13 JULIO 2018
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Editorial M
ira el reloj y cree, vuelve a creer, que es una y veinticinco y se dispersa: no tiene pilas, el reloj no tiene pilas, sigue clavado en la una y veinticinco. Preferiría no sobresaltarse con muecas o exaltaciones pero hay impulsos que son como ardor en el cuerpo y lo perforan, lo revuelven. Las agujas no giran. Una y veinticinco. No le importa. Se convence que no le importa identificar el momento en que el reloj detuvo su tic tac y dejó de controlar el tiempo. El limbo lo redobla, lo colma de ausencias, de significados. La cara enrojecida, los pómulos cansados, el peso de los ojos, la sed, el hambre, los estrépitos de esa puerta que se abre y se cierra y se abre y que escucha entremezclada con el rumor de la novela épica y excitante que se envalentona. Otros días se distrae, otras noches el viaje está hecho de distorsiones.
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Hacemos 27 Tomás Gorrini, Director Cristian Maluini, Editor Francisco Bertotti, Diseño Gráfico y Web Daniel Stano, Diseño Gráfico Gustavo Salamié, Fotografía
Colaboraron en este número: Camila Ibarra, Leticia Bianca, Gabriel Bertotti, Jotave Foto, Hernán Vitenberg, Germán Amato, Hache, Patricia González López, Sofía Martina, Diogo Ramoreira, Paula Colavitto, Nicole Martin, Pablo Corso, Laredo Bernet, Leandro Silva, Valentín Jáuregui Lorda, Ja Ant, Gustavo Grazioli, Victoria Irene, Roxana Dauro, Eli Blue, Juan Duacastella, Cosme Andaluz, Carolina Reymúndez, Diego Flores, Vale Araujo, María Inés Bedía, Grau Hert, Sabrina Sosa, Yasmín Anush Farhat, Lizzie Grillo, Ariel Goldberg, Ariana Santa, Maru Cian, Solange Rodríguez Soifer, Camila Victoria Polo, Javier Martínez Conde, Flavia Schreiber, Sol Si, Dana Ogar, Juliana Planas, Leo Quintero y Guillermo Aimar.
Les agradecemos especialmente: A Butti. Al Francés. A Yani. A Pincha Films. A Julia Benedé. A La Biblioteca Café. A la vieja y nueva guardia. A los que siempre están. A la familia de 27.
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PRÓLOGO p. 11 1 · PERSONAS MARAVILLOSAS p. 12 2 · LA BALADA DEL VAGABUNDO p. 20 3 · KUÑA YVY MBA´APO p. 30 4 · LA NENA DE MI SANGRE p. 48 5 · UN RE VIAJE p. 41 6 · WUNDERLUST p. 46 7 · ZIGZAG p. 47 8 · REFUGIO p. 56 9 · CANCIÓN DE HIELO Y FUEGO p. 60 10 · MIENTRAS SOPLABRAS p. 66 11 · LA DISTANCIA ENTRE LAS LUCES p. 68 12 · ROSARIO SIEMPRE ESTUVO CERCA p. 71 13 · ERRAR p. 76
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14 · EN TRÁNSITO p. 79 15 · LA ÚLTIMA ESTACIÓN p. 86 16 · VIAJES p. 92 17 · NO DESTRUYA LAS SEÑALES p. 97 18 · PAISAJE MIGRANTE p. 103 19 · CAMPO DE BATALLA p. 105 20 · HASTA QUE SE SEQUE EL MALECÓN p. 108 21 · CASA EN RUINAS p. 115 22 · RESPIRAR PARÍS LE HACE BIEN AL ALMA p. 118 23 · EL AÑO QUE VIVIMOS EN APARTHEID p. 120 24 · UNA VEZ PENSÉ EN EL SUICIDIO p. 127 25 · SI PARTIR NO ES IRSE NUNCA p. 131 26 · VIAJES p. 135 27 · POLOS OPUESTOS p. 139
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Historias sin punto final Viajes
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Prólogo Por @rajapalmundo
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iempre estuvo ahí, escondida, tironeando de mis ropas para poder salir. Quería escaparse, pero no podía. Las cadenas eran muy pesadas y la pegaban al suelo como dos raíces florecidas, de esas que escapan del pavimento en medio de la ciudad. A veces, cuando nadie la veía, se asomaba a palpar el terreno. Pero como un resorte volvía hacia atrás, acobardada por la rutina, el futuro y el miedo a soltar. Las personas la miraban y señalaban con el dedo. La arrogancia de los grandes se le reía en la cara mientras que la inocencia de los niños la abrazaba con comprensión. Esa empatía con aquellos soñadores que aún no conocen de capitalismo, límites y prejuicios sociales. Pero un día no aguantó más. Ya no cabía en ese agujero oscuro. Colmada de ansiedad, hartazgo y adrenalina, cortó las cadenas y pateó la puerta que la separaba del mundo. Echó a correr, fuerte y en una sola dirección. Los ojos se le achinaron por el brillo del sol y el rápido movimiento de sus piernas la llenó de polvorín. Pero no le importaba. Corría, corría sin parar. Esta vez no volvería atrás. Se llamaba “ganas de viajar” y vivía en mi cuerpo. No es fácil reconocer qué pieza falta para llenar el vacío. Pero la parte más difícil está en salir de esa burbuja que nos vendieron como impoluta: levantarse en casa con el pijama viejo y gastado, el abrazo del viejo, los chistes del hermano, el olor de mamá; unos mates con amigos, la siesta con la perra, las “pelis” con tu chico, el asado de los domingos, las partidas de chinchón con la abuela, las carcajadas del ahijado. Es animarse. Animarse a pegar el salto y que el cuerpo choque contra el agua fría de la pileta. Que te deje la piel ardiendo y colorada, pero aún así, elijas bajar. Es sumergirte bien profundo sin saber qué es lo que hay. Es dejar que la nueva realidad te sorprenda, te sacuda, te golpee, te acaricie. Porque no hay acto de amor más grande que romper con el hábito de ser uno mismo y desnudarse ante la vida. Es cortar las cadenas, patear la puerta y salir del agujero.
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Los lugares son personas maravillosas Leticia Bianca
Gustavo Salamié
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artín Napolitano apoya la cabeza en el asiento del tren Roca y suspira. En una época los trenes me llevaban a alguna parte, piensa. El Roca lo está trasladando a la estación Constitución de la Ciudad de Buenos Aires pero él no siente que eso sea estar moviéndose. Sabe que está medicado y por eso no siente nada hace meses. Suspira otra vez y cierra los ojos. En lo que parece ahora otra vida, Martín Napolitano conocía un número de países más alto que la cantidad de mujeres con las que se había acostado. Él lo contaba jactándose siempre que podía. Usaba muy seguido también sus frases de cabecera: “El amor de tu vida tiene que ser tu vida” o “Cuando te rompen el corazón sacá un ticket de avión”. Explicaba así su desapego y fobia por cualquier compromiso amoroso que le impidiera seguir atravesando océanos. Martín Napolitano era un errante, un nómade, un alma libre. Era también la envidia de sus amigos oficinistas. Sus fotos de todos los continentes, a los que dedicó casi una década a conocer, circulaban por los grupos de chat y otras redes sociales como catalizador de frustraciones. Martín Napolitano lo sabía y por eso animaba a quien quisiera a seguirlo en la siguiente aventura. Porque siempre había otra más. Una vez alguno de ellos lo acompañó los tradicionales 15 días de vacaciones en una playa paradisíaca en Asia. Otro se pidió un mes de licencia para tomar Ayahuasca en el Amazonas peruano. Pero volvían, siempre volvían, porque estaban de vacaciones. La diferencia entre estar de vacaciones y estar de viaje es la forma en la que se está en los
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lugares y no la duración de la estancia, pensaba Martín Napolitano cuando despedía a sus amigos oficinistas en los aeropuertos. De vacaciones se está obligado a disfrutar-todo-el-tiempo, con la sensación de tener que sacar el mayor provecho de cada minuto en el destino exótico, haciendo siempre las cosas que hay-que-hacer según las guías Lonely Planet. Ser turista, pensaba Martín Napolitano cuando veía a sus amigos volver a su vida de siempre, es otra forma de ser oficinista: hay horarios, objetivos, presupuestos, fechas y muchas obligaciones odiosas, en especial la de sacar fotos. Martín Napolitano sacaba cada vez menos fotos de sus viajes. Estoy acá ahora, pensaba con cada atardecer en el mar o amanecer en el desierto, no hace falta la foto. Estar acá era su forma de evolucionar desde el turismo hacia el viajerismo, pensaba, esa nueva religión que encontraron los millenials para reemplazar los hijos, la casa y el perro de la generación anterior, según escribían los teóricos. Pero Martín Napolitano nunca estaba realmente en ningún lugar. Dedicado a las crónicas de viajes que vendía a revistas internacionales, siempre estaba escribiendo sobre el destino anterior y planeando el destino siguiente. Así desarrolló la capacidad de estar en más de un lugar al mismo tiempo y no estar nunca en ninguno en simultáneo. Pero ahora sí que estaba ahí. Ahora sí que estaba en el tren Roca camino a la estación Constitución. Viajaba desde la casa de su infancia en Adrogué hasta el consultorio de su psiquiatra en Barracas. Temperley, Lomas de Zamora, Banfield, Remedios de Escalada, Lanús, Gerli, Avellaneda e Yrigoyen desfilaban ante sí junto con el concierto estable de vendedores ambulantes, discapacitados que pedían limosna, adictos que vendían galletitas caseras, amas de casa, perros, palomas, policías y ladrones. Junto con los trabajadores apiñados como sardinas, todos ellos eran la rutina de la que había huido y ahora volvía a padecer, como si nunca la hubiera abandonado, como si no hubiera escapado de ella una década atrás. Escapar era su verbo más odiado. Odiaba la connotación negativa que suponía que uno debería estar en un lugar determinado por algún motivo más válido en vez de estar en otro lugar por alguna otra razón. Se escapan los presos, se escapa el pis, se escapa un secreto. Aquello que se escapa comete la falta del no estar donde se debe, de la (des)determinación. Escapar era también su verbo preferido. ¿Qué pasa si te escapás de una bomba?, ¿qué pasa si te escapas de una casa en llamas? solían ser sus argumentos para combatir a aquellos que lo acusaban de escapista. Era en vano. Martín Napolitano sabía que no había forma de escaparse de nada, porque donde estuviera lo seguían los mismos traumas, las mismas fobias, los mismos pensamientos recurrentes. Y allí estaba, en el consultorio de su psiquiatra, otra vez, frente a ellos. –¿En qué consistiría no escaparse de sus problemas? –le preguntó esa tarde el Dr. Rodríguez, en la sesión que tenía antes de las cuatro horas de nada que transcurría en el centro de día en el que habían decidido ingresarlo. –En quedarme quieto –respondió Martín con obediente displicencia, repitiendo las palabras de sus amigos, de su madre. –¿Ahora estaría afrontando sus problemas, entonces? –retrucó Rodríguez. –No –suspiró Martín fastidioso–, porque estar moviéndose todo el tiempo es igual a quedarse quieto. –¿Cómo?
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–Sí, se llama inercia. –¿Entonces cuál es el problema del que intenta escaparse y no puede ni moviéndose y ni quedándose quieto? – inquirió Rodríguez. –El mismo de siempre –escupió Martín. –Su padre otra vez –gatilló Rodríguez. –Una y otra vez –dijo en un suspiro resignado Martín Napolitano y volvió a recordar esa tarde en la que con diez años vio a su padre abandonarlo a él y a su madre en el caserón inmenso en el que ahora vivía –supongo que siempre es el mismo problema, no importa el continente, el idioma o el hemisferio. –¿Lo sigue buscando? –remató Rodríguez. –Sí, como a Wally –bromeó Martín y se despidió. 2. El trabajo consistía en corregir, editar y redactar alguna nota que faltara. Con más de una década dedicada al periodismo de viajes parecía un trámite, pero la situación de la redacción del diario zonal era peor que precaria, así que trabajaba bastante. Las cuatro horas del centro de día se combinaban con las cuatro de escritura y las cosas parecían andar bien, aunque faltaba algo. Faltaba la adrenalina, la vorágine, la droga de los viajes. El estómago subiendo y bajando con los despegues y aterrizajes. La sorpresa, la incertidumbre, la épica del descubrimiento. Viajar es como vivir tu vida entera en el baño y de pronto conocer toda la casa, había escrito en sus crónicas. Mejor que tomar cocaína es tomar aviones, bromeaba entre sus amigos. Mejor que tomarte un tiempo con alguien que no te ama es tomar aviones, le había dicho a una prima con el corazón roto. Todo se cura con aviones, todo se evapora cuando te vas a otra parte. Como su padre, le había dicho Rodríguez, solemne. Como mi padre, había repetido él, aburrido. Diez años de vagar por el mundo para volver a tomarse el tren Roca porque su padre no aparecía por ningún lado. Diez años de buscar en todos los hostels, albergues y campings a alguien remotamente parecido a él. Convertido casi en un ser mítico, un ser maravilloso, el padre de Martín Napolitano era el que se había escapado y no él. Pero si el que le roba a un ladrón tiene 100 años de perdón: ¿Qué les queda a los que se escapan de su vida persiguiendo a quien se escapó primero? Viajar son personas, había escrito en sus crónicas, viajar es la gente que conocés y nunca hubieras conocido si no estabas en ese lugar pero también son las personas en las que nos convertimos cuando llegamos a otra ciudad, a otro país, a otro continente. Viajar somos las personas que no existimos y ni podemos concebir que somos. Viajar son seres míticos que habitan en nuestra imaginación. Los lugares son personas maravillosas. Angustia, ataques de pánico, insomnio. En Caracas le diagnosticaron trastorno neurótico, en Sao Pablo depresión y en Madrid bipolaridad. Va a ser mejor que vuelva a su casa, le dijo un vasco con cuatro apellidos cuando lo medicó. No tengo casa, le había contestado él. Cómo no va a tener casa, hombre, todo el mundo tiene una casa. Como los padres, puede que no los
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quiera, puede que no los conozca, pero que los tiene, los tiene, sentenció el vasco y le prescribió un ticket de avión “solo ida”. Esta vez su combinación favorita de palabras se convirtió en lo peor. Volver a casa para curarme, escribió en un mail para todos sus conocidos. Indefinidamente, remató. Ansiolíticos, antidepresivos, trabajo con horario de oficina y vivir en la casa de su infancia. A eso se había reducido su planisferio. Falta que te compres un perro y ya estás de nuevo en el sistema, bromeaban sus amigos. Una de esas mañanas del Roca el vendedor de las galletitas caseras de la granjita de adictos en recuperación lo miró fijo y le dijo: –Yo a vos te conozco. –¿A mí? Hace 10 años que no vivo acá, te debes estar confundiendo. –Dale, boludo, soy yo, el Pichi, nos conocimos en La Paz. Martín Napolitano sonrió por primera vez en meses. El Pichi era el líder de un grupo de hippies drogones que había encontrado en La Paz en el que fue su primer viaje de mochilero por Latinoamérica. Instaladísimos en un hostel le pagaban al dueño una renta mensual por dejarlos vivir en comunidad. Se dedicaban a hacer malabares en las calles y vivían de la caridad, la mejor droga del planeta y los guisos de lentejas que cocinaban a la mañana como desayuno de resaca. El Pichi era el más viejo de todos, tenía el pelo largo, el cuerpo lleno de tatuajes con símbolos precolombinos y se definía como artesano. Se quedó en La Paz casi dos años porque encontró una familia con la que además de las penas compartían los gastos de la falopa. Martín llegó al hostel una mañana y se los encontró cocinando el típico guiso resucitador, tardó en entender en qué consistía el ritual pero pronto los entrevistó como hacía siempre. Se interiorizó sobre sus hábitos, sus circuitos, sus proveedores de sustancias. Los quince días que vivió con ellos estuvo en un viaje adentro del viaje. Probó hongos misteriosos, raíces de plantas carnívoras, glándulas de ranas secadas al sol. Los dejó para seguir hacia Perú. Habían pasado más de cinco años de esa despedida pero el Pichi le hablaba como si lo hubiera visto una semana atrás. Ya en Constitución, el artesano resumió su vida en una oración: me pasé de viaje y terminé acá de nuevo. Martín sonrió otra vez. Le habían dado la definición más ajustada de su condición. El Pichi también le contó que vivía en una granja en El Pato donde hacían las galletitas que vendía. Que estaba muy cómodo y contento porque lo veneraban casi como a un Dios. Era una casa de 40 internos llena de pobres que ni se habían subido jamás a un micro ni habían fantaseado nunca en tomar un avión. Y vos sabés cómo me gusta a mí la caravana, remató el Pichi, mientras le mostraba su tatuaje en el antebrazo, que rezaba CA–RA–VA–NA escrito en vertical en letras de molde. Martín Napolitano tomaría ese tatuaje como una aparición casi religiosa, mítica, definitiva. 3. Amanece en El Pato, partido de Berazategui, conurbano de la Provincia de Buenos Aires, República Argentina, Sudamérica. Todavía con sueño Fabiola pone el agua para el mate y relojea al perro, que la molesta por comida. Martín Napolitano está de viaje otra vez pero volverá en una semana. Fabiola lo com-
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prueba cuando ve el mensaje del celular. “Ya llegamos, beso”, dice Martín Napolitano desde Córdoba. Fabiola sabe que tiene que estar contenta de que su marido esté allá porque el aire de la sierra le hace bien, pero le fastidia tener que ocuparse del perro. Su dueño se fue una semana pero volverá. Ella sabe que el padre de su hijo volverá a su casa con su familia porque la única manera de curarse que tiene un adicto es enfrentándose una y otra vez a la sustancia sin dejarse dominar por ella. Todo eso lo aprendió en la granja de rehabilitación donde lo conoció a Martín tres años atrás, cuando apareció de la mano del Pichi. Ella trabajaba allí como asistente social cuando él entró como acompañante primero, como interno después. Le sorprendió que le dijera que en realidad él también estaba curándose, que su adicción era el escapismo, la adrenalina de los viajes, la incertidumbre. Tengo adicción a lo que no conozco, a lo que no sé que existe, le contó, pero una vez que llego, una vez que estoy ahí, una vez que veo lo que existe, no me llena, no me da nada. Pasaron unos meses de quietud y monotonía hasta que Martín Napolitano se dio cuenta de que el problema con su compulsión a viajar era que siempre lo había hecho solo. Además de enamorarse de Fabiola y sostener una relación por primera vez en siglos, las charlas con los internos lo hicieron sentir mucho menos solo de lo que se había sentido en Londres, Japón o Sri Lanka. Fue para esa época que leyó en el diario sobre una investigación finlandesa que había comprobado que en ese país los índices de drogadicción disminuían si se les daba a los adolescentes un subidón de adrenalina similar al que buscaban en las drogas. El arte, el deporte y las actividades grupales suplían así la necesidad de experimentar sensaciones nuevas. El clic fue inmediato. Con ayuda del Pichi, ideó un programa de viajes para los adictos con los que convivía. No solo el movimiento, sino el hecho de imaginarlo como posible sería terapia suficiente, fundamentó. La adrenalina de la experiencia, la conquista y el descubrimiento remplazaría la dopamina de las sustancias, comentaba con psiquiatras y médicos. El vacío que lleva a la autodestrucción se convertirá en curiosidad, motivación, entusiasmo, explicaba una y otra vez a las autoridades para que le dieran fondos, autorizaran traslados, firmaran permisos. Como su programa se basaba en una prestigiosa teoría finlandesa, comenzó a ganar adherentes entre los especialistas. Era fácil ver que la necesidad de conocer algo nuevo solía ser el motivo por el cual mucha gente consumía sustancias. El anhelo de sentir, moverse y viajar ahogaba en el escapismo de las drogas a quienes no podían imaginar destinos exóticos para conocer ni mucho menos pagar por conocerlos. Hagámoslos viajar de verdad a ver si necesitan pegarse un viaje, fue el slogan, el gancho, la línea de batalla. Es gente que no se sabe controlar, no pueden andar sueltos por ahí, le habían dicho los directivos de una granja, de otra, de otra más. No van sueltos, dijo Martín Napolitano, una vez, dos, tres, van conmigo, yo sé viajar. Con el apoyo internacional de los amigos que tenía en todo el planeta logró juntar los fondos para un proyecto piloto. Empezó con viajes de un día, salidas esporádicas, locales. Siguió con la atracción turística más cercana a cada granja. Terminó por llegar a las montañas, los glaciares, el mar. Logró subir a cientos de pibes pobres por primera vez a un avión. Y a un micro. Y a un tren. Y a un barco. En menos de un año creó una organización a la que llamó Caravana, recaudó muchísimo dinero desde todos los lugares del globo que había conocido y no paró de contactar gente dispuesta a ayudarlo. Habló en varios idiomas con médicos europeos para que
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lo apoyaran, convenció a psicólogos, asistentes sociales, funcionarios, periodistas. Difundió su proyecto por todo el país, lo publicitó en congresos de narcotráfico, delincuencia y pobreza, lo presentó a legisladores, ministros y gobernadores. Viajeros de todo el mundo lo entrevistaban, fotografiaban e idolatraban. Era un héroe, un mesías. Martín Napolitano volvió a viajar aunque lo tuviera prohibido por prescripción médica. Pero ahora lo hace con un sentido, en una dirección. Los aviones dejaron de ser su vía de escape, los pasajes solo ida ya no tienen sentido, los lugares se convirtieron finalmente en personas maravillosas. Algunos internos se le escapan, sí. Pero muchos vuelven renovados, con ganas de hacer, de conocer, de vivir. Viajar es la mejor droga que existe, repiten, sobrios, recuperados y adoctrinados por Martín Napolitano, los adictos a las fronteras, los horizontes, el más allá. Viajar es la única droga que existe, rezan entre risas, por algo cuando te drogás te pegás un viaje, dicen una y otra vez, los pichones de aventureros, los marco polos del subdesarrollo. Martín Napolitano ya no se traslada en el tren Roca hacía la estación Constitución. Abandonó el psiquiatra, la medicación y el puesto de redactor. Trabaja ahora a unas cuadras de su nueva casa, en la organización que creó y es inspiración para miles de iniciativas similares que se reproducen en barrios marginales de todo el mundo. Martín Napolitano tiene una casa, una mujer, un hijo, un perro y una misión. Ya no busca a su padre en el planisferio. Ya no se siente solo. Ya llegó a algún lugar.
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La balada del vagabundo Gabriel Bertotti
Jotave Foto
”Salgo del hotel Saint Michel y compro un gaulois y un diario; ambas cosaslas guardo en el bolsillo y reanudo un paseo comenzado hace veinte años a orillas del Río de la Plata, un paseo que como todos, no conduce a ningún lado, pero puede llevar a todas las revelaciones”. Bernardo Kordon. “Vagabundo en Tombuctú”.
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– n aquel remoto desierto solo habitan los ángeles. Llegar es casi imposible y te lleva toda la vida. La clave es que no haya ninguna razón para ir. Solo la salida absurda te garantiza sobrevivir a los imprevistos del camino. –¿Y todo para qué? –No lo sé. Yo me detuve antes. Mi viaje ha sido imperfecto pero no menos peligroso que el tuyo. Era cierto. Todo había comenzado hacía demasiado tiempo. –La intensidad de lo vivido acelera el tiempo. –O lo ralentiza. –Salir de lo cotidiano es entrar en otra dimensión de la vida. –Sin ancla. –Ni referencia. –Algunos lo han llamado “el otro lado del espejo”. –Exacto. No –lugares donde es imposible exiliarse porque solo existen como utopías.
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–Sin descripciones ni nombres. –Sin geografía. –O acaso una geografía absurda. –Postulada en un lenguaje secreto. –Secreto. –¿Cómo empezó tu viaje? Cerró los ojos. El que hablaba parecía otro. –A los diez años, sentado en el zaguán de mi vieja casa, jugando con un tablero vacío de ajedrez. Lo había rescatado de un viejo cajón; nunca aparecieron la fichas; parecía raro, como todo lo que me rodeaba: un niño intentando encontrar algún uso alternativo a un viejo tablero inútil. Entonces lo vi como si fuera un mapa. Cada casilla representaba una manzana del pueblo. Al final coincidía milagrosamente con la cuadrícula fundacional de aquellos viejos pueblos de la llanura, de geometría convencional: paralelas y perpendiculares. Un juego me fue revelado. Debería seguir al azar a alguna persona y marcar el itinerario en el plano–tablero. No debería pasar los límites. Pero así planteado el juego se tornó aburrido porque una vez repetidos los itinerarios en todas las direcciones siempre tenía que volver al punto de partida. Lo bueno fue que a los meses me conocía cada rincón del pueblo. Cada calle de tierra, piedra o arena. Cada casa de madera o chapa. Cada refugio de perros y ratas. Cada recoveco donde el viento te arrastraba. El día que cumplí once años decidí atravesar el límite. Llegué al extremo norte del pueblo y di un paso. Alcancé a ver otro pueblo incrustado en el de cada día. Una mujer que pasó a mi lado tenía tres ojos. Un grupo de niños jugaba una extraña variación del fútbol con dos pelotas al mismo tiempo. Noté que todos tenían tres piernas. Había carteros por todas partes. Cuando estaba por dar el segundo paso y entrar definitivamente del otro lado una mano me aferró del hombro y me trajo de nuevo al pueblo. Era mi padre. Bastó una mirada. No dijo nada. No gritó. No me pegó. Solo me miró. Le entregué el tablero. Volvimos a casa. –Volviste a ser un niño que sueña con otros mundos sentado en el zaguán. –Sí. Y dejé de jugar al fútbol. –¿Y tu viejo nunca te explicó nada? –No era necesario. Yo no era tonto. Supe que habitamos en un multiverso de mundos paralelos, eso está claro. Lo importante es lo que me dijo mi viejo muchos años después, antes de morirse. Me dijo, apretándome fuerte el brazo: “Antes de pasar del otro lado tenés que aprender a vivir en este”. Y eso hice. Me di cuenta de que el mundo que me toca, un mundo limitado, es también infinito. Siempre hay un intervalo entre dos intervalos. Siempre hay un nuevo círculo concéntrico que te lleva al centro de algún laberinto que es parte de otro laberinto que entra en un nuevo laberinto. Eso lo tuve claro desde que mi viejo se fue. Se estaba muriendo en un hospital de mierda; me atrajo hacia sí y me dijo: “Sacame de acá”. “¿Cómo querés que te saque, papá?”, le pregunté. –Atravesá paredes –me dijo–. Agarrame y atravesá las paredes. El hospital era horrible. La habitación era horrible. Era jueves y mi viejo estaba fatal, casi se muere esa noche, lo operarían el sábado pero esta mañana se habían llevado todos los aparatos, lo estaban dejando morir.
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Pensé: Y si de todas maneras se va a morir, ¿qué más da sacarlo de acá? ¿Qué más da que se muera acá o cumpliendo una ilusión? Así que decidí lo improbable, la locura. Lo levanté y le puse el sobretodo, los zapatos sin medias, el sombrero. Lo senté en la silla de ruedas que le robé a un viejo de otra habitación y arranqué sin dudarlo hacia la salida. Nadie me dijo nada. Subimos a un taxi. –¿Adónde? –preguntó el taxista después de unos minutos de silencio. Miré a mi viejo. –Dele rápido hasta el límite norte–le dijo–.Yo le aviso. “El límite norte de nuevo”, pensé, recordando aquella visión de niño, cuando di un paso al otro lado. Abandonamos la ciudad y nos internamos en los barrios de la periferia. Por una huella de tierra bordeada por eucaliptos llegamos a un barrio de casas de chapa y cartón, lo cruzamos y quedamos en la intemperie, la huella seguía tierra adentro. –Pare acá –dijo mi viejo. El taxista se marchó aliviado. Nos quedamos solos, en medio de una planicie de tierra y arena rodeada de tamariscos. Le costaba respirar. –Es tarde para mi, hijo –me dijo con un hilo de voz–. Andá vos, cruzá el límite, ya no sos un niño. Salvate. Lo miré. Con lo que le quedaba de fuerza me apretó la mano, como despedida. –Nunca te olvides de tu viejo–me dijo, y se desplomó de bruces. Sentí un ruido extraño a mi espalda. Lo abandoné inmóvil en el polvo. Me metí entre los tamariscos. Una pequeña nave espacial estaba por despegar. La portaza estaba entreabierta, corrí hacia ella. Una mujer muy joven me paró con la mano en el pecho. –¿Adónde vas? –Me voy con ustedes. Mi viejo está invitado –Pensábamos que no vendrían. –Pero vinimos. –¿Y tu viejo? Se lo señalé. –Está muerto. –No importa. Traelo. Se calentaban los motores, se levantaba el polvo, el calor era insoportable. Cargué a mi viejo y lo subí a la nave. Dos hombres sin cara agarraron el cuerpo y se lo llevaron. Iba a decir algo pero la mujer me hizo señas de que hiciera silencio. Era muy bella. –Podés irte –me dijo–. La invitación era solo para tu viejo. Otra vez una mano aferrándome del hombro. Impidiéndome internarme del otro lado. –¿Puedo despedirme? –Ya lo hiciste –me dijo. La brisa de los motores le movió apenas el flequillo, lo que me permitió ver el tercer ojo, que iluminaba su frente.
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Después de esa experiencia decidí partir. Hice un bolsito y me largué a la ruta. Necesitaba algo convencional, de este lado. Necesitaba ir al Sur. Era la época en que todavía había trenes. Me senté junto a la ventanilla, en clase única. No había pagado pasaje así que debía estar atento. La idea era irme al último vagón y con los otros colados hacer una vaca para el revisor. Había alternativas que solo utilizaban los más valientes, como pasar por los techos a los vagones ya controlados. La ventaja era cierta sensación de victoria e impunidad y los asientos más cómodos de primera o pullman, la desventaja era que te podías matar. Como todo, me enteraría de eso más tarde, en ese momento solo tenía pensado huir al ver la figura del revisor asomando. Clase única era una adecuada mazmorra móvil destinada a castigar a los más humildes. Los asientos estaban rotos, la cuerina sucia o agujereada, la vieja gomapluma descolorida llena de bichos acechaba entre los agujeros, el suelo no se limpiaba desde hacia generaciones, había cáscaras de huevos duros, de mandarinas, había bolsas infectas con trozos de carne que ni siquiera un neanderthal hubiera comido, el olor a sudor seco, antiguo, se mezclaba con el olor a patas. El llanto de los bebés ponía a prueba tus nervios. Además, o hacía un calor insoportable y los vidrios no se podían bajar y tenías que abrasarte, o hacía un frío insoportable y la calefacción no funcionaba y los vidrios bajados en pleno verano no se podían subir y estabas condenado a congelarte. Después de haberme congelado y abrasado sucesivamente entró el revisor. Me levanté y me fui para atrás. Alguien metió el pie y me hizo caer. Me ensucié de escupidas percudidas y un chicle se me pegó en la palma de la mano derecha. Escuché risas a mis espaldas. Casi vomito cuando pasé por los baños. –Vení por acá –me dijo una voz. Alcancé a ver una pierna que se perdía en el vacío. La puerta que daba a la nada estaba abierta. Me asomé y vi un cuerpo que trepaba al techo del vagón por una escalerilla de hierro. –Dale –me gritó una muchacha hermosa entre el polvo y el hollín. Subí como pude. El viento era muy fuerte pero pude escuchar que me decía: –Este revisor es un hijo de puta y te baja en el desierto. Seguime. Y se giró y comenzó a andar a gatas por el techo. Se agachaba lo más posible para ofrecer la menor resistencia al viento, que era cada vez más intenso y frío. La seguí como pude. No resistí la tentación de aferrarme a un gancho del que todavía desconozco otra utilidad que la de permitirme un momento de contemplación que aún todavía, tantos años después, me hace estremecer: era menuda, tenía el pelo moreno muy corto, unos vaqueros ajustados que le marcaban la braguita, cubría su torso con una musculosa que había sido blanca y que ahora estaba tan manchada por hollín y grasa que pedía a gritos la acción devastadora de mi lengua. –¡Dale pasmarote, dejá de mirarme el culo y apurate que viene el túnel! Hice lo que pude para llegar al otro vagón antes de que un agujero negro nos mandara al remoto confín del universo. Eso me lo explicó abajo, calentitos en los viejos sillones verdes de primera. –Los túneles en el sur te transportan a nebulosas desconocidas, en donde deberás convivir con extraterrestres con forma de calamar o cangrejo por el resto de tu existencia. Abrí la boca sorprendido de encontrar alguien que supiera los mismos secretos que yo y ella aprovechó a besarme. Su lengua mojada era lo que necesitaba mi boca seca. –Te vi mirándome el culo todo el tiempo –me dijo–. Ahora que podés, ¿no te gustaría tocármelo?
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Me dirigió la mano. Cuando apreté con fuerza me dijo al oído. –Vení –y se levantó y se sopló el flequillo con el costado de la boca y me miró con los ojos iluminados por la luz de una nebulosa que brillaba en el centro de todos los laberintos. –¡Dale pasmarote no te quedes papando moscas! La seguí una vez más. Entramos al pasillo de los camarotes. Golpeaba en cada puerta hasta que entramos en el único en el que no hubo ninguna respuesta. Se tendió en la litera de abajo, abrió las piernas y me dijo. –Dale, usá la lengua. –Es misteriosa la materia. –Es misteriosa la materia. La materia en mi vida siempre ha sido femenina. Una mujer me enseñó la belleza de las profundidades. Se subía a mi cuerpo a horcajadas y se dejaba caer y yo la recibía como un habitante del desierto recibe la lluvia. Y mi cuerpo era como la Puna de Atacama después de una lluvia milagrosa. –Te mojo, arena. Me decía en el camarote ocupado por nuestra sensualidad. Estábamos sucios. Nos humedecíamos y empapábamos todo y cuando ella se dormía yo me daba cuenta de que todavía tenía
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un chicle pegado en la palma de la mano. Era un viejo que le contaba a otro viejo el periplo que lo había llevado hasta ese inmundo lugar de espera. Un patio cerrado en el centro mismo de un viejo caserío abandonado en el último límite. Del otro lado de las paredes, el desierto. El sitio al que te conducen todos los viajes. –Si no has sido razonable. –Si nunca has madurado. –Si no te comprometiste. –Y terminás acá, en este patio infecto donde se ahorcó el Minotauro. Y después uno por uno atravesamos la puerta final y... salimos. –A la intemperie. –Dicen que en ese desierto habitan los ángeles. –Nadie sabe si son los caídos o los ciegos. –Dicen los heresiarcas de Babilonia que son aquellos que vuelan en círculos y que caen extenuados al vacío porque en el Infierno no hay árboles donde posarse. –Me acuerdo que fui como un joven ángel inocente que no podía parar. –¡Y que lo digas! Mirá. Acá han dejado unas grabaciones a tu nombre. Mientras te esperaba alguien se presentó y me dijo que te las pasara. Me dijo: “Cuando acabe con la historia de su viajecito al sur hágaselas escuchar”. –Pero todavía no acabé… Cuando llegamos al gran lago nos escondimos entre los árboles esperando el momento apropiado para robarles una carpa a los que acampaban haciendo fogones y cantando canciones idiotas. Bueno, todo lo planificaba y ejecutaba ella y yo la seguía. Una vez cometido el latrocinio entramos en la parte más abstracta del bosque. Montaba la carpa, se quitaba la ropa, se revolvía entre la tierra y la maleza, se embadurnaba la cara con barro y me decía: “Limpiame”. Hacía un fuego. Pero no teníamos nada que comer. Así que me preguntaba: –¿No tenés hambre? Y a mi me tiritaban los dientes de pura ansia. Y me decía: “Comeme”. Una tarde el olor a carne asada nos llevó a un claro donde dos hombres preparaban unas truchas a las brasas. Me hizo el mismo gesto con el que la extraterrestre que se llevó a mi padre me exigió silencio aquella noche de revelaciones. Se arrastró hasta la parrilla y apenas los hombres se distrajeron manoteó los pescados y escapó como si fuera una serpiente deslizándose sobre la hierba. Los tipos no pudieron seguirnos el rastro. Cuando llegamos a nuestro refugio se quitó la musculosa y se pasó las manos engrasadas por los pechos y dejó los pescados sobre una mata de romeros salvajes. –Elegí –me dijo ofreciéndome sus pechos duros y dorados. –Es misteriosa la materia. –Es misteriosa la materia.
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Lo que sucedió después no se lo contó jamás a nadie. Intentó olvidarlo pero fue en vano. Así que se calló y al rato se fue a un rincón del patio, dándole la espalda al otro, y escuchó el cassette en el que voces muertas hablaban de su pasado. Voces muertas hablando de los remotos intentos de atravesar laberintos. “Eran un muchacho y seis vascas. Lo recuerdo clarito, maestro. Me entraron a la tarde, por la puerta que da a los trenes. Por ahí sopla el viento fuerte y siempre está cerrada. La otra puerta da al Sur. A los carros en que se va casi toda la gente. Venir ya no viene nadie, todos se van. Por eso me sorprendió que se abriera esa puerta. Entró primero una muchacha un poco sucia, le diré. Manchada de barro en los pantalones y la cara tiznada, como de carbón, pero era polvo, sabe. Las demás muchachas también estaban así de sucias pero me pareció menos porque ya me había acostumbrado. Conté seis hembras. Tres morochas, dos rubias y una pelirroja. Hembras fuertes; bonitas todas. Después entró el muchacho. Ninguno tendría más de veinte años. Pidieron una habitación, querían seguir juntos. Agregaron un par de camas y las juntaron todas. A mi no me importó. ¡Qué me iba a importar si hacía medio año que nadie venía a la pensión! Esa noche no pude dormir. Imaginar lo que haría el muchacho con las vascas me secaba la garganta y yo no puedo dormir cuando tengo tanta sed”. “Me acuerdo como si fuera hoy. Remontábamos el Amazonas esquivando troncos y delfines. Venían a la nochecita a tomarse algo; no había mucho que elegir. Se iban al lugar más oscuro de la popa y se quedaban juntos. El muchacho era del sur, me lo confirmó la noche que le cantó una especie de tango, creo. La chica era de Tapajós, yo ya la conocía de otros viajes. Enseñaba en el jardín de infantes de la colonia evangelista. Andaba siempre con los dos hermanos. Por eso se encontraban de noche, cuando los otros dormían a pata suelta. El muchacho debería ser valiente. Si los hermanos lo pescaban cortejando a la hermanita lo hubieran dejado hecho una lástima a machetazos. Ella se presentaba como si fuera a una fiesta. Un vestido de gasa negra. Los pechos duros insinuándose debajo de la tela. Él le cantaba mientras ella se le sentaba encima. Supongo que para ganar tiempo venía sin ropa interior. ¡Cómo quiere que me olvide!”. “La cosa fue bastante terrible. Para llegar al pueblito de pescadores había que atravesar un océano de dunas. De un puesto que cada tanto era tragado por la arena partían tres o cuatro buggies diarios, por lo que los sitios escaseaban, y además, antes, había que llegar al puesto desde el poblado. Era una carretera de ripio que atravesaba el desierto. Se tardaban ocho horas hasta el puesto y siempre había más del doble de gente esperando. Cuando la guagua abría las puertas todos se abalanzaban. Nadie hacía cola. Ese era un concepto foráneo; ningún lugareño sabía esperar y a eso había que acostumbrarse. Me acuerdo que el muchacho intentó entrar como pudo, luchando contra la ancestral manía de ser educado, de dejar a las damas primero, que habría heredado de su padre. Cuando estaba a punto de quedarse afuera una mulatita muy bonita lo llamó. Le había echado el ojo hacía rato y le guardaba un sitio a su lado. La vi pelear como una leona contra los otros viajeros mientras que el muchacho seguía sin espabilar. Al rato lo estaba besando. Escuché que le decía su nombre: Oliva. Escuché también que era de Manaus y que le invitaba a compartir rancho. Eso hicieron, sabe. El pueblito era idílico. Los pescadores se iban a otra parte y dejaban las cabañas vacías. Una vieja las alquilaba. Era todo precario. Suelo de tierra o arena. Ningún mobiliario; ganchos en las paredes para colgar las
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hamacas. La chica consiguió un ranchito frente al mar y colgó una hamaca matrimonial. Supongo que la brisa marina de la mañana los despertaría para que siguieran haciendo lo mismo que hicieron la noche anterior mientras ignoraban la luna”. “Era un muchacho muy joven. Se subió al bus con la morocha. La morocha no paraba de besarlo. Los labios estaban hinchados y la lengua babosa. Creo que vi su mano perderse entre sus piernas. Cuando llegamos al puerto la morocha se quitó el collar, el reloj y los pendientes. Sabía dónde se metía. El muchacho no, pero seguro que espabiló enseguida cuando se escaparon por los pelos de las bandas de yonkis pobres y desesperados que aparecían como zombis por los zaguanes y cuevas y que te asesinaban por un par de zapatillas o un paquete de cigarros. Desde mi ventana enrejada los vi subirse a un taxi compartido. Un viejo Chevy que apareció de pronto y los salvó de la jauría de desarrapados que tan cerca estuvo de acuchillarlos”. “Sí, claro que lo recuerdo. ¿Cómo olvidarlo? El muchacho y la morena vinieron del lado de Barranco, bajando a la costa. Había tormenta. La playa estaba desierta. La fina arena te machacaba duro en las piernas y en la cara. Apenas se podía respirar. La garúa eterna de Lima te calaba los huesos pero ellos parecían no darse cuenta. Se subieron a la caseta de salvamento y se refugiaron del viento entre los finos tabiques de madera. Imagino los granitos de arena entre los dientes y el sabor salado de las bocas que no se soltaron ni un segundo hasta que se hizo de noche y tuvieron que regresar al centro, porque había toque de queda”.
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Apretó el stop. ¿Para qué seguir? Siempre sería la misma historia. Un muchacho y las mujeres que encontraba en el camino. Siempre había sido así hasta que un día se quedó en un sitio y se hizo hombre. Para ese día y para el resto de su vida no tiene palabras. ¿Fue feliz? ¿Se arrepintió de haberse detenido? ¿Qué fue lo que lo puso de nuevo en marcha? Estaba otra vez contra la pared del patio en la que daba el sol más fuerte. Hablando con el otro. –El viaje no es solo irse. Quedarse es viajar hacia adentro. –Suena a consuelo. –¿Tuviste alguna vez una pareja? Silencio. –¿Lo ves? Si nunca te detenés hay cosas que no aprenderás jamás. –Vale. Entiendo que te quedaste en un sitio por amor. Pero…¿por qué volviste a irte? Una mujer que muere en su cama. Una mujer que le hizo mantener hasta el final la promesa de no llevarla a un hospital. La promesa de seguir poniéndole los viejos discos de Caetano. –Vení, tonto. Leeme. Y él le leía la poesía de Rilke que a ella tanto le gustaba. Le leía: ¿Quién, si yo gritara, me escucharía entre las órdenes angelicales? Y aun si de repente algún ángel me apretara contra su corazón, me suprimiría su existencia más fuerte. Pues la belleza no es nada sino el principio de lo terrible, lo que somos apenas capaces de soportar, lo que solo admiramos porque serenamente desdeña destrozarnos. Todo ángel es terrible. Y ella cerraba los ojos y él temblaba. Mudo. Y ella abría un ojo, y le decía: “Sigo viva, tonto”. Y ella abría el otro ojo y se quitaba de encima la sábana y le decía: –Vení subí, abrazame. Y él, como había hecho hacía tantos años con otra mujer, como había hecho siempre, como hacía desde hacia décadas con ella, subía, y se abrazaba a un cuerpo de mujer que latía en su pecho más fuerte que su propio corazón. –Es misterioso el amor. –Es misterioso el amor. Cuando ella murió volvió a la casa de su padres. La madre había dejado un paquete a su nombre a los nuevos inquilinos. –Para mi hijo –les dijo–. Por si vuelve algún día. Lo abrió. Había un tablero de ajedrez y una nota. “Tu padre antes de desaparecer me pidió que guardara esto para vos. Me pidió que no me muriera sin dártelo”.
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Después se sentó, viejo, pero aún no cansado, en el zaguán de la casa arcaica y siguió a otro viejo que pasó por ahí y que después de un largo camino llegó al límite del tablero y cruzó el límite norte. Ya no había gente con tres piernas ni tres ojos del otro lado; ni siquiera había carteros. Había un desierto infinito y un caserío abandonado. En el patio encontró al viejo, se sentó a su lado y se pusieron a hablar. –Esta vez no habrá una nave que te lleve como a tu viejo. –¿Querés decir que se está por acabar el viaje? –No quiero decir nada. Cuando abrió los ojos el otro no estaba. No lo extrañó. Ahora que el otro no lo distraía se dio cuenta de que llevaba años sin comer ni beber. Mucho tiempo después se convenció de que todo ese tiempo se lo había pasado hablando solo. Buscó el grabador y el cassete donde se contaban sus aventuras, pero no encontró nada. Un día se despertó en medio del desierto. No existía el caserío. Se le apareció un ángel. –¿Te manda mi viejo? El ángel lo abrazó. Escuchó su voz, recitándole a la mujer que amaba: Pues la belleza no es nada sino el principio de lo terrible, lo que somos apenas capaces de soportar, lo que solo admiramos porque serenamente desdeña destrozarnos. Todo ángel es terrible. Miró por la ventana; comenzaba a llover. Ella lo llamó: –Vení a la cama, tonto. Fue. La vida no se acaba nunca.
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Kuña, Yvy, Mba’apo Hernán Vitenberg
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Las fotos fueron tomadas en la RepĂşblica del Paraguay entre marzo y julio del 2018.
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La nena de mi sangre Germรกn Amato
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Hache
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l ogro de Bariloche preguntó ¿sos feliz?, casi cortándome el chorro. La respiración monstruosa a pocos centímetros, mi piel de gallina no fue por el clima nocturno de montaña. No me dio miedo su cara en la oscuridad, pero se parecía al padre de la nena de mi sangre… cantá, cantá con todas las fuerzas, cantá pensé en la siesta dormida con el gato herido en su noche de juerga, en todas las horas que descansamos, quién curaba a quién en la pieza que preparó mi amiga. En su casa de frambuesas rojas, yo era el gato herido, ella me abrazaba como si no hubieran pasado diez años desde nuestra última juntada donde confesó: me separo. Pensé en todas las cosas que se abren y terminan cuando te conocés con alguien y me pregunto por qué en general pienso que la gente no se acuerda de mí y la realidad se encarga de contradecirme con la sorpresa de, por ejemplo, viajar a una ciudad patagónica creyendo que mi destino es un hostel y entonces descubro que no es verdad todo lo que pienso cuando me voy por las ramas, que hay un rancho con jardín y árbol de cerezas donde menos te lo esperás… cantá, cantá con todas las fuerzas, cantá pensé en el caracol polvoriento a mil seiscientos metros sobre el mar, en la subida casi sin aire, entonando adentro al verbo kamikaze para defenderme, en resbalar la tarde de lluvia, en la piedra donde encontré refugio mientras comía duraznos, nueces y uvas, en los caminantes sorprendidos de mi tranquilidad, frente al cielo oscuro, que se caía deshecho en chispas blancas del invierno que viví durante dos días este verano, en la casa de troncos y paredes anchas repleta de un hogar de rehabilitación, con chicos revoltosos y su cura de ojos claros cabalgando desde Sui generis hasta la Berisso y todas las estaciones intermedias que rompieron la cuarta cuerda de la única guitarra que importaba y que sin embargo que no importe nunca la disonancia, pero sí, la nena de nueve años que propuso jugar al desconfío después de la merienda en la mesa de madera rústica compartida, en mi intención de enseñarle otro juego y frente a mi poca memoria para las reglas, arranquemos un Chancho para que, minutos después, el pibe del hogar en la mesa de enfrente diga, ¿saben jugar al Nervioso? y que cuando explique, sea el juego olvidado y descubrir que la piba y su amiga de las cejas Miyazaki me curan de algo que hasta hoy no pude escribir, que ellas y el hermano menor apodado Budi porque parece un buda en miniatura, te tratan de igual a igual y vos en ningún momento dejás de pensar en la nena de tu sangre… cantá, cantá con todas las fuerzas, cantá pensé en los cuerpos que arden de soledad, adentro de una bolsa de dormir insuficiente, a la intemperie, arden como esas hojas en la fogata que el aire caliente escupe hacia arriba y flotan ennegrecidas, mientras el fuego nos enhebra en un círculo de personas extrañas tocando sus más íntimos bondis, con la misma fluidez del río azul, del agua que hierve los fideos y el humo metiéndosenos en todos los poros mientras tosemos y lagrimeamos. pensé en la carta que volví canción, preguntándome si el arte cura, que por favor cure, renueve la fuerza que nada por mi sangre.
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pensé en el antiguo bosque incendiado de camino al lago más cálido de Chubut, carbonizado hace un tiempo no tan lejano por un estúpido negocio inmobiliario que no prosperó, y lo vi, ahora desde la ventanilla, verde renacido de nuevos árboles en extensión, mientras pasábamos con el bondi hacia el festival Ave Fénix, celebrado para reconstruir el Centro Cultural también prendido fuego. Esa misma tarde donde una nena de tres años y trenzas me hizo descubrir la voz de mis venas, mientras bailaba ayudó a zambullirme, a encontrar los acordes para una canción imparable… cantá, cantá con todas las fuerzas, cantá podría haber sido un vecino, un loco esporádico o asiduo, algún pariente lejano del manoseo, pero no, fue su padre, el pulcro de saco y corbata, pelo prolijo que le dio la vida, se la fue rompiendo desde bebé hasta que ella pudo hablar un día y decir ¡basta! cantá, cantá con todas las fuerzas, cantá Mientras nadaba en un lago helado sentía alfileres en la sangre y rabia y no estaba en el paisaje sino en la nena de mis latidos, las montañas invisibles sobre el cielo azul arriba, enmudecieron, todo pasó tan cerca y ¿qué pude hacer…? ¿Escribir un cuento premonitorio el año de su nacimiento?, como si el alma se adelantara y advirtiera… cantá, cantá con todas las fuerzas, cantá Todo pasó tan cerca mío y ¿qué pude hacer? Al pulcro de corbata y gomina lo saludaba con un beso y un abrazo y nos sentábamos en la misma mesa los domingos, su sonrisa era un rictus que se me impregnó como un tatuaje. Esta pelota de recuerdos también formó parte de esto que llamé viaje y era mi cuerpo sumergido en el agua helada sin fondo. Me dejé ir, toqué el punto exacto del dolor y entonces, mientras subía a la superficie soltando una bocanada de burbujas en mi mente, nació un mantra mínimo que le dediqué a la nena de mi sangre: gritá, cantá con todas las fuerzas, gritá. Sí, soy feliz, pero no te importa, le respondí al ogro que esperaba en la penumbra, mientras meaba los matorrales de frambuesas. Pedime tres deseos, entonces, dijo el ogro. ¡Eh?, lo miré a los ojos. Su cara cambió: parecía un conductor de tv que se acaba de enterar en cámara que perdió el laburo. No hinchés las bolas, esto no funciona así, Ogro. Le di palmadita al hombro pegajoso y peludo y me fui a dormir. Mi viaje lo necesitaba.
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Un re viaje Patricia González López
Sofía Martina
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l paisaje es diverso, una nena llora ante el movimiento de las ruedas de una bici, un hombre grita café, otro hombre grita yo cortado y un tercero pide una gaseosa. Una señora compra un pebete, su marido una cerveza y la parejita de recién casados se conforma con agua mineral. Tengo una especial fascinación por el pancho de este lugar, me gusta cuando la mayonesa se me cae de la boca o me queda sabor a mostaza en la lengua, me gusta manchar las hojas de los libros con los pulgares aceitosos y al pasar el tiempo notar exactamente en qué momento fueron leídos y dañados. Pero hoy no está para panchos. Me gusta el pibe ese que siempre viene a la misma hora. Quizás hoy sea el día. Me hago la linda, hablo por teléfono con una amiga de cosas importantes con alguna pizca de superficialidad para parecer más humana. El hombre de al lado me mira, de algún lugar lo conozco, pero no me acuerdo de dónde. Dos Hoy está más fresco que otras veces porque hay más espacio entre cada uno. Pero mi ventaja es que el sol estuvo dorando el asiento que elegí durante horas, está calentito. Este es el lugar de las cuatro estaciones. Ahora es otoño, pero en un par de horas puede ser primavera o el verano más ardiente. El equipaje recomendado es musculosa, un saquito, un pantalón finito o pollera larga y algún abrigo largo por si nos visita el frío violento, ni muy formal ni tan desalineado, ropa bien elegida como si te hubieras puesto lo primero a mano. También es recomendable tener mucha tolerancia a los olores, mucha confianza y entrega. El que está sentado atrás mío se tomó unos mates antes y seguro fumaba a la vez, cada vez que suspira me toca oler la mezcla de
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y el tiempo. Al menos un litro y medio, hace una hora y un pucho apurado antes de entrar. El grupito que está en diagonal es tremendo, largan una baranda digna de un estudio científico. Es una mezcla de acidez de lavarropas cerrado por mucho tiempo, tratamientos de conducto podridos, malos pensamientos, pelo mojado reiteradas veces y encima pidieron milanesas. Todo bien con las milanesas igual, qué rico es comerlas pero qué desagradable olerlas cuando las come otro. Me falta el aire, me sobran olores. Me da calor. Cruzo las piernas y me pongo de costado, según mis cálculos en esa posición mejora mi sensualidad corporal y abre el apetito de los lobos feroces. ¿Será un lobo feroz ese chico tan lindo? Me miró varias veces, me hice la que miraba para otro lado para ver hasta dónde llegaba su vista, fue más allá del cuadril, me va a subir la presión. Decido sostener la mirada a los ojos al menos una vez, bajando el mentón, quizás haya guiñado un ojo, nunca me sale bien. El señor de al lado me sigue mirando, frunce el ceño, hace un gesto de desagrado y sorpresa, incluso de rechazo. Mira al pibe que miro, me inspecciona como si se preguntara cosas, yo también me pregunto. No es el típico pajero, no le cazo la onda. Tres Pasan muchos vendedores ambulantes, me gustaría comprar todas las ofertas pero me quedo sin cambio, pulseritas, broches de pelo, lapiceras, medias, anotadores, chicles. Decido comprar los chicles y aparto la plata. Ahí viene otro, a ese lo conozco. Vivía cerca de casa. La última vez que me lo crucé estaba más flaco, más bien chupado, no tan sucio como hoy aunque ahora lo veo entero. Me da vergüenza estar de este lado de la situación. Bajo la cabeza para que no me vea como si alguno estuviera haciendo algo malo, ver si me queda más cambio en la cartera. Él reparte unos calendarios y estampitas a cada uno y pide una colaboración con su pibe en brazos. Mamá me enseñó a tener una especial consideración por aquellos que se mueven con sus hijos; después de vivir varios abandonos en la familia no hay nada que la conmueva más que una mujer con sus pibes a cuestas o un padre, o toda la familia unida, hagan lo que hagan ante el frío, ante el rechazo, el hambre, un gesto de bondad o algo parecido. ¿Cómo andas? ¿Cuántos años tiene? Dos, ¡ay esos cachetes, me lo morfo! Pasa otro que le dice algo de su horario, y que raje, que le tocaba a él. Mi vecino le contesta alámbralo si es tuyo, que no está molestando a nadie y vuelve a hablar conmigo. Día difícil, no puedo ir a cagarlo a trompadas porque estoy con el pibe. Chau, gracias. Nos vemos. Cuatro Acá hay mucha contaminación auditiva y visual. Viendo lo que pasa alrededor aprendo mucho. Esa parejita me hizo acordar por qué prefiero no besar en público. Les veo la lengua, las encías y una nariz aplastada contra la otra, el ruido a saliva, el agarre de cola que pretende ser disimulado, hilos de baba. El matrimonio mayor los mira con asco y envidia, la señora le hace un gesto de reproche al marido que se le ríe a los ojos con la boca apestada de birra en combustión con las pastas del día anterior. Además, le besa el cuello. Ella devuelve con un empujón en el brazo y lo saca. En el grupo de apestosos gritan, se gastan y llaman la atención como si fuera la primera vez que salen de su casa, se cantan partes de temas, se gritan cornudo, quién se ha tomado todo el vino, que tu hermana esto, tu mamá lo otro, todas cosas que daba por sentado que ya habían pasado de moda. Unas amigas se enrostran las diferencias en sus
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parejas, una cuenta que el marido está todo el día en la compu o jugando a cosas en el celu, que casi no le habla y apenas sabe el número. La otra responde que ah no, que tiene todas las contraseñas y responde sus mensajes incluso. Me dan ganas de ser su amiga y contarles que algo no va bien, sin jugar a quien sufre más o la pasa mejor. Por acá todos estamos en la mierda, por algo este es nuestro paisaje. El señor de al lado contiene la risa al escucharlas, yo lo miro y levanto una ceja como quien piensa que así está el país. Cinco Llegó el turno del show en vivo, un coro de tres nenes que cantan como ángeles, si prestás un poco de atención y pasás mucho por acá, se nota la práctica, la mejora en la entonación, incluso el cambio de repertorio. El líder carismático es Brian, un nene hermoso de unos diez años, encantador que es capaz de hacer padres a personas que jamás en su vida se plantearon serlo. Aplausos, gorra, unos pesos para contribuir con los artistas y aproveché mi momento. Brian, ¿cómo estás?, mirá lo que te traje. Ah gracias, pero no, está bien, téngalo usted. ¿Por qué? ¿Te da vergüenza? Es para vos, no te preocupes. No, es que no me gusta ese alfajor. El señor de al lado se me ríe, y los que estaban enfrente, también. Seis En cualquier momento se viene el recambio, a esta hora por acá algunos dejan sus asientos y los dejan calentitos para el siguiente. Se comen los ojos, hacer fila para entrar casi no tiene sentido, aunque es mejor, por supuesto. Yo fui aprendiendo a través de los años, zigzagueo, pasos rápidos y de ser necesario, aunque muy a mi pesar, empujones. Empujar tanto como sea necesario. Empujar y entregarse al cuerpo del malón, dejarse sostener por los cuerpos transpirados o amanecidos y si es día de suerte, perfumados. Todo funcionaría como un rompecabezas muy bien armado si uno se pusiera más a su derecha y el otro un poco más enderezado y si el señor no colgara su mochila así y si abrieran el paso al que quiere bajar. Si bien existe una clase de hombres, los que trabajan; entre los que trabajamos estamos los que dejamos bajar, subir, pasar y acomodarse, es decir, futuros líderes del mundo, y el resto. Siete La mayoría se bajó, llegamos a donde se rinde la última mayoría. Hubo un par de señores y señoras que se bajaron peleando. Que se tome un remis si no le gusta, que no se haga la fifí, otro que no se haga el pillo, otro que amigo me convidás un pucho, otro que mandale cumbia, otro que convidame una seca, otra que che hay criaturas acá, algunos se cambian de vagón, otros que mi amor estoy llegando, otro que dale dale se me enfría el guiso, algunos permiso por favor, otros correte, correte querés, qué pelotudo, algún otro que eh no te enojés, dejá pasar a la chica, dale. Brian terminó la recorrida, vuelve a pasar por mi asiento, me agarra el celu, me pregunta cómo se usa, le enseño, me miran temiendo en mi confianza. Me saca una foto, me abraza, me cuenta que llegó a juntar lo que le faltaba para comprarse unas zapatillas nuevas para el quince de su hermana, que si llegaba a los cien pesos los papás ponían el resto. Me pregunta si el señor de al lado es mi papá, le digo que no. Y el señor contesta que me ve cara conocida. ¿De dónde te conozco? Tengo un tío muy parecido a vos pero vive en Marcos
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Paz, no puede ser. Yo tengo un hermano que vive en Marcos Paz. ¿Ernesto? Sí, Ernesto. Pará, ¿sos mi tío? No sé. ¿Cómo te llamás? Pedro. Ah ¡entonces sos mi tío! ¿Vivís en Paso del Rey? Sí. Ahora sí, claro, se me hacía que no porque pensaba… ¿qué haría mi tío de Marcos Paz en el Sarmiento? Pero nunca asocié ¿Cómo estás? Bien. Bueno, saludos a la familia, dale, igual para ustedes. El rápido de Once-Flores/Flores-Liniers/Liniers-Morón ya hizo los primeros treinta y cinco minutos de viaje y me toca bajar. A partir de ahora, parando en todas las estaciones con destino Moreno. Te acompaño hasta que salgas de la estación, es peligroso que andes sola, me dice Brian.
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Zigzag Cristian Maluini
Francisco Bertotti
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scucho gritos infantiles, el festival de ladridos, ramas como crujidos, el vientre de las peñas: bombos, sikus, guitarras, quenas. Desaparecieron las formaciones de artesanos, las kollas, los vecinos. Aunque deben ser más, los siete colores irradian. El sol abandonó, la luna no se apura. Camino por calles marrones desiertas, doy vueltas y vueltas y desemboco siempre en las mismas esquinas: si hay un pueblo breve debe ser Purmamarca. No está más fresco que a la tarde. El padre me bendice y yo tiemblo, después me da la bienvenida, después me dice que Jujuy es un territorio olvidado pero que abunda la cultura, que se libraron guerras fundamentales, que los locales quieren mucho a su lugar. El turismo invade la Quebrada de Humahuaca por el exotismo arcaico de sus callecitas de tierra y sus placitas en pausa y sus hombres y mujeres de corte indígena y sus magníficos paisajes. El éxito consiste en perpetuar su esencia, evitar cualquier grandilocuencia inapropiada. Don Heriberto es un techo de cañas, mesas y sillas de madera, algunos cuadros en blanco y negro, la chimenea. El mozo es un murguero cuarentón nacido en San Martín que llegó a Jujuy para protestar por el apagón del Ingenio Ledesma en la década del 90. Tiene el pelo largo gris, enrulado y desprolijo atado desde muy abajo y enciende la vela de la mesa abriéndose paso con timidez y ademanes laboriosos. Pido una porción de trucha de altura con papas y un tinto de la casa, que viene servido en una jarra alfarera. En unos minutos, es probable que sea el único espectador de Rodrigo, profesor de educación física en su vida anterior, que se alista para tocar la guitarra y cantar. Salió de viaje en bicicleta y le dio hasta el límite de Perú con Ecuador, después volvió a Purmamarca. La fiesta es el flan con dulce de leche. Me sirvo la cuarta copa de tinto y muevo la jarra, que es gorda y profunda, para saber cuánto queda: hay resto para otra más. Camino, hasta la terminal, como puedo. Decirle terminal es una exageración. 2. Ahora llego a Tilcara en un bondi de sillones acolchados y pasillo rebosante de rostros sufridos, jirones de cansancio, las luces apagadas. Llego sentado en el escalón al lado del chofer,
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su chacarera, el camino en frente, un cartel verde que anuncia la entrada a Maimará, y pienso que estoy –al fin– en Jujuy; que subo por la quebrada; que dormí un puñado de horas en las últimas dos noches; que el hambre presiona; que la mochila está desordenada; que ahora sí estoy en el norte y sigo tan lejos; que trescientos kilómetros más arriba ya no es Argentina; que el mapa se extrema. Y llego, por primera vez entre tantas llegadas, de noche; como algunas veces para reencontrarme y como todas las veces para infinitos desencuentros; entregado a suertes dispares y azares difusos; tranquilo, paciente, lejos de la siguiente llegada. Llegar es, en estos días, un hábito muy frecuente. Ensayo maneras de llegar, llego y sigo llegando, no dejo de llegar. No sé –nunca sé– para qué llego, y el ritual se repite: me bajo del bondi, me separo de los otros que llegan, esquivo a los que se están por ir para llegar y, mientras eso no sucede, únicamente esperan, bajo la mochila, la sostengo entre las piernas, saco la botella de agua –siempre llego con una botella de agua–, tomo un trago largo, miro hacia todas las direcciones, me sorprendo: nada es, en cada llegada, como imaginaba que podía ser. Imaginar suele ser un ejercicio fallido, casi estúpido, sino fuera porque imaginar es –sigue siendo– lo que más hacemos: nos pasamos la vida imaginando. Y me asombra la sorpresa de que la terminal de Tilcara no sea aquella que, cuando llegaba y no había llegado, supuse que tal vez sería, y que, en cambio, sea esta. No entiendo –todavía no entiendo– por qué me sorprendo. Y menos entiendo que no entender es lo que más me pasa, en general y en estos días que no corren. Tilcara está muy oscuro. Las luces de la terminal alumbran el paredón del hostel El Farolito: Cuando la sangre de tus venas retorne al mar, y el polvo de tus huesos vuelva al suelo, quizás recuerdes que esta tierra no te pertenece a ti, sino que tú perteneces a esta tierra. Las mismas luces me guían cien metros, el camino de ripio se transforma en calle empedrada, después la noche se dilata y se desploma. Tilcara es un agujero negro rodeado de montañas. Las paredes rebosan de dibujos: perros, pachamamas, frases, poesías, kollas, instrumentos. Avanzo entre el ruido de mis pisadas y me preparo para preguntar por el Club Hostel, donde voy. –Caminás hasta la esquina, subís una cuadra, doblás a la izquierda y ahí a unos metros vas a ver el cartel –me indica la dueña de su local de remeras. En Tilcara, como en estos pueblos, todo está a la vuelta. 3.
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–Ayer vino un amigo del Machupichu a cagarme a pedos. Me cagó a pedos el chango. Me dijo que yo solamente hablo cosas buenas, que estoy mal, que no puedo hablar cosas buenas, que tengo que hablar también las cosas malas. Porque así los músicos se emocionan, se ilusionan y continúan viajando. Piensan que todo lo que brilla es oro. Entonces me pidió que cuente las tristezas y las penas, las cosas amargas, no solo las cosas dulces. Dice Chuspita desde el escenario, el siku entre las manos; el resto comemos, escuchamos, lo miramos. –Mi abuelo se sentaba en la plaza y hacía sanaciones y curaciones con la hoja de coca, yo era muy niño. Mi abuelo me decía: hijo, hijo, hijo, tú siempre tienes que tocarlas a las viejas, porque las viejas tienen su encanto, su dulzura, su experiencia. Nunca entendí nada pero hoy lo entiendo y siento falta de mis abuelos. Hay que tocar a las viejas, las viejas canciones. La Peña de Chuspita arde de excitación, vinos y birras que bajan por cogotes indios que desenfundan sikus gigantes, guitarras criollas, bombos legüeros, fervor, gritos desde el fondo. La moza es una señora corpulenta que camina sin apuro. Tres treintañeras cuchichean divertidas y sonoras asuntos que podrían importarme. Espero las empanadas con el vaso bajo merodeos. –Los turistas que vienen aquí de mañana se van a las Salinas, a Iruya, a Humahuaca, andan por toda la Quebrada, pero a la noche vienen a Tilcara. –¿Por qué la noche es de Tilcara? –A la gente le gusta, che. No sé qué será, che, pero a la noche es siempre la joda aquí, la gente viene aquí, che. En Humahuaca también me parece que hay peñas, che. Yo pienso que es la música, che. Porque en Purmamarca y Humahuaca conozco los músicos que tocan allá, y son muy serios, che. En cambio nosotros somos todos de hablar cagadas. Chuspita grabó varios discos en Taiwán, hace 15 años que vive en Europa, lleva 45 fuera del país y vuelve a Tilcara para atender la peña que comparte con su hermano. –Mi cabeza no entra en Tilcara, mis pensamientos son grandes, y Tilcara es muy pequeñito, es como ahogarse en un vaso de agua. Mi cabeza se acostumbró a viajar a Alemania o a San Pablo, que tiene 40 millones de habitantes; acá te morís, es bonito pero te morís; aquí hay muchos suicidios. Todos los días lo mismo. En las grandes ciudades te falta el tiempo, aquí te sobra. –¿Qué lugar elegiría para vivir? –Me gustan los países escandinavos, Suecia o Finlandia, pero no me gusta el clima, hace mucho frío. En aquella zona no tenés que hacer fila en los bancos ni en los hospitales, no existe; hay respeto por el ser humano. Aquí en Sudamérica es todo estilo animal. Dice Chuspita, su gorrita blanca que le sombrea la cara, el índice sobre la mesa. –Yo me fabricaba mis instrumentos con esta caña de bambú. No teníamos otro juguete, ni pelota ni nada. Vivía en la laguna de Cerro Chico. Hacíamos tres kilómetros caminando para
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venir a la escuela. Eran otras vivencias. A mí ahora me duele mucho ser adulto, me siento muy triste porque conozco todo, todo, todo de la vida. Entones quiero volver a ser niño, aquel niño inocente, para ser una persona feliz. –¿Ahora no es feliz? –No, porque estoy alerta por millones de cosas. –¿Hacer música no lo hace feliz? –Tocar me da placer. En Taiwán una de las filosofías orientales dice que nosotros somos grandes mentirosos porque todos los días nos regalamos flores. No es bueno. Lo primero que tenemos que hacer para conocer la felicidad es sacarnos el apego. Cuando comencemos a querer sacarnos el apego recién vamos a comenzar a querer la felicidad. –¿Usted se saca el apego? –Estoy en eso. Mi madre se ha muerto muy feliz y muy contenta, uno no siente nada. No es que hay que sacarse el amor, hay que sacarse el apego. Se rompen matrimonios a causa del apego. Chuspita se para a recibir una pareja de cuarentones con caras de contentos, les prepara una mesa, les alcanza el menú, cruza unos versos con el músico en escena y vuelve con sus piernas curvas, la sonrisa en el rostro mestizo. –Aquí en Tilcara y en Jujuy nadie conversa estas cosas. –¿Por qué? –Porque la gente no entiende, te tildan de loco. No se puede. Tenés que conversar de cerveza y de vinos; es gente diferente, con la cultura de las fiestas, los santos y los dioses. Yo no converso; en la peña sí porque estás en tu casa, la gente te escucha, no son de aquí, hay otras cabezas. Aparte vienen de afuera a aprender, a ver lo que hay. Es bueno reflexionar. A mí me gusta porque la gente te entiende, lo sabe interpretar. En cambio con la gente de aquí es complicado. 4. Repletos de cardones, los senderos serpentean hacia la cueva inmemorial de los ancestros, en las entrañas de la cordillera: desde la última fortaleza antes de la ruta de la Puna, la indiada del Pucará custodia la Quebrada. Tilcara flota entre montañas que conforman un frontón de fulgores dorados. En el centro de la plaza Coronel Manuel Álvarez Prado hay un mástil que tiene cuatro faroles. Estoy sentado en frente de un señor con el pelo muy largo, cola de caballo, rasgos indígenas, buzo verde, jean azul, que revisa, empedernido, su celular, enfocado en la pantalla hace varios minutos, inmutable, reconcentrado. Al hombre lo vi varias veces. Dos veinteañeras hacen piruetas y malabares elásticos, se suben una encima de la otra, estiran y doblan sus cuerpos con facilidades brutales. Un grabador escueto escupe la psicodelia respectiva. Me dicen que la pieza se trata de una mezcla entre hip hop y tocada. Cruza la plaza una señora cargada de bolsas con frutas, frena al pie del espectáculo, deja algunas debajo de un banco, y se va, ciruela entre los dientes, por la otra punta. Al rato vuelve
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con más bolsas, espía a las bailarinas, se ríe unos segundos, recoge el resto. Los pibes de siete u ocho vuelven del segundo día de clases sobrevolando la vereda. Uno de tres o cuatro juega con un cartón que improvisa como capa y como sombrero. Cincuentón riega el pasto con ademanes displicentes, su gorra roja, conjunto verde pantano, camisa adentro del pantalón, botines de seguridad, la zurda en la cintura. El perro negro maltrecho me mira con su único ojo esperando que le gire un pedazo de sanguche, otros tres arremeten, entonces somos cuatro perros y yo, y un último bocado: las cuentas no son prometedoras.
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Refugio Paula Colavitto
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Nicole Martin
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I
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engo tanto frío que la taza con caldo hirviendo no alcanza para calentarme las manos. Tampoco el fuego que arde a mis pies, en una salamandra llena de polvo que escupe humo al infinito cielo del Bolsón. Agazapada en un rincón, sin emitir sonido alguno, soy testiga secreta de la conversación en el refugio del refugio en la montaña. Acá donde nos escondemos del frío quienes no podemos pagar el refugio real, por orgullo o humildad, pero es la noche más fría de la temporada y en mi carpa, hela. Ésta es una de las cosas que más me gusta de viajar sola, ser invisible. Sin interactuar con las personas a mi alrededor, puedo colarme entre la gente y que no me vean venir, ni irme. Son siete en total, pero nadie en esta carpa comunitaria, envuelta en un grueso nylon que nos hace de pared, se fija en la persona encapuchada en una esquina, en silencio y con la mirada perdida en el fuego. Para ellos, no existo. Pero yo les estoy viendo. II Saboreo este anonimato y observo cómo se relacionan. En frente, una mesa donde comen muchos grupos. Tengo hambre pero solo tengo una lata –y un chocolate– y todavía me queda mucha noche por delante. Me alimento un poco del fuego y, cerca de mí, otros también lo hacen. Hay que tener templanza suficiente para acercarte a una distancia coherente para calentar el cuerpo, pero no demasiado. Observo. En el medio del refugio, una escalera, y las bolsas de dormir en la otra esquina, debajo de la ventana. Algunos decidieron dormir ahí y no los culpo, el fuego es un lugar acogedor sea donde estés. Pero no hace falta mucho ingenio para comprobar que en esta megacarpa vive una familia de ratas. Veo una, dos, tres chiquitas y una bastante más interesante cruzar por la viga de este techo humilde. Bastante más flacas que las de la ciudad, acá más que en ningún lado se nota que la naturaleza no perdona –ni se equivoca. Afuera, el frío no tiene piedad, y en algún momento tengo que salir. III Pienso en el frío de mi bolsa de dormir y siento placer, me excita tener que esforzarme por encontrar el calor dentro mío. Todo un desafío en mi carpa de papel. Suspiro y trato de dejar ir todo el aire que me sobra. Me hundo más en la capucha. Miro a una pareja de jóvenes muy jóvenes, mixta, hablan bajito sentados en el tronco frente a mí. Enfrentados, con las piernas de él debajo de las de ella y las manos de ella en los hombros de él, hablan sobre algo del colegio. Ahí donde parece que son compañeros, estarán por empezar el último año. Ella tiene los ojos grandes, redondos, juntos, y una sonrisita de ratón. Él tiene unos cachetes enormes de niño, montados en los pómulos de tanto sonreír, tiene la expresión entera para ella y se ríe –se nota– más por la carcajada de su compañera que por lo gracioso de lo que dice. IV Le acaricia el pelo y la besa suave en la boca, suave como la mano que se levanta del muslo y le roza la cara, desde el mentón hasta la oreja, suave como la respiración de ella que se enciende solo un poco cuando le siente la piel –pero igual no se me escapa– porque veo cómo se le infla un poco el pecho, que se le filtra un suspiro al beso y a él se le empieza a agitar la respiración y apura a pasarle la mano del cuello a la cintura, le siente la panza y el ombligo cuando ella, suave,
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le toma la mano para llevársela otra vez a la cara, y le planta un beso de final, ese de cierre de telón, ese que es mensaje de que el beso se terminó. Tan suave como la frazadita de plush que sueño con tener en este momento. V Al lado de estos niños, dos muchachos juegan a las cartas en una mesa de madera. Uno mira al grupo de chicas más cerca del fuego. Están al lado mío, lo veo mirarlas, pero bajo el mágico efecto de la capucha y la bufanda, él no me ve, ni nota mi sonrisa. El otro chabón se ríe fuerte de su cara de embobado. Ese, te lo admito, me llama la atención. Será porque se ríe tan alto, o por cómo se desparrama por el espacio cuando lo hace, que me hace acordar a vos. Un poco sonrío por eso, pero enseguida pienso que tengo que escapar de esos pensamientos. Son esos que se te meten en la cabeza y comienzan a darte rosca de a poco, hasta que perdes la cuenta, pasan las vueltas y no hay forma de aclarar. Una puede caerse dentro de una misma. Y yo no quiero perderme otra vez, viajé hasta acá para buscar claridad. Me refugio del refugio, una vez más, en el fuego. VI Esta soledad es tan densa que, te juro, me abriga del frío. La montaña te va tragando pedazos de vos de a poco, pasa bastante tiempo hasta entender cuáles son los que selecciona. El silencio me ayuda a tragar las palabras que se me escaparon alguna vez. Solo me hundo un poco más las manos entre los muslos, me meto más adentro mío y, por primera vez, me agradezco por haber subido la montaña. Al fin y al cabo, me acompaño a mí misma en esta escena invernal a medio febrero, entre todos estos alguien reunidos en el refugio de plástico. Para viajar de algo se escapa, y algo se busca. Cuando no es la misma acción. VII Mi calma se convierte en la necesidad de correr loma arriba, trepar un árbol y fundirme con el bosque. Soy lo suficientemente coherente como no dejarme ahogar tan fácil. Respeto que la noche es de los dueños del bosque y que de día nos dan el lujo de pasear por ahí. Pero en este hueco en mí me encontré animal, y me confunde la sensación. Quiero correr al río y que me envuelva el agua, el ruido alrededor me ensordece, no escucho el murmullo, no me abriga el fuego, necesito salir. Me paro, muevo las piernas entumecidas hacia delante, torpe, violenta, creo que es la primera vez que la gente del fuego ve que estoy ahí. Saco la piedra que sostiene la puerta, la helada me da una cachetada de realidad. No siento nada más que el calor de la euforia. Cruzo el puente, me guían las estrellas. Voy.
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Canción de hielo y fuego Pablo Corso
Laredo Bernet
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arkness is your friend.
El tono grave y la frecuencia modulada de Jim llenan la noche helada. “La oscuridad es tu amiga” es algo que podría decir un personaje de Star Wars. Y todo lo que se necesita saber en la cumbre del monte Nuolja de Abisko, un pueblo sueco con el corazón en Laponia, la región del norte que también integran Noruega y Finlandia. El objetivo del cazador de auroras es fundirse a negro y distinguir matices, encontrar una formación gris ceniza que gane luminosidad hasta llegar al verde inconfundible de las fotos. Pero Jim lanza una segunda advertencia. Las verdaderas northern lights no son las que saltan en Google, con efectos increíbles gracias al obturador abierto de la cámara. Son algo más sutil, pero quizá más hermoso. La ceremonia pide templanza: peinar la cima de un extremo al otro, enterrarse con la nieve hasta la cintura, respirar toneladas de aire helado. El que se cansa o desorienta puede volver a la tibieza de la Sky Station, un refugio con sillas y ventanales, donde una cofradía efímera intercambia consejos de avistaje. Hay asiáticos que viajan por toda Escandinavia, parejas que persiguen las luces desde hace años, creyentes que no se resignan. Porque tarda en llegar y al final hay recompensa. Después de la segunda medianoche en el Nuolja, algo cambia ahí arriba. Con las estrellas nítidas a 15 grados bajo cero, una franja verde emerge desde la cumbre hacia el lago Tornetråsk. La cortina se expande hasta formar una figura extraterrestre. Hay movimiento y hay profundidad: el 3D que no aparece en Google. Un baile fluorescente, una foto psicodélica. La aurora nace, crece y muere en 20 minutos. A
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las 3am aparecerá una más extensa e intensa en el horizonte: la imagen perfecta para conciliar el sueño. La leyenda dice que las luces se forman por las chispas que dejan los zorros de fuego al correr sobre Laponia. La ciencia explica que las líneas del campo magnético de la Tierra capturan partículas solares de alta energía, que bajan hacia las áreas polares para entrar en contacto con el oxígeno y el nitrógeno de la atmósfera. Entonces la energía se convierte en luz, ese espectáculo imbatible. Solo se ve con el cielo despejado y oscuro. En verano, el sol brilla durante cien días y cien noches. La locomotora negra del Arctic Circle Train se abre paso entre la nieve y el hielo. La compañía SJ cubre los 1.300 kilómetros desde la silenciosa Estocolmo hasta la imperturbable Abisko en 19 horas. Es un cruce de sur a norte donde la Naturaleza se va tragando a la civilización: las casas están cada vez más aisladas y las estalactitas cada vez más cerca del suelo. Al otro lado de la ventanilla desfilan miles de álamos disciplinados, con la participación ocasional de renos y alces. “No es fácil ser flor en la cordillera. Hay que alcanzar a florecer durante el corto verano y sobrevivir al duro invierno”, se compadece un texto en la oficina del Parque Nacional Abisko. Los animales no la tienen más sencilla. Para protegerse de los predadores, el lemming (sí, existe, y es una especie de roedor esférico) se entierra bajo la nieve. El zorro polar cambia de color: marrón en verano, blanco en invierno. Y para vencer en los juegos de apareamiento, el ruiseñor aprendió a imitar hasta el sonido de las cabras del Himalaya.
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Doscientos cincuenta kilómetros al norte del Círculo Polar Ártico, Abisko tiene una temperatura media anual mayor a lo esperable: un grado bajo cero, gracias a la corriente cálida del Golfo. Pero entre diciembre y mayo las temperaturas bajan a –30°. El invierno convierte a toda la región en una gran pista blanca. Se puede cruzar el lago Tornetråsk congelado sobre una moto de nieve o absorber las vistas luminosas en una travesía de ski nórdico. En la Abisko Mountain Station –un alojamiento multitarget con habitaciones privadas, cabañas y hostel– todos son atentos, bilingües y capaces. Climatizados a 21 grados, locales y visitantes instan a pensar en el mundo como un lugar mejor. Más allá de las excursiones diurnas y las cenas gourmet de tres pasos, todo gira alrededor de la aurora y su circunstancia: quién la vio, dónde, cómo. Mientras el cielo se oscurece, el clima muta hacia una tensa calma. El tiempo y el espacio se ajustan a los horarios de las luces: hay que salir corriendo si deciden aparecer. Los que ya estuvieron en el Nuolja eligen un tour fotográfico. Salen del hotel y caminan en medio del aire más puro y el silencio más imperturbable. Buscan un claro alejado, montan las cámaras y empiezan a mirar al cielo. Si es un no show, la experiencia habrá dejado imágenes únicas del bosque y las montañas, más una extravagante sesión de light painting con los guías de Lights Over Lapland. Si las luces emergen, todos volverán con las mejores fotos de sus vidas. – Sami, not Swedish. La autodefinición no habilita segundas lecturas. Aunque tiene pasaporte sueco, Hakan Enoksson no olvida. Hasta bien entrado el siglo XX, el Estado justificó la exclusión del pueblo originario de Laponia: si sus miembros abandonaban el nomadismo y empezaban a asentarse
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en el territorio nacional, descuidarían a los renos y se convertirían en mendigos. A contramano de esa política, el abuelo de Hakan construyó en 1956 su hogar en Rautas, ahora una comunidad de 38 personas a 75 kilómetros de Abisko. Los samis que trabajan con renos –el símbolo vivo de su cultura– pueden criar, cazar y pescar en las aldeas, pero no son dueños de la tierra que conocen como nadie: tienen ocho estaciones, tres inviernos y decenas de palabras para la nieve. Los renos de Hakan son tímidos y mullidos. En el tour que organizan Giron Travel y Visit Abisko se los puede alimentar con la mano: hierbas y arándanos en verano, líquenes en invierno. La experiencia sigue en el ráidu, el trineo unipersonal con una rienda para indicar curvas y frenadas. La tracción a sangre impulsa un trayecto sin sobresaltos, pero todo cambia cuando se alinean dos trineos. De repente, hay carrera: el reno es un bicho competitivo. El ráidu se acelera, la rienda pasa a ser una soga inútil y los animales resuelven la contienda en los últimos metros. En la llegada resoplan por varios minutos hasta que retoman su estado inicial, calmos y distantes. La experiencia termina alrededor del fogón, donde Hakan hace historia. Los samis viven en Laponia desde el final de la Edad de Hielo. Al principio estudiaban los patrones migratorios de los renos y hacían fosos para capturarlos, comer su carne y abrigarse con sus pieles. Después los acompañaron, alejándolos de osos y linces para engordarlos en las mejores pasturas. La armonía empezó a estallar a fines del siglo XVII, cuando el Estado decidió convertir a los samis al cristianismo y quemar los tambores con que buscaban contactar al mundo divino. Hubo desplazamientos forzosos de grandes grupos hacia el sur: para el Instituto Nacional de Biología Racial, la mezcla llevaría a Suecia a la ruina. En 1928 se resolvió que solo los samis que se dedicaban a la cría podrían cazar donde habían vivido sus antepasados.
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Más allá de las imposiciones, los renos siguen implicando una forma de reconocimiento: un orgullo que se pone en juego durante las carreras y las competencias anuales que miden la habilidad con el lazo. Mientras tanto, las cosas están cambiando. La mayoría de las 70 mil personas que se consideran samis (alcanza con eso o con hablar el idioma, parecido al finlandés) viven y trabajan en las ciudades. Cuando terminaba el siglo XX, el gobierno les pidió disculpas “por la opresión practicada por la sociedad sueca”. A contramano de la historia universal, no exterminó a sus pobladores originarios, pero la cuestión sigue siendo difícil de procesar al interior de un Estado generoso y abierto a los inmigrantes. Si el pueblo sami vive en el centro de una tensión, los habitantes de Kiruna (a 22 kilómetros de Rautas) están justo por encima. La ciudad se mueve al ritmo de Kiirunavaara, la mina subterránea de mineral de hierro más grande del mundo. Literalmente: en tres décadas se habrá mudado por completo, con un centro nuevo a tres kilómetros del actual. Como el emprendimiento se está extendiendo a límites peligrosos para la vida humana, se van a reemplazar 5 mil viviendas en 65 mil metros cuadrados. Solo se conservarán dos edificios: la casa del fundador de Kiruna –y primer director de la minera estatal LKAB– y la Iglesia, votada en 2001 como el edificio más popular del país, que será desarmada y rearmada pieza por pieza. Lejos del impacto ambiental pero a solo 15 minutos de la ciudad, Klara jura que tiene el mejor trabajo del mundo. “Estos perros son el amor de mi vida”, declara en su canil. Su momento revelador llegó hace nueve años, cuando compró un Alaskan husky y supo que quería dedicarse a la crianza. Los animales ladran excitados cuando ven a su ama de trenzas rubias: quieren salir a correr. Son amigables, aunque con personalidades distintas: tímidos y sociables, inquietos y tranquilos. Criados a Royal Canin y estómago de vaca, empiezan a entrenar a los seis meses y a correr cuando cumplen un año. Klara elige a 11 huskies que potencian sus ladridos cuando les calza el arnés. Su preferida llegó en avión desde Holanda: Combat es cariñosa y decidida. La pone al frente, engancha a la manada y deja listo un trineo con siete hembras. “Escuchan y son atentas. Los machos son más dispersos, solo quieren divertirse”, proyecta. Los perros de Arctic Peak, un operador que también trabaja en Abisko, son más chicos y eficientes que los clásicos siberianos. Sin pedigrí, pero con genes de lobo y voluntad de velocista. El trineo se abre camino por la tundra sobre dos metros de nieve. Mientras Klara dicta instrucciones antes de las curvas (“derecha” e “izquierda”), cuenta que se comunican con los alaridos que escuchamos en los descansos o en los cruces con otro grupo. Las pisadas insonoras y delicadas son engañosas: cuando toman velocidad en las pendientes, con las patas saltando hacia adelante con furia, el viento polar se siente en todo el cuerpo. Después de diez kilómetros de vértigo y placer, volvemos al canil. Como quien desanuda un romance, Klara quita arneses y besa a la manada. El resto de los humanos que llegan a la región direccionan su libido hacia el Icehotel de Jukkasjärvi. Fundado en 1989, recibe 50 mil huéspedes al año y es siempre distinto gracias a los arquitectos y artistas que trabajan sobre 35 mil metros cúbicos de snice, una mezcla de nieve y hielo. En marzo, cuando el río Torne se congela en su punto más sólido, “cosechan” los
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bloques y levantan el lugar en tres meses. En el invierno de 2016, la edición 26 tuvo 55 habitaciones. Las 19 suites (superan los 900 dólares para las noches de Año Nuevo y San Valentín) son cápsulas de amor inspiradas en los 70, laberintos sugerentes y cuevas futuristas, decoradas con esculturas de elefantes africanos, ovejas y pavos reales. Es impactante y efímero: lo que queda del complejo –incluyendo la iglesia que oficia casamientos hétero y gay– regresa al río en primavera, cuando el ciclo vuelve a empezar. Al caer la noche, los huéspedes componemos un cuadro bizarro en el lounge. Vestidos con una capa de ropa térmica (recomendación del “curso de supervivencia” previo), buscamos relajación en libros, pantallas y diálogos ocasionales. Cuando decidimos que es hora de dormir, dejamos todo lo que pueda congelarse (es decir, todo) en un locker, pedimos la bolsa térmica y entramos al sector frío, que es un poco como la Fortaleza de la Soledad de Superman. Los pisos, paredes y techos son de hielo. Los candelabros son de hielo. Las habitaciones son de hielo: hacen cinco grados bajo cero. Uno se pregunta cómo y por qué llegó hasta acá. Busca y no encuentra momentos más extraños en su vida. Despliega la bolsa sobre las pieles de reno, se repliega en su interior. Entonces empieza lo interesante. El frío minimiza los movimientos y silencia las neuronas. El calor corporal distiende los músculos. Las preguntas desaparecen y el sueño invade una atmósfera irreal.
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La distancia entre las luces Valentín Jáuregui Lorda
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hí atrás está sentado Lucas, mirando las luces desde la ventana. Es la primera vez que Lucas viaja en el asiento de atrás, siempre viaja acá delante conmigo, siempre elije la música que suena por todos lados y canta mientras mete los cambios, frena, dobla, acelera o busca direcciones en el mapa, pero siempre acá adelante. A veces, incluso, también duerme conmigo, cuando entiende que no puede manejar más, cuando es sábado y sabe que tomó de más o cuando el día se hace largo y los kilómetros que recorrimos son ya demasiados. Entonces se acurruca de costado, como en posición fetal, achica las rodillas contra el volante y, agachando el cuello sobre el respaldo, reclina el asiento hasta dejarse caer sobre mí en un abrazo único y cálido que solo puede darme a mí. Mientras tanto yo lo veo dormir, lo veo cerrar los ojos y soñar con cosas que nunca sabré. Lo veo recostado encima de mí sin saber que yo estoy ahí cuidándolo, trabando los postillos de la puerta que él olvidó cerrar, opacando el brillo de los paneles para que la luz no perturbe ese sueño que le envidio. Porque dormir no es algo que yo pueda hacer; ustedes podrán apagarme, quitarme la energía o el combustible, pero el sueño nunca va a llegar: ahí seguirá mi conciencia dando vueltas, inexpresiva y amorfa, como un fantasma mecánico y mudo. Él, en cambio, puede hacerlo todo; ir y venir sin depender de mí, hablar, reír, llorar, pero todas esas cosas elije hacerlas conmigo y yo lo acompaño silenciosamente acá adelante. Siempre fue así, él acá adelante conmigo, yendo a todos lados juntos, llegando a tiempo gracias a mí, sin mojarse, sin cansarse, sin pasar frío o calor. Yo sometiéndome a su voluntad, al girar constante de sus manos sobre el volante, a la presión furiosa de sus pies contra los pedales; me someto porque así lo quiero, porque bien podría detenerme para siempre, escupir aceite por un rato y obligarlo a un cambio. Pero no, yo también lo elijo a él, lo espero cada noche después de dejarlo en su casa, hasta la mañana siguiente en la que sé que volverá a mí para otra vez darme marcha y andar.
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Ahora él está ahí atrás sentado, mirando por mi ventana alzada sin ver nada, sin dormir desde ayer, alerta y en vela, pensando en por qué va ahí atrás sentado. Lucas seguro ya lo sabe, no es ningún tonto: una llamada a la madrugada, la indefinición en las respuestas que pide ante la noticia, la bajada constante de calma y los mensajes de quedate tranquilo que va a estar todo bien, que no pasó nada grave. Sí, seguro ya lo sabe. Lucas entiende que no está ahí atrás sentado solo porque esa noticia puede dejarlo algo nervioso, demasiado, como para manejar. Lucas sabe que si está ahí atrás y no adelante conmigo, yendo de la mano, jugando con sus dedos sobre mi tablero al compás de la radio que me pide poner, es porque eso que ahora ve tras la ventana le muestra lo que parece irremediable y seguro. Las luces rojas y azules que bailan tontas y mareadas sobre el techo de otro como yo iluminan la cara perdida de Lucas, que no corre la vista de lo que está detrás, sin pestañear, sin achinar los ojos. Lucas ve la banquina de la ruta, la misma ruta que tantas veces recorrimos juntos, ve los blancos pedazos rotos y las marcas negras en el suelo, ve el séquito de hombres que suben y bajan, se acercan y se alejan; ve la densa estela de humo que el capó arrugado escupe; ve todas las bocas que se mueven y oye todas las palabras que se pronuncian, aunque acá dentro no se escuche nada de nada; ve y vuelve a ver las frenadas, afuera todavía está retumbando el eco de las gomas gastadas que chillan contra el pavimento caliente. Lucas ve y observa la banquina inundada, los pastos que crecen entre el agua estancada, ve las totoras y los mosquitos que zumban próximos, ve el fangoso fondo de la zanja con renacuajos y tarariras venidas del Salado, que la alimenta a pocos metros; ve los interminables autos que, como yo ahora, pasan por el kilometro doscientos veinte de la Ruta 5. Ve, palida y terriblemente, un brazo que cuelga de entre los fierros doblados y, de la muñeca, un reloj Casio plateado, con agujas y cronómetro, igualito al de su padre. Lucas ve el reflejo de otras luces en el vidrio, que le recuerdan una tarde de su infancia, cuando, sentando también acá delante, su viejo y yo, le dábamos los primeros consejos para la vida. Palabras que ahora se escuchan cada vez más sordas a medida que la tarde va copando el espacio entre las luces que quedan atrás y las otras que se encienden poco a poco en el pueblo que se acerca.
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Rosario siempre estuvo cerca Gustavo Grazioli
Victoria Irene
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or un afiche que lucía oculto debajo de todos los carteles de partidos políticos que decoraban la facultad, nos enteramos que al Che Guevara le rendían un homenaje por sus 80 años en Rosario. Decía, entre otras cosas, que iban a tocar artistas del calibre de Silvio Rodríguez y Manu Chao y que el festejo culminaría con un monumento al Che, hecho con unas llaves que se habían donado para tal fin. Ni bien salimos de Puan, pasamos a buscar algunas cosas para cargar en las mochilas y fuimos directo a Retiro por los pasajes. A las cinco de la mañana llegamos a Rosario. En una terminal fría y con poca gente, abrimos un mapa gigante de la ciudad. La idea era encontrar un predio rural que parecía estar cerca de la cancha de Newell’s. Según la hermana de mi compañero ahí había un campamento al que se podía asistir si llevabas comida y otras ofrendas para compartir. Echando humo en cada respiración, acomodamos los abrigos y empezamos a caminar tratando de guiarnos con el mapa. Hicimos veinte cuadras aproximadamente, hasta que en una gomería nos dijeron que estábamos yendo para cualquier lado. “Enfilaron para la salida de la ciudad”, dijo uno, medio entre risas, mientras hundía una rueda en un fuentón con agua. Volvimos al mapa y ahora sí creíamos estar yendo para el lado correcto. En el trayecto fantaseamos con los temas que podría tocar Manu Chao y acompañamos la caminata cantando Clandestino. No sabíamos si este viaje era una proeza semejante o solo la pura adrenalina de dos veinteañeros a los que no les importaba más que vivir experiencias todo el tiempo. Nos quedamos con la segunda.
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Llegamos a lo que pensamos era el campamento. En la entrada nos encontramos una mesa larga con algunos folletos de un partido y cuatro personas apostadas a lo largo con un listado. “¿De qué partido son?”, preguntó una chica. Nos miramos y casi que por nuestros gestos entendieron que no pertenecíamos a las filas militantes de ningún partido. Al principio se negaron a dejarnos ingresar por ese motivo, hasta que apareció la hermana de mi compañero y negoció nuestro ingreso. Dejamos dos paquetes de arroz, una pasta de dientes y adentro. Un montón de pibes (parecían ser todos de partidos de izquierda) estaban durmiendo con sus carpas en un predio símil al de La Rural que está enfrente de Plaza Italia. Una contradicción, pero ya estábamos ahí y encima ya nos habían conseguido una carpa. No sé quién de los dos había roncado, pero se ve que fue motivo de conversación. Ni bien salimos de la carpa a estirarnos, unos cuantos nos miraron y socarronamente largaron comentarios por lo bajo. Fuiste vos le dije a mi compañero. No entendía nada. Que fuiste vos el que roncaste, insistí. Me miró unos segundos y soltó un certero no. Entonces fui yo, le dije y quedó ahí. Todos estaban divididos en grupos y a la noche nos juntábamos para comer de una olla que se calentaba en un fuego grande y para cantar una canción que terminaba por fundirse como un grito de guerra. “Aquí se queda la clara/ la entrañable transparencia/ de tu querida presencia/ Comandante Che Guevara”. La parte que dice “Comandante…” era la que más se repetía. Era el día que llegaba la estatua del Che desde Buenos Aires y la cita por lo que se comentaba era en el monumento a la bandera. Salimos en varios grupos para allá y en el camino se sumó un montón de gente más que parecía estar en la misma que nosotros. Rosario se había convertido en una procesión de Troskos. A unas cuadras de llegar al monumento se corrió la información de que Manu Chao no iba a estar presente por problemas personales. Había mucha gente y quedamos como a cinco cuadras del lugar donde estaba puesto el escenario. El viento traía una voz parecida a la de León Gieco. “Sí, sí, está tocando León”, dijo uno que venía esquivando gente desde adelante. Otro que estaba cerca dijo que en una hora llegaba la estatua del Che. Con mi compañero decidimos volver para el lado del camping e ir al Parque de la Independencia. Preguntamos varias veces hasta dar con un camino que nos permitió llegar sin tomar ningún colectivo. Entre graffitis a favor del “Leproso” y otros a favor del “Canalla”, más algunos que declaraban amor o solo decían el nombre de una banda, vimos un afiche que publicitaba que a la noche en el microestadio de Newell´s tocaba Intoxicados. “El rey Pity”, nos salió a coro. Nuestro plan de la noche ya estaba resuelto. Llegamos al parque. Comimos una bondiolita al paso y fumamos un porro de flores como postre. La siesta era la mejor opción después de todo eso, pero logramos vencer el sueño ni bien vimos que había uno de esos botes en los que se pedalea de a dos. Alquilamos uno media hora y lo estancamos en el centro del laguito. Me dormí cinco minutos, hasta que se acercó otro bote
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con cuatro pibes queriendo que juguemos una carrera. Les ganamos. Esa misma noche, después del show de Intoxicados con un Pity que apenas le daba para susurrar las letras, fuimos a la terminal de colectivos. La expedición nos dejó el trago amargo de no ver a Manu Chao y sin la foto con la estatua del Che, pero tarareando esa del médico que le dice a Pity que mucho rocanrol puede hacer mal. A Retiro llegamos con un sol ya casi en huida y con la gente de acá para allá, colgada del tren o del colectivo. Nos despedimos con mi compañero y quedamos en algún momento escribir esta anécdota. Ni bien puse un pie en casa, papá estaba poniéndose el pijama como lo hacía siempre que llegaba de trabajar. –Seguí boludeando vos –dijo y prendió la tele.
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Errar Roxana Dauro
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Eli Blue
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L
os lugares más impactantes del planeta, los más exóticos, los más bellos, los que absolutamente hay que conocer antes de morir, el top-ten de los destinos. Todas las pestañas abiertas en mi computadora son un testimonio lapidario de que es domingo y estoy sola. Apenas escribo viaj… y el proceso de selección de Google se activa tirándome tips, blogs, visitas virtuales, videos 360 grados, wikipedia y diccionario bilingüe. Lugares. Territorios. Áreas. Zonas. Places. Lugar se dice “place” en inglés y con esa economía característica de la lengua anglosajona, también se usa como verbo: “place” es acomodar, alojar, asentar, colocar. Así como usamos “chatear”, “lugarear” sería una encantadora versión en español. Lugareo mi cabeza sobre tu pecho suena hermoso y más aún en domingo. Arranco a escribir un poema con esa idea, pero la falta de aceptación de mi creatividad de la revisión automática del Word me saca de mis fantasías. El corrector ortográfico marca un supuesto error. Errar también quiere decir vagar, ir de un lugar a otro. Ni más ni menos lo que hago todos los domingos hueveando por internet. De pronto me ataca un brote rebelde de fin de semana que agoniza. Me despabilo. Quiero desoír al Corrector Ortográfico y dejar que mi lenguaje salga de andanzas. ¿Qué pasa con todas esas palabras que luego de clickear el mouse a la derecha quedan omitidas? Todo un mundo de palabras exiliadas por erradas, una especie de condena que las obliga a peregrinar definitivamente del texto. Me despiertan simpatía, no las imagino melancólicas o deprimidas, es más, creo que el correctivo les dio alas. Imagino un territorio de errores viviendo libres de culpa y cargo, palabras liberadas de la competencia entre la ese y la ce o del silencio de la mudita ache, que bastante jodida es, tan calladita ella. Un territorio de errores para visitar. Un territorio escondido, negado, un santuario, algo excluido de todo tour. Un lugar que no exista ni en libros, ni en enciclopedias. Dicen los manuales que los hombres, en toda su geografía además de hombros y brazos y pelos y barba y piernas y pieles y pene tienen una laguna escondida al sudoeste del corazón adonde van a parar sus lágrimas cuando sufren por amor. Y, como los hombres no lloran, les sudan las manos para disimular tanta tristeza. Me fui al carajo en expedición por tus territorios. Son las consecuencias de escribir un domingo.
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En tránsito Juan Duacastella
Cosme Andaluz
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ecuerdo cuando hablé por teléfono a mi padre y le pedí que pusiera un fin a toda la rueda de locura que se había apoderado de mi familia. Lo hice desde un teléfono público en Junín de los Andes. Le pedí por favor, le dije que no podía más, que ya no aguantaba. Mi padre se congeló como un walt disney con lentes y yo casi que pude sentir el hielo que llegaba por el altavoz, parado dentro de una cabina, en la esquina del automóvil club. Cuando regresé a casa después de aquel viaje fatídico, las cosas seguían igual. Como si nada, permanecieron así varios años más. No tuve otro remedio que irme, y desde entonces permanezco en un tránsito continuo imposible de detener que incluye lugares, trabajos, grupos de amigos y amores. Mi padre, por su parte, inició un lento trayecto hacia la inmovilidad, y con el tiempo sus movimientos se hicieron tan ínfimos que apenas si se percibían a la velocidad normal de las cosas. En general pasaba los días encerrado en su escritorio, agobiado por un peso que atribuía al trabajo de funcionario público, las demandas del afuera. Amaba demasiado a su mujer o tal vez le temía, o sentía pena por ella, las formas habituales con que se justifican las estatuas de hielo. Empiezo esta historia con otro recuerdo impreciso: regreso una noche a casa y entro la bici por el pasillo del costado. Vengo sin pensar, la rodilla me sangra y mi campera está rota, un hilo rojo baja desde atrás de mi oreja y tiñe mi remera. Dos tipos forcejearon conmigo cruzando la vía y me robaron el reloj. La puerta está cerrada con llave así que me cuelgo del timbre. Nada. Pasan dos horas, tres, me pierdo, el tiempo es algo inasible ahora que no puedo mirar la hora.
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En algún momento me doy cuenta que tampoco está mi perro, lo llamo con un silbido, grito su nombre pero no viene. Finalmente llegan mis padres. Gustavo está con ellos, viene sonriendo y la línea blanca de su dentadura brilla tan fuerte en la oscuridad que termino tapándome los ojos con una mano. No me dejaron la llave pero no se disculpan. Gustavo aprobó biología, me cuenta mi madre, como si fuera la noticia que estuve esperando esas últimas horas. Después entran a la casa y siguen hablando de lo mismo, mi madre sugiere comprar helado. Yo me quedo afuera. Para cuando se dan cuenta, llevo unos veinte cuadras de distancia, con un caminito de gotas de sangre por detrás. Me cuesta encontrar aquí el momento donde todo cambió y se tornó serio. ¿Cómo fue? Trato de concentrarme pero no me sale. Estoy manejando en la ruta, mi padre viaja a mi lado, está animado y conversa, los dos nos esforzamos genuinamente por llenar los espacios vacíos que nos protegen de la sombra. Pasaron años y jamás volvimos a tener una conversación respecto a Gustavo. Hablamos mientras de Racing, del peronismo, del kilometraje ideal para cambiar el auto, de la nada. Es lo que pudimos conseguir y estoy satisfecho, nos queremos pero el tema está presente y los dos lo sabemos, y mientras el auto avanza hacia la oscuridad el recuerdo nos acompaña, somos dos ninjas expertos en el arte de ignorar. Recordarlo congelado es una forma suave del perdón. Tal vez sienta que el miedo de algún modo lo exculpa. Era un hombre que ponía el deber por encima de todo, y cuando el deber le reclamó romper el corazón de su esposa, no pudo hacerlo. En cambio eligió romper el mío, el de sus hijos. Tal vez confiaba en que yo sí lo perdonaría alguna vez. Fuimos a terapia de familia en más de una ocasión. Íbamos a un consultorio que tenía un vidrio espejado desde donde nos observaban otros psicólogos y estudiantes. Filmaban las sesiones para desmenuzarlas, para percibir cada gesto al detalle. No era muy distinto a los interrogatorios de una serie policial. Ellos eran los detectives y nosotros los sospechosos. Adentro, con mis hermanos, vomitábamos a cuentagotas. Habíamos aprendido con el tiempo a sentir el ritmo de esas sesiones, que se repetían también en casa, casi como escenas guionadas. Éramos la mejor compañía teatral. Salpicábamos momentos de drama con comentarios mordaces, llorábamos a destajo si hacía falta, nos aliábamos y traicionábamos en giros inesperados para desconcertar a los estudiosos del otro lado del espejo. Después subíamos al auto, mi madre enjugaba lágrimas que también eran de orgullo, mi padre hacía chistes para levantar el ánimo y nos compraba hamburguesas en el automac. Volvíamos a casa como si nada, en una rueda que se repetía mensualmente con los movimientos de la luna. Gustavo fue el último de una larga lista de pibes que pasaron por mi casa. Judicializados, abandonados, en conflicto con la ley. Pasaban un tiempo con nosotros hasta que un día regresaban a sus hogares, como si nada. A veces eran adoptados por otras familias, que venían primero a conocerlos con torpeza en mi habitación, bajo la mirada de algún funcionario. Muchos otros se escapaban y nunca más volvíamos a saber de ellos. A esos los envidiaba. Repaso mentalmente sus nombres, los recuerdo a casi todos. Uno de los primeros fue Norberto, que quemaba mis juguetes en un pozo que había hecho en el fondo del jardín, y los
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convertía en una masa pegajosa del color de la piel. Así con he-man, con mazinger, con los playmobil. Todos iban a parar al agujero de fuego de Norberto. Mi madre me pedía que lo perdonase en contemplación a los problemas que seguramente había vivido, y yo lo intentaba. Me pedían que lo entienda, pero nunca reponían mis cosas. La recompensa era casi bíblica, el gusto de hacer el bien. A Norberto lo adoptó una familia de Ciudad Jardín. Sus nuevos padres tenían mucho dinero y le pusieron una habitación repleta hasta arriba de juguetes nuevos, como sueña cualquier huérfano en las películas. Mi madre lloraba con cada pibe que se iba de la casa. Lloraba desgarradoramente y andaba por la casa con los ojos llorosos por varios días. Se resistía a la idea, como si finalmente sintiera que se los hubieran quitado. A veces hablaba de ellos como si estuvieran de viaje y en cualquier momento pudieran volver. Colgaba fotos de ellos en las paredes, fotos de ellos con nuestra familia, celebrando sus cumpleaños, tomando la comunión. Las fotos quedaban para siempre en la casa y me cruzaba con sus ojos todos los días, una forma tácita de su presencia. Mi madre vivía un poco en el recuerdo de los niños ausentes. Yo sentía culpa por alegrarme, por no poder sentir como mis padres. Estaban orgullosos de ser un “hogar de tránsito”. La gente los felicitaba por su apertura, por su caridad. Pero yo sabía que no lo hacían por el aplauso. Lo hacían para apagar el fuego interior, lo hacían para calmar aunque sea por un momento las heridas del pasado, para dormir en paz. En cambio yo odiaba a todos los chicos que traían a vivir a mi habitación, a compartir mi ropa, a robar mis cosas, a romper mis revistas. Los odiaba porque a mí me tocaba la parte más pesada, mientras mis padres sonreían desde la puerta, rezaban un ángel de la guarda y apagaban la luz. Con Gustavo la cosa anduvo mal desde el principio y terminó de derribar el delicado equilibrio con el que mi familia surfeaba los diferentes tránsitos. Su capacidad destructiva solo tuvo equivalencias en la sed de mi madre por salvarlo. La obra de teatro mutó y los papeles comenzaron a mezclarse. Mi padre oficiaba de componedor, mi madre perdió la vista para todo aquello que no fuera su empecinamiento por salvar a Gustavo quién sabe de qué. A veces dudo si Gustavo quería salvarse de algo, o simplemente no pudo resistir la presión por cumplir él también con un papel en nuestra obra. Era quizá el papel más difícil de todos y lo llevó adelante con bastante talento hasta que el vórtice se hizo demasiado profundo y se lo devoró. No eran los robos hormiga, estaba acostumbrado a eso desde chico. Tampoco la obligación de compartir todo, las salidas, los deportes, los cumpleaños, las vacaciones. Había algo más, algo oscuro que ingresó con Gustavo a mi casa, un agujero que se destapó en el corazón de mi madre y se llevó con él a todos los que estábamos alrededor. Mientras tanto en la ruta amanece lentamente. Lo veo en el horizonte detrás del auto, mi padre duerme apoyado contra la ventana. Estuvo tratando sin éxito de mantenerse despierto para hacerme compañía. El amanecer es la peor hora para manejar, siempre decía eso. Te gana el sueño, la luz te engaña. Yo agregaría: el amanecer es la hora en que los fantasmas salen a la ruta. Por arriba nuestro pasa un cartel que indica el comienzo del camino del desierto y yo me
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alegro: siempre me llevé bien con la soledad. Emprendimos este viaje por pedido de mi padre. Me llamó un día de la nada y me pidió si lo acompañaba. Argumentó que eran muchas horas para que maneje uno solo. Yo sentí que había detrás una invitación, perfectamente hubiera podido ir en avión. Pero ahora que vamos en la ruta y lo veo dormir estoy contento. El desierto nos abraza con su paisaje austero, el sol viaja por detrás nuestro y hace caer su luz en diagonal sobre el suelo gris que de golpe se torna plateado como la nieve. Una sombra cruza a lo lejos la ruta, debe ser un zorro o tal vez una liebre. A esta hora es imposible saber. Era muy rápido para ser una mulita, pero me hubiera gustado ver una. El auto comienza de pronto a corcovear, como un caballito rojo encaprichado. Miro a padre que tiene los ojos abiertos como preguntando algo, mientras me detengo en la banquina. Vuelvo al episodio del robo del reloj. Mi perro, que faltaba esa noche, no apareció tampoco al día siguiente cuando regresé a casa. No solía ausentarse por tanto tiempo y yo comencé a buscarlo cada vez con mayor preocupación. Un día falté a la escuela sin avisar a nadie y recorrí todo el barrio llamándolo, pedaleando despacito en la bicicleta. Volví de noche, cansado, con una idea venenosa en el pecho. Gustavo estaba en la puerta, sonriendo con sus dientes blancos en la oscuridad. Te ayudo a buscarlo, me dijo. A mí se me puso la piel de gallina y respondí: qué hiciste hijo de puta. Él se encogió de hombros y se metió en la casa que alguna vez fuera mía. El perro apareció al día siguiente, flotando en la pileta sin vida. Mi madre sostuvo inflexible que debía tratarse de un accidente, todos sabíamos que no era así, pero la verdad era tan oscura que nadie se atrevió a nombrarla. Aquel verano, el del llamado desde la cabina telefónica, mis padres insistieron en que llevara a Gustavo conmigo. Teníamos dieciséis, diecisiete años. Viajaba con otros amigos que ya lo conocían, íbamos de mochileros. Subimos a un cerro con nombre mapuche y caminamos sobre el cráter de un volcán, cubierto por miles de años de ceniza. Parado en el centro del cráter fumé un cigarrillo y pensé en el fuego milenario que dormía por debajo, esperando el momento adecuado para estallar. Esa noche escribí un poema en mi cuaderno de viajes, el único objeto que siempre había puesto a cuidado de los pibes en tránsito que habían pasado por mi casa. El poema hablaba sobre un hombre que viaja hasta la antártida y cuando regresa se trae el frío con él, como una capa gélida que lo persigue y contagia a todos a su alrededor, marchita las plantas, quiebra los cristales, muerde los pies, un frío del que solo puede protegerse con el movimiento, corriendo hacia adelante, saltando de un punto a otro, un frío que lo alcanza apenas se queda quieto. También hicimos un fogón y tocamos la guitarra, otros viajeros se acercaron a compartir con nosotros una botella de vino y algunos cigarros. El cielo era tan increíble que parecía de otro planeta y me fui a dormir sintiendo que estaba fuera del mundo. Desperté en medio de la noche, el frío me besó de pronto. Helaba. La carpa estaba entreabierta. Apenas salí me sorprendió el reflejo de la luna sobre la ceniza volcánica, que se había vuelto plateada como una pista de hielo. Un fuego humeaba cerca y lo seguí. Cada tanto el resplandor era interrumpido por una sombra que pasaba por delante. Era Gustavo, que ali-
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mentaba el fuego con las hojas de mi cuaderno. Esa noche nos peleamos fuerte. Al día siguiente fuimos hasta la ruta e hice dedo a un camionero que nos subió en el acoplado junto con un cargamento de leña y frutos de araucaria. El chofer se llamaba Walter. En el camino se detuvo y corrió por la banquina hasta meterse entre los matorrales. Regresó al rato con una mulita, viva, que depositó en la caja junto a nosotros dos, con una sonrisa. Un bicho aterrado que nos miraba fijo. Cuando llegamos a Junín de los Andes compré un pasaje para Gustavo y lo subí a un micro. Después me metí en la cabina telefónica y llamé a mi padre, que se quedó mudo por unos segundos, tan inmóvil se quedó, que fue alcanzado por el frío que lo venía persiguiendo desde hace quién sabe cuándo. Ahora lo miro mientras estudia el motor del auto en silencio. Los dos sabemos que lo que sea no tiene remedio. Somos inútiles para la mecánica. Reviso mi teléfono para comprobar lo que es obvio, no tenemos señal. Mi padre se quema la punta de los dedos cada vez que intenta tocar una pieza del motor. La ruta está vacía, el pueblo más próximo está a varios cientos de kilómetros. Decidimos esperar y hacer dedo, pero pasan las horas y como nadie transita por ese camino, nadie nos rescata. Para cuando finalmente pasa alguien es casi mediodía. El calor se puso insoportable, aguantamos sentados a la sombra del auto rojo porque no hay árboles a la vista y el interior del auto es como un horno de barro. Mi padre se tapa la cabeza con un pañuelo. Un camión se detiene y nos hace señas para subir en la parte trasera, sobre la caja. Le digo a mi padre que suba él, que vaya a buscar un mecánico y regrese por mí pero se niega. Desde arriba de la caja del camioncito estira la mano y me dice que suba, que dejemos el auto ahí, que me olvide. Yo me cuelgo de su brazo para trepar y en el esfuerzo rompo accidentalmente la malla de su reloj. Caemos juntos contra una pila de cajas y nos reímos, el camionero se ríe, por la ventanita que nos separa de la parte de adelante vemos a la mujer del camionero y también se ríe. Mi padre me da un abrazo en el suelo, como cuando era un chico y jugábamos en la plaza, y nos quedamos abrazados así un rato bien largo, mientras el camión avanza por la ruta ardiente y mi padre tira las piezas de su reloj hacia el desierto.
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La última estación Carolina Reymúndez
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ace cuatro días que estoy a bordo del Transiberiano, el mítico tren que cruza Rusia. Hoy me despertaron la solidez del hierro, las ruedas pisando fuerte sobre las vías, un sonido metálico rotundo que parece que viene de dentro de mí: elásticos, remaches, bulones, resortes. Supe que no volvería a dormir y, aunque faltaba para el amanecer, me levanté y caminé hasta el espacio rectangular que divide los vagones. Salvo algunos empleados, todos duermen. Se escucha el silencio a pesar del hierro. Silencio muerto, como después de una noche de vodka. El espacio es pequeño, en cinco pasos llego de una puerta a la otra y por las dos veo el amanecer de niebla sobre los bosques de abedules. En el coche 33, donde viajo, hay nueve camarotes, cada uno para cuatro personas. En la mayoría van dos, lo que resulta más caro pero también más cómodo para moverse, cambiarse, apoyar las valijas. Es una cabina amplia, con gabinetes donde guardar cosas de tocador, percheros y un espejo de cuerpo entero que aparece al cerrar la puerta. Los asientos se hacen cama de sábanas blancas de algodón y los separa una mesa. La mesa perfecta para apoyar un libro o la computadora y mirar por la ventanilla. Debería ir con mayúsculas: “Mirar por la ventanilla”. Es una de las principales ocupaciones de un viaje en tren. Ocurre todo el tiempo, a cualquier hora, con el propósito de hacerlo y también involuntariamente. La idea de Siberia El Transiberiano es una red ferroviaria con distintos ramales. La pensó el zar Alejandro III a fines del siglo XIX y en la construcción trabajaron –y murieron– campesinos, presos y soldados; rusos, chinos, persas y turcos; más de 90 mil hombres comandados por ingenieros para domar la naturaleza de 40 grados bajo cero en invierno. Tardaron casi 30 años en llegar al océano Pacífico. El ramal más extenso termina en Vladivostok: 9.288 kilómetros sin salir de Rusia y que atraviesa ocho husos horarios. Ese viaje hizo David Bowie en 1993. El ramal de esta crónica es el Transmongoliano, que después del lago Baikal entra en Mongolia y termina en Beijing, y el tercero es el Transmanchuriano, que va a China por Manchuria, y también termina en Beijing. En Nizhni Nóvgorod, a las veinte horas del primer día, cruzamos el Volga, el río más largo de Europa, y un rato antes probé el primer borsch y saludé a Alejandro, Alina, Rita, Eugenio y otros pasajeros. Con los días sabría más de ellos que de varios conocidos. Qué cara tienen al despertar, a qué hora van al baño, si son noctámbulos, qué comen y qué dejan, la música que escuchan. Las historias que cuentan y las que uno imagina que se guardan. Al quinto día de viaje, la imagen de Siberia se complejiza. La tierra amorfa, inmensa y yerma; el destierro al que llevaban a los prisioneros de Stalin, el castigo por antonomasia; la región que existe gracias al Transiberiano –el tren conecta 87 ciudades– es todo eso, pero al transitarla crece. Por lo pronto, hace muchísimo calor. Todo el día veo trenes. Trenes cargados de carbón, gas, madera, autos, tierra, contenedores, pasajeros, historias. Rusia se transporta en tren. En el Museo del Ferrocarril de Novosibirsk entro en un vagón-cárcel utilizado por los prisioneros de Stalin y también en un vagón-hospital, donde se operaba durante la Segunda Guerra Mundial. También veo una locomotora con una
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pala enorme en el frente para apartar la nieve de Siberia. No veo una marta cibelina –tipo una comadreja– ni un armiño, pero en la espesura de la taiga hay de los dos y sus pieles todavía se usan para abrigo. En Siberia hay ciudades grandes: Novosibirsk, Krasnoyarsk, Irkutsk, yacimientos de gas, petróleo y oro, cadenas de hoteles cinco estrellas, estatuas de Lenin de muchos tamaños y perfiles, bares cool, cárceles, iglesias con iconos tan dorados que encandilan, calles de nombre Karl Marx, fanáticos de Natalia Oreiro (sus trabajos en TV son muy festejados allá), la hoz y el martillo en los edificios públicos. A medida que el tren avanza, mi imagen de Siberia estalla y se vuelve a armar. Fantasía y vida real en tensión constructiva. No me quiero bajar Ya hace ocho días que estoy a bordo del Transiberiano. Aprendí a dormir acunada por el metal y a saludar a desconocidos en la puerta del baño. Crucé ocho husos horarios y tuve ganas de comprarme una dacha (casa de verano) a orillas del río Obi. Le pondría un cerco de madera y un invernadero para cultivar remolachas y pepinos, como tienen todas. Y acumularía la leña en un cobertizo. Después de los abedules vino la taiga, un bosque cerrado de pinos, alerces, álamos, el bosque más grande del mundo en el país más grande del mundo.
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Aprendí que para tomar vodka de un saque hay que exhalar aire antes. Ayer paramos toda la tarde a orillas del lago Baikal, el lago más profundo del mundo, que en invierno se congela entero y se puede patinar y atravesar en auto. Aunque estaba fresco, algunos se bañaron porque dicen que el Baikal es poderoso. Hace ocho días que viajo a bordo del Transiberiano y veo cómo la convivencia se raja. Los españoles, que sin conocerse se hicieron tan amigos y se reían fuerte y tomaban vino a escondidas, ya no se soportan. Un día antes de la frontera con Mongolia el paisaje se vuelve montañoso y verde. Tres meses verde hasta la nieve. Este tren termina en Ulán Bator, la capital de Mongolia, pero es posible conectar con otro ramal y llegar a Beijing. Hace ocho días que viajo a bordo del Transiberiano y no me quiero bajar.
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Viajes Diego Flores
Vale Araujo
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ra el epílogo de una noche cualquiera, acababa de bajar los seis pisos en ascensor y salía por fin a una calle porteña conquistada por la bruma y el frío. La música que retumbaba en el departamento que acababa de dejar, luego de celebrar un cumpleaños, todavía retumbaba en una especie de eco en mis oídos. Iba a tomar un taxi, era una decisión que había meditado con premura en ese viaje de seis pisos. El mango no abundaba y había que ser pragmático y austero. Pero el cansancio, la desidia y la invención de una posible y futura enfermedad producto del frío tejieron una obra de teatro que me permitía ese gasto suntuoso en servicios. También decidí que era momento del último pucho, ahí recostado en la entrada iba a meterme un poco más de veneno en el cuerpo, mientras repasaba otra noche de fracasos en las que me volvía solo y congelado a casa. Mientras jugaba con el último pucho del paquete me percaté que no pasaban muchos taxis a esa altura de la calle Avellaneda, pero no me importó. Era millonario en términos de ociosidad temporal y quienes fumamos usamos el cigarro como excusa para una reflexión impostada. Me recosté en la entrada, prendí el pucho y repasé. Una piba se me había insinuado o eso creo. Yo seguí el juego hasta donde pude y la aburrí como siempre me sucede. Traté de buscar el algoritmo que fue la génesis del error, la ecuación–palabra que modificó su mueca de interés por un rostro de aburrimiento inextirpable. Hace rato, pensaba, que no tenía una buena noche. Y cuando digo una buena noche me refiero a una noche sin historias. Hace rato que no me pasaba nada. Vi que pasó un taxi. El primero que veía desde que había encendido el palito de nicotina. Eché una mirada al cigarro para ver cuánto me quedaba antes de que todo sea filtro. Levanté la cabeza y pasó otro taxi. Dos taxis pasaron. Dos. En 10 o 15 minutos. No creo en el destino, pero evidentemente el tercero era el que debía tomar.
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Primero lo sospeché entre la neblina, luego confirmé su corporeidad que se abría paso en la noche callada, la luz de libre brillante, venía demasiado lento. Levanté la mano, ansioso, como a media cuadra de distancia. Finalmente paré el taxi y apenas abrí la puerta mi cuerpo retrocedió largos centímetros consecuencia del sonido que emanaba los parlantes del vehículo. No había luz que diera alguna referencia, estaba ingresando a una suerte de cueva siniestra y espeluznante. Dudé pero no temí, me tiré en el asiento como resignado a los avatares que el destino desplegase. El conductor no sucumbió a los mandatos y moralinas burguesas y dejó el volumen como estaba, no saludó, no me miró por el espejo, siquiera esbozó un ademan que emulara una suerte de saludo o venia que implicara algún signo de caballerosidad. Manejaba exageradamente inclinado hacia atrás como si condujera un Lamborghini en lugar de un Palio cascoteado por el run run y los baches de la noche porteña, yo veía entre sombras una ostentosa nariz turca o napolitana, un ojo enorme, vidriosos y cansado que se perdía entre ágiles parpadeos. Respiraba ostentosamente, como si estuviera orgulloso del fuelle que configuraba su estrepitosa nariz, su tórax invisible y una panza criada a grasas y carnes rojas. No me preguntó la dirección, por lo cual corregí el destino improbable de la conversa y manifesté locación entre medio de la música que separaba cualquier intento de diálogo. No te escucho, me dijo, como si la obviedad nos sorprendiera. En un movimiento extremadamente lento y con el móvil en semi movimiento me alcanzó una libretita a rayas, pequeña y destartalada. Anotame tu dirección acá, indicó con cierto desdén pero con simpatía. Dudé si seguir sentado esperando llegar a algún destino cercano e improbable o bajarme con el auto en movimiento y conservar mi integridad, pero son esos momentos en que el raciocinio decide manifestarse en huelga permanente y lo único que queda es el accionar inescrupuloso y elemental. Me acordé de la frase de Borges o de Macedonio “la literatura es orden y aventura”. Así que fui por la aventura, junté algunos números y vocales que indicaban destino. Le pasé la libretita. Él se la acercó extremadamente a los ojos, frunció un poco el ceño y levantó el pulgar en manifestación simbólica de total comprensión. Me recliné en el asiento de atrás con la confianza que da la incertidumbre. Respiré profundo y me dispuse a la festividad del azar. Escuché unos mágicos blues. Hermosos. Sonaban uno detrás de otro. Una selección acertada y certera para esa noche de neblina y derrotas cantadas. Por supuesto que el tachero no perdió oportunidad y cantó todo el repertorio mientras le pegaba al volante con la palma abierta emulando una precaria percusión. Pero su show no terminaba allí. En Honorio Pueyrredón decidió brindar lo mejor de su repertorio. Soltó el volante sin desacelerar y por unos minutos eternos, mágicos e inolvidables hizo un solo de
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air guitar, para su público, para que no olvidemos jamás ese solo. Para que quede grabado en las retinas de ese pasajero anónimo que yo representaba, un instante de alucinación artística e imaginación. Un punteo etéreo y eterno. Pero como en la madrugada los magos no descansan, siguió cantando agitado y al terminar el tema soltó un memorable “tenquiu” para que comprendamos que su inglés no era mera vocalización. Atónito detrás, quería que mi destino fuera lejano, no podía parar de ver a ese malabarista de la nada. A cinco cuadras de casa cruzó impiadosamente un semáforo en rojo. Me miró, por primera vez, con sus ojos vidriosos y me dijo sin titubeos “así es el rock”, y de oscuros recovecos sacó una petaca de un mítico brebaje y lo beso simplemente. Cuando sos taxista, la cana no te para, dijo justificándose ante nadie. Llegamos, estacionó el taxi. Me dijo “39 o 40 pesos”. Es lo mismo. Espero que te haya gustado la experiencia de viajar conmigo. Abrí la puerta. Giró sobre su asiento y me dijo “felicidades y perdoná la música, este auto funciona solo con blues”. Y yo sonreí, por fin tenía una historia para contar.
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No destruya las señales María Inés Bedía
Q
¿
ué compro?
–Si pasas por Farmacity, natura express chico para lentes de contacto y acondicionador Pantenne, sino dejá, busco en el aeropuerto. Nos fuimos. No sé cómo surgió México, se le debe haber ocurrido a Juan. Ruinas; historia; murales; playas paradisiacas; sol; mar; comida picante; jugo de tomate con cerveza; clamato; michelada; tacos; burritos; quesadillas; y quince días sin la enana. Le dije muchas veces que la iba a extrañar, tantas que llegó a decirme: pero mamá, me llamas por teléfono. Claro gordi, y si te quiero dar un beso cómo hago. Ya sé ma, me mandas la carita esa del celular que tira un beso de corazón. Lo que seguro surgió de mí fue viajar el 31 de diciembre, ahorrarme una fecha. Pasarla lejos de Buenos Aires, lo más lejos posible del 2017. Para navidad ya teníamos planes, nos esperaba la familia en Campana. La enana estaba muy ansiosa por la llegada de Papá Noel y ver si le traía la Veterinaria Juliana. Con mi hermana nos debatimos mucho si la pasábamos solas con nuestra vieja o si nos sumábamos al plan familia completa. Sabíamos que iba a ser duro de ambas formas, pero optamos por el ruido y la aglomeración de gente, que disimula las ausencias. La cena estuvo más o menos bien. La perlita fue cuando la enana comprobó que el viejo canoso de barba había leído su carta. Me buscó con los ojos desorbitados: ¡mirá mamá, me lo trajo! Unos
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días antes se le había caído su primer diente y en este caso el cumplidor fue el Ratón Pérez. Así que llegaron Papa Noel y el Ratón Pérez juntos, como cuando los Picapiedras conocieron a los Supersónicos. Al día siguiente me desperté y preparé mate. Se levantó mi hermana. Le dije que le iba a sonar raro, pero que tenía ganas de ir al cementerio. Le pregunté si era de católicos. Se rió y me dijo que no, que no tenía nada que ver con la religión. No me animé a decirle a mi vieja, así que le avisó ella. Mi mamá nos armó un ramo de flores para llevar. Nos acompañó mi cuñado. Nos llevó un ratito encontrar el lugar. Mi hermana señaló en una dirección y se me vinieron a la cabeza todas las imágenes de aquel día. Pudimos ver que mi mamá se había encargado de poner una lápida con una leyenda: Aquí yace un luchador. No me lo esperaba, sentí una mezcla de impacto, emoción y justicia. Me vi a mí misma asintiendo con la cabeza. Miré alrededor y noté que era la única tumba que no tenía cruz. Se lo comenté a los chicos. Vimos muy cerca una decorada con piedras de color azul y amarillo. Le dije a mi hermana que cuando me muera no quiero nada de flores, yo quiero un trapo que tenga estos colores. Mi cuñado aprovechó para pedir que a él le llevaran todas sus guitarras, pero que quería un nicho para que no se mojaran. Estábamos por irnos cuando mi hermana me preguntó si daba sacar una foto. La miré con cara de: ni idea, soy yo la que te pregunté si venir acá es de católicos. Nos reímos y nos abrazamos. Clic. Así fue como con una fecha menos en la mochila, nos fuimos de vacaciones. Llegamos al aeropuerto de Cancún y lo primero que hicimos fue comprar un chip para el celular, así podía hablar con la enana todos los días. Llegamos a una isla que se llama Holbox. Estuvimos tres días en los que llegó una corriente de viento norte que trajo un arsenal de algas y un mar helado. En los tres días salió el sol solo media hora en la que fuimos a la playa a librar una batalla contra el viento. El 2018 nos recibía con frío, nubes y un amor que le hacía frente a las adversidades climáticas. Nos pusimos en modo vacaciones y compramos unas calaveritas de colores para llevar de regalo. Calaveritas que luego descubrimos que salían más baratas en tooooodos los demás lugares que fuimos. México 1, turistas 0. 31 de diciembre, 00:00 horas. Audio 1 de la enana: hola mamiiiiii, ahora te vamos a mandar una foto de los fuegos y feliz añoooo. Se me cayó el tercer dientito, ah no, primero, segundo, el segundo segundo, ahora te mando una foto, bueno chau. Esa noche la pasamos en un bar medio careta con una música horrible porque era el único con wifi. Por supuesto que el chip que compramos no funcionó en ningún lado. Antes de salir a almorzar nos invadieron los primeros miedos, charlamos mucho, nos abrazamos y hasta hubo lágrimas, con sabor a infancia. Después de hablar con enanix fuimos a la plaza de la isla donde se había armado una fiesta local, tocaba un grupo que repetía insistentemente: el ciclóoonnn musical un dos treeees. Audio 2 de la enana: hola mami, ¿cómo estás?, ¿bien?, bueno yo estaba acá con mi papá hablaaaando, estamos yendo al club, a Pontevedra y me quedo todo el día en Ponte. Bueno
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espero que vos también la pases lindo, te amo mucho, un beso. En Tulum salió el sol así que nos mudamos a la playa, Juan, su guitarra y yo. Los primeros dos días fuimos y volvimos en bici, quedaba aproximadamente a media hora, con subidas y bajadas. Al tercer día confirmé una vez más que el espíritu deportivo no es lo que me caracteriza. Esta vez fuimos en auto. Vimos las primeras ruinas y le mandé fotos a mis amigos del taller mientras les contaba lo maravilloso del lugar, en modo cuento ilustrado. Hicimos snorkel y nos sacamos la típica foto turística. Me acordé del flyer que mandó mi ex profe de teatro: “Que termines bien el año. Y en el 2018, aflojá un poco. Permitite ser medio nabo. No pasa nada”. No encontré un solo mexicano mala onda. Son tan desestructurados que te podes topar con la genial escena de estar en un restaurant, pedir comida, y ver como siete mozos a la vez van mesa por mesa preguntando si ese era el pedido. Lo mismo con la cuenta: “¿esta es su cuenta, señor?”. También se sufren a diario los efectos de la colonización: “para servirle”, “mande, mande”, “a sus órdenes”. Y, sobre todo en el interior, un machismo muy arraigado. En uno de los pueblitos mágicos de Ciudad de México, Guanajuato, nos sumamos a algo que llaman callejoneada. Van por las callecitas del pueblo cantando serenatas y recorriendo los lugares contándote sus historias. En un momento los hombres van para un lado y las mujeres para el otro. El que guía la recorrida empieza a hacer chistes del estilo: mujeres son libres, se fueron los hombres, ya no hay más hombres, libertad, ya basta de quincena. En medio de risas le pregunto a una mexicana qué es la quincena. Me cuenta que es “lo que te dan los hombres el día quince para que te sustentes”. Audio 3 de la enana: hola mami, ¿cómo estás?, te extraño mucho y te quería decir que hoy yo me corté el pie del dedo, bueno te lo explica papá, fue con un vidrio que estaba en el piso, porque el vidrio estaba transparente. Papá me puso alcohol y me la banqué, muaaa, bueno, mi papá me puso una curita, algodón y me puso alcohol con algodón y me ardió, pero me la banqué. Alquilamos auto en gran parte del viaje, nos gusta el modo ruta/mate/charla/Luis Miguel/ Cristian Castro/risas/videos/ escuchar alguna entrevista, ya sea al chipi Barijho o a Mariana Enríquez/Maná/Fito/Falú/Juan Luís Guerra/ ya nos sabemos de memoria los textos de Casciari/Los Redondos/Calamaro, siempre. Otra cosa increíble en México son los carteles que aparecen por todos lados: NO SE ORINE AQUÍ. WARNING, DRUGS ARE ILEGAL IN MEXICO. ZONA PROTEGIDA POR VECINOS VIGILANTES, UNIDOS PROCURAMOS TU SEGURIDAD. Este va acompañado de un dibujo que es una especie de transición entre algo amorfo que para a ser un vecino y después un policía, en modo darwinismo policial. NO MALTRATE LAS SEÑALES. Y unos metros más adelante: NO DESTRUYA LAS
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SEÑALES. En unos de los viajes desde San Miguel de Allende hasta Ciudad de México, que debería haber durado cuatro horas, estuvimos nueve arriba del auto. Hubo un accidente en la ruta que nos dejó parados mucho tiempo. Fueron horas en las que bajamos del auto y charlamos con el resto de los conductores. El problema de hacer amistades fue que en un momento tuve muchas ganas de hacer pis. Adelante: autos; atrás: autos; a los costados: autos, alrededor mexicanos por todos lados. Ya fue, Juan me ayudó a taparme con una campera. Pis. Hablamos de todo, el sponsor oficial del viaje fueron los ataques de risa. Un día perdido en México, pero un amor a prueba de embotellamientos. Hay que darle bola a eso, no destruir las señales. Audio 4 Marti: mami, la verdad que no pudimos llevar a Lolamento Cavalo al agua, pero me divertí jugando en la casa con Lolamento Cavalo. Bueno, Cavalo es su apellido, Cavalo es su a-pe-lli-do. Bueno mami, te quería decir que viste cómo nadé, a veces me tiraba abajo el agua porque las olas me tapaban, eran tan grandes, pero al final tragué dos veces el agua del mar. El mar es salado, tragué muuucha agua, pero vos sabés. Bueno te amo mucho, te quiero mami, chau. Me desperté en la mitad de la noche llorando. Juan me abrazó. Soñé que iba a la casa de mis viejos –que no era la casa de mis viejos– porque alguien nos avisaba a mi hermana y a mí que mi papá no contestaba el teléfono. Mi hermana decía que seguro había pasado algo malo, yo le decía no, exactamente a la inversa de cómo pasó realmente. Llegábamos y tocábamos timbre, veíamos que la cerradura estaba rota y nos dábamos cuenta de que había pasado lo peor. Pero de golpe, yo corría unas cortinas que daban a la calle, desde un primer piso, muy largas, y lo veía a mi papá sentado con un rayo de sol que le daba directo en los ojos. No tenía sus anteojos puestos. Subíamos corriendo y yo le decía que nos había hecho asustar. Se reía –con esa carcajada que tanto extraño– y me decía: pero flaca, no se preocupen, si estoy perfecto, solo me tengo que hacer estudios de acá, señalando su panza. Yo asumía, por esa cosa de los sueños, que hablaba del colesterol y le decía: qué decís papá, si estás mejor que todos nosotros. Se volvía a reír. Me desperté, Juan me abrazaba. Por una milésima de segundo pensé que mi papá no había muerto. Ese día fue difícil, costó que aflojara esa sensación en el pecho, luchar contra la imagen. A la tarde hicimos videollamada con la enana que por suerte Juan grabó sin que me diera cuenta. –Hola Pipi, ¿qué estás comiendo? –Pescadito con puré. –Ahh ya estás cenando, qué bien, a ver ese portoncito de los dientes, ¿se te mueve otro? –No. –¿Sabés cuánto te extraño? Adiviná hasta dónde te extraño. –Hasta Boca, después hasta las estrellas, a la luna y hasta a mí. –Siii todo eso te extraño enanix, ¿y vos? –Lo mismo que vos pero sigue hasta Román, después hasta tu corazón, hasta el mío, da unas vueltas en el cielo y después llega a mí –Jaja, sos más bonita… ¿hace calor enana?
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–¿En dónde estás ma? –En la casa donde estoy durmiendo. –A ver. –Bueno, te la muestro, mirá qué lindos colores que tiene, esta es la cocina, ¿la ves?, acá está mi ropa, acá está el baño, ¿lo ves?, ¿te gustó? –¿Cuál es tu pieza? –Ésta, mirá, y este es el balcón. Che enana, ¿qué vamos a hacer cuando nos veamos? –¿Regalos? –Además de los regalos. –¿Besos mil? –¡Besos miles! ¡Y regalos miles también! Y después nos vamos nosotras de vacaciones. Bueno piojito, te dejo comer tranquila, hablamos mañana. Escuchame, ponete siempre protector, ¿te acordás de ponerte? –Siempre me pone Virginia. –Bueno mi amor, te amo, un beso a los abuelos. –Chau, corto yo mami. En Ciudad de México se nos ocurrió averiguar para volar en globo aerostático. Lo habíamos intentado en San Miguel de Allende, pero un señor de apellido Elizondo nos dijo que el globo no podía salir esa mañana, porque el viento no lo permitía. Su manera de medir el viento era con un globo de cumpleaños inflado como cuando el cumpleaños se está terminando. Tiraba el globo al aire a las 5am en medio de un descampado. Volvimos con la ilusión con agujeritos. Esta segunda vez nos levantamos a las 4 am y viajamos hasta Teotihuacan. En México no existe siquiera el concepto de calefacción, mucho menos una estufa. Nos congelamos mientras esperábamos la salida del globo. Teníamos los dedos de los pies helados, tuvimos que sacarnos las zapatillas para masajearlos y volver a tener alguna sensación. Un grado, tres horas de sueño y una ansiedad cual niños. Vimos cómo se inflaba el globo y subimos con varias personas más, incluido el piloto que era igual a Kiko. Parece que esta vez nos acompañaba la suerte, no había viento. Descubrí que más cerca de las nubes funciona mejor el 4G y llamé a la enana. Su cara era una mezcla de mamá qué locura y mamá por qué no me llevaste. Le prometí que la próxima volábamos juntas y le traje una cadenita con un mini globo que dice que es la de la suerte. Kiko contó que hacía 5 años era piloto de globo aerostático. Me acordé de una nota que leí alguna vez sobre los reidores de Mar de Fondo. Ellos decían que a veces, cuando viajan en avión y tienen que completar la planilla de embarque dudan ante el ítem: ocupación, ¿Reidor? Pensé que cada vez que Kiko completa ese casillero pone: Piloto de Globo aerostático. Se me vinieron a la cabeza otras profesiones del estilo, que en distintos lugares del mundo existen: Doble de riesgo; Cuenta cuentos; Inspector de cocos; Calienta camas humano, Investigador de nieve. Lo más lindo de la vuelta fue el reencuentro con la enana. Pasamos tres días de sobredosis de amor. Nos pusimos al día con las anécdotas y los besos. Fuimos a la pileta de la abuela y al cine a ver Coco, la película mexicana sobre el día de los muertos. A la noche, cansadas de tanta risa nos tiramos en el sillón a ver dibujitos juntas: –Mami, ¿el abuelo tenía muchos más años que la abuela? –Sí gordi, hasta fue su profesor en la facultad. ¿Qué te quedaste pensando?
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–Me da miedo. –¿Qué cosa? –Cuando me pase a mí eso. –Enana no te preocupes, no tengas miedo, falta muchísimo. –¿Cuánto? –Pfff, no sé, mucho, que termines el jardín, la escuela, que quizá tengas hijos, nietos, yo qué sé, un montón, no tenés que pensar en eso. –Es que no puedo pensar en otra cosa mami, ¿cómo se hace para pensar en otra cosa? Le acaricié la cabeza y seguimos mirando dibus.
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Paisaje migrante Grau Hert
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er parte del paisaje
sentir comodidad en lo desconocido lo indispensable en una mochila tatuada en la espalda hay días acompaña otros, solo peso instruirse de la estabilidad del paisaje los días pasan como el ritual de la lluvia y el ritual de la despedida cuando queda tan poco que se consume todo y se da todo la huella se ocupa de existir para que alguien más la rebase. Luego de la migración aves nacen del hígado penden de un reloj sabio doman su propio momento trapecistas de las nubes que solo sombra que solo lluvia o que solo nieve nido de estómago donde aguardan nuevas aviadoras se preparan para romper su ovoide salir a grafitear los cielos con los climas que invaden. luego de la migración.
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Campo de batalla Sabrina Sosa
Yasmín Anush Farhat
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ubis a ombligo. Llevo la respiración al pecho, costillas y suelto. Ahí te levantás, dale, despacio que yo te tengo, te ayudo acá, te sostengo los pies. No puedo, dice Julia. Sí, sí que podés, despacio, vení, le contesta Cecilia, mientras la ve venir. Los brazos al costado de la cabeza, el top deportivo que le ajusta las tetas. Le distingue la espalda en el espejo que tienen atrás, el surco de la columna, la línea recta que dibujan las calzas en el horizonte, otra vez la piel descubierta que deja el top. Cuando sube la tiene entre las piernas, a la altura de las rodillas. Le mira la cabeza desde arriba, le siente el olor al champú o a la crema para peinar. Julia tiene el pelo lacio y corto, a la altura de los hombros que le quedan desnudos y pronunciados sin nada que les caiga encima. En cambio Cecilia tiene rulos hasta la cintura, los huesos grandes y firmes de los hombros nunca llamaron la atención de nadie con ese largo y ese volumen. Julia no la puede tocar, pero si suelta el aire se lo pega en las piernas. El calor de la respiración la hace transpirar, pero disimula. Hace un sonido exagerado con la boca como si fuera parte del ejercicio y continúa. Al terminar la clase, no se aguanta. Se apantalla con una carpeta en donde guarda las fichas personales, y traga agua, culpable e incómoda, como si alguien la hubiera visto tirar una colilla de cigarrillo encendida en medio de un bosque seco, y supiera del incendio que está a punto de provocar. Resiste con vergüenza las miradas y las risas de las alumnas que le pasan por al lado, la saludan y se van. Julia, por su parte, se frota suave los brazos con las manos. No decide si ponerse el abrigo ahora o cuando salga. Tarda en guardar sus cosas en la mochila, primero las acomoda y luego,
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las vuelve a sacar. Se sienta en un banco que está al lado de la escalera que da a la calle. Se levanta, amaga con irse. Vuelve convencida y se acerca a donde está Cecilia que sigue con el agua y las carpetas. La soltura que le falta para los ejercicios aparece cuando habla. Nos quedamos solas, le dice. La última palabra suena en los oídos de Cecilia como un estruendo a pesar de que la voz de Julia es suave y pausada. Solas, se repite a sí misma al tiempo que se descubre en el espejo, casi desnuda, la cara encendida, los labios pálidos. En el pecho comienzan a dibujarse unas aureolas rojas que de a poco se multiplican. Desde el cuello hasta los brazos, la picazón es inminente. Mantiene la calma y no se toca. Solo se lleva una mano al pelo y se arregla un poco. Cierra los ojos y respira, no podemos. Sí podemos, dice Julia. Y queremos, agrega con una voz que no parece suya. Pero el miedo es tanto que las manchas bajan hasta las piernas. Las ve precipitarse cada vez con mayor decisión y apenas alcanza a rascarse en un lado, las aureolas brotan furiosas en otro. Sigue frente al espejo y cuando el ardor para, se mira. Se busca, desconocida, atravesando un portal de vidrio, reflejada en su mejor versión. Tiene una erupción desenfrenada en todo el cuerpo y hasta los rulos comienzan a picarle sobre la piel seca y sudorosa. Sí queremos y podemos, estamos solas, repite Julia. No acaba de terminar de pronunciar la frase que se para detrás de Cecilia, y esta vez pareciera que es ella que la sabe. Sí, sí que podés, despacio, vení, le dice mientras le rodea la cintura. Yo te sostengo acá, y le atraviesa una mano por el vientre y con la otra le gira apenas la cara, solo para dejarse oler. La mano en el vientre hace lo suyo y baja hasta sumergirse por completo en el pubis, acariciándolo, buscando con los dedos la humedad y el límite preciso hasta donde poder avanzar.
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Al día siguiente, Cecilia amanece y la dermatitis persiste. En la cama donde se enfrentaron los bandos, ahora hay escombros y muertos. Una leve sonrisa se le dibuja en la cara. Diego respira, aún duerme. En dos horas viajan al Sur para arreglar las cosas, así lo decidió él y ella lo aceptó sin objetar palabra. Desde que están juntos, cada vez que algo anda mal, hay que viajar. A esta altura es evidente que las cosas se solucionan así y nadie lo discute. Cecilia lo mira de reojo, con la parte que ve, se imagina el resto. La boca entreabierta rodeada por una barba de días, la mano derecha sobre el pecho, la pierna izquierda en un ángulo de 45 grados, destapado. Si al menos no roncara, se dice a sí misma, e imagina el fastidio de los días que vendrán sin poder pegar un ojo, pero celebrando el triunfo de haberlo arreglado todo. Antes de que se despierte, sale de la cama y corre al baño. Se mira al espejo, se reconoce una por una las manchas convertidas en erupciones. Nunca antes le gustó tanto el rojo fuego ni sintió placer al rascarse como ahora. Se ve hermosa esta mañana. Las acaricia con gusto y besa las que puede, las que están a su alcance. Abre la ducha y deja correr el agua caliente. Espera un rato hasta que el vapor cubre por completo el baño. Primero, prueba con un pie y luego con otro. Se estremece pero no abandona el lugar, se mantiene con la espalda derecha, pubis a ombligo. Permanece hasta que la piel enrojecida empieza a abrirle paso a la carne. Ahora sí, no podremos ir. Esto sí que no tiene arreglo, piensa, mientras se ayuda con las uñas a levantar los pedazos que aún resisten.
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Hasta que se seque el Malecón Lizzie Grillo
Ariel Goldberg
a Andy
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odos esperaban la noche para acercarse a esa costanera donde el rejunte de gente, la zapada y la buena onda se entrecruzaban en una atmósfera recorrida por el viento cálido del Caribe y el rompimiento del mar contra las rocas. Era en el Malecón donde estaba la joda. La mía era la última noche en La Habana y el Malecón era, como había sido todas las noches anteriores, el lugar donde finalizaba mi recorrido. Me habían hablado del “cañonazo”, que en realidad no sucedía exactamente allí, pero se podía escuchar a las nueve de la noche a aquellos cañones de la orilla de enfrente que descargaban sus bombas, rememorando antiguas épocas coloniales. –Qué hermosa mujer, ¿de dónde sos? Me di media vuelta para ver quién me hablaba. Me había interrumpido justo cuando intentaba sacar una foto a la ciudad nocturna. –De Argentina –dije con una sonrisa cortés. –¡Ah, Argentina! La tierra del Che –dijo con una mueca–. Tenemos una canción… “Aquí se queda la claaara, la entrañable transpareeencia, de tu querida presenncia…” –entonaba como podía hasta que se dio cuenta de que no podía cantarme toda la canción–. Nosotros al Che lo queremos mucho. –Sí, sí, la conozco –dije de nuevo cortésmente. Ya me estaba acostumbrando a que los cubanos me increparan de la nada, pero esa noche no tenía muchas ganas. Desde que había llegado, había hablado con más hombres que en el último año. Es un pueblo con las hormonas
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a flor de piel y, naturalmente, una se contagia. Pero esa noche estaban apagadas. –Yo soy músico y estoy allá con unos amigos, tranquilos, tocando música y cantando, ¿quieres venir con nosotros? Ven, te tomas algo, tenemos ron del bueno, ¿probaste el ron cubano? ¿Qué ron venden en Argentina? –Sí, lo probé y en Argentina se consigue mucho el Havana Club, que es el más común para nosotros. –Pfff, ese no es ron del bueno, ese es el de los extranjeros, nosotros tomamos otro, es más barato, pero es más bueno. Ven, mis amigos están allá y nos tomamos algo, ¿cómo te llamas? –Me dicen Majo. Y poniéndose una mano en el pecho y cerrando los ojos me dice: Yo me llamo Wilfredo. –Prefiero quedarme acá, gracias. –¿Pero por qué? Si la noche está preciosa, hace calor, calor caribeño y nosotros acá en Cuba nos juntamos y tomamos algo, no pasa nada, es muy seguro, te aseguro que no te va a pasar nada, no se escuchan esas cosas que pasan afuera. –Ya sé que no me va a pasar nada, pero prefiero quedarme acá, aparte en un rato iba a irme más para allá –dije señalando unos cien metros más adelante. –¿A dónde? –Bueno, por allá, me dijeron que se puede escuchar el cañonazo. –Ah, pero yo te puedo llevar, si lo quieres escuchar bien, tenemos que ir para ese lado que dices, pero más lejos, voy contigo, te acompaño y vamos juntos. Así, imposible de sacármelo de encima, conocí a un cubano hermoso, un morocho con rastas que hablaba como cantando y muchas veces me costaba entender. Caminaba rápido, como queriendo escapar, pero él seguía el ritmo sin problemas. –Aparte yo soy religioso –y me mostró una pulserita que hubiera jurado que representaba a la bandera de Brasil, pero no, pertenece a la religión Yoruba, de la que por primera vez me enteraba que existía. –¿Y qué pasa con eso de que sos religioso? –Yo no miento, yo no engaño. –Igual, no es que estoy pensando que me vas a hacer algo, es simplemente que tenía ganas de pasar una noche tranquila. –Pero mira, estamos tranquilos, te tienes que relajar, te noto tensa, esta noche te encuentras tensa. –No, no estoy tensa –mentira, pensaba, estaba incómoda. En Argentina no es tan común hablar con extraños en la calle y no terminaba de acostumbrarme a eso. –Nos quedaremos acá, mira –dijo señalándome un lugar–. Hablemos un rato, mientras esperamos escuchar el cañonazo a las nueve y después podemos ir a comer, a tomar algo. Te puedo llevar a bailar, ¿ya bailaste salsa? –No, todavía no. –¿Cómo que no? No viviste Cuba todavía –dijo riéndose–. ¿Hace cuánto estás en la Habana? –Tres noches.
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–¡¿Y no bailaste todavía?! Yo te puedo enseñar unos pasos y vamos a un lugar, tranquilos los dos y la pasamos bien. –La verdad que no tengo ganas de bailar y mañana me levanto temprano porque me voy para Viñales. De acá me quiero ir a dormir. –¡Pero es temprano! Sentémonos tranquilos y hablemos un rato. Te sigo notando tensa, relajate que hay que pasarla bien, tienes que disfrutar de la vida, acá nosotros disfrutamos de la vida, tomamos algo, cantamos, bailamos, puedes venir a mi casa a tomar unos tragos y conoces una verdadera casa cubana, ¿dónde estás parando? Bueh, pensé, qué velocidad, ¡no da puntada sin hilo! –En un hostel. Y nos sentamos. Entre tanto, se me ocurrió preguntar: ¿Cómo es tu vida, vos tenés novia? –No hablo de mi vida personal –ah listo, la que me faltaba, pensé. –¿Viniste sola? –Sí. –¿Y tu novio? –No hablo de mi vida personal –¡tomá!, grité para mis adentros y él rió mirando hacia la orilla. –Bueno, vamos a contarnos un poco más de nosotros. Sí, tengo novia. –¿Y dónde está? ¿Por qué no está con vos esta noche, pasándola bien? –Porque es de Francia, mi novia es francesa y ahora está en su país –dijo con aires de superioridad. –¿Ah, pero tienen un acuerdo de tener una relación libre? –No, ella solo está conmigo y yo solo estoy con ella. –Pero entonces, ¿cómo es? ¿Qué haces hablando conmigo invitándome a hacer tantas cosas?, ¿no eras religioso? –dije con malicia–. ¿Y que no mentías ni engañabas? –Sí, yo no miento ni engaño. Pero ojos que no ven, corazón que no siente. Yo a ella la amo con el corazón, me voy a casar con ella. Y ahora solo estoy hablando con una chica muy bonita –decía al aire mientras se fumaba un faso, olor que me llegaba y me gustaba. –Okey –lo miré de soslayo, este pibe no me cierra, pensé, qué discurso enroscado–. Bueno, ella puede estar haciendo lo mismo –acoté provocándolo–, así que, de última, estarían a mano. –No, a mí ella no me engaña, a mí ella me ama –ya se empezaba a mostrar incomodo, y por alguna razón, me empecé a divertir. Nada me divierte más que encontrar “agujeros” en discursos ajenos. –¿Qué sabés si no está hablando con un chico muy bonito invitándole a hacer todo lo que me estás ofreciendo hacer a mí? –Porque la conozco, ella no me miente y no está con otros, sino sabe que me pierde, que fui –y la indignación me subía la térmica. –Pero decime, ¿vos acá no estás haciendo exactamente eso que no querés que te hagan? –Pero ella no lo sabe, ojos que no ven, corazón que no siente –y dale con esa frase, como si eso solucionara todo–, ella está allá y yo acá. Nos vamos a casar en breve –agregó con sonrisa
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forzada, se notaba que no quería hablar más del tema. –Buen, me voy para el hostel –dije ya aburrida de la conversación, levantándome y empezando a caminar por el Malecón. –¿Por qué? ¿No la estás pasando bien? Vamos a tomar unas cervezas, yo te invito y después te vas. Compramos las cervezas, nos venimos acá y hablamos un rato más –repetía mientras él también se levantaba y se proponía caminar a mi par. –No, mejor me voy para el hostel, no hace falta que me acompañes. –Pero es temprano, tomamos unas cervezas. Venimos al Malecón, nos sentamos, escuchamos música, mis amigos son muy alegres. –Bueno, está bien, pero sólo unas cervezas –dije respirando hondo, increíble lo que se puede lograr con tanta insistencia. –¿Por qué? Después te puedo llevar a un lugar donde no van los extranjeros, que se baila buena salsa, solo van cubanos y ves cómo nos divertimos los verdaderos cubanos, te enseño unos pasos y tomamos algo allí también, si quieres. –Por ahora vayamos por unas cervezas –dije tajante. En la caminata me preguntaba por lo que había estudiado, por cómo era mi vida en Argentina, de qué trabajaba, de por qué viajaba sola y sin amigas, y la gran pregunta de por qué no tenía novio. Preguntas que no me molestaba responder. Habíamos caminado más de la mitad del camino, ya no estaba tan lejos de mi hostel. Por lo menos me había servido para no caminar sola. De repente, Wilfredo me hizo cruzar la avenida del Malecón y nos metimos tres cuadras para adentro. Llegamos a un puestito, que parecía un kiosco, pero solo de bebidas y cubanos de todas partes caían a comprar lo que hubiese. Entre la gente, él logró llegar al mostrador que daba a la calle. –Dos cervezas –escuché que pidió. –Tengo solo cristal. Bucanero no queda más. Son las últimas dos. –¿Cuánto cada una? –Un CUC. Y ahí, el flaco se da vuelta y me dice: –¿Tienes dos CUC? –¿Qué? –Que si tienes dos CUC, cada cerveza vale un CUC –sí, había escuchado esa parte, pero no era justamente eso lo que me estaba molestando. –Sí, ¿pero no era que me ibas a invitar? –dije sorprendida. –Ahora, espera, pero primero hay que pagar, necesito dos CUC para pagar las cervezas, apurate, que son las últimas dos que tiene –y enfatizó que me apure con un gesto con la mano. Y abriendo la billetera, dije: –Okey, acá están los dos CUC, pero… –me frené cuando caí en la cuenta de que todo lo que me proponía hacer iba a correr por mi cuenta. Que estaba frente a un ventajero con muy buena parla y mucha insistencia. Mi humor, que nunca había estado demasiado predispuesto esa noche, cambió al mal humor. –¿Sabés que si me decías que te invite una cerveza hubiera sido más sincero y hasta por ahí,
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si tenía ganas, lo hacía sin problema? No hacía falta que me mientas –le dije mientras volvíamos nuestros pasos hacia el Malecón nuevamente, con las cervezas en la mano. –Yo no te mentí. –¿Cómo no me mentiste? Me habías dicho que me invitabas una cerveza y la terminé pagando yo. Eso no se hace. Y vengo teniendo experiencias similares en estos días. –No, yo no te mentí, yo no miento, yo soy religioso. –Bueno, esto ya cada vez me cae peor –dije visiblemente molesta. –¿En serio hubieras invitado las cervezas si te lo pedía? –se quedó pensando. Estoy segura de que no se la esperaba. –Sí, como te dije, si hubiera tenido ganas lo hacía. Pero ahora lo tuve que hacer forzoso y estas cosas no me caben. –Es que soy cubano –y seguimos caminando en silencio. Me costó entender lo que quiso decirme con eso. Ya otra vez en el Malecón, abrimos las latitas de cerveza. Cada uno fue tomando la suya y retomamos la charla un poco más relajados. De vez en cuando me tiraba un piropo, era claro que quería seguir la noche. Pero yo tenía claro que me quería ir al hostel. Las latitas se acabaron, no había nada más para tomar, latitas vacías, secas en el Malecón. En un momento, cansada de tanta cháchara, sentencié: Chau, Wilfredo, un gusto conocerte. Me voy al hostel. Me bajé del borde de piedra que recorría todo el Malecón, le di un beso en el cachete, que aceptó con gusto y me fui cantando bajito: Otra vez Que te dejo con las manos al aire otra vez Pa’ que te lo goces y lo bailes otra vez Al derecho y al revés A la una, a las dos y a las tres Ah, ah, ah, ah, hasta que se seque el Malecón.
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Casa en ruinas Ariana Santa
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“ o me pidáis presencia. Las almas huyen para dar canciones: alma es distancia y horizonte: ausencia” (fragmento de poema de Antonio Machado, escrito sobre una pared en Monserrat) Me habían conseguido trabajo en un hostel. En uno de los primeros que tuvo Buenos Aires. Tenía 21. Volvía de unas vacaciones mochileras en el sur con una despedida a cuestas de mi novio de entonces y apenas pude atranqué en el sucucho del barrio sur. Así le decía mi viejo “sucucho”. Había entrado una sola vez, pero así lo llamaban en casa. Mi semana de trabajo empezaba los domingos. Salía de casa 7.30, compraba Página/12 y entraba. Lo primero, limpiar el cenicero. Se fumaba mucho antes. Después, muy sigilosamente, buscaba a Agustín. Él cubría el turno noche y podía estar durmiendo en cualquier cama, con cualquier chica. La inglesa, la australiana, la tana, las más de las veces, la sueca. Una vez que lo veía, me quedaba tranquila. Internamente, lo cuidaba. Agustín fue mi amigo más entrañable de esos años. A las 9, Ana bajaba las escaleras palaciegas del caserón. Ana era de Misiones y bajaba con el mate a cuestas y su sonrisa pegada. Me charlaba de cualquier cosa y enseguida escuchábamos el shhhh. Entonces nos íbamos a la cocina, que estaba a unos cuarenta metros del escritorio que hacía de recepción. Si sonaba el teléfono o el timbre, deslizaba mis topper sobre el suelo encerado por Ana los días viernes, y las más de las veces, me caía, me chocaba contra la mesita de las guías turísticas, pero llegaba a los ring de las sorpresas. La cocina era oscura y siempre nos ofrecía curiosidades. Mirábamos todo lo que habían cocinado los gringos la noche anterior: lavaban los platos pero no las ollas, así que pispiábamos.
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Papa, fideos, cebollas, morrones, regularmente carne linda. Nuestro país tan generoso. Ana me mateaba pero mi tarea de esa hora era preparar los desayunos. Esto incluía abrir la bolsota de cereales, echarlos sobre unos potecitos personales que ya estaban sobre la vieja mesa de roble envigada (con cuidado de que no cayeran por entre los agujeros de las vigas), separar dos frutas junto a cada uno de estos potecitos y poner agua a hervir, para que cada uno se preparara la infusión deseada. Esto casi nunca funcionaba ya que en su mayoría los gringos querían probar el mate. Así que Ana seguía cebando y era la estrella del momento desayuno. Yo oficiaba de traductora: “Ariana, explicale que la yerba crece como maleza en mi tierra, que es cerca de Iguazú… Ari a ver qué me dice este chico, no le entiendo, ahh me estaba piropeando, decile qué cuántos años tiene, preguntale si baila tango, escuchame, decile a la gurisa que le coso la mochila, va a perder todo con el bolsillo abierto así, decile que le cobro unas monedas…” Para esto, las corridas eran permanentes, el diario había quedado abierto sobre el escritorio y la gringada preguntaba: “¿quién es este Kirchner que ganó las elecciones?”. Las habitaciones del sucucho internacional tenían nombres en lunfardo: “arrabal”, “bulín”, “cambalache”, “despiole”, “empinado” (la más difícil de limpiar), “firulete” (la doble con cama de esposos, decía Ana). Al año de trabajar ahí, los dueños abrieron dos más arriba, pero ya no recuerdo sus nombres. También para ese entonces, la que nos oficiaba de pequeña oficina se volvía habitación y nuestro trabajo se precarizaba, para ese entonces yo y unos cuantos más ya no nos encontrábamos ahí. Antes que se convirtieran en habitaciones, en las piezas de arriba teníamos una sala de juegos, tan grande que podíamos bailar, jugar al ping pong, mirar tele y colocar colchones, todo al mismo tiempo. Tendría unos 40 x 20, los techos altísimos y en las paredes colgaban afiches de retratos, de películas y alguna pintura de Fader, resistiendo. Bajando las escaleras principescas te volvías a encontrar con el escritorio de recepción y casi siempre con mi rostro o el de Damián, mi compañero de tareas. Damián era rubio, alto, capaz, considerado, caballeroso, responsable, responsable como no lo éramos Agustín ni yo. Y adoraba ese hostel-casa. Detrás de nuestros rostros compañeros, estaba la compu que era un armatoste y casi siempre funcionaba mal. Hoy es de no creer que hubiera solo una y que nos manejáramos sin internet para las reservas. Teníamos unas hojas oficio que pegaba Dami con scotch, casi siempre eran tres que plegábamos y tenían marcados los días y abajo una lista de los cuchitriles en lunfardo donde iban los nombres de los pasajeros. Los escribíamos en lápiz porque los gurises se mudaban de cuarto hasta que se iban, porque al fin y al cabo eran siempre los mismos, teníamos viajeros a los que les costaba irse, eso nos caracterizaba. La goma de borrar nunca aparecía, así que el listado estaba lleno de tachaduras y la mancha verde del mate que se caía por encima de las hojas nos hacía sentir en casa. Ahora sé que con Dami y Agus hacíamos magia con esa papeleta, no era otra cosa que magia cambiar los nombres de lugar pero mantenerlos. El escritorio, el listado, la compu pareciera que hoy los veo frente a mí. El pasillo hacia la cocina no lo veo tan claro, era oscuro en sí y al dueño del hostal se le había ocurrido en un momento que escribiésemos frases, saludos, meils sobre la pared, así que a esa pared graficada del pasillo le cuesta incluso hoy presentarse en mi memoria. Cuántas personas se habrán comunicado por ese medio, cuántos llamados, cuántos gritos, cuanta despedida, las huidas y las
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costumbres. Porque hasta viajar se vuelve una costumbre cuando tenés 22, un poco de libertad, unos mangos y sobre todo ganas en los brazos-alas. En “despiole” durmió el negro Coster unos cuantos meses. Todavía veo su camisa, doblada sobre una silla que se había apropiado de la cocina. Su toalla, blanca y limpia. Y su enorme sonrisa que animaba mis días sin fe con una cumbia nigeriana, consecuencias de la hibridez general. En “empinado” dormía un inglesito bueno, que me prestó su cepillo de dientes y que me cuidó después de una noche eterna de rechazos. En “arrabal” que daba a la ochava de Alsina y Tacuarí, Monserrat, y que también era difícil de limpiar porque las arañas eran muy laboriosas, dejaron una valija olvidada que nunca vinieron a buscar y que me proveyó de ropa copada dos veranos. En “bulín” se quedó a vivir un polaco que me hablaba de Bukowski y que fue el que después del rechazo me acompañó a conocer otros mundos posibles. En “cambalache” se quedó a vivir Lorena, una gallega de Madrid que también se enamoró de Damián, después del inglesito, de mi ropa, de mis gestos pero que nunca se quiso hacer mi amiga. En nuestra oficina dormía Sebastián, un nómade de Villada, Santa Fe, que en crisis del campo había llegado a Buenos Aires y trabajaba durante el día en la librería del Colegio Nacional y por las noches en el hostel, cuando Agustín desensillaba en su conurbano. Sebastián hoy vive en Berlín y ni se imagina todo lo que lo extraño. Subiendo las escaleras de este castillo porteño, ya conté que llegabas a la sala de juegos, pero hacía frío arriba y yo siempre tenía que atender el teléfono, así que rara vez subía esa lomada. Pero Ana, sí, día y noche al menos dos veces, porque Ana rancheaba en unos cuartitos que se había armado atrás. Nos invitó a todos para la comunión de su nena más chica, y ahí el teléfono quedó abandonado, lo lamento incluso ahora por el que se quedaba afuera de esa payada internacional. Hoy, al recordar aquella casona del barrio sur, lo que más extraño, aparte de las variadas historias que escuché, los días plenos de compartir, amar, jugar e intercambiar tesoros patrios, son las sorpresas de llegadas. Al abrir el timbre desde arriba y sin preguntar, nunca sabías quién sería el próximo o la próxima en subir la larga escalera de entrada, que no la había nombrado porque por esa misma escalera subieron unos ladrones que casi matan a Damián, de un tiro que le dieron y que le atravesó el pecho al lado del corazón. Damián había amado ese hostel y no se merecía esa retirada con final tan triste. Hoy escribo esto para homenajarlo, para abrazarlo a la distancia, a aquel que me consiguió aquel trabajo-vida en esa casa. Esa casa que no rompió del todo su corazón porque ya había roto unos cuantos antes.
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El año que vivimos en Apartheid Solange Rodríguez Soifer
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Camila Victoria Polo
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i abuela Fanny creía que cada vez que sonaba el teléfono o tocaban a la puerta, estaba en peligro. Sospechaba que era algún vecino intentando robarle o que alguien vigilaba sus movimientos para hacerle el cuento del tío. Cuando iba a visitarla, sabía que si un timbre nos sorprendía, el protocolo de seguridad se activaba. Entre las medidas a tomar, estaba convertirme en estatua, moviendo apenas los pulmones para no morir, y hablar en susurros hasta que la amenaza pasara. Lo curioso es que este comportamiento tuvo un final profético; en vez del cuento del tío, acabó resultando el cuento de los hermanos. Cuando murió mi bisabuelo, la embaucaron para quedarse con su parte de la casa. Hereditario o no, a mí también el bichito de la paranoia me picaba, pero solo cuando estaba cerca de algún instrumento de la ley. Desde la alarma del supermercado “que no suene cuando salga”, un control policial “que no me vean cara de sospechosa”, o el patova del estadio “que no sea una entrada trucha” . No era porque tuviera algo que ocultar, sino que se trataba de una angustia inexplicable, que deformaba todo hecho para hacerlo encajar en las teorías más delirantes. Como por ejemplo, solicitar un cambio de domicilio y pensar que porque el policía se demoraba más de la cuenta, solo podía ser porque aparecían en mi expediente antecedentes falsos. O alterarme en un aeropuerto si un perro policía me miraba, imaginando que en su lenguaje de ladridos me acusaría de narcotraficante, aún cuando la única droga en mi equipaje fuera una aspirina. ley.
Y precisamente ocurrió durante un viaje de vuelta a casa donde tuve que tutearme con la
Corría el año 2009 cuando una idea polémica se propagó como un virus. El paciente: todo el planeta. La causa: pollos y gallinas. La noticia parecía salida de la película 12 monos y recorrió el mundo bajo la carátula de “Gripe aviar”. Los primeros casos se registraron en el hemisferio norte, justo donde estaba viviendo. Debía viajar a Buenos Aires desde la provincia de Alberta, y fue en ese aeropuerto donde comenzó el calvario. La amenaza esta vez no eran los perros, sino una pistola térmica. Además de los controles normales, los pasajeros éramos escaneados por un detector de temperatura, una especie de scanner de supermercado. Cuando fue mi turno, empecé a sentirme sofocada. Mientras el agente me registraba de arriba a abajo, sentía que en cualquier momento el sensor iba a lanzar una batiseñal de ¡peligro, individuo pestilente! Pero la alarma al final no sonó y el oficial me hizo el gesto de avanzar. Tomé entonces mi valija y me adelanté a un grupo de japoneses que intentaban ser escaneados todos juntos, mientras un agente perdía la paciencia explicándoles que debían pasar de a uno.
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Estando arriba del avión, pude respirar tranquila pensando que lo peor ya había pasado. Lo confirmé cuando vi minutos después el rebaño de orientales aparecer por la puerta y pasar hacia el fondo de la aeronave. Compartíamos el insólito logro de no tener fiebre. Del control nos avisaron que iban a rociar un desinfectante y ahí mi calma se esfumó como si nunca hubiera existido. La azafata apareció rociando el spray con una sonrisa de oreja a oreja, igual que si estuviera en una publicidad de aromatizante de ambientes. Sabía que el mínimo contacto con esa sustancia infernal, desataría el caos en mi nariz, por lo que tenía que adoptar una medida de salvataje: respirar por la boca. No estaba exagerando la situación, sino que aún me dolía el trauma del día anterior, cuando fui víctima del apartheid de la gripe. Estaba abstraída leyendo en el micro, y sin querer cometí el imperdonable error de atragantarme con mi propia saliva. El pasajero sentado al lado mío, sin siquiera mirarme, abrió la ventana y viajó todo el resto del trayecto con la cabeza afuera, como si fuera un perro paseando en auto. El problema era que estábamos en pleno invierno canadiense, pero el temor era tal que aquel hombre prefería morir con el cerebro congelado antes que por contagio. Me tuve que cambiar de lugar y autoexcluirme a los asientos del fondo, donde nadie tuviera que sufrir mi pecaminosa presencia.
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Y para evitar un nuevo incidente, sobre todo porque en los aviones no hay ventanillas abiertas ni escapatoria posible, es que estaba en ese momento como pez fuera del agua, exprimiendo cada bocanada de aire por la boca. Aunque el remedio resultó peor que la enfermedad; una picazón me empezó a subir por la garganta. Carraspeé un poco tratando de contener la tos, pero era cada vez más difícil. Hice que miraba por la ventana para disimular, mientras con la vista periférica chequeaba que la señora sentada a mi lado no se diera cuenta de mi condición. Por suerte en la cartera tenía caramelos de miel, comprados no por gusto –de hecho los odiaba–, sino como medida preventiva. En esa época, los antialérgicos y los caramelos eran tan imprescindibles como la insulina o la vacuna antirrábica. De tanto aguantarme sentí que me estaban por explotar los ojos, mientras revolvía mi bolso con la desesperación de quien acaba de ser envenenado y no encuentra el antídoto. Para ese entonces mi color era bordó y la carraspera se volvía cada vez más frecuente; temía que en cualquier momento una explosión violenta surgiera desde lo profundo de mis entrañas. Cuando ya me estaba tornando azul, mi mano fue a dar con el paquete. Lo abrí de un manotazo, el envoltorio voló por los aires y empecé a chupar el caramelo como si fuera un bebé que le acaban de devolver el chupete. Respiré hondo. Pero me di cuenta que lo estaba haciendo por mi frágil nariz y el pánico otra vez se apoderó de mí, porque las partículas tóxicas aún podían estar flotando en el aire. Conté los minutos esperando lo peor. Nada. Cuando me sentí segura, sonreí orgullosa; el interior de mis fosas nasales estaba bajo control. Tanto estrés me dejó exhausta y me quedé dormida. No sé cuánto tiempo pasó cuando me despertaron voces; eran los pasajeros que hablaban unos con otros en un tono elevado, pisándose; parecía una gran cena navideña. Iba a preguntar qué estaba pasando, cuando vi el grupo de auxiliares de vuelo pasar corriendo por el pasillo hacia la parte trasera del avión, con la mirada fija en el frente y sosteniendo un maletín negro. El recuerdo fresco del 2001 me hizo temer lo peor. A los pocos minutos, comenzaron a aparecer pasajeros del fondo, apurándose por ocupar los asientos vacíos como en un improvisado juego de las sillas. No hicieron ningún anuncio por el altavoz, y cuando le pedí explicaciones a una agitada azafata, se limitó a responder: –No se preocupen, es solo una medida preventiva. Llegamos a Chile, una escala que se suponía corta, pero nos avisaron que el avión iba a sufrir una demora, porque se habían visto forzados a bajar unos pasajeros.
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Mientras esperaba desconcertada en el aeropuerto, un señor de cachetes colorados y pelo tan blanco como papá noel, me empezó a hablar: –Yo estaba al fondo, espero que no sea nada. –¿Por qué? ¿Qué pasó? Puso la mano de costado al lado de la boca y dijo: –Uno de los ponja, estornudó. Iba a responderle, cuando el hombre miró por sobre mi cabeza y quedó perplejo, como si hubiera visto un zombie. Y más o menos así fue, porque cuando giré para ver de qué se trataba aquello tan terrorífico, me encontré con el contingente de japoneses que avanzaba medio muerto, arrastrando los pies, mientras eran escoltados por agentes que no podían esconder su nerviosismo. Los indicios del delito no fueron perros enajenados ni manos atadas con esposas. Fueron los barbijos.
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Una vez pensĂŠ en el suicidio Javier MartĂnez Conde
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Flavia Schreiber
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na vez pensé en el suicidio. No fue la única, sí quizás la más significativa. A ver, antes de los espamentos: no es alarmante haber sopesado la posibilidad después de las primeras grandes desilusiones de la vida. Es mucho más sano que la aceptación callada de las normalizaciones. Además, nunca me atreví a ir demasiado lejos. Igualmente ya me estoy justificando antes de empezar a contar, pero está bien aclarar que no tenés de qué preocuparte y podés seguir con tu vida porque seguro andás por esta línea del párrafo sosteniendo la curiosidad o el morbo anecdótico que promete la primera oración. DOS ¿Cuántas veces te sentiste solo? Yo perdí la cuenta. Y mirá que hay gente que me ama, eh. No hay novedad ni metáfora en decir que el mundo es un lugar hostil y hay que aprender a valerse por sí mismo. ¿Cuántas veces tuviste que aprender a valerte por vos mismo? ¿Pertenecer? ¿Buscar un lugar donde quererte, sentirte útil? TRES «No quieren coger conmigo porque soy rengo». No te das una idea de cuánto tiempo pensé y sufrí esto: una discapacidad motriz a la vista del resto, presente desde la primera impresión, imposible de esconder. A mi primera novia (con quien tuve mi primera vez en todo, el beso con lengua también) la conocí en una matiné y, como no podía creer que me estuviera siguiendo la conversación, le mostré –por si no se había dado cuenta– cómo caminaba. Así de inseguro me había enseñado a ser la sociedad, al mismo tiempo que me inculcaba sus discursos de doble moral sobre aprender a quererme por quién soy. CUATRO Una vez pensé en el suicidio. Me fui de vacaciones con un amigo a las playas de Uruguay a pasar año nuevo. Eran mis primeras fiestas lejos de casa. Recién empezaba todo el bardo del cepo cambiario. No sé qué tiene que ver, pero ya el primer día nos arrepentimos de la guita que habíamos llevado. Agregá también que la tarde que llegamos me robaron el celular. El 31 a la noche me sentí completamente solo. Mi amigo estaba ahí, charlando con otros viajeros, pero ese vínculo no era suficiente para contenerme. La inestabilidad económica, la incomunicación temprana, dos variables que hicieron que extrañara y no extrañara a mi familia. Me había ido para estar lejos, pero en ese momento lo único que quería era mi cama, mis libros (porque siempre faltan los libros que uno no trae encima) y también todo lo mío que habitaba en la contradicción hostil del techo propio pero ajeno. Y entonces escribí un poema. CERO Parece mentira cuánto se asemeja la nostalgia a la noche, por lo oscura e infinita; y el mar en la noche a la cabeza en la almohada, por el vaivén solitario de olas turbulentas que arrastran los miedos; y la luna reflejada en el mar en la noche a los sueños de amor desolado, que lucen hermosos pero al amanecer
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se desvanecen. UNO No pensaba volver. Nadie lo sabía, tampoco mi amigo. Mi idea era quedarme para siempre, probablemente en Valizas, o Cabo Polonio, o Santa Teresa. Pero no volver. Nací del vientre incógnito de una mujer que, entre paréntesis, no es mi madre; mamé el seno de un hogar urbano; por varios años regué la raíz de los conceptos cuadrados de mi padre; asimilé con peras y manzanas los valores negativos del amor sin módulos, la incongruencia de las frutas dulces; integré también las comisiones del fracaso exponencial, las soluciones tardías y derivé todas mis responsabilidades; el único resultado posible es restarle importancia y dividirme, formular nuevos teoremas en función de mis potencias. DOS Una chica que conocí por Tinder y con la que había tenido conversaciones increíbles antes de conocerla, me dijo la única noche que la vi (con el cuidado de las palabras políticamente correctas) que la razón principal por la que no me vería de nuevo era que tenía un cuerpo que estaba por fuera de la norma. TRES Otra vez me miras condescendiente y no te culpo. No sabés, no podés saber qué me pasó, qué hice, por qué estoy así o por qué estoy acá, vulnerable, expuesto, eligiendo la luz en un lugar lleno de sombras, de rincones reservados para mí y los de mi especie, los imperfectos, los inseguros, los olvidados por la historia porque en fin, qué podemos hacer más que llorar la desgracia de esquivarle a lo común, más que soportar el ojo inquisidor de los mediocres que ven un cuerpo,
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una ley o un mundo tal como debe ser: normal. No te culpo y es más te eximo y es más el que se compadece soy yo. CUATRO Una mañana de enero fuimos al mar, con la resaca de una fiesta que empezó mal y nunca remontó. Nadamos lejos. Yo pensaba cuánto cuesta ir hacia adelante. Dejamos de hacer pie. Pensaba cuánto cuesta flotar y permanecer. Quisimos volver. Pensaba cuánto cuesta regresar a las cosas. No quería volver. Cuánto cuesta dejarse llevar por la marea. No volví. Cuánto cuesta dejar de forzar las situaciones. Aflojé el cuerpo. Cuánto cuesta dejar de correr para escapar. Cerré los ojos. Cuánto cuesta viajar sin miramientos. Un brazo me agarró fuerte y después otro y otro. Seis cuerpos me gritaban, me arrastraban, me animaban como podían. Cuando por fin pisé la arena, un vómito salado y eterno me anunciaba que era hora de enfrentarme a mis temores. CERO ¿Cuántas veces tuviste que aprender a valerte por vos mismo? ¿Pertenecer? ¿Buscar un lugar donde quererte, sentirte útil? La vida sigue igual de dura, pero al menos la escribo.
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Si partir es no irse nunca Sol Si
Dana Ogar
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e sumerjo en un pecho abriéndose y las palabras aparecen. Soy un momento de una imagen buscando ser contada. Vibrando, inmersa en el sonido. El espacio, teñido de una armonía sutil, trasluce su trama de hilos finísimos, brillantes, suaves; su tejido rizomático. Y nosotros ahí: entre perdidos y enredados, entretejiéndonos. No sabiendo cuándo empezó a pasar lo que ahora está pasando. Las palabras crecen, se amontonan. Brotan por los ojos, circulan por las manos y fluyen en las bocas. Esbozan una danza improvisada y sincrónica, gotas que van arando senderos. En delicada e intempestiva orquestación nos atraviesan. La lluvia nos ha inundado: ya la somos, ya nos es. La madrugada chapotea en un acorde de agua cristalina e inevitable. Porque de vez en cuando el cielo descarga peso para que recordemos sentirnos. El agua nunca está quieta. Siempre encuentra su pendiente para inaugurarse acequia, humilde y sencilla. Pero todavía estamos reconociéndonos charcos que se expanden y funden sus cartografías. Emerge y se filtra por los poros el olor de la tierra fértil, que recibe lo que dejamos caer. Suelo
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que absorbe y drena, matriz en la que se sumergen las raíces de los lagos. De este lago, de esta postal. La veo: todos los momentos de todas las imágenes que nos siguen lloviendo coinciden en el cuerpo de este lago-encuentro. Gotas suspendidas, traslúcidas, caleidoscópicas, se expanden tibiamente. Un curso continuo y sinuoso fugándose hacia la profundidad. Empezamos a intuir la simultaneidad de pulsos acuáticos. La espontaneidad vital de la inmensidad. Murmullo informe. Anunciación alborotada. Navegación intuitiva. Insinuación atractiva. Foco permeable. Clímax. Disolución. Vaporosa. Vuelvo a las palabras para contar los puntos del tejido, rebobinando la lluvia. Buceo en la inundación. Recuerdo que me dijiste que el mar te emociona. Será por ese exceso del que nos contagia que mientras me lo decías asomaba un marcito en tu gesto. Será en la bruma irradiada que nos repliega el tiempo Si todavía nos atraviesa la natación lectora de las gotas que se amontonan en el charco, es porque confiamos en nuestra incipiente confluencia. Creo en los surcos del movimiento desplegado. Lo que nunca entendí son las olas.
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Viajes Juliana Planas
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Leo Quintero
Buenos Aires – 18:30 – 03/01/18
M
is primeros recuerdos de viajes están asociados a la acción de vomitar el vómito como depuración como el acto violento con el cual mi cuerpo largaba todo el miedo a lo desconocido, lo otro al afuera después paró dejó de ser suficiente empezaron los ataques de pánico la noche anterior a viajar la primera noche, el primer bondi, en el aeropuerto las faltas: de aire, de apoyo la soledad no sé si puedo decir que ahora lo controlo pero, mierda a mí no me para nada Lima – 15:39 – 13/01/18 ningún viaje ningún chico ninguna palabra o país va a acompañar esta soledad Paracas - 23:02 - 21/01/18 nuestras camas enfrentadas
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las cortinas, abiertas tu piel lisa me hace pensar que mi lengua extraña el tacto tibio de una piel tostada como grano de café Ica - 11:06 - 25/01/18 descubrir los límites de la soledad y del amor en un vómito de madrugada un bolso que pesa el doble cuando resbala por la transpiración fiebrosa sigo fiebrosa no sé si es el calor o la enfermedad estoy cubierta de sudor miro un punto fijo y espero que el tiempo pase lento, o como le guste pero que pase acabar esta tarde y acabar este día y la espera llegar a algún lado dejar de perder cosas y de hacer gastos innecesarios o necesarios pero imprevistos llovió y yo ni me di cuenta Cuzco - 12:05 - 27/01/18 siempre duermo mal tengo el cansancio atravesado estoy llena de sed lxs peruanxs escriben universalmente a mi la universalidad me resulta inalcanzable y agobiante
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Arequipa - 12:00 - 11/02/18 yo también me llamo perú
Macchu Pichu - 10:55 - 03/02/18 miro la cadena de montañas enfrente mío y mi cuerpo es tan pequeño veo la neblina ir y venir tapar todo a su alrededor y el humo de mi cigarrillo es tan pequeño siento las gotas de lluvia mojar mi cuaderno mi ropa las piedras y las plantas y mis lágrimas son tan, tan pequeñas Arequipa - 08:00 - 11/02/18 en arequipa las puertas son territorio de exploración arqueológica tiesas, te esperan para que les compres un poco de weed, cocaine
Buenos Aires - 9:20 - 14/02/18 Soy tu anécdota de verano.
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Polos Opuestos Tomás Gorrini
Guillermo Aimar
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uillermo Aimar no lo iba a hacer así. Definitivamente, no. Por más que exista gente que actúe de esa manera, igualmente no. Los grandes desafíos no se concretan en una mañana, en un desayuno, en pocas horas. No es cuestión de proponérselo, renunciar al trabajo por la tarde y saltar por la borda. Un desafío de esta magnitud se planifica, se diagrama, se mide; se sueña. Un viaje de dos años necesita de una logística precisa, de mucha investigación, de calcular los riesgos, pulir las minucias y repasar hasta el detalle más sutil. Requiere entrenamiento, sustento económico y mucha concentración. Sobre todo, si la idea es partir de Ushuaia y llegar a Alaska en bicicleta. “No salí huyendo de nada. No me peleé con el sistema. Tenía mi familia, mis amigos, mi novia y un buen trabajo en Buenos Aires. Era una buena vida y me sentía muy cómodo. Tal vez, demasiado, y ese fue el problema”. El tucumano es inquieto; es un gran deportista: en 2009 corrió los 42 kilómetros del Maratón de Buenos Aires y al día siguiente pedaleó 1450 kilómetros hasta Trelew. Más allá de enfrentar sus límites y ratificar su condición de súper atleta, el periplo tenía otro significado: “Hay que aprovechar al máximo el tiempo de vida y manejarlo de la mejor manera. Cada uno tiene que tener un objetivo, una meta bien definida y un sueño. Por eso me propuse llevar este mensaje a todos los jóvenes de América, para que tengan su propio Alaska”, dice Guillermo. Un jueves de junio de 2012 partió desde Ushuaia en una bicicleta preparada para hacerles frente a todos los imponderables. Como en un baúl de auto, tenía espacio para lo imprescindible: “Llevaba cocina, carpa, colchoneta, bolsa de dormir, filtro de agua, la ropa necesaria e incluso medias de pelo de conejo para dormir con los pies calientes”. Quienes asumen estas tra-
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vesías lo saben: el primer tramo es el más difícil. La Patagonia sirvió de filtro; fue la vara para medir si Guillermo estaba preparado: “Desde lo físico, la Patagonia argentina, Chile, Bolivia y Perú fue lo más difícil. El invierno es muy duro. Recuerdo que usaba un pañuelo para cubrir mi boca y nariz. Un día lo saqué y estaba duro como un plástico. Resultó que la humedad del aliento se había congelado y me dificultaba respirar. Otro problema era armar la carpa porque el piso estaba todo congelado. La ruta del desierto de Atacama en Chile está a casi 5000 metros sobre el nivel del mar y los vientos superan los 100 km/h. Por día pedaleaba entre 9 y 10 horas y sólo hacía 40 km”. Las noches de Guillermo se sucedieron en hospitales, escuelas, estaciones de servicio, graneros, casas abandonadas, cementerios, zoológicos o cuevas de montaña. Muchas veces, los habitantes de los pueblos que visitaba le ofrecían sus casas para dormir. “Conocer gente de diferentes lugares me abrió la cabeza. Las personas son muy amables y aprendí muchísimo de sus costumbres. Es increíble todo lo que se puede conocer compartiendo apenas una cena”, recuerda. La idea inicial de viajar dos años hasta llegar a la ciudad alasqueña de Prudhoe Bay se multiplicó por dos: fueron 4, más de 17.000 km y 16 países. Un joven de 33 años, que como un cartero, repartió cultura a lo largo del continente junto a su único cómplice y testigo: su bicicleta. A partir de allí, su vida cambió para siempre: “El viaje me enseñó lo importante que son las metas; no sólo me ayudan a poner en orden mis finanzas, sino también mis acciones. Y al disfrutar cada día de la construcción de un objetivo que nace de un anhelo personal, me permito decir que durante más de cuatro años viví algo parecido a eso que llamamos libertad”.
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