Revista 27 · Soledad

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12 ABRIL 2018

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Editorial L

a que se festeja y se sufre, la que se arrima y se esconde, la que se registra y se desconoce, la que se controla y se desorienta, la que se acepta y se contradice, la que se achica y se multiplica, la que se ofrece y se elige, la que se resiste y no se aguanta. Ciega, sorda, muda. Guardiana desde la cuna hasta el juicio final. La soledad te suelta la mano.

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Hacemos 27 Tomás Gorrini, Director Cristian Maluini, Editor Francisco Bertotti, Diseño Gráfico y Web Daniel Stano, Diseño Gráfico Gustavo Salamié, Fotografía Carolina Giollo, Comercial

Colaboraron en este número: Germán Amato, Diego Flores, Floripo, Juan Duacastella, Walter Lezcano, Melisa Real, Adriana Lestido, Walter Lezcano, Pablo Dalio, Leticia Bianca, Sol Bravo, Manuelle Mancini, Martín Kolodny, Miss Complejo, Claudia Ainchil, Areka Sadaro, Gabriel Bertotti, Leo Quintero, Valentín Jáuregui Lorda, Ja Ant, Patricia González López, Pato, Nicolás Garibaldi, Mailen Loarte, Ariel Scher, Juan Battilana, Ulmo Carcosa, Pablo Osores, Bianca Brandimarte, Juan Ignacio Garasino, Lua Manguito, Carolina Riccio, Mercedes Ferreiro, Vi Carel, Anabella Foscaldo, María Paz Moltedo, Sofía Martina, Maru Cian, Gloria Colombo, Jotave foto, Macarena Ojeda, Sabrina Sosa, Fa foto, Patricia Cecchini, Vera Di Lisio, Mariana Betancur y Florencia Davidovich.

Les agradecemos especialmente: A Vera Di Lisio.A Butti. Al Francés. A Yani. A la Revista Almagro. A Pincha Films. A Todo Mundo. A la vieja y nueva guardia. A los que siempre están. A la familia de 27.

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PRÓLOGO p. 11 1 · -¿POR QUÉ SE OCULTA CHESLAV? p. 13 2 · LA FORTALEZA DE LA SOLEDAD p. 19 3 · ANTÁRTIDA NEGRA p. 26 4 ·LOS ACTOS PÚBLICOS p. 36 5 · PEDAZOS p. 41 6 · TROMPETISTA p. 42 7 · LA PIJA, LA ESPADA Y EL PATO p. 47 8 · -EL NO MOVIMIENTO DEL SILENCIO p. 52 9 · PARA ACABAR CON LA SOLEDAD p. 55 10 · ANVERSO Y REVERSO p. 59 11 · LOS VIGIL p. 63 12 · RECETA PARA LOGRAR UNA SOLEDAD PERFECTA p. 68 13 · EL BLANQUITO CAMBIÓ DE COLOR p. 71

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14 · JUGAR CONTRA LA SOLEDAD p. 73 15 · UN AXIOMA SOMERO p. 75 16 · SALVAMOS LA VIDA p. 76 17 · LA SOLEDAD p. 82 18 · EL LUGAR DE LA HERIDA p. 86 19 · UN MIEMBRO FANTASMA p. 87 20 · NO ME DESPIERTES p. 95 21 · INSOMNIO SOCIAL CLUB p. 97 22 · MATEMÁTICAS p. 102 23 · ROMANCE p. 104 24 · A OSCURAS p. 108 25 · EL ÚNICO BRILLO DE LA NOCHE p. 111 26 · EL MONJE HEBORISTA p. 115 27 · DEJAME PENSARLO p. 118

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Historias sin punto final

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Prólogo Por Germán Amato

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uando pienso en ella aparece en la mente una escena nítida. En una película de Miyazaki, Kiki, la aprendiz de bruja que hace delivery en escoba voladora, tiene trece años y viaja sola a una ciudad a transformarse. Durante más de la mitad de la película la acompaña un gato negro que habla con ella de modo muy divertido. Pero hay un momento, bastante avanzada la historia y casi en paralelo con un conflicto reciente que atraviesa como protagonista de su propio destino, donde Kiki va viendo que su gato, más que enamorarse, responde y sigue, sensual, a otras gatas. No queda en claro si es la misma o varias diferentes, pero parecidas. Una mañana ella se levanta y se da cuenta que su gato ya no habla, nada más repite ‘miau’. Si pienso en abstracto acerca de la soledad, me asaltan esos momentos bisagras, donde nos damos cuenta de algo fundamental: el orden de la cosa cambió para siempre, nada vuelve a estar en el lugar que acostumbrábamos. Y si bien por ahí hay suerte o magia o realidad bien plantada que nos ayuda y atravesamos la crisis y después capaz hasta encontramos la fuerza para afrontar el nuevo estado al que te desafía la vida... mientras tanto caminamos por las paredes o nos gustaría viajar en escoba voladora o en algo más loco que nos saque de la incertidumbre de no saber a quién acudir o qué carajo hacer con la angustia, cuando se trata de este tipo de alumbramientos medio ninjas. El día que me di cuenta que me separaba después de trece años de relación, era sábado y no pude llorar. No me levanté de la cama, me quedé ahí como si las sábanas, el colchón formaran la balsa que me protegía del naufragio que venía galopando la tormenta hacia mí. La soledad más intensa, creo, es la que te arroja al epicentro de tus ejes, donde volvés a vivir en carne viva

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todas las edades que habitaron tus poros, hasta el fondo, cada momento, acierto, deriva y sacudón que te acercó un poco más a tu propio destino. El día que descubrí íntimamente que me separaba, sentí una soledad que no le deseo a nadie. Y no lloré –después sí, y a mares. Esa mañana, aguantando en la cama náufraga, intenté un hechizo infantil para transformar mis lágrimas escondidas en sonido, y canté como si la vida entera me hubiera preparado para ello. Canté con toda la voz que mi cuerpo fue capaz de alumbrar. En eso estoy todavía.

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¿Por qué se oculta Cheslav? Diego Flores

Floripo

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on siete u ochos hombres que caminan por un bosque que está empezando a mostrar nuevamente su verdor. El invierno lentamente se recluye en otras latitudes y libera a ese pequeño pueblo del imperio ruso de sus nevadas y bajo ceros. Los hombres cantan en el inicio del alba “Ah vaya noche”, mientras se golpean amistosamente y se pasan dos botellones de vodka que supieron estirar hasta el limite de la noche y el día. El campo, sus estrellas y senderos producen una extraña paradoja: no saben dónde están pero aún así no están perdidos. Cheslav es el más joven del grupo y quizás el más borracho, es difícil saberlo. Tiene un pelo rubio dorado como casi todos los jóvenes de su pueblo, una nariz fina y puntiaguda que hace de su perfil una especie de caricatura, pómulos rojos forjados al candor de inviernos, calentadores y noches y días de alcohol. Su rasgo más distintivo, quitando su cuerpo escuálido y divertido, son sus ojos azules y pequeñísimos que junto a su nariz forman un rostro cercano a los roedores. Cheslav se pierde en el griterío, el júbilo, la cofradía de sus camaradas y una borrachera inimaginable. Emborracharse allí es un lujo cotidiano. Un viento repentino y seco sacude los árboles y recuerda que el invierno aún no se ha ido del todo. Los jóvenes se miran, se ríen y pueblan con cánticos el atronador silencio matinal. Sobre el sendero que apenas tapa la nieve se aproxima una persona, camina decidida y a paso firme. En esos contextos la duda a veces significa la muerte. Ellos se frenan, algunos trastabillan, Cheslav debe sostenerse del tronco de un árbol para no caer. –Es una mujer –dijo uno de los muchachos–, es una puta mujer. Efectivamente es una mujer, una señora mayor, tiene la piel curtida de años trabajados en casa, de atender a esposos que llegaban hambrientos, deshilachados y perrunos y seguramente

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de criar una legión de hijos dispersos que pronto anhelarían otro hogar y otros brazos de mujer. Es uno el que primero corre a su encuentro, otro lo sigue apenas detrás. Ella apenas desliza una mueca que conjuga con un chillido de espanto, casi divertido, e intenta huir, pero la alcanzan sin mayor dificultad. Son dos los que sostienen ahora a la mujer, la tiran al piso, mientras tapan sus gritos de temor con los de algarabía. Todo el grupo se hace presente ante la señora que con esfuerzo último tira dos patadas de trayectoria errante para quedar rendida al destino que esos jóvenes deseen conferirle. Jadea, parece un perro cansado. Cheslav, el más alejado de todos, ríe mareado, siente miedo, adrenalina, estupor y goce. Vomita y le pasan el vodka para sacarse el gusto. Ve que le quitan la rompa a la mujer. Hay una resistencia irracional un halito de animalidad final que intenta defenderse en un escenario irreversible. Jadea más fuerte. Mira el rostro de los jóvenes y da un grito furioso. Le tapan la boca. La violan uno por uno. Algunos reinciden. La mujer queda tendida como un cuadro perdido en la soledad del invierno, sobre la nieve se extiende un manchón rojo y silencioso. Cheslav recuerda que se levantó con un ruido interno en su cabeza que alborotaba sus pensamientos, no puede reescribir en su memoria las horas pasadas. Solo recuerda tramos simples, la bebida, los muchachos y la canción. Caminó hacia su hogar mientras el estómago se le revolvía. Notó movimientos extraños en su casa pero no tenía la lucidez para descifrarlos. Oleg le dio una trompada matinal para desvelar su resaca, el respondió con sumisión como siempre lo hacía con su hermano mayor. –Vístete y arréglate un poco –le dijo Oleg–, debemos ir a la guerra. A un lugar lejos. Crimea. Las hermanas de Cheslav y Oleg, entre tanto buscaban a su madre para avisarle de la partida de sus hijos. A Jov, su padre, le avisarían en cuanto volviera del trabajo. Cheslav volvió a vomitar en las afueras del baño, antes de que su hermano le pegara un nuevo golpe en la cabeza. –Enderézate estúpido, no deshonres a la familia con tu comportamiento. Un dolor agudo perseguía las sienes de Cheslav mientras emprendían la salida de su hogar junto a Oleg. Ambos tomaron el camino que tantas veces hicieron para salir a la calle principal del pueblo, allí junto a otros reclutados los esperaban oficiales del imponente imperio ruso. Quienes los recibieron con gestos escasos y adustos. Cuando subieron al carro que los llevaría hasta la guerra, es decir hasta la muerte, y echó a andar un muchacho espigado y conocido, se acercó corriendo al carro. –Oleg, Cheslav, su madre… ¡su madre ha muerto! –dijo–. No se saben las causas, quienes la encontraron escucharon sus últimas palabras, que fueron “no llegaré a perdonarlo”, o algo así. Terminó de decir el muchacho mientras tragaba aire y saliva y caía repentinamente en un lodazal. Oleg y Cheslav se miraron atónitos y desesperados. Comenzaron a llorar en silencio y Oleg

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le preguntó al soldado si podían quedarse para velar a su madre. –Su madre ahora es la patria –dijo estoico el soldado. Cheslav sacó la cabeza por uno de los laterales del carro y vomitó por tercera vez. Las guerras, dicen, no conocen la piedad. Hay que ser muy fuertes para no caer ante una bala enemiga, pero mucho más fuerte para no caer en una de las tantas tramas mentales que nos pone la cabeza cuando se está en situaciones límites. Cheslav lo sabía e imaginó muchas imágenes de lo que podía llegar a ser la guerra, pero en ninguno de sus ejercicios mentales llegó a retratar lo que allí realmente se vivía. La contundencia de la realidad aniquilaba cualquier tipo de imaginario. Lo más complicado eran los olores cotidianos, dormir entre la mierda y orines, estar acostado delante de diez compañeros muertos olfateando los aromas de la sangre. O escuchar los gemidos nocturnos de los agonizantes enfermos de cólera que se desesperaban en el delirio de la fiebre por un retorno a la intimidad de sus hogares, a una caricia última de una madre o una esposa. Los primeros días de Cheslav en el campo de batalla no fueron épicos más sí dignos. Recibió instrucciones y cumplió cada una de ellas. Con el correr de los días se lo empezó a notar taciturno y perdido, lerdo en la reacción, y más de un soldado lo sorprendió hablando solo. Cada día que pasaba parecía alejar más y más a Cheslav de la razón. Es corriente que muchos soldados empiecen a tener cambios de actitudes o modificaciones en su personalidad cuando se libra una guerra. Pero los oficiales más experimentados notaban que Cheslav se estaba comportando de manera muy extraña. Enviaron a su hermano Oleg a hablar con él y efectivamente dijo que lo notó extraño, tal vez afiebrado. Intentaron mantenerlo unos días en reposo pero era imposible retenerlo. En cuanto podía él comenzaba con las tareas matinales como si nada ocurriera hasta que entrada la mañana su mirada filosa de roedor curioso se diluía en unos ojos que parecían perderse en extraños confines lejanos. Entretanto la guerra continuaba: el imperio ruso era bombardeado diariamente por la artillería del Reino Unido. El miedo lógico que presentó Cheslav en la guerra en sus primeras incursiones en el campo de batalla se esfumó en la tempestad de una prominente locura. –Lo he visto hablando con cadáveres –le dijo un soldado a su superior. Para esa época daba grandes monólogos mientras caminaba en soledad con las manos en la espalda por los campos donde regularmente se libraba un persistente fuego cruzado, del que él salía indemne, como si su corporeidad fuera un mero holograma. Su aspecto desmejoró drásticamente cuando le informaron que Oleg había caído en batalla. Su pelo y barba estaban crecidos y parecía que no cumplía ya con los protocolos de higiene –¿Qué dice? ¿Qué es lo que ese hombre dice? –preguntó un suboficial, cansado del andar permanente de Cheslav. Nadie salvo el soldado raso Lev supo contestarle: –Yo lo escuché decir: ojalá exista un dios que me perdone, un dios que me perdone. El día que decidieron ejecutarlo bajo el amparo de un falso informe que anunciaría su muerte en enfrentamiento, Cheslav desapareció entre el humo del fuego y la inmensidad de

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los valles. Ningún soldado pudo brindar información sobre su paradero. –Tal vez dios fue piadoso con él y le concedió una muerte alejada del frente –dijo uno de los oficiales. Fue declarado muerto. Diez meses después de su desaparición, el imperio ruso perdía la guerra de Crimea. El tratado de París entre los aliados y el imperio ruso se firmó en 1856, y llamativamente sirvió para frenar el expansionismo del imperio, pero no le quito el territorio donde se libró la disputa. Crimea seguía siendo rusa. En 1859, un grupo de curiosos exploradores se disponía a recorrer una de las zonas de valles de la hermosa península y hacer noche allí, tres de los cuatro exploradores pretendían llevar adelante estudios acerca del terreno y su fauna. Era una tarde de primavera perfecta, el sol se retiraba manso y recortaba el terreno en un juego de luces naturales e increíbles. Los exploradores se disponían a buscar un lugar propicio para el acampe. Tres de ellos se quedaron levantando la tienda de campaña mientras Sacha iba a buscar algunos leños secos para iniciar el fuego para la cena. Sacha caminó entre los árboles respirando profundo para meter en sus pulmones el aroma de la vida silvestre. Bordeó una zona rocosa con algunas elevaciones. Siguió por lo que creyó una especie de sendero mínimo casi imperceptible. Al dar vuelta a una suerte de pequeña montaña dio con él, al principio lo que más le asustó fue su inmovilidad, la carencia de sorpresa que manifestó al cruzar miradas y luego su flaqueza, parecía un cadáver viviente. Sacha no podía comprender cómo un hombre con huesos tan pequeños podía mantener la verticalidad. Retrocedió un poco y gritó los nombres de sus compañeros, que acudieron de inmediato. Apenas llegaron, todos pudieron ver el espectáculo, un hombre de pelo largo y risos rubios, con una nariz estirada hacia adelante y unos ojos mínimos y azules. Vestía los vestigios de lo que parecía el uniforme del ejército ruso, cojeaba un poco y parecía dispuesto a preparar un fuego. Cuando detectó a los cuatro exploradores que lo miraban atónitos, se detuvo solo un segundo para echarles una mirada indiferente, como si los visitantes fueran una parte más de su paisaje cotidiano. –Tiene el traje del ejército –dijo Sacha, que se acercó lentamente a unos dos metros y le preguntó al hombre si se encontraba bien. –Sí, gracias –contestó con una sorpresiva voz nítida y segura. –Señor, ¿sabe usted su nombre? ¿Sabe qué día es? ¿Se encuentra usted extraviado? –arremetió Sacha. –Lamentablemente aún recuerdo mi nombre, soy Cheslav, el resto de las cosas que pregunta las desconozco. –Señor Cheslav –increpó uno de los exploradores–, no parece gozar de muy buena salud, debe usted dejar que lo llevemos a que vea a un médico. –De ninguna manera, sigan ustedes con sus asuntos y por favor déjenme tranquilo que yo aquí espero mi destino desde hace tiempo sin doctores ni consejos. –Señor, somos hombres de bien, hijos de Rusia como usted –dijo Sacha en un tono piadoso–, es nuestra obligación llevarlo ante un doctor. Su destino, como usted dijo, fue cruzarse

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en nuestro camino para que lo salvemos de una muerte segura. Ningún hombre merece una vida en soledad, déjenos ayudarlo y luego usted siga con la vida que quiera. Pero bajo ninguna circunstancia podemos irnos de aquí sin usted. –Voy a contarles una cosa, ustedes solos lo sabrán y cuando termine mi relato espero que se esfumen de aquí para nunca más volver. Estoy aquí porque mi historia, como la de casi todos los hombres, no me enorgullece. He participado de la guerra que se libró en estas tierras y la vigilia y el temor despertaron recuerdos en mí que algún artilugio mental había borrado. En los días de batallas se presentaron en mi memoria recuerdos que me atormentan. Yo ya no soy un hombre, soy una bestia, y tal vez no, las bestias no merezcan tal injuria. Yo, Cheslav Morozóv, una noche de borrachera incontrolable he violado a mi madre junto a una manada de bestias y producto de ese acto inhumano ella ha muerto. Intenté escapar de mis recuerdos pero esa noche nace cada día en mi mente. Estuve al borde del delirio, me refugié en la soledad de esta cueva durante casi cuatro años esperando librarme de esas escenas que se me presentan como centellas y me atormentan cada uno de mis días. Y al parecer así será hasta el fin de mis días. No tengo las agallas suficientes para colgarme de un árbol o dejarme arrastrar hacia la infinitud del mar. Soy tan cobarde que no me animo ni a morir. Por eso intenté vivir en absoluta soledad tratando de olvidar mi idioma, pues entendí que si olvidaba mi lengua materna tal vez podría olvidar a mi madre. Pero no, día tras día se me presentan los fantasmas que habitan mi mente e interrumpen a diario en este valle desolado. Todos los días veo su rostro perpetuado en el llanto, sus gritos de dolor que no supe reconocer, imagino sus ojos reconociéndome y tiemblo. Mi condena es no olvidar y jamás estar solo, pues vivo rodeado del fantasma de mi madre que me repite una y otra vez que jamás podrá perdonarme. Ahora que saben mi infamia por favor déjenme solo con mis fantasmas. Y Cheslav se metió lentamente en la cueva que habitaba esperando por fin el final, mientas los exploradores se retiraban en un silencio sepulcral.

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La fortaleza de la soledad Juan Duacastella

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Melisa Real


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o que son las cosas, más de una vez pensé en escribir sobre mi familia y nunca logré encontrar ni el impulso ni el tono necesarios, tal vez necesitaba tomar distancia para mirar todo mejor, o tal vez tenía miedo de enfrentarme a ese pasado y caminar entre las ruinas de una historia repleta de monstruos de soledad, una montaña de recuerdos que más bien valía encender en una hoguera con las llamas del olvido. Pero a veces las cosas se nos imponen de repente, sin previo aviso, como cuando me desperté una madrugada con el ruido de las llaves forcejeando en la puerta de mi departamento, serían las cinco de la mañana y aún era de noche, la llaves tintineaban del otro lado de la puerta, como si la sombra que se veía bajo el quicio no encontrara la llave correcta, y yo parado del otro lado intentaba decidir qué reacción correspondía tomar, un poco temeroso y otro tanto enojado, hasta que el intruso dejó de insistir con las llaves y se colgó del timbre y ahí entonces sí me adelanté y abrí de golpe la puerta, para ver que del otro lado se encontraba mi hermano mayor, con los ojos rojos y los labios blancos, el pelo sucio y la ropa oliendo a cigarrillos, mi hermano Gabi, con su pinta de siempre de ángel malvado, sonriendo desde el pasillo. Así que cambiaste la cerradura nomás, dijo con una sonrisa, y después me dio un abrazo sudoroso que se extendió un poco más de lo habitual, un abrazo donde pude sentir el olor de la noche y la vida nómada que respiraba su cuerpo. Qué hacés, hermanito, decía y me palmeaba la nuca y se reía, y yo en calzones y musculosa recibía el abrazo inmóvil, con las manos pegadas al cuerpo, sin decidir si tenía que echarlo a patadas o recibirlo contento. Hacía como tres años que no venía por casa. La última vez también había aparecido de la nada, recién llegado de Rosario donde estaba viviendo. Creo que había sido expulsado por su novia de entonces, o se venía escapando de algo, lo mismo da: mi hermano era ideal para aparecer y desaparecer, era su talento más notable. Estuvo en casa alrededor de un mes y hubo momentos donde logramos una buena convivencia pese a los problemas de ambos, el insomnio mío que arreglaba con pastillas, y la capacidad incendiaria de mi hermano para arrasar con cualquier cosa normal que se le pusiera por delante. Había en él algo de locura, pero no una locura clínica, no un caso del Borda o un cuadro psiquiátrico alarmante. Parecía más bien la locura de un fanático religioso, uno de esos tipos que salen en la tele y dicen haber recibido los estigmas del cristo en su piel, o que le rezan a una mancha de aceite con la forma de San Cayetano, esos chiflados lindos para tener bien lejos o ver en un informe de Crónica, pero nunca para tener viviendo en la habitación de al lado. Aquella vez, hace tres años, terminamos mal. Ya los primeros días me di cuenta que el tipo andaba en algo raro y pasé varios días viéndolo salir a bailar por las noches a cuanta fiesta electrónica encontrara y volver al mediodía para dormir una pequeña siesta, rodeado de bolsos y bolsos que traía hasta los pies de su cama, cada día uno nuevo, o a veces se los llevaba y traía otros distintos, bolsos deportivos que se apilaban como en un vestuario y cuyo contenido me quemaba de intriga. Es cierto que nos queríamos, pero nunca habíamos podido ser muy unidos. No era culpa nuestra, en verdad, si hubo algo que nuestros padres se esmeraron en enseñarnos era a estar solos. Y lo habían hecho de la mejor manera, la más dolorosa y visceral, esto es: haciéndonos

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totalmente invisibles. Así que mi hermano y yo pasábamos el día haciendo cuanta cosa quisiéramos mientras nuestros padres deambulan por la casa sin prestarnos la más mínima atención, nosotros dábamos vueltas por el barrio con las bicis, volvíamos a cualquier hora, faltábamos a la escuela o encendíamos fueguitos en los terrenos baldíos, sobre todo mi hermano que era un as de los incendios, y ya que éramos invisibles nadie nos veía ni se preocupaba. A veces mi hermano venía con cosas cuyo origen siempre era un misterio, sobre todo revistas que conseguía o choreaba por ahí y nosotros leíamos cada uno bajo su cama, yo prefería las de súper héroes y él las de misterio, Conozca Más y ese tipo de cosas. Después se fue interesando más por la música y llegaba con la mochila llena de casetes relucientes en su estuche, nuevos, que ponía en un equipo JVC gris que habíamos heredado de alguien. A mí me gustaba la música que oía pero en general no me dejaba escucharla sin antes obligarme a alguna humillación o un favor desalmado, sin torcerme el brazo con malicia o hacerme comer cosas que encontraba por el piso en la vereda, por lo que en general yo desistía y me iba a leer bajo la cama mis revistas, o cuando no había nada mejor, los libritos esos de “Selecciones” que había a patadas por la casa y cuya lectura configuraba la única cosa en común que mis padres tenían. Un día, por esa época donde estuvo en casa, me pidió el auto prestado para hacer un negocio que tenía en Chascomús y yo accedí. Prometió devolverlo con el tanque lleno, al pedo, porque ya sabía que no iba a ser así. En realidad pensé que si hacía ese negocio tal vez le entraba algo de guita y se iba de casa. Era difícil estar con él, como si fuera un abrasivo que iba raspando todo a su paso hasta dejarlo en carne viva. La noche anterior al viaje a Chascomús entré a su habitación para decirle algo y la encontré vacía, se habría ido a bailar porque faltaban su gorra y el chaleco de jean que le encantaba y usaba para salir, yo lo había visto mil veces, sudoroso en cueros con el chaleco encima y la gorra, los ojos como dos planetas grises, sin sol, moviéndose frenéticamente al ritmo de la música. Esa noche abrí uno de los bolsos y encontré miles de cajas de medicamentos, muestras gratis de todo tipo, analgésicos, antiácidos, y también remedios pesados, psiquiátricos o de cosas graves como diabetes, hiv o cáncer, bolsos y bolsos repletos de medicación. Dos días después mi auto regresó en una grúa, completamente fundido. Mi hermano pidió disculpas y dijo que iba a pagar el arreglo. Todos sabíamos que eso no iba a pasar. Los bolsos habían desaparecido. Esa noche nos peleamos fuerte y yo le dije cosas difíciles de desandar. ¿Lo tenés asegurado?, me preguntó al rato, entrando en mi habitación de golpe. Parecía un chiste y le tiré con el libro que estaba leyendo mientras lo puteaba un rato más. A la mañana siguiente se fue sin decir nada, o tal vez salió a bailar por la noche y nunca regresó. Dejó su olor a sudor y a puchos, dejó algo de ropa, una remera blanca llena de agujeritos que él usaba mucho aunque le quedaba enorme, era parte de su onda, pantalones ajustados y remeras XL, gorra de los Lakers y anteojos de sol redondos como un John Lennon rapero del conurbano. Me fui a trabajar con la duda de si iba a volver a verlo y cuando regresé por la noche, la policía y los bomberos habían cortado la calle con cintas de peligro y los móviles estaban dispues-

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tos en diagonal sobre la avenida, con las luces azules titilando contra los edificios. Algo pasaba. Me acerqué a mirar entre la pila de vecinos que se amuchaban frente a las cintas y entonces vi a mi auto encendido fuego como una antorcha olímpica, espléndido y rojo como era, coronado por un fuego azul que trepaba hasta donde pasan los cables en el cielo, y a los bomberos que intentaban apagarlo echando puteadas desde una distancia segura por si explotaba. Después de ese episodio no lo vi más por mucho tiempo. Mi compañía de seguros me pagó por el auto fundido un valor mucho más alto que el que hubiera obtenido vendiéndolo, aún si hubiera estado en perfectas condiciones. Antes de eso, la policía me interrogó. Preguntaron si tenía enemigos, si me había peleado con algún vecino, si los chinos del supermercado de enfrente se llevaban mal conmigo. No dije nada sobre mi hermano. En el fondo no tenía por qué sospechar de Gabi, y aunque mi intuición y el fuego hablaban de él, jamás se lo pregunté. Era difícil saber de él porque no usaba celular y uno nunca sabía dónde encontrarlo. Cada tanto me llegaban mails larguísimos donde contaba cosas irreales que seguramente se inventaba, en una escritura febril muy compañera de las drogas. Siempre tenía un negocio nuevo, uno más oscuro que el otro, siempre estaba a punto de pegarla y siempre terminaba huyendo, amparado en su proverbial capacidad para desaparecer sin dejar rastros. Esto duró como seis meses. Después, el silencio. Se lo había tragado la tierra. Tampoco es que estaba preocupado. No era la primera vez que mi hermano desaparecía del universo. Un día sonó el teléfono del trabajo y cuando atendí una voz grabada me preguntó si aceptaba una llamada desde el servicio penitenciario. Apreté el 1 y dije hola, quién es, aunque ya sabía. Soy yo, el Gabi, dijo mi hermano, que me hablaba desde la cárcel de Marcos Paz. ¿Qué hacés, hermanito?, preguntó. Y de fondo se oía el barullo del patio del penal y el ruido sordo y constante de una pelota de básquet retumbando en el suelo. Me tomé un colectivo y fui a verlo. Nunca había ingresado a una cárcel. Los penitenciarios me preguntaron si estaba inscripto. Yo no sabía qué era eso y asentí con la mirada. Los tipos se fueron a buscar algo y volvieron con una planilla. Sos el único inscripto, me dijeron. Eso significaba que nadie había venido a verlo antes. Nos juntamos en un salón parecido a un comedor. Mi hermano estaba más flaco que nunca. Usaba una remera de un equipo de fútbol mexicano llena de quemaduras de cigarrillo. Se sentó del otro lado de la mesa y me miró. Creo que por primera vez en su vida le sentí los ojos húmedos pero no por la droga o la falta de sueño, no por el humo y el olor dulce y podrido del salón, sino por la tristeza. Creo que le costaba trabajo ser invisible en la cárcel. Me dijo que llevaba un año y medio preso. Que había sido por una estafa con tarjetas de crédito. Nada grave, hermanito, dijo, pero no le creí. Tenía antecedentes, y aunque le dieron dos años y ocho meses (un número que según él, “daba para probation”) tuvo que ir a la cárcel lo mismo. Ahora le faltaban cuatro meses, había tenido buena conducta y estaba ya preparando el mono para salir. Lo dijo así, con una media sonrisa, como jactándose de su manejo de la jerga tumbera.

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Yo estaba mudo. Me daba mucha tristeza verlo así y saber que había estado un año y medio sin contarme que estaba preso, sin pedir ayuda, arreglándose solo como siempre, como habíamos aprendido en la casa. Y justo cuando estaba pensando eso, Gabi apoyó los codos sobre la mesa y chupando un cigarrito armado me preguntó: ¿hace cuánto que no pasás por la casa? Le decíamos “la casa” porque nunca pudimos decirle “mi casa”. Era la casa donde nuestros padres vivían, cada uno por su lado, sin hablarse jamás, ocupando habitaciones distintas y evitándose el uno al otro, en un odio silencioso que empantanaba el suelo y saturaba el aire. Yo no recuerdo del todo pero mi hermano sí. Las cosas entre ellos siempre anduvieron mal, y fueron empeorando con el tiempo en una espiral creciente que en general estallaba en gritos, peleas, violencia y humillaciones mutuas. Un día sentaron a sus hijos en el sillón del living y les comunicaron que iban a separarse. Pero tampoco eso funcionó, porque nunca concretaron la separación, al menos no realmente, ya que no pudieron ponerse de acuerdo para ver quién se iba de la casa, así que después de más peleas y gritos mi padre mudó sus cosas a mi habitación y a mí me mandaron a dormir con Gabi. Luego continuaron viviendo así, un matrimonio falso hacia afuera de la casa, que hacía como si nada y se mostraba regularmente feliz cuando iban a un velorio o a un casamiento, pero que no se dirigían la palabra dentro del hogar. Cada uno en su habitación se movían como dos piezas silenciosas de ajedrez, con un ritmo casi perfecto para no encontrarse con demasiada frecuencia en los pasillos o la cocina, se evitaban con maestría a veces, como si fuera un juego teatral donde dos personajes entran y salen de escena sin cruzarse jamás. La tensión que esto generaba en el ambiente de la casa era desesperante, como la expectativa de un huracán que nunca se desata. Así vivíamos nosotros, en el medio de eso, dos niños invisibles. Muy temprano nos fuimos yendo de casa, primero el Gabi que rajó a los 16 y me dejó en la boca la tentación de escapar y no volver jamás, cosa que hice apenas pude unos años después. Nuestros padres siguieron viviendo así, dentro de la casa, destruyéndose a sí mismos con mayor intensidad cada día, saliendo poco o nada de la casa por temor a que el otro le cambiara la cerradura y lo dejara afuera (mi madre lo intentó una vez pero mi padre llegó justo cuando estaba el cerrajero en la puerta), así que de a poco se fueron envolviendo en su propia red de soledad, y la casa, un caserón lindo y antiguo con un jardín adelante, se fue cubriendo lentamente con una pátina de abandono. Yo regresé solamente una vez, unos años después, cuando entró la policía y los llevaron internados a ambos, viejos y enloquecidos, enfermos y abandonados por decisión propia, por orgullo, cubiertos de roña y con la casa totalmente mugrienta. Las habitaciones eran pilas de basura y restos de comida encargada por delivery que compraban cada uno por la suya para salir lo menos posible, la cocina y el baño eran irrespirables, las ratas circulaban como pandillas por los rincones de la casa. Un muchacho de la farmacia que le hacía compras a mi padre hizo la denuncia después de dar vueltas en su cabeza por varios meses, hasta que el olor a podrido y a muerte que salía por las ventanas se hizo incontenible. Ninguno llegó a vivir un año entero afuera de la casa. Eran como dos flores viejas que estuvieron guardadas por años dentro de un libro grueso, y que al sacarlas de entre las páginas del libro se fueron desintegrando rápidamente.

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Hice limpiar la casa que olía a mil perros muertos. Sacaron dos volquetes de basura y porquerías. Después la cerré con llave y no regresé nunca más. Pero cuando mi hermano se apareció en mi departamento una madrugada, recién salido de la cárcel, e intentó abrir la puerta con una llave vieja, supe exactamente para qué había venido. Esa mañana desayunamos en silencio, sin saber qué decirnos. Después viajamos en el tren, con mi hermano sacando la cabeza por la ventana como si quisiera aspirar todo el aire del conurbano en una sola bocanada. Llegamos a la casa al mediodía. Se veía peor que nunca. El techo tenía varios agujeros y las ventanas habían sido reventadas a piedrazos como corresponde a una casa que llevaba varios años abandonada. Probé la llave y entramos. El olor a podrido y la falta de aire puro, o tal vez la tristeza, nos hizo lagrimear a ambos. En la oscuridad recorrimos los pasillos por donde nuestros padres se evitaban en silencio como dos fantasmas olvidados. La mayoría de los muebles estaban rotos, los sillones tenían el relleno salido y la alfombra estaba llena de mordidas de rata y agujeros de cigarrillo. Mi hermano salió un rato largo, yo pensé que tal vez había salido a llorar en silencio, pero cuando volvió se puso a trabajar con los tapones hasta que logró darle luz a algunas habitaciones, las que aún conservaban sus lamparitas. Había revistas tiradas por todos lados. A la tarde salimos al jardín y tomamos mate que había traído yo en la mochila. Todo el día estuvimos en silencio. Por la noche mi hermano salió y volvió al rato con una caja de pizza, que comimos en el piso del living. Después salió a fumar afuera y yo me puse a revisar las revistas. Encontré algunas de las que tenía cuando era chico, unos Patoruzú y otra de Superman a la que le faltaban la mayoría de las hojas. Aún así yo la recordaba bien, era una historia donde Superman se cansaba de la humanidad y desaparecía sin dejar rastro. Todos lo buscaban sin resultado, en el diario donde trabajaba publicaban tapas y tapas preguntando por él y los villanos, liberados de pronto, hacían lo que querían en medio del caos. Pero Superman no aparecía. En la última hoja había una imagen a doble página donde se mostraba a Superman de pie en medio de la inmensidad de la Antártida, de frente a un palacio de hielo y cristal, su refugio, la Fortaleza de la Soledad. Me puse a leer apoyado contra el empapelado raído de la pared y me quedé dormido. Soñé con Superman caminando en bata por su fortaleza de la soledad, vagando por los pasillos, con un trago en la mano como Elvis en Graceland, aburrido, triste y desanimado. Finalmente llegaba a un punto en donde los cristales del palacio le devolvían su reflejo algo deforme en la pared. Superman se miraba en ese espejo de hielo unos segundos y pensaba en su planeta destruido y en sus padres que lo habían dejado flotando por el universo en completa soledad. Cuando desperté mi hermano iba y venía por la casa frenéticamente haciendo algo, con la visera de su gorra de los Lakers mirando hacia atrás, agitado. Al rato me hizo un gesto con la cabeza, vamos, Negro, salgamos.

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Caminamos unos segundos por el jardín delantero, mirando las casas de enfrente. Yo tenía un nudo en la garganta, él estaba mudo. Adentro mío se cruzaban un odio terrible con algo de pena por mis padres, cuyos fantasmas seguían todavía circulando cansinamente por los pasillos y atravesando las paredes de la casa para evitarse. Entonces me di vuelta para mirar la casa y escuché la risa de mi hermano. Las llamas salían de los agujeros del techo, asomaban por las ventanas, dibujaban sombras que bailaban un ritmo frenético detrás de las cortinas. El fuego crecía y tuve que retroceder porque me quemaba la piel. Busqué a mi hermano entre el humo, en el jardín, estaba parado con los brazos cruzados, contemplando su obra con una sonrisa. Tendrá seguro, preguntó, y después nos alejamos unos pasos mientras la casa nos daba un abrazo tibio de humo y calor que nos obligó a cerrar los ojos y llorar.

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Antรกrtida negra Adriana Lestido

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legué a la Antártida con la intención de comprender lo que la naturaleza me podía decir sobre la inmensidad, sobre la vida y la muerte, a través de la austeridad del paisaje, de la pureza y la desolación. Creo que su luz, con sus extraños anocheceres y amaneceres, puede llegar a ser un misterioso pasaje para entrar en esa realidad aparte donde el espacio y el tiempo adquieren otra dimensión. Y donde es posible observar como todo sucede por sí mismo. Adriana Lestido Las fotografías fueron realizadas en las islas Decepción y Media Luna (bases argentinas Decepción y Cámara), y durante el trayecto en el Buque Beagle por los mares antárticos, en el marco de la residencia de arte Sur Polar, en febrero y marzo de 2012.

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Los actos públicos Walter Lezcano

Pablo D’Alio

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–¿ ue pasó el jueves pasado a la salida? –le pregunto a un alumno de octavo. –Nada, ¿por qué? –Porque cuando todos salieron y yo me iba para la parada del colectivo, ustedes se estaban yendo para el descampado de la esquina–. El ustedes hace referencia a todos los estudiantes de la escuela. –Ah, sí, ya me acuerdo –esboza una sonrisa, el muchacho, como quien evoca algo inolvidable. –Íbamos todos para allá porque se iban a agarrar a las trompadas. –¿Quiénes? –pregunto. –Mariano y Calamardo, son dos alumnos míos de este curso, que hoy no vinieron a clase. –¿Quién es Calamardo? –pregunto, aunque sepa quién es. Detesto los sobrenombres. –El narigón. No me acuerdo cómo se llama. –Pedraza –grita desde el fondo otro pibe. –¿Y se puede saber por qué se iban a pelear? Cómo hago para que los pibes de barrios olvidados de las migajas del poder entiendan que la violencia no es el único camino para arreglar los infinitos problemas que nos joden la vida a cada momento. Piedras en los zapatos del alma, carencias de todo tipo y la certeza de que la vida es una acumulación eterna de golpes bajos. Lo que veo es que, en estas zonas, la pobreza –esa palabra vapuleada, vaciada a fuerza de repetirla sin nombrarla en toda su dolorosa significación– se manifiesta como la imposibilidad de ver alguna salida a esa situación. Los chicos no alcanzan a formar en su cabeza una idea respecto de esa abstracción llamada futuro, la ima-

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ginación cotiza en baja en estos mercados. Ellos no toman conciencia del paso del tiempo, ya que no perciben en sus hogares cambio alguno. Papá nunca tuvo trabajo fijo: vive de changas. Mamá cobra el plan y trabaja por hora limpiando casas. Y ninguno de los dos está demasiado tiempo en el hogar, hay que salir a conseguir la comida y ningún lujo. Entonces los nenes, muchos: dos, tres, cuatro por vivienda, números que alarman, se las arreglan como pueden. Por supuesto, las paredes no los detienen, se aburren, se sienten asfixiados, y salen a ver qué pasa en el barrio, a estar con pares de la misma estatura; concentrado en las esquinas. Se van corriendo a ver qué escriben en la pared la tribu de su calle. –Mariano estaba sentado con Marcos, ¿no? Y Calamardo… –Tiene nombre tu compañero. Llamalo por el nombre. –Bueno, Pedraza estaba sentado adelante, ¿no? Y Marcos lo pateaba por abajo del banco a Pedraza, lo jodía nomás. Entonces Pedraza, caliente, se da vuelta y cree que es Mariano el que lo molesta y le dice algo. –Le dice ¿Qué hacés gil? –completa otro chico. –Entonces Mariano se levanta del banco de una, recaliente, y le da un soplamocos en la nuca a Pedraza –todos los alumnos se ríen. –¿Pero eso pasó en mi hora? Porque no me acuerdo. –No, fue en la hora anterior –aporta una alumna. –Ah, ¿y qué le dijo el profesor entonces? –El profesor no estaba. –¿Cómo que no estaba? –Se había ido a la sala de profesores a tomar un té. –¿Y con quién se quedaron? –Solos. Siempre hace eso, el profesor. En un momento dice: Bueno, chicos, hagan de la página tanto a la tanto. Y se va a tomar algo. Vuelve después de quince o veinte minutos. –A veces tarda hasta media hora –remata otro alumno. Cuando entré a este colegio, lo primero que me dijo la directora era que estos eran chicos con muchas carencias. Pero sobre todo de afecto. Es una zona, decía ella, en donde se criaban prácticamente solos y luego llegaban al colegio con un montón de problemas para relacionarse. No solo entre compañeros, sino también para con los docentes. Ellos muchas veces no registran sus modos o actitudes. Así que usted, trate, me aconsejaba la directora, de establecer un vínculo con los chicos. Eso es muy importante para que sus clases puedan desarrollarse de la mejor manera. No sé, preguntarles cómo están, preocuparse por ellos. Esas cosas. Cuando los chicos ven que uno se preocupa por ellos, responden. –La cuestión es que cuando Pedraza se levanta para responderle a Mariano, justo llega el profesor. –¿Y qué les dijo? –Que se sienten. Pero él no había visto lo anterior. No podía saber lo que estaba pasando. –¿Y qué estaba pasando? –Cachengue. Los discursos que bregan por soluciones desquiciadas inundan todo. Los medios trabajan

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incansablemente para propagar la idea de que lo civilizado es una actitud demodé y anticuada. Un anacronismo más frente a los impiadosos y veloces tiempos que corren. Y es difícil que estos alumnos puedan zafar intelectualmente de la atmósfera de tensión que se vive día a día en los cursos del suburbio profundo. Allí, lugares donde las palabras se resignifican constantemente o pierden su referencia inmediata, el cuerpo adquiere una importancia vital. Yo los vi moverse: si hay algo que estos nenes pierden muy rápidamente es el miedo. Entonces se exponen a la primera oportunidad sin dudarlo. No hay nada que pensar, hay que darle para adelante y con todas las ganas. Aparte, se presenta como lente Big Brother la mirada de los demás, los compañeritos. Hay que demostrar a todo momento cuánto vale cada uno. –Después salimos al recreo y vino su hora. –Sí, yo no me di cuenta de nada –digo con culpa. Pienso que hay cosas que un buen docente debería notar. Sin embargo, yo no lo hice. –Pasa que ellos en el recreo ya habían arreglado que se iban a dar. –¿Qué pasó después? –aunque no quiera, esto parece un interrogatorio policial. De todas maneras a los alumnos les gusta hablar de estas cosas. Lo noto por el interés que presta todo el curso al relato. –Salimos y fuimos al campito y ahí los pibes se dieron con todo. Imagino a mis dos alumnos lastimados, sangrando, con los chicos alrededor arengando, pidiendo más y más. –Mariano le dio un par de trompadas a Pedraza –cuenta excitado, reviviendo la pelea– y lo tiró al piso y después le entró a dar en la jeta. Le dejó la cara toda sangrada hecha mierda. Le salía sangre por la nariz y por… –Está bien, ya entendí –lo corto–, ¿y qué hacían ustedes? –pregunto al grupo en general. Nadie me contesta nada. No porque sientan que hayan hecho algo malo, me doy cuenta, sino porque saben que es una pregunta retórica. –Ah, en eso –interviene un alumno– vino el de plástica y los separó y se los llevó para dentro del colegio. –¿Y, les pregunto a todos, qué les pareció la reacción de Mariano? –A mí me pareció bien –dice una piba–. Porque acá te tenés que hacer respetar. Es así. –¿Qué querés decir con acá? Esto no es una cárcel. –No, más vale, pero si no te parás de mano después te agarran de punto o sos mulo de algún gil. Marianito estuvo rebien. Seguimos conversando un rato. Todos los chicos aseguraban que las piñas son una manera eficaz, la única, de arreglar los problemas en esa escuela. En el recreo, el profesor de plástica me contó que estuvo hablando con los chicos que se enfrentaron y defendían lo que habían hecho. Y me dijo también que no iba a permitir ese tipo de comportamientos. Le conté que había hablado con los pibes y parecía que no conocían otra manera de resolver problemas que la confrontación violenta. Me contó de otros casos con finales peores: una hermosa nena que terminó con la cara tajeada; un pibe aplicado al que le dieron una feroz golpiza por traga y le dijeron: acá no somos así.

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Esto es lo que pienso en el colectivo, un día común y corriente, casi como todos lo demás, antes de entrar a otra escuela. Nada extraño en la vida docente.

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Pedazos (son luces en torno a ti) Leticia Bianca

Sol Bravo

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ste será el primer velorio de tu vida pero no el último. El cajón estará cerrado porque no habrán encontrado todos los pedazos del muerto. Estarán presentes tus compañeros de la primaria, sus familiares y vos. Recordarás este día para siempre: tu mejor amigo murió a los catorce años aplastado por un conteiner en un auto junto a su familia en la misma ruta donde también chocó Gilda. Se te ha perdido un corazón. Veinte años después amanecés un primero de enero con un mail de tu editor: “El tema del próximo cuento es la soledad, la fecha límite es el 31”. Tenés 30 días para escribir sobre lo que no existe. La soledad es un amigo que no está, tarareás mientras desayunás en Madrid, en un minúsculo departamento de la Calle Alcalá, en el distinguido barrio de Salamanca. Nunca te gustó especialmente Spinetta, pensás, pero sabía emocionar. Prendés la radio para dejar de cantar canciones tristes. Es primero de enero. Feliz año nuevo. En Buenos Aires se están asando, dice la radio, pero en Madrid esa semana va nevar. La soledad es escuchar radio argentina cuando te despertás en otro continente porque es lo único que te hace sentir en casa. La radio, ese hogar hecho por solitarios para solitarios. Esteban, tu amigo muerto hecho pedazos, te explicó el Big Bang en 1998. Lo hizo durante una hora de clase en el que ninguno de los dos estaba prestando atención o en una hora libre o en un recreo. Lo que recordás es que tenía un libro que no era el manual de séptimo grado que usaban sino uno que había llevado especialmente para mostrarte los planetas que lo fascinaban. También recordás que tenía el libro como escondido sobre sus piernas y que te mostraba

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el cosmos completamente alucinado sobre la no materia convirtiéndose en materia. Y recordás cómo miraba tus ojos, tu asombro, tu incomprensión. ¿Por qué es lo que es y no es lo que no es? Te preguntó. Son amigos, pensás, aunque sentís una comunión que nunca sentiste antes y no sabés cómo se llama. Tenes 12 años y un hombre enfrente que te habla de planetas al que querés besar. Llegaste a Madrid desde Sicilia en el que fue tu cuarto viaje sola. Dejaste Buenos Aires, Sídney, Melbourne, Tokio, Kioto, Osaka, Hong-Kong, Shanghái, Pekín, México, La Habana y también Italia. En el viaje anterior decidiste que ya no querés viajar sola nunca más. Que ya no te importa ningún lugar en el mundo si no lo podés compartir. Que te aburriste de la soledad porque la elegiste durante mucho tiempo. No podés decir que necesitás a alguien, no podés sentir que necesitás a alguien, simplemente podés decir que la ausencia de ese alguien te aburre. La peor soledad es el aburrimiento, pensás, es la soledad que tenés con vos mismo cuando no se te ocurre qué desear. Apagás la radio y garabateás en Madrid ideas para el cuento que te pidieron desde Buenos Aires. La soledad son las metas cumplidas, escribís, mientras evaluás que cumpliste con todas las tuyas. Vivís en Europa, viajaste por todo el mundo, tenés cuatro editores pidiéndote textos. Triunfaste. Estás viva. El primer y único lento que bailaste en tu vida lo bailaste con Esteban, que ahora está hecho pedazos en un cajón, en un cumpleaños de 13 en un patio de Lanús Oeste en el que los ladrillos y el revoque de la medianera con el vecino estaban a la vista. No te acordás de quién era el cumpleaños, no te acordás qué pasó antes, no te acordás que pasó después. Sí te acordás que dilucidaste que si bailabas un lento con él ya no eran más amigos, aunque ninguno dijera nada para establecer lo contrario. Y también recordás su perfume, ácido, rancio, barato. Así huelen los pobres. A diferencia de lo que se cree, los pobres no huelen mal. Usan perfumes berretas entonces se ponen mucho. Como los franceses, igual. Los hombres tienen perfumes picantes, bien masculinos, como para decir “acá estoy”. Terminó la canción y no se dijeron nada. El sobreentendido sobrevolaba entre tus compañeros. Nunca habías besado a nadie. Tampoco besarías a Esteban. No sabés (ni ahora que escribís esto, ni mientras bailabas el lento, ni en el velorio) si Esteban alguna vez besó a alguien. Pensás que le podés mandar al editor un relato de tus viajes sola que culmine en algún episodio dramático que explique por qué decidiste no viajar sola nunca más. Puede funcionar, el final es fundamental. Lo garabateás en primera persona porque es más fácil, seguro después lo pasás a tercera y te podés esconder. Pero sabés que lo que no es autobiográfico es plagio. Y arrancás: tu primer viaje sola fue en 2004, Esteban ya llevaba un par de años muerto. A los quince días de terminar el secundario y contra todos los deseos de tu madre conseguís un trabajo que te permite ahorrar. En ese trabajo conocés a Damián. Pobre, como Esteban, que te mira de esa forma, como Esteban, sin decir nada, como Esteban. Pero uno está muerto y el otro no. Siempre sabés que Esteban está muerto porque vas midiendo todos los sucesos de tu vida como eventos que no le están sucediendo a él: besar, coger, viajar, egresar, conseguir un trabajo, ganar plata, estudiar algo. Año a año en el que vas creciendo él se lo está perdiendo y cada cosa tiene una épica insoslayable porque vos hacés lo que él no puede, como si contemplaras la vida en formato de negativo. ¿Por qué es lo que es y no es lo que no es? Y aunque uno está siempre muerto y el otro no, Damián también es inaccesible, como Esteban. Tiene una mujer y una hija pero también te besa, te escribe mails, te invita cervezas. Te dice que le 42


encantaría irse con vos al norte argentino: Humahuaca, Purmamarca, las ruinas de Quilmes, Iruya. Ambos fantasean borrachos con instalar un hostel en Tilcara. No pueden hacerlo pero él dice que le gustaría (a Esteban también suponés que le gustaría viajar con vos, porque no le conociste ninguna novia, ni sabés si alguna vez amó a alguien). Damián no puede ir pero vos te vas igual. Tu mamá chilla, dice que sos muy chica para viajar sola, que te va a mandar a buscar por gendarmería. Lográs irte. Llorás 12 de las 24 horas de tren con destino a Tucumán pero te vas sola de viaje por primera vez, aunque te acompañen los fantasmas. Y a cada paso que das en ese primer viaje solitario pensás que Damián debería estar ahí. O que Esteban debería estar ahí. La soledad no es que no haya nadie al lado si no que no sepas quién querés que esté. La soledad también es amar lo que no se debe amar, como a un hombre casado con una hija. Pero tenés 18 años y estás viva: preferís amar lo prohibido a no amar nada, porque entendés que si no amás nada más que solo estás muerto, como Esteban, que seguía muerto, mientras vos empezabas a envejecer. Cuando te diste cuenta de que estabas enamorada por primera vez en tu vida del que se suponía que era tu mejor amigo decidiste seguirlo hasta su casa, para obtener más información sobre él y hacerte una idea acabada de su vida fuera de la escuela. Nunca le contaste a nadie que comenzaste a hacer tareas de inteligencia que después se convertirán en tu profesión de periodista a los 13 años. No tenés intención de confesarlo ahora tampoco, por eso camuflás esta historia usando la segunda persona que además alude al subtítulo con la canción de Spinetta. A mucha distancia y sigilosamente seguiste a Esteban desde la puerta del colegio de Villa Diamante unas cuadras y lo observaste caminar su anodino recorrido diario. Viste que entró a 43


una casa con una cerca blanca y jardín delantero, diste media vuelta y volviste a la escuela. Fue lo más cerca de la cama de Esteban que llegaste. El segundo viaje sola fue a Bolivia, Perú y Ecuador. Esteban seguía muerto. Ya no vivías con tu madre así que no podía chillar que eras una kamikaze, pero también te ibas con fantasmas. Esta vez no anhelabas estar con Damián sino que hacías el duelo de tu relación de cuatro años con él. Lo abandonaste porque tomaba demasiada cocaína, nunca había dejado a su mujer y además te habías enamorado de otro hombre tan inaccesible como Esteban y como él. Muy bien diez. Mientras escribís este párrafo te das cuenta de que la metáfora que querés plantear está mucho más clara en esa frase de Cortázar sobre que uno se enamora siempre de la misma persona una y otra vez. No te acordás de qué libro es, no sabés si la vas a encontrar en Google, no sabés si vas a usar la frase literalmente o la vas a dejar entrever. El cuento tiene que tener la trama visible, la invisible, la punta del iceberg y el cross de mandíbula del desenlace. Para eso habría que poner un muerto al final, pensás. Pero acá el muerto está al principio, tipo Agatha Christie. Recordás que a Agatha Christie la dejó el marido pero nadie supo nunca nada de él, salvo que fue el marido de Agatha Christie. Antes de llegar a Bolivia ya te habías encontrado con otra argentina que viajaba sola haciendo el duelo de una relación con un tipo que también tomaba mucha cocaína. Dios está en los detalles y es un excelente agente de viajes. En Ecuador conociste a un barman peruano que te dijo que el cuerpo humano precisa siete abrazos por día para recibir la cantidad de oxitocina que necesita para su bienestar. Así logró llevarte a un bar y a otro y a otro más. Cuando ama-

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neciste estabas desnuda en un sillón y tu bombacha había quedado arriba de una mesa. Nunca más lo volviste a ver. Luciana te llamará y te informará que Esteban murió. Es el primer hombre del que te enamoraste y sentiste que te amó. Nunca te lo dijo, nunca te lo escribió, pero te lo hizo saber. Ahora tiene catorce años como vos y está muerto. Tu reacción instantánea será tener un ataque histérico de risa. Tu madre te mirará y no entenderá qué te causa tanta gracia. Parecerás poseída, en un shock. La soledad es que se muera alguien de tu edad porque te recuerda tu inevitable muerte con ferocidad. Cuando sucede, morirse deja de ser lo que acontece en las películas, en los hospitales o en los geriátricos: morirse existe. Y si se puede morir gente de tu edad, te podés morir vos, ahora mismo, a los catorce años. Luciana te mostrará todo esto diciendo que el hombre que te explicó por qué es lo que es y no es lo que no es, ya no es. Luciana te mostrará todo esto relatando que el tipo que seguiste hasta la casa, con el que bailaste un lento y con el que todos creían que estabas de novia pero con el que nunca llegaste a estarlo porque no te atreviste a pedírselo se murió en un accidente de tránsito misma ruta donde falleció Gilda. Lo de los pedazos vas a saberlo recién en el velorio. Tu tercer viaje sola fue en el 2015. Tenés treinta años. Hace más de quince que Esteban está muerto. Ya no lo amás a él, ni a Damián ni al que le siguió. No amás a nadie. Esa es la peor soledad, ahora sabés, no amar nada. Nadie quiere ir con vos de viaje porque no querés que nadie quiera ir con vos de viaje porque no querés a nadie como para pedirle que vaya con vos de viaje. El destino es Australia y China, le decís a tu papá, pero esta vez es definitivamente. Te vas a ir sola a otro continente a probar suerte y necesitás que te ayude con plata para el pasaje. Tu padre te pregunta a los gritos: ¿Y si te enamorás antes de irte qué hacemos? No me voy a enamorar nunca más, pensás, papá, quedate tranquilo, Esteban está muerto. En Australia conocés gente, la pasás bien, crecés. En China no conocés a nadie, la pasás mal, crecés. Arriba de la muralla china explota el bigbang en tu cabeza. No quiero viajar más sola, pensás. Quiero querer algo. Quiero querer a alguien. Googleás uno se enamora siempre de la misma persona+Cortázar pero no encontrás la frase. Pensás que es mejor que el cuento no termine con un punch final. Tampoco sabés si es un cuento. Imprimís estas páginas, las mandás por correo postal a Buenos Aires para que no lleguen instantáneamente. Vas a la ferretería y comprás cuatro metros de soga. Por fin vas a dejar de viajar sola. Por fin vas a decirle a Esteban que querés ser su novia.

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La pija, la espada y el Pato Martín Kolodny

María Florencia Davidovich

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acerse chupar el culo le daba impunidad. A las minas les encantaba que se lo pidiera. Y él disfrutaba realmente, pero más le gustaba que ellas le sonrieran cuando se los requería. A Mariana la había sacado de Tinder, uno de esos sábados de tele prendida en TVR, cuarto de helado de la pizzería de la vuelta e hijo durmiendo en su casa. Dos fotos le habían llamado la atención. En una se la veía vestida de bailarina junto a varias nenitas de no más de cinco años, también con mallitas de baile. En la otra, levantaba los dedos con la V de la victoria, delante de una foto del precandidato a presidente Sergio Urribarri y otra de Perón. No necesitó ver las demás fotos para tocar el botón de tic. Inmediatamente, la pantalla del celular le mostró a Javier que ella también gustaba de él. –¿Hola?, preguntó en el chat que la aplicación les habilita a quienes se gustan. –Hola, ¿qué tal? Por ese canal de cortejo avanzaban y se perdían en los habituales qué hacías, de qué laburás, de dónde sos y qué edad tenés hasta que Javier se calentó cuando Mariana escribió que los hombres son todos unos cagones. –¿Cómo es eso? –Hablan pero no cogen. –Yo cojo. Cojamos. –¿Ahora?, ni te conozco.

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–No, ahora imposible. Salgamos en la semana. O cojamos directamente, salir no es necesario. –Bueno, salgamos. Pasados los números de teléfono, la noche de Javier terminó con un sorbo de whisky antes de lavarse los dientes y meterse en la cama, no sin asomarse por enésima vez al cuarto de su hijo y verlo dormir tranquilo y tapado. A Mariana volvió a escribirle el jueves. Se acordó de ella cuando, en una parada del 152, vio un cartel de Urribarri presidente. –¿Nos vemos? – Hola, ¿no? ¿Hoy? –Hoy no. Sábado o domingo a la noche. Hola. –El sábado es imposible. Si querés, buscame el domingo tipo nueve por el San Martín. Podés venir. Voy a un homenaje a Spinetta con los chicos de la agrupación. –Ok. Mejor te busco. El domingo, luego de verla besar uno por uno a diecisiete compañeros, se encontraron en la esquina de Corrientes y Montevideo. Después de pedirle perdón por la media hora que lo hizo esperar, Mariana le dijo que tenía hambre, que conocía un lugar barato en Almagro donde comer bien y no cagarse de frío. Sentados a la mesa, era ella quien seguía con el monopolio del relato. Le contó que era de Entre Ríos, como Lucas Carrasco, que daba clases de danza clásica para nenas, que en Paraná estaba su familia, por qué prefería tomar cerveza y no vino, que ya no tomaba merca y que un compañero de militancia no se la podía sacar de la cabeza y la perseguía. –Sos linda –la interrumpió él, agotado de las palabras de ella con un pedazo de pastel de papas en el tenedor–. Yo prefiero el vino –agregó. Y le contó que tenía un hijo y laburaba en una escuela. Ella tomó cerveza, aliento, dijo qué lindo y volvió a sus trending topics. –Trabajo para el Pato. Urribarri, el Pato Urribarri. Se está preparando para ser el próximo presidente. Es un amor. Es el preferido de Cristina. Javier contuvo la risa. Terminó su pastel de papas y su segundo vaso de cerveza. Mariana solamente había comido media ensalada y un paquete de grisines a medias con él. Ella miró su celular y levantó la vista. –Vayamos a casa. Cuando el taxi llegaba al departamento de Fitz Roy y Santa Fe, él le preguntó en qué piso vivía. Le gustaban los ascensores. Al dos ambientes del undécimo piso entraron a los besos, con las caras babeadas. Debajo de un gabán, un pulóver y dos remeras, ella ya tenía el corpiño

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desabrochado. – Voy a hacer café –le advirtió mientras se acomodaba la ropa.  –Sentate, lindo. Desde el futón del living, Javier contó tres imágenes de Perón en las paredes. Una, de su regreso de España; otra, en la que le hablaba al pueblo; y la tercera, en la que relajado leía un libro. También notó, mientras Mariana traía el café, que había más imágenes de Urribarri que del General. Apuraron las tazas y volvieron a besarse, chuparse las caras y abrazarse. –¿Vamos a tu cuarto? Javier le sacó la ropa y se desvistió. Después de pasar sus manos por todo el cuerpo de ella, sin volver a besarle la cara, acomodó su boca entre las piernas de Mariana. Con los dedos le separó los labios, calientes y humedecidos, y comenzó a chuparle el clítoris. Mariana le clavaba los dedos en la nuca, los hombros, la espalda. – Basta –frenó su placer de repente. –No doy más. ¿Qué querés que te haga? Ella sonrió ante el pedido de chuparle el culo. Javier sonrió más cuando ella salió del baño con unas toallitas Johnson’s.

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Siempre con la pija en una mano, primero le pasó una toallita húmeda por la raya. Después, empezó a besarlo. Por los labios y la lengua pasaron la pija, los huevos, los glúteos y cuando Javier, con los ojos apretados, como su mandíbula, se moría por sentir la lengua de ella en el ano, Mariana se paró. –Ponete en cuatro patas, con el pecho sobre las almohadas. Se mojó los dedos, volvió a agarrarle la pija y le hundió la lengua dentro del ano. Mientras gemía, él sentía su cuerpo contraerse y relajarse, sucesivamente y en cuestión de segundos. Espasmos. –Quiero cogerte –alcanzó a murmurar, ahogado por lamidas de distinta intensidad. Ella se detuvo. Le hizo un gesto para que se pare enfrente, lo tomó de la cintura, lo besó, le hizo sangrar un labio de una mordida y corrió las almohadas. –Me voy a poner en cuatro. Vos me vas a coger fuerte. No era necesaria la orden. Javier puso en marcha el plan de Mariana mientras pensaba en que nunca le habían chupado el culo así. Golpeaba sus muslos con fuerza contra el culo de ella cuando se la metía hasta el fondo. Mariana gritaba. Con el correr de esos golpes, el pensamiento se centró en dónde acabaría. Cansado, bajó la cabeza. Abrió los ojos y no solo vio que su pija salía de adentro de Mariana cubierta de sangre, si no que cuando la retiraba, salía sangre a chorros. –¡¿Estás menstruando?! –preguntó en un grito. –Ni en pedo. Seguí. –¡Pará, loca, está todo lleno de sangre! Mariana se separó de Javier, se paró de un salto y corrió hacia el baño. –¡Me desgarraste toda! Tráeme coca de la heladera que me baja la presión cuando veo sangre. Me desmayo, boludo. Pálida, salió del baño, se metió en la cama y se durmió. Ya eran las seis y pico de la mañana del lunes. Javier imaginó que el portero aún no estaría. Se hizo la paja, se lavó la pija y el pubis en el lavamanos del baño y se acostó al lado de ella. Dos horas después, cuando Mariana abrió los ojos, él ya estaba vestido. En las quince cuadras que lo separaban de la casa de su la mamá de su hijo, no paró de pensar en que su pija cortaba. Deseaba hacerla más filosa. Imaginaba una espada entre los huevos. Llevó a su hijo a su casa. Lo tuvo viendo dibujitos en Netflix un par de horas y le preparó fideos con manteca y queso antes de llevarlo al jardín. De vuelta, se puso a investigar: “¿Cómo afilar

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una pija?”, le preguntó a Google. Sin respuestas satisfactorias, preparó café. Con la pava al fuego, parado en la cocina, se bajó el jean y el calzoncillo y puso la pija sobre la mesada. Se bancó el frío y la observó por unos minutos. Sin guardarla, volvió a la computadora. En YouPorn le dio play a un video amateur de una cincuentona que le chupaba el culo a un supuesto adolescente. Excitado, volvió a la cocina. El peso de la pija sobre la mesada ya era otro. El agua hervía en la pava, pero demoró en apagar el fuego. Miró los cuchillos que se secaban en el escurridor y guardó la pija. Volvió a sentarse delante de la computadora y, entonces, abrió YouTube. “Cómo afilar cuchillos”, escribió. Entre la cantidad de tutoriales que se le desplegaron en el monitor, optó por el del canal de Dimensión vegana, al que sospechaba didáctico. Como alumno aplicado, birome y anotador en mano, vio cómo un gordo explicaba que había que conseguir una piedra afiladora, una tabla de madera y un repasador. Debía colocar la tabla sobre el repasador para que no resbale en la mesa o mesada escogidas como superficie. Luego, restaba apoyar el cuchillo sobre la piedra, de modo perpendicular, y con tres dedos deslizar la hoja hacia arriba y abajo. Del gordo solamente se veía su delantal, ilustrado con un apio con cara alegre y un brócoli sonriente. En su mesada, de fondo, había morrones, una zanahoria y una cebolla morada. Cuando el tutorial terminó, Javier se puso un pulóver y salió disparado a la ferretería de la vuelta. Volvió a paso firme, con el rectángulo plano que era la piedra afiladora en sus manos. En la puerta, debió esperar que dos repositores de Coto le subieran por la escalera a la viuda de arriba la compra mensual. Fumó un cigarrillo y se comió las uñas hasta que pudo pasar. En su departamento, sonó su celular. Era la madre de su hijo. No atendió ni ese ni los tres, cuatro o cinco llamados posteriores. Llevó la notebook a la cocina y convirtió la mesada en mesada de operaciones. Dispuso un repasador debajo de una tabla de madera, sobre el mármol. Colocó la piedra arriba de la tabla, con una servilleta de tela abajo, para que tampoco se desplace, y prendió el final de la noche anterior. Fue por la lidocaína del botiquín. Le dio play a un compilado de una hora y medio de chupadas de culo y, con la pija bien parada, respiró hondo. La puso sobre la tabla, cerca de la piedra, y la roció con lidocaína. Pitó profundo, apretó los dientes, cerró los ojos para recordar las indicaciones del gordo vegano y comenzó: con tres dedos y algún temblor, frotó de manera circular la cabeza de la pija sobre la piedra afiladora. Con la cantidad de lidocaína que se había rociado, el dolor parecía tolerable. Ya con firmeza, empezó a apretar más fuerte mientras la movía de manera circular, como recomendaba el gordo para afilar los cuchillos para cortar vegetales. Con los segundos y la fuerza creciente, el glande pasó de lila a violeta y de violeta a morado. Las venitas se apretaban y los chorros de sangre no tardaron en salir. La transpiración corría por la frente de Javier, mojaba su cara deformada. Con el manar de su sangre imaginaba las vaginas y los culos que cortaría con su espada nueva. Entre sus dedos y la piedra afiladora, todo era rojo. La piel suave de la cabeza de la pija estaba áspera, rugosa, con granos. Afilaba la cabeza de una víbora. Gritaba mientras destruía su pija y forjaba su nueva arma. Con la cabeza prácticamente abierta en dos, se detuvo. Volvió a prender la tuca que le quedaba y, sin limpiarse, probó el filo de su pija al rebanar una papa en dos. Se limpió. Llenó un balde con hielo y metió la pija adentro. Su celular sonó por un mensaje de whatsapp. Era Mariana. –Hola, Javier. Gracias por cómo me trataste anoche. Sonrió. Sentía la pija dormirse de a poco en el agua helada y sus pulsaciones bajar. Soltó el porro y respondió. –¿Cómo estás, Mariana? ¿Qué vas a hacer el fin de semana?

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El no moviemiento del silencio Miss Complejo

Claudia Ainchil

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Giró su cabeza como queriendo torcer los gramos de aire, tan estáticos y reales en esa atmósfera de cuarto de hotel con olor a perfume. Una habitación demasiado blanca. La pantalla de la pequeña lampara sobre la mesa de luz, algo torcida, simula un níveo resplandeciente que ensombrece la claridad del acolchado. Todo en su sitio. Todo inmenso, vacío. Y blanco, como la tira finita de la bombacha adherida a esa juventud real. No necesita cremas para tapar las estrías ni botox ni maquillaje para disimular el paso de los años. Un hueco muy adentro la aprisiona. De un vistazo su sombra en la pared no puede contener el grosor de la cabellera rojiza y larga. Amplias matas de pelos lacios acarician la quietud de escenas en cámara lenta. Argumentaciones en pleno combate contra los recuerdos son solo minúsculos rumores perdiéndose a toda prisa en el desagüe de lo que acontece. Está desnuda, y no. Un tatuaje asoma en su costado izquierdo. No todos pueden verlo. Llena una porción del mapa de su piel como si se tratara de un símbolo enigmático desplegando una barrera de contención a los extraños. Es innegable que la cuerda cabeza a borbotones comprime. Esos murmullos de palabras que quedan flotando como presagios de lo que fue y no volverá a ser, o los andenes de estaciones abandonadas. Una estación abandonada, el pueblo fantasma en el que no queda nadie, salvo el que no quiere irse, y alberga la esperanza del milagro. Le pesa tener que imaginarse poniendo ropa tras ropa en su cuerpo desnudo. La soledad como espectro fantasmal le provoca cierto escozor, una pesada cadena donde el tiempo no pasa. Solo queda flotando el vidrio que refleja. En cada invasión externa los rincones se desdibujan, solo resta el no movimiento, una mano medio estirada tocando el hombro contrario. Las rodillas dobladas rozando los brazos. Y la mirada en otro lugar pidiendo ser adoptada. Aunque espera desde hace días que ciertos pasos conocidos se detengan en el vestíbulo, frente a la luz que nunca apaga, sabe que la lluvia empapa. Automáticamente está sola. Él hizo su retirada. No fue pomposo al cerrar la puerta. Ya no regresará. –¿Cómo estás, Mariana? ¿Qué vas a hacer el fin de semana?

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Para acabar con la soledad Gabriel Bertotti

Leo Quintero

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Aquí, la sombra es espesa. Pascal Quignard. “Sobre la idea de una comunidad de solitarios”.

A

hora que se ha prohibido la soledad, hemos recorrido medio mundo para llegar hasta la isla en la que se ha recluido el último ser humano solitario. Componíamos la expedición el profesor Radical, su esposa, la señora Radical, la doctora Mataloco y yo, un humilde reportero de un diario de provincias que fue incluido en el barco por un error de identidades. El afamado reportero con el que compartíamos nombre debe estar en este momento entrando al colegio Alfred Newman de Rhode Island a entrevistar al entrenador más longevo del mundo: un sabandija de 12 años que entrena desde hace veinticinco al equipo femenino de curling de Nebraska y Ontario, modalidad jugada en las provincias limítrofes de Camérica, un país netamente imaginario. –Dicen que es una hermosa mujer que se ha apartado de la sociedad asqueada por la estupidez humana –me dijo la señora Radical. Interrumpida enseguida por su marido. –No seas estúpida, querida... Todos esperábamos que terminara la oración o que al menos se explicara la razón de su insulto, pero el profesor Radical se limitó a repetir: “No seas estúpida, querida”, como lo venía haciendo desde hacía años. –Ya ni lo escucho –me dijo la señora Radical–, pero hago como si lo hiciera, sino el pobre no duerme. –Verá, mi querido muchacho –me repetía el profesor Radical mientras intentaba acariciarme la rodilla–, la soledad es el opio de nuestro tiempo y semejante atrocidad no puede ser permitida de ninguna manera. Las personas solitarias tienen tiempo suficiente para sentirse angustiados o extremadamente felices de manera complementaria y necesariamente lógica. Es irremediable que estas indeseables personas adquieran dotes para la duda que los llevará a cuestionarse desde su propia identidad hasta la mismísima existencia del universo, lo cual atentaría contra la estabilidad de todos los sistemas que hemos construido en milenios de evolución humana con las consecuentes consecuencias de asesinatos, suicidios y masturbaciones. Me di cuenta de que al agregar esta última palabra en su vana enumeración intensificaba la presión de su garra en mi pierna. –¿No le parece que hemos ido demasiado lejos? –le pregunté. Me respondió con un escueto: “Es que sus piernas son muy largas”. Al final de la primera semana le mandé este reporte a mi viejo editor de provincias; imagino su cara sorprendida al leerlo porque seguramente esperaría el informe acerca del entrenador más viejo del mundo y no una pormenorizada narración de un viaje de locos: “Querido Viejo, la soledad es perturbadora. Por eso no está permitida. En el barco la mitad de los marineros tienen como misión escoltarte en todo momento e impedirte el soliloquio o el monólogo. Incluso cuando te asomás por cubierta a contemplar el reflejo de la luna en la madera recién lustrada hay alguien a tu lado y nunca, repito, nunca, faltará una mano amiga que te sostenga la frente cuando lanzás todo el almuerzo por la borda. Incluso está terminantemente prohibido dormir solo y se obliga a los pasajeros a elegir un acompañante para compartir lecho. Al principio los candidatos se sorteaban al final de la cena; a partir del tercer día eran impuestos por el capitán de manera arbitraria: me tocó un enano que se negaba a abrir los ojos en mi presencia,

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una señora que había perdido una apuesta y una anciana que no se separaba de un perrito que adquirió la terrible costumbre de lamerme la planta de los pies”. –En Inglaterra han creado un Ministerio para evitar la soledad. La nueva ministro es la primera persona sin sexo que accede a la función pública –me lo contaba el profesor Radical, interrumpido como siempre por su mujer, que le pedía: “¡Haz la variación para mí! ¡Haz la variación para mí!”. Enseguida el profesor Radical, con mansedumbre caballuna, accedía: “Función púbica”, decía. “¡Púbica!”, y ella saltaba, emitiendo un extraño pitido. –Verá, joven –me decía la señora Radical–, ¿a usted le parece que el genio humano hubiera sobrevivido si todos hubiéramos elegido el egoísmo de la soledad? Cuando estaba por continuar, su marido la interrumpía: “Dilo”, le imploraba. “Dilo de una vez”, y le apretaba los senos. Ella, sin perder la compostura, le concedía la gracia: “La soledad lleva a la masturbación y la masturbación a la desaparición de la especie”. Escribo, burlando miradas ajenas, una reflexión: “Hablando de masturbación; como todos, la tenía como una de mis principales aficiones, pero desde que la soledad fue abolida con ella también cayó la masturbación, porque una masturbación compartida es un residual y poco atractivo tipo de ejercicio combinatorio; el verdadero y sagrado onanismo es el que se celebra al cerrar una puerta para encontrarse con lo mejor de uno mismo, cosa imposible aquí, ya que cuando cualquiera se aleja del grupo un marinero salido de la nada comienza a acompañarlo. He probado todas las variantes del escape y he fracaso en todas y cada una de ellas, lo curioso es que cuando más variaba la serie más parecido al anterior era el marinero asignado a impedir mi fuga, supuse un oscuro propósito a esta cadena de sucesos pero no pude encontrar ninguno. La conclusión implica un principio ejecutivo: la derogación de lo privado”. La señora Radical, que justo pasaba por ahí, no evitó leer el final de mi pensamiento. –Permítame escupirlo –me suplicó. Desembarcamos en una isla poblada por extrañas palmeras cuyos dátiles son pequeños cubitos azules que al contacto con cualquier objeto explotan. Así la señora Radical perdió un ojo, hecho que produjo un inagotable hipo en su marido. Todos se internaron en la selva a buscar al espécimen solitario menos yo y mi marinero asignado. El tipo no tenía ninguna iniciativa y se limitaba a estar cerca mío. Si yo me movía, él se movía; si yo entraba al baño, él lo hacía conmigo; si me metía en la cama, él también. La razón por la que no entré con los demás en la selva fue que enseguida descubrí a la espécimen solitaria haciéndose pasar por una palmera. Se había cubierto el cuerpo desnudo con una arpillera muy sucia y agarraba un par de ramas con las manos, extendiendo los brazos. Un sombrero de palmas mas jóvenes le cubría la cabeza. Me pareció gracioso el uso que hacía de su soledad y decidí unirme a ella. Ya lo había decidido en el barco: apenas pudiera escaparía del agobio de otra mirada o de la maldita respiración de un marinero en mi nuca. A la primera distracción le abrí la cabeza de un piedrazo y me quedé un rato pasmado, contemplando la expansión grisácea de sus sesos sobre la arena caliente. –Ya sé que no sos un árbol –le dije a la falsa palmera–, podés dejar de fingir. La espécimen femenina tiró las palmas y se sacó el gorro. Me dijo algo en un idioma que no entendí y salió corriendo hacia las dunas de la playa. Iba a seguirla cuando un pensamiento me detuvo: “Igual quiere seguir disfrutando de su soledad y vos estás de más”. Repetí esa sagrada

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palabra en voz alta y me di cuenta de que estaba solo por primera vez después de mucho tiempo. El ruido de las olas, la arena impulsada por el viento que me picaba la piel, el ardor del sol en mi cara, la sed, el hambre, el libre fluir de los pensamientos, todo eso me recordó lo maravilloso que era estar vivo y sano. Sentí la garganta ardiendo y mi mano fue directa a mi sexo. Me tendí entre dos enormes piedras, cerré los ojos y disfruté de mí mismo hasta que el ruido de los exploradores volviendo hizo que recogiera las palmas y el sombrero que la espécimen había dejado abandonados en la playa y me convirtiera en un árbol. El barco se pierde en el horizonte. No puedo decir “al fin solo” porque sé que en la isla vive otra persona. Espero no encontrarla jamás. Con los troncos traídos por la marea hago un fuego. Es de noche. En la otra punta de la playa otro fuego brilla iluminado por la luz de las estrellas muertas.

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Los Vigil Valentín Jáuregui Lorda

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Ja Ant

veces en los pueblos ocurren estas cosas, y no es que en las grandes ciudades no sucedan, seguramente allá todo sea mil veces más monumental y terrible. Pero al igual que una hojita de ombú al elefante no llega a taparle las caries y es un manjar para una hormiga, las cosas que pasan en los pueblos tienen, a ojos de su gente, la trascendencia que en la ciudad no encontrarían nunca. Apagado es un pueblo como cualquiera de la provincia de Buenos Aires, metido entre los campos y la ruta 5 que conecta Buenos Aires con Santa Rosa, rodeado por la pampa húmeda y la soja. Fuera de lo que hace a la geografía de las llanuras bonaerenses, Apagado tiene pocas historias que contar. Todo lo que hay para decir de él puede resumirse en apenas cinco palabras: un pueblo de domingos nublados, lo demás es prácticamente efímero e intrascendente. Si tuvieras que googlearlo todo lo que encontrarías de él serían noticias del INTA y otros institutos agropecuarios. El diario local dejó de imprimirse hace unos seis años y la única estación de radio del pueblo emite en una frecuencia AM solo desde las diez de la mañana hasta el mediodía, después se convierte en repetidora de una radio porteña. La vida es tan tranquila que el sueño a veces llega muy rápido, por eso la gente suele acostarse temprano aunque le dedique horas de siesta a la tarde. Y los fines de semana, aunque no lo parezca, la gente igual descansa. Se quedan en sus casas, algunos haciendo nada, otros dedicados a las tareas domésticas o al cuidado de los patios y las piletas. Visto desde afuera, o desde lejos, nada hay que parezca perturbar la quietud de un pueblo en el que nada pasa. Pero cuando uno entra en sus fauces se da cuenta que, al igual que todo lo que de lejos brilla, de cerca tiene sus manchas, sus fallas. Sus miserias. Esto no lo vas a saber por Twitter, tampoco está en la tele ni te lo van a contar en ningún otro lado. Esto solo lo podés saber si te llenas los pies de barro. La historia de los Vigil podría haber pasado en cualquier otro lado, pero le tocó en suerte el tranquilo pueblo de Apagado, donde las cosas que ocurren nunca dejan de

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suceder, aunque se callen. A Juan Vigil lo conocí en la escuela cuando teníamos unos diez años, en el Normal N°4 de Apagado. Era el pibe más callado de toda la escuela, tal vez el más callado de todo el pueblo. Se sentó conmigo desde el sexto al noveno grado y con suerte me habrá dirigido la palabra tres o cuatro veces. Y aunque casi siempre fuera sido yo el que le hablara, él contestaba moviendo apenas la cabeza o frunciendo los hombros. Los demás chicos no lo registraban. Ojo, al principio lo intentaron, él llegó y todo el mundo le habló, pero era tan callado y frío que a la larga la gente se fue distanciando. A mí un poco me molestaba que fuera así, para qué te voy a mentir, intenté pegar onda con él y todo, pero la falta de respuesta dejaba todo ahí, en la nada. Al final terminó sentado al lado mío por pura casualidad, porque el azar quiso que en el grupo de varones fuéramos impares y siempre quedara un asiento libre. Ese año, el primer día de clases me quedé dormido y llegué tarde, el único lugar que me quedaba era a su lado. Veníamos de un año entero tratando de hablarle y nada, así que para ese entonces ya ni siquiera lo intentábamos salvo que fuera realmente necesario: siempre para pedirle una hoja en blanco, un sacapuntas o una bic y después el silencio. La respuesta suya era nula o casi nula, como siempre, por ahí un gesto o un ademán, si teníamos suerte un “sí” medio susurrado y después la mirada gacha, mirando al suelo o al banco pero viendo nada. Los años siguientes ocupamos los mismos lugares por simple costumbre, porque para nosotros su presencia era ya casi inexistente y porque, además, a ningún otro se le ocurrió ocupar nunca el asiento vacío que dejaba a su lado. Pero te diste cuenta que empecé este relato diciéndote que se trataba de los Vigil, es decir de más de uno. Acá está el primer revés de esta historia. Cuando pasamos a primero de polimodal (en ese entonces el sistema se dividía en secundaria y polimodal) llegó, desde un pueblo vecino, Leticia, la cara más bonita que alguna vez haya pasado por las puertas de la escuela. Nosotros, con nuestros quince años a cuestas y las hormonas bulléndonos, no sabíamos cómo hacer para acercarnos a ella. Tenía los ojos más verdes que te puedas imaginar. Y créeme, nosotros al verde lo conocemos bien, acá todo lo que hay alrededor es verde. Pero el de ella era distinto, un verde caramelo, un color verde pasto que se seca al sol. Exquisito. Totalmente diferente. Y, a veces, en los pueblos como Apagado donde nunca o casi nunca pasa nada, las cosas diferentes pueden llaman la atención para bien, pueden deleitarnos, encantarnos o, a veces, simplemente obsesionarnos. Ese año, cuando Leticia entró al aula y nos vio (y se dejó ver con sus ojos y su cara liza y perfecta), nadie se imaginó que el lugar vacío que por costumbre ocupaba yo iba a ser su lugar por elección y de ahí en más por los tres años que siguieron hasta terminar la escuela. Pero me adelante un par de pasos. Mientras tanto, el tiempo que Leticia pasó con nosotros provocó, principalmente en Juan, su compañero de banco, un cambio fundamental: hizo que se abriera, que empezara de a poco a levantar la cabeza, a hablar con ella y con otros. Después de un año, incluso, habló con una profesora y también enfrente de toda la clase. En nuestro último año él solito se acercó para pedirme un chicle y los apuntes de filosofía. Todo un logro. Leticia era una revolución en muchos sentidos, nos hablaba con mucha claridad y también sabía inglés, nos había contado que su abuela era irlandesa y que ella le había enseñado muchas cosas más aparte del idioma. Había leído cosas raras que ni los profesores, todos maestros de escuela rural, habían leído nunca. Se sabía también cosas de memoria, cuentos enteros, poemas larguísimos, trabalenguas dificilísimos de repetir y en las horas libres nos enseñaba a escribir palíndromos, acrósticos y otros juegos de palabras. Y para colmo también podía cantar muy lindo, aunque eso no le gustara hacerlo en público, quizá esa fuera la única vez que la vimos sonrojarse. Verla caminar por los pasillos era como distraerse con un paisaje o con una pintura. Te quedabas viéndola medio enzombizado, boquiabierto, con cara de tonto o de tarado. Se paseaba por todos lados siempre charlando con alguien, siempre riendo, siempre feliz y siempre con Juan

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muy cerca de ella. Cuando terminamos la escuela nos sorprendió con la increíble noticia de que se casaba con Juan, el mismo Juan Vigil al que durante años no le dirigimos la palabra. Él, que no podía atraer a nadie, se estaba quedando con el primer premio, con el trofeo que todos queríamos. Acá, estimados, viene el segundo revés de la historia. Después del civil de Juan y Leticia, la pareja se mudó a una casita que don Vigil tenía en las afueras del pueblo, para ese entonces Leticia ya había adoptado el apellido de su marido. Eran, desde ese momento y para siempre, los Vigil. El cambio que Leticia había generado en Juan era ya total. El pibe silencioso e invisible fue desde entonces un hombre con voz gruesa, con mirada firme y con un carácter marcado. Ella, que había sido el rostro vivo de la juventud durante tres años, se apagó como una fogata a la que se le tira tierra: súbitamente, sin hacer siquiera humo. La sombra terrible del hombre duro que ahora tenía a su lado la empequeñecía y la acallaba hasta el silencio más atroz. Entonces, el tiempo envejece deprisa; muchos compañeros de clases emigraron a las ciudades buscando trabajo o por estudios. Los que nos quedamos nos internamos en el campo, y de ahí al bar, día tras día. Leticia, ahora la señora Vigil, daba clases de inglés particular en su casa. Él se pasaba las mañanas hombreando bolsas de maíz y demoraba las tardes en el bar hasta entrada la noche. Durante algún tiempo su vida cumplió con esa rutina, luego, hubo un espacio de tiempo en el que no supimos nada de ellos. Leticia dejó de dar clases cuando don Vigil, el padre de Juan, murió y le heredó unas pocas hectáreas que les alcanzaban para vivir sin mucho lujo. Ella ya salía poco de la casa pero su ausencia se incrementó cuando se mudaron a la chacra que Juan había montado en sus tierras. Juan abandonó el trabajo en los campos aledaños y se concentró en su finca. Una vez cada tanto se escuchaba parar en el bar la camioneta Ford F100 destartalada que también había heredado de su padre. El alcohol y nuevamente el azar quisieron que una noche en el bar del pueblo compartiéramos banca otra vez, ahora como dos hombres a los que los años y el trabajo duro habían golpeado fuertemente. Hablamos poco como en esos días, pero con un tono más amistoso; el vino y nuestra decadencia congeniaron más rápido que nosotros y al poco tiempo ya estábamos abrazados, sosteniéndonos, intentando seguir de pie, pero era imposible. Casi de la nada nos fuimos para el piso y sin contener la risa estallamos en una sola carcajada. Todavía jadeantes y con la sonrisa entre los dientes, Vigil tuvo un rapto de sinceridad. Qué hija de puta, dijo Vigil, pero qué hija de puta. Toda la vida cagándose en mí. Toda la vida tratándome como a un pelotudo. Siempre arrastrándome como a un mono con correa. Mendigándole un poco de cariño, un mínimo de respeto. Pero por suerte ya está, se terminó todo. Las palabras de Vigil terminaron con un último hilo de risa que se le escapó como si lo silbara bajito mientras lapidaba una última frase: la enterré bien hondo. ¿Qué había dicho? Tomé aire dos veces rápidas y entrecortas, como queriendo recuperarme de un golpe directo al hígado. Me paré como pude, mientras me tambaleaba y volvía al suelo, medio arrastrándome o como sea me incorporé y llegué a la puerta del bar. Un calor terrible me hervía el cuerpo, entré pateando mesas y sillas y con un grito desconsolado convoqué las huestes de paisanos borrachos hasta la médula que salieron arando. Afuera, todavía desparramado en el suelo, Juan Vigil eructaba el alcohol, desconociendo la gresca que se formaba a su alrededor. El primer golpe fue una patada en la cabeza, nadie nunca pudo precisar quién fue. Con el golpe siguiente Vigil perdió tres dientes, luego fueron las costillas las que se quebraron en dos y tres partes. Cuando la murra fue suficiente para dejarlo inconsciente, de entre el malón salió un moreno. Una voz en la multitud coreaba a los gritos pinchalo, Negro, pinchalo. El moreno sacó una faca y se la hundió en el costado derecho. Vigil volvió a abrir los ojos, estremecido de dolor, y la imponente figura del Moreno se le apareció en frente. Otra vez el coro de sanguinarios cantó una sentencia. Dásela, Negro, dásela toda. El moreno, con un solo movimiento de la mano,

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se bajó el pantalón dejando al aire el tronco venenoso de la pija. Y después de un manotazo violento que desparramó lo que quedaba de Vigil contra el polvo ensangrentado de la calle, ahogado en el grito ensordecedor de la muchachada, el moreno violó a Juan Vigil hasta acabarlo. Ultrajado, herido y traumado, Vigil temblaba en el piso respirando con dificultad. El cuchillo con el que el moreno lo había cortado se había desprendido del cuerpo del derrotado. Una mano valiente tomó el facón rojo de sangre de la calle de tierra y, tras dar dos pasos que lo acercaron hasta su víctima, el cuchillo volvió a probar la carne curtida de Vigil, esta vez embutiéndose directo en su cuello hasta desangrarlo. A la madrugada siguiente, la bruma bajó sobre el pueblo de Apagado tapando el cuerpo pálido de Juan Vigil por unas horas. Dicen que fue hallado a media mañana, cuando el pueblo amanecía. La viuda Vigil, como ahora se la conoce, había vuelto a la casa de las afuera del pueblo. Esa noche había discutido con su marido y se había ido. Durante las primeras horas de separada, Leticia Vigil había llamado a su madre y, según cuentan en el pueblo, le habría dicho que a su marido ya lo tenía bien enterrado. Que ya lo había olvidado para siempre. Un par de horas después alguien tocó el timbre de la casa.

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Manual para la soledad perfecta Patricia González López

Pato

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acé en una familia próspera o en una casa muy humilde, nunca clase media; esos están siempre acompañados. Cuando empieces la escuela llevate bien con todos, sé popular. Sé de esas personas a quien nadie habla. No hagas amistad solo con algunos, en ese caso no resulta. Pedí golosinas a tus amiguitos en la escuela o regalá todo lo que lleves para el recreo, según tus condiciones. Prestá los crayones caros que te compró tu abuela. Ayudá a hacer la tarea a tus compañeros. Sé profundamente egoísta, dejá las mejores respuestas para vos. Llevá al colegio ese chiche que todo el mundo quiere, no se lo prestes a nadie. Ponete las peores zapatillas y contá que tu mamá no te puede comprar otras. Sé el peor alumno, sé la peor compañera; sé memorable. Acordate, es a todo o nada. Crecé con pocas oportunidades, cuantas menos tengas mejor. Conseguí el peor trabajo que puedas, ni siquiera apuntes a uno mediocre, el peor. Indignate por las condiciones laborales, por la falta de pago, por la explotación. Pedí a tus compañeros quejarse en grupo. Cambiá de trabajo. Intentá hacer lo mismo. Probá resignarte, capaz llegás al mismo resultado. Sé exitoso, rendí honor a tu talento, llevalo al máximo. Crecé de manera constante. Portate bien con tus pares, respetalos. Abrí las puertas a cada uno que te hable solo para pedirte favores. Ayudá también a quien no te lo pida. Tené el trabajo de tus sueños, o no trabajes. Ocupate de vos, solo de vos. Enojate con razón, seguí tu camino. Escribí, cantá, actuá mejor que nunca. Batí todos los récords, superá incluso lo máximo que te imaginaste para tu vida. Aceptá el reconocimiento, disfrutalo. Notá el paisaje limpio, buscá ojos con quien compartir la carcajada; cuando notes que no hay nadie, seguí sonriendo. Nunca seas un mediocre, salvo que quieras estar acompañado.

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Hacé nuevos amigos, los de la infancia puede que no estén. Ofrecé grandes fiestas en tu casa, la más ostentosa que puedas construir o comprar. Que nadie pague nada, todo a cargo del anfitrión. Construí poder en algún área de tu preferencia, ejércelo con amabilidad, también se puede optar por el despotismo. Contá cuántos amigos más sumaste. Seguí haciendo fiestas. Solo una vez, la que elijas, pedí algo. Cualquier cosa, no tiene que ser muy significativo, algo mínimo, que te haga sentir bien. Contá las personas que te ayudaron. Fijate si querés hacer otra fiesta. Sé desagradable, no se te ocurra mezquinar malas actitudes. Alejá a la gente que te rodea, deciles la verdad, o lo que sentís. No trates de ser amable, ni falso. Ve hacia el mundo con toda sinceridad y mala educación. También podés desaprobar al que tenés enfrente de la manera más dulce. Es otra fórmula posible. Mantenete en silencio, escuchá las historias de quienes te rodean, no hace falta que digas algo, no les importa. Sumá comentarios generosos sobre la hermosura de tu persona, lo interesante de tu personalidad, contá las personas que te dijeron lo bien que les caías. Luego contá quiénes te pidieron el teléfono. Contá quiénes te llamaron. Contá quiénes te preguntaron cómo estás. Enamorate. Conocé a la persona de tu vida, intentá presentarlo a tus amigos, a tus amigas, a la familia. Pasala muy bien. Sé “feliz como nunca”. Conocé los lugares más exclusivo de tu ciudad, hacé un viaje de a dos por el mundo. Sacate muchas fotos, compartilas en redes. Sonreí como nunca. Viví ese amor como si amar y ser amado fuera tu única ocupación. Dormí con esa persona abrazada de mil maneras. Desayunen, almuercen, cenen, no coman en tanto se coman todo entre ustedes. Intenten coordinar planes con otras personas. Vuelvan a intentarlo. Preguntá sobre algún secreto, insistí. Contá alguna miseria, fijate si el abrazo persiste. Subí la apuesta, amor incondicional. Nunca una pareja por inercia, esos hacen lindos grupos. Conocé a la peor persona que jamás hayas imaginado. Enamorate de la manera más ridícula que seas capaz. Presentá al error a tu gente. Intentá mantener relaciones con tu entorno. Seguí esperando. Pasala peor que nunca. Viví el maltrato, pedí ayuda. Sentí la demencia hasta los huesos. Intentá explicarlo y salir de la situación. Mandá un mensaje a quien sientas más cerca. Probá con otra persona. Llorá cuando el vínculo empeore. No cuentes nada, nadie va a preguntarte. Quizás algunos renglones de chat te saquen de la nube, no te ilusiones. Vas a seguir igual. Intentá suicidarte, pero avisá por las dudas. Escuchá las voces que te digan que es mejor vivir, si llegan. Capaz no tengan espacio en la agenda para ir a tu casa a rescatarte. Quizás te denuncien por locura o hablen con otra gente de lo mal que estás. Retomá conversaciones con esa decisión, fijate bien qué vas a hacer. Pensá si te quedan cuentas por pagar, pensá en el lío que son los trámites de morirse. Aprendé la lección. Viviendo a todo trapo llegás al mismo resultado. Hacete un mate, o alguna infusión. Agarrá la taza con las dos manos, sentí cómo se calientan. Disfrutá, mirá tu programa favorito sin que nadie te apure. Escuchá ese tema que tanto te gusta las veces que quieras, nadie te va a juzgar. Dejate crecer los pelos, no te bañes, duchate para vos. Cambiá las sábanas. Cocinate algo rico. Abrite un vinito, ese que tenés guardado para las ocasiones especiales. Tomá agua natural, o fría con hielo, según prefieras. Acostate a la hora que quieras, dormí ocupando toda la cama. Mirate al espejo, sonreí. Nada mal, ¿no?

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El blanquito cambió de color Nicolás Garibaldi

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Mailén Loarte


S

olo, como un perro perdido en la ruta de noche. Se suponía que la parada era para estirar las piernas, para mear entre los pastizales, pero el auto arrancó perfumándolo todo con el caucho quemado. Encandilado por las altas, despeinado por los micros de doble piso: “¿qué va a querer señor?, ¿agua saborizada o whisky?”, parece escucharse desde uno que pasa a las chapas. El autoestima de un heladero que arma un cucurucho y le piden un vaso porque las dos bochas se derriten, se desacoplan. Solo, como un becario que tiene como trabajo de campo un estudio comparativo. Qué se come en la cárcel, qué se come en el hospital. Solo, en la barra de un bar. Dicen que antes de ella no existía la soledad. La mirada hipnótica en las letras de las botellas de alcohol, nombres hipotéticos de los hijos que nunca tendrá, de las mascotas a las que nunca arrojará una pelotita. En ese impreciso instante si alguien le arrojara una pelotita a él, en cuatro patas iría a buscarla. Solo, en la parada del colectivo blanquito que, aún no lo sabe, cambió el recorrido. Aunque su sospecha es que en realidad el blanquito cambió de color.

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Jugar contra la soledad Ariel Scher

Juan Battilana

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l Solitario golpeó las puertas del Bar de los Sábados con la cautela de los que ya no recuerdan ninguna certeza y con los párpados agotados, como si cada uno estuviera sosteniendo un cajón de angustias. “¿Es acá donde cuentan historias de fútbol?”, preguntó desde una voz que había sacado boleto de ida rumbo al desencanto. El Alto, el Gordo, el Pibe, el Roto y todos los participantes habituales de esa cita de honor, de sábados, de fútbol y de bar le devolvieron una serie de respuestas afirmativas y lo miraron entre sorpresas. “Entonces, si me permiten, me quedo”, dijo el Solitario. Se justificó enseguida: “Es lo único que puede salvarme”. Diez minutos anchos como una eternidad le alcanzaron al Solitario para ser más explícito. Tenía casa y tenía empleo pero, a la vez, tenía una sensación de soledad mayúscula que hasta le frenaba la voluntad de respirar. “Llevo una vida sin techo, sin suelo y sin paredes. No pertenezco a nada más que a mis rutinas. Si para ustedes soy un desconocido, a veces para mí también”, confidenció. Dio otro detalle: un médico le había sugerido que solo el fútbol podía rescatarlo del abismo. En el resto de la tarde, el Gordo le precisó la historia de un hombre que era el propio Gordo, que en la juventud había sido feliz porque dejó de ser gordo para ser centrodelantero y en la adultez solía alumbrar nuevas felicidades cuando, otra vez gordo, recordaba su pasado como jugador. El Pibe le confesó que la ruta más fantástica del mundo eran las diez cuadras que compartía con su padre en la infancia cuando iban juntos a la cancha. El Roto le reveló que su firma era una copia de la del ídolo de su equipo de barrio. Y el Alto le contó que no sabía por qué misterio siempre sentía que el mejor partido era el próximo. El Solitario nunca detectó en qué momento se le alivianaron los párpados y la voz dejó de sonarle como una desazón. “Muchas gracias –dijo, generoso, tras varias horas–, algo de mí está en cada una de sus historias y algo de ustedes ya forma parte de mí. No sé si voy a salvarme, pero seguro que la semana que viene vuelvo”. Cuando en el Bar de los Sábados lo despidieron entre abrazos, no hacía falta que nadie explicara que el fútbol es una cédula de identidad que se comparte con los otros, o sea un modo de que, en esta edad de indiferencias, nadie sea del todo un solitario.

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Un axioma somero Ulmo Carcosa

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ablando del amor, evitando definiciones relativas, de la mutación inevitable y del intento de control pasional. Del error, si se es inteligente se suelta y se aprende rápido. Claro que la psiquis no entiende estos asuntos, y es tarea de la propia objetividad insituable pensar el sentimiento. De la influencia de externalidades, del abandono de un sitio seguro, del concepto de soledad acompañada. De una transformación simple, del choque y la disipación. De la aceptación de que nada realmente cambió, lo importante quedó intacto y la energía constante. De volver a ver lo hermoso de lo que nunca estuvo ausente. De reconstruir ideas momentáneamente inquebrantables. Y de apreciar una verdadera energía compañera. Inalterable es el hecho de que la finalidad es sonrisas, como historias de iniciantes, como todo ciclo basado en real afecto, anécdotas y risas. Probablemente un cigarro y un vino.

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Salvamos la vida Pablo Osores

Bianca Brandimarte

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–¡ irá para adelante! ¿Vos estás viendo esto? –dijo Florencia rompiendo el silencio. Saqué los ojos del retrovisor y me subió un frío culpable al ver la multitud de luces de stop brillando frente a nosotros. Ya sabía que no me iban a dar los frenos. Vi, en un segundo, una mancha que cruzaba de izquierda a derecha. Era una flecha blanca que llegó a volcarse en la banquina con velocidad sorprendente, pero sin ruido. Entonces volví instintivamente a mirar por el espejo (por lo menos el auto de Fer no estaba justo atrás), saqué la mano por la ventanilla y doblé como venía hacia la banquina. Tomamos la ruta en diagonal, entre los autos frenados adelante y los que frenaban atrás, mientras intentaba parar al Peugeot. Finalmente se detuvo apenas un par de metros por detrás del choque. Que resultó ser una de esas camionetitas utilitarias. No era la primera vez que zafaba con el 404. –Boludo –dije. –Sí –dijo ella. Miraba hacia afuera, hacia los autos parados y la camioneta volcada. –Esperame, avisale a Fer. Me bajé del coche. Es como que quería sacarme la sensación de culpa. Todo el viaje me la pasé mirando por el espejo para ver si el auto de mi hermano estaba atrás nuestro; un poco, para evitar esa sensación de tener que seguir hablando con ella. La camioneta estaba aplastada boca abajo en el pasto. Sin pensarlo dos veces me mandé por la ventanilla del acompañante. Adentro estaba llena de basura, de papeles, de envoltorios de papas fritas y golosinas. “Un asco”, pensé. Había un tipo dado vuelta, enganchado con el cinturón de seguridad, tenía las manos en el volante. –¿Estás bien? Se reía. Tendría una conmoción, como mínimo. Lo que no encontraba era la sangre. Pensé que iba a haber mucha. –Estoy bien, estoy bien –me respondió seguro. Como si lo molestara con preguntas desubicadas. Desde la otra ventanilla iban apareciendo unas manos para sacarlo. Pensé que yo estaba en mejor posición y le desabroché el cinturón (a pesar de que sabía lo peligroso que era mover a una persona con una lesión traumática tan reciente). Él se dejó caer de espaldas sobre el techo y después lo arrastré afuera. No le dolía nada. Acababa de volcar en Panamericana, altura Campana, y no tenía nada. Yo lo revisaba y le hacía preguntas para ver si estaba ubicado. Fabián, se llamaba, tenía treinta y dos años, era de Paternal. Levantaba los brazos, sonreía, nunca se le ocurrió que podía tener alguna lesión.

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–¿Qué pasó? –Estoy limpio, flaco. Cuando venga la policía, deciles que me hagan todos los análisis que quieran. No van a encontrar nada. Vengo de Puigari. Mi primera reacción fue desconfiar cuando escuché el nombre del centro de rehabilitación. Estaría pasado, pensé. Y lo que dijo después me hizo sospechar más. –Es que tuve que ir temprano para Entre Ríos; ahora estaba volviendo. Prometí que no iba a tocar más la droga. Y cumplí, loco. Pero no aguantaba más así que me mandé para allá. Llegué y hablé con el padre Darío. Hice el taller de la tarde, me tomé el mate cocido y pegué la vuelta. Nada más, te juro. “Pero, la verdad, estoy fundido. Y ahora, pasando el puente, se me caían los ojos, loco. Igual veníamos bien, hablando con la Luján, aunque fue culpa de ella. No sé cuándo se me sentó al lado. Yo me asusté un poco, es la mina más linda del mundo, viste. Pero enseguida me gustó charlar con ella. No está, ¿no? Te viene a ver cuando estás así, solo en la ruta, ¿vos la llegaste a ver?” Yo no había visto a nadie. Por un momento pensé que se me había perdido una persona en el auto. –Me porté bien –Fabián me apretaba el brazo, parecía alegre–, te juro que me porté bien.

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Para esta altura, había una buena cantidad de curiosos y solidarios al lado del tipo. Flor me vino a decir que ella iba a seguir viaje, que tenía cosas que hacer, que no la llamara. Fer la iba a llevar. Le pregunté a Fabián por la chica. “Volvía en paz. Ya no tenía esos deseos de acogotar a Daniela. Pienso que todos tenemos una cagada adentro y a todos se nos puede escapar. Aunque por momentos me seguía dando una bronca tremenda. Ahí fue que escuché esa voz tan suelta del asiento de al lado. Estaba ahí, no sé desde cuándo. –Mucha galletita de agua en la reserva, pero volvés y la estrangulás a Dani, ¿no? No parece que te hayas enloquecido lo suficiente. –Pero, ¿vos quién sos? –Por ahí es mejor si te pegás otra dosis de mate cocido, ¿no? Y me miró con una sonrisa muy ancha y guiñándome un ojo. Como que me vendía la idea, como si ella pensara eso realmente. Pero no sé, capaz se burlaba. Igual me daba gracia. Me hizo sentir mejor. Es que está hecha para eso. Luján es una criatura increíble, bella hasta lo increíble. Lleva como con una especie de flequillo de costado, como desparejo, esos desparejos que sabés que son a propósito. Tiene la piel muy blanca y unos ojos entre azules y verdes que medio que te hace dudar si son ciertos. Y te mira, y en seguida te hace reír y te sentís feliz de verdad, viste. Pensé que me iba a acompañar. Me pareció buena onda. Le dije que tenía razón, que no iba a hacer falta tomármelas con Daniela. Después hablamos mucho del tema del reparto, del laburo. Aunque me parece que hablé todo yo. Después, por ahí, la miro y veo que se reía bajito. Me pareció que me estaría gastando, no sé. Como cuando alguien dice un chiste y no lo entendés. –¿Qué pasó? –le pregunté. Ella se mordió los labios más bonitos que te puedas imaginar, alargó el brazo para mi lado y ¡manoteó el volante! –Yo sabía que no es que quería hacerme mierda –seguía Fabián–, nunca pensé que me iba a pasar algo. Pero, la verdad, ahora, no sé si realmente ella sabía todo eso o si salió así… de pedo. La policía llegó con una ambulancia. Le presenté el caso al médico. Se había salvado, sin lesiones. Hablamos de las noches que no son, y que no tienen que ser. Me quedaba mucho trayecto de vuelta y se pone difícil arriba del cuatro –cuatro sin calefacción. Florencia se había alejado de eso también. No prendí la radio, trataba de entender qué había pasado. A esa hora, ya andan pocos autos, las luces de la ruta van encendidas de forma alternada, las márgenes dejan atrás parrillas para poblarse de concesionarias de máquinas rurales mechadas

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con hoteles de alojamiento. Adentro de la cabina, no sé por qué quería tener prendida la luz del habitáculo. Veía mejor el tablero de metal, pintado de negro. Al lado mío, en el asiento continuo de pana marrón había una mochila abierta con libros de texto que debería haber leído y otros de literatura que no tendría que haber traído. La ventana del acompañante estaba un poco bajita para que no se empañara el parabrisas. Se filtraba el viento con un sonido que chiflaba. Yo iba envuelto en una manta. Ni bien podía, miraba por el espejo retrovisor, no tanto la ruta (ellos ya habrían llegado), miraba el asiento de atrás: la luneta cerrada y condensada de agua en las líneas de los costados; los apoya cabezas que agregué para que el coche pudiera circular; el asiento mullido. Antes, todo el mundo decía que era un muy buen asiento para viajar, que se podía ir como si fuera un sillón y relajarse. Que era una linda experiencia para sentarse, bajar el apoyabrazos acolchonado del medio y dejarse llevar.

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La soledad en el mundo tecnológico actual Juan Ignacio Garasino

Lua Manguito

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n hombre mayor ingresa a un restaurante en Texas, Estados Unidos. Elige una mesa, se sienta a ella, lo atiende un mozo y le ordena su almuerzo. Hasta aquí una escena común, de los millares que ocurren en cualquier casa de comidas del mundo y allí mismo también. De repente, el comensal coloca una botella arriba de la mesa y hace que sirvan dos copas, a pesar de encontrarse solo. Transcurrido un breve lapso de tiempo comienza a llorar desconsoladamente. ¿Qué ocurrió, que le habrá pasado a ese anciano para que no pueda contener sus lágrimas? ¿Le hicieron algo? No le hicieron nada pero las razones de su comportamiento son varias. Para comenzar, el recipiente contenía las cenizas de su esposa. El almuerzo citado ocurrió el 14 de febrero, fecha en que se conmemora el día de los enamorados. Una mujer tomó una foto con su teléfono y lo posteó en Twitter, generando más de quinientos mil likes y fue compartida en una cifra similar. La soledad y no solo por las noches como la canción de la Bersuit desespera a las personas, buscando diferentes formas de encontrar cooperación en un mundo que cada año se vuelve cada vez más implacable, voraz e individualista, sobre todo con la gente mayor. La vida nos plantea dilemas existenciales que son difíciles de sobrellevar. Ni siquiera la avalancha de adelantos tecnológicos puede suplir el vacío que lleva a la gente a una vida más sustentable. Desde los tiempos de Adán y Eva nos acompaña la soledad del desterrado junto con el engaño. Nos encontramos un poco en “pelotas” como Adán, para recorrer el difícil y fascinante camino de la vida.

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El mundo de hoy no ha mejorado los problemas asociados con la epidemia de la soledad. Las ventajas tecnológicas avasallantes no han podido ser una respuesta certera a los males del mundo. El mundo virtual nos invadió y esclavizó de tal modo que podemos observar cómo el teléfono celular es una prolongación de las manos. No escuchamos, ni observamos al que se encuentra al lado, vivimos obsesionados por lo que acontece en la pantalla. Estamos solos, aun cuando estamos acompañados. Somos más torpes con las relaciones, el virtualismo se ha convertido en un nuevo dios, como tantos otros y que prevalecen al día de hoy. El rol de los Estados Nacionales Los Estados Nacionales ven disminuir su productividad causada por la epidemia de la soledad que padecen sus ciudadanos. No hay distinción entre países con mejores ingresos que los más pobres. Los británicos son los pioneros en el tratamiento directo contra la soledad de sus residentes. La primera ministra del Reino Unido, Theresa May, anunció que para atenuar este flagelo, se creará el Ministerio de la Soledad, confirmando a Tracey Crouch al frente de la cartera. Tendrá como finalidad la realización de políticas que mermen la dolencia social que padecen los británicos, que causan grandes pérdidas económicas en las empresas y en el estado. El ausentismo y la baja productividad han llamado la atención de los gobernantes que tratan de encauzar y bajar los abultados costos en salud que insumen los recursos estatales. La soledad produce no solo baja de productividad, sino que también la salud se ve resquebrajada derivando en problemas psicológicos graves como la depresión, el miedo, la ansiedad y problemas cardiológicos. Un estudio del Centro de Investigación para el Medioambiente, la Sociedad y la Salud (CRESH, sus siglas en inglés) indica que sentirse solo sube sensiblemente el riesgo de morir tempranamente con proporciones similares a fumar quince cigarrillos por día. Argentina no escapa a la tendencia en alza de los “sin nadie” Nuestro país no es ajeno al fenómeno de la soledad. En 2017, un estudio realizado por el Barómetro de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina, indicó que alrededor de de 1.200.000 adultos mayores viven solos. Las cifras de personas que viven solas se incrementan año a año. Datos de la Dirección General de Estadísticas y Censos del gobierno porteño ya alertaban en 2012 que entre 1980 y 2010 se duplicó la cantidad de personas que viven solas en la Ciudad de Buenos Aires, en especial los jóvenes de entre 25 y 34 años (17,4%) y los mayores de 65 años (42,4%)¬. (1) Los datos no son alentadores en un país devastado, con estadísticas que nos muestran la desigualdad, la pobreza en aumento, la baja productividad, y que son potencialmente perjudiciales en la calidad mental que afecta a la salud física de los argentinos. El Estado con sus recursos tiene que lograr que sus habitantes puedan desarrollarse en un ambiente estable y armónico. Al menos esa debería ser su intención, porque sus habitantes no deberían ser tratados solo como entes que tributan impuestos para engrosar las arcas estatales. Al menos desde una mirada exclusivamente económica, se deberían tomar los recaudos para

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que la soledad no afecte la contribución individual que realiza una persona al PBI nacional. Ni hablar de que los gobernantes nos vean desde una postura humana, ya lo decía Enrique Santos Discepelo: Verás que todo es mentira Verás que nada es amor Que al mundo nada le importa Yira, yira (2) La vida nos trae solos y en el momento final de la muerte nos encuentra en soledad, pero ésta en el intermedio, en el transcurso de la vida, nos muestra vulnerables e indefensos. No solo somos seres individualistas, somos gregarios, vivimos en sociedad, somos interdependientes, y debemos inculcar a quienes nos precedan de los valores de la cooperación y la fraternidad, para que la vida sea llevadera y el mundo sea una experiencia bella que valga la pena vivirla. Notas: (1) Diario La Prensa, 11-08-2017, artículo realizado por Agustina Sucri. (2) Fragmento del tango Yira Yira, de Enrique Santos Discépolo.

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El lugar de la herida Carolina Riccio

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onfieso que he pecado en nombre de todas las que fui. Busco la belleza. Aun en la condena, uno puede alejarse de la estupidez. La oscuridad que también devora este cuarto me obliga a preguntar por los míos: ¿Dónde están? ¿Ya echaron la tierra sobre mí? ¿Es justo pedirle al amor que sea la salvación? Alguien tiene que sacrificarse en este rito. Al fin y al cabo, el último hombre siempre es el que viste de negro, ese extraño que hace a la muerte tan solitaria.

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Un miembro fantasma Mercedes Ferreiro

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Vi Carel


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nero, sábado a la tarde. Miré desde mi balcón la avenida en pausa y decidí que iba a salir a manejar. Sería mi primera vez sola. Había hecho el curso de manejo ocho veces en los últimos tres años: en autoescuelas distintas, en conurbano y en capital, con doble comando, en autos prestados, con cambios y automáticos. Ese día, a la hora en que se empezó a mover el aire y el cielo perdió el brillo, me sentí tan segura de mí, o harta, como para ir la casa de mi mamá en Haedo y sacar el auto que mi hermano guardaba en su garaje. Toqué timbre. No había nadie, así que entré a buscar la llave del portón eléctrico. Subí al auto y apreté varias veces el botón del control remoto, pero el portón no se movía. Unos minutos después, impaciente, me acerqué hasta esa pared maciza sobre rieles y empecé a apuntar con el aparato bien cerca hacia la parte donde intuía que estaba la traba, adentro del hierro. Nada. Después lo agarré desde arriba con las dos manos y empecé a presionar, casi colgada y en puntas de pie, haciendo fuerza hacia abajo y hacia la derecha, indicándole al bendito portón el recorrido que debía hacer. Fue entonces que empezó a abrirse y cerrarse, en idas y vueltas de no más de treinta centímetros que culminaban en un estruendo; mientras se disparaba el sonido creciente de la alarma: un <<piiii>> histérico que me hizo meter la mano entre la pared y el portón para detener el choque. Luego lo supe todo sobre él: que había que esperar quince segundos para que empezara a abrirse, que un metro cúbico de hierro pesa 7680 kilos y, sobre todo, supe en la evidencia de mi dedo índice aplastado, dónde se situaba el cilindro de acero de la traba. Tironeé con el portón y, en la pulseada más desigual del mundo, recuperé mi dedo, que quedó pegado a la mano por un tendón. Siguieron unos segundos de negación y nada de dolor. Temerosa, fui bajando la vista hasta la mano con los ojos entrecerrados; miré como se hace en los momentos culminantes de una película de terror, queriendo ver y no. Así me encontré con una mano que parecía estar agarrando un bollo de fideos con tuco, pero sin que hubiera otra cosa al final de la muñeca que ese bollo. Hubo arcadas, corrida inútil sobre la vereda, una chalina como torniquete. Corrí a la esquina. Un taxi me llevó a la clínica a la que fui toda mi vida. El taxista bajo atrás mío y se adelantó para abrirme la puerta de vidrio de la guardia, yo sostenía mi brazo izquierdo como si arrullara a un bebé. Fui a la mesa de entradas y apoyé mi mano, envuelta en una remera empapada de sangre. El recepcionista miró la huella bordó expandirse al lado de los ficheros, sin atreverse a pedirme que la moviera de ahí, y llamó a enfermería. Mientras él anotaba los datos del carnet de la obra social, yo pensaba, parada frente al mostrador, en cómo me verían los hombres con muletas y niños con gripe que tenía a mis espaldas; cómo se inclinarían en los asientos para ver qué tenía la que iban a atender con prioridad. Fantaseé con darme vuelta de golpe, desenrollar la tela y asustarlos con mi herida abierta. En seguida vinieron dos enfermeros, me vendaron la mano y me sentaron en una silla de ruedas en un pasillo, a esperar la operación de urgencia. Me puse a mirar los carteles en la pared advirtiendo a las embarazadas que no se metieran rayos, alentando como en un catálogo de cosméticos la vacunación y el uso de preservativos. ¿Quién no sabe que usar preservativo previene el contagio del HIV? Si no lo usamos es por otras cosas, porque no queremos, porque no nos importa en esos momentos. Estaba riéndome por adentro pensando en la estupidez de las cam-

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pañas, y en lo vanas y desinteresadas que eran en realidad, porque si quisieran que esas cosas no sucedieran no habría agroquímicos ni hubiera pasado lo de la gripe porcina. La gente era estúpida y no faltaría quien creyera en estos carteles. De repente me puse triste, muy triste, porque descubrí que la clave era que nadie las miraba, que solamente yo les presté atención a los afiches aquella tarde-noche porque estaba quieta en una silla de ruedas frente a esa pared horrenda, pintada de blanco hueso, o pintada de blanco pero muchos años atrás y envejecida en el tránsito de los enfermos. Odié saber que la estupidez más grande era la mía, porque había metido la mano contra un tren plano de hierro enloquecido, porque no había campañas que pudieran prevenir la imbecilidad de mis actos reflejo; pensé, sintiéndome cada vez peor, en cuál sería mi reacción si alguien me apuntaba con un arma, ¿lo golpearía? Y así seguí con otras situaciones extremas: si me caigo a un río, si me pierdo en un sendero serrano y anochece, ¿podría contar conmigo si se me acercara un tiburón? De ninguna manera recordaría eso que tanto sabía por un documental que vi en la infancia, que es que hay que patearles la nariz. ¡Ni siquiera tanto! Frente a esa pared, como una epifanía, supe que no recordaba qué menjunje tenía que improvisar en la playa si me picaba una aguaviva. Había algunas personas alrededor y me observaban, para abandonar mis pensamientos les empecé a contar lo que me había pasado. Les decía, encantadora, que lo mío no era grave; que en el mundo, y no tan lejos de nosotros, pasaban cosas brutales. Un dedito, medio dedito, vamos, no es para llorar. Pero parece que estuve así un buen rato y que me puse a cantar en verso lo del <<de-

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dito, medio dedito>> y cada vez más fuerte, y por eso vino uno de los enfermeros y me sedó. Nunca había estado en un quirófano y lamento no recordar nada de esa ocasión, porque hasta que terminaron estuve dormida. Cuando me desperté vi que habían amarrado la última falange al dedo con un clavo largo, como se ancla un palo en un cantero para enderezar un árbol. Me llevaron a una habitación en el piso de arriba y dejaron pasar varias horas para ver qué otra operación me iban a hacer, de acuerdo a cómo reaccionara mi tendón y los vasos sanguíneos. Muy temprano al otro día, ya había luz en la habitación. Me hicieron ponerme una ropa terminal, dos telas descartables celestes, y después firmar las autorizaciones. Mi hermana me sacó fotos así vestida y yo ya no pude sentirme una enferma grave. Entonces me di cuenta de que todavía tenía puestas las uñas postizas, y que por eso a los médicos les parecía que circulaba sangre en un pedazo de carne cada vez más negra, como una banana que se pudre, debajo de la uña de plástico perfecta, rosada, con el borde superior blanquísimo. Entró la anestesista y fue lo único que le dije antes de dormirme. Un rato después desenrollaron el injerto y supe que habían tenido que amputar esa última falange. Era una parte de mí en la nunca me había fijado especialmente, a lo sumo cuando un anillo que me gustaba mucho no me entraba en ningún otro dedo, asique no sabía cómo sentirme. No puedo decir que esto haya desarrollado en mí otro tipo de sentimientos por el índice derecho ni por mis otros dedos. Donde antes estaba la falange, ahora, el aire. Supe, gracias a que miré muchos documentales en la infancia, que el aire es denso, que pesa, que existe. Y esto sí me angustió un poco, que se reemplazara tan rápido el espacio sin ritual de mi medio dedo muerto. ¿Si me cortaran la cabeza también la tirarían en un tacho de basura en el quirófano?, ¿una mano?, ¿las tetas? ¿Por qué no preguntaron si quería saber qué iban a hacer con mi dedo, eh?, ¿porque era la boluda que había metido la mano en el portón? Lo divertido eran las reacciones de los demás. Algunos me decían que nadie se iba a fijar en ese detalle; como mi mamá, que me compró un anillo de plata muy punk que llegaba hasta la antigua punta del dedo, pero a mí me parecía que con eso iba a llamar más la atención. Mi mamá no me podía mirar la mano. Otros me contaban historias de personas amputadas en serio que habían logrado superarse a sí mismas y habían devenido nadadoras o músicas o madres de familia, a pesar de todo. Me contaron de un stripper al que le había pasado lo mismo y se había querido suicidar. No era un dedo, en su caso. Mis amigos inventaron historias de ajustes de cuentas, peleas en la cárcel o peripecias sexuales que podría utilizar a conveniencia en la posteridad. Me pareció que era lo mejor que podía hacer. Hasta los ocho años yo le creí a mi papá que la cicatriz de su apendicitis se la había hecho peleando con un león en África, así que. Lo mejor fue el taxista que me contó que era pastor y me juró que a uno de su templo le había vuelto a crecer la carne. Al principio del relato pensé que estaba haciendo la mejor introducción del mundo a la historia de la Resurrección; pero no, el tipo me lo dijo en serio, me lo fechó y situó en una avenida de San Justo. Pasaban las semanas y empezaba a olvidar el tema. Tras muchas sesiones de kinesiología terminé la rehabilitación y la falange no creció, pero pude volver a hacer todas las actividades normales de una mano izquierda, incluso tomar el volante para hacer los cambios con la otra o

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levantar las persianas de mi habitación, que fue lo más difícil. Una noche, dos o tres meses después de la operación, estaba mirando una película y me empezó a picar la mano. Froté distraída los dedos contra la funda áspera de un almohadón, pero la picazón continuaba. Me enderecé y me puse de frente la mano abierta, a centímetros de la cara. La miré detenidamente casi en la oscuridad, alumbrada por las ondas itinerantes del televisor. La acerqué y la alejé varias veces, la abrí y la cerré, la hice girar como si estuviera colocando una lamparita, me toqué cada uno de los dedos desde la base hasta las yemas (las cuatro yemas), volví a frotarlos contra el sillón. Fui al baño y abrí las dos manos debajo de la canilla, el agua fría calmó el cosquilleo. Volví al sillón y terminé de ver la película. Cuando me desperté al otro día, las rayas de luz de la persiana proyectadas en la pared me llevaron hasta una noche de muchos meses atrás. Nos tenía a los dos en ese mismo somier, yo en el lugar exacto donde estaba. Empecé a despabilarme y miré la almohada que había junto a la mía, intacta, la sábana fresca que me cubría del cuello para abajo y los brazos afuera, el ventilador. Miré la pared de reflejo tibio, la mañana fragmentada entrando en mi habitación, y sin querer lo vi a él, inclinado sobre mí, que me agarraba la mano y metía uno a uno los dedos en su boca. Mientras me iba despertando se ordenaban los detalles de la escena, había sido una noche de viernes en julio, nos habíamos ausentado de un cumpleaños familiar. Quise despejar el recuerdo. Me levanté de la cama, fui al baño a lavarme la cara y después a la cocina. Cargué la pava y agarré un fósforo para encender la hornalla. Desde el accidente usaba la otra mano, la derecha, para raspar el cartón combustible. Otro tema para arduas consideraciones, el fuego contenido en el cabezal de los fósforos y en el lateral de esas cajas pequeñas. En otro momento. Esa vez luché con el palito, sosteniéndolo con fuerza con el dedo amputado y el pulgar, y froté varias veces, hasta que gané firmeza y pude prender mi fuego.

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No me despiertes Anabella Foscaldo

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n el árbol más grande de la plaza, los chicos gritan y corren a su alrededor. El cielo celeste es el fondo donde se entrecortan las ramas, las hojas y la figura de cada niño. A los costados, bancos de madera gastada soportando el peso de los adultos. Detrás, un camino de piedras rojas que llenan los zapatos de polvo. Lucía se baja del árbol, corre hacia su mamá que ya se estaba asomando para buscarla y la tira fuerte del brazo, arrastrándola. La pequeña tiene seis años y una melodía la llama, la hace saltar de alegría. –¡Vamos, mamá!, están pasando mi canción preferida. Juntas comienzan a correr, el árbol las deja, y ellas siguen la música que cada vez está más cerca. Suena tan fuerte que aunque Lucía canta no se la escucha. La calesita en movimiento y la canción casi que termina. –Llegamos tarde, voy a perderme mi canción… La nena baja la cabeza y arrastra un pie primero hacia adelante y luego hacia atrás. –Ey, no me aprietes tanto el brazo, Lucía, no te enojes. La mujer la agarró a upa y cuando pasó el caballito blanco tomó el caño dorado y subió a la calesita con la niña, que se convirtió en una pequeña y sonriente jockey.

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–¡Nos subimos sin pagar! –Sí, Lucía, no te preocupes, pagamos al bajar. Siguieron los giros cantando las últimas estrofas que sonaban a tin cataplín, tan cataplán mientras movían la cabeza dando vueltas cada vez más lentas. Lucía cerró los ojos. La cama estaba cubierta por una manta blanca llena de papeles, hojas sueltas y algún que otro libro. Sobre la pared el reflejo de las hojas de los árboles daba aspecto de empapelado, pero no, la pared era blanca como la manta, como las nubes que podían verse desde donde una anciana Lucía adormecida soñaba con una pequeña montada a un caballo blanco de madera que la hacía dar vueltas sin fin como subidos a una calesita. El teléfono comenzó a sonar. Rara vez el ring se hacía tan persistente. Ella no se movía, su cuerpo de hueso y camisón blanco endurecidos luchaban contra el colchón. Lucía trepaba al árbol mientras las ramas arañaban sus brazos. Una brisa voló los papeles que rodeaban sus pies y los tendió sobre el piso frío de porcelanato. –Voy a escalarte tan alto como me dejes… El árbol la abrazaba. Los pequeños rayones que le quedaban en la piel eran como los recordaba, enrojecidos y ardientes. –¡Vamos, Lucía! ¡Vamos a casa! Cerró los puños, atrapó la voz y la dejó rodar sobre su pecho. el fuego contenido en el cabezal de los fósforos y en el lateral de esas cajas pequeñas. En otro momento. Esa vez luché con el palito, sosteniéndolo con fuerza con el dedo amputado y el pulgar, y froté varias veces, hasta que gané firmeza y pude prender mi fuego.

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Insomnio Social Club María Paz Moltedo

Sofía Martina

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nos dieron las diez, y las once, y las doce. Y llegamos a las dos de la mañana. Efectivamente: nos dio el insomnio; nos dio en donde más nos duele, en nuestra inmensa soledad. Esa que se despierta con nosotros, cuando no nos podemos dormir. Que nos dice, “toda esa humanidad que creías que te acompañaba, era pura ficción; en esta realidad, sos la única persona despierta, y estás sola, con vos misma. Los demás duermen”. Insomnio según el diccionario ilustrado de mi propia experiencia: estado o sensación que me invade desde que soy chica. Me han dicho mis señores padres que a mis pocos meses de vida, cuando lograban dormirme, me llevaban a la cuna (en ese momento ni siquiera existía todo el asunto del colecho) y al minuto yo estaba despierta y parada, como si ya hubiera dormido lo suficiente. A los ocho años me quedaba horas y horas leyendo y leyendo. Otra técnica era imaginar que estaban entrando ladrones a mi casa, y que si me veían despierta seguro me iban a agarrar a mí primera. Entonces “simulaba” dormir plácidamente para los supuestos bandidos. Y así tal vez, de repente, mi actuación se convertía en sueño real y pesado. Otra era hacerme la “grande” cuando no tenía ni diez años, mirando “Boro Boro”, el programa de Pipo Cipolatti, de ese que hoy pocos se acuerdan. Era a las once de la noche, me acuerdo eso. Yo me quedaba mirándolo sola, pensando en que alguien se despertara y viniese a verlo conmigo. Me hacía la que me reía en voz alta, para ver si alguien me escuchaba. También hoy, si me agarra el insomnio durmiendo con alguien, trato de hacer ruidos para que el otro se despierte; sí, soy puramente egoísta en mi estado insomne: no quiero ser la única despierta, ni ser consciente de la soledad del ser humano. Es que para mí eso es lo que se siente cuando sos el único ser despierto. Aunque tenga a una persona dormida a centímetros, no importa, está del otro lado, en otro plano. En este plano solo me quedo yo.

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Los años pasaron y por suerte, debo admitir que me he chocado con personas mucho más insomnes que yo; y bueno, ahí la soledad se empezó a evaporar. “No dormí en tres días”, me contó alguien una vez; “me han hecho estudios del sueño mientras dormía para ver qué era lo que generaba tanto insomnio”. “Wow”, pensé, entonces no estoy sola en este mundo de no poder dormir, de hecho lo mío es leve dentro de todo. Pero de nuevo, la amenaza de no poder dormir siempre estuvo y está latente. Esa gigante soledad siempre puede invadirme. He probado hacer “planchas” en la cama para cansarme, esas que dicen que te transforman en una verdadera gladiadora si las hacés todos los días. He leído los libros más aburridos, he escrito sobre todo lo que se me venía a la mente, me compré melisa, manzanilla, valeriana, serenyl, armonyl, todos los nyl. Una noche aterricé de lleno en el Alplax. Un viaje increíble, dormí entre algodones. Pero sentí que no daba vivir toda la vida dopada. Así que no volví a incursionar. En viajes en micro he aplicado Clonazepam prestado, y dentro de todo funcionó también. Pero bueno, yo quería naturalmente ser de esas gentes comunes y mentalmente sanas que simplemente apoyan la cabeza en la almohada y duermen. Luchaba contra mi naturaleza. Hasta he pensado en trabajar de noche, ser serena, atender peajes, para poder aprovechar mi hiperactividad nocturna. Al otro día de haber luchado contra ese maldito insomnio, el hecho de reconectarme con la sociedad era mitad alivio y mitad castigo. No hay cosa peor que cuando alguien lo descubre sin que vos se lo cuentes: “Qué cara que tenés, ¿pasaste una mala noche?” Y vos que creías que la oscuridad del insomnio se había ido, pero no, la tenés pegada a la cara y todavía no lográs reconectar con el mundo normal, ese que cerró los ojos en un momento, durmió ocho horitas y ahora, fresco como una lechuga mantecosa, te dice que se te nota que no dormiste nada. Y al terminar el día post insomnio, llega esa intriga total, de si esa noche vas a ser normal y regenerar tus tejidos durante largas horas para al otro día cruzarte a esa o ese que delató tu noche insomne, y decirle orgullosamente, que dormiste genial; o por el contrario va a volver la soledad del desvelo, agravada porque en algún momento de desesperación, de seguir dando vueltas con las mismas incertidumbres en la cabeza, le sumaste un pequeño llantito que al otro día te deja los ojos hinchados cual sapo. Para la hinchazón de ojos ya googleé soluciones: congelás un rato dos cucharas de metal en el freezer y después te las aplicás unos minutos sobre los párpados. El resultado es mágico. Hoy voy surfeando dentro de todo bastante bien al espectro insomne; un psiquiatra budista me dijo tantas veces que no hay certeza de nada, que en cuanto enciendo mi cabeza para armar hipótesis sin sentido sobre el todo y la nada, (desde qué voy a desayunar mañana, hasta preguntas existenciales más grosas), me repito varias veces “no hay certezas, no hay certezas”. Y eso me hace caer un poco más rápido en el glorioso estado REM. También uso un poquito de flores de bach, un tecito llamado “Dulces Sueños”, audios de meditación (que a veces me dan un toque de miedo, porque siento que un señor está sentado en algún rincón del cuarto guiándome), links de youtube recomendados por mi psicóloga con los que ella misma logra dormirse. Dormir acompañada también siempre ayuda. Más allá de mis logros a veces me visita el pesado insomnio. Es parte de mi naturaleza, el mantenerme despierta. Como Napoleón o Neustadt. Por algo ese viejo medio desagradable decía mirando a cámara: “Esta noche, no me dejen solo”. Me fui hacia otro lado otra vez con la mente; bueno así es como llego al desvelo ¿no?, con ramificaciones de pensamientos que se hiperventilan los unos a los otros, se funden y se confunden. Una de esas tantas noches en las que me inva-

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dió la movida insomne, se me ocurrió una idea: pensar en todas aquellas personas que estarían intentando conciliar el sueño como yo. Se me ocurrió armar un club, el “Insomnio Social Club”, un lugar donde toda la minoría insomne y solitaria, la tribu urbana del sueño débil, se junte a compartir ese momento y así a evaporar esa sensación de soledad infinita. Es un bar al que se puede ir en piyama, baby doll, remerón regalado que nunca usarías fuera de tu cama, pantuflas, gorrito de dormir (si viste muchas películas de Disney), en patas, con almohada, sin almohada. No hay dress code, y el único derecho de admisión que se reserva la casa es que sí o sí, tenés que venir de haber intentado dormir un rato, y no haberlo logrado. A medida que la gente va llegando, se pone a bailar sola, o en grupo, a charlar, a contar qué le frenó el sueño y comprobar que hay más de uno que estuvo pensando en eso mismo que pensaste vos; o a intentar cerrar los ojos descansando en la barra de forma horizontal, mientras un barman te arma tragos temáticos: “sueño de una noche de verano”; “insomne not dead”, “para dormir a un elefante”, son los que más salen. Te podés quedar hasta la hora que quieras. Cuando te agarra sueño, si es que te agarra, podés tirarte a dormir en una hamaca paraguaya, un colchón de agua (siempre quise tener uno) o un colchón de flores, como esos que muestran en las publicidades de aromatizantes con aroma a bosque de praderas. También hay una cama elástica en la que podés saltar todas las veces que quieras hasta que te duermas en el aire. En este lugar, no poder dormir está buenísimo. Son los otros los que se pierden del adorado insomnio que une a personas que jamás podrían haberse conocido de otra forma. ¿Dónde queda el bar? Ah, no les pasé la dirección: queda en mi cabeza, en una intersección entre el hemisferio derecho y el izquierdo de mi cerebro, ahí nomás del hipotálamo. No voy a parar hasta crearlo en la vida real, aunque me alcanza con que aparezca en un sueño, porque eso significaría que por fin me dormí. –¡Vamos, Lucía! ¡Vamos a casa! Cerró los puños, atrapó la voz y la dejó rodar sobre su pecho. el fuego contenido en el cabezal de los fósforos y en el lateral de esas cajas pequeñas. En otro momento. Esa vez luché con el palito, sosteniéndolo con fuerza con el dedo amputado y el pulgar, y froté varias veces, hasta que gané firmeza y pude prender mi fuego.

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Romance Gloria Colombo

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Jotave foto


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T

an lindo que lo habían pasado que a Vera le fue entrando un susto. Un susto que era el envés de su deseo de eternidad. ¿Qué hacer para que el instante fecundo se fecunde a sí mismo ininterrumpidamente? René en cambio no entendía de eternidades. Él apresaba el momento y se lo ponía dentro. Allí lo fecundaba… o no. Ah. O no… Vera tenía el alma tan expuesta que el susto era como el ala negra en el cielo azul. Y eso era lo que se ponía dentro… El ala negra. En su cielo azul. No podía con el momento que se le escapaba como día de invierno. Y entonces preguntó. No de capricho. De verdad era la pregunta. De verdad de inquietud que la tenía como abrojo en la médula del alma. Quería encontrar su otra ala para el vuelo –no la negra, la otra. Y René no entendió porque no era cosa de entender, era de cambiar los pies de lugar, como cuando uno camina por la ladera y siente que no está seguro ahí donde los puso. René no sintió el peligro de la roca empinada y no contestó. No sabía siquiera que había algo para responder. Ella tenía los pies en un lugar más escabroso y le gustaba ascender. Era como una cabra saltamontes que no entiende al caballo en su andar galopando por senderos lisos, sin gracia. Y para ella fue como que le escatimara el vuelo, como si le rozaran su propia ala con una piedra, y calló. Todo parecía igual, los gestos, el amor en remansos de pura extensión. Sin embargo el silencio preñó el aire, lo tornó difícil para la respiración. René se fue. Y luego llamó. René no supo o tal vez sí… Porque era un no saber de saberse, aquél con el que decía que no. Nadie lo dijo. Pero “nadie” está en el aire para quien tenga oídos. Y él un poquito, de puro temor que tenía dentro, así casi como el que ella tuviera, lo sabía aunque decía que no. Porque no le entró por la oreja. Era verdad de esas que suben por los pies, aunque no se quiera. Así como crecen los árboles umbrosos de muchos pájaros, como la seiba. De abajo, de la tierra, de pura verdad que le entra, se pone gruesa y sólida la seiba. Pero no pasaba lo mismo con él. A René la verdad, que le entraba por los pies, parecía que se le iba por la cabeza. Llamó y llamó. Los llamados de René se sentían sonar en un espacio vacío. Vera se había ido, pero como si no se fuera. Se fue quieta por desasimiento. La fue, el susto del abandono, ese abandono que la apesadumbraba con solo asomarse como un brote pequeño entre los dos. De esos que ni siquiera son cizaña. Y desapareció. No como ánima, sino como ella. Se quitó de la vista. Se apagó del oído. No hubo más espacio que cobijara cerca de él. Y así, cuando dispuesto en sus zapatos René fue a buscarla, solo pudo asirse a la casa. Los pies le temblaron ahí, en ella que les conoció el amor, ahora vacía de Vera de jazmines y de preguntas sin respuesta. Se sentía –René ahora se sentía de tal suerte– que no podía precisar en su cuerpo el sitio exacto del dolor. Entonces recordó cuando Vera en esa casa, mientras intentaba explicarse en su pregunta así, como él ahora, tanteaba su cuerpo buscando el lugar preciso del dolor de la duda. Ahora era él quien se sentía atado al alma del mundo sintiendo que su sentir no cabe en los mundos ni en los días. Del alma no sabemos, porque la de él no se le ve como a ella. Y ella, parece que se fue con el camino…

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A oscuras Macarena Ojeda

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ay un recuerdo que no me deja dormir. Me despierto de madrugada y la escena se repite una y otra y otra vez. Trato de entender pero no puedo. Tal vez si vuelco en palabras mis recuerdos lo pueda lograr. Tenía catorce años. Esa noche había mentido a mis papás para poder ir a una fiesta de los pibes de quinto año de secundaria. Les dije que mi amiga Andrea hacía un pijama party, así que me llevaron hasta la puerta de su casa. Cuando llegué a casa de mi amiga, ella les había dicho a sus papás que yo la pasaba a buscar para irnos juntas al pijama party de una compañera. Antes de salir nos encerramos en la habitación y nos arreglamos. Me puse un vestido blanco acampanado con mangas de tiritas que llevaba escondido en la mochila y Andre, short con blusa. A las 22 hs ya estábamos en el 49 rumbo a Caballito. Desde Lomas del Mirador son como 40 o 50 minutos de viaje. Para matar el tiempo empezamos a especular con quiénes iban a ir, cómo iban a estar vestidos, ¿habría comida? Cuando ya lo hablamos todo, me quedé mirando por la ventana y en el silencio de la noche fantaseaba con poder darle mi primer beso a Damián. Damián era de 5to, él era el anfitrión esa noche y mi primer amor. Era altísimo y su piel pálida contrastaba con las remeras negras que siempre usaba. Las más chicas del colegio moríamos por él, no así las más grandes que le echaban ojos resentidos cuando no lo evitaban. Se lo veía todo el tiempo sereno con una mirada que no estaba puesta en este mundo. Casi nunca hablaba y no contaba mucho de su vida personal. –¡Jime, tenemos que bajar! –dijo mi amiga arrancándome de mis ensoñaciones. Caminamos tres cuadras con una sonrisa ansiosa en la cara. Era verano y el viento anunciaba

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una tormenta que nunca iba a llegar. La calle estaba vacía y en el medio se formaban pequeños remolinos con las hojas secas. Cada tanto esa paz se interrumpía con algún auto que atravesaba el cemento teñido de naranja. En el cielo las nubes cargadas de agua chocaban unas con otras provocando truenos. Entre querer evitar la lluvia y la ansiedad que teníamos aceleramos el paso. Llegamos. Desde la puerta se escuchaban las risas y la música. Nos recibió uno de los pibes que apenas nos reconoció, gritó “¡Miren quiénes aparecieron!”. Con la cara hecha un tomate me fui directo al living y a Andre no la volví a ver hasta días más tarde. La casa era de película. Tenía dos pisos, un montón de habitaciones, una cocina inmensa, tres patios. En fin, ¿qué importancia tiene esto en mi historia? Llegué al living y estaban las chicas de 4to y 5to que no disimulaban ni un poco que cuchicheaban sobre mí. Unas me miraban con lástima, como queriendo advertirme de algo pero sin poder hacerlo; otras con decepción o envidia. En ese momento no lo supe pero más tarde entendí por qué. –¿Qué le están haciendo a la piba, ustedes? Son unas amargadas –dijo uno de los amigos de Damián mientras me rodeaba con su brazo–. ¿Tomaste algo, Jime? Tomate este fernet que está al dente. Tomé un poco y me puse a buscar a algún conocido para hablar. La casa estaba más vacía de lo que esperaba, algunos estaban haciendo mezclas en la cocina. Otros fumaban faso en el patio y debatían sobre la vida, Dios y alienígenas. Llegué a la escalera y escuché gritos y carcajadas. Empecé a subir y vi que estaba todo oscuro. En medio del hall una piba con los ojos vendados intentaba cazar a alguien. Los demás giraban alrededor de ella, huían o se escondían. En un rincón, observándolo todo estaba él, quieto con una mueca de placer. Me acerqué presumiendo mi vestido y le susurré: –¿Qué hacen, chicos? –Jugamos al cuarto oscuro. Sumate. Damián siempre hablaba como dando órdenes y yo siempre las obedecía. Me sumé al juego, que en realidad era una excusa para andar toqueteando. Solo se jugaba en el hall y en el baño. No se podía entrar a las habitaciones y no valía empujar. Después de la chica, siguió un flaco que todos habíamos coincidido en que se había dejado atrapar. Manoseaba a todo el mundo sin discriminar por sexo. No sé cómo me atrapó. Mi turno. Me vendaron los ojos, di diez vueltas y con pasos chuecos intenté orientarme, estiraba los brazos hacia adelante tanteando las paredes o los muebles que se imponían en el camino. Escuchaba los murmullos, los pasos y hasta el viento agitando las nubes. Me sentía una estúpida en medio de la oscuridad, sin ver, con las risas de fondo. Trataba de seguirlas y cuando creía estar cerca ya no se oía nada, empezaban a sonar otras desde un rincón más alejado y en ese instante sentí cerca de mí una ráfaga de viento que me rozó. Había estado por atrapar a alguno y zafar de esa tortura. Fui armando un mapa imaginario en mi mente: “si acá está el sillón, quiere decir que acá al lado está la puerta del baño, entonces allá está la escalera”. Y me mandé al baño. De pronto no hubo más ruido, solo se escuchaba una respiración agitada y una voz:

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–Cerrá la puerta –me dijo. Y cerré la puerta. Quise sacarme la venda de los ojos pero su mano no me lo permitió. Con un dedo recorría mi sonrisa. Empecé a temblar y él se reía. Quería abrazarlo, sentir su corazón pero me agarró de las muñecas acorralándome contra la puerta. Sentí de repente el frío de su piel en todo mi cuerpo. Sentía como si sus manos se hubiesen multiplicado, una de ellas subía lentamente por mi entrepierna, otra me manoseaba las caderas, el pelo. ¿Cómo hacía? Con su lengua sentía que me iba congelando, empecé a sentirme débil. No podía moverme. Sus labios me llenaron de baba y me agarraba cada vez más fuerte. El pecho estaba por reventarme, la presión subía hasta mi garganta. Mi mente empezó a marchitarse y las lágrimas mojaron todo. Estaba cansada, pensé en mi cama, en lo lindo que sería estar de verdad en un pijama party. Sentí bronca y con la poca fuerza que me quedaba lo empujé gritando: ¡Basta! Me saqué la venda y cuando prendí la luz… no había nadie. Estaba yo sola en el baño. ¡No había nadie! No entendí nada. Sigo sin entenderlo. Salí del baño, vi mi vestido todo manchado de negro. ¿Habrá sido el fernet? Recordé a mamá y papá, di dos pasos y me desmayé. Cuando abrí los ojos me encontraba en un taxi con las chicas de quinto. De sus bocas salían lamentos y culpas. Mi mente eligió otra vez irse por la ventana. Las nubes se disiparon dejando el cielo decolorado, igual al que veo ahora mientras escribo. La birome se me queda sin tinta y me acalambra la mano. Cierro la cortina y prendo la lámpara que tengo en la mesita de luz. Estoy cansada, solo quiero volver a dormir.

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El único brillo de la noche Sabrina Sosa

Fa Foto

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aura llega en el remis de siempre, un Fiat Duna rojo al que solo le abren dos puertas. La veo bajarse por la izquierda, Horacio y los chicos vienen atrás. Está impecable, trae puesta una blusa color salmón, un capri blanco y unas sandalias también blancas, haciendo juego. Qué lindo verte, ¿cómo estás?, le digo desde la reja. Mal, me saluda con un beso, y se apura a entrar. Es Nochebuena y estamos en la casa de El Palomar como todas las veces desde que tengo memoria, como todas las navidades desde que Laura está mal. Algunos en la familia apuestan hasta último momento a que esta vez, seguro que no viene. Ahora la saludan con naturalidad, qué bueno que viniste Laura, y la invitan a pasar, a sentarse, a tomar algo frío y a comer de la picada que ya casi se termina. Laura se incorpora a la ronda –todavía hace el esfuerzo–, pero no habla. Horacio cuenta que hoy fueron a la bruja y que les dijo, de solo verla, que Laura tenía el mal. Mamá se persigna, ay Dios mío, no permitas que me confunda, y sigue atenta el relato de Horacio. Me da una palmada en la pierna y señala con el mentón algo que no adivino, tráeme un vaso. Sirvo agua para mamá y para Laura. Me cuesta decidirme, pero me siento al lado de ella. Todos están concentrados en el relato de Horacio, la visita a la bruja, los baños de ruda, el té. ¿Qué sentís?, le pregunto. Mi cabeza. ¿Qué pasa con tu cabeza? Es un lugar horrible en donde no quiero estar. De qué se trata ese lugar, qué terrible puede ser para estar así, otro año más. Estoy a punto de preguntarle lo que nunca me animé ni siquiera a pensar, pero papá trae el aviso de que el lechón está listo. Salimos de aquella ronda en el jardín. Nos sentamos y agradecemos que no falte el pan en la mesa. La primera en hablar es mamá, por la salud de Laura, empieza. Cuando llega mi turno, hago silencio. No me sale pedir nada. Que siga otro, les digo. Habla Horacio y después

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María, mi hermana. Laura es la última. Tarda más que el resto. Por mis hijos, es todo lo que va a decir antes de perderse por completo en la oscuridad de esta Nochebuena. Que así sea, amén. Con los ojos cerrados cada uno pide lo suyo hacia adentro y, luego, todos comen. Laura apenas mira el plato. Ni siquiera lo intenta, no le interesa. ¿Cómo es que hace para estar acá? El brushing perfecto, las uñas arregladas. Esa forma extraña de maquillar la palidez, el desgano, la soledad, qué va a pensar la familia, que no se note tanto la desgracia, menos en Navidad. Clavo el cuchillo en el lechón. Lo doy vuelta, lo desarmo, lo examino. No me gusta el lechón, pero me sirven igual. Papá me pregunta si quiero pollo o carne. Le digo que no, que muchas gracias. La mesa está en el patio porque el calor de la casa no se aguanta. Nadie se entera, pero enseguida abandono el lugar. Dejo el plato, los cubiertos, me llevo la copa de vino y me meto adentro. Me acuesto en el sillón y miro la escena desde ahí, con el recorte que me ofrece la puerta abierta. Cuando termine esta copa me voy a servir otra y después otra, y después otra. Laura está sentada al frente y sigue sin hablar y sin comer. Todavía falta un rato para las doce. Tiene un gesto a medio nacer o medio morir. Por momentos pareciera que se va a animar a decir algo, a opinar, a quejarse, a mandarnos al diablo. Todo se detiene a mitad de camino; menos los ojos, que casi siempre, agarran otra dirección. Laura tiene la mirada en otro lado.

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Mamá entra y me ve tirada en el sillón, el vino en la mano. ¿Qué hacés acá sola? Sentate bien, te parecés a Laura. Mamá cada tanto, de la nada, me recuerda que me parezco un poco a Laura y yo, de vez en cuando, creo que tiene razón. Cuando quiero contestarle, ya está afuera de vuelta. Tiene un vaso de agua y unas pastillas. Laura traga y le puedo ver desde acá el gusto amargo en la cara, la dificultad de algo que no pasa por la garganta. La película que sigue es repetida. Laura se apaga y hay que llevarla a dormir. Las doce de la noche y el brindis llegan sin esperarla. En el patio todos miran los fuegos artificiales como si fuera la primera vez, uy mirá aquél, no, mirá aquellos. Se abrazan, se sacan fotos. Chocan las copas, las vuelcan, se ríen. Piden buenos deseos, lloran de emoción, se sacan más fotos. Comen pan dulce atrás del lechón y después ensalada de frutas. Adentro, los perros asustados, Laura y yo, en silencio y a oscuras. Me asomo a la habitación y la veo dormida, la distingo acurrucada en posición fetal en el medio de la cama, las manos abiertas agarrándole las piernas. Siento ganas de morir desmayada al lado suyo. Por un instante creo que va a suceder. Intento hacerle una caricia, tocarle el pelo. Todo lo que habita este lugar está empapado de olor a encierro, a cansancio, a sudor de meses, a saliva espesa. Es el calor del 24 y esta humedad de casa de fin de semana, pienso, o tal vez sean los perros que en estos días habrá que bañar.

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Pero no es el calor ni la casa ni Laura ni los perros. Lo que huele mal es este deseo insoportable de que no haya más navidades. Soy yo, que quiero dormirme como Laura, acurrucarme a un costado de la cama, resguardarme en la única posición que nos mantiene a salvo desde el origen de las cosas. Mejor me voy afuera, me digo, que deben estar preguntándose por mí. Pero antes, abro las ventanas de punta a punta y dejo que entre el aire. Miro a Laura una vez más, el único brillo de la noche viene de sus uñas.

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El monje herborista Patricia Cecchini

Mariana Betancur

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e levantaba al alba, rezaba sus maitines, aseaba su austera habitación –una cama de fierro, un mueble de roble donde descansaba su Biblia y una silla– y salía al campo. Había llegado al monasterio benedictino con 18 años recién cumplidos. Había sido siempre un niño retraído, curioso de su alrededor, meticuloso en sus estudios, callado y de diversiones simples y castas. A nadie sorprendió su decisión de dedicarse a Dios y de alejarse del ruido del mundo. El monasterio se ubicaba en el medio de las sierras cordobesas. Pronto aprendió a reconocer los ciclos naturales del lugar y a interesarse por la riqueza de los yuyos que crecían al pie de las sierras. Era en ese momento el más joven de los seminaristas, y ahora, después de 60 años, era el más longevo. Pablo sabía cuál era la hierba exacta para cada dolencia. Salía temprano y con paciencia, recorría los alrededores hasta dar con esa hojita verde que para cualquiera pasaba como un yuyo más, pero que sus ojos reconocían como aquella que curaba la migraña, la gastritis o las alergias de la piel. A sus casi 80 años su vista había declinado, su cuerpo era ya viejo, pero aún conservaba el vigor necesario para largas caminatas hacia arriba y hacia abajo. Cuando daba por terminada su recorrida, volvía a trabajar en el pequeño invernadero, a un costado del monasterio.

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El día en que la vida del herborista llegó a su fin había amanecido tormentoso. De las sierras bajaban nubarrones negros cargados de electricidad. Otras veces la tormenta no le había impedido salir, pero esta vez, las paredes altas del monasterio invitaron a la lectura y el estudio del texto sagrado en su propia habitación. Miraba por la ventana en reiteradas ocasiones: los verdes intensos bajos los gotones de la tormenta, los charcos que se iban formando en el jardín alrededor de las lavandas y las azucenas. Caía el peso del cielo sobre el jardín y una extraña opresión en el pecho empezaba a inquietarlo. Durante la comida en el refectorio le pareció que los truenos disminuían, que sobre los monjes silenciosos la luz se volvía blanca y liviana. También sintió que dentro suyo algo se tornaba blanco y liviano. Sintió muchas ganas de salir a caminar hacia el bosque de espinillos, donde solía encontrar flores de manzanilla y ortigas. Se calzó unos zapatos de goma y cubrió su cabeza con la capucha de su hábito. Una imperceptible llovizna le rociaba las mejillas, mientras caminaba despacio y con cuidado de no resbalar sobre los pastos lustrosos. Las flores de manzanilla mostraban un amarillo intenso después de la lluvia y emanaban una fragancia que mareó a Pablo y lo dejó por un momento en suspenso, sin saber muy bien qué era lo que había venido a buscar. Por fin se recompuso, y agachándose con cuidado, tomó un ramillete de flores. Los colocó en su morral y se disponía a ir en busca de las ortigas, cuando un ruido entre los espinillos lo puso en alerta. Eran pisadas de algún animal. Se quedó quieto y mirando por el rabillo del ojo por dónde podía venir el peligro. No tenía cómo huir y no era lo más recomendable en caso de que fuera un puma. Solo podía quedarse allí, con las manos mojadas aferrando su morral lleno de manzanillas, a la espera. Pronto los ojos amarillos se clavaron en sus ojos oscuros. Volvió a sentir un mareo, una descolocación entre su cuerpo y el entorno. Se sintió perdido: si se movía, el animal se le vendría encima de un salto. Se le nubló la vista, y en medio de la confusión, le pareció ver que se acercaba y comenzaba a dar vueltas a su alrededor, como midiéndolo. Se encomendó a Dios. Si era su hora, si debía su cuerpo ser alimento de las fieras silvestres, si debía morir entre espinillos y manzanillas, tenía sentido. Pero el animal tiró del morral de Pablo y salió corriendo. Con el aliento entrecortado, y más confundido que antes, Pablo regresó al monasterio. Cuando traspasó las puertas del gran convento benedictino ya el sol se escondía entero tras las sierras. No quedaba un rastro de tormenta, algunas estrellas aparecían en el cielo violeta y Pablo supo que al día siguiente amanecería diáfano y especial para buscar hongos y dejarse guiar por la fragancia de la menta y la peperina. Esa noche soñó por última vez. La brisa que entraba por la ventana abierta movía algunas briznas de pasto que aún permanecían prendidas a su hábito.

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Dejรกme pensarlo Charly Davice y Florencia Davidovich

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Florencia Davidovich


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os sentamos con Moris en la mesa de un café, un hombre reservado y de buenas maneras como indica uno de sus puños. Se pidió un cortado, me miró afiladamente y dijo: –La soledad es útil cuando no te duele, y un amigo que no está. Está terminando de escribir su libro autobiográfico “El refugio”. –La vida auténtica novelada desde la juventud primera. Arranca en el año 1948 cuando iba a un colegio inglés. Después me pasé al industrial. Y llegó la música cuando mi mamá me regaló una batería. Plaza Francia, Bar La Paz, aprender a divagar, ya no importaba pernoctar. Son historias para los amantes de la música, melómanos, coleccionistas, músicos, pero quiero que sea leído por gente común, curiosa. La generación del rock n roll, la que rompió con la herencia cultural, de recibirse, trabajar, casarse y para de contar. El arte no se puede parar, esa fue mi juventud, un torbellino de transformas. Nos leyó reflexiones de su cuaderno anillado –La mano de obra irá desapareciendo. Quedarán las pinzas técnicas de titanio indestructible y lo humano quedará descartado del pan a diario. La demencia y la locura serán material exportable según la organización del comercio universal. ¡Rock argentino! Me gusta más que nacional. Le pregunté si podía tomarle una foto junto a su buen amigo Charly, y con todo el poder de relato en sus manos, me mostró su puño izquierdo con la leyenda “Dejáme Pensarlo”. Pensó rápido, y su dedo pulgar respondió que sí. Después, los puso a tocar.

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