11 DICIEMBRE 2017
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Editorial C
orremos mรกs, estamos mรกs ansiosos, aguantamos mรกs vulnerables, caemos mรกs aniquilados. Si la adicciรณn se fuga para ser encontrada, no desaparece del todo.
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Hacemos 27 Tomás Gorrini, Director Cristian Maluini, Editor Francisco Bertotti, Diseño Gráfico y Web Daniel Stano, Diseño Gráfico Gustavo Salamié, Fotografía
Colaboraron en este número: Pablo Ramos, Juan Diego Incardona, Floripo, Camila Súnico, Mili Morsella, Raymundo Lagresta, Diego Flores, Brian Janchez, Leticia Bianca, María Florencia Dadidovich, May Mandarina, Antonella Ramos, Ulmo Carcosa, Sukermercado, Gabriel Bertotti, Cosme Andaluz, Charlie Di Palma, Flor Asteggiano, Gloria Colombo, Juli Nuñez, Wendy Coplas, Juan Carrique, María Inés Bedia, Andrés Fuschetto, Tito Villar, Paz Villar, Juan Duacastella, Leandro Silva, Lucila Lastero, Nicolás Garibaldi, Maru Cian, Maricel Cioce, Agostina María Sol, Caroline Capart, Lucila López, Federico Lamas, Ja Ant, Francisco Rivarola, Melisa Real, Lucas Villamil y Pedro Speroni.
Les agradecemos especialmente: A Butti. Al Francés. A Yani. A la Revista Almagro. A Prinston Castelar. A la vieja y nueva guardia. A los que siempre están. A la familia de 27.
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PRÓLOGO p. 11 1 · ELECTROFILIA p. 15 2 · ADICTO A LA BIBLIA p. 18 3 · LAS 7 ADICCIONES CAPITALES p. 22 4 · LA MARCA DE LA NAVAJA p. 36 5 · MATAR UN GORDO p. 45 6 · SHOPPING p. 49 7 · UN POCO DE SAL, UN POCO DE MAGIA p. 50 8 · EL RESTO DE LOS DÍAS p. 56 9 · VITALICIO p. 62 10 · TESTIGOS DIGITALES p. 64 11 · AGUA DE VIDA p. 66 12 · -BETWEEN THE BARS p. 88 13 · IMPLACABLE p. 93
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14 ·MÁS DE DOSCIENTAS LIBERTADES p. 97 15 · TENER Y NO TENER p. 100 16 · UNPLUGGED p. 104 17 · NIÑO p. 109 18 · p. 117 19 · LOS ADICTOS p. 118 20 · LAS GUACHAS p. 125 21 · GUARDIAN DE AGUAS TURBIAS p. 128 22 · PERSEGUIDOR p. 132 23 · TITÍ, LA GUERRERA p. 134 24 · ADOQUINES DE CRISTAL p. 139 25 · EL ORIGEN DE UNA ADICCI10N p. 142 26 ·PÍXELES p. 145 27 · IVÁN BILBAO, UN BOXEADOR DE LA VIDA p. 148
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Historias sin punto final
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Prólogo Por Pablo Ramos
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i experiencia con drogas tiene que ver, desde un principio y casi de manera exclusiva, con la cocaína y el alcohol. Consumo estas drogas desde los doce años, y puedo asegurar que el balance de mi experiencia es negativo. Muy negativo. Ya que las pérdidas superan con creces a los beneficios. Si bien en un principio dicha combinación me ayudó a mantenerme despierto y por lo tanto a poder, luego de varios trabajos en el día, leer o escribir o tocar alguna hora más, luego me privo de todo eso, y de muchas otras cosas además de eso. Me río cuando pienso que jamás se me ocurrió prepararme un Nescafé cargado pero sí se me ocurrió, con una lógica que roza la locura, meterme en una villa a las 3 de la mañana. Yo viví (y vivo) el consumo de drogas con una compulsión asesina. No puedo consumir socialmente, no puedo, una vez que empiezo, ni siquiera saber cuándo cómo ni dónde voy a terminar. Y si bien esto puede sonar raro o exagerado, no recuerdo, ni en los más inocentes principios de este idilio, haber controlado el consumo de cocaína o de alcohol en ninguna circunstancia. Entonces se podría decir que yo padezco las drogas de mi preferencia. Pero sin embargo siguen siendo de mi preferencia. Y entonces la pregunta que se cae de madura es la que todo el mundo, que se cae de boludo, te hace: ¿si padecés el consumo, por qué no lo cortás y listo? La pregunta, rebosante de sentido común, muchas veces viene de los peores faloperos: los
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consumidores sociales. Lo que la manejan. Impotente, casi retórica, y decididamente estúpida esta pregunta se me figura como el triunfo de la normalidad por sobre la deficiencia. Es como si alguien que viera que te estás ahogando te aconsejara, desde la seca tranquilidad de un bote, que hicieras pie. Pero mucho peor, porque en nuestro caso además, el alguien este, tendría en la cara el semblante de un profeta moralista. Sin embargo me gustaría decirle a este alguien que aún obtengo un beneficio, y que pese al altísimo precio que me hace pagar, a veces lo necesito más que al aire que respiro (casi escribo aspiro). Es que el consumo me aísla del mundo, o aísla al mundo de mí. Y yo creo que para vivir en esta ciudad y más que nunca en este tiempo, si no sos un cínico o un perverso, tenés que estar drogado o borracho las 24 horas del día, y la noche también. Entonces hay alivio, raro, pero lo hay. Placer no, un poco en la primera dosis, pero casi nada. Muchas veces siento náuseas frente a lo que voy a consumir, a lo que indefectiblemente voy a consumir. De la misma manera la primera vez que probé cerveza me pareció horrible. Y mi viejo me dijo: una vez que te acostumbras a lo amargo no lo cambias por nada. Sabia observación, y pensar que creí que mi padre era un ser carente de inconsciente. Entonces consumo cocaína y la compenso con alcohol. Me aíslo, bajo (consumo para bajar) y la factura no se hace esperar nada. La cocaína no me deja pensar, no me deja escribir, no me deja comer, no me deja dormir, no me deja estar con una mujer, no me da tregua ni respiro. El alcohol, en cambio, no me deja (no me suelta) hasta que quedo tirado. Son amores católicos, así los llamo: hasta que la muerte nos separe: mi muerte nos separe. II Las drogas me hicieron perder casi todo. Me derrotaron en los mejores y en los peores momentos de mi vida. Pero en los peores no me importó demasiado, porque entre que me derrote la vida y me derrote la droga, avanti con la droga. Lo frustrante es que las drogas me derrotaron, una y otra vez, cada vez que estuve para campeón del mundo. Y en el huracán en el que se convierte mi alma, se vuelan y se destruyen las buenas y cotidianas cosas que harían mi vida al menos un poco feliz. Intento decir claramente que soy un hombre profundamente lastimado debido al consumo compulsivo de alcohol y cocaína. Muchas buenas mujeres se fueron de mi vida por culpa de mi nariz, muchos buenos amigos se han sentido cansados de mí cada vez que mis borracheras insoportables condicionaban sus vidas. Creo que soy un adicto, y no sé qué digo cuando digo esto. No creo que sea una enfermedad, más bien creo que es una condición del espíritu. Un karma, y que los faloperos somos una especie de Homodrapie destinada a cumplir la función de cesto de la ropa sucia, de tacho de basura, la morbosa basura de una sociedad impiadosa y oscura como la nuestra. Como si nuestra existencia le diera sentido al dedo índice de la sociedad, ese que no sirve ni para meterse en
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el culo, pero es perfecto a la hora de señalar defectuosos. La sociedad detesta a los drogadictos, y no la culpo, lo extraño es que cada vez que pueden en Facebook o en Soretibook ponen frases emocionantes que muchas veces son de escritores o músicos drogadictos. Tal vez en la fisura esté la puerta que nos permite sumergirnos en el profundo fango de nuestra alma rota. Y tal vez nosotros nos tiremos de cabeza ya que sentimos que no tenemos nada más que perder. Sin más, hace poco me acabo de separar. Misteriosamente, esta relación tan amorosa y tan real que duró un año, se disolvió por las mismas razones por las cuales había nacido. Porque soy un escritor de esos que escriben con no sé qué cosa… pero a los meses de vivir con la innombrable cosa del escritor, esa virtud se convierte en un síntoma, y más vale, mejor sería internarte. Escribí un poema al respecto, acá se los dejo, sería mi primer poema publicado. Bueno, chau. no vaya a ser cosa de golpe te das cuenta de que estuviste distraído porque siempre andás pensando en otra cosa en otras cosas en esa misma cosa a la que le dedicas tu vida aunque no la dedicás la reventás la persona que te acompañaba de golpe vio todos tus defectos en pocas horas, se siente abrumada por lo que leyó en internet eso mismo que venís escribiendo hace diez años nueve libros siempre lo mismo dicen los críticos es solo una vida así cualquiera pero esa persona te miraba distinto si te emborrachabas de asco y te sacabas la ropa frente a todos ellos ella estaba de tu lado trataba de ver eso que hay que ver justo cuando pasa algo así pero este es el día en que se cansó del safari
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y vuelve a la cómoda mediocridad de la antigua familia son mi familia, dice nosotros, dice estás loco, dice aquello fue un síntoma, dice ¿me vas a pegar? sos capaz de cualquier cosa, dice y lo dice al fin lo dice drogadicto, dice y no lo podés creer porque no se puede creer y no poder creerlo te pone nervioso sos un tipo resuelto cuando necesitaron favores resolviste las cosas y querés todo de vuelta todo no sabés qué y entonces ya sos peligroso y si antes ponían tus frases en esta página con muñequitos de tristeza ahora ponen a Bukowski, o un cantante pop preferiblemente muerto preferiblemente extranjero más vale no vaya a ser cosas que tengan que querer de verdad a los que día a día están asesinando.
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Encierro Juan Diego Incardona
Floripo
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ice la primera instalación a los diez años: una extensión de tres tomas en la cocina de mi tío el Amado. Ese día, además, fue la primera vez que me agarró corriente. Si mi vieja se enteraba, lo mataba al Amado. Pobre, en realidad no fue su culpa. Para trabajar habíamos cortado la luz. Después, cuando terminamos, la dimos de vuelta y entonces fui a mirar cómo quedó todo. En una de las uniones descubrí un alambrecito naranja que asomaba. Supongo que estaba mal encintado. Lo miré un rato. Yo sabía que no tenía que tocarlo. El Amado ya me había dicho que la electricidad era peligrosa. Pero no pude aguantar la tentación. Qué lindo que es el cobre. Me encanta su color, su flexibilidad, su conductancia. Es mi metal favorito. Yo sabía que no iba a morir, porque cuando empecé a trabajar aquel día, recé y hablé con la electricidad. Ahora hago lo mismo. Creo que la electricidad tiene una especie de santidad, es como el alma del universo, lo que mueve todo. Dios es electricidad. El amor es electricidad. Todo es electricidad. Parece una pavada lo que digo, pero para trabajar en esto te tenés que hacer amigo de ella y estar tranquilo y tenerle confianza. Porque sino se da cuenta, te huele el miedo como si fuera un perro. Miré alrededor para ver si estaba solo. El Amado no aparecía. Acerqué la mano despacito y lo toqué. Fue la primera de muchas. Ah, la sensación es incomparable. El hormigueo te sube y te llena de vida. Primero te agarran los espasmos en los músculos. Se contrae todo como cuando tenés sexo y acabás. Pero esto es mucho mejor, porque te viene apenas arrancás. Después la sangre se vuelve loca y te da taquicardia. El corazón bombeando a todo lo que da es un espectáculo. No creo que haya otra cosa que te haga sentir el cuerpo como lo hace la electricidad.
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Es maravilloso. Tengo la teoría de que los seres humanos trabajamos al treinta o cuarenta por ciento. Estamos llenos de zonas inexploradas, de partes no desarrolladas. Vamos por la vida como un autito que va regulando. Después el hormigueo se convierte en temblor y yo creo que ahí es cuando se siente el punto máximo. Uno se vuelve blando y plástico, los límites físicos se pierden y entrás en contacto con los objetos que te rodean. Ahí te das cuenta que todo es una sola y única cosa, y que lo que une todo es la electricidad. Después viene la relajación y finalmente una especie de somnolencia llena de paz, empezás a transpirar frío y te baja la temperatura y todo se va apagando y sentís como si flotaras. Es tener los ojos cerrados estando abiertos. Te quedás un rato así y en un momento preciso te desconectás. Esto último no lo sabe hacer cualquiera. Yo lo sé porque estoy entrenado, lo hice toda mi vida, pero hay gente que cree que sabe y no sabe nada. Dicen que esto es como ir arriba de una moto. Hablan de la libertad y el viento en contra. Son unos snobs. Electrocutarse es un oficio. Y ser electricista no tiene nada que ver. Son cosas diferentes. ¿Sabés la cantidad de personas que se quedaron pegadas? La electricidad es como el mar, en un punto, un mar invisible. Tiene olas, canales, mareas que suben y bajan. El tipo que sabe, aprovecha la retracción de la ola, lo que llaman “el reflujo”. Si tenés práctica, te das cuenta por los latidos del corazón. Cuando te electrocutás, la taquicardia no es pareja, bombeás rápido pero con arritmia. Entonces, si uno sabe escuchar los latidos, se desconecta cuando la frecuencia lo permite, que es en los momentos de marea baja, cuando el ampere es más chico. Ahí te desconectás. La electrocución es una cosa de otro mundo, aunque esto que digo es una paradoja, porque electrocutarse es meterse como nunca en este mundo y todo lo que eso significa, incluido tu propio cuerpo. Me gusta electrocutarme entre una y dos veces por semana. Mañana voy a cumplir cincuenta años y la verdad que me siento un pibe. Hablando de pibes, hace tiempo que le estoy enseñando el oficio al mío, al mayor. Además tengo una hija, más chica. A mi mujer no le cuento nada porque no entendería y seguro que arma quilombo. Hoy a la tarde vamos a ir con mi hijo a la fábrica de un amigo mío, que también conoce el oficio. Nos vamos a electrocutar un rato. Seguro va a estar bueno, porque ahí tienen fuerza motriz, circuitos trifásicos de 380 voltios.
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Adicto a la biblia Camila Súnico
Mili Morsella
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anilo es un joven de clase media alta. Nació y fue criado en Barrio Norte. Fumó paco y consumió cocaína. Robó un shopping y llegó a vivir en una plaza. Luego de una sobredosis casi mortal, sus padres lo internaron en una granja evangélica. Desde entonces, la religión es su única razón para vivir. A los 20 años, Danilo Pons sufrió una sobredosis que casi lo llevó a la muerte. Al despertar se encontró con sus padres informándole que debía internarse por un tiempo a una granja evangélica de rehabilitación llamada “Hogar, un encuentro de Dios”. El joven, que ahora tiene 23, se describe como un “sobreviviente del mal”. “Todas las noches le pido a Dios que no me deje solo y no me abandone”, comenta mientras saca sus rosarios y los apoya en la mesa de luz, al lado de varias estampillas con oraciones que adornan su cuarto. Danilo no volvió a ver a su familia. Su hermana Carla sigue en contacto con su mejor amigo, Jonathan Pérez, el único que lo va a ver a la residencia evangélica de Caballito donde actualmente vive. Los primeros meses, ella lo iba a visitar, pero él se negaba a recibirla. Hasta que dejó de ir. “Mi hermano cambió, no era así. La última vez que lo ví fue hace dos años”, dijo Carla, que hasta su conversión al evangelismo se consideraba “muy unida” a su hermana. La relación con sus padres nunca fue buena. A los 11, Danilo comenzó a probar drogas luego de que sufriera una depresión por haberse enterado que era adoptado. “Me sentía vacío, como si todo lo que pensé que era ya no existía. Para el afuera éramos una familia feliz, pero
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puertas adentro yo era la manzana podrida”, conjeturó. Cuando Danilo habla de su familia, se incomoda y prefiere cambiar de tema. Pero al insistir sobre el porqué de ese rechazo, ofrece unas breves palabras: “Son mi pasado. Este lugar es mi familia”. En su círculo íntimo está su pastor, un hombre que ocupa el rol de padre en su vida. “Cuando llegó a esta iglesia, estaba en estado de destrucción absoluta. No vivía, a diferencia de ahora, que volvió a confiar en él y a tener sus sueños, que estaban rotos”, relató el pastor Juan, quien lo conoció meses después de su rehabilitación. “A Danilo, como a los jóvenes ex adictos, le mostramos la biblia para que ellos aprendan los peligros de las adicciones. No son soluciones lo que dicen los psicólogos ni los psiquiatras. Nosotros estamos para poder guiar y sacar del mal camino a los jóvenes como Danilo. Nosotros hacemos una conexión con Jesucristo”, afirma. Danilo vive en una residencia evangélica desde hace casi un año y medio. Ahí pasa todos los días de la semana y los fines de semana se dedica a ir a la granja que, según sus palabras, le salvó la vida. Su adicción a las drogas habían empezado a llenar vacíos que él negaba. A los 15, comenzó a consumir cocaína y paco. ”Ese no era yo, sino un demonio y por culpa de ese ser salió lastimada mucha gente. Espero que Dios me perdone”. La psicóloga María Angélica Iturbe, especialista en adicciones, afirma que cualquier religión genera que la persona adicta a las drogas reemplace su adicción: “La religión sigue siendo una adicción. La persona está atada a algo o alguien. Cambian drogas por biblias. Si se comparan los riesgos, la región no mata. La droga sí, pero el problema es que la persona adicta reemplaza. Y por eso, hay que tratarlos de otra manera, no cambiando una cosa por otra. Cual-
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quier tipo de adicción, sea producida externa o internamente, ataca al cerebro y lo inunda de dopamina, la hormona de la felicidad”. Su delgadez extrema, violencia agresiva, intentos de suicidio y su adicción a las drogas, llevaron a Danilo a límites impensados. Desde ser expulsado del colegio a ser echado de su propia casa. Luego de ir de un lugar a otro, llegó a vivir en plaza “Las Heras” durante cinco meses. Tenía 17 años cuando tocó un arma por primera vez. “Nunca disparé, pero sentía mucha adrenalina cuando agarraba el arma. Se volvía una necesidad de querer que se vuelva a repetir”. Danilo, junto con su grupo de amigos de entonces, salió y robo un shopping en Pilar. Tenía solo un objetivo: conseguir dinero para saciar su adicción. “Mi amigo Danilo no es él de ahora. Sé que está bien y lo voy a acompañar siempre porque lo quiero. Pero él no es así. Antes hablábamos de Eminem y otros raperos. Ahora solo me comparte frases y música religiosa”, cuenta Jonathan, amigo de Danilo hace más de 17 años. Jonathan es el único contacto con su pasado. Los dos amigos se escriben una vez por semana mediante Facebook y coordinan un encuentro por mes en un bar distinto. Su organización debe ser precisa debido a que Danilo no tiene celular. Danilo relata todas sus vivencias en tercera persona, en un tono de voz pacífico y tranquilizador, como si no fuera él quien protagoniza esos recuerdos. Camina por los pasillos de la residencia saludando a todos los que viven con él. Cada persona que se cruza repite la misma frase: “Dios y ellos son mi verdadera familia”. “Los centros de rehabilitación religiosos tratan las drogas como un pecado y hacen creer a los propios pacientes que sus vivencias con las drogas no eran una cuestión de su personalidad”, explica la psicóloga Iturbe. Y amplía: “No solo lo hace la religión evangelista, sino otras. El problema es que la mayoría de las personas que sufrió una gran adicción a las drogas cae en la religión evangélica”. Llega la hora del canto. Danilo se dirige a la iglesia evangélica que está a una cuadra de la residencia que comparte con varios compañeros. Su pastor les pide que se pongan en círculo de tal forma que queden enfrentados unos contra otros. Danilo, uno de los primeros, empieza a cantar: “Yo sé bien lo que has vivido, yo sé bien por qué has llorado. Pues nadie te ama como yo”. Segundos después los demás lo siguen. Esa tarde prosigue con cantos y bailes por una hora y media. Para él, el mundo exterior que se encuentra detrás de aquellas puertas de vidrio transparente, “no existe”. “Danilo es familia, ya está recuperado. Sabe que cuenta con nosotros y con Dios. Nunca va a caer en esas porquerías”, dice el pastor mientras apoya su brazo en el hombro de Danilo y éste le sonríe. En cada charla con ex adictos, el pastor siempre deja el mismo mensaje: “Nosotros intentamos mostrarles a todos la biblia, donde Dios muestra que no son un problema para la sociedad. Todo lo contrario. Todos en esta tierra tenemos una fuerza de autodestrucción, un monstruo dentro de cada uno de nosotros”.
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Su rutina de lunes a viernes se repite. Y los fines de semana escapa rumbo a la granja para focalizar en su “ser”. Danilo va por más y en un mes tiene pensado salir a volantear folletos de la iglesia a donde va. “Estoy acá para guiar a las personas y que entren en el camino de Dios. El hombre es malo por eso quiero ayudar a que el mundo cambie y vuelva a sus orígenes”. Danilo cambió los boliches, las salidas con amigos, el rap, su vestimenta y las drogas por misas, música religiosa, ropa con colores claros. Ateísmo por evangelismo. ¿Drogas por religión? “La sociedad dice que yo tuve adicciones a las drogas, pero para mí no. Ese no fui yo. Dios sabe que no era yo. Ahora me preguntan si soy adicto a la religión. Yo les digo que no”.
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Las 7 adicciones capitales Raymundo Lagresta
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La marca de la navaja Diego Flores
Brian Janchez
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– ndá a comprarle “al francés del altiplano” que tiene la mejor merca de la galaxia –me había dicho–, pero te aviso que es un tipo raro, te va a hacer pasar, te va a estudiar un rato. Vende poco y caro pero apenas te metes un poquito en la nariz el mundo es otra cosa – me advirtió además. Soy un adicto nuevito, hace tres años que tomo. Como nací en clase media y me supe rodear de gente más o menos piola, pego para lo que son mis parámetros, buen material. No me arrepiento de ser adicto, me gusta drogarme. Me gusta estar fuera del mundo que nos proponen, colocarme y salir del dial de las buenas costumbres y los consumos pre establecidos. La merluza me cambió la vida, estiró mis noches, me hizo descubrir gente elástica, electica, inteligente. Si no sos un fisura para estar duro como una puerta pentágono, la merca es lo más maravilloso del mundo. No solo la droga en sí, sino todo el continente nuevo que se expande, con gente, variaciones temporales, rondas interminables de bebidas, corridas furiosas. No soporto el discurso de los recuperados, la palmadita en las palmas del sistema que te dice “ah, qué bien, te felicito, qué esfuerzo, qué valentía, hay que tener huevos…”. Valentía es pegarse un canutazo cuando todo el mundo te dice que está mal, cuando desde que tenés dos años te dicen que la droga esto la droga lo otro. La droga, la droga de verdad, es decir la cocaína, es lo mejor que le puede pasar a la humanidad. Tendría que ser más cara porque hay cada pelotudo que la toma para salir, para estar colocado, para hacerse el pija. Drogarse es un ejercicio galáctico, es la apertura a otro plano de las cosas. Hay que tomar por temor y aborrecimiento al mundo, para combatirlo desde otra dimensión, para inventar un lenguaje nuevo, para tomarse cien millones de wiskis y hablar nueve días seguidos, para eso hay que drogarse. Y para eso hay
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que tener cabeza. Encaré para lo del francés del altiplano. Luego de tocar el timbre de una puerta oxidada, salió él. Me recibió de entrecasa, arrastraba unas pantuflas de felpa azul, un cigarrillo apagado y a mitad de fumar le colgaba de la boca y un vaso de fanta lleno de hielo tintineaba sobre su mano derecha. Me miró a los ojos un rato. Pasá, me ordenó. Caminamos por un pasillo largo repleto de ventanas que daban a otras casas, a otras vidas. ¡Viejo querido!, le gritó un gordo desde la ventana, a lo que él respondió con un gesto silencioso de aprobación. Entramos, tenía dos reposeras frente a un televisor viejo sobre un cajón de cerveza Quilmes despintado. La televisión estaba en mute. No sé si lo estoy describiendo bien, pero todo allí en su precariedad era bello. –Sentate ahí, muchacho –me ordenó nuevamente–, ¿qué estabas buscando? –me dijo como apurándome. Me sorprendió, me dijeron que era meticuloso, extraño y sin embargo estaba acelerando las cosas como si fuera un trámite bancario. –Coca –le dije de una–, me dijeron que tenés buena mercancía, así que te vengo a ver por eso. –¿Ah sí? ¿Y que más te dijeron? –Tu nombre y algunas cosas más pero tengo la decencia de tener mala memoria. No te preocupes que me hablaron bien de vos. –Eso es lo que más me preocupa –retrucó–, esperame un ratito que te traigo algo para que pruebes. ¿Faso no querés? –No, gracias –le dije. Me quedé un rato solo, desde algún lugar se aproximaba una música que reconocí enseguida. Desde una puerta con cortinas se asomaba el francés del altiplano con una bandeja que parecía de plata. –Tomá, probá y después me decís cuánto querés. Es cara, te aviso, aunque seguro que ya te dijeron. –¿Y qué más te dijeron de mí? –le retruqué. –Que ibas a venir y que ibas a comprar. Nada más, yo no preguntó ni quiero que me cuenten nada. Así que por ahora lo que sé de vos es que tomás y que eventualmente tenés algo de guita, porque acá los fisuras no vienen. No sé ni tu nombre ni quiero saberlo. Le hice que si con la cabeza y sin preámbulos ni miradas de cortesía le pegué una nariguetazo a la línea de coca. Me asustó un poco que me trajera una raya en una bandeja, me daba la pauta de que verdaderamente era muy cara. Los que te venden nunca te dan a probar más que una uñita y como saben que sos un adicto, aunque sea una porquería algo vas a llevar, salvo que seas un monje de la abstinencia compras. Ni siquiera me miró cuando salí del zambullón. Se quedó mirando la tele en un silencio absoluto como si yo no estuviera. A mí la merca me pareció de primera, de altísima calidad, de las mejores que había probado. Lo busqué dos veces con la mirada pero no me las devolvió, estaba perdido en los pixeles de una película vieja y mala que estaban pasando por canal nueve, esas películas de acción clase B que suelen pasar en los viajes de bondis de cabotaje. Seguía sonando la misma música, era otra canción pero el autor
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era el mismo. Yo quería comprar esa delicia e irme a la mierda. –Me gusta esta versión de Bill Evans de “All of you” –dije sin pensar y me incomodó mi propio comentario. –Ah, ¿te gusta el jazz? –me dijo sin prestarme atención y con tono socarrón. –Sí, algo. ¡Bah!, escucho, pero no soy un erudito. –Ajá, ¿y cómo es eso, cómo empezaste a escuchar jazz? Como llega toda la clase media al jazz, a través de la literatura: Cortázar, Kerouac y Boris Vian. Noté que el francés me miraba por primera vez con atención, había prendido un pucho y amagó con comenzar una frase pero las ganas de una pitada lo interrumpieron. –¿Leíste Jazz y días de lluvia de Martínez Sarrión? –No –contesté perdido. –¿Invierno en Lisboa? –Sí –lo interrumpí apasionadamente–, de Muñoz Molina, una de las novelas más maravillosas que he leído. –Maravillosa novela –dijo con voz fantasmal. El francés del altiplano abandonó la postura pachorrienta, se enderezó, e hizo chirriar la reposera. Le dio una pitada hermosa a su cigarro y me ofreció uno. Mientras charlábamos sobre literatura y jazz fue a buscar una copa de vino. Iba y venía, era un bielsista cocainómano. A mí la nariz ya me estaba pidiendo otro espolvoreo milagroso, creo que se me notaba. Seguimos hablando con el francés, el gritaba apasionado. –Hace mucho que no hablo con gente culta, salgo poco de acá –me dijo. Mientras bebía el vino miraba cómo el humo de nuestros cigarros subía en aureolas silenciosas y se deformaba en el aire antes de chocarse en el cielo raso y esfumarse para siempre. El francés apagó las luces y prendió un velador que estaba en el piso generando un aura de intimidad que ya habíamos provocado hace rato. Le convidé un cigarro. Cuando trajo la botella de whisky y sirvió dos vasos sin preguntarme si quería me di cuenta que la noche iba a ser larga y que, como efectivamente me habían dicho, el francés del altiplano era un tipo raro y comprar sus polvos mágicos requería más que tener unos pesos en el bolsillo. –Vení, pibe, vamos a la terraza que este malbec pide a gritos que lo matemos y en unos minutos abro un cabernet que te va a saber conquistar. Subimos a la terraza con las reposeras que supieron estar en el living, nos quedamos un rato en silencio viendo las estrellas que se desplegaban ominosas en una noche blanca por la presencia resplandeciente de la luna. El francés silbó un tango que yo tarareé inconsciente, señal de que el alcohol nos había ganado la sangre y que ahora además de dos adictos desconocidos, éramos dos borrachos.
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Merodeamos en un par de infidencias que se diluyeron en la excusa del cigarro y los gestos. Hasta que nuevamente primó el silencio. El francés se acomodó en la reposera, me estudió unos segundos con la mirada, exhaló una bocanada de aire tan profundo que agrandó el agujero de ozono y antes de que yo percibiera su incomodidad interrumpió el silencio. –Te voy a contar una historia. La condición es que no me interrumpas, necesito contarla de un tirón porque el vino y el relato me lo exigen. ¿Te parece? ¿O preferís agarrar lo tuyo e irte? –Por favor, adelante. Además de un drogón soy un buen oyente. Era un mes de esos en que estar en Buenos Aires es una pérdida de tiempo, tal vez diciembre, casi seguro que enero pero puede que también haya sido febrero. Era el año 98 y estaba todo mal. No había guita, la conga y el frenesí de correteo de merca se había detenido y todo se estaba poniendo más picante. Habían saltado un par de casos resonantes de canas metidos en la venta de drogas. Yo era un tipo de la calle, un atorrante perdido, andaba con una guitarra para todos lados, era un lector no muy perspicaz pero sí insistente de Burroghs, Huxley, Bukowski por supuesto y Whitman. Bastante inocente, algo inquieto, siempre andaba en la búsqueda de alguna puerta dimensional. Era un romántico, un nostálgico viviendo un tiempo que no permitía otros relatos, otras formas de ver el mundo. Un año o dos antes había conocido a Jorge, un hombre elocuente con más recorrido que yo, también de la noche, pero del lado un poco más oscuro. No del hampa por así decirlo, pero sí de un lado más pesado, de drogas, de arreglos con los ratis, de vender, de llevar, de traer, de saber dónde pegar, dónde tomar, cuándo y cómo esconderse. De meter el pecho si había que robar para comer. En el correr de las noches nos hicimos amigos, él me enseñó algunas cosas, me apañó bajo su gran ala de cuervo nocturno. Yo le aportaba frescura y compañía en sus carnavales dionisiacos. Ambos, ya entenderás, éramos adictos, pero adictos de verdad. Tomábamos cada vez más, todos los días subíamos la balanza del consumo, porque así es el bichito de la cabeza, pide y pide. Andábamos con algo de guita en esa época, Jorge había pegado unas monedas de unos laburos y yo había agarrado algo de la venta del auto de mi viejo que había muerto hace poquito. Así que estuvimos un tiempo largo de caravana interminable, tomando mucho, hablando en bares, vaciando pocillos, yo tocando la guitarra, él a veces escribiendo. Aburridos de una ciudad que empezaba a perseguir a los consumidores y algo agotados del mapa nocturno de esta ciudad repetitiva, decidimos emprender un viaje mítico. A mí el flaco Ramiro, un tipo de la noche cheta porteña pero con inquietudes chamanicas me había dicho en una de esas noches que se estiran hasta el alba, que la mejor droga que se había metido fue en Bolivia. En principio yo no le presté atención porque lo que dijo me pareció una obviedad, una repetición cliché. Luego cuando la necesidad nos llevó hacía el kiosco que obligaba a una caminata de unas cuadras, me contó su experiencia con más detalles. Había hecho un viaje experimental a Bolivia, específicamente a Riberalta, en el norte del país. Allá le habían pasado el dato de una suerte de brujo que cosechaba unas semillas extrañas y desconocidas, que luego de tres días de una dieta obligada y supervisada por el brujo, te las metías por la nariz soplando un pequeño cañito de metal. Así de simple, me dijo Ramiro y remató diciéndome que no valía la pena contarme el mambo porque era indescriptible.
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Pasé un par de meses largos insistiéndole a Jorge para ir, con quien si bien usualmente tomábamos merca, que nos sostenía a pesar de la impiadosa rutina de la urbe, habíamos empezado a meternos otras cositas. Pero él no quería saber nada, no tanto por el efecto semilla sino más bien, según sus palabras, porque no tenía ganas de ir al norte boliviano a andar entre yuyales y cholas para que un viejo que se hacía el místico nos colara a la fuerza un par de pitufresas. Lo que hizo que finalmente emprendiéramos el viaje fue la muerte de uno de sus más entrañables amigos. El coco había tomado de más y un paro cardiorrespiratorio lo asaltó de camino al hospital Durán. Así que me dijo que necesitaba irse a la mierda, para olvidar al coco y sacarse a la muerte de encima. Y así lo hicimos. Arrancamos nomás, me acuerdo que lo único que llevamos fue una mochila no muy grande con poca ropa, muchos cigarros, muchos contactos para pegar algo de blanca allá y no más. Yo, a pesar de Jorge, llevé la guitarra. Jorge llevó algo de merca que debíamos consumir moderadamente hasta poder pegar algo más allá. Guita teníamos algo pero no mucha, el plan de Jorge era comprar algo de merca y revender. El decía siempre que vender se vendía en cualquier lado y que con eso íbamos a tirar y que de última nos volvíamos a dedo, una vez en Jujuy iba a ser más fácil, los provincianos son todos hospitalarios, no son todos soretes como nosotros, decía. Nos tomamos un bondi que no paró hasta Tucumán, hasta ahí el calor, el mal olor y el mal humor habían predominado en el viaje. Apenas bajamos a estirar las piernas nos metimos en el baño del paraje y nos tomamos unos raquetazos mientras sentíamos como cagaba estruendosamente el chofer. El plaf incesante del agua del inodoro recibiendo los desechos del laburante nos causó gracia. De golpe estábamos de buen humor. Yo aproveché y me pegué un duchazo, siempre me había querido bañar en esos baños gigantes. Salí y me sequé con papel higiénico. Parecés la momia, me dijo Jorge mientras se cagaba de risa. Compramos una birra en lata, nos fumamos un pucho, nos metimos un par de líneas más al costado del bondi y subimos. Yo le pregunté a Jorge dónde guardaba la merca y él me dijo sin tapujos “en el culo pelotudo, ¿dónde querés que la lleve, en el bolsillo? Llegamos a Jujuy, ahí volvimos a parar, ya era de día y el calor era insoportable, nos metimos en un baño de una estación de servicio y el otro chofer del bondi se dio cuenta que estábamos tomando. Nos miró y se rió, lo miramos un poco desconfiados. Yo estaba por decirle algo hasta que el chofer, un gordo increíblemente fofo, casi invertebrado, dijo va a estar duro el viaje y acto seguido sacó un papel dorado, lo abrió y se metió una raya de tamaño inconmensurable. Si hacés este viaje sin drogarte sos un pelotudo, hermano, dijo mientras se iba. Llegamos a Potosí extenuados, estábamos a mitad de camino y ya todo nos sabía a rancio, a viejo, nuestras bocas tenían olor a encierro y ya sentíamos los efectos de la altura. Hasta allí teníamos pasajes: empezaba la aventura. Paramos en una pensión pequeñita, de gente hermosa y confianzuda, mientras yo tocaba unos tangos y hablaba de las raíces de nuestra cultura con doña Celina, su marido Wilfredo y sus hijitos, Jorge aprovechaba y se robaba lo que podía, comida, dinero, ropa, objetos que después tratábamos de vender o cambiar en la calle. Llegamos a dedo a Sucre y de ahí viajamos en la caja de un camión de transporte a Santa Cruz de la Sierra, donde tuvimos nuestros días de reviente y juerga, Jorge tenía un conocido que nos aguantó un par de días y fueron tal sus ganas de que nos vayamos que nos pagó los dos pasajes hasta la Santísima Trinidad. Cuando llegamos ya nos quedaban unos pocos dólares que pensábamos
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exprimir hasta el final, poca merca (nadie nos compraba) que nos pensábamos tomar de un día para otro y algunas prendas de ropas caras robadas por Jorge a los familiares que íbamos a vender en la feria del pueblo. En la Santísima Trinidad, Jorge estafó a dos putas que nos dieron más que su amor y tuvimos que escondernos un par de días porque los cafiolos de allí no tenían drama en cortarte el cuello y tirarte en los descampados que ni dios visitaba. Para defendernos, lo único que teníamos era una navaja pequeña y filosa que yo llevaba siempre en el bolsillo. Pasamos un par de días vendiendo cosas, yo tocando y juntando unas poquitas monedas. Dormimos en plazas y recovecos, paulatinamente nos íbamos transformando en una suerte de porteños afrancesados ponzoñosos. La merca se nos estaba acabando y eso nos preocupaba más que no tener comida. Sabíamos que bajo los efectos de la abstinencia podíamos hacer cualquier cosa. Jorge tuvo un gesto para conmigo, dividió lo poco que le quedaba porque sabía que en tiempo de escases los adictos solemos ponernos egoístas. ¿Me lo meto en el culo?, le pregunté. La cabeza metete en el culo, acá no revisan a nadie, estamos en la selva hermano. En la última noche en Santa Trinidad barajamos la posibilidad de salir a robar por el pueblo con la navajita pero enseguida supimos que eran delirios propios del aburrimiento y la necesidad. Nos quedaba un tramo eterno hasta Riberalta, y una vez que llegáramos teníamos que cruzar el río Madre de Dios (qué nombrecito), así que de viaje nos quedaban unos buenos kilómetros y sus noches. En San Javier conocimos a Lolito, un argentino estupendo y decididamente loco que se había casado en Argentina con una boliviana de San Ramón. Luego de perder trabajo y casa por culpa del casino, la merca y las trolas, según nos contó, se vino a laburar acá llevando y trayendo cualquier tipo de productos por la ruta 9. Manejaba un camión tan precario que no hubiese sido admitido para correr siquiera con los autos locos. Paramos un par de días en la casa de Lolito, en San Ramón, y nos dio un aventón hasta el pueblo de El Sara. Lolito nos contó que nos convenía empalmar con la ruta 8 a la altura de Guayaramerin. También nos dijo que todo bien con el brujo, que él no lo conocía pero que en las afueras de Riberalta se cocinaba la mejor merca del país y quizás de América Latina. Nos los remarcó y nos dijo que si queríamos tocar el cielo, el verdadero cielo del consumo, nos metiéramos ese polvo blanco en la nariz y nos dejáramos las giladas hippies. Nos pasó una dirección y un contacto. Hablá con Rovinosa, él les va a vender. No sean pelotudos, amigos, este la exportan, eh, esta se la venden a los yanquis. Rivinosa es el hombre, por ahí es cara, ustedes no tiene pinta de tener mucha guita pero antes de dársela a un viejo loco, péguense un esninfazo como dios manda. En El Sara yo comencé a sentirme mal, algo en mi respiración había cambiado. Me costaba caminar, casi no podía fumar el poco tabaco que nos quedaba y me agitaba cuando hablaba. Jorge lo notó y le restó importancia. Son los efectos de la altura, en un par de días yo seguramente estaría igual o peor. Seguimos a pesar de todo, en Guayaramerin me empecé a sentir profundamente peor y cuando estábamos viajando de polizón en un colectivo de inter rutas algo explotó en mis adentros. Ya no podría exhalar, y cada vez que lo conseguía, una puñalada invisible me cortaba el pecho. Creo que me desmayé una o dos veces. Supe luego que el chofer se desvió unos kilómetros apenas, y nos dejó en la entrada del pueblo de Yata. Bah, decirle pueblo a Yata es una exageración, más bien parecía Macondo en sus inicios. Un par de calles de tierra que dibujaba un damero, unas chozas desperdigadas sin arquitectura ni diseños. Jorge, en un acto heroico, me llevó a la rastra a la primera casa con luces que encontró y de allí me llevaron en carreta hasta una sala de primeros auxilios que no tenía más que una camilla y un cuadro con alguna virgen de la zona. De eso dependía mi vida, una camilla y una virgen. Eso
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era lo último que iba a ver en mi vida, pensaba mientras buscaba una bocanada de aire en esa sala pequeña y calurosa. Al rato vino un enfermero que me dijo “usted tiene suerte, de esto no hay siempre”. Sacó un frasquito pequeñito y me inyectó algo que me tranquilizó un poco. Mañana, con suerte por ahí viene el doctor dijo el enfermero, pero usted está muy mal. Quizás tenga un enfisema. Habrá que esperar, dijo con total tranquilidad. Pero viene o no viene mañana, preguntó Jorge. No lo sé, contestó el enfermero, habrá que esperar. Pasé todo el día encerrado en esa habitación con unos dolores horribles, entre tanto Jorge me decía que estaba averiguando a qué hora llegaba el doctor o cómo había que hacer para llamarlo. La rítmica en Yata era otra y la cercanía con lo que entendía era la muerte era tratada con una parsimonia exasperante. Habrá que esperar, decía el enfermero que lo único que hacía era ponerme paños fríos, tomarme la temperatura y medirme la presión. Habrá que esperar me decía, una y otra vez. Estaba desesperado del dolor. Jorge, dije, Jorge dame merca que no puedo más, hermano. Dame que me pegó un raquetazo y me voy a la mierda. No tengo, me dijo, tan desesperado por tomar como yo, ¿vos tenes? Me preguntó. ¿Tenes algo, o no?. Nada, le dije. Nos tomamos lo último con Lalito me parece. Yo me sentía morir, un pequeño espejo me devolvió una imagen que me asusto. Jorge, escúchame una cosa, no puedo más hermano, sácame de acá. Tengo acobachado debajo de las suelas de las zapatillas los últimos 200 dólares, no te dije nada porque los quería gastar en el chamán para que nos peguemos el viaje de nuestras vidas, pero necesito que me saques de acá hermano, no me quiero morir en este rancho de mierda. No acá. Andá a preguntarle a los pueblerinos cuanto nos cobran por llevarnos a Riberalta, está acá nomas y ahí me van a poder atender. Sino acá me muero, el medico ese no va a llegar nunca y cuando llegué no va a tener una poronga para darme. Ganemos tiempo. Dale que no puedo más hermano. Por favor. Jorge me dijo que sí, y salió corriendo a la calle. Yo me desvanecí del dolor y del cansancio, había hablado más de lo que podía, la abstinencia de merca me había hecho caminar un poco por la habitación y volví a sentir los pinchazos agudos en los costados. Cuando abrí los ojos Jorge estaba de cuclillas al costado de mi cama, estaba sacando las plantillas de mis zapatillas. Tenía una de mis camisas puestas. Jorge ¿que haces’, le dije. Me miró asombrado, asustado y sorprendido. Estaba empapado de sudor. Nada hermanito, me dijo. Estoy buscando la guita para mostrarle al pueblerino que nos va a llevar para Riberalta, no me cree que tengamos esta plata, me contestó. ¿Que mostrarle la plata Jorge? ¿Que la venga a ver acá? Y que haces con mi mochila armada. Hijo de puta! Vos me estás choreando. Hijo de mil puta!! me queres dejar acá tirando. La concha de tu madre!! Perdoname hermanito, dijo Jorge, discúlpame dijo mientas encaraba para la puerta. Me paré de un salto, y de debajo de la almohada saque la navaja que tenía escondida pensando que algun boliviano me iba a entrar a robar mientras durmiera. El que me estaba robando era mi amigo. Llegué a agarrar a Jorge del brazo, forcejeamos y antes que se liberara y se perdiera en la tranquilidad de la noche, llegué a hacerle un corte en el abdomen. En ese momento el francés del altiplano hizo una pausa en su historia, miró al cielo, le dio una larga pitada al cigarro y se levantó de su silla, se paró frente a mí y me mostró una cicatriz que le atravesaba en diagonal la barriga.
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- Te estuve mientiendo muchachito. Te conté la historia de esta forma para que vos la escuches hasta el final y a mí no me interrumpa la vergüenza. Yo soy Jorge, el que dejó morir a su amigo para tomar la más deliciosa merca de Bolivia. Así somos los adictos. La marca de la navaja es el tatuaje eterno que me recuerda a diario el ser horrendo que supe ser. Ahora podes despreciarme tranquilo.
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Matar un gordo Martín Kolodny
V
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iniste acá porque no podías terminar el colegio. Bueno, ya lo terminaste.
Esas mismas palabras que mi analista me había dicho con emoción un día después de dar bien matemática de quinto año me borraron la sonrisa de la cara. Y el terror se apoderó de mí cuando de los labios de Berta salió que el tratamiento debía terminar. –Pero yo sigo siendo una bestia gigante. ¿Ya está? Con una mueca mitad miedo, mitad asco, señalé mi cuerpo obeso de 133 kilos y medio ni bien junté los labios para pronunciar la be de bestia. –Ya será una prioridad tu cuerpo. En algún momento. Por ahora, nunca fue importante para vos. Pensalo y contestame la semana que viene. Al salir del edificio de la calle Bulnes, solamente pude cruzar, sentarme en un banco de la plaza y fumar. Ya era bachiller. Un gordo bachiller. Gordísimo. Con un problema menos. Y con mucho calor, porque era verano y era gordo. En la plaza había nenes en pañales, mujeres que mostraban sus piernas y ombligo y tipos en cuero. Yo tenía pantalón largo y una remera amplia que contenían todos los kilos del mundo. La tranquilidad de haber terminado el colegio la descubrí con el correr de los días. Era dejar atrás amigos que no eran amigos, profesores que se hacían los preocupados por mi vida,
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calenturas fingidas con pendejas que estaban buenas, pero que no estaba dispuesto a afrontar. Ese gordo rodeado de otros treinta adolescentes de cuerpo normal solamente se hacía la paja con monstruos de siliconas, tintura rubia y culos lustrosos o aceitados. Pasó el verano con dos semanas en la Costa con seis amigos como punto alto. Independencia con trescientos pesos de mi viejo en el bolsillo que se traducían en cerveza, marihuana y comida. Ya no preocupada porque no terminara el colegio, la mirada de mi vieja volvía a caer sobre cada tenedor que me llevaba a la boca durante la cena de todos los días. Era un bañero mirando el mar, con una ballena enfrente. Un acto voyeur. Como si ella, incluso, disfrutara del sufrimiento que le causaba ver a su hijo comer. Con el otoño del nuevo año llegó el CBC. Todavía se podía fumar en los cafés. Ya no era el gordo conocido, sino el gordo por conocer, inteligente y que fumaba Parisiennes, que declamaba simpatizar con los anarquistas rusos. De todos modos, el pantalón que usaba era el mismo gris de aquella anteúltima sesión de terapia -también de la última)-. No sé bien en qué momento del primer cuatrimestre se me ocurrió imaginarme flaco. Sí recuerdo que no lograrlo me jodía. Y eso que recurría en los intentos. Me planteaba escenarios. Los más habituales eran coger con Gloria, mi compañera de estudio que me contaba estupideces de su novio, y jugar al fútbol en cancha de once. Pensar en coger era más fácil. Pero no me veía flaco. Ni me veía, en realidad. Recordaba las dos o tres veces que había estado con una puta fea de la calle Cabildo y le ponía la cara de Gloria. Pensarme en una cancha, en cambio, me era más complejo. Podía escucharme ordenando el equipo, explicándole a los laterales que ninguno debe estar nunca atrás mío, que soy el dos para no habilitar a todos, pero ni en pedo me veía corriendo y cerrando la espalda del cuatro, yendo al piso a barrer. Pensando en estas cosas decidí que debía ser flaco. Tenía veinte años. Aconsejado por mi familia, caí en el consultorio de un expresidente de la Asociación Argentina de Nutrición. Pelado, de delantal blanco y piel bronceada, Jorge me cagó a pedos. Después de decirme boludo y explicarme que yo jamás en la vida había tenido hambre, me convenció con su monólogo de que lo mejor para mí era integrar un grupo. Un grupo de gordos. Un Cuestión de peso sin cámaras ni estudio de televisión. En el grupo, yo era el gordo más chico. Durante los ocho meses en los que fui parte, vi desfilar compulsivas que se pasaban horas sin comer y en un ataque de furia podían morfarse cinco paquetes de galletitas Melba en menos de diez minutos; y tipos que no comprendían cómo subían de peso cumpliendo la dieta a rajatabla. Escuchaba sus historias y me limitaba a esperar el momento del pesaje colectivo. Sin el glamur de sacarse la bata de seda de una pelea de boxeo en Las Vegas, cada gordo se sacaba las zapatillas y los abrigos y se subía a la balanza de pesas. Solamente experimenté nervios la primera vez que lo hice delante de todos. Aún para un gordo recientemente exonerado de terapia, mostrar los 133 kilos y medio en público era cosa brava. Una semana después había bajado dos kilos. En dos, otros dos y medio. Comer cantidades de persona normal y hacer algo de deporte me alcanzaba. A los tres meses de escuchar si en un casamiento era mejor darle a los canapés o fiambres, o hacer como si nada y reventarse como si el mundo terminara y oír llantos de facturas devoradas y ser el único que semana a semana bajaba de peso, recuerdo haber sentido placer físico por primera vez en mucho tiempo. En la ducha, mientras me enjabonaba la panza, sentí algo distinto. Primero lo palpé con el jabón, mientras cantaba Yendo de la cama al living. Abrí los ojos y miré hacia abajo. La pija aún no me la veía. Solamente tenía veinte kilos menos que cuando había empezado. No
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vi nada particular. Solté el jabón. Me pasé las manos por la panza y sonreí al comprobar que tenía abdomen. Ver amanecer, con caviar frente a un hotel. Ese episodio me dio en qué pensar: placer. Un monstruo de cientotrece kilos podía sentir placer. Mierda. Con placer había futuro. El martes siguiente al descubrimiento del abdomen, tomé la palabra por primera vez en el grupo de gordos. Basta de huevadas, de tentaciones, chizitos en cumpleaños de hijos o atracones de treinta mil empanadas. Hablé de control. Y de placer. Todos me miraron en silencio. Con su bata blanca de siempre, la mirada dura de ojos claros de Jorge se relajó. Atento, me escuchó comentar acerca de tocarse, sentirse y disfrutar. Afianzada la idea de que controlaba absolutamente cualquier sustancia o alimento que pudiera meterme en el cuerpo, los meses avanzaron rápido, como el descenso de peso. Así como el abdomen en la panza, en la cara se hicieron lugar los pómulos. En los brazos, los bíceps; en mi cabeza, el deseo. Era la recta final del año: noviembre. Como aún no había llegado a los ochentaiséis u ochentaisiete kilos que quería pesar, no me permitía coger. Sí me concedí fantasear con gente real. Las siliconas les daban paso en mi mente a las minas reales. Reales y flacas. En diciembre, después de discutir con los médicos por qué no podía parar de bajar de peso, el tratamiento terminó. Había matado al gordo. Gordo de mierda. Gordo puto. Me corté el pelo, me compré ropa y me fui de viaje. La segunda noche, en Barcelona, era Mick Jagger cogiéndome a la primera mina que se me pasó por delante, en una habitación con otras personas. Dos meses en Europa me bastaron para convencerme de que controlar mi cuerpo era controlar todo. Desde ese momento, necesitaría desafíos constantes. De vuelta en Buenos Aires, luego de mostrarle a mi analista que había bajado cincuenta kilos, me cogí a Gloria del CBC y pasé a formar parte del equipo de fútbol de la Facultad. De cualquier modo, la adrenalina de atar cabos, de controlar el quilombo, comenzaba a bajar hasta la nada misma. Me hizo entrar en abstinencia. Como aquella vez del abdomen, empecé a buscar soluciones en la ducha. Cantando Rezo por vos no se me ocurrió nada. Probé con temas de Spinetta y Cerati. Tampoco. Hasta que decidí probar de nuevo con Yendo de la cama al living. Bajo el chorro de agua, cerré fuerte los ojos y canté. Me pasé las manos por los pies, los huevos, la pija, el culo, la espalda, la cara. No tocaba soluciones, hasta que mis dedos se posaron sobre mi panza flaca con estrías. Con jabón en las yemas, comencé a acariciarla. Noté como cada pasada pulía mi abdomen. Lo tallaba. En media hora, mi panza era la de una publicidad de calzoncillos. Cerré la ducha, me anudé el toallón a la cintura y salí. Chorreando agua sobre el parqué, busqué a mi hermano en el living. –¡Boludo, qué carajo! Me reí a carcajadas. Mi hermano me agarró la panza. La toalla se me había soltado, pero a él no le importaba, no paraba de tocármela. Estaba blanco. –Mirá –le dije mientras me acaricié los brazos hasta dejarme los bíceps como los de Mario Barakus. Me engolosiné y con el pulgar y el índice de cada mano comencé a sobarme los pezones. Vimos como mis pectorales tomaron forma redonda y se endurecieron. –Vestite y vamos ya a ver a tu médico.
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Cuando me sequé las piernas, los cuádriceps, los gemelos y los isquiotibiales me explotaron. Las piernas de flaco, en segundos, pasaron a piernas de futbolista, y en minutos alcanzaron un grosor impensado. Mi risa también cobraba fuerza, como la preocupación de mi hermano, al que no le había gustado nada el chiste de que mejor no me iba a secar la pija. Como la ropa no me entraba, me envolví nuevamente en la toalla y, por las dudas, me puse un par de guantes de lavar los platos en las manos antes de subir al auto. Después de estacionar donde pudimos, tocamos timbre en el edifico de Billinghurst y Las Heras. Fue raro ver que la secretaria, en vez de sus correctos pantalones y blazer azules lucía un apretado conjunto de gimnasia negro y fucsia, con muñequeras y una vincha de toalla a tono. –Jorge te estaba esperando, Damián. En unos minutos te atiende. Cuando el doctor se asomó a la sala de espera, me paré con el recaudo de que no se me desanudara la toalla, me acomodé los guantes y me metí en el consultorio. Mi hermano se quedó afuera. Jorge vestía pantalones cortos y musculosa de morley blanca. Se le marcaban los pezones y, por el contraste, su piel bronceada parecía barniz. En vez del estetoscopio, un silbato plateado le colgaba del cuello, al lado de un cronómetro. En su consultorio ya no había camilla ni balanza. Había pesas, colchonetas y un barral. Jorge no estaba solo. A su lado, con guantes de látex, había otras dos montañas de músculos. Laura y Gastón, así me las presentó. Con un ademán le pidió a Laura que se pare. Ella dejó caer la bata que llevaba encima y se quedó en una tanga amarilla. Tenía un número uno negro tatuado sobre el glúteo izquierdo. Me explicó que se había tenido que poner siliconas para que las tetas no se le desproporcionaran del resto del cuerpo. Jorge chasqueó los dedos y me sacudí. Me contó que Laura había perdido más o menos los mismos kilos que yo en casi el mismo lapso. Ella se puso de nuevo la bata y se sentó mientras Gastón se paraba. Sin bata, él también vestía de amarillo, con un diminuto slip. También tenía tatuado un número en el culo, un dos. Miré a Jorge y le pregunté por su cronómetro y su silbato. Con naturalidad dijo que más que médico era entrenador y que su responsabilidad era guiar a sus pacientes por el camino del control. Que todo estaba controlado. Que así es como se experimenta el verdadero placer. Y que sin un cuerpo perfectamente musculoso, el placer no se experimenta. Me contó que, para aprovechar los músculos de sus mejores pacientes, planeaba hacer algo de guita formando un equipo de fisicoculturistas. Quería a los mejores, porque ganar le daría satisfacción. Habría guita para todos. Luego habló Gastón, mientras me extendía un par de guantes de látex y un slip amarillo idéntico al suyo. –Mañana voy a acompañarte a que te tatúen el tres en el culo. Bienvenido. Y que ni se te ocurra tocarte la pija sin guantes.
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Un poco de sal, un poco de magia Leticia Bianca
María Florencia Dadidovich
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ue el olor. Nos avivamos rápido de que no eran alcohólicas porque no olían.
Es simple, el olfato es el sentido con más memoria del ser humano y se siente mucho, muchísimo, el olor a alcohol en alguien que acaba de dejar de tomar, sobre todo cuando estás en abstinencia. Ahí nos dimos cuenta de que ellas no tomaban ni habían tomado, de que no habían venido porque necesitaran los 12 pasos, o que en todo caso los 12 pasos que necesitaban ya los habían dado hacia el lugar correcto. Eran varias, venían a veces solas, a veces en grupo. Las mirábamos incrédulos hasta que empezamos a hablar de ellas en el grupo de chat. No podían ser tan lindas, escribíamos. No podían ser tan impolutas, tan inmaculadas, tan sobrias. Hicimos apuestas sobre su origen: policías, militares, infiltradas de los servicios de inteligencia, de todo. Pensamos de todo salvo lo que eran. Hermosas, sí señor, además de oler increíble eran hermosas. Más hermosas que nuestras mujeres, más hermosas que nuestras compañeras de A.A. más hermosas que nuestras hermanas y madres. Hacía meses que venían y se depositaban silenciosas, como ángeles caídos de algún cielo al que nunca llegaríamos por más de que habláramos de Dios a diario, en los últimos lugares alejados del escenario donde exponíamos. La iglesia nos dejaba usar el salón de actos de la escuela anexa y teníamos escenario, micrófono y luces. Éramos el teatro del absurdo y el grupo de
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Alcohólicos Anónimos más grande de La Boca. Y hasta ahí venían, las ninfas éstas, las sirenas, las inmaculadas enviadas del demonio, a mirarnos, a olfatearnos, a reírse de nosotros. El primero que se animó a hablarles fue Rodolfo, el más viejo e impune. Se acercó a Laura, rubia, angelical y sonriente, una noche cuando terminó la reunión. La llevó a tomar un café al bar de la esquina y ahí se empezó a dar cuenta de la farsa. Era demasiado perfecta, nos contaba el viejo después, en casa de Mauro, como para encima ser alcohólica. Hubiera sido una obra siniestra de un Dios sin Dios, decía Rodolfo convencido de su axioma N°1 en la vida: Dios necesita tener alguien en quien confiar, ergo, Dios tiene un Dios superior. El vodka, nos reíamos, como tontos, cuando le contestábamos. No, pelotudos, decía Rodolfo, el Dios de Dios es el demonio. En general reíamos y minimizábamos sus ocurrencias pata-metafísicas, pero algo de razón tenía: estábamos todos de acuerdo con que existía Dios, porque nos agarrábamos de él para atravesar los 12 pasos y para convencernos que había alguien que finalmente nos quería y no era el bartender de turno. Dios nos quería, sí, teníamos a alguien, sí, pero como decía Rodolfo, Dios sin Dios no funcionaba. El Dios de Dios era el diablo, nos convencíamos entre risas en el café y hasta alguno llegó a esbozar la teoría de los dos demonios: Dios tendrá a su demonio pero tampoco es ningún santo. Dios existe, sí, decíamos entre risas, pero no tiene por qué ser misericordioso. Dios existe y nos quiere cagar la vida, reíamos, zonzos, imaginando un cielo en el que pudiéramos tomar todo lo que no nos era permitido en esta tierra, gratis, sin horarios ni límites de civilidad. Dios existe y no es buena persona, confirmamos definitivamente, cuando ellas aparecieron en nuestras reuniones.
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Primero intentaron camuflarse, mintieron que eran familiares, pero que no querían ir a esos grupos porque estaba lleno de amas de casa, dijeron despectivamente, jóvenes, rozagantes, sonrientes, hermosas. Ellas no eran eso, ellas no iban a mezclarse con detergentes y limpiavidrios. Cómo iban ellas a dilucidar la diferencia entre baño maría y grillé, o entre un marido infiel o un marido impotente. Ellas solo querían entendernos, le mintió Laura a Rodolfo, lo que generó la primera carcajada del repertorio que lo escuchaba en el café a la semana que se juntara con ella. Entender un adicto, vaya aventura aburridísima. Es simple, mi cielo, mamá no nos quería de chicos y listo. Risas. Es muy simple, mi amor, nos sentimos tan solos como vos pero simplemente no nos importa derrapar y mandar todo al carajo. Más risas. Es muy muy simple, cariño, encontramos un amigo fiel al que solo tenemos que pagarle para que nos haga felices y después le podemos echar la culpa de todas nuestras nefastas decisiones. Carcajadas. Es muy muy muy simple, belleza, creemos que podemos controlar algo que nunca quisimos controlar en primer lugar. Silencio. Todos los adictos estamos cansados de controlar, lo único que queremos es que mamá nos abrace, sí, pero primero que vaya a comprar, haga la comida, ponga la mesa y diga de qué tenemos que hablar y cómo tenemos que pensar. Si el alcohol me controla, hermosa, es porque yo quiero que lo haga, primero, porque me harté de decirle a todos cómo deben comportarse. Porque finalmente tengo un universo en el que puedo creer en Dios, algo que es más fuerte
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que yo, algo que me domina y me maneja como un títere. Tomar alcohol, reina, hasta dormirte rodeado de tu propio vómito en una casa que no sabés de quién es o cómo llegaste, es el punto más alto del amor del hombre por el cosmos y su misterio inexpugnable. Es el amor del hombre por su creador, su dueño, su amo universal. Pero Laura no quería creer nada de eso. Laura y todas ellas estaban locamente enamoradas de Rodolfo y de todos nosotros, decían que éramos las personas más interesantes que habían conocido, que en nuestra oscuridad ellas veían la luz, la chispa, la verdadera sal de la vida. Que en nuestras recaídas y nuestras idas y vueltas con la botella ellas evidenciaban que el ser humano estaba en una constante lucha consigo mismo. Que en realidad, le decía Laura a Rodolfo y Rodolfo nos decía a nosotros entre risas, los adictos éramos el más acabado y verdadero producto del sistema, el más genuino exponente de la humanidad. Ellas decían, Laura decía, Rodolfo decía, que nosotros, los alcohólicos, necesitábamos tanto amor como todos, pero que en nuestra desesperación, en nuestros constantes llamados de atención y gritos de desolación, estábamos aullando por la sociedad corrompida toda. Hasta ahí bastante sarasa, pensábamos todos. El problema fue cuando la sarasa se convirtió en algo que en mi puta vida se me hubiera ocurrido ni en el más ridículo de los delirios sobre un mundo sin alcohol ni desequilibrios asociados a él: existía tal cosa como un grupo de gente que no era adicta a nada, que se juntaba como nosotros, en una iglesia, pero cerca del Parque Lezama. No-Adictos-A-Nada (N.A.A.N) se llamaba el grupo del que Laura, Mariana, Verónica y todas ellas formaban parte y por lo que venían a espiarnos como si fuéramos bichos exóticos.
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Se encontraban en Barracas, Almagro, Palermo, Parque Chacabuco y Núñez. Y se reunían, me contó Mariana cuando logré que confesara después de varias salidas al cine, para contarse lo vacíos que se sentían por no tener absolutamente ninguna sustancia que los atara, que los convirtiera en vulnerables, en flojos, en faltos de control sobre sus vidas. Los No-Adictos-A-Nada tenían la peor adicción posible: la no adicción. Estaban por completo disponibles para cualquier asunto, no tenían ninguna prioridad sobre el deber ser de sus vidas y simplemente hacían lo que se suponía que tenían que hacer. Algunos de ellos, confesó Mariana, se sentían “plenos y felices”, pero fuera de lugar entre parientes adictos a los opiáceos recetados por el psiquiatra, amigos adictos a los videojuegos y amantes fumadores y/o cocainómanos y/o alcohólicos. “No tenemos nada”, me repetía Mariana, “No tenemos nada”. Los No-Adictos-A-Nada no tenían nada, decían, porque en su absoluta autosuficiencia la soledad se les aparecía como esperable y no algo de lo que debían escapar haciéndose compañía con ninguna sustancia. Su existencia les resultaba tan satisfactoria que no había problema lo suficientemente grave del que necesitaran evadirse, ningún vínculo que les resultara nocivo o patológico, decían, y en absoluto se veían involucrados en conductas autodestructivas. No había definitivamente nada, en el universo entero, que los hiciera sentir vulnerables, faltos de control o dependientes. Eran tan pero tan pero tan libres de sí mismos y de sus ataduras sociales que necesitaban inventárselos pero ni así, decía Mariana, se asociaban a esas actitudes de forma patológica. Iban a casinos, a prostíbulos, ingerían las sustancias que consumían todos pero no lograban desarrollar absolutamente ningún síntoma de adicción. Se inyectaban, se emborrachaban, se pasaban tardes enteras jugando videojuegos, iban todos los días de la semana a Mc Donald´s y comían sin parar, visitaban shoppings para comprar cosas que no
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necesitaban y nada, nada sucedía. No generaban ninguna dependencia a ninguna actividad ni sustancia. Estaban limpios y libres de sentimientos culpógenos típicos de la adicción porque podían prescindir de todo. Si intentaban hacer cualquier cosa en exceso, se daban cuenta de que su sistema tarde o temprano lo rechazaba. Les gustaba tomar vino en las comidas, pero nunca se pasaban o les gustaba tener relaciones sexuales, pero ninguno las necesitaba o les gustaba comer, pero con moderación. Algunos tenían pensamientos recurrentes, admitían con orgullo, pero tampoco podía llamarse a eso adicción, sino obsesión. N.A.A.N era lo único que tenían los No-Adictos-A-Nada. Eso y nosotros, los borrachos de la iglesia de Don Bosco, que nos juntábamos los martes y jueves a hablar de nuestros desbarajustes existenciales ocasionados por el abuso de alcohol y mirábamos atónitos a nuestras visitantes. A ellas, hermosas, radiantes, inmaculadas y sobrias, las olíamos como animales, como monos, como perros que descubren que adentro de una bolsa hay comida.
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El resto de los dĂas May Mandarina
Antonella Romano
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A
y qué serio, le digo. Hace calor, contesta con la atención puesta en un pibe que ata su bicicleta a un poste de luz. Es verdad, lo veo, tiene la cara resbalosa. Los posos de la piel parecen frutas abrillantadas incrustadas en un pan dulce húmedo. Sacate la gorra entonces, con ese uniforme cómo pretendes no tener calor. ¿Qué querés que haga? Como si fuese mi culpa usar esto, responde con voz boba, grandulona. Tengo que entrar. Lo dejo ahí parado, abajo del sol, secándose la frente con el dorso de la mano cada cinco minutos. Su turno arrancó a las ocho de la mañana y termina a las ocho de la noche, cuando salgo yo. Mis compañeros charlan en ronda. Los saludo con la mano y voy directo al depósito. Piso ropa nueva. Montañas de sweaters, pantalones, camisas, todo para hombres. Entro al baño, hay un vaho indescriptible, me bajo el pantalón y después la bombacha. Hago pis con mucho ruido. Termino y prendo la canilla de la ducha, inundo las perchas tiradas en la bañadera, me mojo la mano y la paso por el jabón quebrado, por adentro de la bombacha y después de nuevo por el agua. Caen gotas por mi entrepierna. Repito pero ahora con la boca. Hago buches, gárgaras y escupo. Tiro el aliento sobre mi mano, está bien, meto la boca debajo de la canilla. Nuevas gárgaras, buches, escupidas, me paso la toalla por la boca y le mando un mensaje a Fabi. Lo lee rápido, Fabi está escribiendo, OK responde. Me lo imagino cruzando el local por los bordes, rozando la pared de ladrillo con la punta de los dedos, igual que las ratas, que no pueden atravesar ningún cuarto por la mediatriz ni la diagonal porque se sienten desprotegidas. Desde abajo, agachada sobre mi cartera – ahora parece que la rata soy yo- escudo el tinto que me gané ayer en un sorteo del supermercado cuando veo los borcegos negros de Fabi que pisan el lino celeste de la camisa del momento, y por debajo de las suelas calientes, veo que se asoma la etiqueta con el nombre del lugar en el que trabajo, impresa en una tipografía barroca. Mirá lo que me gané ayer, lo descorcho hoy a la noche. Me dijeron que es un muy buen vino, uno que no pica, como el porro comparado al tabaco. El pucho sería el vino de cartón, aclaro y él aprieta las suelas de hule sobre la camisa como si afuera lloviera y tuviese que secarse con un trapo de piso para no ensuciar. También se saca la gorra y pasa la mano por su cabeza rapada. No entiendo si se seca las manos con el pelo o el pelo con las manos. De cualquier modo me da la sensación de que con él, el aire a su alrededor tiene olor a transpiración y a jabón blanco. Yo hago guardia en Honduras y Armenia hasta las diez ¿Me pasas a buscar?, pregunta. Caigo a la esquina con un vaso de plástico lleno de vinito, es verdad, este no pica, es un jugo que pasa de largo y deja todo lo rico, acaricia el paladar y humecta la lengua. Al principio no lo veo pero al toque me doy cuenta que está parado arriba de un escalón en la puerta de una casa, medio escondido, con las mangas de la camisa arremangadas y la mano derecha descansando sobre la funda de cuero duro que sostiene el arma. Troto y freno adelante suyo. Lo saludo con un beso en el cachete y le acerco el vaso a la boca, en realidad a la nariz, le enrostro el vaso y él se corre imitando el esquive de un intento de beso robado. Después lo agarra, se moja los labios y a mi me da bronca que sea tan aburrido. No jodas y vamos a buscar mi bolso que lo dejé en la garita. Caminamos pero yo reduzco la velocidad y escondo el vaso atrás de mi espalda. De la garita sale olor a legumbres hervidas, sobre cocinadas diría. El señor que lo espera adentro se queda sentado enfrente del mini turbo ventilador. Fabián se cambia en la puerta, casi afuera.
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Debajo de la camisa tiene puesta una camiseta de manga larga, negra y de lycra como las medias cancán. Debe ser que quiere adelgazar. Me río porque se la saca y puedo ver la pegajosidad de su piel lechosa. De la cartera saco el tubo y relleno el vaso, que en el fondo ya se le ve un hilo de uva seca. Miro como si nadie supiera que estoy ahí. Me da la sensación de ser testigo de una situación de club barrial entre el socio y el utilero. Primero me pica la nariz, después la garganta se contrae y los ojos se me cargan de agua. Hay algo de esa imagen que me hace acordar a unas vacaciones que hicimos a Córdoba. No sé si es el olor a guiso o qué pero me vino a la cabeza el día en que me desperté, abrí el cierre de la carpa y me inundé de olor a piñas quemadas de la noche anterior mezclado con el del plástico de la bolsa de dormir nueva. El viaje lo hice con mi papá, fue en el que me confesó que fumaba porro desde los doce y después me preguntó si yo estaba de acuerdo. Le dije que no y al par de meses me enseñó a armar un finito. Ese verano abrimos muchas latas. De eso también me acuerdo. Quizás este revival sea por la ropa húmeda tirada en un piso que no sabes si podes pisar descalzo. Cada tanto las veredas están iluminadas con guirnaldas hechas con bombitas blancas y a mi me dan ganas de parar y tomarme una birrita pero él me recuerda que ya tiene otro plan en mente. No quiero hacer nada de lo que él tiene en mente así que no lo hacemos. Mirá si me lleva a un lugar con más policías. Le digo que mejor vayamos a mi casa pero él insiste en ir al boliche y en lugar de discutir freno en un bar y entro. En la barra pido una gin-tonic en vaso de plástico. Veo que el barman mete cinco rolitos y dos dedos de gin. Dale, le digo. No seas malo y dejá que la botella fluya. Al pibe le cae mal mi comentario y con cara de culo sirve un chorro más al vaso, después abre una botella de tónica, las burbujas suben y amagan a salir por el pico pero no llegan y terminan explotadas adentro de mi vaso. Antes de volver con Fabián paso por el baño. Cuelgo la cartera sobre el portarrollos vacío de papel higiénico y ya imagino la infección urinaria de los próximos días. Me siento en el inodoro y me mojo las piernas con el pis de chicas desconocidas. Frente al espejo sonrío con los ojos achinados y la piel grasosa. Entra una chica hermosa: pelo brilloso, ropa a la moda y una sonrisa envidiable. Le pido brindar porque es hermosa y quiero hacer algo con ella, lo que sea. Empezamos por un fondo blanco, ella con birra, yo con gin-tonic. Muerdo la lima y le pregunto si puedo darle un beso pero me dice que no y se va. Salgo y veo a Fabi sentado en el cordón cortando una ramita en pedazos. Me tropiezo con una raíz de árbol que partió la baldosa de la vereda y caigo de rodillas. Atajo el cuerpo con las manos sobre la espalda de él y me levanto rápido. El pantalón se tajea y de la rodilla me sale sangre. Está todo bien, me paro, no pasa nada. ¿Vamos? Dale, vamos. Fabi se levanta y me dice que soy un cachivache, o que estoy hecha un cachivache. No lo entiendo bien porque justo alguien grita muy fuerte algo así como “sí, señor. Te lo dije”. Igual le digo que se vaya a la mierda mientras me quedo un rato parada entre las mesas altas comunitarias. La gente se arregla demasiado. Las camisas son muy nuevas, los colores están vivos y la tela es exageradamente lisa, las polleras son de algodones gruesos pero los zapatos tienen barro, o pisadas, y el cuero está comido por el sol. Se van todos y agarro una pinta de cerveza roja casi llena, el dueño anterior se había quejado por falta de gas. Tenía razón. Veo a Fabián que esta sentado en una mesa medio lejos, mirando cómo un chico intenta ponerle una pulsera a su novia pero no puede embocar el ganchito. Julia y Ezequiel se juntaron hace un rato, en lo de Juli. Planearon ver idioteces en la tele y pedir comida. Voy. Tengo la llave de abajo así que abro directamente y me meto en el ascensor.
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El espejo me recuerda que hace un rato me caí en la calle y rompí mi pantalón. También tengo los labios violetas. Me los mojo con la lengua y refriego la mano por arriba. Algo sale, pero no todo. Quedan grietas púrpuras como si me hubiese disfrazado de zombie la noche anterior. Llega un mensaje de Fabián preguntando dónde estoy. Que está preocupado y que por favor le avise. El ascensor llega al piso diez, apago el celular y toco el timbre. Me atiende Juli. Nos abrazamos. Me pone contenta estar acá, me siento a salvo. Ezequiel prepara un arroz con camarones en una olla ridículamente grande para la cantidad de comida que revuelve. Lo abrazo de atrás y le beso la nuca. Agarro la botella de fernet y me preparo uno con agua tónica y dos gajos de limón. Ellos ya tienen. Está riquísimo. Dilato la garganta y de golpe se pierde la mitad del vaso adentro mío. Subo la música y bajo el volumen de la tele. Apago la luz y animo un poco el ambiente. Se ríen de mi y me dicen gordita borracha. Yo los insulto y me río, les bailo despacio, con un poco de baba en la pera. Arranco por Ezequiel. Hago movimientos sensuales con cumbia de fondo. No voy a ritmo de nada pero sigo. Juli se ríe y tose acostada en el sillón. Le dio una pitada al porro y ahora está roja, a punto de explotar mientras se aprieta la garganta con cara de dolor. Les pregunto si quieren coger conmigo. Les pido por favor que cojan conmigo. Se miran y no paran de reírse, se doblan y cruzan sus brazos por delante de sus panzas. Las risas son tan parejas, genuinas, que parecen de mentira. Entonces le digo a Juli que baje de la alacena el absenta. Ella me pregunta si no sería mejor parar un poco. Sus palabras suenan a fastidio, no a amor. Eso me molesta. Me doy vuelta para acercarme a la alacena y una lágrima me moja la mano. No digo nada, me estiro y alcanzo la botella. Agarro tres shots que Juli expone como adornos, y sirvo. Ellos insisten en que no van a tomar pero yo agarro el encendedor y prendo fuego los tres vasos. Elijo el del medio, con cuidado para no quemarme mientras siento el calor de las llamas de los vasos de mis amigos. Tomo de un saque y arde. Miro el azul, que por momentos es verde, achicarse sobre los vasitos, de a poco, encima de la mesada manchada con puré de tomate seco. Desde el hueco de la ventana semi abierta entra un viento que choca directo en mis lumbares. Es violento como un nene aburrido que te pega patadas para probar tu paciencia. Intento seguir durmiendo pero no me deja, y a la insistencia por despertarme se suma la luz intermitente que viene del living y el sonido de unas ametralladoras, mas gritos y un silencio sospechoso, todo en volumen bajo, todo disimulado. Salgo del enredo de las sábanas y siento mis talones hinchados sobre la baldosa como si me hubiesen crecido en un par de horas. En dos sillones individuales, hundidos, están Julia y Ezequiel, él con ojos de estar viendo la misma historia por vez número mil, ella tan dormida que no puede esconder su papada. Le pregunto la hora y en el camino veo una tuca con el encendedor al lado. Lo prendo con los ojos cerrados y cuando los abro veo la cara de mi amigo que me mira con asco pero le dura poco el rechazo, al segundo cambia el sentimiento por amor o pena, no entiendo bien cuál es. Se para y arrastra sus pies envueltos en medias con punteras como si no hubiese aprendido a caminar nunca en su vida. Sobre la biblioteca, camuflado, hay un vaso con un culo de vino. Ezequiel lo ve y lo agarra. Me pregunta si quiero, le saco la lengua y le digo que obvio. Sirve dos copas y nos vamos a la cama. Él me dice que soy una gorda puta, me cago de risa pero en realidad lo que pienso es que estoy confundida. Nunca me sentí ni gorda ni puta. Con sesenta y dos kilos no podes ser gorda, y lo de puta me cuesta todavía más pero puedo hacerme una idea de cómo él lo usa al pasar, cariñosamente.
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Ezequiel tiene puestos unos shorts de fútbol de un equipo europeo, y una remera con estrases blancos que dibujan las olas del mar. Las olas se dibujan de perfil, nunca de frente y eso es muy falso porque sólo se ve una cara, la que conviene, y nunca se te viene el agua encima, de frente con esa convicción de saber que va a tocarte. Nos acostamos. Antes de apoyar mi cabeza sobre la almohada, vacío el vaso de unos cuantos sorbos seguidos, sin respirar. Generalmente pienso que mejor terminar todo lo antes posible. Creo que es el único modo, o el mejor, de evitar que se acumulen pendientes en el futuro. Ezequiel pone la mano en gancho como la tienen los playmobils, al lado de mi vaso, ansioso por que termine, para sacármelo de la mano y apoyarlo en el piso. Para abrazarme por debajo de las tetas (como si me estuviese rescatando de morir ahogada en la parte honda de una pileta) y sentarme entre sus piernas. ¿Y gordita, qué hacemos? Pregunta y siento que su pija crece y trepa por mi espalda como una enredadera madura, decidida. Me doy vuelta y meto la mano debajo de la almohada, encuentro una bolsita de arpillera con yerbas aromáticas adentro. La saco y me río, estiro el elástico del pantalón futbolero de Ezequiel y lo suelto. Muerdo la erección y siento el gusto a algodón, a tela sintética con pelusas que pertenecen a otras ropas. No tardo mucho en tocar la carne blanca con la lengua. En lamerla con los ojos cerrados mientras que la cámara de mi vista interna gira como si estuviese agarrada de las manos con una amiga, y diera vueltas sin parar, cada vez más rápido, centrifugándonos hasta soltarnos y caer exageradamente al pasto, siempre al pasto. Pero abro los ojos para no caerme, para estar acá y no allá. Ezequiel me mira con una sonrisa y llama a Juli. Veni a la cama con nosotros que hay lugar, le dice. Julia no contesta y yo abro la garganta bien grande como cuando hago fondo blanco, la meto toda y ahí termino. Saco la mano de Ezequiel de mi pelo, me la saco de la boca y él empieza a pedirme por favor. Suplica que lo acaricie y le de amor, que siga así. Que voy bien. Las veredas están más quebradas que de costumbre. Más rotas que ayer. Las sandalias toman velocidad, se adhieren más al piso, imitan el movimiento de las serpientes, rápidas y acorde al terreno que se va presentando. Pendientes de la superficie, avanzan como serpentina por la Avenida Cabildo hasta que un sonido las paraliza, me paraliza, no es solo uno. Al principio sí, pero después se suman varios y yo que a esta altura veo todo chicloso no entiendo nada. De repente mi cabeza queda más atrás que mi cuerpo porque alguien me empuja sin avisar y un colectivo pasa dejando un vientito que chupa y sacude. Un hombre me sienta en la puerta de un cajero automático y pregunta qué hago. No sé a qué se refiere. Es todo un drama, el hombre me abraza y me consuela y yo siento que mis dedos adelgazan y cada vez puedo tapar menos el sol. Le pido que me ayude a pararme y que si me da cuerda llego bien. Me levanta de la campera otra chica, una que usa tacos y tiene tatuada una palabra en el empeine que no puedo leer. Siempre está al revés, aunque la de vuelta. Creo que duermo un poco sobre el ploteo en el que se escribe el nombre del blanco. De algún modo llego a mi casa. Alguien me alcanza o me hace caso y me da cuerda. Para meter las llaves tardo un rato pero lo logro. En mi departamento hay olor a lechuga caliente, babosa. Me saco toda la ropa que puedo y caigo de cara a la cama deshecha. Suena el timbre. Una vez, dos veces, seis veces seguidas con intervalos muy breves. Desde el calor de la cama paso la lengua por mis dientes ásperos, llenos de restos de la noche, y también de los días, seguro no sólo de este. El reloj dice que son las siete menos cuarto de la mañana. Debe ser Fabián, pero a un policía no se le abre la puerta a esta hora.
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Vitalicio Ulmo Carcosa
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e cuesta soltarte porque puede que no vuelva a verte nunca más.
Me acuerdo de lo irreal de la primera vez que nos cruzamos. Me acuerdo como movíamos la cabeza barrenando frecuencias, como nos miramos viendo a medias y como me sonreíste y acariciaste la cara. Ambos sabíamos de lo poco real de la energía que sentíamos, pero, ¿qué es algo irreal en un mundo de falsas estructuras? Buscaba excusas para sacarte de ahí conmigo, pero nunca fui bueno hablando porque si. Creo que hablando tampoco. Me acerque a tu oído tocándotelo con los labios y sentí cambiar tus vibraciones. Obviamente no tarde en olvidarme que era lo que iba a decir y el tiempo y la música y el lugar se volvieron efímeros. Bailamos lo que me parecieron muchas buenas vidas y sentí tu cuerpo en mi cabeza. Lo bueno del sexo sin penetración es que nunca acaba. Mambear me cuesta poco, así que cuando me despegué ya no estaba donde estaba, ni vos tampoco.
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Me acuerdo de alejarme hermosamente intoxicado y de que cuando superé el bosque de fuentes toda mi realidad comenzó a perder contraste. Los bordes se volvieron poco claros. Las caras dejaron de existir. Cuando me di cuenta caminaba en un paisaje de espacio vacío y de un azul claro. Todavía siento tu mano acariciándome el brazo y me doy cuenta de que yo era vos, y que vos ya no sos, pero siento que te conozco. Puedo pestañar profundo y con un ataque suave el sonido de donde estábamos vuelve a mí y todo eso vuelve a formar parte de los cimientos de lo que fue y lo que será. Pero te miro y te veo entera, tan completa que mi presencia existe solo porque vos querés que así sea. Es claro que no estás entera, eso te vuelve interesante ante mis ojos. Lo importante, es resaltar lo que es. No te amo, estoy lejos de formar parte de tu vida y vos lo estas de la mía, pero aún así, te veo y pienso “sos vicio”. No porque seas indispensable, sino porque después de la peor de las experiencias, me acuerdo de vos, y tomaría 3 dosis más solo para ver cómo cambia mi percepción de tu totalidad. De todas maneras, todo sale mal y como drogado por tu contacto me vuelvo estúpido. Lo importante, es resaltar lo que es. Dos personas, distintas y no tan distintas, que no sienten, pero la química fallida se encarga de que así sea. Sin embargo en un inicio yo solo quería que cojamos como amantes, nos besemos como novios y nos separemos como amigos. ¿Los amigos se vuelven a ver, no? Y si se apaga por lo menos se siente, y te quiero y nos vemos. Y si no se siente por lo menos nos vemos. Decime que los amigos se vuelven a ver. ¿No?
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Agua de vida Gabriel Bertotti
Cosme Andaluz
”Los enfermos mentales son simples invitados en la tierra, eternos extranjeros que llevan consigo decálogos rotos que no saben leer”. Francis Scott Fitzgerald, en una carta que le escribió pocos días antes de morir a su hija.
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o llevaron a la misma comisaría de siempre. --Lo encerramos para protegerlo. Da lástima, el pobre. El comisario era abogado y había leído las novelas de su amigo. En cierto sentido admiraba al escritor que se ocultaba debajo de ese cuerpo molido a golpes y estragado por la ginebra. -Y sólo tiene cuarenta años. Esperó que repitiera “el pobre” pero el comisario le abrió la puerta del calabozo y no dijo nada. El escritor estaba tirado en el suelo. Le habían dejado una colchoneta que no aceptó, manteniendo el riguroso orgullo que lo llevaba al desastre, o tal vez, un error de cálculo producido por las trompadas en los ojos y dos botellas de ginebra hizo que cayera como un monigote entre los vómitos secos y las manchas negras de sangre que eran el fugaz recuerdo de los otros detenidos, seres anónimos de quienes sólo quedaban detritus. Se rió, de eso precisamente trataba toda la literatura de su amigo, del fugaz paso de una mariposa por una habitación, de ese súbito momento en el que un rayo de sol ilumina unas alas que representan los ojos que nunca dejan de mirarte. “Hay una percepción externa a la nuestra que nos permite la existencia”, le había dicho alguna vez. “El creador, más que un Dios sediento del amor de sus criaturas es un inagotable espectador adicto a las comedias”. Tenía la cara tumefacta; un ojo que parecía el ano dilatado de una vaca; sangre seca en la boca y en el cuello; las manos rotas por los certeros puñetazos a una pared; respiraba como los muñecos malditos que lo acosaban en los sueños. “Era el único niño
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con insomnio del barrio. Sabía que si cerraba los ojos me asesinaban los muñecos”. Se sentó en la colchoneta y apoyó la espalda en la pared. No tenía ganas de leer nada de lo que allí estaba escrito. Encendió un cigarrillo y buscó la luz en la cara del amigo. La luz que lo había hecho tan especial y que ya se había apagado para siempre. En ese momento, una epifanía como las de sus novelas le quitó el aire de los pulmones, la llama del miserable fósforo con que encendía el cigarrillo iluminó lo que el escritor había escrito con su propia sangre en el suelo, antes de desmayarse. “La sangre no redime”. -La angustia se ubica aquí-le dijo, señalándose la boca del estómago y bebiendo de un trago un chupito de Jameson-. Y aquí-repitió, senalándose la garganta y despachando un segundo chupito-. Y aquí-bramó, señalándose el corazón, tragando un tercer chupito. Se tomó un instante antes de seguir hablando-. Prefiero toda la vida la acidez a la angustia- y sin decir más bebió chupito tras chupito hasta liquidar la botella. -No son las pesadillas, Conejo, ni la desesperación, es una extraña ansiedad por existir. La vida se me queda corta y no se qué hacer con la energía que me sobra. La cosa es que tiendo a lastimarme o a hacerle daño a los que más quiero, y entonces tengo que anestesiarme, Conejo, para que no me maten como a un puma cebado. Cansado de recordar lo que los amigos le decían o lo que él mismo había escrito, lo despierta. Se aparta a tiempo para esquivar el derechazo que busca su cara. El escritor le habla en el lenguaje con el que en cada resaca se dirige a Dios. Dice que sólo Dios puede entenderlo. Se lo carga al hombro y le deja un par de billetes al comisario. El cabo de guardia había acercado el coche hasta la puerta de la comisaría, le da un billete como si fuera un laborioso camarero y con su ayuda lo tira en el asiento trasero. Conduce escuchando un cuarteto de Bartok; elige el más triste para no tener que oír a su amigo ahogándose, tosiendo, vomitando. Cuando llega a su casa lo desnuda y lo mete en la bañera; el agua helada milagrosamente no lo mata. Tiene el cuerpo magullado; cardenales, mordiscones, marcas de puños; mientras lo seca deja de hablar con Dios y se digna a pedirle un trago. Había comenzado a temblar. Una cerveza fría lo calma bastante. Le enciende un cigarrillo y se lo pasa. Da una
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profunda calada y le dice: -Bueno, mientras ocupás el vacío de tu vida de mierda metiéndote en la mía, contame, ¿qué me paso? -Que qué te pasó, y me lo preguntás a mí, justamente vos, Querido, que veías la quietud de las hojas al caer. -Me citás fatal, haciendo algo que yo no haría jamás, mala poesía. Parecés una vieja puta de las novelas rusas. Abrí otra birra. ¡Estás muy distraído, Conejo!¿En qué mierda estabas pensando? -En nada. Recordaba cosas tuyas. Cosas que me dijiste alguna vez. -Ya es hora de que tengas recuerdos propios, maricón. Dejá de robarme los míos. Ella, el día en que cumplió 19 años, escribió en su Diario: “El mundo es azul. Yo soy amarilla; dorada, cuando me da el sol. Él es verde, como sus ojos. No son los ruidos los que definen el mundo, sino siempre los colores. Ser ciega es una refutación. Veo las espirales de luz que iluminan el polvo que asciende al cielo; veo los torbellinos de gotas translúcidas que forman la atmósfera; veo el gris y veo el negro, y estoy segura de que no veía nada, de que un velo oscuro enturbiaba mi mirada hasta que él entró aquella tarde en la casa. Mis pretendientes me decían que un joven se había mudado al barrio, que era un chico recién llegado de la universidad y que pasaría sus vacaciones en la casa de la montaña. No me importó tener un nuevo muchacho al que seducir, y es que me aburro mucho entre tanto provinciano, me gusta fumar y beber y bailar y hacerlos ponerse locos de furia cuando después de los abrazos les niego los labios, pero entonces, justo antes de que todos los pájaros se callaran, lo vi entrar, y desapareció el velo, y un rayo de luz, de la última, de la que se negaba a morir, iluminó la mariposa que cruzó la habitación de la ventana al portal y que se posó un segundo en su hombro, él sonrió sabiendo que lo estaba mirando y sus ojos verdes me descubrieron que el mundo era azul y que yo era amarilla; dorada, cuando el sol me daba de lleno”. “Era como un extranjero rodeado de mugre y de personas que deambulaban con las ropas sucias y los dientes podridos. Tenía tanta energía que se sentía capaz de detener al viento, pero lo único que hacía era emborracharse hasta perder la conciencia o pelearse con sus compañeros. Sus padres, para alejarlo de las taber-
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nas y de las grescas, se lo llevaron al campo, a una casa en la montaña. Intentaron también que tuviera una vida social menos violenta y consiguieron que lo invitaran a la fiesta de cumpleaños de la hija de su mejor cliente, un rico banquero que estaba perdido de amor por su hija. Una jovencita caprichosa y soñadora que escandalizaba a su padre, haciéndole superar todos los límites del decoro, hasta arrodillarse ante ella para pedirle contención o amor. Decían que ella lo trataba con desdén porque era un hombre y que como todos los hombres había nacido para pagar las culpas de las mujeres que bailaban desnudas frente a las hogueras”. -¿Cuál es tu nombre? -Me llamo Jameson-le dijo, ocultando su nombre verdadero, sirviéndose una copa del whisky irlandés-. ¿Y el tuyo? -Me dicen Brooklyn-respondió la joven que cumplía años-. Pero nunca seré tan transparente como esta ginebra-y se sirvió un vaso y se lo bebió de un trago. El joven la tomó entre sus brazos y le dijo: -A partir de ahora sólo beberé de tus labios. Y ella, que le había negado un beso a todos los jóvenes ardientes, no sólo se dejó beber la ginebra que aún tenía en la boca sino que deseó con toda su sangre comerse la lengua que tenía el gusto aún picante del aguardiente irlandés. En realidad no se llamaba Brooklyn, su nombre verdadero era tan mágico que a él le dio miedo y por el resto de su vida la siguió llamando como a una marca de ginebra. “Soy el único tripulante de un barco al que un farero loco ha dirigido al desastre”, escribió en uno de sus Cuadernos. “Soy una pobre polilla adicta a la luz que la aniquila”, escribió en otro. “Jameson regresó a París. Estaba tan feliz que por un momento soñó que todos los periódicos de la ciudad lo anunciaban en sus cabeceras. Como siempre, se negó a mirar las grandes letras negras sobre fondo blanco que anunciaban otra cosa, él prefería soñar con los ojos abiertos un titular en grandes letras azules. “Después de veinte años el famoso escritor regresa solo y cansado a la ciudad de la luz”. No se llamaba Jameson. No estaba cansado. Estaba borracho. Había bebido en el avión y seguía bebiendo en el taxi de la petaca que siempre llevaba consigo. El taxista lo vigilaba desde el retrovisor así que sintió el deber de invitarle un trago. -¿Qué es?, le preguntó el taxista albino de ojos rojos. -Ginebra-le respondió el escritor. -¿Qué ginebra? -Brooklyn. -Me gusta. Es la que beben las brujas. Le pasó la petaca. -¿Eres consciente de los riesgos que corres siendo albino? El taxista tomó un trago largo. -Lo soy. Las brujas nos matan para hacer sus conjuros. Nuestra sangre atrae la fertilidad de las mujeres. -¿Hay brujas en París? El taxista dio otro trago largo. -Esta ginebra sabe a boca de mujer-le dijo, devolviéndole la petaca, sin quitar la vista del camino. Cruzó el Sena y se internó por las callejuelas del lado izquierdo”. Fui yo, al que llamaba Conejo, su viejo compañero de cuarto, el que tuvo que corregir sus Cuadernos y hacer la edición completa de sus relatos y novelas. Entre sus cosas encontré los Diarios que su mujer había escrito durante toda su vida. Dicen las malas lenguas que los espiaba a hurtadillas y que copió páginas enteras en sus novelas. Dicen también que ella nunca se lo perdonó pero que como no sabía vivir sin él no se marchó de su lado y se lo hizo pagar toda su vida. Yo la conocí muy bien. Incluso una vez escribí sobre ella un relato que jamás le mostré a nadie porque no era fruto de mi imaginación sino de la esmerada prosa de un traidor. “Mi querido amigo me ha hablado tanto de su esposa que no puedo esperar a conocerla. Mi amigo ha triunfado a lo grande. A los veinticinco ya era millonario. Sus dos primeras novelas fueron un éxito tan inesperado que decidió improvisar una fiesta que ya dura diez años. Me envió los pasajes y me hizo venir a la Villa que alquilan en la Riviera. Me dice en una carta: “Ven conduciendo desde la ciudad. Cuando cruces las montañas pobladas de olivos plateados y te internes en los breves valles verdes y amarillos, cuando dejes atrás las amapolas y los rosales, cuando hayas descendido desde las cumbres doradas y te acerques al mar tan trans-
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parente como tu alma, querido Conejo, entonces, verás, luego de la última curva del camino, una casa carmesí, con grandes ventanales y persianas azules; toca dos veces la bocina, has una pausa, y vuelve a tocar, y verás asomar, entre las gencianas y las gauras, a la primavera”. Después de la última curva, y ante la casa, hice lo que me indicó, y una mujer de pelo amarillo; dorado, cuando le daba el sol, salió cubierta apenas con una túnica de seda verde, transparente, que dejaba ver sus pechos desnudos y una braga minúscula, negra, y que me sonreía como si yo fuera la lluvia que merece todo desierto. Me enamoré en ese instante. A ella mi mirada le irguió los pezones, y sin ocultarse, mostrándomelos con descaro, me besó en la comisura de los labios y me dijo, muy suavemente: “Tu aura está estropeada, tendremos que hacer algo al respecto”; rozándome el cuello con los labios me tomó de la mano y me guió como si yo fuera un niño perdido hasta la casa, donde mi amigo nos esperaba con los brazos abiertos. Nos cubrió a los dos con su gran pecho y dijo, sin solemnidad, como si hablara de la lluvia o de las mareas: “Por fin estamos juntos, las tres almas perdidas, un borracho, un conejo y una puta”. Así se rompió la magia. Ella se soltó de su abrazo y me besó con furia. Después lo miró desafiante. “La culpa es tuya. Todo lo que sucede, sucede porque lo escribiste antes”, le dijo. Mi amigo sonrió de una manera tan terrible que me alejé un poco de sus puños cerrados. Pero no hizo nada. Ella no se movió. Los pezones duros apuntaban a su pecho. También tenía los puños cerrados. En silencio busqué el ruido del mar. En la boca tenía el gusto de una boca que sabía a ginebra”. -Papá.. -Si, hija… -¿Qué hacés cuando te encerrás en tu estudio? -Escribo, hija. -Ah, yo creí que te masturbabas. -¿Estás loco, Conejo? No podés poner ese diálogo en mi biografía. -¿Por qué? ¿Porque te parece muy escabroso? -No, imbécil. Porque estarías hablando de un fantasma. “Esta es la historia de una adicción, no de una vida. Mi viejo amigo dejó de vivir cuando respiró por primera vez, y desde entonces, desde que probó el aire meloso que te ata para siempre a los amaneceres y a la primavera, no renunció a chutarse todos los colores del aire en los pulmones. Jameson no quería vivir, quería existir. Su hambre voraz por la existencia lo deslumbró y lo condujo a los fuegos fatuos del alcohol y del amor. Él estaba verdaderamente embriagado por la vida y su metabolismo era ejecutado por sustancias y procesos externos que jamás podría controlar, como el color del cielo después de una tormenta o la fotosíntesis, y cuando conoció a Brooklyn, herida por el mismo ángel, se entregó a su cuerpo y a su alma con la misma irreversible naturalidad con la que el fuego devora un árbol; todo adicto es anónimo y toda pasión es una forma de locura, por eso, cuando ella enloqueció, y una bruja poseyó el cuerpo sagrado que lo contenía, su hambre por existir se transformó en una sed asquerosa imposible de saciar; lo que nunca pudo entender era que la locura de ella no fue su culpa y que todo el dolor que le quemaba el vientre tenía cura; por suerte, ni siquiera en los momentos más oscuros, perdía el sentido del humor y siempre, antes de desmayarse exhausto de ginebra, ante mis excesivos cuidados, me decía, parafraseando aquel viejo chiste: “Gracias doctor, muero curado”. “Se presentó impecable, como siempre. El pelo engominado, la raya al medio dividendo su hermosa cabeza en dos mitades exactas, sus ojos verdes como el color de un vaso de gimlet iluminado por un rayo de sol, su cutis transparente, enrojecido por la ansiedad. Mi corazón latía con furia, me invadió una imagen, niñas saltando en mi pecho; al ver la expresión de su cara al mirarme me dieron ganas de bailar, de bailar sobre los sillones y las mesas y las alfombras y las flores y el pasto y sobre la superficie bruñida del agua verde verde de la laguna; me tomó la mano, de la misma firme manera en la que el escalador clava su pica en la cumbre de la montaña, y rodilla en tierra, como un conquistador, me dijo: “Brooklyn, vida mía, sabor de mi boca y fuego de
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mis entrañas, ¿unirías tu vida a la mía?”, y porque era católico y porque era irlandés, agregó: “Para siempre, hasta que la muerte negra nos separe”, y yo temblé como la tierra primigenia, como el mar que explotó con un meteorito, como las niñas que gritaban saltando saltando en mi pecho, y le dije, “sí, quiero, sí”. Jameson, rodilla en tierra, tomó la mano de su amada, y sin decir palabra, y sin dejar de mirarla como los hombres del subsuelo miran al cielo, le colocó el anillo de plata y esmeraldas que había pertenecido a su abuela en el dedo apropiado y le entregó su alma, transubstanciada en metal y piedra preciosa para toda la eternidad, para que ella fuera su dueña, su sentido y su esencia más pura. Y ella, aturdida por la emoción y por la belleza del anillo y por el poder que él le transmitía, tembló como una niña ante la certeza de su destino y lo tomó de la cabeza, esa cabeza armónica que tanto le gustaba, y lo besó muy suavemente en los labios, esta vez no olía a ginebra, olía a enebro salvaje, enebro del bosque, del bosque oscuro. Había una vez un hombre y una mujer. Les gustaban las fiestas, les gustaban los viajes, les gustaban las camas de los hoteles, las sábanas de lino y las túnicas de seda. Les gustaban las playas de la Riviera, el color de la arena del desierto y los atardeceres en Tánger o en Taormina. Bebían cócteles, cerveza, aperitivos, champagne, ginebra, vodka y whisky, bebían en público para festejar y en privado para olvidarse de todo antes y después de hacer el amor; cuando crecieron y dejaron de ser unos niños, él empezó a mojar los pezones de ella con champagne y bebía de ellos, y ella tomaba el miembro duro y caliente de él y lo volcaba en una copa de fino cristal y después bebía el líquido que le corría por la carne carmesí que le quemaba la lengua, y cuando fueron mayores, él bebía del culo de ella y ella bebía del culo de él, y más tarde, dejaron de beberse y comenzaron a cerrar las puertas y ella bebía del pico sola en su habitación mientras escuchaba la máquina de escribir percutiendo sin parar, hora tras hora, día tras día, en la habitación de él, porque él estaba escribiendo la novela que hablaba de una pareja de ángeles que tenían la extraña compulsión de disfrutar hasta las heces de la vida en una
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celebración maravillosa y demente que terminaría en un vater, vaciando la cisterna que se llevaría por el sumidero toda la felicidad. Y después, cuando ella caía desmayada por tanto alcohol sobre las sábanas sucias, baratas, de una cama de hospital, él entraba en un bar de mala muerte, a beber hasta que alguien lo durmiera de una certera trompada. Era yo, quien a la madrugada iba a rescatado y a dejarle unos billetes al comisario para que me dejara llevarlo conmigo, inerte en mi hombro, escuchando una absurda cantinela a la que insistía en llamar “el lenguaje divino”, el único apto para hablar con Dios. El taxista albino se tomó su tiempo para responderle. -Sí, hay brujas en París. Y más tiempo para preguntarle: -¿Quiere conocer alguna? Jameson era un escritor fracasado, tenía cuarenta años, hacía cinco que perdía el tiempo en Hollywood, donde se lo consideraba un competente script doctor, aquel que intenta sanar los guiones enfermos y del que se espera incluso el arte milagroso de resucitar a los muertos. Ninguno de los actores, directores o productores, todos analfabetos, que pululaban a su alrededor, había oído jamás hablar de él y mucho menos de sus novelas, a todos les daba un poco de lástima aquel guionista borracho que cuando estaba en pleno delirio llamaba a los gritos a una marca de ginebra. Lo que no sabían era que sus libros habían definido una era y que había ganado tanto dinero que durante una década vivió con su mujer despilfarrándolo en fiestas y en hoteles a lo largo de América y de Europa, y que había alquilado villas enteras en Francia y en Italia y que los marqueses, condes y duques rusos, arruinados por la revolución, se peleaban por contar con su presencia en las fiestas, y que su mujer había sido elegida durante cinco años seguidos como la celebrité más distinguida en la semana de la moda de París. Lo que tampoco sabían era que el escritor amargado y herido se sumergía en tinajas de alcohol para intentar superar el dolor que la locura de su mujer le había ocasionado. Todo comenzó una mañana en que ella no quiso salir de la cama. “Ya no veo los colores”, le dijo. “Tengo los ojos abiertos de los ciegos”. Después, un eccema le invadió el cuello y la cara y los pechos y las piernas; todos los médicos coincidían en que no tenía origen físico. La llevó a una clínica en Suiza donde la analizó el mismísimo doctor Jung, que le diagnosticó esquizofrenia. “No es su culpa, mi amigo”, le dijo el doctor. “Ni la de ella tampoco, claro”. También le dijo que poco se podía hacer y que debería internarla en alguna clínica, como la suya, por ejemplo. Ella llevaba casi un año sin hablar, arrastrando los pies por los pasillos de la clínica suiza cuando de pronto le dijo, en una de sus visitas: “Quiero bailar, amor”. La recuperación fue milagrosa. Le dieron el alta con cierta reticencia y se la llevó de nuevo a la Riviera. Escribía como un poseso cada día relatos para las mejores revistas americanas porque necesitaba el dinero para pagar los gastos de las clínicas y de los hoteles y de las villas…y de las clases de ballet que ella comenzó a tomar en París con una discípula de Nureyev, el mítico bailarín olvidado desde hacía dos décadas y del que no sabrían jamás que era el vecino loco de su villa suiza, que les gritaba obscenidades trepado en los limoneros. Pero estaba demasiado mayor para los rigores de la danza y lo único que generaban sus pasos decididos y sus intensas piruetas era risa, cuando no las carcajadas destempladas de sus jóvenes compañeras; un día, harta de dudas, le escribió a su maestra: “Necesito que me diga la verdad. Necesito saber si alguna vez llegaré a ser una primera bailarina”. “Jamás”, le respondió escuetamente la maestra. Así que dejó el ballet y se sumió de nuevo en el silencio, temblando, agobiada por el ardor del eccema que volvía a invadirle el cuerpo. Jameson la llevó a América y la ingresó en una clínica de la Costa Este, él se fue a Hollywood, donde le habían ofrecido el dinero necesario para mantener los gastos. Se escribían cartas cada día, a ella jamás le faltaron los ramos de flores que él le enviaba una o dos veces por semana, porque
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ella ya no bailaba, casi no hablaba y lo único que la hacía sonreír era la fragancia de las flores, como a toda mariposa. -Hemos llegado-le dijo el taxista, sacándolo de sus pensamientos. -¿Adónde? -Adonde habitan las brujas”. En los últimos años, en los períodos en que la dejaban salir de la clínica, volvía a la casa de su madre, donde pasaba todas las tardes sentada en el porche haciendo ganchillo o bebiendo una limonada. Su madre era una anciana decrépita pero elegante, con esa elegancia de los viejos muebles que aún mantienen el aristocrático lustre pero que no pueden evitar que la madera cruja. La madre se sentaba a su lado y permanecía en silencio hasta que su hija le decía cosas como: -Hay que fertilizar los rosales. O: -Se ven menos abejas. A lo que su madre respondía: -Se lo diré al jardinero. O: -Es por los plaguicidas. Después de un breve silencio: -Siempre sospeché del DDT. La hija: -Nunca aprendí a hacer bien el punto cruz. -Ni yo. Una pausa, rota por la madre: -Hija... La tomaba de la mano. La hija la miraba como un náufrago mira un espejismo, una efímera tierra que flota a la deriva sobre un océano infinito, lo único tan real en su vida como las quemaduras y la sed. Haciendo un esfuerzo intentaba sonreírle, con la sonrisa terrible de los muñecos malditos que no le permitían a su viejo amado dormir en las remotas noches de la niñez. -No mamá. Lo que me pasa no es culpa tuya. Miraba las flores y ni siquiera la presencia de una mariposa hacía que volviera el brillo a sus ojos, ni que su cabello fuera una vez más dorado, como cuando le daba el sol. Él abrió los ojos, ella estaba a su lado. Una hebra de luz iluminaba sus cabellos sintió que moría que le faltaba el aire que tanta belleza lo ahogaba rezaba en el fondo del mar más allá del espacio y del tiempo en una dimensión a la que sólo llegan los enloquecidos de amor abrió la boca desesperado como lo había hecho el día en que su madre le dio la vida nacía de nuevo ahora su mujer era su madre amaba a su mujer más que a su vida lloró y bebió sus lágrimas sagradas la abrazó ella se despertó, apenas, se dejó abrazar y le dijo: -Dejame dormir un ratito más, tonto. Escuchó un murmullo extraño que no era la lluvia acariciando el cristal. -¿Estás llorando? Le apretó la mano que rozaba sus pechos, se pegó a él y volvió a dormirse sin decir palabra. El olor de sus cabellos lo embriagó y se quedó toda la noche despierto, sin soltarla, sintiéndola latir en su pecho. Ella ya no era ella. Estaba siempre del lado de la sombra. No salía de su habitación. Le tenía miedo al sol y a los ojos. Se sentía avergonzada por algo que no había hecho. Se había olvidado de bailar o de beber desnuda bajo la luna en las noches de estío o de caminar por el bosque. Se pasaba el día en la cama, cubierta por una sábana sucia que no permitía cambiar, ocultando el cuerpo marcado por un eccema inflexible, que se negaba a retroceder y que la llagaba por dentro. Una tarde empezó a gritar, él se encerró en su estudio aporreando la máquina de escribir más fuerte que nunca, pero era imposible no oírla, se le rompía el corazón porque no podía hacer nada. Los vecinos llamaron a la policía, pensaron que le pegaba. Tuvieron que internarla de nuevo. En la clínica la sedaron y la envolvieron en un extraño traje que la mantenía amarrada a una quietud laxa, como la del capullo que contiene a la mariposa que espera la primavera. Él también necesitó calmarse; no soportaba la vida sin ella; era como si a un yonki le arrebataran toda la heroína del mundo y lo condenaran a temblar, a ser avasallado por millones de agujas que le penetraban la piel buscando el hueso. Mezcló los calmantes con ginebra (Brooklyn, claro). Bebió hasta que cayó de bruces golpeándose la cabeza con la mesita de luz; probó su sangre y se desmayó. Pasó tres semanas en el hospital, un coágulo y una hematoma casi lo matan. Cuando salió, limpio, extrañamente repuesto, había tomado una decisión: deberían tener un hijo, un ángel que los salvara de su egoísmo, que los obligara a salir de sí mismos y a madurar, a llegar por fin a admitir que la fiesta había acabado y que ahora deberían
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ser adultos buenos y responsables. La fue a buscar como se va a buscar a la casa de sus padres a la primera novia. Estaba demacrada, la piel color ceniza, el pelo áspero, gastado, los ojos sin brillo. La llevó a comer pero apenas probó bocado ni habló. La llevó al jardín del parque público donde se besaban mezclando la ginebra y el whisky de cada boca, pareció renacer entre las flores. Le apretó la mano, sonrió. Esa noche le hizo el amor obligándose a cumplir su decisión, no le dijo nada de sus planes, le acabó adentro, lleno de amor, convencido de que ese amor la resucitaría y le daría un sentido por el que vivir, la amó como si le hiciera un regalo. Ella recibió lo que él le entregaba sin darse cuenta, miraba una mancha en el techo que se parecía a una jirafa. Debajo de la sábana mugrienta, iluminada por una linterna, escribía en su Diario: “La jirafa me mira. Las leonas son las que cazan mientras los machos retozan. No hay hienas porque no estoy en la selva. Me estoy hinchando como una cerda. Se acerca el sacrificio de la vaca”. -No estás gorda, amor. Estás embarazada. Se vomitó encima antes de que terminara la frase. -No puedo ser mamá-le dijo desesperada- Un hijo odiaría toda su vida a una madre así. Se escapó mientras él terminaba su mejor cuento. Lo llamaron del hospital. Había intentando suicidarse tirándose al paso del tren de cercanías. Cuando corría hacia las vías se tropezó con una de las raíces del gran ficus de la estación y cayó un metro antes del andén. La habían amarrado a la cama. Cuando lo vió entrar comenzó a insultarlo. Los ojos rojos. La cara transformada en la de una de las hijas del “Señor del Infierno”. La obra infantil que había visto en un teatro de títeres y que le arruinó la infancia. Parecía una muñeca maldita que le gritaba: -Hijo de puta. Hijo de puta. Me jodiste la vida. Volvieron a ingresarla en la clínica. El bebé estaba en buen estado. No podía dormir. “¿Qué he hecho. ¿Qué ser maldito podrá nacer de ese vientre?”. Un ángel sale de la cueva del dragón. Se despertó, el vientre abultado seguía ahí. “El monstruo sigue ahí, infectándome. ¿No lo ves?”, le preguntó a la jirafa que la había perseguido hasta el techo de la clínica. Alguna enfermera, agobiada por el exceso de horas, se había olvida-
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do de ajustarle una de las correas. La jirafa le imploró que no lo hiciera. Pero no existe la jirafa. “Creo que fue la pérdida de nuestro hijo lo que nos arruinó definitivamente la vida. Fue el azar o una maldición. No lo sabré nunca. En esa época no quería saberlo. Cuando ella me echó de su habitación, gritándome todas esas cosas espantosas, acusándome de haberle arruinado la vida, me bebí todo el suministro de alcohol de esa región suiza y terminé internado en una de las tantas clínicas que crecen como setas entre las montañas. El delirio me transformó en un pirata y en un explorador y en un mohicano. Durante semanas no abrí la boca más que para decirles: “Ugh”, a las alucinadas enfermeras. Cuando salí, la fui a buscar. “Estamos liberados”, me dijo después de una hora de silencio. Supe enseguida a qué se refería y me levanté y empecé a caminar sin mirar atrás y no miré atrás por años hasta que me detuve en este mísero apartamento de un hotel con un nombre tan ridículo como “Jardines de Alá”, desde donde te escribo otra de las tantas cartas que no se si me atreveré a enviarte, Querido Conejo, el único amigo que me queda”. Brooklyn deambuló de clínica en clínica durante veinte años. Al final regresó a América, a otras clínicas más cercanas a la casa de su madre, todas pagadas por él, que dejó de verla, pero que jamas dejó de quererla o o de preocuparse por ella. Trabajaba como un maldito para pagarle las clínicas y la manutención, por amor y por culpa, la odiaba y la amaba a la vez, como casi todos los matrimonios; ella le escribía, en sus momentos de lucidez, extrañas cartas: “Te veo llegar en mis sueños, amado mío, y sé en esos momentos de dicha tan plena, que nadie será para mi, jamás, tan importante. Y me das pena porque pagarás tú solo mis culpas. Nunca dejaré de bailar desnuda frente a la hoguera. Ese es mi destino. Cerca del fuego, lejos de la primavera. Ahora lo sé. Me lo ha dicho la jirafa”. “-Entre usted-le dijo el taxista albino-. A mi me matarían. Era una casa antigua. Un amplio salón, una escalera demasiado grande. Todo estaba sucio de polvo y cubierto de telarañas. El suelo no crujía. Escuchó voces en la cocina. -Venga. No tenga miedo. Entró en la cocina. Tres ancianas preparaban masa de pan. Estaban vestidas de monjas. -Que nuestra apariencia no le engañe. -Nos vestimos como nos da la gana. -Como nos da la gana. Sacó un cigarrillo. -Aquí no se puede fumar. Lo encendió. Le dio una profunda calada y le echó el humo en la cara a la más vieja. -Yo también siempre hago lo que me da la gana. La anciana estornudó a causa del humo y un esputo cayó sobre la masa. -Es hermoso. -Hermoso. No lo quitaron. No dejaron de amasar. -Bueno. Si se va a poner en ese plan siga fumando. -Siga fumando. -Siga. -¿Siempre es así? -Sólo si la frase tiene más de tres palabras. Tiró el cigarrillo a la masa. -No es necesario que se presente. -Lo sabemos todo de usted. -De usted. -Me aburren. Me voy. Fue hacia la salida. -Su hijo nació. -Nació sano y salvo. -Salvo. Las tres brujas lo miraron ignorando la masa. -Es mentira. Hubo un aborto natural. -¿Eso le dijeron? -¿Le dijeron? -¿Eso? -Esto no es real. Estoy borracho, tirado en alguna callejuela, delirando. -¿Y quién le dijo que los delirios son ficciones? -¿Son ficciones? Cuando la tercera estaba por hablar le tiró un zapato que le rompió la boca. -Basta. Tengo que despertar. -Despertar-dijo la tercera escupiendo la sangre en la masa. La más anciana se quitó el velo de monja y un cabello más blanco que la harina lo encandiló. -Tu mujer se comió a tu hijo. -Como hacemos las brujas. -Brujas”. -¿Y qué pasó después?-preguntó Conejo. -Abrí los ojos en el taxi del albino, que me dijo: “¿Quiere un café?”. Se golpeó el vientre con furia. Odiando su vida. Odiando a su marido. Odiando cada copa que había bebido, cada vals que había bailado. Odiando a los médicos y a las enfermeras, odiando a su madre y a sus hermanas. Odiando a las flores y a cada color que ya no podía ver. Se golpeó hasta que le dolieron los puños, hasta que un hilo de sangre comenzó a correrle por las piernas y se trasformó en un pequeño charco en el que tuvo miedo de ahogarse. -No nacerá-le dijo satisfecha a las horrorizadas enfermeras
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cuando tiraron abajo la puerta. La amargura y la culpa lo transformaron en un borracho pendenciero que buscaba pelea porque encontraba en cada trompada una forma de perdón. “La violencia me reconforta”, Conejo. “Es como el confesionario para un católico. A cada golpe respondo agradecido: Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa”. Pero eso no era lo peor para él; aguantaba la bebida como pocos y los golpes como ninguno, pero no soportaba la ausencia de ella, esa ausencia lo mataba lentamente. Se lo dije más de una vez. “Ve con ella. Llévatela a algún lugar lejano”. Me miraba con pena. “No entendiste nada, Conejo. Ni siquiera lo entendías cuando te la cogías bajo mis narices, en mi propia cama”. Me preparé para una pelea. “Tranquilo, viejo amigo, yo no pego nunca, a mi me gusta que me peguen”. El caso es que no podía perdonarla, porque antes tendría que haberse perdonado a si mismo y eso no era posible. “Además está condenada de por vida a las clínicas; sin tratamiento no duraría ni un día”. Nunca la olvidó ni dejó ni un sólo día de sufrir por ella. Y no sólo con el corazón, su cuerpo estaba estragado por tanto trabajo, hizo de negro en la biografía de varios actores y políticos, escribió guiones infectos para producciones baratas y películas pornográficas, su talento para las frases contundentes fue explotado por los publicistas, escribió historietas y novelas pulp con varios seudónimos y todo para pagar las clínicas privadas en las que ella languidecía aturdida por kilos de tranquilizantes que la envenenaban lentamente evitando lo único que hubiera querido hacer, rápida como un halcón: matarse, de una vez y para siempre. En un milagroso momento de lucidez escribió en su Diario, tendida en la vieja cama de sus padres: “Mamá ha muerto. Vivió hasta los 80 años rodeada de dolor sin perder la elegancia. ¡Qué asquerosa frivolidad la suya!”. Una tarde Jameson salió a caminar por el parque. No estaba afeitado, ni siquiera muy limpio, parecía que hubiera dormido con la ropa puesta. Le llamó la atención una chica muy joven que miraba extasiada el vuelo de una mariposa. -¿Te gustan las mariposas? -No puedo responderle, señor. Me enseñaron a no hablar con los extraños. Se encogió de hombros y siguió caminando. -Me llamo Gloria-le dijo la chica muy joven.-. Si me dice su nombre estaremos formalmente presentados. Volvió a ella. Le dijo su nombre verdadero. El que nunca le había dicho a nadie. -Buenos días-le dijo Gloria. Sacó un cigarrillo y lo encendió, le dio una calada y se lo pasó. -¿Fuma conmigo? El escritor se sentó su lado y por primera vez en mucho tiempo se avergonzó por su aspecto. Ella se dio cuenta. -No se preocupe, mi papá también bebe mucho. Parecía un niño abandonado en un cabaret. -No tenga miedo. ¿Sabe qué hago yo cuando tengo miedo? ¡Me pongo a cantar! Sin decir palabra se levantó y comenzó a caminar. Tenía que refugiarse en su estudio, frente a la máquina de escribir, con una botella en la mano. Ella pronunció su nombre. Se giró. -Sí. Me gustan las mariposas. Al otro día volvió al parque. Afeitado, bañado y bien vestido. Ya no tenía suficiente pelo como para hacerse la raya al medio. Ella estaba en el mismo sitio. -Sabía que vendría. Se sentó. Lo miró. -¿Se bañó para mi? Ya no había marcha atrás. -Sí-le respondió desconociendo su voz. Ella se acercó y le dijo al oído: -Entonces vayamos a comprobar el estado de su ropa interior, señor. “Querido Conejo. Hace un año que no bebo. No creas que no me cuesta, pero cuidar a Gloria y la perspectiva de que en un par de meses seré padre me lo hace mucho más fácil. Mi corazón se ha abierto, Conejo, y el viejo rayo de sol ha vuelto a iluminarme. Gloria me lo dice cada día: “Parece que brillara, señor”, me dice, tomándome el pelo, matándome de amor. Te cuento que estoy escribiendo a buen ritmo una nueva novela. Mi obra maestra. Cada palabra nace madura, como si la hubiera estado destilando toda la vida (nunca mejor dicho). Por suerte Gloria entiende que destine parte de mis ingresos al pago de una clínica donde una mujer que ha sido
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mi vida y mi adicción y de la que ya me siento completamente curado espera con los ojos abiertos la muerte”. Una hora después de terminar esa carta mi viejo amigo sintió un pinchazo en el pecho, estaba sentado en un sillón destartalado, corrigiendo lo que acababa de escribir; se levantó para ir al baño, pero dio un par de pasos y cayó fulminado por un ataque al corazón. Un mes y medio después nació su hija Brooklyn. Gloria eligió el nombre. Soy su padrino y una vez que termine de redactar estas notas iré a comprarle una muñeca. Hoy cumple seis años. Desde la muerte de su marido no ha pronunciado palabra. Es de noche y no puede dormir. Todos la han abandonado. Sus padres. Su marido. La jirafa. A la mañana le aplicarán un electroshock. Los médicos dicen que es su última esperanza. No confían en ella y han trabado la puerta de la habitación y la han amarrado a la cama. Pero no llegará viva a la mañana. Un incendio que comienza por un cortocircuito en la cocina arrasa con la clínica. Antes de morir abrasada por las llamas ante las que bailó toda su vida, pensó: “Todas las brujas mueren en la hoguera”. Mi ahijada al verme llegar con un paquete corre hacia mi. El sol la protege y la hace brillar. que representan los ojos que nunca dejan de mirarte. ”Hay una percepción externa a la nuestra que nos permite la existencia”, le había dicho alguna vez. “El creador, más que un Dios sediento del amor de sus criaturas es un inagotable espectador adicto a las comedias”. Tenía la cara tumefacta; un ojo que parecía el ano dilatado de una vaca; sangre seca en la boca y en el cuello; las manos rotas por los certeros puñetazos a una pared; respiraba como los muñecos malditos que lo acosaban en los sueños. “Era el único niño con insomnio del barrio. Sabía que si cerraba los ojos me asesinaban los muñecos”. Se sentó en la colchoneta y apoyó la espalda en la pared. No tenía ganas de leer nada de lo que allí estaba escrito. Encendió un cigarrillo y buscó la luz en la cara del amigo. La luz que lo había hecho tan especial y que ya se había apagado para siempre. En ese momento, una epifanía como las de sus novelas le quitó el aire de los pulmones, la llama del miserable fósforo con que encendía el cigarrillo iluminó lo que el escritor había escrito con su propia sangre en el suelo, antes de desmayarse. “La sangre no redime”. -La angustia se ubica aquí-le dijo, señalándose la boca del estómago y bebiendo de un trago un chupito de Jameson-. Y aquí-repitió, senalándose la garganta y despachando un segundo chupito-. Y aquí-bramó, señalándose el corazón, tragando un tercer chupito. Se tomó un instante antes de seguir hablando-. Prefiero toda la vida la acidez a la angustia- y sin decir más bebió chupito tras chupito hasta liquidar la botella. -No son las pesadillas, Conejo, ni la desesperación, es una extraña ansiedad por existir. La vida se me queda corta y no se qué hacer con la energía que me sobra. La cosa es que tiendo a lastimarme o a hacerle daño a los que más
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quiero, y entonces tengo que anestesiarme, Conejo, para que no me maten como a un puma cebado. Cansado de recordar lo que los amigos le decían o lo que él mismo había escrito, lo despierta. Se aparta a tiempo para esquivar el derechazo que busca su cara. El escritor le habla en el lenguaje con el que en cada resaca se dirige a Dios. Dice que sólo Dios puede entenderlo. Se lo carga al hombro y le deja un par de billetes al comisario. El cabo de guardia había acercado el coche hasta la puerta de la comisaría, le da un billete como si fuera un laborioso camarero y con su ayuda lo tira en el asiento trasero. Conduce escuchando un cuarteto de Bartok; elige el más triste para no tener que oír a su amigo ahogándose, tosiendo, vomitando. Cuando llega a su casa lo desnuda y lo mete en la bañera; el agua helada milagrosamente no lo mata. Tiene el cuerpo magullado; cardenales, mordiscones, marcas de puños; mientras lo seca deja de hablar con Dios y se digna a pedirle un trago. Había comenzado a temblar. Una cerveza fría lo calma bastante. Le enciende un cigarrillo y se lo pasa. Da una profunda calada y le dice: -Bueno, mientras ocupás el vacío de tu vida de mierda metiéndote en la mía, contame, ¿qué me paso? -Que qué te pasó, y me lo preguntás a mí, justamente vos, Querido, que veías la quietud de las hojas al caer. -Me citás fatal, haciendo algo que yo no haría jamás, mala poesía. Parecés una vieja puta de las novelas rusas. Abrí otra birra. ¡Estás muy distraído, Conejo!¿En qué mierda estabas pensando? -En nada. Recordaba cosas tuyas. Cosas que me dijiste alguna vez. -Ya es hora de que tengas recuerdos propios, maricón. Dejá de robarme los míos. Ella, el día en que cumplió 19 años, escribió en su Diario: “El mundo es azul. Yo soy amarilla; dorada, cuando me da el sol. Él es verde, como sus ojos. No son los ruidos los que definen el mundo, sino siempre los colores. Ser ciega es una refutación. Veo las espirales de luz que iluminan el polvo que asciende al cielo; veo los torbellinos de gotas translúcidas que forman la atmósfera; veo el gris y veo el negro, y estoy segura de que no veía nada, de que un velo oscuro enturbiaba mi mirada hasta que él entró aquella tarde en la casa. Mis pretendientes me decían que un joven se había mudado al barrio, que era un chico recién llegado de la universidad y que pasaría sus vacaciones en la casa de la montaña. No me importó tener un nuevo muchacho al que seducir, y es que me aburro mucho entre tanto provinciano, me gusta fumar y beber y bailar y hacerlos ponerse locos de furia cuando después de los abrazos les niego los labios, pero entonces, justo antes de que todos los pájaros se callaran, lo vi entrar, y desapareció el velo, y un rayo de luz, de la última, de la que se negaba a morir, iluminó la mariposa que cruzó la habitación de la ventana al portal y que se posó un segundo en su hombro, él sonrió sabiendo que lo estaba mirando y sus ojos verdes me descubrieron que el mundo era azul y que yo era amarilla; dorada, cuando el sol me daba de lleno”. “Era como un extranjero rodeado de mugre y de personas que deambulaban con las ropas sucias y los dientes podridos. Tenía tanta energía que se sentía capaz de detener al viento, pero lo único que hacía era emborracharse hasta perder la conciencia o pelearse con sus compañeros. Sus padres, para alejarlo de las tabernas y de las grescas, se lo llevaron al campo, a una casa en la montaña. Intentaron también que tuviera una vida social menos violenta y consiguieron que lo invitaran a la fiesta de cumpleaños de la hija de su mejor cliente, un rico banquero que estaba perdido de amor por su hija. Una jovencita caprichosa y soñadora que escandalizaba a su padre, haciéndole superar todos los límites del decoro, hasta arrodillarse ante ella para pedirle contención o amor. Decían que ella lo trataba con desdén porque era un hombre y que como todos los hombres había nacido para pagar las culpas de las mujeres que bailaban desnudas frente a las hogueras”. -¿Cuál es tu nombre? -Me llamo Jameson-le dijo, ocultando su nombre verdadero, sirviéndose una copa del whisky irlandés-. ¿Y el tuyo? -Me
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dicen Brooklyn-respondió la joven que cumplía años-. Pero nunca seré tan transparente como esta ginebra-y se sirvió un vaso y se lo bebió de un trago. El joven la tomó entre sus brazos y le dijo: -A partir de ahora sólo beberé de tus labios. Y ella, que le había negado un beso a todos los jóvenes ardientes, no sólo se dejó beber la ginebra que aún tenía en la boca sino que deseó con toda su sangre comerse la lengua que tenía el gusto aún picante del aguardiente irlandés. En realidad no se llamaba Brooklyn, su nombre verdadero era tan mágico que a él le dio miedo y por el resto de su vida la siguió llamando como a una marca de ginebra. “Soy el único tripulante de un barco al que un farero loco ha dirigido al desastre”, escribió en uno de sus Cuadernos. “Soy una pobre polilla adicta a la luz que la aniquila”, escribió en otro. “Jameson regresó a París. Estaba tan feliz que por un momento soñó que todos los periódicos de la ciudad lo anunciaban en sus cabeceras. Como siempre, se negó a mirar las grandes letras negras sobre fondo blanco que anunciaban otra cosa, él prefería soñar con los ojos abiertos un titular en grandes letras azules. “Después de veinte años el famoso escritor regresa solo y cansado a la ciudad de la luz”. No se llamaba Jameson. No estaba cansado. Estaba borracho. Había bebido en el avión y seguía bebiendo en el taxi de la petaca que siempre llevaba consigo. El taxista lo vigilaba desde el retrovisor así que sintió el deber de invitarle un trago. -¿Qué es?, le preguntó el taxista albino de ojos rojos. -Ginebra-le respondió el escritor. -¿Qué ginebra? -Brooklyn. -Me gusta. Es la que beben las brujas. Le pasó la petaca. -¿Eres consciente de los riesgos que corres siendo albino? El taxista tomó un trago largo. -Lo soy. Las brujas nos matan para hacer sus conjuros. Nuestra sangre atrae la fertilidad de las mujeres. -¿Hay brujas en París? El taxista dio otro trago largo. -Esta ginebra sabe a boca de mujer-le dijo, devolviéndole la petaca, sin quitar la vista del camino. Cruzó el Sena y se internó por las callejuelas del lado izquierdo”. Fui yo, al que llamaba Conejo, su viejo compañero de cuarto, el que tuvo que corregir sus Cuadernos y hacer la edición completa de sus relatos y novelas. Entre sus cosas encontré los Diarios
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que su mujer había escrito durante toda su vida. Dicen las malas lenguas que los espiaba a hurtadillas y que copió páginas enteras en sus novelas. Dicen también que ella nunca se lo perdonó pero que como no sabía vivir sin él no se marchó de su lado y se lo hizo pagar toda su vida. Yo la conocí muy bien. Incluso una vez escribí sobre ella un relato que jamás le mostré a nadie porque no era fruto de mi imaginación sino de la esmerada prosa de un traidor. “Mi querido amigo me ha hablado tanto de su esposa que no puedo esperar a conocerla. Mi amigo ha triunfado a lo grande. A los veinticinco ya era millonario. Sus dos primeras novelas fueron un éxito tan inesperado que decidió improvisar una fiesta que ya dura diez años. Me envió los pasajes y me hizo venir a la Villa que alquilan en la Riviera. Me dice en una carta: “Ven conduciendo desde la ciudad. Cuando cruces las montañas pobladas de olivos plateados y te internes en los breves valles verdes y amarillos, cuando dejes atrás las amapolas y los rosales, cuando hayas descendido desde las cumbres doradas y te acerques al mar tan transparente como tu alma, querido Conejo, entonces, verás, luego de la última curva del camino, una casa carmesí, con grandes ventanales y persianas azules; toca dos veces la bocina, has una pausa, y vuelve a tocar, y verás asomar, entre las gencianas y las gauras, a la primavera”. Después de la última curva, y ante la casa, hice lo que me indicó, y una mujer de pelo amarillo; dorado, cuando le daba el sol, salió cubierta apenas con una túnica de seda verde, transparente, que dejaba ver sus pechos desnudos y una braga minúscula, negra, y que me sonreía como si yo fuera la lluvia que merece todo desierto. Me enamoré en ese instante. A ella mi mirada le irguió los pezones, y sin ocultarse, mostrándomelos con descaro, me besó en la comisura de los labios y me dijo, muy suavemente: “Tu aura está estropeada, tendremos que hacer algo al respecto”; rozándome el cuello con los labios me tomó de la mano y me guió como si yo fuera un niño perdido hasta la casa, donde mi amigo nos esperaba con los brazos abiertos. Nos cubrió a los dos con su gran pecho y dijo, sin solemnidad, como si hablara de la lluvia o de las mareas: “Por fin estamos juntos, las tres almas perdidas, un borracho, un conejo y una puta”. Así se rompió la magia. Ella se soltó de su abrazo y me besó con furia. Después lo miró desafiante. “La culpa es tuya. Todo lo que sucede, sucede porque lo escribiste antes”, le dijo. Mi amigo sonrió de una manera tan terrible que me alejé un poco de sus puños cerrados. Pero no hizo nada. Ella no se movió. Los pezones duros apuntaban a su pecho. También tenía los puños cerrados. En silencio busqué el ruido del mar. En la boca tenía el gusto de una boca que sabía a ginebra”. -Papá.. -Si, hija… -¿Qué hacés cuando te encerrás en tu estudio? -Escribo, hija. -Ah, yo creí que te masturbabas. -¿Estás loco, Conejo? No podés poner ese diálogo en mi biografía. -¿Por qué? ¿Porque te parece muy escabroso? -No, imbécil. Porque estarías hablando de un fantasma. “Esta es la historia de una adicción, no de una vida. Mi viejo amigo dejó de vivir cuando respiró por primera vez, y desde entonces, desde que probó el aire meloso que te ata para siempre a los amaneceres y a la primavera, no renunció a chutarse todos los colores del aire en los pulmones. Jameson no quería vivir, quería existir. Su hambre voraz por la existencia lo deslumbró y lo condujo a los fuegos fatuos del alcohol y del amor. Él estaba verdaderamente embriagado por la vida y su metabolismo era ejecutado por sustancias y procesos externos que jamás podría controlar, como el color del cielo después de una tormenta o la fotosíntesis, y cuando conoció a Brooklyn, herida por el mismo ángel, se entregó a su cuerpo y a su alma con la misma irreversible naturalidad con la que el fuego devora un árbol; todo adicto es anónimo y toda pasión es una forma de locura, por eso, cuando ella enloqueció, y una bruja poseyó el cuerpo sagrado que lo contenía, su hambre por existir se transformó en una sed asquerosa imposible de saciar; lo que nun-
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ca pudo entender era que la locura de ella no fue su culpa y que todo el dolor que le quemaba el vientre tenía cura; por suerte, ni siquiera en los momentos más oscuros, perdía el sentido del humor y siempre, antes de desmayarse exhausto de ginebra, ante mis excesivos cuidados, me decía, parafraseando aquel viejo chiste: “Gracias doctor, muero curado”. “Se presentó impecable, como siempre. El pelo engominado, la raya al medio dividendo su hermosa cabeza en dos mitades exactas, sus ojos verdes como el color de un vaso de gimlet iluminado por un rayo de sol, su cutis transparente, enrojecido por la ansiedad. Mi corazón latía con furia, me invadió una imagen, niñas saltando en mi pecho; al ver la expresión de su cara al mirarme me dieron ganas de bailar, de bailar sobre los sillones y las mesas y las alfombras y las flores y el pasto y sobre la superficie bruñida del agua verde verde de la laguna; me tomó la mano, de la misma firme manera en la que el escalador clava su pica en la cumbre de la montaña, y rodilla en tierra, como un conquistador, me dijo: “Brooklyn, vida mía, sabor de mi boca y fuego de mis entrañas, ¿unirías tu vida a la mía?”, y porque era católico y porque era irlandés, agregó: “Para siempre, hasta que la muerte negra nos separe”, y yo temblé como la tierra primigenia, como el mar que explotó con un meteorito, como las niñas que gritaban saltando saltando en mi pecho, y le dije, “sí, quiero, sí”. Jameson, rodilla en tierra, tomó la mano de su amada, y sin decir palabra, y sin dejar de mirarla como los hombres del subsuelo miran al cielo, le colocó el anillo de plata y esmeraldas que había pertenecido a su abuela en el dedo apropiado y le entregó su alma, transubstanciada en metal y piedra preciosa para toda la eternidad, para que ella fuera su dueña, su sentido y su esencia más pura. Y ella, aturdida por la emoción y por la belleza del anillo y por el poder que él le transmitía, tembló como una niña ante la certeza de su destino y lo tomó de la cabeza, esa cabeza armónica que tanto le gustaba, y lo besó muy suavemente en los labios, esta vez no olía a ginebra, olía a enebro salvaje, enebro del bosque, del bosque oscuro. Había una vez un hombre y una mujer. Les gustaban las fiestas, les gustaban los viajes, les gustaban las camas de los hoteles, las sábanas de lino y las túnicas de seda. Les gustaban las playas de la Riviera, el color de la arena del desierto y los atardeceres en Tánger o en Taormina. Bebían cócteles, cerveza, aperitivos, champagne, ginebra, vodka y whisky, bebían en público para festejar y en privado para olvidarse de todo antes y después de hacer el amor; cuando crecieron y dejaron de ser unos niños, él empezó a mojar los pezones de ella con champagne y bebía de ellos, y ella tomaba el miembro duro y caliente de él y lo volcaba en una copa de fino cristal y después bebía el líquido que le corría por la carne carmesí que le quemaba la lengua, y cuando fueron mayores, él bebía del culo de ella y ella bebía del culo de él, y más tarde, dejaron de beberse y comenzaron a cerrar las puertas y ella bebía del pico sola en su habitación mientras escuchaba la máquina de escribir percutiendo sin parar, hora tras hora, día tras día, en la habitación de él, porque él estaba escribiendo la novela que hablaba de una pareja de ángeles que tenían la extraña compulsión de disfrutar hasta las heces de la vida en una celebración maravillosa y demente que terminaría en un vater, vaciando la cisterna que se llevaría por el sumidero toda la felicidad. Y después, cuando ella caía desmayada por tanto alcohol sobre las sábanas sucias, baratas, de una cama de hospital, él entraba en un bar de mala muerte, a beber hasta que alguien lo durmiera de una certera trompada. Era yo, quien a la madrugada iba a rescatado y a dejarle unos billetes al comisario para que me dejara llevarlo conmigo, inerte en mi hombro, escuchando una absurda cantinela a la que insistía en llamar “el lenguaje divino”, el único apto para hablar con Dios. El taxista albino se tomó su tiempo para responderle. -Sí, hay brujas en París. Y más tiempo para preguntarle: -¿Quiere conocer alguna? Jameson era un escritor fraca-
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sado, tenía cuarenta años, hacía cinco que perdía el tiempo en Hollywood, donde se lo consideraba un competente script doctor, aquel que intenta sanar los guiones enfermos y del que se espera incluso el arte milagroso de resucitar a los muertos. Ninguno de los actores, directores o productores, todos analfabetos, que pululaban a su alrededor, había oído jamás hablar de él y mucho menos de sus novelas, a todos les daba un poco de lástima aquel guionista borracho que cuando estaba en pleno delirio llamaba a los gritos a una marca de ginebra. Lo que no sabían era que sus libros habían definido una era y que había ganado tanto dinero que durante una década vivió con su mujer despilfarrándolo en fiestas y en hoteles a lo largo de América y de Europa, y que había alquilado villas enteras en Francia y en Italia y que los marqueses, condes y duques rusos, arruinados por la revolución, se peleaban por contar con su presencia en las fiestas, y que su mujer había sido elegida durante cinco años seguidos como la celebrité más distinguida en la semana de la moda de París. Lo que tampoco sabían era que el escritor amargado y herido se sumergía en tinajas de alcohol para intentar superar el dolor que la locura de su mujer le había ocasionado. Todo comenzó una mañana en que ella no quiso salir de la cama. “Ya no veo los colores”, le dijo. “Tengo los ojos abiertos de los ciegos”. Después, un eccema le invadió el cuello y la cara y los pechos y las piernas; todos los médicos coincidían en que no tenía origen físico. La llevó a una clínica en Suiza donde la analizó el mismísimo doctor Jung, que le diagnosticó esquizofrenia. “No es su culpa, mi amigo”, le dijo el doctor. “Ni la de ella tampoco, claro”. También le dijo que poco se podía hacer y que debería internarla en alguna clínica, como la suya, por ejemplo. Ella llevaba casi un año sin hablar, arrastrando los pies por los pasillos de la clínica suiza cuando de pronto le dijo, en una de sus visitas: “Quiero bailar, amor”. La recuperación fue milagrosa. Le dieron el alta con cierta reticencia y se la llevó de nuevo a la Riviera. Escribía como un poseso cada día relatos para las mejores revistas americanas porque necesitaba el dinero para pagar los gastos de las clínicas y de los hoteles y de las villas…y de las clases de ballet que ella comenzó a tomar en París con una discípula de Nureyev, el mítico bailarín olvidado desde hacía dos décadas y del que no sabrían jamás que era el vecino loco de su villa suiza, que les gritaba obscenidades trepado en los limoneros. Pero estaba demasiado mayor para los rigores de la danza y lo único que generaban sus pasos decididos y sus intensas piruetas era risa, cuando no las carcajadas destempladas de sus jóvenes compañeras; un día, harta de dudas, le escribió a su maestra: “Necesito que me diga la verdad. Necesito saber si alguna vez llegaré a ser una primera bailarina”. “Jamás”, le respondió escuetamente la maestra. Así que dejó el ballet y se sumió de nuevo en el silencio, temblando, agobiada por el ardor del eccema que volvía a invadirle el cuerpo. Jameson la llevó a América y la ingresó en una clínica de la Costa Este, él se fue a Hollywood, donde le habían ofrecido el dinero necesario para mantener los gastos. Se escribían cartas cada día, a ella jamás le faltaron los ramos de flores que él le enviaba una o dos veces por semana, porque ella ya no bailaba, casi no hablaba y lo único que la hacía sonreír era la fragancia de las flores, como a toda mariposa. -Hemos llegado-le dijo el taxista, sacándolo de sus pensamientos. -¿Adónde? -Adonde habitan las brujas”. En los últimos años, en los períodos en que la dejaban salir de la clínica, volvía a la casa de su madre, donde pasaba todas las tardes sentada en el porche haciendo ganchillo o bebiendo una limonada. Su madre era una anciana decrépita pero elegante, con esa elegancia de los viejos muebles que aún mantienen el aristocrático lustre pero que no pueden evitar que la madera cruja. La madre se sentaba a su lado y permanecía en silencio hasta que su hija le decía cosas como: -Hay que fertilizar los rosales. O: -Se ven menos abejas. A lo que su madre respondía:
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-Se lo diré al jardinero. O: -Es por los plaguicidas. Después de un breve silencio: -Siempre sospeché del DDT. La hija: -Nunca aprendí a hacer bien el punto cruz. -Ni yo. Una pausa, rota por la madre: -Hija... La tomaba de la mano. La hija la miraba como un náufrago mira un espejismo, una efímera tierra que flota a la deriva sobre un océano infinito, lo único tan real en su vida como las quemaduras y la sed. Haciendo un esfuerzo intentaba sonreírle, con la sonrisa terrible de los muñecos malditos que no le permitían a su viejo amado dormir en las remotas noches de la niñez. -No mamá. Lo que me pasa no es culpa tuya. Miraba las flores y ni siquiera la presencia de una mariposa hacía que volviera el brillo a sus ojos, ni que su cabello fuera una vez más dorado, como cuando le daba el sol. Él abrió los ojos, ella estaba a su lado. Una hebra de luz iluminaba sus cabellos sintió que moría que le faltaba el aire que tanta belleza lo ahogaba rezaba en el fondo del mar más allá del espacio y del tiempo en una dimensión a la que sólo llegan los enloquecidos de amor abrió la boca desesperado como lo había hecho el día en que su madre le dio la vida nacía de nuevo ahora su mujer era su madre amaba a su mujer más que a su vida lloró y bebió sus lágrimas sagradas la abrazó ella se despertó, apenas, se dejó abrazar y le dijo: -Dejame dormir un ratito más, tonto. Escuchó un murmullo extraño que no era la lluvia acariciando el cristal. -¿Estás llorando? Le apretó la mano que rozaba sus pechos, se pegó a él y volvió a dormirse sin decir palabra. El olor de sus cabellos lo embriagó y se quedó toda la noche despierto, sin soltarla, sintiéndola latir en su pecho. Ella ya no era ella. Estaba siempre del lado de la sombra. No salía de su habitación. Le tenía miedo al sol y a los ojos. Se sentía avergonzada por algo que no había hecho. Se había olvidado de bailar o de beber desnuda bajo la luna en las noches de estío o de caminar por el bosque. Se pasaba el día en la cama, cubierta por una sábana sucia que no permitía cambiar, ocultando el cuerpo marcado por un eccema inflexible, que se negaba a retroceder y que la llagaba por dentro. Una tarde empezó a gritar, él se encerró en su estudio aporreando la máquina de escribir más fuerte que nunca, pero era imposible no oírla, se le rompía el corazón porque no podía hacer nada. Los vecinos llamaron a la policía, pensaron que le pegaba. Tuvieron que internarla de nuevo. En la clínica la sedaron y la envolvieron en un extraño traje que la mantenía amarrada a una quietud laxa, como la del capullo que contiene a la mariposa que espera la primavera. Él también necesitó calmarse; no soportaba la vida sin ella; era como si a un yonki le arrebataran toda la heroína del mundo y lo condenaran a temblar, a ser avasallado por millones de agujas que le penetraban la piel buscando el hueso. Mezcló los calmantes con ginebra (Brooklyn, claro). Bebió hasta que cayó de bruces golpeándose la cabeza con la mesita de luz; probó su sangre y se desmayó. Pasó tres semanas en el hospital, un coágulo y una hematoma casi lo matan. Cuando salió, limpio, extrañamente repuesto, había tomado una decisión: deberían tener un hijo, un ángel que los salvara de su egoísmo, que los obligara a salir de sí mismos y a madurar, a llegar por fin a admitir que la fiesta había acabado y que ahora deberían ser adultos buenos y responsables. La fue a buscar como se va a buscar a la casa de sus padres a la primera novia. Estaba demacrada, la piel color ceniza, el pelo áspero, gastado, los ojos sin brillo. La llevó a comer pero apenas probó bocado ni habló. La llevó al jardín del parque público donde se besaban mezclando la ginebra y el whisky de cada boca, pareció renacer entre las flores. Le apretó la mano, sonrió. Esa noche le hizo el amor obligándose a cumplir su decisión, no le dijo nada de sus planes, le acabó adentro, lleno de amor, convencido de que ese amor la resucitaría y le daría un sentido por el que vivir, la amó como si le hiciera un regalo. Ella recibió lo que él le entregaba sin darse cuenta, miraba una mancha en el techo que se parecía a una jirafa. Debajo de la sábana mugrienta, iluminada
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por una linterna, escribía en su Diario: “La jirafa me mira. Las leonas son las que cazan mientras los machos retozan. No hay hienas porque no estoy en la selva. Me estoy hinchando como una cerda. Se acerca el sacrificio de la vaca”. -No estás gorda, amor. Estás embarazada. Se vomitó encima antes de que terminara la frase. -No puedo ser mamá-le dijo desesperada- Un hijo odiaría toda su vida a una madre así. Se escapó mientras él terminaba su mejor cuento. Lo llamaron del hospital. Había intentando suicidarse tirándose al paso del tren de cercanías. Cuando corría hacia las vías se tropezó con una de las raíces del gran ficus de la estación y cayó un metro antes del andén. La habían amarrado a la cama. Cuando lo vió entrar comenzó a insultarlo. Los ojos rojos. La cara transformada en la de una de las hijas del “Señor del Infierno”. La obra infantil que había visto en un teatro de títeres y que le arruinó la infancia. Parecía una muñeca maldita que le gritaba: -Hijo de puta. Hijo de puta. Me jodiste la vida. Volvieron a ingresarla en la clínica. El bebé estaba en buen estado. No podía dormir. “¿Qué he hecho. ¿Qué ser maldito podrá nacer de ese vientre?”. Un ángel sale de la cueva del dragón. Se despertó, el vientre abultado seguía ahí. “El monstruo sigue ahí, infectándome. ¿No lo ves?”, le preguntó a la jirafa que la había perseguido hasta el techo de la clínica. Alguna enfermera, agobiada por el exceso de horas, se había olvidado de ajustarle una de las correas. La jirafa le imploró que no lo hiciera. Pero no existe la jirafa. “Creo que fue la pérdida de nuestro hijo lo que nos arruinó definitivamente la vida. Fue el azar o una maldición. No lo sabré nunca. En esa época no quería saberlo. Cuando ella me echó de su habitación, gritándome todas esas cosas espantosas, acusándome de haberle arruinado la vida, me bebí todo el suministro de alcohol de esa región suiza y terminé internado en una de las tantas clínicas que crecen como setas entre las montañas. El delirio me transformó en un pirata y en un explorador y en un mohicano. Durante semanas no abrí la boca más que para decirles: “Ugh”, a las alucinadas enfermeras. Cuando salí, la fui a buscar. “Estamos liberados”, me dijo después de una hora de silencio. Supe enseguida a qué se refería y me levanté y empecé a caminar sin mirar atrás y no miré atrás por años hasta que me detuve en este mísero apartamento de un hotel con un nombre tan ridículo como “Jardines de Alá”, desde donde te escribo otra de las tantas cartas que no se si me atreveré a enviarte, Querido Conejo, el único amigo que me queda”. Brooklyn deambuló de clínica en clínica durante veinte años. Al final regresó a América, a otras clínicas más cercanas a la casa de su madre, todas pagadas por él, que dejó de verla, pero que jamas dejó de quererla o o de preocuparse por ella. Trabajaba como un maldito para pagarle las clínicas y la manutención, por amor y por culpa, la odiaba y la amaba a la vez, como casi todos los matrimonios; ella le escribía, en sus momentos de lucidez, extrañas cartas: “Te veo llegar en mis sueños, amado mío, y sé en esos momentos de dicha tan plena, que nadie será para mi, jamás, tan importante. Y me das pena porque pagarás tú solo mis culpas. Nunca dejaré de bailar desnuda frente a la hoguera. Ese es mi destino. Cerca del fuego, lejos de la primavera. Ahora lo sé. Me lo ha dicho la jirafa”. “-Entre usted-le dijo el taxista albino-. A mi me matarían. Era una casa antigua. Un amplio salón, una escalera demasiado grande. Todo estaba sucio de polvo y cubierto de telarañas. El suelo no crujía. Escuchó voces en la cocina. -Venga. No tenga miedo. Entró en la cocina. Tres ancianas preparaban masa de pan. Estaban vestidas de monjas. -Que nuestra apariencia no le engañe. -Nos vestimos como nos da la gana. -Como nos da la gana. Sacó un cigarrillo. -Aquí no se puede fumar. Lo encendió. Le dio una profunda calada y le echó el humo en la cara a la más vieja. -Yo también siempre hago lo que me da la gana. La anciana estornudó a causa del humo y un esputo cayó sobre la masa. -Es hermoso. -Hermoso. No lo quitaron. No dejaron de
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amasar. -Bueno. Si se va a poner en ese plan siga fumando. -Siga fumando. -Siga. -¿Siempre es así? -Sólo si la frase tiene más de tres palabras. Tiró el cigarrillo a la masa. -No es necesario que se presente. -Lo sabemos todo de usted. -De usted. -Me aburren. Me voy. Fue hacia la salida. -Su hijo nació. -Nació sano y salvo. -Salvo. Las tres brujas lo miraron ignorando la masa. -Es mentira. Hubo un aborto natural. -¿Eso le dijeron? -¿Le dijeron? -¿Eso? -Esto no es real. Estoy borracho, tirado en alguna callejuela, delirando. -¿Y quién le dijo que los delirios son ficciones? -¿Son ficciones? Cuando la tercera estaba por hablar le tiró un zapato que le rompió la boca. -Basta. Tengo que despertar. -Despertar-dijo la tercera escupiendo la sangre en la masa. La más anciana se quitó el velo de monja y un cabello más blanco que la harina lo encandiló. -Tu mujer se comió a tu hijo. -Como hacemos las brujas. -Brujas”. -¿Y qué pasó después?-preguntó Conejo. -Abrí los ojos en el taxi del albino, que me dijo: “¿Quiere un café?”. Se golpeó el vientre con furia. Odiando su vida. Odiando a su marido. Odiando cada copa que había bebido, cada vals que había bailado. Odiando a los médicos y a las enfermeras, odiando a su madre y a sus hermanas. Odiando a las flores y a cada color que ya no podía ver. Se golpeó hasta que le dolieron los puños, hasta que un hilo de sangre comenzó a correrle por las piernas y se trasformó en un pequeño charco en el que tuvo miedo de ahogarse. -No nacerá-le dijo satisfecha a las horrorizadas enfermeras cuando tiraron abajo la puerta. La amargura y la culpa lo transformaron en un borracho pendenciero que buscaba pelea porque encontraba en cada trompada una forma de perdón. “La violencia me reconforta”, Conejo. “Es como el confesionario para un católico. A cada golpe respondo agradecido: Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa”. Pero eso no era lo peor para él; aguantaba la bebida como pocos y los golpes como ninguno, pero no soportaba la ausencia de ella, esa ausencia lo mataba lentamente. Se lo dije más de una vez. “Ve con ella. Llévatela a algún lugar lejano”. Me miraba con pena. “No entendiste nada, Conejo. Ni siquiera lo entendías cuando te la cogías bajo mis narices, en mi propia cama”. Me preparé para una pelea. “Tranquilo, viejo amigo, yo no pego nunca, a mi me gusta que me peguen”. El caso es que no podía perdonarla, porque antes tendría que haberse perdonado a si mismo y eso no era posible. “Además está condenada de por vida a las clínicas; sin tratamiento no duraría ni un día”. Nunca la olvidó ni dejó ni un sólo día de sufrir por ella. Y no sólo con el corazón, su cuerpo estaba estragado por tanto trabajo, hizo de negro en la biografía de varios actores y políticos, escribió guiones infectos para producciones baratas y películas pornográficas, su talento para las frases contundentes fue explotado por los publicistas, escribió historietas y novelas pulp con varios seudónimos y todo para pagar las clínicas privadas en las que ella languidecía aturdida por kilos de tranquilizantes que la envenenaban lentamente evitando lo único que hubiera querido hacer, rápida como un halcón: matarse, de una vez y para siempre. En un milagroso momento de lucidez escribió en su Diario, tendida en la vieja cama de sus padres: “Mamá ha muerto. Vivió hasta los 80 años rodeada de dolor sin perder la elegancia. ¡Qué asquerosa frivolidad la suya!”. Una tarde Jameson salió a caminar por el parque. No estaba afeitado, ni siquiera muy limpio, parecía que hubiera dormido con la ropa puesta. Le llamó la atención una chica muy joven que miraba extasiada el vuelo de una mariposa. -¿Te gustan las mariposas? -No puedo responderle, señor. Me enseñaron a no hablar con los extraños. Se encogió de hombros y siguió caminando. -Me llamo Gloria-le dijo la chica muy joven.-. Si me dice su nombre estaremos formalmente presentados. Volvió a ella. Le dijo su nombre verdadero. El que nunca le había dicho a nadie. -Buenos días-le dijo Gloria. Sacó un cigarrillo y lo encendió, le dio una calada y se lo pasó. -¿Fuma conmigo? El escritor se sentó su
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lado y por primera vez en mucho tiempo se avergonzó por su aspecto. Ella se dio cuenta. -No se preocupe, mi papá también bebe mucho. Parecía un niño abandonado en un cabaret. -No tenga miedo. ¿Sabe qué hago yo cuando tengo miedo? ¡Me pongo a cantar! Sin decir palabra se levantó y comenzó a caminar. Tenía que refugiarse en su estudio, frente a la máquina de escribir, con una botella en la mano. Ella pronunció su nombre. Se giró. -Sí. Me gustan las mariposas. Al otro día volvió al parque. Afeitado, bañado y bien vestido. Ya no tenía suficiente pelo como para hacerse la raya al medio. Ella estaba en el mismo sitio. -Sabía que vendría. Se sentó. Lo miró. -¿Se bañó para mi? Ya no había marcha atrás. -Sí-le respondió desconociendo su voz. Ella se acercó y le dijo al oído: -Entonces vayamos a comprobar el estado de su ropa interior, señor. “Querido Conejo. Hace un año que no bebo. No creas que no me cuesta, pero cuidar a Gloria y la perspectiva de que en un par de meses seré padre me lo hace mucho más fácil. Mi corazón se ha abierto, Conejo, y el viejo rayo de sol ha vuelto a iluminarme. Gloria me lo dice cada día: “Parece que brillara, señor”, me dice, tomándome el pelo, matándome de amor. Te cuento que estoy escribiendo a buen ritmo una nueva novela. Mi obra maestra. Cada palabra nace madura, como si la hubiera estado destilando toda la vida (nunca mejor dicho). Por suerte Gloria entiende que destine parte de mis ingresos al pago de una clínica donde una mujer que ha sido mi vida y mi adicción y de la que ya me siento completamente curado espera con los ojos abiertos la muerte”. Una hora después de terminar esa carta mi viejo amigo sintió un pinchazo en el pecho, estaba sentado en un sillón destartalado, corrigiendo lo que acababa de escribir; se levantó para ir al baño, pero dio un par de pasos y cayó fulminado por un ataque al corazón. Un mes y medio después nació su hija Brooklyn. Gloria eligió el nombre. Soy su padrino y una vez que termine de redactar estas notas iré a comprarle una muñeca. Hoy cumple seis años. Desde la muerte de su marido no ha pronunciado palabra. Es de noche y no puede dormir. Todos la han abandonado. Sus padres. Su marido. La jirafa. A la mañana le aplicarán un electroshock. Los médicos dicen que es su última esperanza. No confían en ella y han trabado la puerta de la habitación y la han amarrado a la cama. Pero no llegará viva a la mañana. Un incendio que comienza por un cortocircuito en la cocina arrasa con la clínica. Antes de morir abrasada por las llamas ante las que bailó toda su vida, pensó: “Todas las brujas mueren en la hoguera”. Mi ahijada al verme llegar con un paquete corre hacia mi. El sol la protege y la hace brillar.
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Between the bars Charlie Di Palma
Flor Asteggiano
Salgo de la estación de tren en algún rincón del conurbano, cadereo hacia la derecha el instante que el ocaso parpadea mi flequillo plano, cuando una ola de deducciones irresistibles pasea en mi psiquis; mis auriculares permean sonidos desde la mitad de Pink Moon, de Nick Drake, que actúa como disparador de bloques emocionales. Me detengo un segundo y armo un tabaco. Un borracho que hace instantes se entretenía rasgando boletas de campaña política en el piso, se acerca, irrumpe la seguidilla de voces que acicalan mi reciente construcción acérrima interna, me dispara una hilera de reproches –mientras su mano atina a acertar un ejército de papelitos en mi cara-– que detona consecuentemente los demonios conservados en intervalos del pasado que flaquean cada tanto como pitonisas sin respuesta: destellos que refractan mi interior y aquella narradora en primera persona del singular se desata, me condena, me denomina. Me recita sin intermitencia aquel revisionismo anecdótico emocional en el que transité la decadencia de sucumbir ante ciertas exterioridades que me aquejaban, y que cada tanto me rasga y parte la tarde al medio.
S
omos las palabras de lo adicto, de lo no dicho. Somos latencia.
Somos resabios de las prácticas que nos emancipan después de consumir tanta porquería. hijos de la mierda y la belleza de lo que no se puede decir entre sílabas; el lenguaje como un virus impuesto de todo lo que decimos; un discurso en decadencia. Somos adictos a quemar la ansiedad en la que no comunicamos nada y nos terminamos cayendo del pentagrama; pestañas perdidas en aquel llanto que nos enmascara. Somos adictos a la imposibilidad de ser, porque mientras nos quedamos sin palabras para
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nombrar lo ya nominado, definir aquello que nos abre un espacio vacío dentro de un huevo que carcome los dilemas existenciales que pretendemos descifrar. Nos hallamos apartados de la categoría de vivir en cuanto formamos parte de alguna adicción: todo en cuanto va sucediendo es sinónimo de una complejidad apartada en un teje de redes destructivas que nos someten. Nos mantenemos al margen por instantes, y cuando recuperamos el vuelo, nos permitimos padecer la miseria para volver a consumir la botellita de Alicia y/o caer en aquel agujero desconocido. Nos excluimos a nosotros mismos. Hay algo que nos pierde en los consumos, que si bien elegimos de entrada para que nos recupere la sensación del buen vivir y suponer por un fugaz, la habilidad de poder dejar volar las termitas que se posan cada día en nuestro kilometraje. Algo que nos altera el orden de cada mundano espacio en este juego de sometimientos humano. En cada clase social, en cada barrio, en cada espectro de la sociedad este devenir nos atraviesa, ya sea en función de sustancias, pastillas para no deprimirse, tecnología, trabajo, personas, mandatos: algo ajeno a nuestro entre que pasado cierto límite nos consume, mientras pretendíamos controlarlo para lograr objetivos concretos. Las adicciones se llevan de nosotros nuestras virtudes, y también nos ponen contra las
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cuerdas: no todas sobreviven el ring decisivo de la gracia ambigua de vivir sin ellas. Siempre conviviremos con la presencia a todos los niveles. Presiento que nos hemos vuelto resistentes, pero sólo aquellos que no hemos caído fuera del ring. Nos tropezamos con ellas, vacilamos, calculamos y decidimos adaptarlas a nuestras vidas. Luego ellas nos sedimentan, prolongan sus ramas ya no por fuera, sino como un rizoma que traza con cada organicidad, lo cotidiano hace carne con la necesidad, cruza cables invisibles que nos alientan a seguir enchufados a esa dicotomía de placer inmediato, y nos supura un día la desesperación. La negación persiste un preciso tiempo. Y nos volvemos adictos a la esperanza de salir: aquella godotina mediocre, bebiendo aperitivo barato en algún bar lejano que nos catapulta, nos dispone de su energía rancia y nos aniquila en la verborrágica discursiva de la aproximación a la salvación final. La dependencia psico-física no sólo nos aleja de los vínculos sociales y sanos, sino que se transforma en un espacio de tiempo-fuera irrecuperable, con practicidades de los órganos agotadas sin vuelta al uso y goce previo. Genera distorsiones asociadas a la negación y la repetición del uso de sustancias o situaciones que nos condena a perder energía y tiempo vital de subsistencia. Intolerancia a las emociones, dificultad para manejar la ansiedad: esa gótica experiencia que nos plantea no saber qué esperar mientras nos carcome la duda, la latencia indómita que nos reduce a pequeñas partículas aireosas que descantan a través de la luz de la ventana, levitando inciertas sin devenir ni porvenir. Si de conductas adictivas se trata, leer a William Burroughs parece una desinencia clara sobre este espectro enigmático. En un planeo mental decisivo y paradigmático, nos tira como si nada que el lenguaje es un virus; nos volvemos locos por no detectarlo. El loco yonki nos revela, y nos interpela desde su perspicaz olfato y su biografista experiencia autodestructiva. En este esquema de pestilencia, parece revelarnos los interines del laberinto del desaparecer: no estamos, estamos levitando sensaciones mientras nuestro cuerpo fisiológico experimenta derrumbes colosales, nos dejamos llevar por el quiebre hacia la expansión del pensamiento y todas las formas que vaya tomando. La vuelta a la búsqueda del abismo que nos controla una vez que finalizó un trayecto, ya sea un atracón de harinas o una noche de descontrol náufragos del alcohol. El estado de omisión de palabras para describir lo que no podemos ver nos aliena, revisamos los miedos más laterales, conocemos la sensación de desaparecer, la conexión con los otros no toma parte. El desborde cultural como quiebre absoluto. Operamos como changarines emocionales que nos inducen a revisitar cada estado latente de la mente, pero lo físico toma lugar de riesgo permanente y va con delay a lo que la psiquis va descifrando: una corporeidad que lenta en su paso y en sus vicisitudes, se va degradando lenta, hasta deteriorarse por completo, si no se rescata a tiempo. ¿No será el resultado de la adicción más destructiva, la búsqueda de una muerte segura y eficaz ante la llana sensación de que nos extinguimos? ¿Morimos y renacemos en cuánto sublimamos la grotesca partitura del estar y no estar? ¿Cuál es ese intersticio en que los planos de
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convergencia nos emanan el pestilente sondeo de la realidad? La realidad del opresor que nos hiere, nos nomina, nos conmuta y nos define. Ni el placer ni el displacer existirían, creemos creer, mientras un sinfín de corporaciones con fines de lucro nos implantan desde el discurso lo que deberíamos creer, lo que deberíamos consumir, y cómo. Toma todas las revoluciones contra culturales y las hace presa, nos apura, nos enraiza y descona nuestros rizomas creativos para volvernos adictos a productos determinados en un mercado donde vivir en la línea de fuga es lo necesario para no ser un mediocre más. Muchas obras de artistas adictos que endiosamos a rajatabla, en general, están realizadas en contexto de consumos que los sumen en un pozo distintivo, pero a la vez, repletas de claros mensajes y visiones del mundo que clarifican aspectos que nos parecen enigmas cotidianos. Ellos desentrañan esos espacios y nos comparten percepciones que nos emocionan, nos habilita admirarlos. ¿Qué diferencia hay entre el viejo borrachín quebrando papelitos como intervención en la vía pública y el club de los 27? Un grupo de especuladores que reuniendo ciertas características de ciertos sujetos con alguna singularidad nos induce a admirar lo bellamente repulsivo del reviente artístico. Nos planea lo transmisible en aquello que le artista puede atrapar y condensar en un mensaje que nos conmueve. Los aplaudimos a su propia destrucción. Nos conecta con lo que los desconecta. ¿Es la obra de arte una salvación de esos instantes de adicción, o algo que el ego –herido y mancillado– produce para justificarse? Somos una sociedad repleta de comunidades adicta a las adicciones, porque el jugo secular que nos oprime nos revela que nada cambiará, que estamos atrapados en este dialecto de consumidores de todo tipo de cosas que se nos hace sentir necesitarlas para ser. 17 hs, Juan B. Justo, Palermo, el auto tironea al entrar a 2da y 3ra. Ya hace un par de semanas que vengo pensando en llevarlo al mecánico. De pronto, una lucecita se enciende en el tablero. No digo nada a ninguno de mis acompañantes, sigo manejando esperando que un milagro detenga la vergüenza que voy a sentir en breve: todos estamos apurados por llegar a nuestros hogares. Tengo un largo rato, entre el tráfico habitual densificado de un día de semana en capital y el destino. “Mierda” –ni lo pienso, es automático– “espero llegar” y redundo en mi hábito a la procrastinación. Otra vez recuerdo, aquel vicio indemne que caminé por la cuerda floja más de una vez, y poco a mucho se volcó en una adicción. Casi por casualidad, los planetas se alinean y empezamos a relatar nuestros testimonios en primera persona –con un prontuario bastante gede– sobre salidas pestilentes y tóxicas. Juana, que hasta ahora ha guardado silencio, interfiere decisiva: “Yo nunca probé ninguna droga. Ni alcohol, ni tabaco”. La miro de reojo, me quito los lentes de sol mientras sermoneo: “Hay que ser muy fuerte en estos tiempos para ponerte ese límite con las sustancias y sostenerlo. Te admiro”
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“Soy adicta a otras cosas. No puedo dejar el celular un minuto, por ejemplo. Las sustancias me dan miedo. Yo conocí el lado mierda, mis viejos eran adictos y la sufría yo. Y sé que tengo una personalidad re adictiva, que tengo la predisposición genética y demás. No es tan heroico, lo hago por miedo y tengo muy claro el lado mierda. Eso es lo que pasa” “Una caja es tu cuerpo donde el dolor no cesa…” arremete Miguel abuelo en su mantra místico “Buen día, día” desde los parlantes. El viaje, de vuelta, será incierto.
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Implacable Gloria Colombo
Juli Nuñez
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ertrudis toma mate en la cocina. Tiene un departamento amplio pero ella prácticamente vive en esa cocina modesta, pero amplia y pulcra. Como la alacena está por detrás de la vasta mesada le queda incómoda para su altura, lejos de su alcance. Así es como muchos de los objetos que tal vez debieran estar en el estante –para una mirada con un sentido clásico del orden– se encuentran en cambio apilados prolijamente en un rincón. Hay una mesita tijera contra la pared opuesta a la ventana, y en ella toma mate. Su mirada está perdida en el espacio de luz y verde que asoma por el batiente. Es todavía época primaveral –noviembre– y el jardín de la casa vecina tiene árboles cuya copa alcanza la vista de Gertrudis. Se ve la copa de un duraznero, y más lejos una Santa Rita florida que da alegría al alma. Pero ella no mira nada de eso en este momento, sus recuerdos desfilan por la memoria y esas imágenes es lo que ve, y se le estruja el corazón haciendo que sus ojos se llenen de lágrimas. Hace tiempo que vive sola, desde que su hija menor decidió convivir con el novio. No es la soledad lo que la oprime. Es el recuerdo súbito e inesperado de su noviazgo. Había sepultado su recuerdo, los años de matrimonio no fueron felices, él no supo ser un buen compañero. Eso pensaba ahora, en esta tarde de sol. La había abandonado en cada momento crítico, había salido con cuanta mujer se le cruzase por el camino, llegaba tarde por las noches y ella desesperaba. Finalmente se vio constreñida a decirle que se fuese. Para ello debió juntar todo su valor, porque no le era agradable verlo irse. Pero no eran estas imágenes tantas veces evocadas las que pasaban por su mente. Por alguna razón ignota son los recuerdos felices los que de pronto afloran.
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Recuerda su noviazgo, sus encuentros furtivos llenos de amor apasionado. Ella se escapaba de su casa, incluso enferma, para verlo a él cuando llamaba. No podía estar sin verlo. En realidad, eso les pasaba a los dos. Era como una adicción. Verse, escucharse, besarse. Imposible seguir una rutina, ponerse horarios. Su casa era grande, ella cerraba la puerta de su habitación y despacio salía. Nadie se enteraba ni siquiera cuando volvía. En ocasiones los acompañaba un amigo inoportuno. Finalmente ellos se despedían con un motivo cualquiera y si tenían plata suficiente se iban a un Hotel. Tampoco era esto lo único que le traía nostalgia. También las visitas a las galerías de arte, sus paseos por las librerías, sus idas al cine que se transformaban en otra cosa cuando la película no era buena, y terminaban nuevamente en “ese” hotel. Nunca más la llamó después que se fue. Se hizo humo. Gertrudis tiene su corazón lleno de aquél amor. De aquella necesidad incesante, implacable, a la que había que dar respuesta. El teléfono suena. El corazón le da un vuelco. Olvida todo lo demás, solo esta cosa a la que no se puede decir que no, nunca. Quedan en encontrarse, ella se viste con lo mejor que encuentra y corre al subte.
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Más de doscientas libertades Wendy Coplas
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e mi primera madre no tengo mucho sabido, solo el hecho de que no era puta y si hubiera sido puta también sería una gran mujer, pues seguiría siendo ella por encima de lo que le tocara ser. Mi madre fue negra y como toda negra en América nació esclava, por ende no pude tener yo, aunque quisiera, noción de la libertad más que la de alzar el codo y fermentar mi garganta con el equivalente a la tercera parte de mi salario. En Rebolo no se respira aire, este pueblo solo guarda permisos para los vestidos, nosotros los desnudos solo podemos respirar el olor a sangre que nuestros cuerpos exhalan. Los nobles dicen en voz alta que se ha abolido la esclavitud. ¡Mentira! Lo único que nos quitaron fue la cercanía con sus mujeres. Las libertades las posees las camas de las mejores hembras. Si tienes algún rasgo español, indicio de que tu madre fue violada o puta, puedes acceder a su ostia, blanca y tersa. Para mi desgracia además de negro tuve una madre digna. Por eso es que estoy casado con esa india. Sirvienta como todas las indias que vienen a la ciudad, a esta le toco una familia francesa quienes la llevaron a Europa y la devolvieron cuando quedo embarazada y abortada de su patrón. Cuando encontré a tu madre, vestía de esas ropas opulentas de las Europas, por eso me acerque convencido que ella sería la cura de mi pobreza. ¿Dónde? La india acababa de llegar de Francia agarrotada por aquel hombre y yo estaba recogiendo ahora un costal roto de sus miserias. Pero para algo me ha servido esta mujer, te lo voy a decir. Es que hoy a mis noventa y cua-
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tro años, acostado en esta cama de trapo y resortes oxidados, puedo cerrar los ojos tranquilo, seguro de que mi cuerpo no será quemado junto al de todo los negro que mueren solos por estas fechas. La verdad no me sentía tan mal, la verdad yo podía pararme, caminar y trabajar pero la verdad es que ella hacia todo mejor que yo. No estaba borracho en el momento que llegaron los paracos, pero ella enfrentaba mejor a los hombres. Sin importar el uniforme que llevaran les contestó con todo el carácter que el asunto merecía. Aunque simplemente les dijo que no tenía dinero, lo hizo con arrogancia y sinceridad, dos atributos de las personas peligrosas. No tengo ni un peso, les dijo. Los paracos tenían el dinero de todas las familias del pueblo que pagaban sus impuestos aunque dejaran de comer. ¿Porque era necesario matar a Sonia por un peso más? No la mataron por el dinero, la mataron por sus cojones. No sé qué fuiste a hacer tú si ya sabias que esos animales no tienen que ver con nadie. Cuando te vi tirado en el suelo casi encima de tu madre que estaba igual, sin sus manos y con una marca de sangre en el cuello, mi alma se desvaneció en seguida, este viejo ahí murió. Y mientras mi cuerpo pueda cumplir esa promesa, yo que puedo conservar mis manos y mi garganta por lo que me queda de vida hare de ellas un candelabro, igual que lo hice con ustedes. Ciento sesenta años, ya son ciento sesenta pedazos de carne podridos, las venas vaciadas del ron. Estas piernas se ven más negras incluso parecen moradas. Soy yo cada vez más, cada vez soy un negro más, gracias al ron cada día soy más yo. Y cada día es un paso más a tu encuentro. La pudrición me llega desde la punta del dedo gordo hasta los tobillos que aun guardan las marcas de las cadenas. El pie izquierdo se ve un poco menos peor que el derecho. Aún camino pues necesito llegar de la cama a la tienda de la esquina por una cerveza fría para matar el triste calor del día y de todos los días que han transcurrido desde que vi la primera luz del mundo. Ese lunes el dueño de la cantina me culpa del charco de sangre que inundaba el negocio. El viejo que solía sentarse solo en la última mesa con una botella de cerveza y un sombrero grande que me tapaba media cara y confundía la tristeza con amargura, al fin se estaba muriendo. Unos tres borrachitos que no entendían nada lograron llevarme hasta el puesto de salud del que me trasladaron a la capital. Nunca aprendí a usar las prótesis, desde que me cortaron las piernas no he tomado ni un trago de ron, el cantinero no es capaz de traerme la botella a mi casa, aunque le pague. Hoy es un día especial y necesito tomar, porque hoy hace ciento treinta y seis años murió Sonia y Rafael. En tanto tiempo nada ha cambiado el sabor del café. Las caras familiares de los retratos viejos de madera junto al espejo de la sala siguen siendo triste y el hambre a las tres de la tarde sigue siendo la misma. También siguen estando las culpas de las propias miserias y el presidente de la república ha sido el mismo hombre desde que el tiempo tiene memoria. Probé todo lo líquido que había en la casa. Encontré un frasco de perfume que tu usabas los sábados para ir a la misa. Fue el trago de alcohol muy fino y preciso para conmemorar esta fecha. Sonia, hoy en día no existen los paramilitares, nadie entraría a tu casa a matarte. Un viejo de doscientos treinta años y sin piernas no puede suicidarse solo. Hoy en día nadie es capaz de entrar a tu casa a hacerte un favor.
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A esta hora ya es seguro que vas a morir, arrástrate hasta la calle. Cruza tu propia puerta y siéntate a esperar la moto guardián. Haz como Sonia, niégale que posees dos pesos en el bolsillo. Porque las balas en Rebolo son gratis. Al amanecer tu cuerpo ya no estará, el carro que limpia las calles por la noche lo barrerá. Solo se va a notar un pequeño rastro de sangre en el piso de la entrada, como todas las entradas de todas las casas. Pero se borrará a los tres días cuando lleguen a ocuparla los mineros desplazados que están migrando ahora a las calles del pueblo viejo.
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Tener y no tener Juan Carrique
“Yo sigo jugando a no ser ciego, yo sigo comprando libros, yo sigo llenando mi casa de libros. Los otros días me regalaron una edición del año 1966 de la Enciclopedia de Brokhause. Yo sentí la presencia de ese libro en mi casa, la sentí como una suerte de felicidad. Ahí estaban los veintitantos volúmenes con una letra gótica que no puedo leer, con lo mapas y grabados que no puedo ver; y sin embargo, el libro estaba ahí. Yo sentía como una gravitación amistosa del libro. Pienso que el libro es una de las posibilidades de felicidad que tenemos los hombres. Jorge Luis Borges, Borges oral
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or ejemplo, yo.
Que trabajo, pero gano hasta ahí. Que vivo solo, pero en un monoambiente de treinta metros. Que me gusta leer, pero la pereza gobierna mis días. Por ejemplo, yo. Que no me compro ropa, que debo varias cuotas del ABL, que en el supermercado busco las marcas más baratas. Por ejemplo, yo. Que en algún momento de la mañana me escapo de la oficina. Entre las once y las doce,
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digamos. Que miento y digo que tengo que hacer un trámite en el banco. Que primero me alejo unas cuadras, armo un cigarrillo y le doy dos o tres caladas. Que pienso en todas las cosas que tengo que hacer esa tarde, y la tarde del día siguiente, y las tardes que le seguirán. Yo, entonces, que entro en la librería y saludo al jefe y a los empleados. Que camino alrededor de las mesas y acecho los estantes. Que me paralizo frente a un título, lo arranco de su lugar y lo acaricio mansamente. Yo, que huelo las hojas y el adhesivo sintético que las mantiene unidas. Que interrogo el epígrafe y leo las primeras líneas. Que lo dejo y agarro otro. Y después, otro. Yo, que voy y pregunto el precio. Que frunzo el ceño cuando me lo dicen. Que vuelvo a abrir el libro. Yo, que dudo. Por ejemplo, yo. Que saco la tarjeta. Que respondo “los dos”. Que pregunto si hay cuotas. Yo, que me los llevo exultante. Que los abro, sin que me vean, apenas entro a la oficina. Que los meto en la mochila y después los hojeo en el tren. Que cuando llego a casa los apoyo en la mesa ratona o sobre algún estante. Yo, que por un tiempo incierto los dejaré descansar allí para que las cubiertas intimen con el polvo. Por ejemplo, yo: yo padezco tsundoku. Ahora bien, ¿a quién le importa yo? Dice Sartre en Las palabras: “Nadie puede olvidarme: soy un gran fetiche, maleable y terrible.” Habla del libro. Pero no de lo que en él va depositando, sino propiamente del objeto físico. Es decir, de esa serie de hojas de papel impresas, manuscritas o pintadas que van unidas por un lado y protegidas con tapas. Aquel que adolezca de su ausencia, que goce con su sola contemplación y que, por sobre todas las cosas, no pueda refrenar el deseo a comprarlo pese a que en casa aún hay decenas (o cientos) de títulos por leer, es susceptible de ser diagnosticado con tsundoku. El término es japonés y –todavía– no tiene traducción a otro idioma. En español se podría arriesgar bibliomanía, pero no: no es lo mismo. El tsundoku es la compulsión a comprar libros, no leerlos y apilarlos en la biblioteca. Es, en definitiva, una tendencia irresistible al consumo y a la acumulación. Es, por ejemplo, mi caso. Pero insisto, ¿a quién le importa yo? Por eso, para corrernos de esta primera persona que aburre y cansa, veamos qué le pasa a otros: Pablo Gianera, crítico de música y literatura, confiesa ser un acumulador serial: libros antiguos, libros no tan antiguos, el mismo libro en distintas ediciones, el mismo libro en distintos idiomas, el mismo libro multiplicado en la misma edición por si se pierde o se quiere regalar. Todos ellos rozan sus lomos en los estantes de su casa. Y muchos, la mayoría tal vez, aún no han sido leídos. ¿Por qué hacés esto Pablo? ¿Qué te empuja a cultivar esta manía? ¿Qué poder tienen ellos sobre vos? Y Pablo dice: “Cuando compramos un libro sentimos que con él compramos también el tiempo de vida para leerlo. Por eso mismo, regalar un libro es también una donación de
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tiempo. Lo que depara la contemplación de la biblioteca es la ilusión de un reservorio creciente, indefinido, de tiempo disponible.” No se trata, entonces, sólo de un efecto visual o psicológico, sino también metafísico. El libro en estado de espera, apilado y a veces escondido en los pliegues de la biblioteca, funciona como una promesa. La promesa de un encuentro futuro con lo inesperado. A esta altura, ¿es necesario hablar de números? Las estadísticas al respecto no abundan, pero hace unos años la Fundación El Libro y la Universidad de San Andrés encuestaron a mil personas de Capital Federal y Gran Buenos Aires y llegaron a la conclusión de que sólo un 11 por ciento lee regularmente. De ese porcentaje, casi la mitad no lee más de cinco libros al año y sólo un cuarto lee más de diez. Si estos números lo contrastamos con los 62 millones de libros que se fabricaron en 2016, podríamos deducir –con cierta malicia pero sin faltar a la verdad– que la gran mayoría de la población lectora tiene síntomas de tsundoku. ¿Otro candidato? Por ejemplo, Mariano. Su madre tiene hace veinticinco años un kiosco de diarios y revistas en San Justo. A los quince (ahora tiene 37), Mariano comenzó a trabajar allí. Quería ser abogado y tener dinero. Sin embargo, a fines de los ’90, la editorial Planeta-DeAgostini comenzó a publicar a un precio insólito la colección Clásicos de Grecia y Roma: cien tomos de autores como Platón, Aristóteles, Esquilo, Jenofonte, Virgilio y Tito Livio. Al mismo tiempo, al kiosco empezaron a llegar, semana tras semana, los libros de la colección Jorge Luis Borges, editada por Orbis. Sesenta y tres libros donde se destacaban Vidas imaginarias de Schwob, El corazón de las tinieblas de Conrad o El desierto de los tártaros de Buzzati. Mariano inició así su carrera de lector voraz e infalible coleccionista. En su cuarto (una pieza de tres por cuatro separada de la casa principal) comenzaron a apilarse columnas de libros y revistas. Nunca daba abasto para leer todo, pero necesitaba que estuvieran ahí, cerca suyo, formando una especie de velo que lo separara del mundo. Finalmente, ya con dieciocho años, comenzó Derecho. Estudió durante cuatro años y tenía un promedio fantástico, pero algo ocurrió: “Los libros, sí, los libros. Cuando estudié Filosofía del Derecho leí a Marx y algo cambió en mí. Me compré, de a poco, sus obras completas y las empecé a leer solo, cuando volvía de la facultad. Seguro que no entendía casi nada de lo que decía, pero algo me hacía mucho ruido. Me acuerdo que cuando me acostaba en mi cama sentía que los libros me miraban. O mejor dicho, me acosaban, especialmente Marx: su rostro iracundo estaba estampado en la tapa de la edición que yo tenía de El Capital. Y un día pasó: dejé la carrera, renuncié al trabajo –un par de años antes había logrado entrar a un Juzgado– y comencé a estudiar Filosofía.” Mientras vivió en aquel cuarto llegó a reunir más de tres mil volúmenes: literatura, filoso-
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fía, ciencia, pintura. Todo lo que saliera en las colecciones de Página/12, La Nación, Clarín, sumado a lo que iba comprando. La biblioteca era sencilla: tablones de madera apoyados sobre ladrillos huecos. Luego se mudó de San Justo a Parque Chas con un amigo y tuvo que resignar unos quinientos libros. Dos años después, se fue a vivir en pareja y no tuvo más opción que dejar otros mil en la casa de sus padres, donde ahora se humedecen en el garage. Actualmente tiene cerca de mil quinientos y cree que cuando se mude a una casa más grande podrá recuperar el resto de la colección que forzosamente debió abandonar: “Estoy seguro que no los voy a volver a leer, pero eso no me importa. Cuando estoy en contacto con ellos siento un goce íntimo y voluptuoso irresistible. No pretendo que los demás lo entiendan, incluso ni siquiera pretendo entenderme yo mismo.” ¿La Biblioteca de Babel entre nosotros? Mientras tanto, ya es posible reunir dos mil títulos en un e-book. Y no sólo eso: una enorme cantidad de libros pueden descargarse de manera gratuita o a muy bajo precio. También se puede elegir el idioma, consultar el diccionario con sólo apoyar el dedo en una palabra y cambiar la tipografía y su tamaño según el gusto de cada cual. Sin embargo, y pese a la caída del 25 por ciento en ventas que registraron las librerías entre julio de 2016 y 2017, el objeto libro parece erigirse como un tótem inmortal. Según Salvador Cristófaro, de la editorial Fiordo, “la idea de que el e-book iba a desplazar al libro impreso –la cosa esa apocalíptica– fue una cuestión de marketing; quedó demostrado que el e-book no tenía el poder de derribar la tecnología de algo que tiene siglos de existencia.” Así las cosas, enumero: los de los estantes, la mesa ratona, la mesa de luz, el suelo, la mochila, los tres que tengo al lado mío: saco cuentas: ochocientos veinticuatro. ¿Habré acaso leído la mitad? ¿Importa? ¿Y por ejemplo, vos?
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Unplugged María Inés Bedia
Andrés Fuschetto
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a primera persona que me dio un rivotril fue mi papá. Tenía 17 años; estaba por rendir un examen del CBC. Me acuerdo que subía y bajaba la escalera de mi pieza cada cinco minutos. Para buscar agua, para ir al baño, hacer un mate, ver gente, para. Me sentaba frente al libro, respiraba hondo, leía. No podía controlar la respiración. Quise escribir algo y noté que me temblaban las manos. Estaban transpiradas. Sentí frío desde el cuello hasta la espalda. Después vino el calor. Bajé, busqué a mi papá; me dijo las palabras mágicas: tomate un cuartito. Estábamos en el patio de casa, sentados en un banco de plaza blanco donde siempre daba el sol. También estaba mi mamá. Me acuerdo que ella recostó mi cabeza en sus piernas. Mi viejo se fue y volvió enseguida, lo anunciaba el ruido del manojo de llaves agarradas a su pantalón. Trajo una patillita rosa, la aspirineta de la adultez, un mejoralito para grandes. ¿Qué es el rivotril? Un ansiolítico. ¿Eh? Un tranquilizante. Ah. No rendí el examen, pero así fue como conocí a mi amigo químico. Así fue como descubrí que no solo no somos inmortales, sino tampoco invencibles. El problema era que mi viejo era médico psicoanalista y en casa abundaba el clonazepam. Cualquier motivo habilitaba su ingesta a modo de canilla libre. Yo sabía dónde estaba y al principio también cuándo tomarlo. Cada vez que no podía dormir, cuando me peleaba con
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mi novio, para cada examen medianamente importante. La lista se fue haciendo día a día más larga. Cumpleaños que no quería, pero había que ir; mi cumpleaños, las fiestas de fin de año, velorios, cada previa a un día siguiente complicado. Alberto Fuguet dice que es una droga que está de moda, es transversal, piola, unplugged, discreta; te hace ser menos que más (…) Es para dormir sin soñar en lo que tenés que hacer al día siguiente. No te hace sentir más; te hace sentir menos; y eso a veces es una buena sensación. Me servía para desenchufar. O, en los peores momentos, cambiar de frecuencia, pasar de AM a FM. Evadirme. Lo puse en mi equipo a atajar penales. Siempre en el arco para taparle remates a la angustia. En dos tiempos o con la pelota rozando la línea; sufriendo, a lo Boca. Una vez leí un artículo que hablaba de las drogas que consumían los dibujitos animados de los ´60 y ´70. Scooby Doo y su pandilla, todos fumones; la Pantera Rosa, ácido; el Pájaro Loco, merca; Don Gato y su pandilla, paco; el Coyote y el Correcaminos, merca; Popeye, esteroides; la Hormiga Atómica era pastillera; Snoopy, opio, Los Pitufos, hongos, obvio; el Pato Lucas: merquero hasta la re manija. El rivotril es la droga de Droopy. Ese perro apático y ojeroso que sufría de una tremenda depresión quién sabe por qué. Saludaba: hola gente feliz, sin sonreír y con los párpados caídos. Encontraba una montaña de oro y decía: hola, ¿saben algo?, estoy feliz, hurra; levantando un banderín como en cámara lenta. Hace cuatro años las cosas se pusieron feas. Solo quería que se apagara la máquina de pensar, que terminara la función. Los episodios de taquicardia, dolor en el pecho, sensación de asfixia, se hicieron más frecuentes. Llegó el diagnóstico: ataques de pánico. Nunca logré explicar qué es lo que siento. Lo más desesperante es darte cuenta que estás registrando cada movimiento; por ejemplo, para respirar. Tomo aire. Un poco más profundo. Muy entrecortado. De nuevo. Ahí va. Entró el aire. Espero dos segundos. Tomo aire de nuevo. Sí. Ahí mejor. Como si estuviera aprendiendo a manejar: acomodar los espejos. Apretar el embrague. Poner primera. Soltar despacito el embrague. No, más despacito. Ahí va. Arranca. Poner segunda. Ahora, mientras escribo; tuve que pensar más los pasos para el manejo que para respirar. Con un cuarto de clonazepam sentís menos. Reseteas la compu. Le hacés trampa a la cabeza. Es como estar enamorado, vivís momentos entre paréntesis. El amor es un rivotril natural. Pero cuando se va el efecto, todo está ahí, esperándote. Hace unos años que solo lo tomo medicado, controlado. Santiago me hace la receta, me dice que tengo que comer más huevos fritos con papas fritas y mirar más series. Según él, Netflix se inventó porque no podemos coger todo el tiempo, y para poner la cabeza en automático. Hago terapia hace diez años. Cada vez que salgo de la sesión, después de vomitar palabras, paso por McDonalds y me como una hamburguesa. Se la pido SIN queso pero CON condi-
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mento. Pero siempre viene al revés. Cada tanto vuelve la sensación. Esos días en los que pongo un plato de más en la mesa, para el síntoma. A Juan le digo que se está moviendo de nuevo el avión, que hay turbulencias. Me abraza, dice que lo entiende, pero que tengo que querer que aterrice el avión, no que se caiga. En eso estamos.
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Niño Tito Villar
Paz Villar
¿Y por qué el juego habrá de ser peor que cualquier otro medio de procurarse dinero, por ejemplo, el comercio? Fiódor Dostoievski, El Jugador
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esde que tengo uso de razón la vida es así: se gana y se pierde.
Carlos tiene cinco años. Vive en Mataderos. Se junta con los amigos del barrio a jugar a las bolitas. El vidrio ganado a sus contrincantes, la adrenalina de perderlo todo. No existe nada más importante. En cuclillas o con las rodillas sobre las baldosas, expectantes, con un silencio digno del Maracaná, los pibes se amontonan sobre sus galaxias efímeras. La vida le cabe en la palma de la mano. Puede mirarla, estudiarla. No hay nada complicado en jugar. No hay maldad en la utopía de ser pibe. Rememora la escena como si la estuviera viendo en una pantalla. Se mira las manos. Espero que le broten bolitas para llenarlas. Carlos larga una máxima: —El juego es la vida del hombre. Se ríe. Siempre se ríe. Cómo si no hubiera crisis mundial, guerra, hambre. Como si él no fuera una crisis mundial, una guerra, el hambre. Su cara es un gesto. No, su cara es lo indecible. Lo que no hilvana en palabras lo dice mirando. Habla pausado pero no lento, como se hablaba antes.
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Habla, y cuando lo hace hay que escuchar. Se ríe. Hace silencio, prende un pucho, como un ritual. Inhala, mira un punto que solo él ve, exhala. Sigue hablando, narrando. Toma un trago de la petaca de W. Se ríe. Es un niño de 73 de años. Las figuritas de fútbol eran otra moneda de cambio en su infancia de finales de los ‘60; una suerte de magia que las siguientes generaciones por suerte no perdieron. Mira para arriba, buscando nombres: —Había una que no salía en la puta vida, la de Natalio Pescia me acuerdo, histórico jugador de Boca, porque si llenabas el álbum te daban la pelota. Cuando tenía 8 años, ya era grande, jugaba con cartas. El juego en cuestión era el monte. Su primer encuentro con el azar. Era sencillo. Cada jugador tenía su monte de cartas. Iban dándolas vuelta, y en cada mano tenían que superar en valor la carta de la banca. —Yo era el capo, el banquero. Aún mantiene ese orgullo, porque de eso se trata ser Carlos, de las pequeñas victorias, de esas alegrías infantiles. Hay una picardía en su decir, en su cuento. —Y en eso pasa mi viejo y me ve. Puc me levanta y me lleva hasta casa. No te quiero ver más jugando a las barajas me grita. Y los pibes contentos gritaban, se quedaban con mi fortuna de figuritas. Pero era un tipo extraordinario, lo hizo por mi bien. Ya hace 50 años que falleció.
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Cuenta que su viejo era italiano y tapicero. Hablaba tan bien argentino que nadie notaba que era extranjero. En el frente de la casita de Mataderos tenía su tapicero, reparaba y vendía. —Mi primer laburo. A la tarde mientras jugaba con los pibes mi viejo me silbaba y tenía que estar una hora con él. Me ponía un tarro con clavitos para que los enderezara. Mientras, los pibes afuera jugando al fútbol. Me cuenta el recuerdo y bufa como un nene, aún enojado con papá. Carlos terminó la primaria a los 13, al mismo tiempo que su padre caía enfermo. La idea era que el hijo tomara el manto del zapatero: —Pero yo odiaba ese laburo, lo mandé a la puta que lo parió y me fui a laburar a una imprenta. Empezaba mi camino independiente. En el ‘61 se inscribió en el Ministerio de Trabajo con la libreta del menor. Mientras trabajara menos de 6 horas por día era todo legal. En esos años pasó por tres imprentas, una fábrica de paraguas y algunos talleres mecánicos; se recibió de radioarmador y hasta fue sonidista en teatros de la calle Corrientes. —Yo aporto hace más de 50 años. Imaginate cuanto me debe el Estado a mí. Y no encuentro un abogado poronga que ponga las bolas arriba del mostrador, y les haga un juicio terrible.
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Según sus cuentas, le deben más de 500 lucas. En su lista de deudores ubica a Celestino Rodrigo, Martínez de Hoz y Antonio Cafiero, entre otros. Pasa del enojo a la risa. Con la mano hace como si tuviera un teléfono y llama a algún ministro de economía. Actúa, se divierte. Hace morisquetas y ofrece de su petaca, ante todo es un hombre de modales. Después de un trago se pone serio. Piensa. Me mira fijo, para que lo entienda. —Yo no juego para ganar plata. Juego para recuperar todo lo que me robaron. “Mi reino por un caballo” William Shakespeare, Ricardo III Carlos siente fascinación por los animales, y los animales por él. Siempre tuvo muchos perros. Les habla, los reta, los deja hacer. Se ríe cuando lo tiran al piso y le lamen la cara. En algún momento, entre adoptados, regalados y alguno que lo siguió por la calle tuvo más de 10, una auténtica jauría. Sin embargo, el animal que le dio más alegrías es el caballo. Ese don de correr. Un capricho de la biología, tan fuertes y frágiles. —Las carreras de caballos son un juego espiritual. Ellos te hablan. Tenés que mirarlos bien y les jugás por la pinta. Antes de la carrera está el paseo, es un momento clave. Después está la parte técnica: qué comió, si cagó y cuánto, cómo durmió; y toda la información de los periodistas turísticos. Te tiene que gustar mucho la naturaleza para entenderlos.
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En el ‘74 conoció a Carmen, la madre de sus hijos. No dice ex mujer, y es categórico al respecto. Hoy están separados pero viven en la misma casa en Hurlingham. En su primera cita fueron al Hipódromo de Palermo. Sonríe, pícaro. Esa vez tuvieron suerte. Al tiempo compraron una casa en Morón, y Carlos instaló un taller mecánico. Pero la guita se diluyó en diferentes compras y apuestas. —Reventamos todo, nos casamos, y nos fuimos para el sur. Tuvimos una linda luna de miel y después alquilamos en Bariloche. Me llevé de Buenos Aires mis dos perros y parte del taller. Jugaba al blackjack y a la ruleta deambulando entre el Llao Llao y el Bariloche Center, los casinos de la ciudad. Lo imagino cagado de frio saliendo eufórico por haber derrotado a la banca del Llao Llao; quisiera verlo desde el punto panorámico del circuito chico de Bariloche, una hormiga saltando entre la nieve. Lo veo también engullido por la mole de cemento del Bariloche Center, que recuerda un transatlántico varado con la tristeza de estar a metros del lago. Inaugurado en el ‘72 como una promesa arquitectónica futurística, hoy es un bloque gris que se cierne sobre el centro cívico y viene eludiendo intentos de demolición desde 1996. En un paralelismo lo veo a Carlos eludiendo su propia demolición todos estos años. El Rodrigazo, el nacimiento de su primera hija, el mal clima de la dictadura y la falta de trabajo lo obligaron a volver a Buenos Aires en el ‘77. Se mudaron a Tigre. Al año siguiente llegó el hijo varón, y en el ‘79 la segunda mujer. Trabajó soldando barcos en el puerto de San Isidro, reparando grúas y sobre todo en fábricas automotrices. Siempre con el hipódromo y la
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quiniela de por medio. —El juego es un trabajo. Hay que dedicarle tiempo, tener conducta. Es también una caja ahorro. Pero siempre bancarlo con más laburo, porque la guita no viene de arriba. “El que hoy cae, puede levantarse mañana” Miguel de Cervantes Saavedra, Don Quijote de la mancha —Hoy es San Miguel, 29 de septiembre; como es un solo santo le juego al 129, 1 Miguelito más el 29 del día de hoy. Lo mismo con el Barba, Jesús, el 33, hay uno solo; siempre le pongo al 133. Hoy es el día del inventor, como son todos locos aparece el 22; y como son muchos le agrego el 9, y llego al 922. Mi primera nieta me la mandó Dios el 28 de abril; el 28 del cuarto mes, así armo el 428. Mi cumpleaños es el 30 de mayo, apuesto al 530. Cuando pego un laburo sale San Cayetano, el 107, que siempre me salva. Y los seguís, todos los días. Todo tiene su número, todo. Por día puede llegar a jugar entre 100 y 200 números en la quiniela, y cada uno con un significado exacto. El cerebro de Carlos podría estar en una vitrina junto con el de Albert Einstein y Alan Turing. Su cabeza es una fábrica de números. A medida que hablamos va inventando nuevos ejemplares de tres cifras para jugarles uno o dos pesos. Patentes, alturas de calles, medidas en metros o centímetros, nacimientos, muertes, aniversarios, horarios, personas, eventos, santos, demonios y el capricho numérico de la vida. Hace unos años que Carlos vive de vender peras, que consigue de un árbol gigante en el jardín
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de su casa, y de changas como herrero y carpintero. Sus creaciones en madera y hierro son obras de arte, a medio camino entre la casa de diseño y la sinceridad del artesano. Ve en la chatarra que junta en la calle siempre algo nuevo, como si se convenciera de su propia reinvención, su rebusque, su perseverancia en los números, en el azar. Tiene una predilección por las herraduras, las transforma en bases para lámparas, soportes para vinos, percheros; casi un homenaje a sus queridos caballos. El año pasado sufrió un accidente. Un auto se lo llevó puesto mientras andaba en bicicleta. Ya no puede trepar al árbol en busca de peras y las changas le cuestan cada vez más por un dolor en el brazo derecho. Por sus trabajos no pide más que unas cervezas, el mango para los puchos y jugarse unos numeritos. En los días buenos, con todos sus dolores y casi ciego, puede armar todos los muebles de un local nuevo o caminarse todo Hurlingham con sus creaciones en un bolso buscando compradores. Cuando no consigue laburar, porque no hay o porque no le da el físico sale a pedir pelusas, como le dice él a un par de billetes de cien, a sus conocidos del barrio. —A mí siempre me tocó perder. Siempre me castigaron perdiendo. Los años pasaron, tengo 73 años y tengo que andar mendigando, ¿A vos te parece? Con la jubilación que tengo no llego a ningún lado. Su jubilación es menor a un sueldo mínimo, vital y móvil. Se enoja y me mira serio. No aguanta el personaje y antes de reírse me dice que si todo sigue así para el 2081 se suicida. Le pregunto, porque tengo que hacerlo; porque siento algo de envidia por ese pibe que es, esa libertad de sentido; porque necesito que tenga razón, y quiero creer en esa razón; le preguntó si no hubiera hecho algo diferente, si puede ser que el juego le cagó la vida. Me mira cansado, y por un momento no veo al niño y siento todo el peso de sus años. Mueve las manos callosas, parecen garras de un animal petrificado, con todo el gesto italiano que heredó de su viejo para explicarse mejor y trata de hacerme entender —No me arrepiento de nada. Es mi forma de vivir. Invertí mucho tiempo y dinero en llegar a mi conclusión: necesito rescatar todo lo que supuestamente debería tener, lo que me sacaron. Me puedo morir esperando, pero lo intenté. Carlos juega. Juega en todo el sentido de la palabra. No importa si son bolitas, monedas de un peso, un pilón de figuritas repetidas o un fajo de billetes. Anda con sus recibos de quiniela en los bolsillos de su bolso manchado de aceite, parecen papiros de un libro perdido de la biblia. Y él es el mesías, flaco hasta el hueso por el sacrificio de su misión. Si está equivocado, no está en los otros decirlo. Persigue su verdad con tanta persistencia que enternece. Nunca en mi vida vi un Quijote tan real como Carlos, desde su semblante hasta el discurso. El juego son sus molinos, sus gigantes. Me pide silencio, que lo escuche y por un momento su verdad se vuelve la mía. —Mira pibe, el jugador es el que se la juega.
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Caro Giollo
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o vi abatido por la locura del alcohol lo vi destruir algo bello con sus propias manos lo vi moverse en el aire denso arrancarle las alas a todo lo que volara no le importaba la caída o si las alas que perseguía eran las suyas sentí pena por él y en la cara frente al mundo le dije tantas barbaridades como pude hasta cansarme hasta salirme de mí hasta que dije lo que tenía amordazado ocurrió todo tan rápido que quedé yo abatida agotada por cosas imposibles como su oreja o el pliegue de sus sábanas en la madrugada hice que mi lengua lo dejara desnudo frente a mí desnudo frente a mi cuerpo desnudo desnudo frente a mi lengua y todo lo que dije lo olvidó o lo recuerda como una canción perfecta como una anestesia de plata
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Los adictos Juan Duacastella
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Leandro Silva
Vosotros, todos vosotros, toda esa carne que en la calle se apila, sois para mí alimento, todos esos ojos cubiertos de legañas, como de quien no acaba jamás de despertar, como mirando sin ver o bien sólo por sed de la absurda sanción de otra mirada, todos vosotros sois para mí alimento, y el espanto profundo de tener como espejo único esos ojos de vidrio, esa niebla en que se cruzan los muertos, ese es el precio que pago por mis alimentos Leopoldo María Panero “Lamento del vampiro”
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s curioso como se dan a veces las cosas, porque lo primero que recordé de Tomás cuando me llamaron fue el ojo muerto de su padre, de un color lechoso inhabitado, un ojo al que le teníamos mucho respeto de chicos porque acompañaba la severidad del resto de su cara y provocaba que su otro ojo, el que servía, luciera todavía más amenazante y filoso. No había sido muy amigo de Tomás en la secundaria aunque fuimos compañeros por muchos años y lo conocía bien. Dejé de verlo apenas terminado el colegio y por veinte años supe de él sólo por las noticias que alguno de mis amigos traía, por las actualizaciones de facebook que lo mostraban vacacionando en distintos lugares del mundo, esas fotos típicas en alguna playa caribeña sosteniendo tragos con sombrillitas hechos dentro de un coco, los chicos nadando en una pileta con delfines o toda la familia abrazada como un mini equipo de fútbol en la arena blanca. Alguna que otra vez me crucé con él en un casamiento y charlamos dos palabras, casi por cortesía. Recuerdo que me había contando que trabajaba en algo vinculado a proyectos inmobiliarios, desarrollos urbanos o algún nombre por el estilo. Se notaba que le iba bien y mantenía esa seguridad de ex rugbier exitoso que lo hacía ver siempre dueño de sí y canchero. Me molestó el tono paternalista con el que se refirió a mi laburo de redactor, el diminutivo que usaba para nombrarme -que hacés juancito, qué es de tu vida- y la palmada demasiado fuerte y repetida en el hombro con el que acompañaba el saludo. Aún así cuando sonó el teléfono y me dijeron que había muerto, después del sacudón y la obvia incredulidad, la noticia me conmovió y decidí ir al velorio. ¿Pero cómo murió? le pregunté al amigo que me había llamado para avisar. Parece que lo mataron, me dijo. Lo mataron unos tipos a los que había denunciado por algo de drogas. ¿Algo de drogas? Todo sonaba irreal. No se Juan, es lo que me llegó, tampoco lo puedo creer. En la esquina del velatorio me encontré con el padre de Tomás. Estaba igual que siempre,
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viejo, adusto, algo enrojecido por el alcohol o el llanto, pero todavía imperturbable. Dije alguna frase hecha que me salió de adentro, y él agradeció. Después se quedó callado y me miró un rato largo. Me di cuenta que no sabía quién era y trataba de esforzarse para recordar, y por un momento se le notó la tristeza. El ojo inanimado permanecía impávido y equilibraba de algún modo la expresión, haciendo difícil captar su abatimiento. Yo no podía pensar en otra cosa que en las historias sobre cómo había perdido ese ojo. Eran varias. La oficial, que relataba Tomás, daba cuenta de un tacazo que había recibido jugando al polo, siendo joven, un accidente hípico y elegante a tono con la alcurnia de su familia. Pero había otras. Mi hermana, que fue al colegio con el hermano menor de Tomás, sostenía que el ojo se lo había arruinado un perro, y que el padre de Tomás se había vengado del animal metiéndole dos tiros. Algunos decían que el tipo estaba borracho y se había ensañado con un perro que lo toreaba siempre cuando volvía a su casa, y una noche cansado le había pegado sin asco con un palo hasta que el perro pudo zafarse y en un giro lo mordió en la cara. Ya de grande empecé a creer en la historia que menos comentábamos, una donde era la madre de Tomás la que le había pegado, con el canto de una botella dura de whisky. El padre de Tomás era juez. En el velorio, que era a cajón cerrado, me enteré de la versión oficial. Había aparecido muerto en un terreno que había comprado para levantar un edificio. Según la policía, el lugar estaba tomado por gente se dedicaba a la venta de drogas y eso de algún modo desencadenó la situación. Un amigo incluso dijo: fue un ajuste de cuentas, y a mi me pareció una frase típica de movilero de televisión. Otro aportó un dato truculento: a Tomás le habían picado los ojos. Alguien más pasó y comentó simplificando: no se puede creer, lo mataron unos adictos Fue demasiado para mí y salí a fumar afuera, harto de las conversaciones fingidas, y tratando de digerir los hechos que me habían contado. Caminé unos metros para alejarme de la gente, hasta donde no llegaba la luz del farol de la calle, para que nadie me viera y se le ocurriera acompañarme. Encendí un cigarrillo y entonces vi una figura oscura apoyada contra la pared que me saludó con la mano. De entrada no lo reconocí y atiné a devolver el saludo por reflejo. Después dijo: Vos sos el escritor, ¿no? Era el hermano de Tomás. Fumamos un par de pitadas sin decir nada hasta que el tipo rompió el silencio y dijo soy Rafael, te acordás, y agregó: leí varias de tus historias, me gustaron. Le agradecí sorprendido y me dijo que Tomás siempre se las compartía, que le encantaban, lo cual me sorprendió aún más y me reí sin saber que decir, un poco incómodo, entonces el tipo alargó la mano y me alcanzó un porro, y me preguntó si no me molestaba caminar un poco con él, que tenía una historia para contarme. Lo vi caminar a mi lado en silencio un par de cuadras, apenas iluminados de forma intermitente por los faroles de la calle, hasta que llegamos a la plaza y se sentó en un banco. Yo me quedé parado. Empezó a hablar de su familia, algunas cosas que yo ya sabía y otras que suponía. Se había ido de su casa muy joven, apenas pudo, y había viajado mucho sin saber adonde ir. Quería estar lo más lejos posible de su familia, tomar distancia de ese polo de destrucción, así dijo, y yo volví a pensar en la madre de Tomás golpeando con una botella para defenderse del tipo al que después
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acompañaba a misa del brazo, y pensé en la extensa fila de hechos que debían estar escondidos detrás de una situación así. El caso es que después de muchos años de viajar había vuelto a buenos aires y como no tenía un mango había terminado trabajando con su hermano, como una especie de asistente en eso de los proyectos inmobiliarios, algo momentáneo para Rafael mientra se acomodaba. La relación entre ellos no era del todo buena y Rafael se adjudicaba la mitad de la culpa. Odiaba el trabajo y era bastante ineficiente, llegaba tarde, le importaba más bien poco el éxito de los emprendimientos y Tomás se lo reprochaba siempre. Esto había ido agrietando el vínculo al punto que Rafael había querido renunciar varias veces. La última vez Tomás aceptó pero con una condición: quería que lo ayude con un tema que tenía empantanado y necesitaba resolver. Dame dos semanas y si nos sale bien, te doy una parte de mi comisión así te vas con algo de guita. Rafael aceptó. El “trabajo” (hizo las comillas con los dedos) consistía en lograr el desalojo de un predio que la empresa había comprado para hacer unas torres de lujo. Al parecer había una familia instalada en el lugar hace varios años, y si bien no tenían ninguna posesión sobre el terreno, no los podían convencer de que salieran del lugar, por más guita que les habían ofrecido. Tomás estaba preocupado porque los plazos le corrían y necesitaba “despejar el terreno”, así decía, lo más pronto posible. Rafael se sintió incómodo con el asunto desde un principio pero Tomás le pidió que lo acompañara a visitar el lugar para hablar con la gente. “Esta gente”, decía, un poco despectivo, lo cual hacía que Rafael se sintiera peor aún. El caso es que terminaron yendo hasta el lugar y cuando llegaron Tomás golpeó fuerte con sus manos de rugbier hasta que salió un nene de unos diez años con la remera de cristiano ronaldo. Tomás le pidió que llame a su papá y el pibe asintió con un gesto y les cerró la puerta. Pasaron varios minutos. Tomás volvió a golpear. Al rato apareció un tipo. Rafael se dio cuenta que no era la primera visita porque los miró con odio, como conteniendo las ganas de echarlos a patadas. Ahí pude ver a Tomás como realmente era, me dijo Rafael mirando al suelo, agresivo y maleducado. Primero habló con ese paternalismo tan suyo, explicando las ventajas de aceptar la plata que les ofrecían por irse, como si le hablara a un nene de tres años. El tipo ni se inmutó y Tomás empezó a enojarse cada vez más hasta que su voz se convirtió en un grito de amenaza, ustedes no tienen ni un papel ¿entendés eso?, los saco de acá en dos minutos si yo quiero. Se había acercado demasiado a la cara del tipo, que se mordía los dientes y estaba rojo como un tomate. Quién te pensás que sos pendejo, le dijo justo antes de que Rafael se interpusiera entre los dos y lograra llevarse a su hermano a los empujones, mientras el tipo cerraba de un portazo detrás. Cuando llegaron a la esquina Tomás se zafó de sus brazos y lo increpó. Tendrías que haber dejado que me pegue, imbécil, así podía meterle una denuncia. En ese momento Rafael se asustó. Le preguntó a su hermano si se había vuelto loco. Pero Tomás estaba desencajado, iba y venía furioso puteando, negros de mierda, y Rafael trataba de atajarlo y le pedía que se fueran de ahí, por favor, vámonos, dejemos esto. Entonces Tomás lo agarró de la campera y le dijo que si no lograba esa venta lo iban a echar. Si vos te querés ir andate, pero no te quiero ver más. Yo me voy a quedar un rato. Rafael se quedó porque le daba miedo que su hermano se metiera en un problema. Esperaron como dos horas a la vuelta del terreno, sin saber bien que esperaban. Oscureció. Tomás no decía nada. Cada tanto se acercaba al cerco y pisando sobre el ligustro miraba por encima, hacia adentro.
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En un momento escucharon el ruido del motor de un auto y Tomás volvió a treparse al ligustro, pero esta vez no se bajó rápido sino que se quedó mirando un rato largo y después se dio vuelta y dijo, se fueron. Y pisó en una rama gruesa antes de desaparecer del otro lado. En este punto Rafael me miró y vi por primera vez que estaba llorando, y me di cuenta que llevaba llorando un buen rato. Me senté al lado suyo y fumamos un cigarrillo sin decir nada. Esa gente que está presa es inocente, retomó su historia de golpe. Lo que te dijeron en el velorio es mentira, mi papá lo arregló todo. Pero necesito contárselo a alguien antes de irme para siempre. Yo me quedé helado y entonces Rafael me contó lo que habían encontrado del otro lado del cerco. Había una casita de material bastante precaria, con habitaciones que se notaban agregadas en distintos momentos, conforme se había ido agrandando la familia. Adentro la casa también era humilde pero estaba mejor de lo que Rafael hubiera imaginado. Se notaba que era una familia numerosa. Tomás andaba por la casa, abría y cerraba cajones, Rafael se había quedado clavado en la puerta. Internamente sabía que no iba a poder frenar a su hermano y rezaba para que la familia no volviese. Pero lo que sea que Tomás buscaba no estaba dentro de la casa por lo que Rafael lo siguió hasta el fondo donde estaba el gallinero. Cuando llegaron se dieron cuenta que era algo más que un gallinero. Era más bien un corral, aunque estaba cercado con una alambrada alta. Había varias gallinas sueltas dando vueltas por ahí. En el centro había una especie de pelopincho alargada, con forma de rectángulo, llena de arena hasta la mitad. Rafael ya había visto eso antes y estaba tratando de recordar dónde, cuándo Tomás encendió un reflector y entonces vieron las jaulas detrás. Eran como 20, cerradas todas con un fierro que las cruzaba por delante y terminaba en un único candado en la punta. Cada una tenía un gallo dentro, que se movía nervioso, alterados por la presencia de extraños y la súbita iluminación. Rafael se acordó de las riñas de gallos a las que había asistido en colombia, con una amiga fotógrafa. Son galleros, Tomás, se encontró diciendo. Un gallero es el que se dedica a la cría de gallos para peleas, me explicó Rafael, no sólo los cría sino que los alimenta y los entrena. Le da alimento especial para hacerlo crecer fuerte, lo infla con esteroides, lo agita para que aprenda a pelear, lo incita con distintas drogas para que se ponga cada vez más agresivo al punto que después de un tiempo se ceba y ya pelea solo, por reflejo, por supervivencia. Es algo que está prohibido, claro, pero como forma parte de la cultura de mucha gente se hace igual, y nadie se mete. Un gallo fuerte y ganador puede valer como 5 lucas tranquilo, cerró Rafael su explicación. Después se fueron por donde entraron y Rafael sintió por un momento que habían zafado, y decidido a no trabajar más con su hermano, volvía fantaseando con agarrar otra vez la mochila e irse, tal vez a chile o a perú donde tenía amigos. Tomás parecía más relajado y le preguntó cómo sabía todo eso, y Rafael le contó de su amiga fotógrafa y de cómo habían entrevistado a varios galleros para hacer una crónica, Rafael sosteniendo el micrófono mientras su amiga hacía las preguntas y sacaba fotos; y se extendió relatando las peleas que había podido ver, los gallos espléndidos y furiosos, con espolones de metal agregados y la cresta recortada para tener mayor seguridad al atacar, los gallos eufóricos con las drogas que le daban los dueños antes de largarlos a pelear, las heridas restañadas con jugo de limón, y la gente gritando alrededor del ring, todo un espectáculo
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cruel y colorido. Entonces Tomás le preguntó por la drogas que le daban a los gallos y Rafael respondió sin darse cuenta. Esteroides y anabólicos, más que nada, y después para las peleas le ponen café en la comida. Y cocaína, también. Algunos le ponen cocaína en el pico antes de arrancar, y los bichos disparan como salvajes apenas los largan. Al otro día Tomás se presentó en la comisaría e hizo una denuncia. Dijo que en ese lugar vendían drogas para los jóvenes del barrio y habló personalmente con el comisario. Es posible que haya mencionado a su padre juez. Un tiempo después -Rafael no precisó si fueron unas horas, dos días, una semana- la policía allanó el lugar. Pese a las protestas de la familia y ante la mirada de Tomás que controlaba todo desde su auto, en la esquina, los policías revisaron la casa de arriba a abajo hasta que encontraron una bolsa con unos gramos de cocaína. Casi nada, pero suficiente para que se llevaran al tipo esposado. La familia acusó recibo del mensaje porque a los pocos días desapareció del lugar. Un par de días después Tomás llamó a Rafael, que se había desentendido de la historia y del trabajo, y lo pasó a buscar con el auto. Rafael pensó que era para hacer las paces. Apenas subió le dijo que tenía su plata, y le alcanzó un sobre. Entonces Rafael le preguntó qué había pasado pero Tomás no le respondió. Manejó un rato sin decir nada, sonriendo, subiendo el volumen de la radio cuando pasaba un tema que le gustaba, hasta que llegaron al terreno. Bajaron y Tomás abrió la puerta, que estaba rota en el marco a la altura de la cerradura, por donde le habían pasado una cadena con un candado. Tomás tenía la llave. Adentro la casita estaba ya a medio demoler. Rafael entró en silencio, horrorizado. Eran como las siete de la tarde pero ya estaba oscureciendo. Tomás caminaba entre los escombros, satisfecho. En un momento miró a su hermano y le dijo, gracias hermanito, sos un genio. Después se acercó a las jaulas de los gallos que se sacudían nerviosos, y se rió. Deben tener hambre, dijo en voz alta, y se puso a dar vueltas por el corral hasta que encontró un balde con alimento que esparció sobre el suelo. Rafael vio que se divertía haciendo eso, pero tenía un nudo en la garganta y no podía articular palabra, o no supo qué decir. Tomás iba palpando las paredes hasta que encontró un llavero que colgaba de un clavito y se le escuchó una expresión de alegría. Buscó la punta del fierro que oficiaba de traba para las jaulas y le quitó el candado con la llave. Después fue retirando despacio el fierro hasta que todas las jaulas quedaron abiertas. A comer muchachos, dijo, y palmeó dos veces sus manazas de rugbier. Por unos segundos no pasó nada, los gallos seguían dentro de la jaula, no querían salir o no se habían dado cuenta de que estaban libres. Pero de pronto comenzaron a asomarse y Tomás se dio vuelta para mirar a Rafael con una sonrisa, triunfante. Detrás suyo los gallos lo fueron rodeando despacito. Llevaban varios días sin comer, sin pelear, sin recibir sus inyecciones, sin las drogas, estaban famélicos y con abstinencia. Rafael pudo sentir sus ojos enrojecidos y le recordaron al ojo de su padre cuando estaba borracho y se ponía violento con ellos. Tomás percibió algo en la mirada de su hermano y se dio vuelta. Apenas tuvo tiempo de gritar, sorprendido, cuando el primero le saltó encima. La puta madre, dijo, y después todos los gallos se le fueron al humo y lo hicieron desaparecer en una maraña de garras y picotazos mientras Tomás desde el suelo gritaba mis ojos, mis ojos, y las plumas revoloteaban por todo el corral como si alguien hubiera abierto el relleno de un almohadón.
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Las guachas Lucila Lastero
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a pasaron muchos, muchos años, desde aquella tarde negra, por eso los hechos se me mezclan un poco adentro de esa gran masa chusa y sin forma que es el recuerdo. Además, voy a contarlo porque usted me lo pide ahora, pero en casa no volvió a hablarse del asunto nunca más. Sobre todo porque mamá está demasiado triste. ¿La ve ahí, en ese rincón, hecha un ovillo sobre su sillita de ruedas, cada vez más muerta? Si ya ni habla, pobre vieja. No es fácil aguantar una vida tan difícil y que encima la hija menor, la más chiquita, se vaya así, tan rápido. Al principio la Teresa no nos quería contar que estaba de novia con ese tal Guillermo. Pero fui yo la que los vi juntos, una noche en que había ido a visitarla a mi amiga la Cusca -digo, la María, pero nosotros le decimos la Cusca por lo chiquitita y movediza-, y entonces ahí los vi, les di la cana tomados de la mano, en el negocio de Don Tito, ahí donde el Guillote ése se la pasaba meta vino y coca nomás, todo el día. Le dije a la Cusca la vi a mi hermana con el porquería ése y la Cusca me dijo si yo ya los vi un montón de veces. Entonces me enojé con la Cusca, cómo no me va a contar antes, pué… Y ahora cómo le digo a mamá que la Teresa está con el Guillote, decía yo, porque ni a palos pensaba en no contarle, no, yo le tenía que contar. Ése es un borracho y un vago de mierda, dijo mamá, y tenía toda la razón. Mamá ya la había pasado antes con papá… El viejo vivía mamado, y así murió también, un día se agarró a las piñas con uno de esos borrachines que siempre andaba con él, tuvo una caída en plena golpiza, pegó con el cordón de la vereda y ahí quedó, con la cabeza partida. Y nosotras nos quedamos solas nomás. Por eso mamá le tiene idea a los borrachos y al Guillermo no lo podía ni ver. Pero la Teresa se encaprichó, no hizo caso y siguió andando con el Guillote. Peor que si le habláramos a la tapia. Y mientras tanto todas atentas y preocupadas, porque en cualquier momento la deja con
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la panza y sonamos, decía mamá. Y así fue nomás, un día la Teresa vino con la noticia de que estaba esperando y era del Guillote. Mamá sacó todos sus ahorros para pagarle a Don Pedro, el albañil, que fue el que construyó la pared divisoria e hizo el bañito en la casa, y entonces todo listo para que la Teresa y el Guillote se vinieran a vivir acá, cerca nuestro, porque qué se le iba a hacer, si ese vago de mierda no trabaja y no tiene casa, dijo mamá, al menos que mi hija se venga cerca mío, aunque esté amichada nomás. Y así pasó, la Teresa vino a vivir acá, en la casita de al lado que le construimos para que criara a su bebé y para que el inútil ése se hiciera cargo. Pero, ¿usted cree que el muy mierda cambió de actitud por eso? Nada. Volvía hecho un trapo de borracho, y si es que volvía, porque otras veces pasaban días enteros en que no volvía, y después nos enterábamos de que había estado chupando como esponja nomás, con los amigos esos, todos como él. La pancita de la Teresa ya tenía esa curvita tan linda, cuando un día lo escuché al Guillermo insultándola. Me acuerdo que yo estaba terminando un texto que tenía que escribir para Lengua cuando, como si fuese el sonido del tele cuando está en un volumen muy alto, escuché a alguien que decía puta de mierda, ya vas a ver… Digo eso del tele porque me acuerdo de que al principio yo creí que era el tele nomás. Tardé en darme cuenta de que era el Guillermo basureándola a mi hermana. Yo me quedé mal, comencé a temblar y mordía la punta de la bic hasta que la rompí toda con los dientes, la hice astillas, con una rabia, qué tenía que insultarla a mi hermana y decirle cosas tan feas ese quiscudo. Además, un miedo bárbaro de que mamá fuera a escuchar los insultos, porque ella se iba a poner peor que yo, pobre… Esa fue la primera vez en que me lamenté mucho, pero muchísimo, de no tener un hermano varón, de que no hubiera ningún hombre en la casa, pobres mujeres solas, nosotras, todas guachitas, y todas mujeres sin ningún varón forzudo que fuera a pegarle unos buenos bollos al Guillote ése, para que se dejara de joder con mi hermanita. Pero entonces pasó lo del golpe. Escuchamos un ruido seco y hondo, como el primer golpe que uno da cuando sale a limpiar la alfombra y la estampa contra la pared para quitarle el polvo. Pero este golpe vino seguido de un grito agudo, y de un “guacha de mierda”, repetido varias veces. Yo me quedé como clavada en la silla, dura, los ojos como huevos fritos sobre el plato de guiso, y vi que mamá hizo algo parecido al principio, pero después se echó hacia atrás masticando algún insulto y pidió que la lleváramos a su habitación. Dijo que no quería comer más y se fue a su pieza lloriqueando. Y eso siguió pasando, pasó varias veces más. Hasta que un día no aguanté y me le fui al humo al Guillermo, con una mano me le colgué del picaporte mientras con la otra y el pie derecho le masacraba la puerta a golpes, hijo de puta, dejala a mi hermana, dejala en paz. El Guillote abrió la puerta nomás, pero no para escucharme hablar y tampoco para dejar de pegarle a mi hermana. Me agarró del pelo, me arrastró para adentro -claro, no fuera a ser cosa que los vecinos-, me acorraló contra la puerta y ahí fue que vi, con ojos espantados, lo que sujetaba con bronca en la mano derecha: un arma, un arma de verdad, algo con lo que podía matarme ahí mismo si yo seguía gritando, así me dijo, hablando bajito esta vez para que no lo escuchara ni mi hermana. Después me empujó para afuera y yo volví a casa muda y herida por la derrota, y por el miedo.
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A la Irene se le ocurrió un día: ¿Por qué no llamamos a la policía? Y mamá le dijo que no. No se podía llamar a la policía, había dicho mamá, al Guillermo lo iban a soltar al otro día, como siempre pasaba, y entonces iba a volver y la iba a matar a la Teresa. No se podía llamar a la policía, pero había que hacer algo, y urgente, porque la guatita de la Tere estaba cada vez más redonda y dura y mamá estaba segura de que era varón, un varón… por fin un varón en la familia, repetíamos con alegría. Íbamos a hacer algo, nosotras. Pero no nos dio tiempo. Todo ocurrió una tarde, más o menos cerca de las cuatro. Yo estaba viendo la telenovela, me acuerdo, pero bajito para no molestar a mamá que dormía en el sillón. Volvimos a escuchar guacha de mierda, lo que siempre le decía el quiscudo a mi hermana. Guacha, guacha, guacha mi hermana, guachas nosotras todas, guachas por solas. Después se escuchaba la voz de la Tere, que le contestaba, parece, pero no entendíamos lo que decía. Lo que siguió fue el grito de terror, y ese silencio que se nos transformó en una sonrisa del mandinga. Entonces la Ire se encargó de llevar a mamá a su dormitorio, a mamá rota en lágrimas, había que tranquilizarla un poco, decirle no pasó nada, nada, y nosotras, la Pili y yo, fuimos con la policía a tirar la puerta y a ver, con nuestros propios ojos, el cadáver fresco, la presencia de la muerte y del delito y del ya no hay nada que hacer. El autor del hecho, el implicado, como le llaman en el idioma ese con el que hablan los policías, temblaba en un rincón, todavía con el cuchillo en la mano, ausente pero entregado a la condena. ¿Por qué no hicimos algo antes? ¿Por qué tuvo que terminar así, ahora…? Las preguntas y las respuestas y las culpas, todas juntas, se morían en la alcantarilla del tiempo. Porque ya no había nada que hacer. Después mamá fue con nosotras a la comisaría, a reconocer al autor del asesinato y a testimoniar. Ese fue el inicio del juicio largo que terminaría con la condena a veinte años de prisión, por asesinato premeditado, como le dicen. Después no hubo nada más que agregar pero, al salir de la comisaría, ese día, mamá se acercó para despedirse. Entonces yo escuché lo que le dijo, lo escuché bien clarito porque yo estuve ahí y de eso no me olvido. Le dijo: Hijita, va a pasar rápido. Lo lindo es que vos y el bebé se salvaron, se salvaron. Nos salvamos.
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Guardián de aguas turbias Nicolás Garibaldi
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“ oca, ponele liquido de frenos, te vas a matar”, le gritó el loco Rolo Mata a mamá cuando pasaba, con la renoleta roja a toda velocidad por la puerta de la escuela, mamá miró por el espejo retrovisor y dijo, “es el loco Rolo Mata, mi novio de la adolescencia”, mamá siempre hablaba de él, lo había amado, él no tanto, ella le había regalado un vinilo de Queen, y el loco Rolo Mata lo había destrozado con un martillo, desde el encuentro mamá y el loco Rolo Mata se volvieron inseparables, compraron líquido de freno juntos, mamá lo llevó al río, no se lo dijo, pero el loco quería pegar merca, lo hizo en una parrilla donde lo esperaba su amigo el Topo, ¡qué lindo eras Topo, con tus borcegos rojos, engamados con la renoleta!, y tu olor a colonia juvenil que usabas aunque eras un veterano, vos Rolo Mata, te comiste un chori y lo subiste con una rayita, nadie te podía detener, tenías rulos como un pariente de Bob Patiño, como el primo Cecilio, con la renoleta casi atropellan la caja de cartón, que adentro escondía una cachorra,
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vos Rolo Mata la sacaste de la caja y la abrazaste y le diste un nombre, “la fafa”, y ahí se te ocurrió “la fafa es para el fefe”, qué creativo eras loco, doblegabas el lenguaje como un judoca, te trajiste la cachorra, llena de heridas profundas y gusanos, para guarecerla abajo de nuestra parrilla, pero como te gustaba chupar loco, y que ricos que eran los vinos que papá había dejado cuando se separó de mamá, regalos de los clientes del banco, había mucho rincón famoso y navarros correas, en unas horas eras uno más de la casa, me querías enseñar a boxear, me pusiste en guardia, te señalaste el mentón como diciendo, “pegame acá y haceme sangrar”, y te pegué duro, con todo lo que tenía, no te la esperabas tan fuerte, entonces te enojaste y gritabas como un mandril, te golpeabas el pecho con los puños y gritabas “la fafa es para el fefe” esa noche me enseñaste un truco de magia con los naipes, hasta que te aburriste, y te fuiste con un tramontina, a buscar más merca al monte, por un par de días no volviste a casa, mamá estaba preocupada, temía que nos dañaras, ¿pero cómo resistir al llamado?, ese grito, “ponele líquido de frenos”, no podía ser casual, ¿y si podías cambiarlo mamá?, me pasaste a buscar por la escuela, y te tentaste cuando viste las enredaderas de la casa del loco Rolo Mata, que casa más hermosa, al hermano lo chuparon los mílicos me dijiste, en esa misma casa, saltando por esas mismas paredes, parecía la casa de un científico, el loco era bañero de ríos contaminados, cuidaba a los que tenían más calor que hipocondría, que no se murieran ahogados, en tu casa coleccionabas cosas que el río traía hasta la orilla, me contaste que una vez llegó un delfín, y le arrancaste la mandibula para llevartela de souvenir, me gustó tanto la historia que me la regalaste, tenía un olor a podrido bárbaro, yo la llevaba a la escuela cubierta en un repasador, las maestras me pedían que la tirara, tenía derecho a tener mi propio museo de ciencias naturales en la mochila,
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esa noche volviste loco Rolo Mata, mi tío el loco Henry Bado, decía “que loco que está el loco Rolo Mata”, tío Henry Bado, loco de locos, me gustaba como imitabas la forma de fumar del loco que decía que había que asaltar un banco en Texas, me daba miedo cuando sacabas la lengua como un perro cansado de correr en la plaza, hace dos días fue tu cumpleaños y no te saludé, el día de los muertos naciste, decía, esa noche volviste loco Rolo Mata, pero ya no parecías un científico, los vinos de papá se estaban acabando, todos estaban durmiendo en la casa, hasta mamá, nosotros dos no, tomabas mate y hacías trucos de magia, estabas nervioso, te rascabas los rulos y transpirabas, en un momento hiciste un mal movimiento con las cartas, te atrapé, te dije, te dio tanta rabia que agarraste el termo del mate, le sacaste el tapón y me tiraste el agua caliente en la cara, no hervía loco, quiero creer que lo sabías y que por eso la hiciste, igual lloré, agarré una frazada y le avisé a mamá que me iba a dormir a lo del abuelo, “la fafa, es, fue, y será, del fefe, y volverá, en forma de Laika”, adiós loco Rolo Mata, oráculo de la futilidad, guardián de aguas turbias, científico de las afecciones, supiste que la brisa era lo más extremo, que un hombre podía experimentar, y que los limpios, están manchados, con lamparones de normalidad, tu cuerpo flota, levita,
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dos centimetros por encima del rĂo de la plata, a tu lado, los delfines nadan en pandilla, y el baĂąero de los locos, te cuida desde un faro que cada doce segundos, escupe luces de neĂłn.
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Tití, La guerrera Maricel Cioce
Agostina María Sol
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lo de Rolando llegué después de varias dudas, en parte porque me lo pidió mi familia. Ya soy madre de dos chicos, uno de seis y otro de ocho. Me casé con Manolo, a quien, obvio, conocí en la tribuna. Un flaco divino, había sido jugador pero su carrera se frustró por una lesión, trabajó algunos años en el club, después se metió en política. Ahora es concejal, el asunto empezó por ahí. A mí en la ciudad me dicen Tití, la guerrera. Si tengo que tomar un avión y ver cómo me las arreglo sin un peso en otro país, lo hago, si tengo que viajar en micro y recorrer 48 horas por 90 minutos de partido, también. Pero en el círculo donde se mueve Manolo, la gente habla y mete calificaciones para todo. Manolo dice que es torpeza innata, yo creo que es mala leche. En fin, él quería que me calmara un poco por los chicos y a mí me parece bien, pero a veces entra en ese estado de blanco o de negro, de una cosa o de otra, y en definitiva no se disfruta ni el partido ni la familia. En todo este tema, Rolando fue de gran ayuda. Primer tiempo Un día volvíamos del supermercado con el Renault 12 rojo. Yo tenía 5 años, me dejaron sentada en el living, en bombacha. Mucho calor. Mientras mis papás bajaban y acomodaban las bolsas, yo me las rebuscaba para jugar a la almacenera. Eran esos momentos de desorden y riqueza que no podía dejar de aprovechar. Cuando terminaron de guardar, papá se tiró en el sillón de pana, algo gastado, y puso el partido. Mamá preparó unos lupines. —Un tentempié —me dijo suavemente mientras me pellizcó los cachetes porque no se pudo contener. Entonces le sonreí, tragué los porotos y pateé una pelotita amarilla hacia los pies de papá, necesitaba captar su atención porque, en cierta medida, el partido me hacía competencia. Cuando terminé séptimo grado, mi familia decidió mudarse a Rosario. De vez en cuando vuelvo al día que llegamos. Entrábamos a la rotonda con el auto y leí “Bienvenidos a Rosario”, entonces giré el cuerpo y me arrodillé en el asiento para mirar por la ventanilla, pegando las palmas de las manos contra el vidrio, a veces, la nariz. Esa era mi manera para lo fascinante: las veredas arboladas, enmascaradas de colores, los postes y las casas pintadas, de rojo y negro o de azul y amarillo, como aldeas salidas de algún cuento fantástico. Unos chicos jugaban en la plaza sobre una rayuela recién dibujada: el cielo era una nube azul con medio sol amarillo que se le asomaba por el borde; la tierra, un garabato rojo que decía infierno con letras negras. Más allá, otro grupo de pibes pintaban corazones gordos, algunos los hacían mitad negro mitad rojo, y otros azul y amarillo. El día que falté a la fiesta de fin de curso fue el preludio. En su lugar compré un lienzo, dos potes de pintura para tela y dibujé unas letras: C azul, A amarilla, N azul, A amarilla, Y azul, A amarilla. Abajo le agregué, de corazón. Al otro día le pedí a papá que me llevara con él, que no le contaría nada a la vieja y que sería un secreto de los dos. A papá el afloje no le costó mucho y fue a sacar el auto. Antes de llegar a Arroyito, me puse el cotillón bicolor y desplegué la bandera por la ventanilla.
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Cuando subí las escalinatas del Gigante me di cuenta de algunas miradas. Por esos años, me estaban empezando a crecer las tetas, y la camiseta rayada me marcaba las puntas duras. Me encorvé un poco para disimular, papá me agarró de la mano y caminó al frente como un perro guardián. “Permiso, permiso...”, dijo y nos acomodamos en diagonal al arco, después el conjuro: quedé envuelta en el meneo de camisetas enrolladas, de respiraciones rápidas. Estaba suspendida, había levitado para ver todo un poquito más y aparecieron los escupitajos, los cantos y los “hijos de puta”. Faltaba muy poco para que terminara el partido cuando vino un centro de Palma a Carbonari, que metió un cabezazo y, sin ningún obstáculo, metió la pelota directamente al arco. El cuarto gol, que pronto nos llevaría a ganar esa especie de Santo Grial, la copa Conmebol, fue mi viaje iniciático hacia ese mundo con contraseña. Papá me abrazó llorando y yo supe que nunca más iba a poder dejar esos colores. Segundo tiempo El primer día que llegué al consultorio de Rolando le conté que, hacía poco, había estado internada por una neumonía y que tuve que ver el clásico por televisión. Uno de esos clásicos sin goles, aburridísimos, hasta que Niuls embocó uno y se me nubló la vista. Tiré un vaso de jugo contra el piso como si fuera una granada, los chicos me miraron con terror y Manolo apagó el televisor. Un año después, le conté de otro episodio que me asustó mucho: salía de mi casa camino a la sede de calle Mitre y no me sentí las manos. Sí, las manos. Iba caminando y así como medio de la nada, no estaban. Me duró un rato que me pareció larguísimo. Rolando dijo algo de una metáfora del fútbol, que se juega con los pies, y me recomendó las sesiones grupales, en familia. Así fue que por mi culpa, durante casi 14 meses, hicimos terapia familiar. Ellos me reprochaban que me iba de casa, viajaba a ver los partidos y desaparecía, y que muchas veces no estaba para los cumpleaños, que tenía que elegir entre la familia o Central. Entonces entendí que la cosa pasaba por ahí. En cada sesión, con el correr de los años, Rolando pedía que le contara de mis situaciones en el fútbol, de la relación con mis hijos y Manolo. Hablábamos de eso, de mis sentimientos, de la desproporción entre el lugar que ocupa mi familia y el que ocupa Central. Nos llevó 5 años ver el problema, no fue tarea fácil, pero lo solucionamos de maravilla. Un martes llegué al consultorio como siempre y antes de empezar me dijo que quería comentarme algo. —Hola, Titíc ¿cómo estás? —Hola, bien —le respondí y se hizo un silencio de hospital. —Bueno te cuento. Estoy pensando en hacer un viaje, uno largo… y ya que activamos ese conocimiento subjetivo que nos estaba faltando cuando comenzamos, ¡avanzamos mucho, Tití! ¿O no?
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—Sí sí, avanzamos mucho… —Por eso, creo que podemos seguir viéndonos hasta fin de mes y parar, hacer un cierre. ¿Qué te parece? —Yo ya me estoy preparando hace rato y tenemos viajes también. —¿Ah sí? —Sí, estuve ahorrando, ya arreglé con los chicos y van a faltar a la escuela un tiempo. —¿Qué viaje, Tití? ¿Vacaciones familiares? —No. La Copa Libertadores. Tenemos que ir a Colombia, México y Brasil. —¿Cómo? ¿Y el colegio de los chicos? ¿Y Manolo? —Viene toda la familia, Manolo lo duda pero creo que voy a convencerlo. Estoy entusiasmada, ese era el problema, me faltaban ellos. Ahora vienen conmigo. Además hay un loco que me está haciendo entrevistas para un libro sobre mí, creo que lo va a llamar Tití, La guerrera. Ya le conté como empezó todo, la noche de la copa, Palma y ese centro exquisito.
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Adoquines de cristal Caroline Capart
Lucila López
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omparo mi casa con una caja de zapatos viejos. No por el estilo de casa chorizo, ni por la humedad de las esquinas del cielo raso, sino por el desamparo de la cotidianeidad que nos rodea. Papá fuma los cigarrillos en el patio, siempre uno después de comer. Los domingos hay olor a asado, les digo que no como carne, pero no importa, la luz se filtra por la ventana y el olor a desodorante inunda el baño con una armonía alegre de insulsa vespertinidad. Mamá deja los libros a medio leer, pero dice que le gustan. Me golpea con el puño cerrado cuando me porto mal, y yo le cuento que mis amigas me dejaron de lado en el recreo. Mis hermanos crecen como flores de manzano, se vienen tiempos fuertes, pienso. Pero las hojas no dejan de caer ni siquiera en verano. Afuera de esta caja de zapatos vieja y destartalada tenemos un cerezo que saca unas flores rosas en primavera, yo me acerco y las huelo, pero no tienen olor a nada, así que las miro caer desde la ventana. Cuando la guerra civil se desató yo armé mi propia revolución, crecía entre escombros de un gris grotesco, casi una tempestad de alegorías tristes. Me armé el puño izquierdo de un montón de ideales para desarmarme de un cuerpo que no me correspondía, de una realidad que se transformaba como plastilina en las manos de un nene. Ahora que los puños cerrados ya no duelen hay un nuevo néctar que probar. Mi boca pierde el placer de palpar la comida y yo la escupo adentro de la servilleta cuando nadie mira. Porque de eso se trata no poder hablar, adicción, falta de dicción, falta de empatía hacia mí misma. Llevo quince años en una caja de cartón y me armo adentro de una coraza de huesos. Son firmes, más firmes que la caja de cartón. Y cuando mamá me pregunta que comí, le miento.
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Miento con una sonrisa, porque esa debilidad que parece aflorar en los dedos de mis pies me vuelve más orgullosa. Los veranos se esconden por mi persiana americana y no tengo donde esconderme que no sea esta coraza de cristal que me construí. Formé y deformé mi cuerpo hasta volverlo un lugar inhabitable, pero a gusto, casi tan familiar como la caja de zapatos. Y cuando me acerco al espejo se produce una suerte de anagnórisis, una caída de la máscara que me deja palpar el alma a través de ese viejo espejo agrietado. Vomito a escondidas las cosas que me dicen, una fuerza emana de mi interior que amenaza con salir. Ese algo adentro no sale, pero tampoco sé si quiero que salga. Corro a la esquina de mi casa y no me encuentro con nadie, tampoco hay nadie con quién encontrarse, así que me hago un bollito y me largo a llorar. Se termina la línea blanca, no hay personas atrás de mis quemaduras. Mamá golpea la puerta con un estruendo que produce placer, lleva puesto un camisón amarillo por la humedad y las pantuflas agujereadas en las puntas, sobre su mano izquierda un plato con puré instantáneo y patitas de pollo. Niego con la cabeza. Se me sienta a un costado de la cama y sin más anuncia: “vas a comer”. Vuelvo a negar con la cabeza. Ante su insistencia desbocada, tomo el plato con ambos manos y lo hago besar el suelo con firmeza. “¿Estás segura que querés empezar así?”, me dice, y yo que la miro con los ojos llenos de frenesí me impulso hacia ella. Soy un animal desbocado, resquebrajado por la hambruna. No hay huecos en mi cuerpo que se puedan llenar. Me sostiene con ambas manos mientras grito, me desgarro, tiras de papel caen hasta mis pies. Me deja hecha un ovillo en una esquina de la habitación, el plato roto, mis huesos firmes. Adentro mío surge un muro improvisto, así que me desarmo. La revolución se paga con la muerte, pienso. Y mientras la caja de cartón se desmorona sobre mis hombros cansados, le canto una canción lenta a mis uñas mordidas, a las colillas de cigarrillo desperdigadas por la habitación. Estoy segura que no hay nadie más adentro de este costillar, así que me desprendo. Mamá y papá no se quieren más. Se van cada uno por su lado, nunca se quisieron en realidad. Mis hermanos son dos plumas de un pájaro lánguido que chilla por volar. Y yo soy un peso muerto, una moneda de un centavo. Me llevan y me traen como un saco de papas, soy un regalo indeseado. Adopto un gato y aprendo a comer. Despacito, los dientes de leche vuelven a aparecer, como un juramento de solemnidad. Yo los dejo, la coraza se desvanece por sí sola, y todavía no encuentro el placer en el inodoro. Pero la tierra me traga hambrienta, soy una semilla de algo por nacer, me dicen. Quizá, quizá más allá de los azulejos del baño haya algo. Me fumo un cigarrillo sentada en el alféizar, miro con ansiedad el reloj que esconde sus mentiras, hay tanto que pensar, pero no lo hago.
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El origen de una adicci10n Federico Lamas
Ja Ant
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a primera vez es un juego. Un festejo. Él iba a ser el mejor, así lo creían y así se lo decían. Todo el tiempo. Cuando debutó en primera división a los 16 años, cuando se bañaba, cuando metió cuatro goles, cuando hizo una rabona, cuando fue a la Selección y cuando lo vendieron a Europa. A cada momento, para todos, él era el mejor. Diego Maradona nació en Villa Fiorito en 1960. Ahí vivió con sus siete hermanos, fue a la escuela y tiró las primeras gambetas. - Mi vieja decía que le dolía la panza y no comía. Pero ella nunca tuvo dolor de estómago, cada vez que llegaba la comida, ella decía que le dolía. Pero era mentira, no alcanzaba. Yo fui boludo hasta los 13 años que me di cuenta. Tres años después de darse cuenta, Diego debutó en Primera. Fue contra Talleres de Córdoba en La Paternal. Primera pelota que toca, tira un caño y amaga. Ese día ya le repitieron que iba a ser el mejor, que iba a triunfar, que podía sacar a su familia de donde estaba, que su mamá no iba a tener más dolor de panza, que no iba a tener necesidad de fingir un dolor. Le regalaron una casa, un auto y lo invitaban a la tele. Diego vivía con Doña Tota, con Don Diego y con todos sus hermanos. Su familia empezaba a comer por él. Salir por él, vestirse por él e irse de vacaciones por él. Diego metía goles y lo pedían para la Selección, le decían que con 18 ños ya podía jugar en Argentina, con Kempes,
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Fillol y Bertoni. Le decían que era mejor que Alonso que tenía 25 años y tres titulos en Primera. No lo llamaron. Fue la primera vez que le dijeron que no. Un entrenador le puso un límite, pero el periodismo, la calle, la gente, su alrededor lo quería ahí. Le decían que era el mejor aunque el técnico campeón del mundo no lo haya llamado. Le dijeron que el técnico campeón del mundo se había equivocado con él. Y siguió ganando. En la Sub – 20 y en Boca. Y lo llamaron a la Selección mayor, ahora si. Su debut en un Mundial. Se iba a cumplir el sueño que se había convertido en video cuando lo filmaron haciendo jueguitos a los diez años con cachetes redondos y una camiseta roja con vivos blancos. La tele, los diarios y las revistas decían que ese equipo de 1982 en el que estaba él era “el mejor de la historia”. Aún mejor que el que había salido campeón cuatro años atrás. Pero quedaron eliminados. A Diego no le salieron bien las cosas. No jugó bien, se enloqueció y en el último partido le pegó una tremenda patada a un brasilero. Enojado. Diego, al que todos le decían que era el
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mejor, ahora lo apuntaban como un loco que nunca iba a triunfar. Que era un lagunero, indisciplinado, que no servía, que la camiseta de la Selección le pesaba y que mil cosas más. Igual lo compraron. Barcelona puso el ojo y se lo llevó a Europa. En España lo esperaban, lo querían, lo agrandaban, lo deseaban, pero no lo entendían. Diego, recién cinco atrás le pudo dar un plato de comida a su mamá , estaba en uno de los mejores equipos del mundo. Lo acompañaban, le decían que lo amaban, que era el futuro. Y en el medio le agarró hepatitis. Volvió, jugó, ganó. Y le quebraron el tobillo izquierdo de una golpe criminal. Fue un tipo que, ahora ,tiene guardado como si fuese un tesoro el botín con el que pegó la patada. Pero Diego volvió y jugó una final contra el Atlhetic Bilbao. Ahí jugaba ese carnicero que casi le arruina la única cosa que a Diego le daba felicidad. Y perdió. Uno a cero. Diego no soportó perder en el fútbol con el criminal que estuvo a un paso de robarle la herramienta para darle de comer a su familia. Se peleó con todos, arrancó a las piñas, a las patadas y lo echaron. Los que le decían que era el mejor, ya no lo querían. No lo entendían. Los buenos modales pueden más y, para todos, él estaba loco, tenía problemas y no sé cuantas cosas más. No era profeta en su tierra y tampoco en Europa. Era un paria. Hasta que apareció en el horizonte un nuevo lugar. Claudia, la mujer de su vida, lo tiene claro. La primera vez que Diego probó cocaína fue en Barcelona cuando se enteró que lo habían vendido al Napoli. “Fue un festejo”, suele decir.
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PĂxeles Francisco Rivarola
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Melisa Real
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asó hace poco, en el cuarto de mi infancia. Mis viejos lo tienen casi igual con -intuyola esperanza de que la nostalgia me lleve a visitarlos más seguido. Llovía mucho, así que me puse a revisar los roperos, desenterrando cartas de amor viejas, juguetes que había prometido nunca abandonar, mis primeros poemas. Siempre lo sentí como estudiar los anillos del árbol mientras sigue vivo. De golpe, en el espacio entre un trueno y el otro, encontré algo. En mi mano tenía el cartucho de Gameboy de Pókemon, tanto más liviano de lo que me acordaba, tanto más pequeño. Todo empezó con esos píxeles desnudos, con esa música austera, con cuatro flechas y dos botones. Un germen diseñado para camuflarse entre la nostalgia. En esa época los celulares no tenían pantalla, no había noción del mundo digital como algo nuestro, todavía no lo sentíamos una parte del cuerpo. Cuando, a eso de los ocho años, mi tía trajo ese Gameboy de Estados Unidos, yo lo sentí como una magia. Con prender esa pantalla podía abstraerme del mundo y pretender que estaba en un lugar distinto, menos hostil. Con espadas, monstruos y catástrofes, pero menos hostil. Podía entrar a un mundo donde no había burlas, ni miradas de juicio, ni una soledad tan explícita y contundente. Para un chico que nunca había entendido las reglas tácitas de la interacción social, era el refugio perfecto. Pronto llegó la Nintendo 64 y fueron años hermosos, llenos de luz. Los mundos en tres dimensiones parecían casi habitables. Los personajes me miraban a los ojos ahora y sus pedidos de ayuda eran más convocantes, y su compañía un sustituto más cercano a la interacción humana. En La leyenda de Zelda hay un pequeño rancho donde siempre cae el atardecer. En el corral junto al establo, esperaba siempre Malon, una niña que cuidaba a un caballo. Su papá se pasaba los días borracho mientras ella mantenía la granja. Cada vez que yo la visitaba, Malon me preguntaba cuándo iba a poder salir de ahí y conocer el mundo. A mí me invadía una profunda melancolía —sin conocer todavía esa palabra— y la escena sucedía en un bucle eterno en el que yo no podía decirle nada y el atardecer nunca dejaba de caer. Papá vio que me volqué por los juegos con historias bellas, composiciones orquestales, desafíos complejos, y cada tanto me traía juegos, y se sentaba conmigo a verme jugar. Decía que esto me preparaba para el mundo y ensayaba mis miedos. Creo que se me prendía un fuego en los ojos cuando jugaba y él lo notaba. Me sentía fuerte por primera vez, afilado. Me sentía útil y necesario. En el colegio me elegían último para todo y pasaba los recreos en la periferia. “Al menos te hablamos” me dijo una vez una de mis compañeras, como para consolarme. Pero cuando prendía un juego, había boleros anunciando mi llegada, reinos que dependían de mi, personajes que esperaban dormidos a que yo apareciera. Todos necesitamos un propósito, y las mejores trampas parecen darnos uno. No recuerdo bien cuando pasé a las drogas duras: Age of empires, Starcraft, Diablo. Fue una transición sutil, invisible desde afuera. De a poco, empecé a jugar juegos huecos. Ya no tenían construcción de personajes, no se tomaban el tiempo de componer leitmotiv musicales, ni había lugar para el simbolismo. Los que diseñan las drogas duras de los videojuegos saben que la adicción no se esconde en esos recursos, sino en el propósito. Entendieron que los que jugamos solo buscamos un propósito, una validación, un lugar donde sentirnos fuertes. Por eso sacan todas las distracciones, todos los recursos narrativos, dejan de camuflarse en la nos-
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talgia. En vez, te dan métricas, puntajes, tablas de posiciones. En todo momento sabés que tan bueno sos, cuanto valés, y te alientan a escalar. Crear 6 aldeanos en el centro urbano mientras se construyen dos casas y traés las ovejas. Carnear las 4 ovejas, buscar un jabalí mientras se construye el aserradero, construir 3 granjas y el primer cuartel. Después de crear 2 soldados, empezar a recolectar oro y piedra mientras asigno 7 aldeanos al aserradero recién terminado. Si logro hacer esto en menos de 17 minutos, puedo construir el primer castillo. En Age of empires es importante construir el primer castillo antes que tu oponente, así que yo jugaba con un cronómetro y me sabía los tiempos de cada paso de memoria. Acá es cuando mi relación con los videojuegos se volvió abusiva. Ya no me hacían felices, no sanaban heridas, no contaban historias. Eran un cascarón vacío de la magia que había conocido, pero igual los jugaba cada vez más. A los 23 años jugaba al League of Legends, el juego con el diseño más adictivo posible y el más jugado a nivel mundial, con 100 millones de jugadores mensuales. Llegaba de laburar a las siete, jugaba cinco o seis horas y me iba a dormir. Cenaba en alguno de los espacios de cuatro minutos en que se carga un partido. Iba al baño cuando mataban a mi personaje y tenía que esperar a que reviviera. Los fines de semana podía jugar diez o doce horas. Cuando iba a dormir a lo de mi novia, me llevaba la laptop para jugar cuando ella se quedara dormida. Decidí parar de jugar de un día para el otro hace un año y cuatro meses y fue quizás lo más difícil que tuve que hacer hasta el momento. Los primeros dos meses tuve un fuerte síndrome de abstinencia. No podía dormir, mi mente daba vueltas en círculos a mil revoluciones y todo me resultaba aburrido e insípido. Mi cerebro, acostumbrado a operar a diario en los picos de dopamina y adrenalina que genera la competencia online, se había entumecido y ahora nada lo estimulaba. Las películas se me hacían eternas, los libros insoportables, las conversaciones parecían transcurrir en cámara lenta. El tiempo no pasaba y yo miraba las paredes de mi cuarto sintiéndome afuera de mi cuerpo y me preguntaba si me sentiría así de ahora en más. Por suerte, el cerebro es plástico y se reescribe y las cosas volvieron a tener sabor eventualmente. Al día de hoy, cuando comento que era adicto a los videojuegos la gente sonríe con ternura o lo toman como una “forma de decir”. Algunos amigos me dicen de juntarnos a jugar por los viejos tiempos y yo invento rápido una excusa. Es difícil no volver a caer porque no es solo la química cerebral, hay un bagaje simbólico colosal, una mitología reclamándome con culpa. Todavía hay castillos adentro mío, pueblos pequeños con atardeceres eternos diciéndome “Nosotros te refugiamos cuando lo necesitabas, te dimos fuerza y propósito y ahora pretendés que no existimos”. Mi psicóloga dijo que necesito aprender a desprenderme de las armaduras que ya no me hacen falta. Eso le digo a los castillos adentro mío, mientras les agradezco y doy la espalda.
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Ivรกn Bilbao, un boxeador de la vida Lucas Villamil
Pedro Speroni
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iernes 15 de julio de 2016. Arrecia el invierno bonaerense e Iván Bilbao queda en libertad tras un año, diez meses y quince días en el penal de Dolores. Es uno de los dos momentos más felices de su vida. El otro día inolvidable había sido poco más de dos años antes, cuando salió libre de la cárcel de Devoto. “Los mejores momentos de mi vida fueron las dos veces que salí a la calle: la libertad”, dice mientras prepara el primer Fernet con cola, un lunes al mediodía en su casa de Chascomús, a dos horas de la ciudad de Buenos Aires. Zapatillas deportivas, jogging y una chomba blanca que en letras doradas reza: “Dos horas más en el gimnasio, dos horas menos en la calle”. Se la regalaron los compañeros con los que en estos días entrena para volver al boxeo profesional, su gran pasión, la carta de salvación que lleva tatuada en el cuello. La casa es grande, ocupa gran parte de la cuadra y tiene entrada por dos calles. En el frente, justo al lado del Club Bochístico de Chascomús, está el taller en el que Jorge Bilbao todavía trabaja fabricando baterías. Es un vasco simpático que juega al mus y al que se le adivinan pocas pulgas. Su hermano era boxeador, fue sparring de Pascual Pérez y fue quien le enseñó las mañas pugilísticas a Iván. Pero la fiereza, al joven Bilbao, le llegó por el lado materno, una familia yugoslava que vino a la Argentina huyendo de la guerra. “Son fríos, son fuertes, eso lo heredé”, asegura el boxeador. Cuando cayó preso por primera vez tenía 27 años y, según explica, ya estaba curtido, “venía bardeando desde los 15”. -Yo hasta los 14 estaba todo el día criando palomas mensajeras, no salía a ningún lado, los
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pibes me venían a buscar y yo no salía, no hablaba. Hasta que un día salí al baile nomás y a la semana ya me peleé, y de ahí no paré. Me peleaba todos los fines de semana, diez doce veces en la noche. Era pendejo y uno se confunde cuando es chico porque se piensa que es pelear y mujeres… ¿me entendés? Y este es un pueblo, y uno por más que no quiera se agranda. Después, mi tío -qué es de La Plata- se enteró que yo andaba re bien peleando porque tenía como 300 peleas en la calle y no me ganaba nadie, y me vino a buscar y me hice boxeador; debuté en el Club de baile Unión con un knockout a los 45 segundos. Y a los 21 salí campeón bonaerense. -Eras una máquina. -Era más peleador que boxeador, iba sacado, a matar. Ya antes de la pelea me peleaba con los chabones, no entendía que era un deporte… y bueh… cualquiera ¡jajaja! Ahora no, ahora los saludo, viste, ya tengo 32 años. Igual, ojo, cuando salgo, si hay que pelear, peleo. Yo cuando salí dije, me voy a cuidar de no robar, no vender droga, pero a mí de pelear no me va a curar nadie, a mí me van a respetar. -¿Por qué dejaste el boxeo? -Cuando me metí en las drogas, como todos me respetaban, los transas de acá me pagaban para que los cuide. Y después me empecé a agarrar todo para mí, porque sabía que al que respetaban era a mí. Y dominé todo el pueblo. Ahí fue cuando abandoné el boxeo, por pelotudo. Ahora quiero volver y sacarme las ganas y ver si ando bien. Yo sé que en el peso mío no hay nadie. -¿Cómo fue la primera vez que caíste preso?
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-Fue porque yo tenía tomado todo el pueblo, por el tema de la droga. Pero no hice plata, me la tomé toda. Corta, ¿viste? Los policías se piensan que… No, yo era un drogadicto más. No era un narco que…¿me entendés? No, lo que tenía lo tiraba en putas y en noche, y el que no tenía droga se la regalaba. Pero bardeaba como loco, andaba con fierro en la cintura. Y bueno, ahí fuimos a parar, fuimos doce pintas en una asociación ilícita. Me enchufaron un par de pibes que no tenían nada que ver conmigo porque no me podían voltear. Es más, la causa se cayó en un año y medio porque cuando vienen no encuentran nada. Hablaban de 100 kilos de merca y eran 100 gramos. Y uno de esos petisitos que vino a allanarme, un rastrero bárbaro, me robó un anillo de oro que había comprado yo y tengo los papeles, todo. Hice la denuncia, quiero que me lo devuelva. -¿Un policía? -Sí, los mugrientos esos. El único que se portó bien conmigo fue el grupo Halcón. Con uno más o menos tuve una discusión pero me paré de manos, les dije que si me iban a matar que me maten pero yo no me iba a quedar callado, solo, esposado. A mí no me pega nadie. Le dije “sacame las esposas y vamos a pelear mano a mano”. Y saltó uno de ahí y dijo “tranquilizate”, empezamos a hablar y se portaron re bien conmigo. Y la policía de acá demostró que son cobardes, porque como no podían voltearme ellos, vinieron los otros. Ahora en la calle los miro y les digo “qué hacés cagón, cobarde”, les digo de todo. -¿Te acordás de la llegada a Devoto? ¿Cómo fue? -Peleé. De entrada peleé. -¿Fue duro?
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-No. Es como todo, uno que tiene calle y sabe caminar… acá afuera es lo mismo que allá adentro. Hay giles allá adentro también, hay guapos, y hay muy buena gente. Es como todo. Hice algunos amigos. -Muchas historias juntas, ¿no? -Sí. Aparte, allá lo que tiene es que te pasa rápido el tiempo, porque es Capital y entran y entran y entran, todo el día movimiento. No es lo mismo que acá en Dolores que estás todo el día mirando la reja porque hay tres gatos locos, es una escuela, no se escuchan tiros, es un penal planchado. Los tumberos no bajan ahí porque se sienten quebrados. Los que andan peleando y viajando porque están para nunca más. A muchos se les dice tumberos, a los que tienen muchos años en cana… Hay muchos que se les pega al toque, hablan con las manos, hacen señas, tumbean, se hacen los buenitos y si vos compraste, nos vemos, fuiste, pollo. Por eso no hay que confiar en nadie. Pero Capital es Capital, todo el día van y vienen, y es grande, el pabellón es como una cuadra. -¿Te gustaba más Devoto? -Directamente no me gusta ninguna de las dos, ¡jajaja! Pero llegado el caso prefiero ir ahí, se me pasaba volando, ¡jajaja! -¿No la pasaste mal ahí? -No. Fui el único de los doce pibes que estuvieron conmigo que me peleé. ¿Por qué? Porque los cuidaba a ellos porque era mi causa. Si es la misma causa yo no puedo dejar que te pase
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algo, somos una familia, es así la cárcel. Igual Devoto es feísimo. No es feísimo, sino que… no estás con tu gente, ¿viste? Porque nosotros allá somos medio paisanos. Los de Buenos Aires hablan más rápido que yo… ¿entendés? Y te adaptás, te hacés un poco de Buenos Aires. Y es como todo, está el jodido, está el tumbero, hay muy buenas personas. También hay un par de damnificados que no me interesa quiénes son, que me tuve que pelear y me peleé. Y les di maza, el paisanito les dio maza. Más vale. Porque ellos son de Buenos Aires y agarran faca, pero nosotros los paisanos nos manejamos a cuchillo. Que no lo queramos usar no quiere decir que no sepamos; vivimos carneando, vivimos comiendo asado… -¿Sirve para algo la cárcel? -No sirve para nada. ¿Por qué no sirve para nada? Porque los pibes salen más resentidos. Porque hoy en día al violín lo refugian en vez de meterlo en un pabellón con picantes para que no vuelva a violar, ¿me entendés? Ahora lo meten en un lugar que están todos violines, entonces ¿qué hace de vuelta cuando sale? Sale a violar, si no la pasa mal. Son mentiras eso como era antes que te cogían… son mentiras. Ahora se pelea por las zapatillas, antes se peleaba por el orto. Es así, la cárcel cambió. Porque por cada preso, los jueces cobran como siete, ocho lucas. ¡Más vale! Y andá a preguntar a la cárcel a ver si comen bien como tienen que comer; se la quedan toda ellos. Y la carne que va a los penales se la llevan los cobani y a los presos les dan una papa hervida con un par de huesos. Iván está sentado en el patio, a la sombra de una vigorosa araucaria. Ahora acompaña el Fernet con sanguchitos de chinchulin y papa. Su madre da vueltas por la casa con una nieta en brazos y a un costado las palomas mensajeras que él cría desde niño gorjean en su jaula. Cuenta que su mamá fue compañera de escuela de Ricardo Alfonsín hijo y que él en algún momento
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trabajó como custodio del dirigente radical, pero que se aburrió de estar siempre disponible. La estadía de Bilbao en Devoto duró un año y seis meses, y salió de ahí con nuevos conocimientos. A los cinco meses estaba nuevamente tras las rejas, en Dolores. Sus recuerdos de la cárcel no parecen ser especialmente dolorosos, no hay rastros de autocompasión, pero eso no quita que su opinión sobre el sistema sea contundente. -De ahí no sale ningún pibe bien, salen todos con berretines de chorros. Todos tratan de armar robos, armar movidas de falopa, todo así, aprendés eso en la cárcel. La cárcel es un estudio para la delincuencia, es la facultad de la delincuencia. Nadie te va a decir “andá a laburar”. El tumbero es la porquería más grande que hay, y piensa todo el día, porque está encerrado. Piensa, piensa. ¿Entendés? Vos en la calle no pensás mucho, ahí adentro pensás, estás agachado, mirando el celular… Y salís y no salís con la misma mentalidad, porque yo hoy en día no soy amigo de nadie, y antes tenía veinte mil. -¿Eso lo lamentás? -Sí, a veces sí porque no puede ser que no tenga ni un amigo. Pero desconfiás. -¿A vos te enseñaron ahí a robar? -Más vale, para entrar bien, si vas a entrar: por chorro. Porque el chorro es palabra mayor en la cárcel. Bueno, hoy en día estamos complicados porque los narcos también mandan en la cárcel. Lo que no se respeta es el violín, el que le pega a la mujer, el que mata por concha… “guaso” se les dice. -¿Qué robaste? -Acá me robé una banda de ranchos, hicimos rally. Entrábamos y salíamos de ranchos. Pero
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“de scruchi”, que es cuando vas sin armas. Scruchi de noche, y de escalamiento, cuando tenés que escalar. Son de tres a seis años. Si te dan tres es excarcelable. Ahora, si te dan tres y un día te comés los tres años. A algunos se la hacen, es re feo. Pero son causas livianas. Ahora, con un fierro ya te dan siete, ya quedás preso. En la causa, el arma ya te deja en cana. -¿Te agarraron? -No, no me agarraron. Después de dos o tres días me vinieron a allanar con una denuncia. Yo no tenía nada encima, dio negativo el allanamiento, pero ya está, igual estaba hecho el robo. -¿Habías sacado algo interesante? -¡Sí! Si con esa plata me hice prestamista ahora, ¡jajaja! Y bueno, que se jodan. Ahora yo me porto bien, presto plata y boxeo. Por lo menos eso me zafó de andar bardeando de vuelta. No hago juntas, no bardeo. Si me junto, me junto con los pibes del gimnasio, sanos. Pero andar en la misma de antes no ando más, y no quiero saber nada tampoco, si tengo dos hijos hermosos… Ahora quiero ver si puedo pelear profesional, en noviembre en Brandsen. Iván dice que durante su paso por Dolores se concentró, que hizo las cosas bien. Dos veces por semana, a las cinco de la mañana, trabajaba cargando las medias reses que llegaban al penal, y todos los días entrenaba durante cinco o seis horas. Además se puso a estudiar y terminó la primaria. Dormía tranquilo, estaba relajado, sabía lo que hacía. Hasta lo dejaban tener una paloma mensajera. -Las palomas son una terapia, no pienso en nada. Las cambio de lugar, las enyunto, les doy de comer, las limpio. Pongo las yuntas que yo quiero, agarro un macho con una hembra y si me gusta el color de las plumas las pongo juntas. Parecen todas iguales pero son todas distintas. Y son fieles, vuelven siempre acá. -¿En la cárcel no se pueden usar para entrar cosas? -Y, hoy en día, ¿cuántos narcos hay que usan las palomas para la cárcel? Para robar, para mandar mensajes… Pero yo las uso para lo legal nomás, es un hobby. -Se ve que te gustan los animales. -Tengo gallos de riña, tengo pitbull. El pitbull tiene una banda de peleas pero ahora ya lo dejé para padre, y no me gusta la pelea de perros, no es como el gallo de riña. El gallo boxea, el perro muerde y listo, no hay más pelea. El gallo es boxeador, pega. Cuando habla de boxeo Bilbao se entusiasma, se para, imita los movimientos de sus gallos. Y justo en ese momento, desde la calle se oye el saludo de dos chicas, una morocha y una castaña de veintipocos. “¡Hey, gallo boxeador!”. “Las chicas del gimnasio -susurra pícaro-. Salir en libertad me cambió la vida”. Avanzó la tarde primaveral y es hora de pasar al fondo de la casa, un par de ambientes raídos con techo de chapa en los que el boxeador improvisó un ring, colgó bolsas para hacer guantes y ahora muestra orgulloso el cinturón de campeón bonaerense que ganó hace diez años. Dice que tiene 17 pupilos a cargo, pibes del barrio a los que él entrena y les transmite su saber, y que algunos de ellos van a pelear antes que él en diciembre, cuando debute en el profesionalismo con un ansiado combate organizado por el promotor Cañete López. -A Cañete lo respeto mucho porque él me ayudó cuando salí de la cárcel, y eso lo valoro. Él era sparring de Coggi, pero para mí era mejor Cañete. Yo soy zurdo, lo que pasa que peleo como derecho por mi tío. Pero soy medio tramposo para pelear, guarda que tengo mis mañas,
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eh. Meto el dedo, todo. El gancho con el dedo abierto, en el ojo, hay que saber hacerlo. Me lo enseñó Cañete. Al toqué se les hincha el ojo, al Yacaré Sequeira le dejé los dos ojos así. -¿Nunca perdiste una pelea? -Sí, he perdido. Con Javier Maciel y con Yacaré, que los dos pelearon el título del mundo. Estamos hablando de gente importante. Y les gané a los dos también. Les mando saludos, son hijos míos. A Javier le gané dos veces y él me ganó una, y el Yacaré, me robaron una y la última empatamos, pero lo cagué a trompadas. Eso en tema deportivo, pero en la calle sé que soy más peligroso que ellos, porque yo soy delincuente y ellos son sanos. Pero igual está todo bien, son dos tipos que se pararon de manos conmigo, y yo con ellos. -¿Admirás a algún boxeador? -A Gatica, el Mono… por lo vago. Ejemplo no es de nada el hijo de puta, ¡jajaja! Pero el chabón era un pibe sufrido y después inventó cosas de fanfarrón que era, ¿viste? Venía de abajo y le hicieron una película. Salía del baile y peleaba, y encima eran gente más dura, hacían 15 rounds y se mataban. Ahora te caíste en la segunda y te tiran la toalla. Cambió mucho todo. Pero es mejor que te peguen una piña y te caigas a que te peguen 12 rounds. ¿Cuántos hombres se están bañando a la semana de la pelea y se mueren? Es por los golpes. Por eso ahora no te dejan pegar mucho. -Como entrenador, ¿cómo sos? -La psicología que me hacían a mí era fea, era para matar, ya. Yo como entrenador no lo hago así. Si veo que estás medio cagadón, que tenés miedo, te meto un poco el dedo en el ojete, pero si no, no, no porque es un deporte. No tenés nada contra esa persona. Dio tu peso y ya.
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Las chicas del gimnasio escuchan la charla en silencio y sonríen como avalando las palabras de Bilbao. Él las chicanea, disfruta hacerlas reír. Dice que cuando uno anda mal, tiene que andar y reírse, cagarse de risa, descargar. También dice que de las doce armas que tenía hasta hace poco, vendió once y solo se quedó con un fusil antiguo que le había regalado un viejo, “una reliquia de esas que no se consiguen más”. Aprovecha para ofrecer números para la rifa de un costillar, 10 botellas de vino, 3 cocacolas y 3 pollos. Cincuenta pesos el número, por cien números: son 5.000 pesos. “Con eso ayudo a los pibes y vivo también. ¿Entendés? Hay cosas para hacer, uno de pelotudo cae preso, porque si vos te ponés a hacer cosas… Hay que tener chispa nomás, pasa que hay personas que no tienen chispa”. Parece convencido de lo que dice, se ve que no tiene ganas de volver a caer y le sobran los motivos para mantenerse en pie, esquivando los golpes, recuperando el sueño de ser campeón. -Tengo dos hijos, uno de 14 y otro de 12, con distintas mujeres, vienen el fin de semana nomás. Mi hijo más grande juega al rugby y el Yoel está jugando a la pelota, es un goleador. Son los dos deportistas, lo que pasa es que las madres no quieren que boxeen porque uno juega muy bien a la pelota y el otro la madre no quiere por la cara, porque es bonito. La otra vez, Yoel hasta me dedicó un gol y casi me pongo a llorar. -¿Con ellos cambió la relación después de estar preso? -Y, puede ser también, porque ellos me mienten y yo me pongo loco. No me gusta. La cárcel te hace con el corazón duro y el que te hace algo que te molesta ya no lo querés. -¿Te preocupa que alguno caiga en cana? -Sí, mucho, no quiero. Por eso no quiero que hagan nada, yo les voy a dar todo, ya les dije. Que estudien y hagan deporte y hagan las cosas bien, porque antes de ir presos ellos voy a ir yo. Ellos me escuchan porque saben quién soy, qué es lo que hice. Pero como yo soy respetuoso con ellos… porque no soy un negro cabeza, yo me crié en buena familia, pasa que me hice así porque me enloquecí con las guachas y quería ser el más malo… Pero de ahí a ser un negro cabeza, no… si soy de una re buena familia. Pero bueno, es asi a veces, uno elige las cosas que quiere. -¿Con tu viejo cómo te llevás? -Mi viejo fue el primero que me fue a ver a Devoto. No me dijo nada porque ya se la veían venir. Mi viejo es una masa, medio frío. Mi abuelo también, plaga como éste. Canta tangos. Cantaba en los cabarets. A mí me gusta también la música, pero me gusta escuchar las letras, por eso escucho tango, Leonardo Favio… Cuando quiero estar tranquilo, estoy solo y me tomo algo, para relajarme, escucho eso, Goyeneche, Garúa. Es un temazo, es para uno que toma merca. -¿Vos seguís tomando? -De vez en cuando, no mucho pero… La adicción es el problema que yo tuve siempre de chico, no te voy a andar mintiendo ¡jajaja! El sábado me la pegué en la pera. -¿Qué es la libertad para vos? -¿La libertad? Es lo más lindo que hay, es salir a respirar. Pasa que uno a veces, en la vida… Por eso yo digo que no vuelvo más, porque no estoy delinquiendo y no tengo por qué ir preso. Y si me quieren meter de garrón van a ir seis o siete conmigo o voy a ir muerto. Me porto bien
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ahora, tengo un gimnasio de boxeo, tengo tres casas, tengo mi familia, mi papá, mi vieja, tengo mi hermana, mi sobrinita, mis hijos. Por ahí tenés días que andás mal, como todo, ¿viste? A todas las personas les pasa, pero bueno, más lindo que esto no hay nada. La libertad vale más que la plata, no tiene precio.
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