi boca con insistencia. Parece una anguila plástica que se ha enredado en mi paladar. Se baja los pantalones sin dejar de besarme, como un contorsionista inoperante y después me gira, súbitamente enérgico. Mientras su turbina se esconde entre mis piernas, yo le robo el encendedor. Su gimnasia erótica y mi muñeca coinciden en el tiempo. Enciendo y lanzo en cuatro patas mi pequeña molotov contra un objetivo cercano. Pero es como tirar un fósforo en una hoguera. Cae a pocos metros y la nafta no llega al trapo. Evaristo no se da cuenta, entregado como está a las bondades de su propio orgasmo. Una explosión fosforescente que no tiene que ver con nosotros, eclosiona y vuelve naranja la noche. Entonces, me suelta excitado por ese otro fuego que nos hace visibles. Bajo esa luz inmunda, descubro que un coro de ratas deformes nos ha estado observando con aire reprobatorio. El demonio permanente de la producción ha licuado mi inútil gesto revolucionario. Evaristo se sube los pantalones con optimismo. Decido no volver a tocarlo. Es torpe y sabe a cloro. Una rata sin cola, vestida de operario, nos acompaña hasta la salida.

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Yer blues

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Las botellas vacías Diego Tomasi

Matías Zahrelban

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os, iba a decirte, estás ahí porque creés que un café y una espera pueden cambiar las cosas. Estás ahí, vos, cuatro años después, ansioso por ver si sucede algo inesperado. Te veo sentado, con el diario sin abrir sobre la mesa, y pienso que no debés haberme visto todavía. Lástima. Tal vez en unos minutos, cuando notes que uso esa remera a rayas que tanto te gustaba. Sí, la remera blanca y amarilla que parece la bandera del Papa, según tus propias palabras. Me siento y vos, ahí, esperás quién sabe qué y te rascás el pelo, con ese gesto tan tuyo, tan de cuando te ponés nervioso porque no sabés qué hacer o no sabés qué viene después. Estás ahí, sentado, en este café, vos, mirando el piso, y no ves lo linda que estoy, lo largo que tengo el pelo, lo bien que me ilumina el sol. Te perdés, por no verme, el detalle de los zapatos, que combinan con la remera. Te perdés la pollera y la carterita y mi sonrisa, vos, que estás ahí como si quisieras que sonara el teléfono y alguien preguntara por alguien. Mirame. Si me mirás vas a darte cuenta de lo poco que me parezco a esa chica que te escribía cartas llenas de perfume, que te preparaba arroz al curry con cierta torpeza, que elegía el hotel al azar. Yo elegía el hotel al azar, y vos me seguías y de repente todo era piso y sábanas y bañera y el piso otra vez. Íbamos por la calle, mirando vidrieras o comiendo esos churros que venden al paso, y yo te decía mirá, ahí hay un hotel, y de nuevo el piso, la sábana y todo lo demás. A veces, cuando ya no quedaba nada, cuando los cuerpos dejaban de querer, nos vestíamos solamente con las toallas, como si recién saliéramos de bañarnos, y nos sentábamos en el borde de la cama a jugar a cualquier cosa. Jugábamos al veo veo, o a ponerle nombre a cosas que no lo tenían, o a adivinar qué música escuchaba cada vecino de mi barrio. El kiosquero, por ejemplo, habíamos decidido que escuchaba a los tipos del Club del Clan, con ese pelo y esa camisa. La señora de las flores, claro, escuchaba a Sandro, y todo era así, tan obvio y tan lleno

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de nosotros y de esas toallas que se caían y entonces ya no había juegos ni vecinos ni veo veo. Vos, si me mirás, vas a ver que mis ojos brillan, que estoy bien, sin aquella peste que empezó a meterse entre nosotros y que duró poco. Duró poco porque esa combinación, la de las botellas y las agujas y todo lo demás, no puede durar mucho. Vos lo sabés. Mirame y fijate lo bien que dormí anoche, lo descansada que está mi cara, lo linda que me queda la remera blanca y amarilla que tanto te gustaba. Un día, mientras caminábamos de la mano y no había hotel al que entrar, me dijiste que siempre ibas a curarme, a salvarme, que la peste iba a irse y que lo único que necesitábamos era estar juntos y caminar. Caminamos mucho, claro, pero a veces nos tropezábamos y no sabíamos qué era lo que nos apestaba ni por qué el alcohol duraba todavía, si hacía días que se habían terminado las botellas. Y entonces entrábamos en un hotel, y solo jugábamos porque ya no teníamos ganas de ninguna otra cosa, solo toallas y mirar el techo desde el borde de la cama. Suena un teléfono. Alguien atiende y vos te rascás la cabeza. Estás nervioso. Y te veo levantarte, y me acuerdo de esa manera tan extraña de caminar, como si siempre estuvieras apurado, como si no tuvieras tiempo para pensar el paso siguiente, y te rascás, y el pelo se te desacomoda y llegás a la barra del café y agarrás el teléfono que acaba de sonar. Antes, cuando sonaba el teléfono, me decías que no había que atender, que los teléfonos suenan para traer malas noticias o más peste, y que si uno atiende está haciéndose matar. Así decías, y yo te escuchaba y te creía. Pero vos siempre ocultabas algo, siempre el teléfono sonando y vos nada. Y ahora te veo, hablando con el tubo en la oreja y con los dedos tan inquietos, tan llenos de esa duda tuya acerca de qué viene después, acerca de cómo sigue esto si pasa lo que debe pasar. Temblás. Te vi temblar algunas veces, y no me gustaba. No me gusta ahora, porque vine a verte y a hablarte pero me parece que vos tenés otros planes. Estás en otra cosa. Tal vez estuvieras esperando ese llamado solo para salir a la calle y terminar con todo. Terminar como se terminan las personas, los hoteles, las botellas. Vacío. Vos, iba a decirte, estás ahí porque creés que las cosas pueden cambiar. Pero para qué te voy a decir algo, si no me ves, si no podés verme, si nunca más vas a verme o escucharme, vos, que ya te olvidaste de la peste que nunca se fue, que ya ni sabés por qué una noche pasó lo que pasó, si ya no te acordás de tu mano, del gatillo, de mi sangre.

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La diligencia Juan Diego Incardona

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Dana Cartannilica


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– buelo. –¿Qué necesita, cachorro? –¿Falta mucho para llegar a Corrientes? –Unas tres horas. –Abuelo. –Diga. –No puedo dormir. ¿Usted puede? –Puedo, lo que pasa es que no quiero. –¿Por qué no quiere? –Estoy pensando cosas. –¿Qué cosas, abuelo? –Augusto. –¿Qué? –¿Qué edad tiene usted? –Catorce años. –Le voy a contar algo. –Sí, por favor. –Todo empezó... mejor no le cuento. –¿Por qué? –Porque en esa historia me muero. –¿Qué dice? Usted está vivo, usted habla, los muertos no hablan. –¿Alguna vez ha muerto usted? –Que yo recuerde, no. –Entonces no puede saberlo. Le aseguro que los muertos hablan. –Basta, abuelo, mejor me cuenta una historia de la guerra. Por favor, usted nunca cuenta nada sobre esas cosas. –Mire por la ventana, por allá queda Corrientes. La última vez que estuve en ese lugar no volví a irme. Allá estoy, tirado en el suelo, mirándome a los ojos con mi gran amigo Pablo Sarraceno. –¿Cuándo fue eso? ¿Y quién es Pablo Sarraceno? –No puedo decirle quién es Pablo Sarraceno. –¿Por qué? –No insista. –Está bien, pero dígame: ¿Cuándo fue la última vez que estuvo en Corrientes? Cuénteme acerca de eso. –Llegamos a Corrientes, por el Chaco, el 7 de noviembre de 1841. Estábamos agotados. Hacía más de un mes que habíamos partido de Salta, cuando nos desprendimos del Ejército Libertador, después de la derrota de Famaillá. Éramos quinientos veteranos mandados por Ocampo y Salas. –Abuelo. –Diga, mijo. –¿Usted qué rango tenía? –En ese momento era alférez, pero el rango más importante es que todavía seguía vivo. Eso era una verdadera hazaña por entonces, sobre todo cuando, como yo, habías combatido bajo las órdenes del mismísimo General Lavalle.

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–¿Al que mataron por el ojo de la cerradura? –¡Patrañas! Esa historia la inventaron los federales, pura mentira. Lavalle prefirió pegarse un tiro antes que caer prisionero. El General había jurado “vencer o morir en la demanda”. A veces, me siento culpable, porque nosotros lo abandonamos. –¿Cuándo? –Como le dije antes, después de Famaillá las divisiones de Ocampo y Salas nos separamos del Ejército Libertador y emprendimos viaje hacia Corrientes para unirnos a las tropas del manco Paz. Si hubiera sido por mí, me quedaba con Lavalle hasta el final, pero yo pertenecía a un regimiento comandado por Salas y estaba subordinado a sus órdenes, así que tuve que marcharme. El abuelo guardó un rato de silencio. Entre las pampas, la diligencia seguía avanzando hacia Corrientes. Entre los cielos, la noche oscurecía el oeste. El siglo XIX también se oscurecía, llegando a su fin, huía y no se detenía ni una hora. Una mujer sentada frente a Augusto preguntó la hora. Un muchacho rubio, vestido de negro, sacó un reloj de su bolsillo y se apuró en responder: –Son las cuatro de la mañana. –Gracias, joven. En el carro viajaba también un hombre mayor, quien permanecía durmiendo. Tenía aproximadamente ochenta años, la misma edad que el abuelo de Augusto. En total, eran cinco pasajeros. La mujer, envuelta en una chalina, les ofreció galletas al resto de los pasajeros. Todos aceptaron la cortesía. La mujer quiso ofrecerle una al hombre que dormía, pero rápidamente el abuelo la detuvo con el brazo: –Por favor, no lo despierte. Augusto observó extrañado la situación. La mujer dejó tranquilo al hombre y después le dijo al abuelo de Augusto: –¿Podría continuar con su relato? –Yo también lo escuchaba –agregó el hombre de negro. –Bueno... regresábamos a Corrientes después de dos años. Éramos unos quinientos soldados, casi todos correntinos. –¿Usted es nacido en Corrientes? –preguntó la mujer. –No, yo nací en Buenos Aires en 1822, en tiempos de Rivadavia. En el ´38 me fui a vivir a Corrientes con mi padre, mi amigo Pablo Sarraceno y su pequeño hermano, quienes habían quedado huérfanos poco tiempo antes. Después de unos meses en Corrientes mi padre murió. Yo me alisté como cadete en el Ejército de la Provincia y mis amigos consiguieron trabajo como ayudantes en una carpintería. Después de un año llegó Lavalle con la Legión Liberta-

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dora, y Ferré, nuestro gobernador, lo nombró General del Ejército Correntino y puso a sus órdenes a setecientos soldados. Entre esos hombres estaba el aspirante Teodoro Manuel De Manso, quien les habla. Pasado un tiempo me nombraron alférez. –Un gusto, don Teodoro, mi nombre es Ezcurra Sánchez de Vargas. –Es un placer, señora. –Abuelo, ¿quién era Pablo Sarraceno? –Ya le dije, Augusto, no puedo darle más detalles acerca de Pablo. A su debido tiempo lo sabrá. –Siga, don Teodoro –pidió la mujer. –Después de que participé en largas campañas, que peleé en muchas batallas, sin padecer jamás una herida grave, estaba yendo a encontrarme con la muerte, allá por el año 1841, cuando volvimos a Corrientes. –Disculpe, ¿a qué se refiere con “encontrarme con la muerte”? –Ya lo entenderá, señora. –Lo escucho, entonces. –Cuando llegamos, el Gobernador Ferré nos recibió con honores. Luego nos trasladaron al acantonamiento del Ejército Correntino de Reserva, bajo el mando del General Paz, en el paso de Caaguazú, sobre el río Corrientes. El muchacho rubio miró su reloj de bolsillo y dijo en voz alta:

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–Son las cinco de la mañana, faltan dos horas para llegar. –Apuremos el relato entonces. No sería bueno llegar a destino con la historia incompleta –dijo don Teodoro. –Pero dos horas es mucho tiempo –respondió la mujer. –Poco tiempo para contar lo que yo tengo que contar. –Abuelo, no insista con esas cosas raras y siga. –Antes quisiera preguntarle algo, si no es molestia –la señora de Vargas lo encaró a don Teodoro. –Pregunte nomás. –Yo me dirijo a visitar a mi hermana y mis sobrinos. ¿Usted y su nieto también viajan a visitar a su familia? –En realidad don Teodoro no es mi abuelo –dijo Augusto. –¿No? –No, yo no tengo familia, pero don Teodoro me cuida desde que tengo uso de la razón. Él es como si fuera mi abuelo. Don Teodoro pasó la mano por la cabeza de Augusto. –Es cierto, él es como un nieto. ¡Las vueltas de la vida! Nunca me casé ni tuve hijos, sin embargo tengo un nieto y es todo lo que tengo, no tengo más familia que él. –Disculpen mi insistencia, entonces, ¿cuál es el motivo de su viaje? –No lo sé –contestó Augusto. Mi abuelo me dijo que viajaríamos a Corrientes y acá estoy, en camino. –Si miran el campo hacia el este –dijo don Teodoro–, verán las primeras luces del amanecer. De a poco, irán mostrando los secretos que la noche escondía. –El futuro obsesiona a la gente –agregó el muchacho vestido de negro–. Hay que dejarlo que venga solo, cuando él quiera. Tarde o temprano va a llegar, como esta diligencia a su destino. La mujer y Augusto miraron por la ventana de la carreta. El viejo que dormía, ahora roncaba. Don Teodoro le preguntó al hombre de negro: –¿Qué hora es? –Son las cinco y media. –Gracias, seguiré con la historia. –Por favor –le pidió la mujer. –Llegamos al campamento de Caaguazú. Estaban formando un ejército con hombres sin experiencia. Habían llamado a leva general en toda la provincia. A los jóvenes que habían cursado las primeras letras los nombraron oficiales. El manco Paz había montado una especie de escuela militar. Les decían “los escueleros de Paz”. Me llevé una gran sorpresa al descubrir que entre ellos estaban mi amigo Pablo Sarraceno y su hermano menor: los metieron en el ejército dos meses antes. Eran dos novatos. Ninguno de los dos tenía experiencia militar, pero los iban a mandar a la guerra. Así eran las cosas en esos tiempos. Pablo tenía mi edad y su hermano apenas catorce años. ¡Qué locura, mandar a pelear a un niño que jamás tuvo un sable en la mano!

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Me comprometí a cuidarlos, juré convertirme en sus sombras. –Don Teodoro –interrumpió la mujer. –Diga. –¿Cuántos hombres eran en total? –Con nuestro refuerzo llegamos a ser tres mil doscientos, casi todos de caballería, y también teníamos cinco cañones, pero los Federales de Echagüe venían con cinco mil hombres, mil de infantería, y doce cañones grandes. La superioridad del enemigo era abrumadora. Pero el General Paz valía más que un ejército. Su estrategia nos hizo ganar la batalla. –¿Qué hicieron, abuelo? –Cuando Echagüe estaba próximo a nosotros, Paz nos hizo vadear el río Corrientes por el paso de Caaguazú, dejando a los Federales el lugar donde estuvo nuestro campamento. Echagüe cometió el error de acampar allí en lugar de atravesar el río. –Abuelo. –Diga, Augusto. –¿Cómo cruzaron el río con los caballos, las armas y los cañones? –La artillería y los hombres que no sabían nadar cruzaron en unas pocas canoas que teníamos, a los demás nos dieron cueros de vaca. Con ellos hicimos una especie de cajón que llamaban “pelota”. Una vez que llegamos a la orilla del río, nos formamos por escuadrones y desensillamos, todos nos desnudamos y pusimos la ropa y las monturas adentro de las pelotas. A éstas las atábamos con una cuerda de cuero para tirar cuando nadábamos. Montados en nuestros caballos entramos en el agua. Mientras los caballos hacían pie íbamos sobre ellos, pero cuando éstos empezaban a nadar los jinetes nos tirábamos al lado y los agarrábamos de las crines o de la cola, sin soltar las pelotas que protegían del agua nuestras pertenencias. ¡Era un verdadero espectáculo! Imaginen ustedes el bufido y las respiraciones de tres mil caballos nadando a la vez. ¡El sonido era tan fuerte que estremecía! El viejo que dormía cambió de posición, parecía que iba a despertarse. Hablaba en voz baja. Después, siguió roncando. Don Teodoro le preguntó al hombre de negro: –¿Qué hora es? –Son las seis y diez. –Tengo que apurarme. Les decía que habíamos cruzado el río. Echagüe tomó nuestra antigua posición. Era, exactamente, lo que el General Paz quería. Los Federales quedaron encajonados entre los ríos Corrientes y Payubre. Entonces el manco hizo su jugada genial: ordenó que repasáramos el río y que atacáramos, sorprendiéndolos. Al centro del ejército enemigo le tiramos toda la artillería de nuestros cañones. Los demás nos lanzamos sobre las dos alas Federales. Mi división atacaba el ala derecha y a Pablo y su hermano los mandaron a combatir por la izquierda. –¿Se separó de ellos? –preguntó Augusto. –En un principio. Después, en la confusión de la batalla, cambié mi posición: cabalgué a toda velocidad en busca del ala izquierda. Estaba desesperado buscando a mis amigos, pero no podía encontrarlos, porque todo el lugar era una maraña de hombres matándose. Busqué y busqué, penetrando entre las filas enemigas. Mis ojos estaban irritados, por la nube de pólvora. El tiempo pasaba y yo seguía preso de la pelea. Un soldado Federal me disparó en el hombro y casi caigo del caballo. Yo pensaba en salvarme, en encontrar a mis amigos... Demasiadas preocupaciones para un momento como ese.

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–¿Pudo encontrarlos? –le preguntó Augusto. –Cuando la batalla se acababa y el triunfo ya era nuestro, vi al hermano de Pablo atrapado entre los infantes enemigos, que huían. Cabalgué a toda velocidad, pero fue en vano: una bala le dio en la nuca y murió instantáneamente. Cayó tendido en unos arbustos. Yo me quedé perplejo. Después, grité desaforado, hasta que el silencio me atravesó por la espalda. Todavía me acuerdo de ese sable, surgiendo de mi vientre. Caí del caballo. Miré al jinete que había envainado sobre mi cuerpo. Él ni me miró. Escapó rápido en busca de sus compañeros. Cerré los ojos. Al cabo de un rato, los abrí de nuevo y me vi empapado de sangre. Lo último que escuché fue la voz de mi amigo Pablo que gritaba: “¡Teodoro! ¡Teodoro!”. –¡Teodoro, Teodoro! –se puso a gritar el hombre que dormía. La mujer lo despertó y le dijo: –Tranquilo, señor. ¿Por qué grita? ¿Estaba escuchando la historia? –¿Qué historia? –La historia que el señor nos está contando. –¿Qué señor? Acá no hay nadie más que usted y yo. La mujer miró alrededor y descubrió que no había nadie más en la diligencia. Nerviosa, aseguró:

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–Le juro que había tres hombres más en este carro. –Deben haber bajado del coche en algún pueblo, mientras usted dormía. –¡Siempre estuve despierta! ¡El único que dormía era usted! –Es cierto, he dormido profundamente y he tenido una pesadilla angustiosa. –¿Qué soñó? –Soné con la muerte de mi amigo, Teodoro. La mujer, anonadada, le preguntó: –¿Cómo se llama usted? –Pablo Sarraceno. La mujer se puso pálida, como muerta: cayó desmayada. A fuerza de aire y pequeños sacudones el hombre procuró que volviera en sí. –¿Cuál es su nombre, señora? La mujer respondió con voz débil:

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–Ezcurra Sánchez de Vargas. –Recuerdo su nombre, yo la conozco. –¡No! ¡Yo no estoy muerta! –dijo ella, febril. La diligencia se detuvo. El conductor, un muchacho rubio vestido de negro, abrió la puerta, sacó un reloj de su bolsillo y anunció: –Llegamos a Corrientes justo a tiempo, son las siete de la mañana. Pablo Sarraceno bajó del coche. De pie, junto a la diligencia, esperó que saliera la mujer, pero el conductor cerró la puerta. Pablo le dijo: –Espere, todavía falta que descienda una mujer. –Usted es el único pasajero. –¿Qué dice? ¡Imposible! Pablo Sarraceno abrió otra vez la puerta y miró hacia el interior. No había nadie. –Le dije, usted es el único.

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–¿Qué está pasando? Juro que había una mujer. –Dígame, ¿para qué vino a Corrientes? –A visitar a mis muertos. Hace tiempo perdí a un amigo y a mi hermano Augusto: sus cuerpos se perdieron entre los cadáveres de la guerra. Ahora, volví para ver nuevamente el campo de batalla. Vine a visitar la tumba que los guarda. –Acaba de hacerlo, señor. Ellos fueron transportados en este carro a Buenos Aires, dos días después de la batalla de Caaguazú. –¿Cómo es posible? ¿Y la mujer, quién era? –El 1 de diciembre de 1841, esta carreta dorada y negra trasladó tres cuerpos a Buenos Aires. La diligencia viajó con los restos de su hermano Augusto, su amigo Teodoro y los de una mujer llamada Ezcurra. –¡La mujer con la que acabo de hablar! –Ellos no sabían que estaban muertos, pero usted se los ha dicho. –¿Yo? –Sí, usted ha soñado con los muertos. –¡No! Yo solamente soñé con mi amigo Teodoro, muriendo entre mis brazos. –Es cierto. Teodoro y usted se volvieron a mirar a los ojos, como aquel día en la batalla de Caaguazú. Pero fue justamente a través de los ojos de su amigo, que usted, dormido durante este viaje, les contó la muerte al resto de sus compañeros, muertos pero despiertos en su respectivo viaje, uno funerario y al revés, de diciembre de 1841. –No puedo creerlo. –Eso no importa, ahora ellos han descubierto que llegaron a Buenos Aires y no a Corrientes. –¿Usted quién es? El hombre sacó el reloj de su bolsillo, miró la hora y, con la mayor de las solemnidades, le dijo: –Yo soy la diligencia.

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Cosas que no le dije a ella Gabriel Bertotti

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Lio Wain


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Canción, tú, que no significas nada. Tú, que me hablas de ella y que me lo dices todo.

Indian song. Marguerite Duras

A

nochecía demasiado pronto, incluso para esa época del año. La primavera comenzaba a notarse y él no hacía nada por impedirlo. Así hablaba ella. Tendía a personalizar todos los procesos naturales, como si uno quisiera que saliera el sol cada mañana o que se hiciera de noche para justificar los ojos cerrados y el sueño. Creía que la buena voluntad o la alegría eran propiciatorios para el calor y la primavera, y que cierta tristeza irrenunciable era necesaria para justificar la existencia del invierno. Él la escuchaba, no consideraba descabelladas sus palabras porque estaba enamorado y lo que en boca de otra mujer hubiera sido absurdo en la suya era pura poesía. Por eso, esa tarde, a pesar de su buen humor y de las ganas con que corría a verla, sintió que algo no funcionaba, que las amapolas no habían comparecido, que el día se comportaba como si un prologando invierno se viera en la obligación de congelarlos. Entonces la vio. Caminaba junto a un desconocido; se reían; esa complicidad en la mirada y en la risa le heló la sangre. Ella adelantó la mano y juntó su cara con la del desconocido e hizo un selfie con el celular. Besándose. Un rayo de luz los iluminó atravesando el compacto manto de nubes oscuras que su tristeza comenzaba a transformar en tormenta. Sonó el portero. Tres cortos, tres largos, tres cortos. Su código. Una extraña manera de avisarle. “Soy yo”. “Yo”. Le abrió. La saliva no le pasaba por la garganta. ¡Era tan bella! -Hola amor-le dijo ella-. ¿Cómo va? Y le pegó el cuerpo y acercó los labios. ¿Qué responder? ¿Qué hacer? Al verla tan espontánea, tan normal, se preguntó si no cabía la posibilidad de haberse equivocado, de haberla confundido con otra muy parecida; pero no, cómo confundir a una mujer tan alta y estilizada, tan bella. Tan suya. Le rozó los labios y le dijo al oído. -Estoy sucia. Y lo miró; con esa mirada. Lo esperaba tendida en la cama. Se había quitado la ropa. Sólo la braguita negra. Su cuerpo de muchacho, su femenina manera de parecer otra cosa. Se sopló el mechón que le caía sobre los ojos. -Vení. Señaló con un dedo ansioso la boca. Como si tuviera hambre. Fue al baño. Tragó a palo seco una pastillita azul. La folló con un odio tan profundo que ella le acabó en el pecho y en la cara, arrebatada por tanta pasión. Le pegó con la mano abierta en pleno orgasmo. Una variación. Ella lo recibió extasiada. Y después se durmió.

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Se había hecho de noche y hacía frío. “¿Es realmente de noche o es mi tristeza la que oscurece el día?”. Se rió de sus pensamientos y se acordó de aquella vieja canción de Les Luthiers: “Fiso a noite en pleno dia”. Fumaba en el balcón. No había nadie en la calle. Hacía diez años que no fumaba un cigarrillo pero no se ha inventado mejor antídoto contra la angustia. Bajó por la escalera porque nunca había confiado en los ascensores. La luz no funcionaba. Pisó un gato. En la calle los trapos que cazaban clientes en la parada del bondi le propusieron sus entrepiernas. Como si intuyeran que penetrarlo sería una contundente manera de calmarlo. No les hizo caso. No había coches. El alumbrado público estaba apagado. El cielo cubierto. Una puta en la esquina. Muy joven. -¿Te puedo hacer una pregunta? Lo miró. Mascaba un chicle. -Hoy promoción, 300 pesos una mamada. Un pete 500. La noche completa… La interrumpió. -¿Ves estrellas? Escupió el chicle. -¿Sos pelotudo, vos? Sacó 300 pesos. -En vez de una mamada respondeme. ¿Hay estrellas ahora en el cielo? La puta agarró el dinero. -Sí. Está estrellado y acaba de pasar un cometa. Tuvo miedo de mirar. Sin embargo, lo hizo. Todo oscuro. Sin estrellas. Se marchó buscando un kiosko; arrastraba los pies. -Esperá. La puta se acercó. Vestía un short muy ajustado que le marcaba los labios, las tetitas apenas cubiertas por un top de lamé. -Tomá. Le devolvió el dinero. -Quedátelo. No tengas pena. Parecía un perro apaleado. Se guardó el dinero y le agarró la mano. -Vení. Lo arrastró a un zaguán. Se arrodilló y le bajó la cremallera. -Siempre me terminan jodiendo todos los sonados. -O los poetas. -¿No son lo mismo, bombón? La miraba dormir. Boca abajo. No le gustaba dormir completamente desnuda y siempre se terminaba poniendo la braguita. Dormía abrazada a la almohada. Como si necesitara aferrarse a un límite que la contuviera en la cama y le impidiera caer. Tenía un fénix tatuado en la espalda. Hasta esa noche la había mirado como si oliera flores. Como si caminara por el mismo sendero seguro que cada día le conducía de retorno a su casa. Ahora mirarla le quemaba el

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pecho y lo ahogaba. Esos labios ya no eran suyos. Alguien la había besado. “¿Y si siempre hubiera sido así? ¿Y si además de su saliva ella hubiera bebido de otras bocas y hubiera besado otras”….se obliga a parar. Por ahí, no. Pero su imaginación es demoníaca y lo conduce al abismo de verla arrodillada, bajando un bóxer que no es el suyo…¡basta!….ya no tiene cigarrillos….ahora llueve….llueve en la oscuridad de la noche que lo está matando…. debe pensar en otra cosa….debe imaginar otra cosa….se ve cuando tenía 20 años….caminando en un mundo oscuro…la ve venir a ella…rodeada por una nube negra…las nubes se difuminan al acercarse uno al otro…cuando están frente a frente por fin aparecen los colores…”somos primavera”…le dice ella al oído….abre los ojos…la mujer que duerme a su lado respira tranquilamente…”así duermen los inocentes y los niños”, piensa, conteniendo las lágrimas…cierra los ojos…recuerda…acaban de hacer el amor…los cuerpos mojados no pueden despegarse…el fénix tatuado en su espalda cobra vida y sale volando de la habitación, iluminando la noche…le acaricia la espalda…ella abre los ojos…”sos travieso, amor”, le dice…no se niega a dejarse excitar, así, semidormida; entra en ella suavemente por detrás…aterrorizado por perder un cuerpo que hasta esa noche había considerado suyo. No puede parar. Y no para hasta que un grito atraviesa la noche. ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios mío! -Estoy loco de amor por vos. -Shhh, vení loquito...dormí un poco… Lo abraza contra su pecho.

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Que late como las estrellas que ya no vibran en ningún cielo. -No puedo dormir-dice ella. -Ni yo. Su cara contra su pecho, su pierna sobre su sexo. -¡Cómo estamos esta noche! Se le ha endurecido. Juega con ella. Le habla. Como si no hubiera pasado nada. Pero pasó. Hubo un selfie; hubo sonrisas cómplices; hubo un beso. En la misma ciudad y en la misma vida que compartían. Y que ya no podría ser nunca más igual. Le habla. -Hola pollita-le dice-. ¿Me extrañabas? La agarra y le dice: -Sabés que te la cortaría y me la quedaría sólo para mí. Para utilizarla cuando me diera la gana. No le pasa la saliva por la garganta. Tendría que pararla; preguntarle. ¿Eras vos? ¿Eras vos la que vi antes del anochecer? Pero ella es tan dulce, tan como siempre ha sido. La acerca a la oreja. Lo mira. -¿Sabés lo que me pide esta turrita insaciable? -Contame una historia. No pueden dormir. Ahora hace un calor insoportable. El ventanal abierto. No corre aire. Hay una baba espesa que los agobia. Ha decidido que cuando se haga de día le preguntará. Que le dirá a quemarropa. Te vi. Lo vi todo. O no, mejor hacerla hablar, decirle: ¿No tenés nada que contarme? O ¿Todo bien amor? ¿Por qué lo preguntás? No sé. Te noto rara. ¡Qué pelotudo! Así no. Mejor directo al grano. ¡Cómo podés fingir tan bien! Se la estás comiendo a otro y venís acá a estar conmigo como si nada. ¡No! Así no, pedazo de animal.

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-¿En qué pensás amor? Lo pospondrá todo hasta la mañana. -En nada. En la historia que voy a contarte. Para que te puedas dormir. Para que puedas volver a abrazar la almohada. Hasta que amanezca.

Ella tendida a su lado con esos enormes ojos negros abiertos mirándolo. Esperando las palabras que la mojen como la mojó la saliva y el semen. Ella sin decir nada, admirando la belleza de su hombre, el pecho grande en el que le encanta recostar la cabeza, los brazos fuertes, musculosos, que cuando la abrazan parecen partirla. Cada abrazo es una forma de muerte. Cuando la suelta entra la vida como un huracán por su boca y él se lanza sobre su cuerpo y la besa y ella se estremece porque le encanta ser arrasada por ese hombre al que ahora le cuesta empezar a hablar. Ninguno de los dos tiene sueño. Ella le acaricia el pecho, le acaricia el ombligo, y el cuerpo de su hombre le responde caliente, y ella se sorprende una vez más, en la noche, del deseo que no se acaba, de la terrible comunicación entre esos cuerpos que ya están de nuevo entrelazados raspándose como si fueran de arena; como si el viento atroz de fines de septiembre atravesando la playa los llevara a diez centímetros del suelo hacia el mar. El mar de noche Tenía miedo Él la llevó Le dijo: cerrá los ojos. Los cerró. Poco a poco. El frío del agua. El calor de la mano. Ella lo mira mientras él comienza a hablar. Hay que pasar la noche para llegar a la mañana.

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Se la veía tan feliz, tan radiante, sacando la foto de un beso. -¿En qué pensás? Lo dice: -En una hermosa mujer que vi hoy haciéndose un selfie mientras besaba a un hombre. Y hace una pausa. -Parecían tan felices que me recordaron a nosotros. Le contaba historias cuando no podían dormirse: Todo le recuerda a ella. Se ha perdido en la selva. Cayó por un barranco y se hundió en la oscuridad. Cuando no lo encontraron lo dieron por muerto. Pero estaba vivo. La pierna rota. Tendido entre el follaje. Comido por las hormigas que se le metían adentro, por el hueso abierto a la lluvia que dura días. La agonía lo sacó de ese infierno. Estaba de nuevo con ella. En otra parte. Estaban recién bañados. Se habían ensuciado a propósito jugando en el barro como niños para después arrancarse la ropa y meterse juntos bajo la ducha, incómodos, porque los dos eran muy altos, muy flacos, y no entraban si no era abrazados y así no se limpiaba nada nunca y corrían a la cama de ásperas sábanas blancas y se besaban y los gusanos invadían su carne negra y cuando abrió los ojos por última vez, cuando ya no le dolía, se dio cuenta de que no era la lluvia, de que eran lágrimas que le corrían por las mejillas y que se le metían en la garganta y que sabían a la sal de la piel de ella. Perdido en lo más negro de la selva, en una noche para la que jamás habrá día, pronunció su nombre y callaron todos los pájaros. Ella no dijo nada. Le apretó la mano. Fuerte. Él no respondió. La mano fláccida, como muerta. Ella lloró en silencio. No dijo nada. ¿Qué se puede decir? Apenas añorar las primeras luces. El alba que hará visible las piernas fuera de las sábanas.

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Qué permitirá dirigirse hacia la puerta. Escapar de esto más denso que la humedad que los ahoga. Ella llora sin decir nada. Busca refugio en su pecho. Pero su pecho no está. -Igual sería mejor que nos viéramos menos. Una niña abandonada en la selva, mirándolo. -Mañana no vengas. ¿Es de día? No. Es de noche. Le dirá, sin decirle más nada. No todavía. La mira vestirse. Es perfecta. Se gasta la mitad del sueldo pagando una sustituta para conjurar en una noche el dolor más profundo de su vida. Lo leyó la mañana después, en el Bar. Una agencia de segundas oportunidades. La guinda del postre de terapias que curaban la locura de la gente. Lo recibió un gordo que no despertaba ninguna confianza mientras se comía una hamburguesa. -¿Le molesta?-le preguntó señalando la hamburguesa. -Me da igual-le respondió. No se había sentado; estaba a punto de irse. -Cuénteme. Un mordisco. Le contó. El gordo se limpió la boca con la manga de la camisa. -El procedimiento es muy simple. Reconstruimos la noche más terrible de su vida para que usted haga lo que no se atrevió a hacer.

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Esa era la palabra. No se atrevió. No se imaginaba la vida sin ella. Fue ella la que le dijo, después de hacer el amor, cortando la posibilidad de que le contara una historia: -Tenemos que hablar. El Horror. La noche. -Amigo-el gordo llamando su atención. -¿Cómo era el código? ¿Tres largos, tres cortos, tres largos? Ella es una terapeuta profesional, pero noches como ésta la hacen sentir una puta. El cliente es un romántico. Y la forma en que la mira o la folla la hacen estremecer en serio. La primera vez que la vio le preguntó muy dulcemente si podía abrazarla. Le dijo que sí.

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Se acostó a su lado sólo con su braguita negra; le habían reproducido el tatuaje de un fénix en la espalda. “No sudes mucho”, le advirtieron en el taller. Él le acarició la espalda y los hombros y el cuello con la yema de los dedos y le enseñó cosas de su cuerpo que ni siquiera sospechaba. La hizo excitar más allá de lo aconsejable para una terapeuta de su experiencia. -Me estás mojando-le dijo, eludiendo todo protocolo. -Siempre te he mojado-le respondió él; hablándole a otra persona. Lo mira. Está en el balcón. Desnudo. Se gira y ahora la mira él. “¡Es tan bella!”, piensa. No le dirá nada. Tal vez la próxima noche. Tal vez alguna noche se atreva y la deje ir. Pero no ahora. -Estoy sucia. ¿Ya no te acordabas? Se tiende a su lado. Vibrando todo su cuerpo con la química propiciatoria. La atrae hacia sí. La besa con los ojos cerrados y reconoce una vez más la lengua que invade su boca. No es necesario hablar. No al menos todavía. La luna ilumina a los dos amantes que una vez más, en medio de la noche, hacen el amor para no separarse jamás.

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Hasta dรณnde van Alejandro Chaskielbeg

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Ornella Sersale


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H

¿ asta dónde van? –Beltrán 740, y de ahí directo al centro de Monte Grande. –¿Eso es en calle de tierra? Mirá que no entro hasta ahí. Te dejo a una cuadra, en el asfalto, y después sigo con tus amigos. –¿Ahora me lo decís? ¿Por qué no me avisaron cuando pedí el remis? –Si no te gusta te podés bajar. A calle de tierra no entro, se me hace mierda el auto. Son las 3 de la mañana y tengo un par de birras encima. Yo, que no aguanto callada ni 5 minutos, me contengo y sigo el viaje sin hablar. Lucas y Cami me miran para ver cómo reacciono, y la verdad es que un poco canchereo porque es obvio que no me van a dejar ahí tirada. Todo bien con el auto que se rompe, pero es tarde y está todo oscuro. Mi vida vale más. “Seguro se arrepiente a mitad de camino”, pienso mientras avanzamos. Qué ingenua. Hace frío y los chicos van abrazados porque un poco se gustan. Me da ternura que aprovechen cualquier situación para estar cerca. Más cerca. Yo miro por la ventana y pienso en que ahora, cuando llegue a casa, tengo que tratar de embocar la llave en la cerradura sin hacer mucho ruido. Ya el otro día mi vieja se levantó gritando porque abrí la heladera y se me cayó un plato al piso. No quiero que pase lo mismo. “Llego hasta acá”. La voz del remisero me hace volver al auto, a mis amigos, a la calle de tierra. Recién ahora me empieza a preocupar la situación. “¿De verdad no me vas a llevar? Me da miedo caminar sola”. Los tres lo miramos con cara de circunstancia y le pedimos por favor que haga una excepción. Le explicamos que es un sólo una cuadra, que si se le rompe el auto le pagamos el arreglo; pero no hay caso. “Ya fue, chicos, me bajo. No le voy a seguir rogando a este tipo”. Lucas amaga a acompañarme, pero Cami lo mira mal porque está un poco celosa y él sabe que se tiene que quedar si quiere terminar la noche bien. Ahí entiendo que, bueno, tan amigas no somos, y no me queda otra que caminar esos 100 metros si quiero acostarme en mi cama a dormir. “Che, mandános un mensaje cuando llegues así nos quedamos tranquilos”. ¿Ahora se hace la preocupada? No estoy en condiciones de discutir y le digo que sí con la cabeza, pero ésta no se la perdono. Es mujer, sabe a lo que me estoy exponiendo y no se solidariza. Abro la puerta, piso la calle con el taco y se hunde un poco en la tierra. Ayer llovió y está todo embarrado. Espero no tener que correr. El motor arranca, el acelerador suena, y ahora lo único que escucho es mi respiración. Estoy sola, tan cerca y tan lejos de casa que quiero llorar. Trato de convencerme de que no estoy asustada. Pero el cuerpo me pincha y la garganta se me cierra. Tres, cuatro, cinco pasos. Me viene a la mente Lucía. Estoy borracha pero me acuerdo. Un sábado como hoy la empalaron en Mar del Plata y murió de dolor. Pienso en Ángeles, en Melina. No quiero ser la próxima. Rezo por adentro y ni siquiera creo en Dios. Ni un alma camina por acá. Ni una luz, ni un negocio, ni un auto. Aunque no sé qué es peor. ¿Llego a escuchar un ruido y qué hago? No tengo respuesta, así que trato de no resbalarme y caminar más rápido. Ya llego. De verdad ya llego. A veces me da una bronca creer que puedo hacer todo sola, porque en serio lo creo y después me decepciono. Saco las llaves del bolsillo y giro la cabeza 361 grados para chequear que nadie entre conmigo. Estiro el brazo, lo estiro mucho, toco la manija de la puerta. El corazón me late fuerte y

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siento que en cualquier momento lo escupo. Le erro un par de veces a la cerradura hasta que logro que de una vuelta y siento una felicidad que pocas veces sentí. Ya está; estoy en casa. Ahora quiero hacer ruido. Despertarlos a todos. Quiero gritar que estoy viva. Que a Cami no me la banco ni un poco y que Lucas es más cagón que yo. “Llegué bien”, le escribo a ella en el chat. Pero lo borro, y se lo mando a él.

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Lamento no poder quedarme Regina Lerose

Pato

C

aminé muchas cuadras para buscarte, más bien las corrí. Esperé 5 minutos en la esquina a que la respiración se asemejara a la de alguien normal; caminé 200 metros más, esquivando manguerazos de encargados que baldeaban las veredas marcando el comienzo del día. Volví a frenar y volví a respirar. Ahora el agite era nervioso, hiperventilaba de manera cómica, trágica, como ese asma juvenil que se dispara por cualquier cosa. Toqué el timbre, bajaste, hablamos, no lloré, grité en silencio, asentí, me fui. El resto del día no lo recuerdo, sólo sé que terminé acá, gritándole a una almohada indulgente que me perdone por tenerle miedo al insomnio. Temer es cosa de niños, reíste alguna vez. Nunca entendí tu problema con la noche, o quizás vos no entendías mi problema y por eso insistías tanto en que me quede, en que te abrace. El sueño puede volverse algo inquietante, al punto que giré treinta y dos veces hasta enredarme por completo en sábanas ásperas, como la textura de tus palabras. Para serte sincera, nunca me imaginé que podía ser algo tan desesperante, más para alguien como yo, que necesita dormir. Podríamos tranquilamente soñar con zombies, con perros, con frutas, ¡pero no! Siempre esa maldita costumbre de fantasmear con las sombras de lo real. Bah, ya ni sé qué es lo real. Construimos barreras toscas de luz para no caer en la locura, para contemplar la oscuridad y transformarnos en intentos de poetas, músicos, en personas reales. El problema es que en ciertos cuerpos como el mío, la percepción no se calibra, siempre se carga de una intensidad sofocante, de esas que te incitan a correr lejos de todo lo que pueda tocarte verdaderamente; como la locura, como un abrazo que te lleve a la locura. A vos no te asusta eso, te vi manejarlo. Es verdad que podría adaptarme, pero la propia resistencia de una personalidad formada por años me impide permear la piel de manera tan rápida; y la luz, esas máscaras que logró formar la luz, se fueron adhiriendo cada vez más

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y más a la piel, agrandando de manera exagerada el espacio que nos deja contemplar o vivir lo nocturno. A su manera, la luz nos necesita cuerdos. ¿No te asusta ahora? Entró una pequeña luz a través de la ventana. No me acordaba que tenía una ventana, ni que por ahí pasaba la luz, que existía la luz y que en verdad, todo lo que quedaba era esa misma luz. Se veía una remera de fútbol, esa horrible con los colores que ningún equipo debería tener, pero que sin embargo los tenía y vos, sin importar nada la amabas, casi con locura. Mi cuerpo cansado se seguía sacudiendo abruptamente en el lugar, y mi cabeza no paraba de retorcerse con el mismo movimiento, pero de manera menos evidente, más dolorosa y más perversa. Creo que se daba cuenta lo pesado que puede ser sostener la luz, sostener recuerdos y lo poco controlable que puede ser sentir como un loco. Me gritaste que me quede y no te escuché. No me quedé, ya sé, pero por favor andate de mi cabeza, es demasiado tarde y necesito dormir.

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Alguien Kike Ferrari

Efe de fa

Dentro de nós há uma coisa que nao tem nome, essa coisa é o que somos. J. Saramago

D

emasiado borracho ya para acertar las teclas de la computadora o para acertar las palabras dudosas o confusas que susurra la voz en la cinta o para leer correctamente, al menos, los apuntes abiertos sobre el escritorio, decido terminar la jornada. Me sirvo otro vaso de la barata y amarillenta ginebra que estoy tomando –que tantas veces me prometí no beber más– y que tiene un sabor más cercano al gin o al perfume y un nombre apropiado para una cerrajería, y decido que la jornada terminó. Miro la pila de hojas que espera sobre el televisor descompuesto, de mi por siempre inconclusa segunda novela y puteo, por lo bajo, en inglés. Una sola palabra, corta y tajante, como una escupida, como un golpe, como un juramento. Me prometo retomarla ni bien termine esta condenada desgrabación, ver si puedo poner a esas cuatro latinoamericanas en los bordes de una autopista entre Fort Lauderdale y Talahasi, apuntándose sus armas unas a otras, bajo el sol caliente de una tarde de agosto. Me duele un poco la cabeza. Lo cierto es que la desgrabación de estas cinco entrevistas me la encargaron hace tres días y no le agrego ni una puta oración a la bendita novela desde hace más de dos meses, pienso.

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Liquido el vaso. Vuelvo a putear, ahora en español. El inglés es un idioma mucho más afortunado para el insulto, pienso. Me siento, o mejor, me desplomo sobre el sillón y me duermo. Tengo un sueño extraño: estoy en un callejón, la luz es tenue y parece provenir de un farol. Llovizna, estoy jugando a los dados, probablemente al pase inglés, con un tipo al que todos llaman George –uno de los personajes de mi primera novelita–, un desconocido con un diente de oro y las manos sucias, y el Diablo. El Diablo es llamativamente parecido a alguien, aunque no llego a descifrar a quién. Durante un rato jugamos tranquilamente, ganando y perdiendo, hasta que alguien levanta la apuesta. El desconocido no sigue, se va caminando por el callejón hasta perderse en la bruma, pero antes deja entre los dados una gran moneda plateada. Un rato después el Diablo, que ya nos ha ganado el juego al tipo que todos llaman George y a mí, dice: –Aquí comienza tu aflicción… –Eso es Ascasubi –protesto.

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–Como prefieras –dice el Diablo. Ya no luce tan parecido a alguien. Hay un timbre y luego otro y otro más. Me despierto sobresaltado por el teléfono. Miro el reloj. Malas noticias, pienso. Lo dejo sonar otra poco mientras lleno el vaso con más ginebra berreta de nombre cerrajero, después atiendo. El dolor de cabeza sigue ahí. Del otro lado la voz es femenina y sollozante, está apenas irreconocible y dice, simplemente, murió. Entiendo todo de un solo golpe: imagino a la Turca acariciando la cabeza ya sin vida del Viejo, el llanto desconsolado, los ojos de él muy abiertos y de un azul apenas más claro. Siento que el estómago se me va a salir por la boca. El Viejo muerto en un puerto demasiado lejano, al que no puedo llegar; un pequeño pueblito pesquero cruzando el Gran Charco. Trato de calmar a Cecilia, trato de calmarme. –Me voy en el próximo tres –dice ella–, la Turca me espera. –Te amo –dice también. –¿Cómo es que no era inmortal el Viejo? –pregunta por último. Trago saliva y ginebra, no quiero que esto esté pasando. Le digo que no puedo viajar, que también la quiero –más que a mi computadora y a mis libros, exagero, más que a mis discos y a que a toda la ginebra del mundo–, que no hay forma de entenderlo, que se suponía que sí, que debía ser eterno. Nos despedimos, cortamos. Cecilia llora, yo tomo ginebra. O algo. Pongo un disco –Godsmack, Awake– y desisto de volver a la desgrabación de las entrevistas, aunque debo entregarlas mañana antes del mediodía. Me acerco a la biblioteca a buscar algo para leer, teniendo especial cuidado en no mirar siquiera el estante donde mi libro descansa irrespetuosamente entre los de Kafka y los de Hemingway; irreverente en medio de Taibo II, Carver, Arlt, el viejo Buk, Chéjov y la banda. Saco del tercer estante una de las novelitas del escritor argentino, casi de mi edad. Alguien con quien charlar de igual a igual, pienso, sin admiraciones exageradas ni reverencias innecesarias. Abro en una página al azar y leo: ¿Qué es un adulto? Alguien que comprende que la vida es un

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infierno y que no hay ninguna posibilidad. Siento que la cabeza me estalla y tiro el libro contra la pared. Pega cerca de la foto. Ella, la foto de ella, me llama. Siento que salgo de mi cuerpo y puedo mirarme mientras observo la foto. ¿Qué veo cuando miro al tipo que observa la foto colgada en la pared? Ya no soy yo, soy alguien más, soy otro tipo perdido en la noche. Sully Erna se desgarra en el equipo de sonido, vuelvo a mí, a ser yo: Sick of my life I’m tired of everything In my life Me sirvo más veneno camuflado de ginebra. Miro el reloj por segunda vez y descubro con espanto que son las cuatro de la mañana. Fuck. Una vez más: fuck. Quiero salir, caminar, encontrar a alguien; tal vez tomar una cervecita fría, hablar de mu-

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jeres y de fútbol. Miro el sillón, vacío el vaso y vuelvo a mirar. Allí sentado, frente a mí, me parece ver al Diablo. –¿Sabés cuándo empezás a envejecer? –filosofa el Diablo, cada vez más parecido a un indefinible alguien–, cuando perdés la calle, cuando ya no es tuya ni de tus amigos. ¿Y cuándo perdiste la calle? Esa noche en que querés llorar o festejar o simplemente estás insomne y necesitás un amigo y salís a buscarlo, entre las esquinas y los bares, y no hay nadie en ningún lado. Esa noche, esta noche, en que todos duermen en sus casitas. Vamos, hacé la prueba, buscalos… ¿A quién podés llamar a las cuatro de la mañana? –me desafía. –Andate al carajo –replico–. La juventud solo le puede interesar a los nazis o a los pelotudos de los norteamericanos. Soy un animal joven, pese a todo, pienso. Me duele la cabeza y esa zona imprecisa que gustamos llamar alma; me arde el aire en los pulmones y la sangre que corre por mis venas es espesa y caliente. Soy un animal herido, encerrado en una pieza, doblado de dolor por la muerte de un ser querido. Soy, diría Tom, un perro callejero perdido en la calle porque la lluvia le borró los olores. Pero el Diablo, tan parecido a Alguien, ya no está ahí. Y decido que lo que dijo o me dictó el delirio de la ginebra barata es cierto. La mayoría de mis amigos están distribuidos por el mundo, escapados de Buenos Aires y sus miserias, como estuve yo. Y los que se quedaron o volvieron –casados ya, algunos con hijos– duermen al abrigo de sus casitas. En otra época me bastaba con salir a la calle o ir a algún bar para encontrar a alguien. Pero las calles, canturreo, ya no son un buen lugar para soñar. Y no puedo dejar de pensar en el cuerpo pálido y frío del Viejo, en la Turca de rodillas junto al pecho quieto, llorando en silencio, en Cecilia, que cruza el cielo en un avión, sola y rota. El disco de Godsmack termina; el dolor de cabeza, amigo fiel, no. Voy al baño e intento vomitar –las venas de la sien amenazan con explotar, los ojos arden– y no lo logro. Recuerdo la prohibición del Viejo con respecto a los licores, sus recomendaciones sobre evitar las bebidas baratas. –Digamos ginebra, vodka, aunque siempre es preferible un buen tinto o un buen whisky, pero nunca licores –decía–, están llenos de químicos, son veneno. Y si no podés pagarte un buen whisky, bueno, no tomes nada. La vida, le gustaba decir, es demasiado corta para tomar whisky malo. La vida es demasiado corta, repito ahora. Demasiado corta.

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Demasiado. Corta. Vuelvo a mi escritorio, tambaleante, rendido. Me siento y agarro la botella para llenar el vaso, pero algo me lo impide: está vacía. Podría llorar. Me agarro la cabeza con las dos manos y dejo caer mi frente sobre el teclado. Entonces sucede: la desesperación cede un poco y los últimos dos meses se desvanecen. Reviso las últimas hojas de la pila que duerme sobre el televisor roto, releo y, de vuelta en la computadora, abro el archivo Novela. Escribo: capítulo XVII. –Ojalá el viejo estuviera acá, ojalá Cecilia estuviera –pienso. Después los hago crujir y mis dedos recomienzan el juego. Alguien espera sentado en un vestíbulo y sobre la puerta reina el retrato de alguien. Alguien fuma mirando al techo, alguien recuerda y llora, alguien muere lejos y alguien no lo puede creer. El Diablo se parece a alguien o quizá alguien se parezca al Diablo. Alguien odia a

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alguien, alguien duerme sobre laureles. Y alguien no. Y mientras golpeo el teclado la noche sigue y sigue y alguien se hunde en ella. Aunque ya no me duele tanto la cabeza, me vendrĂ­a muy bien otro vaso de ginebra.

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Bolichongo Patricia Gonzรกlez Lรณpez

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Brian Janchez


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a primera vez que lo vi fue cuando salimos con Pachi una semana después de mi cumple. Su chico seguía triste por la muerte del viejo y nos parecía que había que empezar a salir y despejarse. Yo no venía mejor, pero me defendía. Arrancamos por unas birritas en el bar y nos entonamos lo suficiente como para necesitar un poco de baile y transpirar el alcohol. El bolichito estaba enfrente, teníamos la joda servida. Aunque pasaban siempre el mismo cd, dance al principio, cumbia, baila morena baila morena y similares, esa vuelta fue distinta. No éramos solo mi amiga y yo sino un grupo grande con chicos muy lindos y otros, copados. Además era una buena causa. El Chori se fue aflojando de a poco, nos abrazaba de vez en cuando y al final agradeció la salida. Su amigo me hacía ojito entre baile y baile. Fue muy loco porque por primera vez el lindo del grupo y el interés hacia mí estaban en una misma persona. Bailamos unos temas hasta que ganamos confianza: yo quiero que me toque una cumbita, manito a la cintura, yo quiero que la baile Maribel, nos rozamos, quiero ver su graciosa figurita, su cara a mi cuello, moviendo los pies los pies los pies, compostura. Meneo al medio, llamar a alguien más y todos los deberes de estar de fiesta. Lo mejor de todo fue que el beso no se dio en la oscuridad de la pista sino a los primeros rayos del sol en el auto del Chori. Me gustó la idea de que me haya besado al sol, le gusté de verdad. Nos despedimos con un chupón fuerte cuando llegamos al depto, Pachi siguió porque esa noche dormía en la casa del chongo, la casa del Churro quedaba de paso. A partir de ahí vivimos una semana de amor intenso por mensaje de texto, uno tras otro: buen día linda, ¿en qué andás? ¡Qué bien! Yo haciendo esto. Yo haciendo lo otro. Qué linda que sos. Qué dulce que sos. Bueno, vamos a dormir, buenas noches. Casi no dormía, nunca sabía cuándo podía caer el próximo mensaje. No quería dormirme, dejar sin contestar alguna pregunta y que eso signifique perderlo. Era un chico lindo y gustaba de mí. Le gustaba y no lo despreciaba, algo milagroso había ocurrido. Pachi estaba contenta, hace mucho no me veía entusiasmada con alguien, pasábamos los días picando algo, o tomando un helado en la habitación mientras hablábamos del par de amigos. Ella estaba bien pero podía estar mejor. Los encuentros que tenían estaban buenos pero era sólo pasar el rato. Ella quería salir, ir de la mano, y él se hacía el boludo. En mi caso era distinto, él me llenaba la bandeja de entrada, estaba muerto conmigo. Al sábado siguiente volvimos a salir. Nos pasaron a buscar y fuimos directo al bolichito, el Churro seguía estando churro pero me pareció raro que se ponga la misma remera. Los otros amigos eran copados y nos hacían la segunda mientras chapábamos. Como no se levantaban a nadie bailaban entre ellos o se encargaban de ir a comprar los tragos. Volvían casi a la hora con la mitad del vaso. Mucha gente en la barra y muchos sorbos que ofrecían a las chicas que se encaraban; un traguito, una vueltita y huida al baño. Pobres pibes, eran buenos chicos pero eso en la rumba no se ve. Noche a noche siguieron siendo los que se iban sin chapar, y yo la que se iba a dormir sola y vestida. Me parecía raro que al pasar tantas madrugadas nunca me haya invitado a su casa, un hotel de esos baratos de la avenida, o el baño. Yo no podía invitarlo porque no me daba avanzar, además el depto estaba colapsado, la hermana de Pachi con su novio habían venido de la costa por unos días y estaban durmiendo en el living; tres parejitas ya era demasiado. Otra vez a dormir caliente como una papa hervida o bajar la temperatura con una tocada.

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Después del mes me mandaba mensajes pero no tanto como antes, por un lado mejor, no gastaba tanto crédito. Por otro lado ya estaba más que angustiada. Pachi empezó a salir varios días seguidos sin invitarme. No podía decir nada porque capaz veía a los otros amigos que no teníamos en común. Yo me tenía que conformar con té, chocolates y el ruido del sofá golpeando la pared por la fuerza del amor adolescente de las visitas. Un par de veces les pinché el globo del amor cuando entraba por la cocina en vez del comedor y veía alguno correr en culo por el pasillo. Lejos de las noches de joda todo se tiñó de comer y dormir. Las opciones eran paja o vivir el sexo a través de la escucha; veladas de tristeza. La última vez que salí con los pibes el Churro se acercaba demasiado a mi amiga. Sus meneos eran para ella y para mí dejaba los bailes sueltos, algo de electrónica o esos temas con coreografía. Me olía mal la cosa, ya pintaba cara de upite y angustia inapetente. Entonces me animé y encaré a mi amiga: creo que le gustás. Que nada que ver, dijo. No insistí pero esa noche soñé que le preguntaba si se cogería al Churro y ella me decía que si, obvio, que estaba buenísimo. La pesadilla terminaba con guerra de almohadones y aumento de sesiones en la psicóloga. Yo le decía que me sentía mal por desconfiar de ella, que me disculpe, que el Churro ya no me parecía tan churro, pero tenía pesadillas y esas cosas de perdedora. A los días volví a preguntar: Pachi, ¿te gusta? Mirá que no me interesa más el pibe eh… me dejó de escribir y no sé por qué… podés confiar en mí. Ella se enojaba mucho y me cortaba la conversación diciendo que jamás se fijaría en alguien que a mí me interesara y que además había besado, aunque no haya llegado a interiores. También me decía que estaba enojada porque me había hecho ilusionar y que casi no comía por su culpa. Me quedé tranqui. En esos días hablé por msn con el Chori. Se había abierto mucho conmigo y me preguntaba cómo venía la onda con el Churro, que andaba desaparecido y a mi amiga tampoco la veía. Se lo notaba mejor con el tema de su viejo. También me contaba que le iba bien en la obra de teatro en la que actuaba, que vaya a verla. Yo sabía que el sueño de Pachi era que él la invitara y darle un beso en camarines. Ella quería eso, lo decía como si estuviera en presencia de alguien que le pudiera conceder el deseo. No sabía si ir o no porque me daba cosa por ella, pero un día me decidí y fui. La obra estaba buenísima y él era uno de los que se destacaba. Me presentó a sus compañeros de elenco y fuimos a tomar algo a la salida. Se hizo cualquier hora tomando birra hasta que me pedí un auto para volver. Borracha y con culpa volví a casa. ¿Qué hago, le cuento o no? Pensé todo el camino hasta llegar a la puerta. Se escuchaban ruidos raros y me dio un toque de susto hasta que intenté ver qué onda por la ventana que daba al patio. Era obvio, la hermana de Pachi galopando a su novio. Me di cuenta porque se veían dos pares de piernas desnudas, él abajo y ella con efecto pinza sobre él, saltando. La pucha, otra vez cagarle el garche a la pibita no, pensé, y entré por la cocina. Fui para el cuarto, me acosté pero no podía dormir, me estaba haciendo pis encima. Dudé en ir al baño porque no quería interrumpir. Ya fue, me dije, esta también es mi casa. Fui corriendo al baño por el pasillo, entré sin mirar al comedor. Volvió el alma al cuerpo, me lavé las manos y salí, esta vez con la vista al frente. Antes pensé qué decir, “te interrumpí otra vez” o algo parecido. Miré de abajo hacia arriba, identificando pantalones de jean, pantalones camuflados, la cara de mi amiga morada y la cara del Churro en dirección al celu, ambos agitados. Tengan cuidado que de afuera se ve todo, les dije, y me fui a dormir. Se me paró el corazón, sentí un escalofrío o más bien la sangre burbujeante y caliente subiendo a mi cara. Necesitaba una cama donde desplomarme. Me

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acosté mirando al techo, estaba temblando pero la depresión de los días anteriores, desvelada y nerviosa, desapareció. Sabía la verdad. Al día siguiente me levanté como si recién naciera, tenía una energía descomunal. Puse la pava, hice tostadas, llevé las mermeladas y manteca a la mesa y me senté a desayunar. Mi amiga se levantó después. Me la crucé en el pasillo mientras iba a cambiar la yerba, no me vio venir y se asustó. Buen día Pachi, hice tostadas. Me parecía que no entendía nada pero cuando estiré el brazo para darle una me dijo “prefiero la de frutilla”. Me dejé la de durazno y le preparé otra. Eso fue lo último que me dijo en primavera. Estuvimos viviendo en la misma casa sin hablarnos hasta el verano, cuando me pidió que tomemos un café y charlemos. Ahí me lo confesó: estuve con el Churro. Le dije que ya sabía. Me contestó que siempre dudó, que no estaba segura de que haya visto algo porque no la había insultado, que la confundieron las tostadas. Se había enamorado, le dije que la entendía, pero que no le perdonaba que me haya hecho sentir culpable de sospechar cuando se lo estaba curtiendo. “Hubiera preferido que me mandes a la mierda”, insistió. Y a la hora de charlar aunque quedaban cosas en el tintero no tardamos en llegar al punto en común: “esta noche salimos”. Nos pusimos bien gatas, nos pintamos las uñas, la maquillé con esas sombras que le gustaban. Ella me prestó el vestido ese que había fichado pero como estábamos peleadas no podía pedirle. Fuimos disparadas al boliche, esta vez al vip, era nuestro baile de reconciliación. Con un champán encima me fue contando cosas que había experimentado. Que curtían bien, que tenía un orgasmo tras otro, que con otros no les pasaba. De hecho propuso un brindis por descubrir que era multiorgásmica. Por la amistad, respondí, y chocamos las copas. Nos bailamos todo y ligamos chupi de arriba porque el pibe de la barra también festejó que aparecimos por fin, tanto tiempo. Después de este tema vamos al baño que no aguanto más, le dije. No fue tan duro como en otras ocasiones, estaban todas prendidas con el ochentoso y nos retocamos el labial sin que nadie nos empuje. Salimos, empujones, flash, agarrense de las manos, flash otra vez en la cara y querer llegar en tren involuntario a un rincón con aire. Desde ahí lo vimos, el Churro entrando de la mano con una. Nos miramos, le clavé la mirada. Mi amiga también, sonrió para un costado y se cayó al piso. Cuando le subió la presión rompió en llanto. No me había contado que no lo veía más. Ella me explicó entre mocos que le entraban por la boca que no me dijo nada porque lo seguía viendo. Vamos, por favor vamos, le dije mientras le pedía al chofer que vaya viniendo, que esta vez volvíamos temprano. Volvimos en silencio hasta casa. Sostenida de mis hombros llegamos a la habitación, le saqué los zapatos, la ayudé a taparse y me quedé despierta hasta verificar que se haya quedado dormida. De ahí en más las noches fueron de llorar y adelgazar hasta que venció el contrato de alquiler.

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Una noche de aglomerado María Campano

Gustavo Salamié

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a noche llega de muchas formas. Yo tuve que hacerla en la mitad del día, con el sol alto. Al principio lo disfrutaba. Si la vergüenza o el terror me abrumaban a las 11 de la mañana, entonces corría a esconderme bajo la mesa de la cocina. El mantel de hule generaba una sombra amplia y celosa. Ahí, disimulada en esa oscuridad, soñaba con las rodillas frías el cielo de aglomerado mientras esperaba que Basilia, la vieja más fea del barrio, por fin se despidiera de mi abuela. Basilia era una perversa. Sabía que su lunar desproporcionado y peludo generaba terror y parecía disfrutarlo. “¿Dónde está la nena Maruca? Llamala que quiero darle un besito. ¡Vení chiquita que quiero saludarte!” La vieja gritaba y yo más me arrinconaba bajo la mesa. Le veía las patas flacas y las zapatillas de tela gastadas, todas deformadas por los juanetes. Me quedaba quieta, casi que dejaba de respirar para no mover el aire. La vieja era la vecina de mi abuela Maruca. Vivía en un rancho en el campo que estaba enfrente del almacén de mis abuelos. Desde la ventana de la cocina la veía venir, envuelta en la polvareda que levantaban sus pisadas. Su visión fantasmagórica era el anuncio fatal de la visita. Así que con absoluta premura corría a mi refugio para evitar sus dedos fríos, sus caricias temblorosas y los escupitajos que se escapaban de su dentadura vacilante. Mi abuela se avergonzaba terriblemente de mi comportamiento pero entendía que su amiga tenía cierto impacto entre los niños y niñas del barrio. No era yo sola. Mis primos hacían lo mismo. La hija de Sarita, la de enfrente, también. Los pibes de la canchita paraban el partido

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y se iban en cuanto veían a Basilia. Y Pablo, en vida, huía despavorido apenas la se aparecía cerca de casa. Fue esa desaparición repentina lo que despertó los rumores. Pablo, o Pablito, era el nieto de Amalia, la otra vecina de mi abuela Maruca que tenía su casa pegadita al gallinero de mis abuelos. A pesar de estar marcada por una vida que siempre olió a mierda de gallinas, Amalia era un encanto de paciencia y resignación. Cuando su hija huyó con un arriero y le dejó a Pablito con sólo dos años, todos corrieron en su ayuda. En silencio, y sin reproches, le llevaban comida, le cosechaban las ciruelas del fondo, le fiaban, en fin, la ayudaban por lástima. Sólo Basilia, con su atinada maldad, le clavó la verdad como un puñal una tarde cuando se cruzaron en el negocio: “Mirá qué yegua tu hija, se rajó y te deja al nene bobo”. Amalia bajó la mirada, influenciada por una desproporcionada fe cristiana y no le respondió. Y mi abuela, otra chupacirios como decía mi prima Adela, la miró perpleja pero tampoco abrió la boca. Tal vez era su inexplicable fealdad lo que inspiraba piedad en los otros. “Nunca tuvo marido, pobrecita” solía decir Maruca con un suspiro largo, casi como deseando esa soltería. La cuestión es que Basilia no tenía quien le hiciera frente. La última vez que vieron a Pablo fue a la tardecita, en un pastizal, un lugar en donde todos los chicos solíamos jugar porque había nidos de gallinas cluecas y nos la pasábamos buscando huevos. Pepe, el puestero del campo cercano al rancho de Basilia, dijo que estaba solito jugando con unos perros. Era raro porque Pablo nunca estaba solo, pero esa tarde Amalia dijo que se le escapó o algo así. Lo buscamos, lo buscamos mucho y mucho más. Pero nunca apareció. Amalia estaba destrozada. Al tiempo se fue del pueblo y no volvió. Después supe que mis abuelos le prestaron dinero para el pasaje y que ahora vivía en la casa de unos primos en Bahía Blanca. Pero la cosa, o como se llame, se volvió contagiosa. Pablito no fue el único que desapareció. Pasó lo mismo con una nena de una familia del centro. Habían ido a un casamiento en el campo de los Cuesta y a la vuelta pararon en la ruta para cambiar una goma. Dijeron que ya había estrellas, que la chiquita se bajó del auto a mirar las vacas o no sé qué. Y se esfumó. Después se comentó de otros chicos pero era gente que no conocíamos así que andá a saber si es verdad. Después de esos episodios mi abuela me mandaba al fondo a darle de comer a las gallinas cuando sabía que su amiga estaba por venir. Yo no me di cuenta hasta que un día me aparecí en el living y mi abuela me pegó tal reto que las lágrimas saltaron de mis ojos sin permiso. Nunca me había gritado así. Me dijo que estaba sucia, que era una cochina y que no me apareciera hasta que estuviese bañada y prolija. La muy zorra de Basilia me miraba sonriendo mientras yo lloraba en silencio avergonzada. La abuela lo debe haber sentido en las tripas que, según ella, eran su sensor físico preferido. “Acá se siente” me decía tocándose la panza. Ya no intentó que saludara a la vieja y siempre me alejaba con excusas. Me mandaba hacer las compras al almacén, a buscar al perro, cualquier cosa con tal de sacarme de la casa cuando estaba Basilia. Esa vieja encorvada, que apenas podía caminar y estaba prácticamente ciega nos tenía a todos en alerta.

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Tanto empeño puso mi abuela en alejarme que a mí sólo me dio más curiosidad. Ahora era como que quería ver a la vieja, encontrármela en algún lado, espiarla en movimiento. Y sucedió que una mancha de humedad me dio la oportunidad. Un caño del baño se rompió y mojó toda la pared de mi pieza y tuve que ir a dormir con la abuela mientras arreglaban la pared. Su cuarto era el más calentito porque estaba al lado de la cocina y con ella podía leer hasta tarde porque tenía un velador todo para mí. En el campo la noche es más negra. Es mentira eso de que con la luz de la luna hay claridad. La noche es negra y oscura, como las pupilas de los ojos chiquitos de Basilia. Así descubrí que desde la ventana del cuarto de Maruca se veía a lo lejos una lucecita, el rancho de la vieja. La persiana estaba cerrada pero se habían saltado unas tablitas y por esa rendija podía ver el humo de la salamandra salir por el caño del techo. Cuando Maruca se dormía yo me levantaba despacito a espiar el rancho. Así me di cuenta que la vieja no dormía. Toda la noche había luz en su casa. Toda la noche fuego en la salamandra. Y no aguanté más. Después de espiarla durante el verano desde el cuarto de la abuela, me decidí. Salí por la puerta del patio y de ahí fui caminando hasta el portón decidida a cruzar el campo caminando. El trigo crecido me llegaba al pecho, yo tenía ocho años. Avancé oculta en el ruido estridente de los grillos. Cada tanto miraba atrás para ver la casa de la abuela. Ahí estaba, podía volver ya mismo. Me despertó del deseo el ladrido de los perros y me asusté. Agachada vi cómo Basilia salía para hacerlos callar. Miró los pastos crecidos. Se dio vuelta y entró. Esperé unos minutos y comencé a moverme muy despacio hasta el final del sembradío. Desde ahí podía ver la ventana iluminada de la vieja. La vi enseguida y me dio risa. Bailaba sin música, cubierta con su chal de lana raído. Parecía un son movidito porque se contoneaba. En la mano tenía una copita de licor, de esas chiquitas que la abuela no me deja tocar. Bailaba y tarareaba una canción que yo no conocía. Ahí sola, Basilia se cenaba la noche, la disfrutaba tanto que se chupaba hasta los huesitos. Cuando corrí la vista de la vieja pude distinguir algo extraño en la pared del fondo. Parecía que había un montón de telas de colores sobre unos estantes. “¿Ahora resulta que la vieja es modista?”, recuerdo que dije tontamente en voz baja. Era raro. Siempre la veía con la misma ropa grisácea, rotosa, polvorienta. Entonces, sin quererlo, escribí mi sentencia. Me acerqué en cuclillas hasta la ventana y desde la esquina del marco me asomé para ver mejor esas telas de colores que rápidamente se me hicieron familiares. Eran pulóveres tejidos, pantalones, remeras, saquitos de punto arroz. Todos muy limpitos y acomodados sobre la estantería del rancho de esa vieja mugrienta y perversa. Cuando me di cuenta Basilia me miraba desde adentro y sus ojos parecían miles de fueguitos encendidos que me querían quemar. Corrí. Corrí con tal desesperación que las patas daban la vuelta y me golpeaban las orejas. Me caí muchas veces en el camino porque el campo estaba lleno de cuevas de peludos y los pastos, los putos pastos, se me enredaban en las piernas. Me raspé las palmas de las manos y

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sangraba. Añoraba la tibieza de la cama de mi abuela. Su cuerpo tranquilo al lado del mío, el perfume a alcanfor y la almohada de lana de mi cama. No paré de correr. De tanto mirar para atrás me estrellé la cara contra el portón de la casa. Llorando entré lo más silenciosa que pude y me escabullí en la cocina. Pasé al baño y me lavé los raspones. En el espejo vi una niña desconocida. Tenía la cara roja, los ojos llorosos, el pelo revuelto y una ceja rota del golpe contra la chapa. Me sequé despacio la cara y lloré un poco más sentada sobre la tapa del inodoro. La habitación de mi abuela olía como ella, a cariño. Miré por la ventana una última vez, ya empezaba a amanecer y se oían los pájaros. Un grito ahogado se hundió en mi garganta. Ahí afuera, pegadita a la persiana, Basilia me miraba. No dijo nada, pero lo supe todo. Estaba condenada. Me refugié bajo la mesa de la cocina y no salí más. Algunos dicen que durante la noche se cuecen los sueños. Yo no sueño. Yo no tengo noche. Sus ojos me buscan y ya no duermo. La única noche que vivo es la noche del día. Está llena de estrellas de aglomerado y es cada vez más larga.

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Siempre de noche Diego Flores

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Hache


1.

E

l jefe me dio tres indicaciones, simples y fáciles de recordar, si yo las incumplía, las olvidaba, las irrespetaba o las alteraba iba a tener consecuencias. A–Siempre vas calzado, si disparas es en última instancia. Nada de hacerte el hombrecito y asustar. Se le dispara a la cana o al tipo que te apunta o agrede. B–Nunca pero nunca vas puesto ni escabiado. Eso es para giles. Si no te bancas el laburo me lo decís o te bajás. Acá la merca y el faso son para festejar no para laburar. C–Siempre pero siempre de noche. En el conurbano robar de noche es más fácil que ser banquero. Tenés zonas oscuras para esconderte, poca o nula presencia de gente, hay poca policía, si hacés un buen mango y te agarran lo podés arreglar con la cana. Las comisarias tienen más chorros afuera que adentro de las celdas. ¿Entendés?, me decía el jefe y yo asentía callado. El jefe no era de largar muchas palabras pero tenía breves instantes de verborragia: Vos me servís porque sos un cabeza de termo me decía, vos sos un apasionado, no dudas, no preguntas, vas y hacés. No sos inteligente, un poquito culto por ahí, pero inteligente no. Lo que veo y lo que sé es que sos operativo, pragmático, sos un anestesista, no te tiembla el pulso hermano. ¿Es así o no?, me decía tanto que me quedó el apodo. El anestesista, a mi no me gustaba pero el jefe me decía que estaba bien, que así vanagloriaba un apodo. A nadie le gusta su apodo, el angustia no está orgulloso de su apodo. El gordo fitito menos, es más, dice que no gordo el pobre, jame joder, mirá lo que parece con esa camisa amarilla, decime si no es un 600 el hijo de puta. 2. Mi viejo tenía un video club en una calle contigua a la principal a Onsari ahí en Wilde, se llamaba “El sueño de Federico”, eran los años ochenta y mi viejo abrió el local en pleno auge de las videocaseteras. Papá, un cinéfilo perdido en la provincia de Buenos Aires, era fanático de Fellini y en un principio quiso imponer a Fellini en Wilde, como si fuera una misión de evangelización de la población obrera sureña y expandirlo, si era posible por todos los rincones del conurbano. Al principio era selectivo con las películas, metía carteles de Citizen Kane, La fortaleza escondida de Kurozawa, algunas de las películas de Hitchcock. La clientela mayoritaria en un principio era una suerte de grupúsculo de cuasi nerd, lunáticos y trasnochados pero al tiempo la mayoría de la gente reclamaba por los más recientes éxitos de Holywood, policiales, detectives, algunas reminiscencias del far west, entonces mi viejito se apioló, madre mediante, que era un negocio y al bueno de Kurosawa lo reemplazó por Schwarzenegger haciéndose el duro y también voló Godard y entró Rocky haciendo frente con frente con Mario Baracus. Esto, decía mi viejo, es para niños, esto antes hubiese sido considerado una película infantil. Ahora viene el boludo este de treinta años de acá en frente a preguntar por Rocky. Somos cada vez más giles, nos están llenando la cabeza de mierda, me decía y se acomodaba los lentes enormes y se tocaba con aires de preocupación el bigote que usaba desde que lo conozco. Yo también heredé el gusto por el cine, pero a mí me volvían loco las películas de mafia. Y

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sobre todo la saga del Padrino. Yo era de los pocos que bancaba las tres de Coppola. Me apasionaban. Que me apasionaba quiere decir que no había razón que sustentara mi adoración y mi identificación con esa saga. La veía una vez por semana, buscaba datos, compraba revistas, remeras, pósters. Hablaba con italianos. No es que la justificación pasional anulara las críticas sesudas a la película, pero para mí esas tres gemas excedían cualquier explicación racional. A tal punto gustaba de esos films que una vez en un club social de Dominico me agarré a piñas porque un perejil batió que Sony estaba mal representado por James Caan. Después de gritarnos obscenidades y de decirle que no podía hablar así de Sony le tiré con el palo de pool y me le fui al humo. Yo no me calentaba nunca, pero loco, ¿cómo vas a criticar a Sony? El papel que se manda el tipo, va muere por ir a ayudar a la hermana, es la parte más enfática del nuevo joven prototipo italiano… y este perejil acá meta billar dice que está mal actuado, la puta que te parió está mal actuado. 3. En los tiempos muertos del comercio, al mediodía yo me encerraba con los pibes a ver películas en el video club. Entre la una y las cuatro de la tarde teníamos a disposición toda la parafernalia hollywoodense y alguna que otra joya de vanguardia para nosotros. Ahí conocí al jefe. Él no cursaba con nosotros, iba al otro curso. Pero le encantaban las actividades en las que había que hablar poco. Era taciturno, callado y solemne a la hora de verter opiniones, siempre nos pareció más grande de lo que era. Su cara adusta, su forma de concentrarse y mirar a los ojos, el pelo siempre cortado al ras, pocas convicciones pero firmes. Ahí en el videoclub yo incitaba a los pibes a ver películas de mafia, les insistía en lo genial de “Erase una vez América”, por ejemplo, pero sobre todo en que teníamos que ver el Padrino. Había arduas negociaciones para elegir qué película mirar. Cada tanto mi viejo pasaba a controlar que no estuviéramos mirando ninguna subida de tono o porno y aprovechaba para mostrar la foto que tenía con Griselda Gambaro, la vez que la dramaturga pasó por el videclub a preguntar no sé qué cosa. Ahí en ese grupo que oscilaba entre cuatro o cinco muchachitos de la secundaria forjamos una amistad un poco difusa, irregular, sinuosa, modestamente alegre… amistad al fin. 4. Los videoclub que en Capital Federal caducaron hacía mitad del noventa, el conurba los llegó a sostener hasta casi la entrada al nuevo siglo. Mis viejos fallecieron hacia 1997 en un accidente de autos cuando iban para Punta Rasa, un camión los embistió en plena noche cerrada. A mi padre le encantaba ir a ver cómo se conjugaban en un solo verbo salado el río y el mar. Eso decía él: “un solo verbo salado”. Era un tipo tan inteligente como simple, admiraba tanto leer libros de teoría del cine como pisar descalzo el pasto mojado. Heredé el negocio familiar y la casita donde vivía con mis viejos, era un destino irrevocable. Yo había probado suerte con la carrera de medicina pero el CBC y las exigencias académicas me devolvieron de una patada en el orto a mi lugar de paria, de mediocre trabajador, comerciante del conurbano sin aptitudes ni oficio definido. Así que viví con laburos irregulares y mal pagos además de atender el local de películas que se caía a pedazos con el advenimiento del cable. Finalmente lo cerré en el octubre del 2000. Durante todo ese mes no alquilé ni películas, sí, ni una sola. Nada. Solo me dediqué a mirar películas y esperar que venga el galleguito Urduiz a tomar unos mates o el flaco Cachela a alquilar algunas pornos. En el cuaderno donde anotaba las salidas solo figuraba el flaquito Cachela. Si no fuese por su ferviente onanismo no hubiese aguantado tanto

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con la persiana arriba. Qué tipo divino alquilaba las mismas películas hasta tres veces al mes. En el último tiempo en la lista de alquileres solo estaba él, era la única ficha activa. Cuando cerré y entregué la llave además de creerme un inútil sentí que le estaba clavando un puñal en el estómago al cadáver de mi viejo. Ese mes que estuve ahí encerrado me volví un ser ensimismado, casi no hablaba con nadie, a veces sentía el temor de perder mi capacidad lingüística de no recordar las palabras, ser una suerte de darwinista converso, un afásico eterno. Parecés un Pichiciego, me decía el galleguito Urduiz antes de irse. Yo me reía abatido sin saber qué carajo era un Pichiciego. 5. Necesitaba que me pase algo, estaba agotando mis reservas de la venta de las películas y del local que estúpidamente vendí en pesos en las inminencias de la crisis del 2001. Mi vida había perdido sentido y yo había perdido el deseo, estaba ahí nomás de la locura o de la muerte. El camino a mi desaparición era cosa del tiempo, hasta que un día por la puerta de casa pasó el jefe. Yo estaba barbudo y ojeroso depositando la basura en el tacho cuando pasó por al lado mío, me miró unos segundos y se rascó la cabeza como cuando pibe, había algo de esa conjunción de piel, barba y mugre que no comprendía. Finalmente descubrió mi rostro entre los escombros de mi vida. Me saludó en el punto exacto que mezcla la fraternidad y la distancia, hablamos un rato y se fue. Al tiempo, una semana, dos, volvió, y borrando su indiscreción permanente me preguntó en qué andaba y qué me pasaba. Me dijo si quería que me ayudara, si quería laburar

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con él. Yo sabía que él, a pesar de ser de una familia de clase media, con papá comerciante y mamá médica, se había ligado desde joven al hampa, al choreo y la delincuencia. Era, digamos, un señor chorro, elegante y respetuoso a la hora del hurto. Así comentaban las crónicas orales del pequeño Wilde. Y yo, como dije, necesitaba que me pase algo para sentirme vivo. Aunque ese algo sea malo, reprobable, condenatorio. 6. ¿Querés laburar conmigo entonces?, me dijo el jefe sin mirarme. Bueno, hacé casas, robá una, dos, diez casas. Robar es un oficio que se aprende haciendo. Mi gente y yo somos simples. No quiero bardo, te metés en las casas, sacás guita, joyas, elemento chicos de valor. Necesito ver cómo laburás, los primeros tres o cuatro viajes te voy a mandar con Pablito, pero después te cortás solo. Yo soy gente seria, no robo en el barrio, no pichuleo, no ando haciendo barullo y no contrato perejiles. Soltó el jefe para cerrar como enojado, como si en cada condicionamiento se acordara de algún traidor o perejil que no supo comprender órdenes tan simples. Yo salí con Pablito, hicimos un par de casas vacías, dos con una parejita de jubilados y otra con una mina soltera con dos pibes. Todo rápido y sin inconvenientes salvo por ese mocoso que no paraba de chirrear y gimotear. Pero pobrecito se asustó y con razón la cara de Pablito era el susto mayor del tren fantasma. Por lo pronto él le comunicó al jefe que yo era bueno, callado sigiloso y rápido. Yo, a pesar de socializar con delincuentes y malandrines, seguía en mi estado de perpetuo silencio, bien podría haberme hecho monja de clausura antes que chorro, pero no. 7. Me pasaron el dato de un laburo en una zona residencial de Quilmes, cercana al río, allí donde antes vivió la oligarquía quilmeña y hoy se reacomoda como puede la clase media alta. Un caserón estilo colonial. El matrimonio que la habitaba iba a estar en un casorio y su hijo adolescente se iba a quedar solo o con un amigo. No más de dos según mi fuente. Había un pichicho, un ovejero medio venido a menos y cascado, bastante boludón, un pedacito de carne y una pastilla y ya estaba presto para recibir un cariñito mío y pasar derecho al laburo. Le hice un cariño de más hasta que el pichicho se largó un pedo que no pude soportar, ese animalito de dios estaba pudriéndose por dentro. Entré por un ventanal sin hacer mucho ruido, me temblaban las manos a raíz del frío pero entre la adrenalina y el espesor que causó la flatulencia del can me olvidé enseguida. Levanté la persiana, la trabé y me mandé despacito. Al toque vi que había objetos de valor pero sentía la necesidad de asesorarme qué hacía el pibito de la casa y me mandé a husmear, no quería sorpresas, había llevado una soga por si había que atar. Subí las escaleras y vi que eran dos, tenían 15 o 16 añitos, la misma edad en la que yo fui más o menos feliz. Cuando oí algunos sonidos me di cuenta enseguida, me emocionó la música y verlos sentaditos ahí mirando alelados El Padrino, la primera parte. Recién arrancaba. Uno se parecía al jefe rapado y delgado, la cabeza más chica desproporcionadamente pequeña, como si fuera un fugitivo de los jibaros. Me quedé mirándolos con ternura y se me llenaron los ojos de lágrimas, esa escena tan cercana y distante me movía el piso de las emociones. Estaban viendo cuando Jhonny Fontane, el sobrino músico de Don Corleone, le pide que le haga el favor en medio de la boda. La actuación tan sobria de Al Martino hizo que pospusiera mi labor. Estaba ante la obra de arte más grande del cine, merecía un instante (para mi bien podía ser eterno) de contemplación. Marlon Brandon, la puta que los parió, mira el papel que hace este tipo. Miré el miedo que infunden las sombras y Coppola qué tipo vivo, cómo con el manejo de cámaras

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nos pone todo el tiempo del lado de la familia Corleone. Nos hace jugar para el equipo de los mafiosos, de los malos, con un simple juego de cámaras. Qué cosa el cine. Entonces me doy cuenta que parapetado detrás de los pibitos ya me puse en pose intelectual y estoy pensante y emocionado con El Padrino. Pienso en que me tengo que rescatar y decido inspeccionar el resto de la casa mientras los pibes miran ese peliculón, así que hago un giro, reviso la habitación contigua, reviso un par de cajones, pero escucho que ya está Tom Hegen negociando con Woltz, y entonces digo ma sí, se va todo a la puta que lo parió, me quedo viendo un rato. Asoma una de las escenas icónicas del cine mundial, la de la cabeza de caballo en la cama y yo no sé si mirar la tele o tratar de dilucidar la cara de los pibitos que están de espaldas, pero no me importa porque yo les siento la emoción. Eso se siente, viejo. Van a ver por primera vez esa escena. Cómo me gustaría volver a sentirla por primera vez, repetir esa efervescencia anticipatoria de que algo mágico va a suceder y se te hace un nudito en la garganta, eso que perdés cuando madurás, cuando el mundo te pega una patada en el ojete que te eyecta a ese cementerio carente de sensaciones que se llama adultez. Entonces Woltz se levanta con el rostro fruncido, confundido, y levanta las sábanas. Yo estaba emocionado con ese grito, con ese movimiento de cámara y no va que los pibes se miran y el dueño de casa le dice al que se parecía al jefe: Che, bastante poronga esta película. Así sueltito de cuerpo el mocoso: una po–ron–ga. Entonces se me escapó o no me aguanté, no sé, pero salí de las sombras enardecido y le grite: ¿qué poronga, pendejo de mierda? ¿Acabas de ver una de las escenas más importante del cine mundial y vos decís que es una poronga, la concha de tu madre? No entendiste nada, hermano. Mirá los juegos de planos, prestá atención a las luces y las sombras. Escuchá la música. Leé entre líneas pedazo de gil. Los dos muchachitos quedaron estupefactos, no atinaron a gritar ni nada por el estilo, simplemente se dieron vuelta, me miraron y la incomprensión pobló sus mentes. Se quedaron callados hasta que el dueño de casa dijo: señor, usted ¿quién es? ¿Amigo de mi papá? Y yo que estaba medio deschavetado le dije qué amigo de tu viejo ni de tu viejo, ahora van a ver pendejos. 8. Les até las gambas para que no corrieran y me fui a inspeccionar la casa, deambulé un rato sin sentido, como sin saber en qué estaba. Me noté nervioso. La pasión, siempre la pasión, otra vez la pasión me venció. Eso no podía quedar así. El Padrino no podía ser socavado de tal manera. Así que volví, los miré a los ojos a ambos con gesto castrense. El pibito dueño de casa ya estaba medio que lagrimeando. El otro, inmutable, estaba con cara de culo pero tranquilo. ¿Saben qué vamos a hacer ahora? Vamos a ver El Padrino, les dije. ¿Eh, cómo? Respondieron al unísono. Que vamos a ver El Padrino, ¿muchachos son sordos? Ustedes tienen que entender lo que significa esta película. ¿Cómo van a decir que es mala? Tienen que prestar atención, muchachos. Yo les voy a explicar. Y entonces le hablé del contexto de la película, de las mafias en Estados Unidos, de cómo había hecho el casting Brandon, de que en un principio no lo querían. Les conté de Coppola, de Pacino y De Niro. Y le mandé play a la peli. Entonces el que se parecía o me hacía acordar al jefe se enganchó mucho más que el otro que estaba cagado hasta la patas. Al rato noto que esa distancia se rompe, que ya están metidos en la trama y se entristecen con la muerte de Sony. Nos ponemos locos y festejamos cuando Michael se carga a los dos tipos en el bar y vemos la transformación del rostro de Al Pacino, que lo llevará a la

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inmortalidad de las actuaciones. Nos lamentamos la muerte de Vito hacía el final y nos quedamos boquiabiertos con el juego de escenas entre el bautismo del primogénito de Michael, Anthony Corleone, y los asesinatos de los líderes de las demás familia, la combinación del bien y el mal, la vida y la muerte. Es quizás el momento de mayor logro de climax del cine occidental moderno. Quedamos los tres extenuados ante tamaña manifestación. Los miro, el boludito seguía moqueando, el otro me miró con ganas de decirme algo con ese fragor en la mirada que solo emanan los niños entusiasmados. Y ahora, les digo. Y ahora… vamos a ver la segunda parte. Vamos a conocer los comienzos de Vito en Sicilia, cómo se gana el mote de Padrino, y como Michael diversifica los negocios en Las Vegas. Por acto reflejo y oficio rebobiné la cinta, la puse en su caja correspondiente y puse la dos. 9. No hay que ser muy pillo para saber no solo que vimos la dos entera sino que también la tres, que los pibes me hacinaron a preguntas sobre las películas y que se suscitaron discusiones acerca de escenas, elipsis y analepsias, a esos dos muchachines ya les había picado el bichito de Coppola y yo me sentía notablemente orgulloso. Tampoco hay que ser muy astuto para darse cuenta de que cuando estaba terminando la última parte de la saga el matrimonio regresó a la casa, que los niños hasta allí casi cómplices, mis discípulos cinéfilos y hermanos, comenzaron a gritar desaforados, y yo que estaba con las piernas entumecidas y abrumado por las sobredosis de cine intenté una fuga vana, pues a las cuatro cuadras la policía me estaba apresando. De

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noche es una cosa, me decía el jefe, pero de día es otra. No podés ocultarte de día, ¿entendés? Es una de las reglas, siempre de noche. Sus palabras sucumben en mí mente como un eterno loop. Me dieron una linda celda que comparto con un pibe divino que cayó por estafa. Yo caí por secuestro, robo y no sé cuántos cargos más. Mi prontuario es mucho más digno que mi reputación. Cada tanto, antes de que apaguen las luces, miro el póster de De Niro interpretando a Vito Corleone y me acuerdo de cuando era feliz mirando películas en el viejo videoclub de Wilde. Y con eso por ahora voy tirando.

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Ciudad nocturna: territorio minado para las mujeres Crรณnica Eter

Delfina Tremoullieres

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Guille Llamos


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on las 5.20 y un grupo de cuatro chicas de 20 años tiene que volver de San Telmo a Saavedra. El itinerario es simple: hay que tomarse un colectivo que para a cinco cuadras y que, después, hace un recorrido bastante lineal. Para ellas, sin embargo, se va a convertir en una odisea. Porque la noche no es la misma para hombres y para mujeres. Salen del boliche tentadas, gritando; alguna sin voz por haber cantado toda la noche. Cuando traspasan la puerta del lugar todo ese clamor se apaga en un segundo, como un último acorde seco y nada de aplausos. La calle está oscura y vacía y eso las hace más vulnerables. No dejan de pensar qué harían si les pasa algo: no sabrían hacia donde correr, ni cómo reaccionar, ni a quién podrían gritarle. Se acostumbraron, como muchas mujeres, a seguir una lista de cuidados para protegerse: avisar siempre cuando llegan, tomarse taxis aunque sea por unas cuadras (pero llamar para pedirlos, no pararlos en la calle) y mandar la patente de los autos a los que suben. Hace poco se bajaron dos aplicaciones en su celular, Life 360 y Ángela Te Protege. En ambas se pueden crear círculos de personas que pueden ver qué recorrido hacen y en qué ubicación están sus integrantes. También, frente a situaciones de peligro, se pueden enviar alertas de ayuda –en el caso de Life 360– o activar el botón antipánico –en Ángela Te Protege, que fue desarrollada en Salta y tuvo más de 27 mil descargas sólo en esa ciudad. “Yo no quiero que las usemos. Es invasivo y siempre defendimos que hay que enseñarles a los machistas a no ser violentos, y no a las mujeres a cuidarse”, se quejó Lucía Gómez –una de

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las chicas del grupo, de 18 años– cuando decidieron utilizar las aplicaciones como una herramienta más. La convencieron. Después del último mes, en el que se incrementaron las denuncias por posibles secuestros a través de las redes sociales y donde hubo 28 casos de violencia de género en 27 días, lo mejor era implementar más precauciones. En el camino a la parada –en una de esas veredas angostas y empedradas de San Telmo que el frío y la oscuridad parecen ajustar todavía más– un auto pasa muy despacio al lado suyo. Probablemente sea por lo estrecha que es la calle, pero les da miedo igual. Piensan que en ese momento el mundo podría tragarlas y nadie se enteraría. El último informe del Programa Nacional de Rescate y Acompañamiento a las Personas Damnificadas por el Delito de Trata, realizado en febrero, indica que sólo el 4% de denuncias que recibió la línea 145 corresponden a situaciones de posible captación. En las redes sociales, en cambio, cada vez más mujeres comparten experiencias de este tipo para que tengan difusión y otras puedan estar alerta. Julieta Sánchez, de 22 años, publicó en Facebook un texto en donde contaba que un chofer de taxi había querido secuestrarla. Se había subido junto a dos amigas a la salida de un boliche. Le dijeron la dirección al conductor pero él tomó un camino que no correspondía y, mientras, enviaba la ubicación a otra persona. Aceleró. Llegó a un destino que no era el indicado por las pasajeras y le hizo cinco parpadeos de luces a una combi que esperaba allí. Las chicas se tiraron, huyeron. Ellos también. “Si no fuera porque vivimos en continuo estado de alerta nos llevaban. Si no fuera porque justo esa noche no tomamos alcohol y veníamos muy despiertas, nos llevaban. Si no fuera que tenemos miedo de todo lo que puede pasarnos no hubiéramos estado tan atentas a algunas señales, y hoy nuestras familias serían parte de una estadística espantosa”, expresó en su relato. *** El colectivo ya hizo gran parte del recorrido. En una esquina de Avenida Cabildo un hombre con un carrito vende un café tórrido: el humo se mezcla con el vapor que el vendedor exhala por el frío. Tres de las chicas bajan en el mismo lugar; la cuarta seguirá un tramo más. Lo único en lo que pensará ese rato es en su deseo de no quedarse sola con el chofer. Sabe que cuando baje la van estar esperando su papá o su hermano –dos años menor que ella, pero hombre– para acompañarla en las once cuadras que tiene que caminar hasta su casa. Y que cuando llegue, no debe olvidarse de avisarles a sus amigas que está bien. El problema no es salir de noche. Ni volver sola en colectivo o en taxi. El problema es otro. En una sociedad machista y frente a la ausencia de políticas públicas que protejan a las mujeres, ellas y sus derechos se ven aún más vulnerados y violentados en la noche; un territorio minado por la incertidumbre.

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Aislamiento Walter Lezcano

Juan Battilana

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ra la primera vez que me pasaba.

Estábamos cogiendo con mi novia lo más bien, en la cocina, de parados, la tenía agarrada de la cintura con emoción, plaf plaf plaf, una locura de lo lindo. No siempre lo hacíamos como me gustaba. Y ocurrió. No me importaba si era suerte o destino. Esa noche, el mundo se alejaba cada vez más de mi alrededor. Y de golpe, mientras me arrodillaba para abrirle los cachetes y chuparle bien el culo, apareció en mi mente, como esas filtraciones de humedad en las paredes de la pieza recién pintada, el cuerpo viejo, grande y jubilado de nuestra vecina que atendía el kiosco de enfrente de casa. Siempre le compraba birra, porque todo lo demás lo tenía carísimo, y me atendía de mala manera, casi con desprecio. Entonces, ¿qué hacía Lidia en ese lugar sagrado: en mi cabeza? ¿Cómo debía interpretar esta aparición repentina? ¿Me gustaba y esa era la forma de saberlo? Eran unas preguntas fugaces pero que tenían una fuerza poderosísima: dejaban huella. Se trataba de un rayo alcanzándome o algo así. Me dejó paralizado un segundo. También fue como recibir un pelotazo en la garganta porque me quitó el aire y cualquier movimiento posible. -¿Qué te pasa?- me preguntó mi novia y de algún modo me despertó y volví a esa realidad que estaba afuera de mi cabeza. Me inundó de forma espantosa. Tenía que cumplir con mi novia, conmigo, con lo que hacíamos. -Nada - contesté. Me sentía desorientado, confundido, miedoso y, para ser sincero, un poco traidor. Mi pecho era una coctelera peligrosa que presionaba en la nuca.

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-¿Por qué paraste entonces? -No sé- dije. En situaciones de riesgo decir la verdad nunca fue mi primera elección. Más bien todo lo contrario. De todas formas, ¿cómo iba a explicarle algo así en ese instante? -Entonces seguí, dale que me falta poco- me ordenó. Le hice caso. Pero a partir de ese momento fue todo muy mecánico de mi parte. La lengua y la boca funcionaban solas, con una carga de memoria muy grande. Mi alma, digámoslo de esta manera y perdón por la poesía barata, ya no estaba ahí. El sexo siempre me pareció la posibilidad de olvidarme de todo lo cotidiano y meterme en el presente y en el corazón de la experiencia. Si era de noche se volvía el cielo. A la noche ocurren las mejores cosas que el día no admite de ninguna manera. La claridad es cosa de superficiales y ordenados. Nunca fui de esos hombres “visuales”, que necesitan ver todo como para comprobar que es absolutamente real lo que están viviendo. Aparte, ¿qué carajo es la realidad? Hay tanto de imaginación como de nuestros cinco sentido ahí. Digo, lo real también es una construcción de nuestra cabeza. Y coger se hace con eso sobre todo: con la cabeza. Con la imagen de Lidia rondándome ya no podía escaparme de nada, me anclaba sin piedad en la vida cotidiana de todos los días. ¿Había antídoto para algo así? -Hacelo mejor que ya casi termino. No la cagues ahora, dale. Seguí- me dijo mi novia y pensé si una lengua sin una cabeza detrás, digo: una cabeza atenta, podría hacer bien su trabajo. Yo seguía arrodillado, con la boca abierta y ella de espaldas moviéndose sobre mi cara. Aún así podía verme. Siempre fue muy sensible. Lamerla en esas condiciones mentales fue mi Evererst. Pero en ese momento se me apareció Luisa, la verdulera que nos cobraba cualquier cosa y cada uno de sus brazos tenía el tamaño de un rugbier. Una más del barrio en mi mente. ¿Qué me estaba pasando? ¿Qué eran estas inoportunas que me arruinaban un polvazo? Lidia y Luisa no se iban de mi cabeza. ¿Por qué? Quería sacarlas de ahí. Tanto arruinaban el momento que no me dejaba escuchar a mi novia. No quería sentirlas a ellas. Sus gemidos, los de mi novia, eran parte de una conquista sorda que no estaba logrando. Lo que sí pude escuchar, de forma intempestiva, fue la voz de Marta, la señora que ayudaba al carnicero y hacía las milanesas de pollo. Esto sí lo no podía creer. A Marta, que tenía la edad de mi abuela, siempre le había mirado las tetas enormes. Pero no había ningún deseo en esas miradas. Tenían la inocencia de alguien que admira un cuadro. ¿Por qué me hacía eso Marta? ¿O era yo arruinando mi vida? Lo seguí intentando y mi novia, al fin, pudo acabar. Se dio vuelta y me dio un beso largo y húmedo. Me pasó la lengua por toda la cara. A veces, cuando está muy contenta, hace eso. Mi pija estaba muerta y enterrada. Cuando quiso hacerme acabar le dije que ya estaba bien, que no siguiera. No había problema. Sonrió como si no le importaba y se puso a cocinar. Ese día le tocaba a ella.

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De repente una noche Marián Benítez Weisz

Kalu Maina

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ara los que sufren no hay peor momento en el día, que la noche. Y aquella noche había sido la peor, en la vida de Iris. Después de pasar dos días enteros tirada en la cama, hecha un estropajo, Iris se levantó. Caminó descalza por el pasillo, en medio de la oscuridad de la noche, y fue directo al baño. De pie frente al espejo comprobó cuán maltrecho puede quedar un cuerpo cuyo corazón fue destrozado. Iris no podía definir si lo que más le molestaba era lo que veía o el tedioso silencio noctámbulo. De lo que sí estaba segura era de querer quitarse ese dolor que le oprimía el pecho y que no la dejaba respirar. La bañera había quedado llena de agua; agua que, después de dos días, estaba fría. Así y todo se metió en ella y se sumergió completamente. Quizá alguna reminiscencia, de la etapa fetal, le otorgó cierta sensación de alivio y seguridad. Iris se seguía sintiendo un estropajo; un estropajo mojado. En la quietud de la noche, invadida por un silencio abismal, los recuerdos afloraron como agua brotando del manantial. Las imágenes se sucedían, unas tras otras, como fotogramas irrefrenables de una película cuyo final acababa de acaecer. Con la nitidez a la que apelan los recuerdos, a Iris se le representó ese primer encuentro fortuito con Raúl; aquel mágico día en que sus vidas se cruzaron para siempre. A ella le atrajo su porte varonil; su bondad; su fuerza. A él, la fragilidad atesorada en aquel cuerpo de mujer.

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Durante los primeros meses él se dedicó a conquistarla en todas las formas posibles. No era porque no lo hubiera logrado en el primer intento, era por el placer de saberla entregada por completo a su amor. Iris se sentía la mujer más afortunada del mundo; del universo. No pensaba en otra cosa que en complacerlo y hacerlo feliz. Consciente de eso, Raúl dedicaba su tiempo a satisfacer sus necesidades; lo que su boca pidiera, sin demoras le diera… Pero entonces, ni bien pasaron del noviazgo a la convivencia, las cosas cambiaron y todo lo oscuro que residía en él, quedó claro en ella tras la primera golpiza. Consciente de eso, Raúl dedicaba todo su tiempo a satisfacer sus propias necesidades; y a lo que su boca pidiera, sin demoras ella le diera… Iris se sentía la mujer más desafortunada del mundo; del universo. No podía hacer otra cosa más que complacerlo para mantenerlo feliz. Durante los últimos meses él se dedicó a humillarla en todas las formas posibles. No es que no la hubiera doblegado en el primer intento, era por el puro placer de saberla atrapada por completo a su merced. A ella le aterraba su porte violento; su maldad; su fiereza. A él, lo embriagaba la fragilidad encerrada en aquel pequeño cuerpo de mujer. Con la nitidez a la que apelan los sentidos, a Iris se le representó lo que sería el último y desafortu-

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nado encuentro con Raúl; una noche fatal en que sus vidas se separarían para siempre. En la agitada noche, asaltada por mil gritos inflamados, la violencia afloró como torrente que embiste como un huracán. Las acciones se sucedieron, unas tras otras, con puñaladas irrefrenables en una pesadilla sin fin. La bañera seguía llena de agua; agua que, dos días después, continuaba roja. Él había metido sus manos en ella, sumergiéndolas completamente. Quizá la certeza del mal provocado, en ese acto fatal, lo enloqueció de miedo e inseguridad. Raúl se volvió un estropajo; un estropajo ensangrentado. Iris supo que lo que realmente le molestó fue lo que vivió, más allá del tedioso silencio noctámbulo. Eternamente padecerá el dolor de saber que jamás volverá a respirar. Suspendida el alma frente a su propio cuerpo, Iris ve cuán maltrecho queda un cuerpo cuyo corazón fue destrozado a puñaladas. Deambulando etérea y descalza por el pasillo, en medio de la oscuridad de la noche, fue directo a él. Después de pasar dos días enteros tirada en la cama, hecha un estropajo, el oscuro espectro de Iris se le presentó ante Raúl. Para los cobardes no hay peor momento en la vida, que la soledad de la noche. Y fue esa noche la peor, en la vida de Raúl.

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Noche Ariell

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e pediste que te explique lo que sucedió aquella noche y te contesté que no me molestes más con esa historia. Esa noche, todo estaba tal cual lo habías dejado, no sé por qué, pero de repente sentí unas ganas profundas de bailar, correr y correrme. Entonces puse mi canción favorita. Esa que es muy anti sistema y me hace sentir plena, libre, con esa dulce y estúpida sensación de osadía frente a tanta mentira, morbo y ego idólatra religioso y capital. Entonces comencé a danzar. Casi por inercia mis manos ásperas y curtidas, por tanto laburar la tierra, los hilos y la sal del recuerdo, se fueron allí, a ese lugar que solo tú y yo conocemos. Como le veo hace tantos años me animé a entrar sin golpear, ya basta con esto del permiso, me conoce, dale le dije, déjame pasar. Y cuando di el primer paso me sacudió un sonido agudo que me rompió los oídos, comencé a ronronear, me arrastré para poder llegar, reí y lloré al mismo tiempo. Le dije: Hola, soy yo, por favor, déjame entrar. Me contestó: Siempre pides permiso.

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Le contesté que estaba cansada, que todo es mucho. Soy carne y hueso, ten piedad, siento que voy a morir, a veces cuando la luna engorda y la miro de reojo algo enojada, ella me contesta lo mismo que vos. Y... estoy cansada, quiero poder entrar como si fuera mi casa, como si fuera dueña y no inquilina. Dame esa oportunidad, me duele la espalda y se me cae el pelo a montones de tanto darle vueltas al asunto aunque no quiera, me persiguen cientos de reflexiones y algunos dolores, toda mi historia observando la idiotez e inmadurez de quienes esta noche no hacemos otra cosa que mordernos la cola, dar la vuelta, seguir en círculo. Entonces, sucedió lo que esperé durante siglos pero no recordaba. Sucedió. Llegó a mí. Y al fin accedí al placer que creía vedado. Mi cuerpo estalló y se prendió fuego, me fui a ese lugar del que vengo, caminé entre todas esas aguas, me reconocí en ellas y volví abrazada a mis piernas. Me puedes preguntar: ¿por qué? ¿Por qué volviste? Volví porque me di cuenta. La noche resignificó la herida, era yo misma tratando de agarrar algo que no se agarra, no se toca, no se huele, no se come ni se roba. Entonces comprendí la importancia de aquello que me dijiste una tarde en la mar. “Ariell, de las olas la sal y de la sal el centro de aquella orilla, de allí aquí, una contigo forman la mar y la mar el planeta”. Y sí, allí te vi, viejita y arrugada, sonriendo a carcajadas, eran tres los tiempos desencajados, nos mutilaron la noche del día, porque el tiempo es uno y ese era el gran secreto debajo de la alfombra. Duelo, muchas gracias y adiós. Sopla el viento en mi cara, la noche devela ese amor que endulza toda la cama.

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El tragafuegos Juan Duacastella

Johny John

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onó el teléfono justo cuando Román había salido a fumar al patio trasero de la comisaría. Miró la pantalla pero no reconoció el número. Apagó el cigarrillo con el pie, fastidiado. Llevaba 7 horas trabajando y había atendido una docena de casos. Era psicólogo en una comisaría de la mujer en Paso del Rey, y además de las horas regulares que tenía por delante, esa noche le tocaba hacer guardia hasta el amanecer. Atendió. Era Marian, una antigua compañera de facultad, que lo llamaba para preguntarle sobre unos libros que necesitaba para su tesis, y decía estar segura de que Román los tenía. Hacía mucho que no hablaban, aunque habían sido muy cercanos mientras estudiaban, así que Román propuso llevárselos en la semana y aprovechar para tomar un café y ponerse al día. Ella se rió y le dijo, hace mucho que no estoy en Buenos Aires, ¿no te acordás? La verdad que no se acordaba. Pero si hablamos y te conté que me había vuelto a Ushuaia, hablamos de mi trabajo, y eso fue hace como dos años ya. Román se disculpó. Venía durmiendo poco hacía un par de semanas. El trabajo lo tenía mal, y las noches en que no tenía guardia con el 911 se las pasaba despierto sin poder conciliar el sueño, fumando cigarrillos en la oscuridad, pensando en los casos que había atendido durante el día. En eso entró una policía al patio y le hizo una seña, tenés gente. Román suspiró, y se encontró diciendo: necesito vacaciones. Lo dijo sin pensarlo, como una expresión de cansancio, pero su amiga se quedó callada un rato, y después de preguntarle si estaba bien le propuso ir unos días a Ushuaia a visitarla. Román tenía unos días de vacaciones pendientes, y necesitaba un escape, así que accedió y esa misma tarde compró los pasajes, para no arrepentirse. A la mañana siguiente, cuando se tomó el tren para ir a trabajar, se sintió entusiasmado por primera vez en mucho tiempo.

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Lo que no le dijo a su amiga es que estaba empezando a preocuparse seriamente por su salud mental. Venía en picada. En el último año su ánimo se había ido avinagrando, y se había vuelto cínico e irritable. Además, después de haber atendido centenares de casos y haber escuchado las historias más terribles, su visión de la vida se había nublado. Era como si llevara delante de sus ojos el cristal de las ventanas de la comisaría. Con el tiempo se había dado cuenta de que los casos de violencia se parecían todos entre sí. Es decir, cada drama tenía su particularidad y era único, pero a la vez, todos repetían los mismos ritmos, como si fueran improvisaciones de músicos distintos sobre los mismos compases. Cientos y cientos de casos. Empezó a notar que estaba tan tomado por la situación, tan atento a ciertos gestos y detalles que los encontraba también fuera de su gabinete, entre la gente que conocía, compañeros de fútbol, de trabajo, entre sus amigos y parientes. No lo podía evitar. Incluso a veces, viajando en el tren o cenando en algún restaurante se encontraba reconociendo sin querer los detalles sutiles que denunciaban una historia violenta prolijamente ocultada. Era enloquecedor, y Román como psicólogo sabía que eso no era solamente una expresión. No era su primera vez en avión pero aún así el aterrizaje lo puso nervioso. El aeropuerto de Ushuaia está montado justo sobre el borde del mar, y Román vio por la ventana como el avión iba descendiendo sobre el agua helada del sur, sin ninguna pista de aterrizaje a la vista, hasta último momento, donde aparecía gris y contundente el asfalto salvador para que el avión apoyara suavemente sus ruedas. Ese detalle y el frío que lo invadió apenas bajar le hicieron darse cuenta de que escapándose, había llegado hasta el fin del mundo. No podía imaginar un lugar más adecuado.

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Su amiga lo recibió de la mejor manera. Había preparado un rico desayuno, y después de un rato de charla lo acomodó en un cuarto cálido y confortable y se despidió hasta la tarde porque tenía que trabajar. Le dejó además un juego de llaves y unos folletos turísticos. Pero Román estaba cansado y esa tarde se limitó a prender bien la estufa, cerrar las pesadas cortinas y tirarse a dormir. O al menos eso intentó. Su insomnio había empeorado desde el asesinato de Gabriela, una de sus pacientes, hacía dos semanas. Los pocos momentos en que cerraba los ojos, se encontraba soñando con ella, con su voz pidiéndole ayuda, con su cuerpo rociado de bencina encendido fuego, con los gestos pequeños que usaba para acomodarse el pelo cuando venía a las consultas. Con su sonrisa breve. Con su cadáver en la morgue del hospital de Moreno, tapado con una mantita azul. Por la tarde salió a pasear y se asombró con la mezcla del paisaje montañoso y el viento que traía olor a mar. Llegó hasta el puerto y vio gigantes cruceros atracados desde los cuales bajaban grupo tras grupo de turistas americanos y europeos, sonriendo y sacando fotos, hablando a los gritos en su idioma, mostrando los dientes e invadiendo por un rato las callecitas del centro histórico de la ciudad. Se dedicó a seguirlos un rato desde lejos para pasar el tiempo, y vio cómo se amuchaban en las casas de té y pedían chocolate caliente con pastelitos de ruibarbo o frambuesa. Todos tenían grandes camperas gordas e infladas y Román estaba bastante desabrigado así que se compró un gorro de lana de guanaco y una bufanda marrón que todavía conserva. Estaba disfrutando el paseo y entró a una tienda de regalos a comprar un encendedor porque había perdido el suyo. No tenían de los comunes, aunque le ofrecieron una variedad de encendedores con recuerdos de Ushuaia. Eran encendedores de bencina. Se

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llevó uno plateado que decía “Isla Redonda” y tenía en el frente grabado un detalle de la isla en cuestión con gigantes gaviotas volando encima. Mirado bien de cerca, el grabado además mostraba una pequeña cabaña en la orilla, y un fueguito adelante, como si el artista hubiera querido agregarle un detalle cálido al paisaje. Cuando regresó a lo de su amiga notó que había varios autos estacionados afuera. Era su familia que había venido de Río Grande a pasar el fin de semana. Su amiga los presentó: mis padres, mi hermana, su novio, qué tal, cómo están. Román dio besos y estrechó manos, sonrió y respondió preguntas con cordialidad. Le sirvieron un café gigante y lo sentaron en los sillones frente al hogar. El fuego chispeaba y los troncos se quejaban antes de quebrarse en pequeños trozos anaranjados. Luego alguien empezó a preparar una picada y le trajeron una copa de vino y la charla siguió fluyendo con naturalidad, entre risas y anécdotas que Román y Marian recordaban de la facultad. Para la hora de la cena se sentía contento y feliz de haber aceptado la invitación. Le sirvieron una carne riquísima que tenía cerveza y azúcar negra encima, y todo estaba delicioso. Cuando terminaron de cenar, el padre de su amiga descolgó una guitarra de un ganchito que había en la pared del living y se puso a cantar tangos y valsecitos. Después le pasó la guitarra a Román que tocó unas chacareras a pedido, lo mejor que se acordaba y cuando finalizó su turno le ofreció la guitarra a Marian, quien le señaló al novio de su hermana: él toca bárbaro, dijo mientras el tipo se negaba secamente con un gesto. La hermana tomó la guitarra y le insistió, dale Gustavo. Pero él se limitó a beber de su copa sin mirarla y la dejó colgando con la guitarra en la mano. Román lo vio a los ojos y no pudo evitarlo. Malditos detalles.

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Esa noche volvió a soñar con Gabriela. Ella entraba a la comisaría e iba directo a su gabinete y empezaba a increparlo. Para qué te conté todo si no van a hacer nada. Román se tapaba la cabeza con las manos y le pedía disculpas. También soñó con el tipo. El asesino. Soñó que le hablaba despacito con paternalismo y le explicaba lo mucho que él sufría por las locuras de su esposa, y cómo a pesar de sus delirios e inventos la seguía queriendo. Esto era bastante habitual: los maridos solían venir a la comisaría a hacer un generoso descargo, prolijamente vestidos y con toda la frialdad del mundo, daban a entender que sus mujeres estaban trastornadas, mientras ellos se desvivían trabajando para sostener a sus familias con dignidad. Los más cínicos se las arreglaban para deslizar una velada amenaza entre los algodones de su discurso, tratando de amedrentarlo. Román los odiaba por eso. Más de una vez había fantaseado con tomar una de las armas de la sala de municiones de la comisaría y vaciarles el cargador encima. Pum pum pum. Casi todos los días fantaseaba con eso y después se asustaba de estar pensándolo seriamente. Pero en vez de eso se quedaba callado y los oía hablar desde detrás de una cortina de lluvia. Los tipos se iban sonriendo y saludaban con educación y exagerado respeto a los policías que fácilmente compraban el personaje. Che parece buen tipo el señor al final ¿no? Era desesperante. Al día siguiente Marian le indicó la dirección para ir a conocer el famoso presidio de Ushuaia, uno de los paseos típicos de la ciudad. Esas cosas a Román le encantaban. El penal tenía un edificio central redondo, desde el cual salían 5 naves hacia los costados que terminaban cada una en una torre de vigilancia. Desde arriba se veía como una media estrella: dos tiras hacia los costados, dos en diagonal hacia abajo, una central que cortaba las tiras horizontales. En uno de los patios habían construido una réplica del famoso Faro del Fin del Mundo. Por

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dentro, todo tenía un aire a esas películas de Alcatraz o San Quintín. Las naves tenían dos pisos de celdas individuales, con una cama y un inodoro, rodeadas por un pasillo con baranda que daba al patio central. Román se imaginó a los presos formando cada uno frente a sus celdas, se imaginó a sádicos guardias golpeándolos con malicia, se imaginó túneles en las paredes excavados con pequeñas herramientas caseras. Y también sirenas sonando de pronto en medio de la noche y reflectores iluminando círculos en el suelo mientras los perros ladraban, ansiosos de salir a perseguir a alguien y morder tobillos. Imaginó motines y tipos que prendían fuego los colchones y las sábanas. Imaginó las tiras de fuego que caían como restos de papel hacia el patio central de la cárcel y a los guardias prendidos fuego corriendo hacia la nieve. Había un pabellón especial donde estaban recreadas una serie de celdas con presidiarios famosos, como el anarquista Radowitzky o el múltiple asesino Mateo Banks, quien había liquidado a ocho personas con un rifle wínchester en 1922, incluidas su hermana, su cuñada y sus dos sobrinas. También estaba el célebre Petiso Orejudo, representado con una estatua a escala natural y vivos colores, mirando sombríamente desde dentro de la celda, como una figura de cera. Román pasó con un dedo por la lista de víctimas. Había varias niñas y mujeres, la mayoría. A muchas les había prendido fuego la ropa para quemarlas vivas. De vuelta en lo de su amiga tuvo tiempo para tomar unos mates y charlar con ella a solas, casi por primera vez en el viaje. Román le habló de su trabajo, de la angustia que le estaba produciendo y como iba de a poco minando cada uno de los aspectos de su vida. Ella lo escuchó con dulzura y lo dejó descargarse hasta que Román se dio cuenta de que había hablado

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demasiado. Pero tuvo cuidado de no contarle acerca de Gabriela, de los sueños que tenía con su muerte, de las noches de insomnio donde fumando en la oscuridad se encontraba a sí mismo elaborando planes homicidas para vengarla. Era algo que no podía compartir con nadie. Marian le contó de su vida en Ushuaia, de lo difícil que era también su trabajo, y de lo bueno que era tener cerca de vuelta a su familia. Cuando habló de su hermana Román detectó una sombra de preocupación en su mirada e indagó al respecto. Es su novio, Gustavo, dijo ella. Es un idiota. Anda siempre de mal humor y le arruina todos los programas. La verdad no entiendo qué hace ella con un tipo así. Román asintió y derivó la charla hacia otros lugares más convencionales, hasta que llegó el resto de la familia. Antes de eso, Marian le dijo, mañana tengo pensado un paseo genial. Al otro día salieron en auto Román, Marian, la hermana y Gustavo. Manejaron hasta las afueras de la ciudad, en el empalme con la ruta 3 y luego siguieron un poco más hasta ingresar al parque nacional tierra del fuego. Entre los bosques Román vio varios arroyos con diques naturales hechos por los castores. Acá son una plaga, le comentó Gustavo. Román asintió en silencio, pero Gustavo continuó, hay una época del año en que te dejan venir a matarlos porque dicen que están arruinando al ecosistema. ¿No está buenísimo? Su novia lo amonestó, ¿qué cosa te parece buenísima de venir a matar animales? Pero Gustavo se había embalado y seguía, olvidate… sabés que lindo, venís acá y pum pum repartís tiros para todos lados, y mientras lo decía se reía con una risa subida de volumen, desfasada, y su novia le decía basta nene, ay callate vos si no entendés nada, le respondía él, y después de cada comentario malicioso volvía a reírse fuerte, como dando a entender que era todo un chiste y que estaba exagerando. Marian miró a Román de reojo mientras manejaba. Román estaba pensando en la idea de tener un día permitido para matar en un parque nacional. Cuando estacionaron, Marian le indicó un muellecito con un cartel que decía bahía ensenada y al fondo, en el mar, se divisaba una pequeña isla. Allá vamos, dijo. Román la reconoció: era la isla redonda que tenía grabada en su encendedor de bencina. En el muelle, esperando, había un grupo de amigos y amigas de Marian que iban también a hacer la excursión. Uno de ellos era además el cuidador de la isla, y junto con su hermano los cruzaron en dos gomones. Pusieron también bolsas de dormir y unas heladeritas con bebidas y comida. Aunque la isla sólo estaba abierta durante el día para los turistas, ellos iban a pasar la noche ahí, en la casa de los amigos de Marian que oficiaban de caseros. En la isla había varios senderos para recorrer, con miradores como balcones que daban al océano entre los árboles del bosque y puntos de avistaje de aves y cosas así. También había una pequeña estafeta postal, la más austral del mundo, y muchos turistas aprovechaban para enviar desde allí una postal o una carta. Un muchacho con pinta de hippie se ofrecía además para colocar un sello en el pasaporte que aseguraba que uno estuvo en el fin del mundo. Se acomodaron en dos cabañas muy rústicas, como refugios de montaña, y salieron a pasear. A la tarde vieron como los turistas iban retirándose de a grupos en los gomones, y la isla se fue vaciando hasta que quedaron sólo ellos, que eran un total de diez personas. Los cuidadores prendieron un gran fuego y se pusieron a hacer un asado mientras los amigos de Marian tocaban la guitarra y cantaban. Román caminó hasta la punta del muelle y se sentó a

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ver el atardecer sobre el mar. Prendió unos puchos y se quedó ahí hasta que el muelle se puso oscuro y casi no se veía la tierra del otro lado. Estaba por volver cuando escuchó una discusión que le traía el viento. Trató de ver de dónde venía pero no lo logró. Entonces se quedó quieto, tratando de evitar hasta el compás natural de su cuerpo para que no crujieran las maderas del muelle y cerró los ojos. Reconoció las voces: eran Gustavo y su novia, la hermana de Marian. No podía entender exactamente lo que decían pero interpretó los tonos que tanto conocía. Él la increpaba por algo, ella se defendía, él se enojaba, ella lo tranquilizaba. El ritmo de siempre. Finalmente desandó el camino del muelle y regresó hasta donde estaban las cabañas y el fuego. En el camino se cruzó con la hermana de Marian que pasó secándose las lágrimas pero no lo vio. Siguió unos pasos más y se topó con Gustavo, que salió de la nada en la oscuridad, al punto de que casi se chocan. Parecía alterado. Le preguntó si había visto a su novia y Román mintió. No la vi. Gustavo hizo un gesto con los hombros y después se despachó. Que se joda ¿no? Román trató de no ejercer ningún movimiento facial que le diera a entender a Gustavo que había complicidad entre ellos. Pero Gustavo siguió hablando: le encantan las escenitas. Román permaneció rígido como una estatua de hielo, esperando que no se le notasen las ganas que tenía de mandarlo a cagar. ¿Tenés un cigarro? le preguntó y Román le alcanzó mecánicamente su atado sin decir una palabra. Gustavo encendió un pucho, dio dos o tres bocanadas y mirando hacia el mar preguntó: ¿che y te estás cogiendo a mi cuñada, no? Silencio. Mentalmente se había puesto a resguardo y lo miraba desde atrás de los glaciares del fin del mundo. Te digo una cosa, yo la conozco, es igualita a la hermana: histeriquea un poco, pero en el fondo le encanta que se la cojan. Lo dijo con naturalidad, sin maldad aparente, como si fuera un comentario correcto, como si fuera un favor o un

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dato especial que le estuviera acercando a Román. Estaban parados en medio de la oscuridad, y apenas si se veían las caras, alumbradas por el fulgor de los cigarrillos cuando pitaban. Román se asustó de las ganas que tenía de matarlo. Se encontró pensando realmente en las posibilidades de asesinarlo allí mismo, en esa isla en el fin del mundo. Lo miró y se dio cuenta de que lo odiaba aunque recién lo conocía. Lo odiaba en nombre de todos los tipos que pasaban por la comisaría. Y también lo odiaba, o principalmente, porque reconocía en ese tipo repulsivo muchos gestos propios, porque le devolvía una imagen de sí mismo que no quería ver, como un espejo maldito. Lo miró entre las sombras, parado en la orilla del mar, y pensó en empujarlo al agua. Gustavo, en la suya, terminó el cigarrillo y lo arrojó lejos antes de irse. Por la noche y mientras circulaba el asado y los vinos, los amigos de Marian empezaron a hacer una especie de varieté circense. Había unos que hacían malabares, otros que caminaban sobre sus manos e incluso una chica rompió varias botellas y haciendo pasos de baile como un mimo, caminó sobre ellas ida y vuelta sin hacerse ningún daño. Marian se acercó y le preguntó si había visto a su hermana. Román le contó la situación que había escuchado en el muelle y Marian se fue a buscarla en el bosque, detrás de las cabañas. Román buscó a Gustavo, estaba ahí en la ronda, visiblemente bebido, cantando con los guitarristas. Le pasaron un faso, y después otro. Entre eso y el vino la mente se le embotó un poco. Todos se reían y la pasaban bien. Marian regresó y le dijo, ya la encontré pero está enojada. No quiere salir de la cabaña. Román asintió. Estaba un poco mareado. En eso alguien dijo: me dijeron que el porteño recita poesías, y todos se dieron vuelta para mirarlo y empezaron a aplaudir pidiendo que leyera algunos poemas. Román trató de negarse pero ya era tarde. Buscó

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su mochila y sacó un cuaderno donde tenía, entre los casos de la comisaría, los últimos poemas que había escrito. Antes de leer alguien le alcanzó un jarrito de loza que tenía un sospechoso té con varias raíces flotando. Marian le hizo un guiño y entonces Román se lo bebió. Leyó el poema del hombre que viaja a la Antártida y toma cristal, y todos los aplaudieron. Leyó un poema sobre un viaje con su hija en auto, por la costanera. Leyó un poema de amor y otro dedicado a los testigos de Jehová que lo visitaban todos los sábados. De pronto se dio cuenta que había tomado ritmo y su mente se había despejado. Terminó su lectura con una reverencia y regresó a sentarse con una sonrisa de oreja a oreja que no podía disimular. ¿Que me dieron? Todos se rieron y Román notó que estaba faltando Gustavo. Hizo un gesto como que salía para ir al baño y se acercó despacito a una de las cabañas. Apoyó la espalda contra los troncos, sentado en el piso, debajo de la ventana y escuchó las puteadas. Cerró los ojos y contuvo la respiración, sopesando todos y cada uno de los insultos que Gustavo le arrojaba a su novia. Finalmente lo vio salir de la cabaña, cuidándose de no dar un portazo y apenas puso un pie afuera lo vio esbozar una sonrisa falsa. Llegó hasta el fogón y se sumó como uno más a la algarabía, como si nada hubiera pasado. Lo recibieron con aplausos y gritos. Román se quedó un momento más ahí, sentando en la oscuridad, escuchando el llanto que venía desde la cabaña y las risas que llegaban desde el fogón, sintiendo que dentro suyo crecía

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una planta carnívora que llevaba meses germinando y que ahora luchaba por salir a la superficie; como si dentro suyo tuviera el fuego de un volcán ardiente que se había ido llenando de a cucharitas, todos los días en su consultorio, y que ahora no tenía otro escape que el estallido. Cerró los ojos y se dio cuenta de que si no hacía algo pronto iba a enloquecer. Se acercó tambaleando hasta el fogón y en el camino fue tocándose los bolsillos, fantaseando con encontrar un motivo para pelearse con Gustavo y hacerle daño. Ahí abajo unos chicos habían empezado a hacer malabares con clavas encendidas. Lo único que encontró fue el encendedor de bencina que había comprado el día anterior. Lo miró un segundo y la luna le devolvió el reflejo plateado de la isla grabada en el frente, con la misma cabaña y el mismo fogón en donde estaba ahora. De pronto sintió que su vista se agudizaba y pudo verse a sí mismo también grabado sutilmente en el frente del encendedor. Lo apretó con el puño cerrado dentro de su bolsillo y se acercó lentamente a la luz, justo cuando los chicos empezaban a realizar ese acto de lanzar fuego por la boca. Román los observó un momento. Tomaban cada uno un trago de una botellita con un líquido azul, y empuñando una varilla con fuego lanzaban una bocanada naranja al cielo. Era tan fuerte que las estrellas se apagaban por un segundo y el calor del fuego les llevaba una brisa de aire caliente a la cara. Todos aplaudieron maravillados menos Román, que tenía la vista fija en Gustavo y a la vez, como si pudiera atravesarlo con los ojos miraba más allá, y veía la silla de la comisaría en donde atendía y la larga fila de mujeres que a veces llegaba hasta la esquina, y todavía más allá; veía a Gabriela que le pedía por favor que la ayudara, que hiciera algo, que no la dejara morir noche tras noche en sus pesadillas. Tuvo por un instante la absurda tranquilidad de quien ha tomado una decisión límite. Su mente estaba limpia y pensaba con claridad por primera vez en varias semanas. Ni un ápice de culpa lo invadió en esos segundos previos de fantasía homicida. Volvió a prestar atención a la escena del fogón y vio que ahora Gustavo estaba preparándose para lanzar fuego y arengaba a la gente para que lo aplaudiera. Todos coreaban su nombre, pero Román estaba en silencio, con la mirada perdida y la mano apretada en su bolsillo. Gustavo lo señaló como pidiéndole apoyo pero Román no se inmutó, entonces Gustavo le dijo: maestro, pasame el fuego. Con una media sonrisa Román arrojó su encendedor plateado que pasó volando sobre el fogón y aterrizó en la mano de Gustavo, quien encendió la varilla y volvió a arengar a la gente. Hizo un giro sobre sí mismo agitando con su mano libre a cada uno de los integrantes de la ronda. En la boca ya se le veía el buche preparado cuando la vuelta sobre sus talones lo puso de frente a Román, quien en vez de aplaudirlo le hizo un gesto mínimo, cruzando el dedo índice por debajo de su cuello. Y entonces vio en los ojos de Gustavo un segundo de duda fatal, justo antes de escupir el fuego. La llamarada subió mucho más alto que las anteriores y todos hicieron un movimiento reflejo hacia atrás y luego gritaron asombrados. Pero cuando bajaron la vista, Gustavo tenía el rostro encendido fuego y agitaba las manos pidiendo ayuda. Era una visión fantasmagórica. Los primeros en llegar hasta él trataron de apagarlo con las manos, golpeándolo en la cara sin

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éxito. Alguien gritó, llévenlo al agua, pero había varios metros hasta la orilla y los segundos pasaron mientras Gustavo era una antorcha viva que daba vueltas sobre su eje. Finalmente alguien tuvo la lucidez de quitarse la camisa, y arrojándolo al suelo logró apagarlo. Hubo un segundo de silencio atroz, silencio de muerte, de miedo. Después volvieron los gritos, la desesperación y el impacto. Todos menos Román se acercaron a verlo. Más tarde esa misma noche, uno de los gomones partió con urgencia hasta Ushuaia. El resto se quedó a dormir ahí pero casi ninguno pudo conciliar el sueño. A la mañana siguiente Román escribió una carta desde la estafeta postal más austral del mundo, y la despachó dentro del buzón rojo. Recién volviendo en el auto le dijo a Marian que acababa de renunciar a su trabajo.

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El combate contra la siesta Nicolás Garibaldi

Mariana Michi

“En la noche interior, se sabe, la melancolía es un cielo segundo y fantasmal” María Negroni 8.03

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l kiosco está ubicado en un lugar estratégico, sobre la avenida, y a un puñado de cuadras de la estación. No es grande pero es visible desde lejos, a la noche por las luces led de mil colores, de día por un cartel giratorio que dice kiosco en vertical. La entrada es toda de vidrio, ahí están pegados los paquetes de las figuritas del momento, un dni que alguien se olvidó cuando fue a sacar fotocopias y carteles sumamente expresivos: acá no se fía, acá no se carga sube, acá no se sabe dónde queda la parada del colectivo, si no sabe dónde queda la calle que busca cómprese un mapa, colabore con el cambio. Afuera del kiosco se encuentran David, que se está yendo, y Jey Jey que está llegando para tomar la posta. David es el que más habla, le explica a Jey Jey lo que le pasa, dice algo de una casa en el Delta, de una fiesta, de una lancha, de comida rica, de bebida rica, todo gratis, también le recuerda la última vez que lo cubrió, fue por un tema de salud, pero igual se lo recuerda. David está muy excitado, mientras habla baila, se emborracha, maneja una lancha, hace todo a la vez. Jey Jey acepta, David se excita más, le da un abrazo y le dice que en un rato volverá con algo para él. 8.07 Jey Jey tiene veinte años, ojos esquivos, pálido, como si viviera permanentemente shockea-

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do, perseguido por las malas noticias, en estado de sitio mental, el pelo negro, abajo más corto que arriba y una cresta tímida que si fuera la de una ola, ningún surfista podría hacer equilibrio en ella. Viste unos jean gastados, zapatillas negras con cordones negros, y una remera de una banda punk. Cuando entra al kiosco se sienta en la banqueta, se saca la remera, la huele en la parte de las axilas, la dobla, la guarda y se pone otra remera lisa. El dueño dice que la remera de la banda punk lo hace parecer un drogadicto, Jey Jey quiere ser él mismo hasta las últimas consecuencias, por eso dilata el momento del cambio. Como cada mañana se saluda a sí mismo en la cámara que registra todo lo que pasa en el kiosco, hay un pequeño delay entre el movimiento y la imagen, lo que le da un efecto interactivo. En el bolsillo de la mochila tiene un reproductor de mp3 con música nueva. Es lo que más tiene ganas de hacer, pero debe cuidarse porque el dueño no lo deja escuchar música. Dice que lo puede distraer en caso de un asalto, así que Jey Jey tiene que colocarse los auriculares con mucho disimulo para que no lo registre la cámara, se pregunta si alguien alguna vez se tomará la molestia de ver lo que la cámara graba, o si día tras día las imágenes se destruyen y vuelven a empezar. Lo que el dueño si le permite es ver la televisión, con dos condiciones, que esté en canal de noticias y en mute. 9.14 David seguía exaltado, le extendió a Jey Jey algo con forma cilíndrica envuelto en un papel de regalo brillante, tornasolado, el mismo que vendían en el kiosco, “no hacía falta” dijo con una sonrisa Jey Jey, y empezó a romper el papel. Aunque el olor ya le daba alguna pista de lo que podía llegar a ser, al abrirlo se sacó toda duda, “un salamín” dijo Jey Jey, “picado fino” agregó David. Se quedaron viendo la televisión en silencio, podían reponer lo que pasaba con la ayuda de los graph, un policía de civil le había disparado a un ladrón en un confuso episodio, el ladrón estaba desarmado, eso último lo repuso David leyéndole los labios al movilero, “¿sabes leer los labios?” se sorprendió Jey Jey, “sí, probemos”, Jey Jey probó, movió los labios sin hablar y le preguntó “¿qué dije?”, “mate capo del sur”, “sabes leer los labios de verdad”. Era otoño pero todavía hacía un calor insoportable, David se jactó de que en la casa del Delta había pileta, estaba contento porque se tenía que comprar una malla y la iba a encontrar en oferta porque estaban fuera de temporada. Se despidió de Jey Jey cuando entró una clienta. 10.42 La mujer entró embalada, con un pucho prendido colgándole del labio, como si su boca pastosa hubiera generado un pegamento natural que hacía que pasara lo que pasara el pucho no cayera. Su pelo largo y enrulado iba a medias entre las canas y el color negro. Estaba vestida con un equipo de gimnasia de la década del 90, fosforescente. La acompañaba un perro pequinés con los ojos saltones y blancos por las cataratas, que le ladraba desquiciado a unos alfajores. No se podía fumar, ni entrar con mascotas, pero a Jey Jey le parecía que la mujer era incontrolable. Atrás se metió un hombre de traje que parecía apurado y tenía una de esas carpetas de colores pastel llena de expedientes, puso cara de asco cuando vio al pequinés. Le mujer quería sacar una fotocopia, le extendió a Jey Jey una hoja que tenía como encabezado “ejercicio psicomagico para dejar de fumar”, le llamó la atención y sacó dos copias, una para la mujer y otra para él. Le preguntó si necesitaba algo más, y ella le explicó que el dueño le había dejado algo para ella. Era un cartón de atados de cigarrillos contrabandeados desde Paraguay, “¿cuán-

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to es?”, “no sé, el dueño no me dejó nada dicho, así que arregle después con él”, “te pago la fotocopia por lo menos nene”, Jey Jey insistió “arregle después con él”. Luego debió atender al hombre de traje, fotocopiar todos esos papeles era una tarea titánica. Las hojas estaban llenas de ganchitos, clips, perforaciones, y no se podía desarmar porque se trataba de una importante denuncia que involucraba a un funcionario local. El trabajo le llevó casi una hora completa, cada tanto la interrumpía para hacer alguna venta pequeña y volvía al expediente, se lamentó de no tener enchufados los auriculares. 11.58 El baño era pequeño, en ese momento Jey Jey pensó que la contextura física del empleado del kiosco debía amoldarse al tamaño de ese cubículo, y que el dueño debía pensar en cosas por el estilo cuando decidía contratar a alguien. Desde hacía un mes había un problema con la instalación eléctrica y debía iluminar el lugar con una linterna que estaba pegada a la pared y se encendía a presión. Para no tocar el techo se agachaba un poco mientras buscaba entre los discos nuevos que Valentina le había pasado. No se parecía a nada de lo que había escuchado antes, eran bandas de la nueva psicodelia japonesa, ruidos infernales, maquínicos, entre los que aparecían de repente citaras, gritos de desesperación que se ahuyentaban con una sinfonía de cachorros de tigre: “canciones de cuna para robots”, así lo había definido Valentina. Puso la carpeta de discos en random y salió del baño energizado. Se miró otra vez en la cámara y se tranquilizó al ver que los auriculares no se veían, había pasado el cable por abajo de la remera y por atrás de la oreja. La música le había activado todos los sentidos, y se preguntó si acaso no era el momento de degustar el regalo de David al son de la psicodelia japonesa, ¿de dónde había sacado Valentina toda esa música tan misteriosa? ¿Habría viajado desde el futuro? ¿Qué tenía él para ofrecerle a ella con ese punk tan primitivo al que seguía afiliado como un justicialista empedernido?, ese tipo de preguntas se hacía Jey Jey mientras con infinita paciencia le quitaba la cáscara al picado fino. 13.08 La profesora de historia había dejado consignas de una evaluación domiciliaria, un par de citas para analizar y el periodo histórico nacional del 45 al 76 para que ensayaran algunas ideas de manera libre. Eran todos de una escuela privada católica subvencionada que quedaba a unas cuadras. Parecía que en la retirada del colegio se habían puesto de acuerdo para salir a inocular caos en puntos neurálgicos de la ciudad y uno de los puntos elegidos era el kiosco. Entraron ocho, todos con el uniforme desarreglado, algunos estaban ebrios, los brazos dibujados con birome, uno estaba enyesado y le habían pintado una serpiente que amenazaba con salirse y atacar, afuera quedaban unos doce. El que hablaba con Jey Jey trataba de organizar el pedido, ¿todos querían las consignas?, ¿había que sacar copias para los que habían faltado?, ¿alcanzaba la plata?, Jey Jey se cansó y decidió sacar copias para todos y regalarlas, pero aún así no se iban, querían cigarros, “ustedes son menores, si les vendo voy a tener problemas con la ley”. El que comandaba la expedición pidió silencio y dio una orden, “llamen a Frank”. Todos hicieron paso y apareció un chico alto, notablemente más grande que sus compañeros, tal vez más grande que el propio Jey Jey. Su flequillo corto e intermitente parecía un injerto fallido de una clínica de salud capilar. En el camino fue haciendo una vaquita y compró todos los ci-

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garrillos que le alcanzaba con la plata que había juntado. El protocolo del jefe del kiosco decía que debía pedirles documento, “un hombre punk no tiene protocolos” se alentaba Jey Jey. El momento se le hacía largo, ¿qué tenía que pasar para que se fueran?, uno puso música saturada desde un teléfono celular, Jey Jey no entendía si era una intención de los raperos gitanos o un problema del volumen. Imaginó que de repente entraba Valentina con unas potencias del tamaño de Frank y los fulminaba a fuerza de psicodelia japonesa, nada de eso pasó, los ahuyentó el aburrimiento, como suele pasar con casi todo. 14.00 Era el momento de almorzar. Ese día se había levantado temprano para prepararse el sándwich de jamón y queso en pan francés, lo había pintado delicadamente con mayonesa, sino con el oficio de un artista plástico, con el de un buen pintor de interiores. El pan era del día anterior, por un momento se lamentó por haber comido buena parte del salamín que le había regalado David, el fiambre con el fiambre nunca podía ser una buena combinación, pensaba eso en tono de reproche, ¿por qué se preocupaba tanto por la comida?, ¿era un llamado a la vida sana?, sentía una voz que le susurraba, “se empieza así, impugnando el fiambre, mañana estás dando vueltas en círculo, tratando de mejorar tu tiempo hasta que la muerte te sorprenda con su cronometro”. Silenció la voz interior y le dio un mordisco al sándwich pero el pan le jugó una mala pasada, la corteza estaba demasiado dura y le ocasionó un corte en el paladar. Sintió el gusto metálico de la sangre y trató de presionar en el corte haciendo fuerza con la lengua. La temperatura según la televisión había alcanzado los treinta grados aunque el encierro del kiosco debía agregar alguno más. El dueño había retirado el ventilador turbo que lo acompañó durante buena parte del verano, en su lugar había colocado un caloventor, más a tono con el mes de abril. Jey Jey aflojó la lengua pero la sangre no paraba, no era mucha, sentía un goteo mínimo, como el de un cuerito de canilla disfuncional en la madrugada. Fue al baño y encendió la linterna para hacerse algunos buches, ¿por qué a los buchones se les decía buches?, el buche es un ejercicio poco discreto, no se puede disimular, es esencialmente ruidoso, comparte esa característica con el buchón, “corazón delator, corazón buchón”, reflexionó. Después de los buches percibió que la sangre se había detenido, aún así no quería irse del baño, se sentía bien ahí, lejos de la cámara, ¿podía haber mayor crueldad que el baño como horizonte libertario?, los minutos pasaban y la luz de la linterna se hacía cada vez más intensa por el acostumbramiento de los ojos. De repente notó en la puerta algo que no había visto. Eran algunos dibujos borrosos, con formas simples, como pinturas rupestres hechas con fibrones, acompañados con palabras en letra microscópica. Todas parecían estar escritas por distintas personas, ¿ex empleados del kiosco que le querían dar algún tipo de mensaje? ¿Le estaban proponiendo el armado de un sindicato imposible? Salió del baño agitado, pensando que ese día, o alguno de esos días volvería al baño con herramientas para tratar de descifrar lo que querían decirle. Al regresar intentó volver al sándwich, pero se le hizo imposible. 15.14 Tardaron unos segundos en reconocerse, tal vez porque Jey Jey se había propuesto gastar los ojos lo menos posible mirando a los clientes, entonces o bien se conectaba con la televisión, o bien en algún punto al azar de la indumentaria del cliente. Lo llamó por un apodo que Jey

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Jey había sepultado en el segundo año de la secundaria. La voz le era familiar pero levemente distorsionada por la gravedad. Cuando se decidió a mirarlo los recuerdos se derramaron y empezó a atajarlos como pudo hasta componer la imagen de un aula, una clase, una voz de una preceptora, un asiento, y sentado en el asiento el imbécil de Pagani, al mismo que tenía adelante pidiéndole un descuento, regateando unos folios y un resaltador “por los viejos tiempos”. Jey Jey no le preguntaba nada pero Pagani adoraba hablar de sí mismo, “ahora no me gustan tanto los fierros, estoy estudiando Filo”, ¿filo? ¿De qué hablaba?, escuchaba filo y no podía pensar en otra cosa que en armas blancas, en el silbido del afilador, ¿por qué lo despreciaba así?, Jey Jey de por si despreciaba el pasado y estar en un kiosco lo exponía permanentemente a este tipo de situaciones. Mientras Pagani hablaba mal de los chicos del centro de estudiantes a los que acusaba de “estudiantes crónicos que vivían a costillas de los contribuyentes” recordó los motivos del odio visceral. Pagani había sido de los primeros en tocar la guitarra criolla. Lo recordaba como un virtuoso y Jey Jey odiaba los virtuosos, pero lo peor no era eso, sino esas canciones románticas que le componía a modelos de autos deportivos y le cantaba a sus compañeras con voz cachonda. “¿Seguís con la viola?”, “no, a full con la filo”, le respondió y Jey Jey no supo si sentir alivio o profundizar la desesperación, estaba seguro que en lo que hiciera Pagani tenía mucha capacidad de daño. Siguió en la espiral ególatra, le mostró desde el celular una foto de su novia, “¿está linda no?”, después miró la hora y dijo que se le iba el tren. “te olvidas de pagarme” dijo Jey Jey, “cierto”, respondió Pagani y de la billetera sacó un billete de quinientos pesos, “me vas a matar”, “no tengo cambio, alcánzamelo mañana por favor”. Pagani le agradeció y volvió a llamarlo por el apodo del pasado. Jey Jey respiró aliviado cuando cruzó la puerta pero a los dos segundos volvió, “ahora que me acuerdo vos también hacías música, te dejo mi teléfono, tal vez nos podamos juntar a zapar, hace mucho que no toco pero las mañas no se pierden”. 16.07 Aunque en ese lugar no existía la siesta, Jey Jey experimentaba una siesta interna en plena vigilia. Hacía media hora que nadie entraba. El transito estaba calmo y no se escuchaban los habituales bocinazos, el ruido de las pastillas de freno de los colectivos en la parada, y el de las puertas abriéndose para que desciendan los pasajeros, ese ruido como de globo desinflado, se repetía con la regularidad del grillo, ¿qué había pasado con la siesta verdadera? ¿Habían emprendido una campaña del desierto en su contra? , “los fascistas de siempre” se respondió Jey Jey, y pensó que sería un excelente título para una canción de su banda punk. Tomó un papel y una birome y se propuso intentar una letra, aprovechando esas condiciones casi milagrosas que se habían producido para la inspiración, ¿cuánta inspiración se necesitaba para componer una letra punk?, ¿realmente quería componer una canción punk?, ¿de qué hablarían las letras de la psicodelia nipona que le había inoculado Valentina?, casi nunca llevaba canciones a la banda, le parecía que a sus compañeros no les iba a gustar. Además se encontraba en un proceso contradictorio, la mayoría de las canciones hablaban en contra de la religión y el estado, y en los últimos años se había convencido de la necesidad de un estado presente, al servicio de los más necesitados. Volvió a darle play a las canciones de Valentina, tal vez eso le diera ideas para componer, necesitaba olvidar las canciones de Pagani a los autos deportivos que se le habían impregnado. En ese preciso instante tomó un encendedor y quemó el número telefónico que le había anotado, tuvo que tirar al piso el papel para no quemarse y aplastarlo con su zapatilla, ¿era necesario ese espectáculo? simplemente podría haberlo tirado a la basura, aunque nunca

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hay que subestimar su capacidad de retorno. Se concentró en la música y empezó a escribir, arriba colocó el título “los fascistas de siempre”, y debajo del título se propuso dejarse llevar por el ritmo de las voces de las canciones de cuna para robots, duerme duerme amarillito que tu mamá está en el arrozal amarillito, escribió y tachó el chiste provocado por la sensación de siesta porque era un impedimento para el ritmo, y retornó, ahora sí, al ritmo de la canción que lo conducía como a un niño que está aprendiendo a andar en bicicleta y en los primeros metros un adulto lo sostiene, pero después lo suelta y el niño anda bien, hasta que toma conciencia de que ya no lo sostienen y cae, cae al suelo y rompe un diente de leche. El mismo efecto de caída le provocó el ciclista que entró absolutamente bañado en sudor, Jey Jey sintió ganas de escupirlo, de escupir su diente de leche, ¿a quién se le ocurría ir a comprar a la hora de la difunta siesta?, compró una bebida de color estridente, la bebió antes de pagarla en dos sorbos y le pidió otra, a Jey Jey le daba asco ver como las gotas se deslizaban por debajo de las calzas y caían al suelo, “¿qué te debo?”, “una canción” le quiso decir pero le dijo el precio. Cuando el ciclista se fue volvió al papel e intentó leer lo que el ritmo le había dictado. Lo que leyó le dio miedo, poco tenía tener que ver con la psicodelia japonesa, tampoco con el punk. 17.31 Tenía una remera que hablaba de una maratón de un montón de kilómetros que él nunca había corrido. Los ojos como manchados por un chorro de vino rosado y empequeñecidos como los de un oriental o los de un chicato que se concentra para ver algo a lo lejos. El rostro era amable, bucles que llegaban hasta los hombros y una barba descuidada, jeans recortadas y ojotas con una pequeña bandera de Brasil. La amabilidad se terminaba si uno enfocaba en las uñas de los pies que de tan largas dibujaban una curva, Jey Jey tenía una hipótesis al respecto, el asunto de las uñas no podía tratarse de un descuido sino de una intención, de ponerle una distancia al otro, no solo por el largo sino por el color amarillento que tenían, como si fumara con los dedos de los pies. Le pidió permiso a Jey Jey y empezó a manotear golosinas, tantas que no le entraban en las manos. Jey Jey le extendió una bolsa y el maratonista se sintió aliviado, ¿la remera de la maratón también tenía un significado? tal vez se tratara de un solo significado producto de la alianza entre la remera y las uñas. El maratonista vio la tele encendida y se quedó mirando el informe muteado sobre cirugías estéticas, lo hacía con severidad, como si desde el kiosco se fuera directo a la clínica a hacerse la operación y se hubiera aprovisionado de todas esas golosinas para el despertar de la anestesia. Así se mantuvo al menos seis minutos, con los ojos a punto de cerrarse pero sin parpadear, ¿el también podía leer los labios como David? ¿Acaso era el único que no sabía hacerlo?, en ese preciso instante Jey Jey decidió que haría un curso de lenguaje de señas. 18.39 Había pasado el vértigo de los recién salidos del trabajo y Jey Jey aprovechó a salir a respirar un puñado de segundos, a observar la extinción momentánea del sol con la esperanza de que la temperatura descendiera. Se desperezó y su cuerpo hizo sonidos en huesos cuyo nombre desconocía. Volvió a meterse adentro, hacía un rato debía haber desconectado la fotocopiadora para ahorrar energía. Desparramadas por ahí estaban las fotocopias de documentos que había sacado por duplicado a lo largo del día, ¿con qué intención?, no lo tenía claro pero verlas todas

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juntas lo impresionaba. Eran más de cincuenta, ¿para qué las podía usar?, una falsa lista de firmantes para que su banda preferida dejara atrás las peleas y volviera a tocar en el sucucho más miserable de la ciudad, la fotocopia adjunta le daría verosimilitud al registro, llamar a la radio y participar por algún sorteo de entradas con todas identidades, en ese caso debía impostar la voz, ¿era capaz de hacer cincuenta voces diferentes?, volvía a mirar las fotocopias, miraba la fecha de nacimiento y calculaba el signo del zodíaco, a todos les decretaba infortunios salvo a los que compartían su signo, ¿de qué signo era Valentina?, a ella también debía protegerla en su lectura zodiacal arbitraria, no lo recordaba, o nunca lo había sabido, ¿piscis?. Tomó una tijera y comenzó a recortar el contorno de los rostros, todas miradas vacías, como si en algún lugar el globo ocular tuviera una pinchadura y se desinflara lentamente. Luego los fue agrupando por afinidad imaginaria y pegándolos en hojas diferentes. Compañeros de una universidad privada, miembros de bandas de covers de los 60 doblados al castellano, fascistas, ludopatas, algunos compartían la misma cara de, y ahí se la hacía difícil. La actividad lo entretuvo hasta que uno de los rostros lo perturbó, documento empezado en cuarentipico de millones, del signo Géminis, los ojos no miraban al frente sino a un costado, y al lugar al que apuntaban Jey Jey creía ver una mano borrosa, espectral, que lo llamaba. Trató de calmarse diciéndose que debía ser un efecto de la perdida de fidelidad de la fotocopia y abandonó el plan de las fotos. 19.44 La noche era total, aún así Jey Jey sentía que hacía más calor que antes. Era un momento de transición. La fotocopiadora ya no funcionaba, pero había otros artefactos que eran propios de la noche que debía poner a funcionar. Tal era el caso de la máquina de hacer panchos, flamante incorporación de las últimas semanas. Jey Jey la conectó y puso a calentar unas salchichas que estaban al fondo de la heladera, miró la fecha de vencimiento y estaba bien, luego recordó los cortes de luz de los días anteriores y se preguntó si el dueño las habría reemplazado. Las olió y no le parecía que estuvieran mal, ¿estaba seguro?, no importaba, bastante que atendía el kiosco, lo que faltaba era que además tuviera que oficiar también de bromatólogo municipal. Luego abrió un paquete de papas fritas que estaba cerrado de forma precaria con un broche y las colocó en un bowl. Probó una suelta, era tan crocante como una banana ecuatoriana. Por último desplegó los aderezos y enchufó las luces led para que el kiosco se volviera atractivo. Entró una mujer hermosa, a su parecer la más hermosa de todas las que habían entrado a lo largo del día, tal vez por esa tonada que creyó paraguaya y las pecas que se le dibujaban como constelaciones. Buscaba curitas, Jey Jey creía que ya no le quedaban, y efectivamente en el lugar donde debían estar no estaban. En cambio encontró una cajita en un mueble, perdida entre velas que había vendido a precio petróleo en los días de cortes de luz y medicamentos de venta libre. La mujer sintió alivio, “perdona que haga esto acá” le dijo, y se sacó las sandalias. Tenía el talón al rojo vivo por las ampollas, “espérame un segundo” dijo Jey Jey y salió disparado al baño del que volvió con un bollito de papel mojado en alcohol. Le pidió permiso y apoyó el bollito en el talón, la mujer contuvo el grito, para hacerlo debió morderse la mano, después Jey Jey sopló el talón con suavidad y colocó varias curitas. Repitió la operación en el otro pie, ya con menos nervios, como si llevara toda una vida dedicada a los primeros auxilios. La mujer agradeció y se fue. Junto a ella Jey Jey vio como se iba también el que había sido su momento preferido del día.

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20.30 ¿Qué estaría haciendo David?, ya el turno tendría que haber cambiado y el cansancio lo empezaba a afectar. Un sentimiento oscuro se apoderó de él, “ojalá que David la esté pasando mal”. Pensó eso y se dio una cachetada en la nuca como si su mano fuera la de otra persona, “que la pase bien, pero que llueva a la madrugada y no se pueda meter en la pileta”, ese otro pensamiento le pareció más adecuado. El olor de las salchichas calientes había perfumado el ambiente. A Jey Jey le parecía tan feo lo que olía que sacó de su mochila su desodorante personal y lo esparció por el kiosco, fue para peor. Tenía que calmarse, le latía el ojo derecho como si fuera un segundo corazón, ¿existía algo así como el infarto ocular?, ¿alguno de los medicamentos de venta libre que vendía clandestinamente podía prevenirlo?, salió afuera a tomar aire, el aire viciado por el calor insólito. No había ni una molécula, la falta de viento había producido en su pelo una suerte de engominado natural. Estar afuera lo llevó a preguntarse cómo lo verían desde ahí. Así fue como con los ojos entrecerrados, todo lo entrecerrados que podía tenerlos por el latido, se vio a si mismo atender el kiosco. Era él, no lo dudaba, pero había una leve diferencia de la última vez que se había visto al espejo, su barba había crecido un centímetro. Le hubiera gustado sacarse una foto al comienzo del día, y una segunda foto al final, para observar en detalle ese envejecimiento infinitesimal. Lo interrumpió una voz amenazante, “flaco, me cobras o me voy”, mientras agitaba el paquete de caramelos de eucaliptus como si fuera una sevillana. 21.28 El pancho era demasiado grande para el niño. Cada vez que lo llevaba a la boca parecía uno de esos magos que es capaz de tragar una espada sin lastimarse. Al lado estaba el padre, que ya había terminado con el suyo. Habían tenido un largo día juntos, Jey Jey no entendía si era el cumpleaños del niño o había sido hacía poco. No vivían juntos, el padre y la madre se habían separado y el niño vivía con ella. Como regalo de cumpleaños lo había llevado en un mismo día al cine y al zoológico, y ahora lo coronaba en el kiosco, con el pancho de despedida. El padre sabe que no lo verá hasta la semana siguiente entonces le pregunta si le gustó el cine o no le gustó, si le gustaría tener un muñeco del héroe, si le dio miedo el tigre blanco. El niño responde todo que sí entonces las mil preguntas se extinguen y se hace un silencio, que el adulto vive como tal y el niño como ensoñación, y el que rompe el silencio o la ensoñación es el niño, “avestruz” dice, “¿qué pasa con el avestruz?” pregunta el padre, “me pone triste”, “¿por qué?”, “porque tiene alas y no puede volar” responde el niño, y el padre en su desesperación no se le ocurre mejor idea que pedirle a Jey Jey un alfajor triple, y se lo da al niño, y le dice que se lo coma, ansioso porque éste atore sus inquietudes. 22.46 A esa hora la clientela aparecía esporádica pero hacía compras más suculentas. Todos iban por el alcohol. Todavía sobrios, eran los despistados o los últimos en ser invitados a la fiesta a los que no les había alcanzado el tiempo para pasar por el súper chino y pagar un precio razonable. Por supuesto que después de las 21 la venta estaba prohibida así que pedía discreción, en lo posible alguna mochila o alguna bolsa oscura. Jey Jey más temprano había metido mano

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en la regulación de la temperatura de la heladera y contra las indicaciones del dueño la había colocado en dos grados bajo cero para que la cerveza se escarchara sin congelarse, y ahí se dibujaran nombres, caras, o simplemente se calmaran ansiedades en el jugueteó de las uñas. Esas cosas hacían que Jey Jey se sintiera un hombre de bien. 23.30 ¿Existe una cantidad mínima de tiempo que uno deba dormir para poder soñar?, Jey Jey se levantó sobresaltado, como si en vez de haber cabeceado el mostrador como en efecto ocurrió, hubiera pasado por alto el despertador y estuviera llegando tarde al kiosco. El sueño lo había perturbado. Miraba por la ventana del departamento de un edificio en una gran ciudad, pero al mirar hacia abajo había infinita gente caminando por la vereda, todos en una misma dirección, era una especie de garganta del diablo humana que lo expulsaba y llamaba a lanzarse al mismo tiempo. Tal vez al arrojarse, si lo hacía con un gesto técnico bueno, podía caer bien y moverse en ese mosh trashumante. Pero lo que le importaba ahora era saber si en ese lapso de sueño le habían robado algo o no. Revisó la caja y a simple vista no faltaba nada, después se le metió en la cabeza que podrían haberse llevado todos los bocaditos de chocolate que estaban en el exhibidor, los cuenta, pero no sabe con qué sentido porque no se acuerda cuántos había antes, repite la cuenta y le da diferente, primero contó veinte bocaditos, después catorce, ¿para qué le servía la cámara si no podía rebobinar y ver lo que había pasado?, la miró fijo y escupió, la imagen lo miró fijo y le devolvió el escupitajo. El gesto le pareció tan real que palpó la cara para ver si tenía saliva. Estaba seco pero la barba seguía creciendo en sintonía con la temperatura. 00.19 Lo primero que hizo fue retarlo por no haber avisado que él lo cubriría a David en el turno noche. Luego se desdijo y se jactó de su propia capacidad para construir equipos de trabajo. Le hablaba con tono de jurado de reality benévolo. La mandíbula bailaba una coreografía diferente a la del resto del cuerpo. Después de la perorata el jefe agarró la recaudación de la caja, le renovó el stock de billetes de bajo valor nominal para que tuviera cambio y le regaló un pack de seis latitas de bebida energizante, a Jey Jey se le hizo claro que lo había visto dormido por la cámara de seguridad. Se contentó con que el jefe no había podido ver su sueño, o al menos eso creía. Antes de irse le dejó un par de instrucciones, le pidió que se mantuviera alerta y si le dijo que en caso de emergencia sabía lo que tenía que hacer. Cuando el jefe se fue, Jey Jey abrió una lata de bebida energizante, ¿quién hubiera dicho que la bebida energizante diseñada para la música electrónica se convertiría en un puntal de la clase trabajadora?, hasta los trabajadores de la construcción la bebían en el tren para bajar la chipa. Al terminar la lata el ojo le volvió a latir y regresó el temor al infarto ocular. 01.47 Había bajado la euforia de la bebida tomando un cuartito de pastilla de la caja de medicamentos de venta libre. Primero lo tomó y después averiguo qué era. Ningún fármaco tenía prospecto, lo que si tenían eran unas notas ayuda-memoria que algún kiosquero de otra era

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había dejado para no equivocarse. La pastilla que Jey Jey había tomado estaba marcada para calmar a los perros en la ansiedad pirotécnica de las fiestas, la fecha de vencimiento lo llevaba dos años para atrás, ¿o era la fecha de elaboración?, le dio tanto sueño que tomó otra lata energizante. En eso estaba cuando cuando escuchó el caño de escape del patrullero que sonaba como una tos nerviosa. Se acordó del chiste “hace ruido todo menos la bocina”, pero no le pareció gracioso, en el patrullero había algo que funcionaba bien y era la sirena que giraba azulada y se proyectaba en las paredes de los alrededores. Eran dos pero se bajó uno solo, antes discutieron largamente, a Jey Jey lo divertía imaginar el dialogo, la disputa por el sedentarismo más perfecto. El policía tenía una panza enorme, parecía uno de esos actores que engorda para poder desarrollar el papel solicitado por un director de culto. La cara de Jey Jey no le resultaba conocida y eso le provocó malhumor, lo esperaba a David. Le extendió la mano grasosa, al estrecharla Jey Jey sentía que estaba acariciando una porción de fugazzetta. El poli señaló la cámara, Jey Jey captó el gesto, se subió a una banqueta y con su remera punk la cubrió. Luego le dio el sobre, el poli abrió y contó, lucía satisfecho. “¿cómo te llamas?”, “Jey Jey”, “¿qué pasó con el otro pibe?”, “está enfermo, lo estoy cubriendo”, el poli sacó un teléfono celular y de un grupo de whatsapp llamado “amigos de la seccional cuarta” abrió un video porno, “¿te gusta?”, “no, no me gusta señor”, “no te gusta porque sos puto” dijo el poli y del exhibidor se eligió un alfajor triple que se comió sin sacarle los ojos de encima a Jey Jey, como explicándole que si se pasaba de atrevido el devorado sería él. Al terminarlo tiró el envoltorio al suelo y se fue. ¿Cómo era que nunca se le había ocurrido tapar la cámara? se preguntó Jey Jey, pero pensó que le daría más miedo no saber qué era lo que la pantalla estaba proyectando. 02.50 Los favores de Jey Jey fueron debidamente agradecidos. Los envases prestados, las rebajas, las botellas de plástico en las que vertía la cerveza con suavidad, las pastillas que sacaba de la caja y regalaba en combo, ¿si a él no lo habían matado cuál podía ser el problema? Así fue como con el correr de las horas los gedientos de la noche lo fueron aprovisionando de pulseritas artesanales, estampitas de santos, escuditos de clubes de fútbol, y sobre todo lo aprovisionaron de drogas: tucas que fue apilando como si fuera el encargado de hacer una colecta para una obra benéfica en un pueblo damnificado de muy lejos, cuartitos de ácido con retazos de dibujos incomprensibles, pastillas con formas de animalitos de la selva, polvo, blanco, gris ceniza y de colores. Sentía ganas de tomarlo todo a la vez, pero el saldo de lo ingerido, la balanza, se inclinaba levemente del lado de la euforia por lo que decidió fumar un poco y bajar. Olió las tucas y se quedó con una como quien elige un amuleto que lo va a acompañar para toda la vida. La fumó dibujando formas triangulares al exhalar. Se relajó tanto que hasta podía percibir el peso de las pestañas como si fueran un sobrante, un accesorio que se incorpora para verse un poco mejor. Sentía que si alguien entraba a comprar no iba a tener los reflejos para atenderlo por lo que decidió escribir un cartel que dijera “vuelvo enseguida”, apagar las luces y cerrar el kiosco con llave. La única luz que había quedado encendida era la de la televisión en la que transmitían un infomercial sobre pymes. La luz le daba solamente en la cara, y cuando se veía en la cámara de seguridad veía solamente un rostro, que a veces aparecía, a veces desaparecía, de acuerdo a la luminosidad de la imagen. Un impulso lo arrastró hasta el baño, quería llevarse la televisión

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con él para que lo ayudara a descifrar los jeroglíficos pero era imposible. En el camino al baño manoteó un cúter y la letra de punk fallida que había escrito por la tarde. Si no podía descifrar los jeroglíficos iba a hacer el propio. Encendió la luz de la linterna, y debajo del último mensaje con el cúter talló la obra. Al salir del baño encendió las luces, y vio a la gente acumulada, mirando a los costados, esperando que el vuelvo enseguida viniera desde afuera, y no desde adentro como realmente ocurría. 03.55 Los indeseables eran los que mantenían el kiosco vivo, todos aquellos que el jefe había señalado. Si la recaudación del día peligraba, Jey Jey debía sacar la pistola taser de abajo del mostrador y picanearlos, así estaba indicado. Hasta ese día nunca se había atrevido a tocarla, la veía como un rifle escondido en un armario por un abuelo loco. Primero la palpó, ni siquiera la superficie metálica estaba fría con el calor que hacía. Después la acarició, con respeto, como a un perro que hasta hace dos segundos ladraba y ahora lucía amistoso. La alejó de su cuerpo y verificó que estuviera apuntando al lado opuesto a su rostro, ¿cuántas historias había de ese estilo?, luego gatilló. El espectáculo le pareció hermoso, las ondas eléctricas en el aire brillando para él, como un generador de van der graph sin cristal. La electricidad azulada provocaba interferencia en la cámara de seguridad, era una imagen que no se podía espejar, esas imágenes lo hacían sentir en un cielo con fuegos artificiales fabricado a su medida, como si vivera una navidad personal. Pensó que eso que vivía era injusto que lo viviera él solo, todos deberían tener la posibilidad de vivir una navidad así, sobre todo cuando el cielo asusta tanto que ya no se deja mirar. 04.59 Entró Valentina al kiosco. Eso creyó Jey Jey en un golpe de vista traicionero, luego aparecieron las diferencias. En realidad no eran diferencias, como las que aparecerían entre seres de un mismo mundo, sino como las que podrían emerger de seres gemelos separados al nacer para ser criados en universos paralelos, con un pasado común y una distancia abrumadora a la vez. La mujer se le acercaba lentamente. Se vestía toda de negro como Valentina, cambiando el cuero curtido por la suavidad de la seda. Tenía los ojos rasgados, pensándolo bien era el negativo oriental de Valentina. Seguía acercándose, Jey Jey se imaginó que la mujer no sabía hablar castellano y necesitaba comunicarse con el tacto para explicar lo que quería. Luego imaginó que tenía una voz horrible de la que quería prescindir para no opacar su extraña belleza. Por último pensó que quería besarlo y eso era lo que más lo entusiasmaba. Se movía tan lento que Jey Jey antes de ser alcanzado se comió un caramelo masticable para sacarse el feo gusto que tenía en la boca, ¿estaría lo suficientemente presentable para la ocasión?, se miró en la cámara y no se veía mal, su cresta lucía firme. Pero algo en la imagen estaba mal, él estaba siendo filmado pero el negativo de Valentina no, no aparecía. Sentía miedo, ahora la mujer le sonreía con la boca rígida. Jey Jey formó una cruz con los dedos índices y gritó sin que nada ocurriera, después se sacó la zapatilla negra y le pegó duro al mostrador. Eso asustó a la mujer que emitió una queja en un idioma incomprensible, así la empezó a perseguir, pero la mujer no se iba. En su torpeza

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era impredecible, se movía en círculos mientras Jey Jey intentaba acertar el zapatillazo, pero no había caso. Se cansó y se sentó en el piso con las rodillas flexionadas. Si me tiene que matar que me mate, pensó, pero la mujer emprendió la retirada, otra vez en cámara lenta, como si ya se hubiera divertido lo suficiente, “lo que me faltaba, perseguir vampiras a chancletazos” dijo en voz alta Jey Jey. 6.00 El auto no paraba de dar vueltas a la manzana. Cuando pasaba por la puerta del kiosco aminoraba el ritmo de golpe y abrían las ventanillas al unisonó para mirar para adentro, había no menos de cinco personas. Más tarde estacionaron enfrente y se pusieron a beber de una petaca de cuero. Se los notaba aburridos, a la espera de una indicación para actuar, luego uno cruzó y le compró a Jey Jey un juego de cuarenta cartas españolas. No podía descifrar a que jugaban pero implicaba prendas, porque de repente cuando uno perdía lo ponían a bailar en el centro y otro de ellos, no entendía con qué criterio le disparaba un tiro a los zapatos. Estuvieron así un buen rato sin que nadie resultara herido, después cruzó otro y compró una botella de vodka que luego vertieron en la petaca. Así iban rotando y presentándose de esa extraña forma. Pensó en llamar a la policía, pero no podía hacerlo, la culpa judeo-cristiana-punkrocker no se lo permitía. Vio que hablaron por teléfono y se fueron, como convocados por una emergencia. 7.21 La claridad se hacía lugar en el cielo pero no en el corazón de los borrachos donde la noche ausente de estrellas seguía brillando. Los ojos de Jey Jey estaban arruinados, todo lo que no era pupila era rojo, y las ojeras expandiéndose como mancha de humedad en una pared con filtraciones. Si el anochecer había aparecido con la esperanza de que el calor aflojara y la temperatura había aumentado cinco grados, el sol por venir amenazaba con derretirlo todo. Jey Jey bebió la última bebida energizante del pack acompañada por un alfajor de chocolate que se le fundía en la mano. Los infomerciales habían terminado y el noticiero había comenzado a transmitir mostrando los choques fatales del jolgorio. Las papas fritas estaban desperdigadas por todo el suelo, al caminar se podían sentir los crujidos. En la puerta un chico y una chica dormían abrazados, dos linyeras provisorios a la espera que el primer colectivo que los lleve a su casa vuelva a funcionar. El auto volvió a dar vueltas a la manzana, cuatro o cinco vueltas, y se estacionó. Se bajaron del auto con café en vasos térmicos y comieron facturas. Estaban casi todos, solo faltaba uno que Jey Jey presumió que había recibido un balazo en el juego de cartas. Por cómo estaban vestidos parecían no sentir el calor. Lucían como profesionales, pelo largo contenido en rodetes, pantalón de vestir, zapatos y camisas blancas manga larga abrochadas hasta el anteúltimo botón, también tenían sacos, pero apoyados sobre la espalda. Jey Jey quería poner el cartel de vuelvo enseguida y encerrarse en el baño pero prefería observarlos, no perder de vista sus movimientos. 7.59 Estaban lejos, pero podía sentir los dedos sonarse. Arrojaron los sacos en los asientos, también pudo sentir el sonido de la traba del auto. Vio cómo se desabrochaban el anteúltimo botón de la camisa y se acomodaban los cinturones para que el pantalón quedara recto. Todavía

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estaba a tiempo de intentar una huida pero no lo hizo. Cruzaban la calle pero no al ritmo del negativo de Valentina, principiante de vampira, ellos eran veloces, sabían lo que hacían. Otra vez le dio play al compilado y en un gesto estúpido se persignó, se sentía una máquina de traicionarse a sí mismo, trato de justificarse pensando algo de la condición latinoamericana del papa, pero no hacía más que profundizar la traición. Se metieron sin decir palabras, uno se paró al lado de Jey Jey para verificar que no se moviera, los otros recorrieron el kiosco para chequear que no hubiera nadie más. Jey Jey pidió que no se metieran en el baño, como si se tratara de un lugar sagrado. Abrieron la puerta y se encontraron con un tipo sentado en el inodoro, el cuerpo aflojado, dormido sobre sus propios muslos. Hasta el propio Jey Jey se sorprendió que hubiera alguien más, lo despertaron con un chorro de agua mineral fría que sacaron de la heladera. Jey Jey lo reconoció, era un metalero que le había pedido pasar al baño y nunca había salido. Uno de los hombres se lo cargó al hombro y lo sacó a la calle, estaban seguros que no significaba ningún peligro, que daría unos pasos y se quedaría dormido, o pediría pasar a otro baño del que nunca saldría, adoptando así un estilo de vida sanitario. Tras el rastrillaje, cerraron con llave, y lo ataron a Jey Jey con una soga. Con paciencia sacaron la recaudación de la caja, ordenando el caos de billetes y monedas que Jey Jey había dejado, pero eso no le daba ni la más remota esperanza de que se retiraran, no se trataba de un asalto. A uno le dio curiosidad qué era lo que salía por los auriculares, tuvo la delicadeza de sacarle uno y dejarle otro. Unos segundos más tarde puso cara de que no le gustaba lo que sonaba y volvió a colocárselo en el oído. Trataron de cambiar el canal de la televisión y notaron que solo se podían ver un puñado de canales, todo lo que no fuera canales de noticias estaba bloqueado y los botones de volumen no funcionaban, ¿ellos también sabrían leer los labios? A esa hora David ya tendría que estar regresando de la fiesta, ¿existiría la fiesta o todo se había tratado de una trampa letal?, David siempre había querido tomar de la buena, pero los buenos nunca toman de la buena y el precio a pagar es altísimo. No quería juzgarlo, tal vez había sido simplemente una desafortunada coincidencia. Creía que lo correcto era explicar que él no era David, que se estaban confundiendo, pero estaba seguro que las palabras no iban a funcionar, si no fuera porque los había escuchado más temprano comprándole cosas podría pensar que se trataría de un escuadrón de sicarios mudos. Miraban todo el tiempo los teléfonos, como si estuvieran a la espera de una confirmación. Imaginó que David regresaba del delta y miraba toda la secuencia desde afuera. Uno de los profesionales sacó su arma y un pañuelo cuadrille del bolsillo, impregnaba el arma con su aliento como si se tratara de un producto para lustrar y la limpiaba. Era un detallista, quería que el arma con la que le iba a disparar resplandeciera. A Jey Jey le llamaba la atención que no le prestaran atención a la cámara de seguridad, con su proceder perfeccionista no se les podía haber escapado, sencillamente no les debía importar. El teléfono de uno de ellos sonó, y Jey Jey al que entonces el final se le hizo inminente, pegó un grito. No lo hizo para pedir clemencia, sino un último deseo. Los profesionales se rieron, todo ese asunto del último deseo solo ocurría en las malas películas, pero aún así se lo concedieron. La concesión pareció tomarlo desprevenido a Jey Jey, no tenía pensado ningún deseo, o lo que deseaba era simplemente imposible, se tuvo que conformar simplemente con un gesto,

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les explicó que quería cambiarse la remera. Los profesionales resoplaron incómodos por lo engorroso del pedido, tenían que desatarlo, pero eran hombres de palabra, o mejor dicho, eran hombres que respetaban lo que decían con sus silencios. Ahora sí, Jey Jey estaba listo para recibir lo que le tocaba. Uno de los profesionales que parecía sentir cierta simpatía por él dijo algo al oído de otro profesional, éste asintió con la cabeza y un tercer profesional preparó un pancho y sacó una gaseosa de la heladera. Jey Jey sintió como una lágrima se deslizaba por su rostro y humedecía la remera de su banda punk preferida, le hubiera gustado tomar ese último desayuno pero no podía, su estómago no le permitía ingerir nada, si tuviera que realizar una acción sería solamente la de la devolución. El teléfono de uno de los profesionales volvió a sonar, y la situación pareció dar un vuelco. No era un llamado, era un mensaje que le mostró a sus compañeros que miraban desconcertados. El más violento de ellos lo miró a Jey Jey con cara de que esta vez se había salvado. El profesional más bonachón le aflojó los nudos de la soga sin desatarlo, tenían calculados los minutos exactos que le llevaría deshacerse de la soga en caso de que intentara una retirada y diera aviso a la policía. Se retiraron en silencio, solo con el sonido de sus zapatos y el sonido de las papas aplastándose en el suelo. 8.28 El sol le daba en los ojos, estaba enceguecido, la no aparición de David había disipado sus dudas. El nudo parecía fácil pero no tenía fuerza, sentía que la función random había empezado a fallar y la misma canción se repetía una y otra vez. Cerró los ojos y pensó en los jeroglíficos del baño, de ahí tomó algo de fuerza y pudo deshacerse de la soga. Estaba libre, pero no había nadie que pudiera tomar su lugar, David no iba a aparecer, y el kiosco no podía cerrar. Salió afuera para que el sol le diera de lleno, a unos pocos metros estaba el metalero tirado. Le tocó el hombro para despertarlo pero no reaccionaba, los movimientos del aire agitándose el pecho le decían que estaba vivo. Trató de levantarlo pero era muy pesado. Cerró los ojos, pensó en los jeroglíficos y volvió a intentarlo pero seguía sin la fuerza suficiente. Pasó un hombre con un carro, levantaba las botellas de vidrio de la noche para venderlas en la Chacarita. Jey Jey le dijo que si lo ayudaba le podría dar algo de mercadería del kiosco. Entre los dos lo levantaron, lo metieron adentro, lo sentaron en la banqueta y cruzando sus manos para que hicieran de almohada colocaron su cabeza en el mostrador. Jey Jey le dijo que agarrara todo lo que quisiera. El hombre solo tomó unos pocos paquetes de galletitas de agua, como si hubiera cotizado su ayuda con la lógica del mercado. Jey Jey tomó la mochila y abandonó el kiosco. Caminando por la avenida ya no quería escuchar música, se sacó los auriculares y apagó todo. Caminaba lento, cansino, perdiendo la carrera imaginaria con la vampira novata. El auto de los profesionales seguía dando vueltas a la manzana, el profesional bonachón lo saludó con un bocinazo, Jey Jey le devolvió el saludo con los dedos en V alzados.

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Hay que aprender a jugar al Tetris Azul Zorraquin

Ja Ant

S

e nos vino la noche, suspiró mi abuela cuando la infidelidad de papá se hizo de público conocimiento. Carmen mal-usaba la noche como metáfora de catástrofe. Para mí la noche no es ni siquiera sinónimo de oscuridad; de chica soñaba con ser murciélago. Pero mi abuela creía en la paloma blanca, el amor eterno, las bodas de oro, la media naranja. A mí, honestamente, el casamiento para toda la vida siempre me pareció un compromiso imposible y demasiado pretencioso. Tuve padres separados y yo misma experimenté la ruptura del amor verdadero, ese que parecía inquebrantable. La soga se cortó y fui reemplazada por otra persona que no solo se me parece, sino que usa el apodo que solía ser mío. Pero lo que fue mío ya no me pertenece, y al final todas son repeticiones colectivas; bebé, amor, reina, princesa. Todas somos ellas. Después de llorar en los baños públicos sobre el hombro de mis hermanas, y frenando el auto en balizas en plena avenida porque las lágrimas salpicaban como una canilla medio rota, cada tanto, decidí emprender un viaje. Con el corazón roto –perdónese el cliché– y la esperanza no del todo diluida, partí a Estados Unidos sin pasaje de vuelta. Desde entonces, encontré al amor de las formas más bizarras, absurdas e imperfectamente perfectas. Primero lo encontré –o me encontró– en una calle de New York. Mi amiga Palma estaba desesperada por encontrar un actor; tenía que filmar un corto al día siguiente y el original se había dado de baja. Me estaba acompañando a la estación de subte después de dejar los equipos en su departamento. Era tarde. En eso, al tipo que caminaba adelante mío se le cayó un papel. Lo levanté y tuve que correrlo un poco porque iba bastante apurado. Estuve al borde de ceder, pero me comprometí a la buena acción del día. Le toqué la espalda y le dije, señor, (¿por qué siempre me dirijo así?) se te cayó esto. Estiré la mano para dárselo y, cuando lo agarraba, espié

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el papel que estaba cuidadosamente doblado, de pura chusma. Estaba resaltado. Un guión, fue lo primero que pensé. Impulsivamente le pregunté ¿sos actor? El tipo se quedó mirándome, confundido. Me dijo que sí. Le prometí que no le había robado el papel, ya que todo parecía un plan pensado cuidadosa y estratégicamente por nosotras. Nos reímos, porque no era más que una ridícula casualidad. Le pregunté si podía actuar en el corto de Palma, que era a las ocho de la mañana del día siguiente. Ocho de un sábado. Tenía el no asegurado. Pero Michael no lo dudó, dijo que sí. Para mí creyó que era una señal del universo, la que nos encontraba ahí. La actriz terminé siendo yo, ya que chica en la calle no conseguimos, habría sido demasiado. Era mi primera vez, y sin embargo tuve que hacer de prostituta y chapármelo en la ducha. La pasé bien, fue una experiencia emocionante. Después, él me invitó a salir. Fue loco porque primero intimamos delante de las cámaras, y después nos conocimos. Igual, mi generación funciona así, así que, qué más da. Con Michael salimos dos meses. Después, y como era de esperar, el amor se esfumó y le expliqué que no quería estancarme. Como estaba lejos de casa, decidí descargar la espectacular aplicación Tinder; un poco por intriga, un poco por sed. Total, nadie me conoce, fue mi pensamiento. Mis dedos aprendieron a moverse rítmicamente hacia la izquierda, en general, y en ocasiones especiales, hacia la derecha. La derecha equivale a “me gusta”, aunque lo que te gusta es la foto, el físico o la cara. Me daba adrenalina elegir una cara de forma violentamente superficial, y que a su vez, las caras me eligieran a mí. Lo mío, encima, era puro marketing: brazos photoshopeados, piernas estiradas, anteojos enormes, y sonrisas falsas. Adam me dio un “súper me gusta”, así que decidí darle una chance, aunque en algunas fotos no parecía para nada atractivo. Charlamos un rato por chat y después me invitó a salir. Llegué nerviosa al bar donde me citó, creyendo que quizás era todo una trampa y que ahí no iba a haber nadie esperándome. No entendía bien qué estaba haciendo, ni por qué; sentía que estaba por pisar una abeja descalza. Empujé la puerta del bar y la encargada me preguntó si necesitaba una mesa. Estoy con alguien, le dije. Internamente me estaba riendo a carcajadas porque no sabía quién era ese alguien. No sabía ni si lo reconocería. Pero ahí lo vi, sentado en la primer mesa. Me sonrió, y era más lindo que la foto. Atravesé toscamente la mesa vecina y, cuando me senté, con la mochila golpeé una copa y se estallaron cien vidrios en el piso. Con los cachetes bordó me reí y pretendí estar cómoda cuando lo único que quería era esfumarme. Sorprendentemente, fue una de las mejores citas de mi vida. Aún teniendo que hablar en inglés nos entendimos con gestos y miradas sensuales. Adam me tocó la pierna por debajo de la mesa y yo tenía unas calzas de cuero afrodisíaco. Me alegré de habérmelas puesto. Después fuimos a tomar otra copa de vino a un hotel y terminamos alquilando un cuarto con vista a toda la ciudad: algo que jamás habría hecho con un “extraño”. Bailamos música latina arriba de la cama e hicimos el amor miles de veces, como si nos conociéramos hace mucho. Adam tenía tatuado un vampiro en la ingle. Desgraciadamente, mi vuelo hacia Los Ángeles salía al día siguiente. Fui a su casa a despedirme, y estratégicamente me olvidé un certificado de la facultad en su mesa de luz, junto a su tocadiscos. Sabía que si lo guardaba, tendríamos un encuentro pendiente asegurado. Efectivamente lo guardó y todavía sigue pendiente, eso es espectacular. Una vez más, partí. Aterricé en la Costa Oeste con varias dudas, pero elegí alegrarme porque tenía trabajo garantizado por dos meses en una ciudad que no conocía y que me enseñaría mucho. Sabía que podía volver –porque siempre se puede volver– y encima todo pasa por algo.

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Las casualidades pueden ser causalidades, según desde donde se las mire. Borré Tinder porque tenía claro que mi primera experiencia iba a ser insuperable. Mi mamá me enseñó que hay que saber retirarse a tiempo. El tercer sábado fui a una fiesta de día. Sonaban DJs de electrónica pesada, mi peor pesadilla. Me emborraché para superar la monotonía que me genera esa música y al rato me fijé en un tipo castaño que estaba en la multitud. Tenía un buzo gris y un gorrito típico de skater. Aunque el parque era grande, él era tan alto que no me fue difícil relojear sus movimientos. Cuando llegó el momento de irnos, mis amigas me convencieron y fui a hablarle. Me le paré enfrente y automáticamente empecé a decir estupideces y a reírme, que es lo que mejor me sale cuando estoy nerviosa. El tipo me miró con aires de canchero, y en eso mis amigas me empezaron a gritar que nos teníamos que ir ya. Salí corriendo, sabiendo que nunca más lo iba a volver a ver; no le había preguntado el nombre ni había dejado un zapato atrás. Esa noche me deprimí, porque me di cuenta de que el mundo es muy grande y que hay demasiada gente. Y yo no soy Cenicienta. A la mañana siguiente chequee mi teléfono, y Blake me había agregado a Facebook. Fue un milagro. A la Cenicienta moderna la rastrean por internet. Me costó corroborar que era el chico con el que había hablado, ya que me parecía imposible que me hubiera encontrado. Diferentes nacionalidades, ningún amigo en común. Jamás le dije mi apellido. Por esos sinsentido aparentes, me descubrió. Resultó ser un científico que está terminando un doctorado en genética. A los pocos días salimos y eventualmente me enamoré por tercera vez desde que llegué a este país. En la tercera salida, con lágrimas en los ojos, me confesó que estaba casado con una japonesa. Que había sido un tema de papeles y que no estaba enamorado de ella. También me dijo que no sentía algo tan fuerte por alguien desde hacía mucho tiempo, y además me contó que tiene una extraña enfermedad llamada “sexomnia”: es un sonámbulo sexual. Podría haberme aterrado, pero me pareció fascinante la complejidad humana y cuánto se puede aprender de cada persona. Nos vimos un par de veces más, pero mi trabajo había concluido y ya no tenía más nada que hacer en Los Ángeles. Le dije que su vida iba a ser más fácil cuando me fuera. Nos despedimos llorando –qué exageración– y aunque sabía que iba a extrañarlo, también me di cuenta de que todos somos piezas de un Tetris gigante. Algunas encajan mejor que otras, pero al final se va formando un rompecabezas que puede ir cambiando de diseño constantemente. Todos somos reemplazables. Ninguna pieza es única. Las relaciones se basan en posiciones temporales; de ahí viene el famoso dicho: “un clavo saca otro clavo”. Las relaciones no tienen nada de especiales: ni la tuya, ni la mía, ni la de mis padres. Es todo parte de un juego. No me gustaría ser llamada apocalíptica, sino realista. Porque quiero ser más libre, más abierta, menos frágil. Quiero explorar al amor en todas sus capas, sabiendo que si pienso así, quizás puedo disfrutar más del presente, eso que muchos se tatúan con un carpe diem imponente pero pocos aplican. De día, de noche, de casualidad, por azar. El amor está en todos lados, y a la misma vez, es solo una ilusión.

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Te doy mi cuello Mar Centenera

Candelaria Deferrari

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uando cerró la puerta, Silvia aguzó el oído. Escuchó sus pasos alejarse escaleras abajo y el ruido del portón del edificio que se cerraba tras él. Se acercó sigilosamente hasta el balcón para mirar de reojo cómo cruzaba la calle y se lo tragaba la oscuridad. Solo entonces sonrió y se acercó con paso tembloroso hasta el congelador. Sacó la cubitera y vació todos los hielos en un vaso grande, el mismo de siempre. Con él en una mano y el móvil en la otra, se dirigió mecánicamente hasta el baño, puso el tapón en la bañera, abrió el grifo de agua caliente, después el de agua fría y volcó medio bote de jabón. Era la una de la madrugada. Sabía que era inútil intentar dormir. Se desnudó de espaldas al espejo. Se había meado encima, no pudo evitarlo, pero aún así dejó a propósito la ropa mojada en el suelo. Ya la recogería después, total, no estaba Rubén para llamarla cerda ni desordenada. Hubo un tiempo en el que le gustaba que la llamara cerda, en el que olía a sexo y no a orina, pensó mientras se metía en la bañera con los ojos cerrados. Se amordazó con la camiseta para que no se le escapara un grito de dolor al entrar en contacto con el agua tibia. Mmmmmppphhh, chilló sin que se la escuchase. Pronto, sus pechos, brazos y piernas quedaron tapados por la espuma y miró ese pequeño mar blanco que tenía delante. Debajo, todo era dolor. No necesitaba ver las marcas más recientes para saber dónde estaban. Se acercó varios hielos al cuello y sintió un alivio inmediato. Mañana iba a tener que usar bufanda, decir que estaba resfriada o que tenía frío. De tanto inventar, ahora era cierto que se había vuelto friolera. No quedaba ni rastro de ese ardor que la asaltaba en cualquier momento,

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solo con pensar en alguno de los chicos con los que se cruzaba por la calle y se la quedaban mirando. ¿La mirarían aún? Imposible, se dijo, con esas ropas que la tapaban como una monja, sin maquillar, con esas horribles gafas de sol y el pelo tan descuidado y cubriéndole gran parte de la cara. Se puso un hielo en la mejilla izquierda. Le ardía. Con la otra mano, repitió la operación en la derecha. Cabrón, cobarde, malnacido, ojalá te mueras, le maldijo bajo la mordaza. Como si la hubiera escuchado –¿habría puesto una cámara en el baño?, se preguntó– el móvil vibró y vio su nombre en la pantalla iluminada. Sabía lo que le decía sin leerlo, pero abrió el mensaje igual para que Rubén viera el doble clic azul y se quedara tranquilo. “Cariño, perdóname”. Bip bip. “No sé qué me pasó, no volverá a ocurrir, te lo prometo”. Bip bip bip bip bip bip. “Me crees, ¿verdad?”. “Voy a tomarme otra copa más para relajarme y luego vuelvo y si estás despierta hablamos, tesoro”. “Sabes que eres lo que más quiero en el mundo y que odio hacerte daño, verdad”. “Contéstame, cariño”. –Sí. –¿Estás enfadada? –No. –¿Me perdonas? –Sí. –Enseguida vuelvo y te doy muchos mimos, ¿vale? –Sí. –Te conozco y sé que cuando me contestas así es porque estás enfadada. –Que no, de verdad. (¿qué quieres que te diga, que no vuelvas más y que te vayas a la puta mierda?, murmuró) –Vale, te creo. ¿Lo ves como sí que te creo? Acaba de entrar Manuel. Me tomo algo con él y vuelvo pronto a casa. –Ok. Intentó recordar en qué se había equivocado esta vez. Estaba en la cama durmiendo ya y él había llegado de trabajar, se había tumbado a su lado y la había despertado metiéndole la mano por debajo de la camiseta y besándole el cuello. Le olía mal el aliento, pero no se apartó. –Dime que me das tu cuello. –Te doy mi cuello. Le besó las tetas. –Dime que me das tus tetas. –Te doy mis tetas. –¿Y qué más? –Te doy mi ombligo. –Más. –Te doy mi boca. –Dame más. –Te doy mis ojos.

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–Sabes lo que quiero que me des. –Te doy mi coño. –¿Es mío? –Es tuyo, soy toda tuya. –¿Para siempre? –... Sí. –¿Acaso dudas?¿Me quieres dejar? –No, para nada. No he dudado. –No me mientas, has vacilado al responder que serás mía para siempre. –Rubén, estoy dormida y ya sabes que no podemos adivinar el futuro. –De nuevo con eso, a mí qué cojones me importa. Pero si dudas, si dudas es porque me quieres dejar. Seguro que ya tienes a otro, ¿verdad? ¿No dices nada? ¿Te volviste mudita? Tienes a otro, eh, ¿quién es? Dime, quién es. Contesta, coño. Contestaaaaaaaa. Ahí había dejado de escuchar, de hablar y casi de respirar. En algún momento le había llegado la primera bofetada. Luego otra. Una patada y varias más. Se había encogido en posición fetal, pero no habían cesado los golpes. Tenía los ojos cerrados y temblaba. Cuando creyó que todo había terminado, la agarró del cuello con ambas manos y empezó a apretar. –Suéltame, me ahogo. –Si no eres mía, no serás de nadie. –Soy tuya, soy tuya, soy tuya, suéltame, soy tuya, tuya, suéltame, por favor, suéltame, soy tuya y siempre lo seré. La soltó por fin y la apartó con asco porque se había meado encima. Agarró sus cosas y, sin girarse a mirarla, se fue de casa. Silvia volvió a agarrar más cubitos y se los puso en el cuello. Miró a su alrededor. No sabía qué hacer. Dónde ir. La encontraría en cualquier lado. Sumergió la cabeza y dejó de respirar, hasta que escuchó otro bip bip. “Me quedo un poco más en el bar. No te importa, ¿verdad?” –No, tranquilo. Realizó otra inmersión, interrumpida de nuevo por las odiosas vibraciones. “Gracias, cariño”. “Te quiero”. “Eres la más especial de todo el universo”. “Te veo pronto”. “Ya enseguida voy”. Ojalá no volviera a verte nunca. No quiero verte, jamás de los jamases, pensó. Agarró el móvil y lo estrujó con todas sus fuerzas, como si pudiera partirlo en mil pedazos. Sin soltarlo, con el puño bien apretado, se zambulló entera bajo el mar de espuma.

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El traje vacío Javier Pereyra

Sofía López Di Fabio

E

l teléfono de línea sonó y antes de que me diera cuenta estaba de pie, semi desnudo y comenzaba a bajar las escaleras, descalzo. Mientras avanzaba a oscuras por el pasillo central de la casa, rumbo a la cocina, intenté encender alguna de las luces, accioné las llaves, arriba, abajo, pero no hubo caso. ¿Se habría cortado la electricidad en algún momento de la noche, luego de que yo me había ido a dormir, o estarían quemadas las lámparas? Esto último me pareció menos probable porque mi padre siempre ha sido meticuloso en el mantenimiento de su casa, por la que siente una especie de orgullo tal vez mayor que el que jamás demostró por su propio hijo. El teléfono continuaba sonando. Había contado ya cuatro timbrazos. No recordaba si mis padres tenían o no contestador; yo quería llegar antes de que se accionara la respuesta automática. Si la llamada hubiera sido al teléfono móvil habría mirado quién era el que llamaba en ese horario absurdo y dejaría sonar el aparato sobre la mesa de luz, sin mayor sobresalto. Pero en cambio la llamada venía del piso de abajo, a un millón de kilómetros de mi sueño y de las sábanas tibias. Mi padre había sido tan intransigente en ese asunto como lo era con todo lo demás: no quería más que un solo aparato y en el lugar de la casa que menos frecuentaba, la cocina. No le gustaban las interrupciones mientras leía en su sillón del cuarto que hacía las veces de recibidor, biblioteca y estudio. Los amigos de la familia sabían que si llamaban en el horario de la cena no serían atendidos y en caso de que insistieran demasiado recibirían un brusco “perdón, estábamos cenando”. Tampoco permitió que instalaran un terminal en su habitación del piso superior, aun cuando alguna vez haya tenido que hacer el camino que ahora me tocaba recorrer.

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Era probable que fuera pasada la medianoche; era sábado y sonaba el teléfono de línea. Solo podían ser novedades sobre la salud de mi padre. Tres días antes, la voz de una mujer me informaba desde una clínica que lo habían internado de urgencia y que mi nombre figuraba como contacto entre los documentos que él llevaba encima. No dio mayor detalle sobre la gravedad de su estado, pero dejó claro que la situación requería de la presencia de un familiar o alguien cercano. Mientras escuchaba su explicación, yo no conseguía imaginar por qué se comunicaban conmigo en lugar de hablar con mi madre, que vivía en la misma ciudad que él y que seguramente llegaría más rápido que yo, que vivía en Buenos Aires, a cuatrocientos kilómetros de distancia. Se lo pregunté, pero la mujer apenas se molestó en responder que solo mi nombre aparecía entre los papeles de mi padre y que no tenían manera de conocer la existencia de otros parientes. El tono de la respuesta no ocultaba fastidio e imaginé un cuerpo para esa voz y le puse un rostro que se desfiguraba en una mueca de desprecio. Respondí que iría lo antes posible y colgué. Me llevó un buen rato dar con mi madre, que a diferencia de mi padre sí tenía celular, contarle del llamado de la clínica, prometerle que iría sin falta. Luego vinieron las explicaciones en la oficina, la reserva de vuelo, la espera en el aeropuerto. Había llegado hacía dos días a Mar del Plata en medio del Festival Internacional de Cine, los hoteles estaban llenos y mi madre insistió en que me quedara en su casa, que había sido mía en otra vida, cuando yo no era el que soy. Ella mientras tanto estaba quedándose en casa de una amiga cercana, a dos calles de la clínica donde estaba internado papá. No hubo manera de arrancarla de la sala de espera durante esos días. Mamá no podría perdonarse estar ausente en el momento en que él despertase y atenderlo como había hecho los últimos cuarenta y cinco años. Yo había estado con ella hasta hacía unas horas, cuando volví a la casa a comer un bocado, cambiarme de ropa, dormir un poco. Tenía el auricular apoyado sobre mi oído y escuchaba la respiración entrecortada de mi madre. Tenía que decir algo, romper el silencio que amenazaba con extenderse al infinito. –¿Mamá? Hubo todavía unos segundos de silencio. Cuando por fin habló lo hizo como quien vence una cima enorme y logra apenas mantenerse en pie. –Murió. No dijimos nada más. Hubo un fulgor, bramó un trueno e hizo temblar los cristales de las ventanas. Entonces me di cuenta de que estaba lloviendo a cántaros, había viento y yo estaba tiritando. –Murió –repitió mi madre, como quien trata de ponerle nombre a lo indecible. Me costó trabajo desatar el nudo que amarraba mi lengua. Por un momento, creí haber olvidado mi propio idioma, pues solo podía sentir el peso del bloque de silencio que cabía entre mi madre, yo y las cinco letras en las que se había convertido mi padre. –Llamo un taxi y voy para allá.

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Mamá dijo que no hacía falta, que ya no había nada que hacer y que no tenía sentido que saliera en medio de la tormenta. Me explicó que en la misma clínica tenían servicio fúnebre y que le iban a entregar el cuerpo al día siguiente, antes de mediodía. Me encargó que buscara en el ropero del cuarto de ellos la funda de cuero en la que mi padre guardaba sus trajes, que eligiera el que me pareciera más bonito y que a media mañana pasara a buscarla por la casa de su amiga. Luego de colgar me quedé un rato parado con la cabeza apoyada en el marco de la puerta, junto al teléfono. Tenía los pies ateridos y me castañeaban los dientes. Volví a la cama pero no hubo manera de conciliar el sueño. La tormenta resonaba como un concierto de voces en la casa vacía; esos truenos y temblores en la penumbra parecían marcar con relámpagos el ritmo de las imágenes que se amontonaban detrás de mis ojos. Antes de que amaneciera me levanté y me di una ducha. Fui al dormitorio de ellos, abrí el ropero y recorrí con la vista la ropa de mi padre. En un extremo, impecable, colgaba la funda de los trajes. Escogí uno azul con finas rayas grises, una camisa blanca, una corbata a tono, zapatos negros y bajé a la sala, tomé mi valija y salí a la calle. Había parado de llover, pero el cielo todavía seguía nublado.

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Siempre es de noche Coni Valente

MarĂ­a Fuentes

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E

quería él.

ra domingo. Estaban ahí, sentados a la mesa. Habían ido al cine a ver una que

Tenían que hablar. Los dos lo sabían. Ella empezó a llorar y él la miraba en silencio. Sofía no podía contener las lágrimas y se notaba que hacía fuerza. Mariano sólo quiso abrazarla y lo hizo mientras ella mojaba sus hombros con las gotitas que caían de sus ojos. Entre llantos se rieron un poco y él le dijo: sería más fácil si no te quisiera. Era evidente. Había comenzado el principio del fin. Y ella era quien lo había desatado. –Ok, voy a hablar sin llorar, Mariano. Me prometí que no iba a hacerlo pero no puedo. –Creo que ya sé de qué viene todo esto y me duele el alma verte llorar así. –No, no creo que lo sepas del todo. En realidad es más simple de lo que creés. Hace días que esto no es como al principio. No registrás lo que hacés y pareciera que todo lo hacés sin ganas. Si yo te pregunto ¿vos estas saliendo con alguien? seguramente digas que no. Ahora, si me preguntan a mí, yo diría sin dudarlo que sí. –Sabía que era eso y tenes razón. Vení abrazame. El cielo se oscureció de una forma extraña. Las nubes se dibujaron raras y Mariano tenía que irse a buscar a Mía, su hija. Esa noche dormiría con él, lo que indicaba que Sofía no podía quedarse a pasar la noche con él.

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Atravesó la puerta tratando de disimular las lágrimas. Llevaba puesto el saco verde y esa chalina vieja con algo de amarillo. Sofía se puso a tomar mate sola mientras doblaba la ropa que sacaba del tender que había entrado del patio por la débil lluvia que había empezado a caer. Cuando Mariano volvió con Mía todo fue felicidad o al menos eso intentaban ambos frente a la nena. Tenían que cocinar para cenar los tres, quizás por última vez. El plato elegido iba a repetirse una vez más: milanesas con repollo. Sofía no podía dejar de llorar y Mariano sólo pensaba en cómo hacer para acercarse sin tener que tocarla. Mía, mientras tanto, pedía a los gritos que jueguen con ella. Mientras Mariano metía las milanesas al horno, Sofi y Mía, tiradas en el piso de parqué, se hacían las “mamás” de mil muñecos. La escena era realmente bella, pero la tristeza de Sofía empañaba sus ojos y Mariano lo veía. Al tiempo que dejaba que la comida estuviera lista y luego de cortar en finas tiras el repollo, se tiró en el piso junto a las chicas de la casa y como era costumbre agarró su teléfono para chequear sus redes sociales, pero evidentemente sintió la necesidad de hacer algo más que eso. De repente y sin que lo esperara, el celular de Sofía se iluminó. Era un WhatsApp de Mariano, que no estaba a más de un metro de ella: ¿te estás despidiendo? Ella no respondió, él la miraba fijo, buscaba su mirada pero no logró encontrarla. Ya se había roto, ya estaba destruyéndose todo, no había forma de volver atrás. Mía llevó a Sofía a su cuarto y la obligó a leerle cinco veces el mismo cuento: La ola. Fue entonces cuando Mariano gritó desde la cocina: ¡ya está la comida, chicas! ¿Van a venir? Era tarde, ya casi se habían hecho las diez de la noche y ahí estaban los tres en la pequeña mesa de la cocina, con el mantel a rayas que Sofía había comprado especialmente a pedido de la niña. Mariano tomaba vino, Sofía cerveza y Mía sólo soda. Le encantaba la soda, era una adicción que había copiado de su padre. La parte de atrás del PH de Mariano tenía un pequeñísimo patio. Esa noche entraba por la ventana una luz de luna cinematográfica. El recorte de la imagen era ciertamente angustiante. Sofía intentaba tragarse las lágrimas que no podía detener y Mariano, que estaba sentado frente a ella, la miraba de un modo realmente amoroso. Era genuino. Lo supo después. Si alguien, esa noche, hubiera espiado el momento, sin dudas, hubiera expresado a viva voz: ¡estos tres se quieren a lo loco! Sin embargo, la realidad era otra y si bien Sofía casi no comió y compartió parte de su milanesa con Mía, se paró rápido de la mesa para pedir un taxi e irse de una vez. Necesitaba escaparse de tanto desamparo. La nena no quería despedirse, no quería ir a dormirse, le pidió a escondidas y en el oído que se quedara. Le dijo exactamente: vos acá podes quedarte a vivir ¿sabés? Esa línea no hizo más que desatar una cantidad de angustia inconmensurable, pero Sofía no podía dejar que su chofer la viera tan quebrada. Sonó el timbre, Mariano alzó a su hija y caminaron los tres por el largo pasillo que separa el departamento de la calle. Mía no dejaba de abrazar a su papá y aunque Sofía sólo quería irse, Mariano la abrazó y de espaldas a su hija la besó en la boca. Cuando aún estaban los tres parados en la vereda empezó a llover otra vez y la luna se llenó de agua. La noche empezó a cerrarse, el taxi arrancó y Sofía bajó la ventanilla para que el viento le sople en la cara, le pegue, la cachetee tan fuerte como pudiera.

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En su viaje de regreso, pensó cosas como: “fue un lindo final”, “se sintió bien”, “ya va a pasar”. Como si tratara de convencerse de que esta vez no iba a quedar atrapada para siempre. Al llegar a su casa, se quitó la ropa y se metió bajo la ducha tibia. Necesitaba limpiarse, sentirse mejor de algún modo, pero nada fue suficiente: ni el té de tilo que vino luego del baño, ni el libro de María Moreno que tenía sobre su mesa de luz, ni la serie más divertida de Netflix. Era todo desesperante. Caminaba en ropa interior por su habitación pensando sin parar que podría hacer para resolverlo, como podía ella restituir el vínculo, tenía que existir alguna manera de pegar los pedazos rotos. Sofía era una chica que jamás se rendía, su mente iba mucho más rápido que la del resto de los mortales y estaba convencida que iba a encontrar la manera de resolverlo todo. Esa noche no durmió pergeñando en una libreta sus posibles opciones en su relación con Mariano. Analizó los pro y los contras, los daños colaterales, lo que podrían ser las fortalezas, enlistó recursos que podrían serle útiles, cuales debería desechar, revisó frases dichas, y hasta escribió recuerdos como una forma de documentarlos en algún lugar en donde siempre podría ir a encontrarlos. La noche se desvaneció y el sol empezó a asomar por la ventana que había dejado abierta. Los ojos de Sofía eran casi el doble de su cara, estaban rojos y aún no lograba dejar de llorar. Era lunes, tenía que ir a trabajar. Salió de su casa sin desayunar y durante ese día se escondió todo lo que pudo en el baño de su oficina para que nadie pudiera preguntarle nada. Sabía que sus compañeros iban a atosigarla a preguntas sobre Mariano. Nadie lo quería y todos habían intentado alertarla de que él volvería a decepcionarla tarde o temprano. Pues ocurrió y fue de noche, una vez más.

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La noche del campeรณn Gastรณn Varela

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El Waibe


A

l de la mesa de al lado acaban de traerle la segunda tanda de empanadas y la segunda jarra de litro de vino. No entiendo por qué volvió a pedir cinco empanadas pudiendo pedir, como corresponde, media docena. Pero bueno, alguien que pide de a cinco y que mientras las liquida le habla de fútbol a la mina que tiene enfrente carece de dignidad y de elegancia. Ahora, en la segunda tanda, le habla de coches, peor. Un ser desprovisto de estilo. Y si bien se nota que lo único que quiere es ponerla, morfando así va a ser difícil. Ella no se queda atrás, va por la tercera porción de pizza de verdura, y la espera la cuarta. Al otro lado hay dos yanquis que no paran de hablar, sentadas junto a la ventana que da a Bartolomé Mitre. En un momento gesticulan hacia afuera y un linyera que se rasca las bolas por los piojos las ve y se acerca al vidrio para pedirles guita. Las yanquis levantan la hoja de la ventana guillotina y le dan con felicidad más que lo que en toda su vida el linyera hubiera imaginado. Parecen visitantes de un zoológico humano, integrantes de una excursión de turismo exótico, y quedan exultantes con el recibimiento fingidamente agradecido que el otro hace de esa plata que para ellas es simplemente un vuelto. No imaginan que si ese hombre recibiera cien mil dólares no se compraría un lugar donde vivir, sino que los quemaría en escabio, falopa y putas. Inclusive moriría más rápido, pero más feliz. Entonces, cuando las yanquis vuelven a bajar la hoja de la ventana, veo por el reflejo del vidrio a una rubia sentada en el fondo del salón. Confirmo que está buena al darme vuelta disimuladamente, como si buscara a la moza. La asocio de inmediato con la mina que conocí a los pocos días de separarme, también rubia, que estaba haciendo guardia inmobiliaria en la torre inmunda en que yo había alquilado aquél dos ambientes mínimo y horrible donde acababa de mudarme después de la separación, y donde por suerte pasé poco tiempo. Recuerdo que volvía de comprar pan negro, milanesas de soja y yogurt bebible en el supermercado chino y la vi en el hall de entrada. Subí rápido y dejé las cosas. Cuando bajé, seguía en el hall, pero esta vez hablando con un interesado en el departamento. De una me acerqué y le pregunté si podíamos verlo juntos. Ella miró al otro. El otro dijo que no había problema. Subimos los tres. El departamento tenía un ambiente más que el mío, pero era igual de horrible. Casi al terminar la visita, hice un comentario con doble sentido que ella creo que no entendió, pero el tipo sí. Bajamos los tres. Ella intentó dejarnos una tarjeta de la inmobiliaria a cada uno. Al tipo no le había gustado en lo más mínimo. No, dejá, gracias, le dijo. Ella abrió la puerta de calle y lo despidió. Yo sí la acepté, y me quedé en el hall para pedirle que me escribiera su nombre en la tarjeta, porque quería mudarme a un departamento más grande, le dije. Mentira, obvio. Era sábado. Volví a subir a mi departamento, me saqué la remera y me paré frente al espejo del baño, tarjeta en mano como un referí mostrando la amarilla. Ya estás casi en forma para el combate, me dije, pero hay que seguir bajando de peso: tenés que acentuar la dieta, por si el lunes sale esta preliminar. Así fue, seguí la dieta el fin de semana. La mina estaba buenísima, veintidós o veintitrés años, metro setenta fácil, peso y talla idea-

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les, pelo largo, lacio. Sí, realmente parecida a la que veo reflejada en la ventana, salvo por algunos mechones más castaños. Por mi parte, yo tenía treinta, estaba a dieta, como dije, y si bien las entradas empezaban a acentuarse en la frente y en la bocha, todavía no representaban un peligro para mi dignidad, ni volvían necesario raparme. Si continúo, no tenía hijos, no tenía compromisos, estaba recién separado y en casi plena recuperación psicológica de los comentarios hechos por mi ex, que no habían sumado nada en mi confianza: “Estás hecho un descuidado, mirate sino esa panza horrible, la barba, el pelo todo desprolijo. ¿Cómo querés que tenga ganas, de qué...?”. Pero no era para tanto, como aún no dije. Porque sí, supuestamente me dejaba por gordo y descuidado, pero mentira, turra de mierda, había otro tipo, y punto. La cuestión es que cuando me enfrenté con la rubia ya estaba casi otra vez perfecto con el peso para alguien de mi contextura mediana y poco menos de metro ochenta, todo un campeón para mi categoría. Así me iba viendo reflejado día tras día en el espejo del baño y en la vidriera de la farmacia antes de entrar a pesarme. Y de puro recuperar mi amor propio, el campeón quería pelear incluso en una categoría más liviana, por eso había que seguir bajando y lograr lo que nunca. Era hora de hacer un último sacrificio, para llegar a los 70 kilos soñados, con los que no me había conocido mi ex, no por casualidad también rubia. Para el caso, el lunes tenía franco en el laburo, pero igual arranqué bien temprano, siete y media. Me acuerdo que desayuné yogur light a secas y salí a correr, había que intensificar y dar el peso. Hice una hora de aeróbico, después algunas pasadas y terminé elongando bien. Llegué, ducha larga, unos mates y a las diez y media llamé a la inmobiliaria. Atendió ella. Me identifiqué y me sacó al toque. ¿A qué hora salís? Ah, genial. A las ocho y media en la esquina, dale. Me quedaba perfecto, diez cuadras de casa. En la previa no hice nada, apenas si boludié en la computadora, almorcé liviano y escuché música, concentrando hasta que llegara la hora. Al bajar, lo primero que hice fue ir al pesaje obligado en la farmacia de al lado. La balanza acusó 70 kilos con 400 gramos. Impresionante, ya casi estaba. Una semanita más y tenía todo controlado. Como era temprano, el Campeón quiso salir caminando con tiempo. Igual es verano, despacio, no hay que sudar, se dice el Campeón, entusiasmado por el pesaje. El atardecer es agradable, empieza a bajar el sol despacio. Las luces se van encendiendo casi de a una, efecto dominó. El Campeón va llegando tranquilo a su esquina, sin apretar el paso nunca. Lo que sí aprieta un poco son sus manos, y se las refriega antes de llegar. La rubia ya está ahí, buen signo. Enfrente hay un bar muy lindo. Ella dice que nunca fue, pero le contaron que es bueno. Él acepta de inmediato, como corresponde. La ve preciosa. Lo confirman varios tipos que se dan vuelta para verla pasar, los jeans le quedan pintados. Cuando entran al café se hace de noche, parece cronometrado. Cada uno se sienta en su silla. Se acomodan. El Campeón está sereno, la mira. La moza se acerca rápido, sin que la llamen. La rubia pide una cerveza. El Campeón, si fuera por él, tomaría también. Pero no puede claudicar, no debe hacer ningún desarreglo, tiene que estar impecable, no cometer errores. Por eso, pura conducta, gran temple, todo espíritu de sacrificio, pide agua con gas. La rubia lo mira, pero esconde el desconcierto y abre el juego contando algo sobre el departamento del sábado. Él, round de estudio, le charla poco. No se desconcentra, galantea en silencio, se muestra, escucha, se mueve con la agilidad de un gato, impasible. Hasta que ella dice que se

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dio cuenta rápido de que él no tenía interés en el departamento. Pero el Campeón la intercepta preguntándole si quiere comer algo. Un tostado, podría ser. Él, por supuesto, nada. No, si vos nada, yo tampoco. Dale, no hay problema. Bueno. El Campeón hace una finta con su mano derecha y llama a la moza. Al rato llega el tostado de jamón y queso en pan de miga. Ella ofrece, él deniega. Ella empieza a comer, mientras el Campeón, pese al hambre contenido, sigue impecable, estoico, un bronce, regocijado de sí mismo, inmutable, sin que ninguna mano le roce la cara limpísima, inmaculada. Entonces toma apenas un sorbo de su agua con gas, solo eso, pero está muy fría. Y el frío no le hace bien a la garganta del Campeón. Por eso carraspea un poco mientras ella sigue hablando. El Campeón oculta una nueva carraspera y la observa, al tiempo que describe círculos a su alrededor, le bailotea acá y allá, y se relame al descubrir que la preciosura que tiene enfrente parece estar midiéndole los labios. Sí, porque ella le mide los labios al Campeón, mientras él, puro temperamento, puro análisis, se los relame, dueño absoluto de la situación. Es un Apolo, el Campeón, una estrella fulgurante, solo que carraspea otro poco. ¿Estás bien? Sí, linda. Así le dice: linda. Un as, es grandioso. Entonces ella le cuenta algo del trabajo y nuevamente del sábado, todas cosas que no llegan a hacer mella en el Campeón. Así avanza el cotejo. Cuando ella termina el tostado y la cerveza, él le pregunta si quiere algo más. Ella agradece, pero dice que no, que así está bien. Ve sobre la mesa la botella de agua con gas casi entera, eso la restringe. No imagina que es porque el Campeón se reprocha algo en silencio, arrepentido: agua con gas. Sabe que al agua siempre la traen fría, y encima el gas, combinación mortal para su garganta. Por eso deja la botella, no quiere dar ventaja. Pero para no hacer evidente esta flaqueza, levanta el vaso y moja los labios, apenas un sorbo. Después devuelve el vaso a la mesa y le insiste a ella que pida lo que quiera. Se expresa con autoridad, siempre dominador de la situación, corroborando a simple vista que ella no se da cuenta de su vacilación con el agua con gas. La charla continúa y él sigue trabajando, ahora con un dejo de displicencia, algo que conoce que atrapa a las mujeres. Y es que el Campeón comprende bien que la rubia está a punto de caer, por eso la displicencia. Entonces interviene menos de lo necesario, enigmático y austero como los que entienden, con todo bajo control, teniendo en claro qué punto tocar, cuándo participar y cuándo replegarse en esa primera noche. Y como ella termina por no pedir nada más, él sabe que la situación ahora depende exclusivamente de sus acciones. Hiciste las cosas casi a la perfección, se dice. Remarca el “casi” porque intuye que el agua fue su único error, pero pasó desapercibido ante la contundencia del resto de la faena. No te apurés, no te apurés ahora, se repite un par de veces. La experiencia le dice que es hora de actuar con delicadeza y esperar a que los movimientos trabajen en secreto en la mente de ella. La próxima noche será mejor si ahora deja las cosas así, picando. Por eso decide que el encuentro no da para más, que hay que terminarlo tal como está. Siempre hay que dejar un poco en el plato, se recomienda el Campeón con cautela y sapiencia. Entonces, ante la primera pausa que hace ella, él interviene con la pregunta certera: ¿Te parece bien ir pidiendo la cuenta? Ella queda desarmada, sin guardia. La intervención surte mejor efecto que el esperado: la rubia depone todo tipo de resistencia y dice que sí. Un cross letal. Trazaste bien la estrategia y realizaste correctamente la táctica, se felicita el Campeón.

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Un verdadero orfebre. Y más en estos trabajos que pintan para largo. Todo a su tiempo, no te apurés, se repite. Por si fuera poco, el Campeón no olvida la responsabilidad que tiene de levantarse temprano al día siguiente. Todavía le queda llegar a su casa, repasar los momentos importantes del encuentro, hervir el agua para las cuatro claras de huevos poché, preparar el tomate redondo partido al medio sin sal con una pizca de orégano, la buena dormida de ocho horas, el yogur light bien temprano a la mañana, salir a correr, la confirmación del espejo, el nuevo pesaje apenas abierta la farmacia, ir a trabajar. El Campeón ya pagó la cuenta. Los dos caminan despacio hacia la puerta de salida. Ella, adelante. Él, atrás. Ella, sin comprender el encuentro, las tantas telarañas tejidas por el Campeón para desconcertarla. Él, aprovechando para mirar cómo le calza el jean en el culo perfecto, vanidoso ante los presentes, cabeza en alto, sereno, jactancioso de su triunfo y de que ella se quede llena de preguntas, desbordada, sin haber tenido el dominio de la cita ni un instante. Como corresponde a un verdadero caballero, el Campeón la acompaña hasta la parada del colectivo. Cuatro postes y techito. Allí, mira a los que pasan, mientras posa para la foto apoyado en el caño donde está el cartel que indica las líneas de colectivo y el recorrido de cada una. Está precioso. Y preciosa también está ella, más linda aún de lo que le pareció el sábado. Porque, ante la luz tenue de los faroles de la avenida, ella cobra una expresión más intrigante, más atractiva, más sensual. Una expresión acentuada porque, a su lado, poste de por medio, está él, cabeza medio inclinada, seguro de sus aptitudes, invicto, de mármol, mostrando su silueta como se muestra el cinturón de Campeón de la categoría. Llega el momento en que ella le cuenta alguna cosa más, excusa para dejar pasar dos colectivos y ver si él baja la guardia, si se descuida un poco. Pero es imposible, del otro lado hay un dominio de sí mismo propio de un espartano. Por eso a ella no le queda otra que sacar la tarjeta SUBE del bolsillo y levantar el brazo a media altura frente al tercer colectivo que ahora se acerca por la avenida. Entonces, justo antes de oírse el freno de aire, acontece el momento sublime en que el Campeón, a la vista de todos, baja esa mano que ella extiende, la estrecha con displicencia de la cintura y le estampa un beso de media boca. Pero contra lo que cualquiera podría esperar, hace algo insuperable, no la retiene. Te llamo, linda, termina por decirle. Ella duda un segundo, y se queda mirándolo. Pero él le hace un gesto con la palma de su mano hacia arriba, un movimiento único y virtuoso, tras el cual ella se agarra de la barandita de la puerta plegadiza, sube al colectivo y lo saluda de espaldas. ¡Bravo, gran faena! ¡Qué calidad!, se dice él, que desde su pedestal la ve apoyar la SUBE en la máquina y levantarse el jean de la presilla trasera del centro exacto de la cintura, para calzárselo bien. Cuando el Campeón pierde de vista esa figura provocativa y erótica, carraspea un poco y sale caminando. Mientras piensa en el combate que quedó atrás, carraspea otra vez y escupe. Va con la cabeza alta, fue un gran triunfo, inmejorable, analiza. Carraspea de nuevo, esta vez muy fuerte, tanto que se lastima la garganta y vuelve a escupir. Necesita agua. Por eso se detiene en un kiosco y compra una botella, también chica. Consigue a temperatura ambiente. Toma de a pequeños sorbos. Después se hace gárgaras y las escupe en los canteros de los árboles de la vereda. Su garganta mejora considerablemente con las gárgaras. Por último, traga un buen

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sorbo para terminar la botella y se seca la cara con el pañuelo. Es así como el Campeón vuelve a estar a sus anchas, por eso se mira en el reflejo de una vidriera. Se palpa el rostro. No tiene ni una gota de sudor, todo sin esfuerzo. Ya debe estar en los 70 kilogramos, piensa frente a su reflejo, con la noche a sus espaldas. Todo un triunfo de la voluntad, del esfuerzo y del talento, a no olvidarse, le dice el vidrio con la misma contundencia con que seguro acusará su kilaje la aguja de la balanza. Exactamente eso es un Campeón, no como el de al lado, que se liquidó también la segunda bandeja y la segunda jarra de vino blanco de la casa malísimo, me dice ahora el reflejo, y que encima no paró de tomarlo frío, exageradamente frío de tanto hielo que le puso, reventándose la garganta para emborracharse y desinhibirse, corriendo el riesgo de agarrarse una neumonía solo por ponerla, extendiendo la charla sin necesidad, desatendiendo la calidad del encuentro, yéndosele todo de las manos solo por ponerla, sin nada de profesionalismo, nada que ver con vos, Campeón, me dice elogioso el reflejo del vidrio de la pizzería, nada que ver, ese de al lado es de cuarta, Campeón, va muerto. Me envalentono y recuerdo que llegué nomás a los 69,950 para el jueves, cuando volví a llamar a la rubia de la inmobiliaria. Y aunque me dijeron que no trabajaba más desde el martes, ¿qué me importaba? 69 kilos con 950 gramos, ese era el triunfo de la perseverancia, de la convicción. Ella se lo pierde, pensé. Así y todo fui hasta la inmobiliaria y, haciéndome el que miraba los avisos de la vidriera, miré para adentro por entre los cartelitos. No estaba, era cierto. Pero el que sí estaba era el Campeón en el reflejo, como ahora, impecable, listo para combatir cuando yo quiera, no como el que tiene que vender el alma para ponérsela a la mina que acaba de mandarse la cuarta porción de pizza de verdura, o la quinta, ya ni sé. Entonces miro el reflejo y consulto al Campeón. Sí, la quinta mínimo, no hay chance con esta gente así, me responde. Ya lo creo, le confirmo, mientras veo que el linyera se pone atrás del Campeón, al otro lado del vidrio, y se caga de risa. ¿Qué le pasa a ese idiota, de qué se ríe?, le digo al Campeón. Pero el Campeón no responde y se limita a señalarme algo en el fondo del salón. Entonces me acuerdo de la otra rubia, la que desencadenó este recuerdo. Giro la cabeza y veo que todavía está ahí, y sola. Pero de inmediato yo también quedo solo, porque el Campeón se retira del reflejo. De los nervios carraspeo un poco. Se me pone la boca seca. Tanteo el vaso y no queda nada. Necesito un trago ahora mismo. La botella también está vacía. Vuelvo a carraspear, puta madre esta garganta. Busco a la moza. Está yendo a cobrarle a la rubia. Por suerte distingue la seña que le hago con la mano. La carraspera sigue y me va poniendo los ojos llorosos, toso, carajo para qué pedí algo frío, intento decirle al Campeón, pero solo veo al linyera, que se ríe y parece hacerme un gesto entre la noche que lo arrincona ahí afuera. Entonces veo el reflejo de la rubia que enfila para mi mesa en actitud lasciva, decidida como una fiera impiadosa que se dispone al combate. Pero no imagina con quién va a medirse, no sabe que desde aquella vez me seguí cuidando y conservo el peso. La tengo al lado, percibo esa voracidad junto a mi cuerpo. Por

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instinto bajo la cabeza un segundo, armo la guardia y respiro hondo. Pero resulta que la rubia no viene por mí. La veo pasar de largo y salir de la pizzería por Callao. También usa un jean que le calza a la perfección. La sigo con la mirada a través de las ventanas, camino hacia donde ahora, por suerte, ya no está el linyera sino nuevamente el reflejo del Campeón, imbatible, magnánimo, que gira, que hace un rodeo, que sigue a la rubia y pronto la alcanza, que le dice algo al oído, algo que no escucho porque justo carraspeo otra vez, pero que presiento... El Campeón está vivo, le digo al vidrio, mientras la moza, clavada a mi lado, me pregunta si estoy bien, si necesito algo. Sí, un agua más y la cuenta, por favor. Pero que el agua no esté fría, le aclaro. Respiro profundo y trago saliva. Ya pasó. Ahora puedo ir tranquilo a casa, el Campeón está en acción. Observo sus movimientos viriles, inclinándose apenas para decirle alguna que otra cosa a la rubia infernal que lo ladea ahí afuera. No cambia más, es un ganador cabal, íntegro. Y así siguen caminando hasta que los pierdo de vista por Callao. Carraspeo de nuevo y escucho el arrastre de una silla contra el piso. Es el tipo de al lado, que se levanta como puede. Está borrachísimo, igual que la mina. Pero a ella, al menos, le queda como para sostenerlo del brazo. Igual salen cagándose de risa, son brutísimos. Miro a las yanquis del otro lado. También están borrachas, las delata ese parloteo todavía más chillón que antes. En eso llega la moza con la botellita de agua y la cuenta. ¿Ya está bien de la garganta?, me pregunta. La tranquilizo haciendo que sí con la cabeza, y le digo: mejor cambiame el agua por una cerveza bien fría.

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El señor de la noche Julián Marini y Federico Araya

Jéssica Giacobbe

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ntrevistar a Enrique Symns es, en realidad, un acto masturbatorio del ego. No hay curiosidad, no hay sentido periodístico, y mucho menos noticioso. Solo la satisfacción personal del “lo hice, enfrenté al monstruo”. Entrevistar a Enrique Symns es mostrarle a papá que uno también tiene fuerzas, y lo puede cagar a piñas. O al menos intentarlo. Entrevistar a Enrique Symns es, de alguna forma, jugar al torero. Enfrentar a un animal fuerte e indomable, mucho más peligroso que uno y, atentos a esto, un toro acostumbrado ser él quien sostiene la capa. Pero jugamos con una cruel ventaja: el señor de los venenos bufa herido por el paso del tiempo. Comprendiendo como viene la mano al respecto, intentar asesinarlo sería una idea mucho mejor; darle muerte, finalizar la historia de Enrique, transformarlo, aún mas, en mito, cuento de terror, anécdota ochentosa, prócer del periodismo, o leyenda urbana. Concretamos un punto de encuentro, le ofrecemos caramelos para que acepte, elegimos las armas… pero algo falla: es inevitable, alguien comienza a preguntar. LA MALDICIÓN DE LA CONCHA –¿Tenés tiempo?

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–… –¿Hasta que te aburra? –Hasta que me aburra –O nos aburramos nosotros. –Vos podes fotografiarme cuando quieras –Bueno, ¿querés que te fotografíe ahora? –No, no, cuando vos quieras, no dije ahora, cuando vos quieras. Menos comiendo, comiendo no. Había un rey famoso en la antigüedad que mandó a matar a su hijo porque comía en público y cagaba en privado. Lo privado lo inventaron los franceses, “privee”. Tiene el sentido de privar a alguien de algo, privar a alguien de saber la verdad… y el baño es la peor parte, porque en el baño se miente. ¿Qué es una casa?: el comedor es una excusa para ir a la cocina y al baño para cagar. Comés, cagás, comés cagás, nada más. –Arranquemos: mirá, no queremos hablar ni del indio, ni de la falopa. –¿No querés hablar de 13 millones de dólares? Antes era muy amigo de Iván Noble. Él iba a SADAIC y cobraba por Avanti morocha 40.000 dólares por cuatrimestre. Así que imaginate. Yo le decía “espiá quiénes son los que más ganan”, el número uno (en esos años) era Palito Ortega, el segundo Favio; no había ningún roquero. –¿Cómo entraste al periodismo? ¿Qué hiciste antes? –Era ladrón, me fui a España, con la dictadura. Y seguí siendo ladrón. Me fui por la dictadura y en España hacíamos de todo: traficábamos joyas a Portugal, vendíamos autos truchos, vendíamos nafta en Italia, robábamos televisores, de todo. Pero… una casualidad: yo estaba detrás de Bourdieu y en una conferencia suya apareció un tipo muy raro que me dijo que los mexicanos pagaban tres mil dólares (de aquella época, que era mucha plata, eh) por escribir un libro sobre la represión sexual durante el franquismo (porque yo llegué a España justo en el año que murió Franco) y les dije si de ladrón, e hice una investigación que les rompió el orto, escribí un libro extraordinario. Me felicitaron, me pagaron y además me dijeron que estaba muy bien escrito. Ahí me di cuenta de que podía ser escritor. En realidad mi oficio era el de monologuista callejero; cuando volví a Buenos Aires, en un monólogo que estaba haciendo en calle Corrientes, me vio Jorge Pistocchi el director de “Pan Caliente”, aunque parezca increíble, y me preguntó si quería ser jefe de redacción de la revista; y al mes, dos meses, me vino a visitar el jefe de redacción de Clarín y me llevó al diario. Yo sabía que era un buen escritor, no sabía que podía ser un buen periodista. Lo que pasa es que al principio me enviaban a entrevistar con todos los movileros y yo no me atrevía; pero rápidamente me di cuenta de que no era capaz de entrevistar a un juez, pero si a un delincuente; y si iba a un leprosario yo entrevistaba a los leprosos y no a los médicos, a los drogadictos y no a los psiquiatras. Sin darme cuenta me puse de un lado de la calle y bauticé mi oficio como antropología de la vida cotidiana, la voz de la gente; y en contra de lo que yo llamo el periodismo jurisprudente, que es el periodismo que está a favor de la propiedad privada (en vez de policiales debería llamarse delincuenciales, que son los verdaderos protagonistas), a favor de la moral pública, a favor de la salud (como todos los estados pastoriles que custodian la salud de su ganado). El periodismo jurisprudente se vio luego empeorado por otro tipo de periodismo que es el militante. La palabra militar es un verbo y un sustantivo, como “poder”: poder coger es hermoso, pero tener poder es desastroso. Y el periodismo militante al final es de milicos y

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un milico no puede hacer periodismo. No es estar a favor de algo, eso no es periodismo eso es de un juez, no sos un espía que va con un grabador escondido, no sos un policía. El periodismo es una investigación sobre la naturaleza humana. –¿A esa investigación se la debe encarar desnudo? –Y, eso es lo ideal. Me acuerdo de la última experiencia que tuve la suerte de hacer, porque luego no me contrató más nadie, que fue con Lanata en Crítica. Me iba al hipódromo, me encontraba con jugadores espeluznantes, fui a Fuerte Apache, a Soldati, en el barrio de Once hablé con los que fumaban paco y los vendedores, porque además vas con un magnetismo que hace que las historias vayan hacia vos. Hice notas que me conmovieron a mí, porque si no haces notas que te conmuevan, si no te ponés nervioso con lo que hacés, ¿qué pasa? –¿Y en ese contexto cómo entra lo de la escuela de periodismo y la objetividad? –No, la escuela de periodismo es un invento, como dijo García Márquez el último oficio que a la universidad le resta robar es el de las putas, porque quedaba el de periodista que se hacía en los bares. Yo aprendí en los boliches, en la calle Corrientes, como aprendieron todos los periodistas viejos. Cuando yo hablo con los alumnos que vienen de la universidad vienen con mucha teoría pero en realidad no saben un carajo de historia del arte, de la cultura, no saben nada, la estudian parcialmente para profesionalizarla, leen un librito de astronomía cuando entrevistan a un astrónomo. La universidad, como dijo Nietzsche, es la tumba del saber y la cuna del poder, para eso sirve la universidad, para establecer poder, nada más, porque después no vas a ver jueces negritos, apenas dejan que haya médicos ecuatorianos, je. –Cuando empezaste con Pan Caliente y luego saltaste a Cerdos y peces (no queremos hablar específicamente de eso) hiciste algo que le pateó el culo a la forma en que se hacia perio-

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dismo en los 80 y en la argentina. –Un chiste que siempre hago es que el primero que me llamó Bukowski fue Carlos Polimeni en el festival de la falda (ahí tenés un ejemplo de mal periodista, un cerdo) y yo pregunté quién era ese tipo y después Claudio Kleiman me prestó “El cartero” y en ese momento yo decía “bueno, hay un Symns en California”. –Te decía, Cerdos y peces le patea el culo a la forma en que se hace periodismo en los 80, que tiene que ver con la forma en que se rompe con el guión con que se trabaja, pensarlo desde otro lugar. –Una vez me tocó hacerle una entrevista al director de documentales Jorge Ricardo Preloran y no había visto nada de el. Y le dije la verdad y salió una entrevista alucinante. Hay que aprovechar la propia naturaleza, no tratar de forzarla: si se es tímido, ser tímido. Sobre todo tener un verdadero interés en la persona. La entrevista es lo que más me apasiona del periodismo, porque es como esta, única, efímera e irrepetible. –Eso que en los 80 generó escuela y fue revulsivo hoy fue incorporado, digerido. –Es que ahora no hay revistas, el secuestro de las intensiones trasgresoras hecho por profesionales es verdaderamente criminal. Pero caen en una trampa: pueden ir a Villa Soldati, filmar a los que toman paco y desde el mundo mirarlos. Pero también podés ir y estar con ellos y mirar desde el paco el mundo. Yo cuando fui les compré paco a todos y es tan triste, especialmente en Soldati. Porque no salen nunca, la droga te aquerencia, te fija, te para. Yo me acuerdo que la primera vez que saqué una nota en el porteño sobre homosexuales fue un escándalo, en la segunda que fue sobre coito oral nos pusieron una bomba. Y después saqué una nena desnuda en tapa. Nos comimos un juicio (lo ganamos porque era la hija del fotógrafo). Argentina es un pueblo fascista, Schopenhauer dice que en la multitud no hay nadie ni nada, no hay un alma ahí, lo que hay es el poeta hablando. Pero periodistas hay, lo que no hay es medios que los muestren. –¿Harías de nuevo una revista igual a la Cerdos y peces? ¿Qué revista te gustaría sacar? –Una revista que hable de todo lo que haya surgido desde el año dos mil para adelante. Hacer esa revista en un país como el nuestro que es un país de fantasmas, necrófilo, que le gusta la muerte. Que convierte a los muertos en ídolos de barro, en santos: Mercedes Sosa, Jorge Luis Borges, Sábato, Sandro ¡¡Son todos santos!! Y lo más interesante de las personas es su parte oscura, la parte gris, la parte negra; La negra Sosa era una mierda, egoísta, miserable, muy poco generosa. Pero acá hay un culto estúpido a la muerte… bueno, el fascismo es así; no es como en México, me encanta la mirada de México sobre la muerte. –Bueno, hablemos de la muerte. Te estás cuidando… –Bueno… le tengo miedo a la muerte. Una vez entrevisté a Germán García, él decía que no le tenía miedo a la muerte porque hacía como los estoicos, cuando la muerte estaba él no estaba. Un truco mental. Miedo a la muerte… morir es como no haber existido y vivir es estar despidiéndose permanentemente. Además tenés un hijo y va a morir, tu nieto va a morir y van a morir todos por la maldición de la concha femenina, es la maldición eterna del universo, el gran agujero negro. Es una asesina la vagina, ¿para qué parir seres que van a morir?

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Me trajo mi madre y pobrecita ella, nunca se lo agradecí. Nunca me gustó haber estado aquí. Me gusta la existencia, el mundo es hermoso, pero la vida es un horror: es una traición del mecanismo de adaptación forzosa, tenés que comer, tenés que orinar. Yo estoy preocupado por cuándo me voy a morir. –El último misterio. –El único. Bah, hay varios misterios. Yo he tenido una vida misteriosa. Misterio viene de misticismo que quiere decir anti religioso. No tiene nada que ver con los dioses. SOY UN VIRUS –Yo observé por microscopio el virus de la gripe. Es igual al Apolo XI, cuando entra al cuerpo sale la policía, que son los glóbulos blancos, y se separa totalmente y la policía sigue su camino, el virus se vuelve a rearmar, se sube arriba de la célula, baja una jeringa, la copia, sube y se mete ¡¡y la reemplaza!! ¡¡Nadie sabe que el enemigo está entre sus amigos!! Esa frase de Nietzsche es increíble: “solamente tus enemigos serán tus enemigos” –¿Esto también puede ser leído como parte una receta para subvertir este orden? –No hay receta, ¿Qué receta? ¿Qué te pensás? ¿Qué soy, un cocinero yo? –… –Hablar es complicado, las enfermedades son las palabras pero la curación también viene de las palabras, que es el gran descubrimiento del psicoanálisis. Y trajo, Freud especialmente, una gran duda a este mundo, la pregunta de qué carajo es la conciencia: ¿Es un espejo de si misma? ¿Quién me habla?, yo soy hablado, en estos momentos no tengo tiempo de pensarlo. Y por lo tanto me moriré sin saber lo que he vivido, nunca me voy a acordar de la discusión que tuve con mi chica en la que le dije “vos sos una puta porque le chupaste la pija a Juan”, no, me voy a acordar del contenido textual pero no de lo que dije, no tengo memoria de eso. La memoria es un gran mecanismo del olvido: nos olvidamos y por eso este planeta sigue igual, no ha cambiado nada; la década del sesenta de hace siete millones de años es la misma que esta. El primer instrumento musical que se encontró estaba hecho con los huesos de un águila y era para espantar tigres, el arte es un invento para matar. En el circo romano morían mil quinientas personas por día, pero de repente la muerte pasó de moda, la gente no fue más a ver la muerte, y ahí nacieron dos porquerías, dos frivolidades de mierda, que imitan: el arte y el deporte: cuando un keniata corre es porque persigue un león o por quiere cazar una jirafa. Un boludo que corre ¿para qué carajo corre? Y el arte lo mismo: lo dijo Buñuel: ¿Qué es el arte? Setecientos idiotas mirando una pantalla vacía. Y ahora son setecientos millones de idiotas mirando una computadora, la computadora es uno de los instrumentos más graves que se han inventado. –Saliste corriendo de la muerte, hace cinco minutos que me estás contando cosas que ya sabemos de vos. –¿Y de la muerte qué te puedo decir? De la muerte no se puede hablar, se puede hablar con ella cuando llega. Lo que te puedo decir es que hace inútil todo, da lo mismo. Hay una frase

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que en “Crimen y castigo” Dostoievski la instala en el mundo “nada es verdad, dice Raskolnikov, por lo tanto todo está permitido” y la muerte te pone en ese lugar y eso lo retoma Nietzsche. Cuando leí crimen y castigo siendo borrego quería salir a matar gente si nada es verdad, explicame por qué no me voy a coger un chico de ocho años, ¡explicame! La respuesta a eso es que primero no podés, yo me acuerdo de Augusto Comte, el diputado que yo apoyé en una campaña en la que prometía llevar a los Redondos de ricota al parque Lezama y el tipo se suicidó. Yo en aquella época ponía una publicidad en la Cerdos y peces que decía “no sea egoísta, no viaje solo. Llévese alguien consigo” y el no se llevó a nadie; imagínate que le mataron a un hijo y esperaba justicia. Me gusta la palabra venganza, “vengar” viene del verbo “volver” me acuerdo de algunos relatos que me hicieron los presos de cómo se vengaron atrozmente. Bueno, la venganza de la señora que mató al nene*. ¿Medea, no? Es raro Sófocles. Cuando Edipo vence a la pregunta de la Gorgona y esta se arroja al abismo pero le dice “recuerda Edipo que tú vives en el abismo”. Y esa frase a mi… Acá hay nada, debe haber siete átomos girando, nada más, no hay paredes no hay nada, no hay arriba, abajo. Yo soy un fantasma de la luz, nunca existí ¿Cómo voy a morir? Si nunca existí fui una película proyectada, una ilusión y un sueño del cual ¿quién me va a despertar? La vida es una ilusión siniestra, William Burroughs lo describe muy bien en “Expreso nova”, su mejor libro. Castaneda habla a través de Juan de los peores enemigos: el miedo, la claridad, el poder, y uno que no se puede vencer: la vejez. La vejez es indomable, no la podés controlar. Además ya sos viejo cuando las mujeres veinte años menores que vos ya no te miran, especialmente

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cuando fuiste un mujeriego como yo. No mujeriego, enamoradizo. Había dos ilusiones que me mantenían en pie: el amor y el enamoramiento: ¡¡el enamoramiento!! Estar extraviado, estar flotando. Recuerdo una chica que conocí que le decía “besos flotadores”; la conocí en un bar, hablamos de poesía, no nos conocíamos, cuando llegamos a la puerta del bar me dijo “¿te puedo dar un beso antes de que lleguemos a la esquina?” y yo caminé temblando y me dio un beso que me hizo flotar a veinte centímetros del piso. Creo que debo haber recibido dos o tres besos así en la vida. Lou Reed tiene un tema sobre los besos. Para hablar de la muerte puedo decir que estuve cerca: me pisó un auto en Bariloche y maldije que no me mató, porque hace mucho que me quiero morir. Pero no es tan fácil morirse, no es tan fácil como la gente cree. Los que se suicidan como Hemingway es porque ya están fritos. Ahora mismo, si me cortan las piernas, cosa de la que corro peligro, me suicido. Pero uno siempre está peleando, que es la gran trampa de la vida. Lo que fue cambiando fue el sentido de existir para mí. Antes existía por la importancia de lo que hacía; Cerdos y peces, escribir, cantar, estar con el rock, en los escenarios. Estar en un escenario era como estar en un altar. Pero ahora descubrí que al final lo mejor es estar con amigos, dar un beso, tener una conversación con alguien, porque lo demás es un espejo. Cuando yo era más chico decía que la humanidad es una gota de licor en un océano de mierda. Hay muy poca gente en la que me puedo reflejar. Yo siempre diferencio comunión de comunicación. La comunión es porque comulgamos, porque nos tocamos, nos miramos. La comunicación es la muerte de la comunión. No nos tocamos: “te escuché por la radio, te leí”. Como decía una conferencia que vi de Borges sobre Spinoza: “es un ser admirable” dijo, pero se detuvo: “es preferible ser querido, porque la admiración es una degeneración perversa de la mirada”, el que te admira te odia, te va a destruir. Así que yo prefiero ser querido, en esa etapa estoy, a eso me empuja el miedo que me da la muerte. Pero he perdido soberbia, por eso me río de los que tienen 58 o 59 años, ya les va a llegar. –¿Cómo ves la situación del periodismo hoy? –Argentina es un país raro, cuando Lennon dijo “el sueño ha terminado” acá todavía no había empezado. Pero es un sueño no terminado porque el hombre necesita soñar, es hermoso soñar porque si no soñás lo que hay es una mierda: gente comiendo, gente cagando, gente trabajando, gente pensando y casándose por desesperación y muriendo sin saber lo que es el amor. Fue una buena época la de Menem por la joda que había, había tanto libertinaje. Cromañón es un síntoma extraordinario de la necrofilia acumulada y del afán legislativo porque ya no te persigue la policía, te persiguen los inspectores de la municipalidad. Es un país que le gusta perseguir y perseguir, que los menores no beban, que nadie fume. ¡A mí me da un odio! Yo no sé por qué no me prendo un cigarrillo y lo mando a cagar al dueño de acá. Me dejé aplastar por la moral pastoril de este país. Odio todas las drogas, pero los que fuman paco no son ningunos boludos, no tienen nin-

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gún sueño en la vida, un pibe de Soldati qué va a ser en la vida… ¿presidente de un club? –Antes decías que no querías cambiar el mundo, que no lo hacías para eso, pero el tipo de periodismo que hacés busca poner en un lugar jodido al poder instituido. –En algún momento hicimos una marcha contra el papa que salió por todo el mundo, yo le pegué un piedrazo en la cabeza a un policía (que fue la única vez que pegué yo y no me pegaron los canas) pero nunca lo valoré, no sé qué me pasó, yo soy un anarquista individualista, una mierda, bah. Lo mejor que puede ser uno en la vida es ser enfermero, héroe es quien salva una vida, no quien la quita. Héroe era Hemingway en la guerra, en “Adiós las armas” era un enfermero, conductor de ambulancias, salvar el perro de alguien, darle 200 pesos a un mendigo. Como decía Eric Fromm “el único enemigo del amor es la búsqueda de seguridad” y en una sociedad como esta que está pidiendo seguridad, que le está declarando la guerra al amor nos van a matar por un par de zapatillas y va a estar bien. A mí me han robado, a punta de pistola, mis zapatillas y el tipo tenía razón porque yo tenía zapatillas y él no. –¿Si yo te doy la plata para hacerla, harías la misma revista, volverías a repetir el perfil de Cerdos y peces? –No, si Cerdos y peces ahora sería una revista terrorista, estaría a favor del asesinato de judíos en Francia. Porque hay un terrorismo delincuencial, los delincuentes también son terroristas, ¿en qué sentido? Yo conocí a un viejo ladrón marplatense que vino a robar estando ya de vuelta, entraron a robar con un pendejo a un contador. Entraron y el tipo no tenía la guita y el pendejo le pegó un tiro. Cuando se escapaban el viejo le preguntó “¿por qué lo mataste?”, “porque algo me tenía que llevar”. Haría una revista proyectiva, profética. Estamos en el peor momento de la historia del país, con la mediocrización de la moral pública: está todo el mundo con su moto, su computadora, su kilo de lechón y su SUBE… le va mal o bien pero no hay una ambición. Mi papá era anarquista, me decía que el fraude de Perón fue convertir a los guerreros revolucionarios en mendigos sindicales, y es un poco cierto. Yo vivo en un barrio de pobres, y ellos están conformes, hasta contentos. El kirchnerismo ha logrado algo que ni el peronismo: el fenómeno 678 o mejor dicho el sistema de intelectuales, artistas, escritores, actores que se pusieron del lado del gobierno. El estado y el arte son enemigos, los artistas sufrimos el estado, el estado y el arte no pueden estar más que en materias paralelas, son como el culo y el Uranio. –Si uno lee y te escucha termina pensando “este mundo es una mierda, está mal armado”. –No, pará, pará, no seas tan bruto. Yo odio la vida, la odio a la vida. La existencia es maravillosa. Pero como digo en una canción “el primer pez, cuando tuvo hambre se convirtió en asesino”. El hecho de tener que comer te convierte en una mierda. Además cuál es la definición de un miserable que da Nietzsche, tres conceptos: Un hedonista, quiere placer; atesorativo, quiere acumular los mecanismos que le dan placer; depredador, se los roba a los demás. Y eso es lo que somos todos, por eso existen los celos y la envidia, que como dijo Freud son las dos grandes enfermedades de la vida: el que tiene algo se lo quiere comer él y no quiere que se lo coja nadie y el otro que no puede coger bien se lo quiere comer. Nosotros somos un mamífero depredador sin destino. Nos comemos todo, nos comeríamos la tierra si pudiéramos. –Y que es lo que nos tiene que salvar del holocausto. Así planteado el exterminio sería una

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bendición. –Los cachorros. Yo amo a los niños. Las últimas películas que fui a ver fueron los Muppets, Arvin y las ardillas en Bariloche, llevo a todos los niños de un barrio y pago las entradas como un boludo. No creo en el bien, es más, he alargado las dos palabras, el bien y el mal. El bien se convierte en bienes, los que tienen los bienes. El bien estar y el mal estar. Es al revés, no es ser bueno o malo, sino cuán generoso sos. Y generoso viene de género, de gen, de los genes; en el tejido del cuerpo humano ¿por qué existe el cáncer? Porque hay una célula que es traicionera, traiciona a los demás porque ha sido engañada, ha sido desamada. Yo creo en la venganza, no en la justicia: una vez entrevisté a Ronald Biggs, el asaltante del tren correo. Estaba con un porro enorme en un bar y me dice: “si alguien mata a mi perro yo le mato al hijo, si matan a mi hijo yo le mato a la familia y si matan a mi familia yo mato a todo el barrio porque no es ojo por ojo, es más” Yo creo en la venganza, no creo en la justicia, no me parece que haya que pedirle a un señor… no me parece que la cárcel sea justa, me parece un castigo… Como dice Dostoievski: “es peor que la del asesino, porque el asesino mató impulsado por un sentimiento, en cambio la pena o el encierro lo castiga al hombre en nombre de una cosa fría, que es la justicia” Y sobre todo creo en los asaltantes, no es la reacción que uno tendría, pero los comprendo. No comprendo a los intelectuales ni a los burgueses afortunados que pueden estudiar, como nosotros. Nos agarramos a las fisuras del sistema para sobrevivir. Pero la única medida que tenemos es el cómo sobrevivimos. –Para decirlo simple, ¿por qué le creemos más al que tildan de marginal que al que tiene las cuatro comidas? –Hay que diferenciar entre marginados y marginales. Marginal es el que elige: comparar a Rimbaud con un chico de la calle es un disparate. A mí me dan tristeza los chicos de la calle. Yo vivía a la vuelta de Cromañón, cuando llegó el invierno llegaron los nuevos pobres a la plaza once, ¡familias enteras! Vos veías las caras de las mujeres que habían tenido una choza antes y ahora solo un colchón que iban a ser putas dentro de poco y lo sabían. ¿Y a quién odias? No sirven para nada las palabras, hay que volver a Artaud: “El único camino son las bombas”. Hay que matarlos, hay que poner francotiradores, hay que empezar a matar blancos, matar a todos los rockeros. ¿Quién está ayudando a alguien? León Gieco o Darín o quién sea, no están haciendo nada, están haciendo su pequeño VIP de autocomplacencia; hay un narcisismo de creer que están haciendo algo por alguien. Y sobre todo lo que viene del patriotismo: país es una noción geográfica delimitada, nación es una noción política, patria como dijo Raúl Ruiz, el director de cine chileno, es un invento del fascismo, no existe la patria: un tipo que no es capaz de matar al perro del vecino tira una bomba y mata a cien desconocidos, ¿qué locura es esa? –¿Y en qué momento sos optimista? –Muy pocas veces, con respecto al país y su destino, muy pocas veces. Con respecto a mis empresas me quedo sorprendido con los resultados porque nunca soy optimista. El optimismo es una esperanza de la burguesía, de la clase media.

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EXTRA, EXTRA –Un grito amarillo, en otro color… Blanco. –La cocaína te lleva a un egocentrismo y un narcisismo autoconvincente y depredador, no te das cuenta de que estás haciendo daño a los seres queridos. Lo que tiene de bueno la cocaína es que te hace meter la pata, destruís posibilidades, mandás a la puta que lo parió al trabajo asalariado y haces cosas que hay que hacer en la vida, porque el mundo es un pacto siniestro. –Negro. –No creo en mí, soy muy duro para juzgarme. Una cosa que aprendí de Henry Miller, cuando me decidí a escribir es que en “Pimavera negra” hay un escritor que se acerca, le pide ayuda y él le da un solo consejo: “escribí lo que más te da vergüenza, escribí de lo peor de vos, así vas a poder hablar mal de los demás” Y es lo que hice: hablé tan mal de mí en mis libros, porque me parece que es lo mejor que uno puede hacer, lo más sano. A mí me han condenado a ser un autor autobiográfico y Nietzsche decía que el único camino a la narrativa verdadera es la autobiografía, pero la autobiografía no es contar la verdad. –Vos decías: “estoy condenado a repetirme”, ¿cómo continuar después de Big Bad city? –Tengo una novela, “Adiós muchachos”, y no la puedo terminar porque me enteré que me voy a morir. “Adiós muchachos” es la parte final de “El señor de los venenos” y “Big bad city” y no lo puedo escribir… –¿Porque si lo terminás no tenés excusa para seguir? –No, no me dan ganas de sentarme en la computadora, odio la computadora. –Azul... –Me hubiese gustado hacer una película. Me hubiese gustado haber estado en la muerte de mis padres. De hecho me llamaron para que vaya y yo evité asistir a su muerte. Mi mamá murió en la cama y mi papá murió con una pistola en la mano, porque estaba loco (yo heredé esa pistola), en una plaza enfrentando a la policía, porque pensaba que lo estaban acusando de la muerte de mi mamá. Tenía ochenta y seis años.

Adriana Cruz, quien confesó a la televisión haber asesinado a su hijo de 6 años para vengarse de su ex marido.

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