8 MARZO 2017
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8ª edición Vergüenza
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Editorial L
a vergüenza despliega su impotencia de la cabeza a los pies.
La vergüenza es una célula que se reprime pudorosa. La vergüenza sangra ante el pelotón de dudas, temblores y nerviosismo. La vergüenza provoca una sonrisita impaciente que se muerde los labios. La vergüenza se atrinchera ante el mínimo imponderable. La vergüenza es un lastre demencial insoportable. La vergüenza es pesimista. La vergüenza es un torrente de resignación. La vergüenza obstruye, descontrola, irrita. La vergüenza es pura debilidad, bruta debilidad. La vergüenza esquiva la exposición pero queda doblemente expuesta, pretende desterrar la timidez pero solo la multiplica, elige la comodidad pero tropieza contra preguntas inestables, sueña con redimirse pero incuba nuevas carencias, llora su agonía pero jamás se esfuerza por evitarla.
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Hacemos 27 Tomás Gorrini, Director Cristian Maluini, Editor Francisco Bertotti, Diseño Gráfico y Web Daniel Stano, Diseño Gráfico Gustavo Salamié, Fotografía Ignacio Porto, Comercial
Colaboraron en este número: Ariel Scher, Juan José Becerra, Walter Lezcano, Diego Tomasi, Ignacio Montoya Carlotto, Lucrecia Álvarez, Florencia Garbini, Andrés Fuschetto, Tito Villar, Victoria Nasisi, Felipe Romero Beltrán, El Waibe, Juan Battilana, Patricia González López, Juan Duacastella, Almendra Arrigoni, Ximena Jiménez, Néstor Centra, María Paz Moltedo, Pato, Leila Sucari, Cinthia Baseler, Gabriel Bertotti, Verónica Cerna, Joaquín Laurens, Nicolás Garibaldi, Já Ant, Maru Cian, Mariana Betancur, Leonardo Silva, Juan Peña, Diego Flores, Sofía Martina, Cecilia Fanti, Sofía Iezzi, Facu Bella, Gustavo Grazioli, Azul Zorraquin, Noelia Casas, Beto Ledes, Clara Catelli, D, Carola Borquez y Regina Lerose.
Les agradecemos especialmente: A Campari. A Butti. Al Francés. Al Café Rivas. A Natalí Serrano y a Nyca. A la vieja y nueva guardia. A los que siempre están. A la familia de 27.
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PRÓLOGO p. 10 1· CASI TODA LA VIDA p. 12 2 · PLEGARIA p. 18 3 · DES – APARECER p. 20 4 · SIN VERGÜENZA p. 26 5 · EL PRECIO DE LA CARNE p. 34 6 · NO TE HAGAS DRAMA p. 42 7 · LA CASA p. 43 8 · CANCIÓN DE EXISTENCIA p. 50 9 · ME MATA LA TIMIDEZ p. 52 10 · HACETE UN AMIGO p. 55 11 · BARRILETE NO REMONTADO p. 57 12 · LA BAÑADERA VACÍA p. 62 13 · EL FIN DEL MUNDO p. 65
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14 · NAIROBI p. 71 15 · UNA VIOLACIÓN VERGONZOSA p. 77 16 · TERREMOTO ADENTRO p. 90 17 · SALIR AFUERA p. 93 18 · LA TAREA p. 104 19 · DOGO ARGENTINO p. 106 20 · LOS COLORES DEL AMOR Y EL 2000 p. 115 21 · NUNCA SERÉ ENRIQUE SYMNS p. 119 22 · ETIMOLOGÍA p. 122 23 · LA PLATA DE LA ABUELA p. 123 24 · JUEZ CONFESOR p. 127 25 · LA MADRASTRA p. 136 26 · CAROLA Y VALENTINO p. 138 27 · COMO UN FANTASMA p. 144
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Prólogo Por Ariel Scher
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las dos menos cuarto de la tarde de ese domingo idéntico a mil domingos, el Flaco tenía los labios blancos y la dicción enredada que les aparecen a los hombres buenos cuando están por dejar a una novia suave. Sus viejos amigos repetían los rituales de treinta y seis años de ida a la cancha compartida mientras él, solo él, los miraba y sabía que esa vez era una vez distinta. De golpe carraspeó o tronó y dejó que unas palabras atragantadas le migraran del corazón a los labios. “Necesito decirles algo”, avisó con voz urgente y, entonces, los rituales cesaron y empezó un silencio. El Flaco carraspeó o tronó de nuevo, y, al final, habló: –Muchachos, la verdad es que nunca me gustó el fútbol. Uno de los amigos se sentó por el efecto del impacto. Otro hundió las manos en las canas que le habían crecido en el último lustro. Otro más puso la vista en el cielo y amagó con dejar de respirar. Un cuarto amigo, sensible porque acababa de debutar como abuelo, quiso dar un paso hasta donde estaba el Flaco pero no pudo y se puso a llorar. “No me gusta, es así. No me entusiasma una gambeta y no sé qué gracia hay en mirar a un arquero estirado en el aire”, asumió, más suelto, el Flaco, el mismo Flaco al que esos amigos jamás habían visto faltar a las canchas. Alguno insinuó una pregunta, pero el Flaco no le dio tiempo porque, ya sin carraspear o tronar, explicó: “Pero no me arrepiento de estos domingos y de estos años. Del fútbol me gustan el eco de las voces de los que van llegando a un estadio, y cuando un pibe mira a su papá y cuando un papá mira a su pibe, y cómo se esfuman las angustias del fin del domingo, y lo bien
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que queda todo eso en un cuento de Fontanarrosa. Y me gusta que es una ceremonia genuina, y que un desconocido puede merecer un abrazo y que hay días gloriosos en los que se ve gente feliz”. El Flaco sintió que no le quedaban ni dicciones enredadas ni casi tampoco palabras. Miró el avance del reloj y pronunció lo único que tenía pendiente pronunciar: –Vamos, que se hace tarde. El amigo de las canas quiso hablar, pero el Flaco supo anticiparse. “Lo otro que me gusta del fútbol es estar con ustedes” fue su confesión última. Después, se fueron a la cancha. El amigo que había sido abuelo ya no lloraba cuando partieron todos juntos, igual que en la vida entera.
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Casi toda la vida Juan José Becerra | Florencia Garbini
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n 1972 me disfracé de payaso. En 1974 me disfracé de pescado. En el primer caso, dije algunas frases de bienvenida a un acto escolar. Pero algo ocurrió en mi interior, un llamado perentorio a la desobediencia, y de golpe pasé a improvisar sobre asuntos sin sentido que, como sabemos, también es un arte dramático de prestigio. Nacía una estrella del show business. Por lo que representar más tarde a un pescado no tenía por qué mellar mi carrera. Me tocaba integrar una línea de pejerreyes que atravesarían el escenario nadando crawl en seco. Se inauguraba la pileta descubierta del Club Sarmiento de Junín. La música que marcaba el ritmo era I shall sing by, de Art Garfunkel. No se sabe quién la eligió. Gran parte de los hechos importantes de la vida son orquestados por operadores anónimos. La canción es una especie de reggae que desarrolla un ritmo sostenido hasta los últimos veinte segundos, en los que ocurre una misteriosa aceleración, como si Garfunkel hubiera tenido que salir corriendo al baño. Ese vértigo inesperado me perdió. Tropecé con el borde metálico del último escalón y rodé sobre el escenario, dejando en el aire una nube de malón. Estos episodios fueron experiencias extremas de vergüenza personal detrás de los cuales estuvo mi madre, acicateando mi salida a lo que podemos llamar “un escenario”, y moviendo los hilos de los que yo colgaba sin soberanía. Por lo que mi primera lección social fue que no hay que evitar el ridículo. Al contrario: hay que provocarlo como una manera segura de aligerar las cargas implantadas que lleva nuestra imagen y, de paso, dominar la escena aunque lluevan las miradas de los censores.
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Para mi madre la vida es un escenario que se desplaza a una velocidad supersónica y del que es imposible bajarse una vez que se ha subido. En ese artefacto, ella sigue atravesando estaciones biográficas, entre las que no hay una que se parezca a las otras. En su ramal de alta velocidad, la vi hacer las veces de madre sub-20, esposa abnegada, maestra bonaerense, mentora de un gimnasio, repostera compulsiva (un disgusto: una torta), ecónoma, asistente amorosa de enfermos terminales (sus padres y un esposo), jubilada, poeta (eso dice la placa del frente de su casa fileteada por Martiniano Arce), actriz vocacional, viajera a destajo, as de la extorsión filial, animadora radial, figura televisiva, productora de eventos y muchacha punk. Cuando este verano me contó que había tomado un té en el hotel Costa Galana de Mar del Plata con la millonaria Marta Fort, me temblaron las piernas casi tanto como cuando una vez me anunció que le habían ofrecido integrar una lista de concejales cuyo jefe político sería Luis Patti, tentación a la que por suerte no alcanzó a ceder. La vi en Miami, puliendo las veredas de Ocean Drive, en charlas peripatéticas con su nueva amiga. ¿Podía darse, entonces, y en cualquier momento, una cumbre entre Ricardo Fort y yo? ¿De qué hablaríamos: de la prosa de Mario Levrero o de la carrocería de aluminio del Rolls Royce Phantom? Ya había recibido un golpe de esa naturaleza hace algunos años. Un accidente del control remoto me llevó al programa de Chiche Gelblung. Y de golpe la veo a mamá, en el foyer de un teatro, hablando maravillas de Sandro en un canal de aire. Mi madre: una “nena” más del ídolo de América. Hay algo muy superior a la vergüenza que mi madre me ha proporcionado en un sentido mayorista: mi admiración, menos por su vocación materna –que va y viene– que por haber sabido darse forma de persona que sabe vivir, aún cuando para que eso ocurra deba dinamitar periódicamente su identidad, de la que no tendrá problemas en extraer otra, y luego otra más. Comencé a sentir en plenitud esa admiración cuando me anunció su tercer casamiento. ¡Por iglesia! La comodidad la llevó a que fuera en la capilla siriano ortodoxa que está justo enfrente de su casa, donde pasé la víspera. Me preparé todo el día para cruzar la calle, pero la vergüenza me atenazaba en ese interior en el que –dicho sea de paso– me “hicieron”, y llegué tarde. Los novios salieron empujados por el Ave María de Schubert y subieron a un auto envuelto en cintas blancas. La fiesta fue en un salón de extramuros, y a nadie le importó que fuese un hecho de reincidencia porque mi madre lo hizo pasar como una primera vez (todas las repeticiones deseadas lo son). Se arrojó el ramo y se tiró de las cintas hundidas en la torta. A las cinco y media de la mañana el stress postraumático me había derretido y con mi mujer y mis hijos decidimos levantar campamento. Me acerqué para despedirme, y mamá me dijo: “¿Cómo? ¿Ya se van? Bueno, nos vemos mañana”. Y siguió revoleando el cotillón –espantasuegra, zanahoria de plástico, peluca metalizada– hacia el centro de gravedad de la fiesta en la que se había depositado el carnaval carioca. Subí al auto preguntándome si se había casado o había actuado de novia. Pienso que todas las vergüenzas son ajenas. Porque lo único propio de la vergüenza es ese impulso que nos obliga a replegarnos cuando experimentamos la crisis de identifica-
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ción que nos lleva a decir “yo no haría eso”. Sin preguntarnos si no lo hacemos porque no queremos o porque no podemos. Es decir: porque no lo deseamos o porque, aún deseándolo, nos da vergüenza. De modo que las performances de mi madre, casi todas biográficas, y por medio de las cuales la vida se reduce estrictamente a un espacio de representación teatral, despertaron lentamente en mí un programa de desinhibición que me ha servido para vivir, y para escribir. Pero además de ser hijo de una mujer más o menos exhibicionista, también lo soy de un hombre más o menos misántropo. Digo más o menos porque mi madre ha de tener sus momentos de reserva y mi padre de sociabilidad (aunque no conmigo). Tenemos por un lado el agua y por el otro el aceite. Pero ¿qué matrimonio no se compone, incluso mientras todo va bien, de personas separadas? De ese tipo de mezclas incompatibles –como mínimo dos mitades– está hecha esa materia inestable llamada identidad. Mi padre es casi exclusivamente un peronista. Tan peronista que una vez, discutiendo con uno de mis amigos, quiso decirle “perdón, perdón” con el fin de interrumpirlo y le salió: “Perón, Perón”, palabras en las que se enlazaban el estribillo de la Marcha y la fórmula presidencial de 1973. Desde hace sesenta años, y casi a diario, esa pasión llega al cenit de la descarga personal cuando discute con su hermana, quintaesencia de la dama gorila de provincia. Tienen una agenda de un solo tema: el peronismo, lo que hace que las conversaciones sean irreductibles, similar al choque frontal de dos piedras. Mi padre milita para su yo –sino para su antes–, por afuera de cualquier acuerdo. Es un estilo basado en una correspondencia que mantuvo con Perón. Él le escribió y Perón le contestó en la carta serial pero autografiada que duerme su siesta histórica en mi biblioteca. Desde el vamos, su peronismo fue un prolongado trance místico, sin intermediarios, sin aparato y, de algún modo, santificado por su renuncia a vincularse con los recursos materiales que hacen del Movimiento, entre otras cosas, una enorme agencia de servicios sociales y, quizás, la bolsa de trabajo más grande de América Latina. Por afuera de la realidad justicialista, mi padre es un misionero que catequiza con las veinte verdades en los escenarios más insólitos y adversos. En los cumpleaños de los nietos, en Navidad, en los bares, en el Club de Planeadores de Junín –donde prácticamente “vive”– y ante los íntimos o los desconocidos, siempre se lo verá desenvainar peronismo e introducirlo del modo en que lo haría un cuchillero dispuesto a revolear su daga contra quien se cuadre. Fiel a su práctica de dividir en mitades los espacios de discusión (como en las historietas, tenemos un hemisferio del Mal y otro del Bien), es posible que haya utilizado esa y otras posturas intransigentes como un recurso de ruptura capaz de mantenernos lejos de sus dominios de soledad.
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Una noche salimos del cine (pasaron 27 años, pero mi recuerdo reluce en 3D) y, de la nada, me dice: “No seas como yo”. Fue un hermoso slogan contra la corriente y, además, un gran consejo general que atacó de lleno el sistema de autoexclusión que lo apartaba de los mercados del amor, del trabajo, de la familia, de la sociedad y de la economía. Un sistema que diseñó con el fin de administrar el único patrimonio que para él vale la pena defender: el del tiempo propio. Inesperadamente, su monomanía llamada peronismo dejó de afectarme y hasta me volví un idólatra tardío de ese monasterio unipersonal en el que, justamente él, defensor de las masas (aunque no tanto de los individuos que la componen), reina de un modo paradójico. En realidad no era su identidad peronista lo que me avergonzaba –y menos en los últimos años, en los que me he estado sintiendo todo lo peronista que puedo ser– sino su manera de imponerlo en la familia, sabiendo que se trataba de una imposición que dividía. Porque más que un peronista, mi padre es un antinomista, capaz de pulverizar los frentes internos más sólidos, como cuando nos sentamos a ver ganar a Boca y, apenas empieza el partido, dice “hoy perdemos”. Los padres quieren que los hijos sean como ellos; y los hijos quieren que los padres no sean lo que son. Tenemos aquí una guerra de autoridad que dura casi toda la vida. Pero los años traen el armisticio que hemos estado esperando. Es el momento de la reciprocidad y el entendimiento. Entonces, qué más da, nos unimos a lo que no podemos vencer.
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Plegaria Victoria Nasisi | Almendra Arrigoni
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¿ o te da vergüenza comer con la boca llena? ¿No te da vergüenza andar con los mocos colgando? ¿No te da vergüenza seguir usando pañales? ¿No te da vergüenza jugar a las muñecas siendo varón? ¿No te da vergüenza volcar el vaso sobre el mantel de la abuela? ¿No te da vergüenza hacerte la rata el día en que tenés prueba de matemáticas? ¿No te da vergüenza tenerle miedo a la oscuridad y a los monstruos imaginarios? ¿No te da vergüenza llorar delante de tus amigos? ¿No te da vergüenza disfrazarte de Batman cuando todas tus amigas van de princesa? ¿No te da vergüenza ser la única a la que no sacan a bailar? ¿No te da vergüenza no lograr patear bien un penal? ¿No te da vergüenza estar tan gorda? ¿No te da vergüenza hacer un capricho en medio de la juguetería? ¿No te da vergüenza tirar comida cuando hay nenes que no tienen para comer? ¿No te da vergüenza que me llame la maestra porque le faltaste el respeto? ¿No te da vergüenza que ninguna quiera ser tu novia? ¿No te da vergüenza usar ropa heredada de hermanos mayores? ¿No te da vergüenza que tus papás se hayan separado? ¿No te da vergüenza que tu novio sea barrendero? ¿No te da vergüenza no poder pagar el viaje de egresados? ¿No te da vergüenza no probar un porro?
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¿No te da vergüenza el asustarte cuando te llevo al pediatra de toda la vida? ¿No te da vergüenza que los varones sepan que ya te vino? ¿No te da vergüenza rascarte las partes íntimas? Por favor. Alguien que me enseñe a vivir con tantas vergüenzas acumuladas. Se me está haciendo demasiado difícil.
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Des-Aparecer xD
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La inspiración puede ser una forma de la superconciencia, o tal vez del subconciente... no lo sé. Pero sé que es la antítesis de la timidez. Aaron Copland (1952)
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Sin vergĂźenza Diego Flores | SofĂa Martina
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onzalito entró al bar trastabillando en la entrada, su aspecto como siempre era bufonesco. La camisa, herencia del tío Horacio, colorida larga y desabrochada en los puños, el pantalón con un dobladillo más largo que el otro, unas zapatillas estilo running enormes y desatadas provocaban un extraño composé con un cuerpo diminuto y flaco. Gonzalito, que había dejado de ser Gonzalez apenas asomó al barrio, era una suerte de garabato caminante, una creación irónica de un dibujante cósmico y perverso. Vivía con su tía, en una casa arcaica que el tío Horacio había construido a fuerza de tesón, trabajo y peronismo hace ya un tiempo difícil de encontrar en el almanaque. La presencia de Ibañez en el bar era anunciada por el citroen 2CV rotoso que estaba en la puerta. El trasto conocido popularmente como “patito feo” presentaba una conjunción de colores que hacía difícil definir cuál era el principal. Ibáñez, Carlitos Ibáñez, lo compró en una de esas transacciones donde no abundan los papeles y las cédulas, y donde el todo se cierra con un apretón de manos traicionero. Lleno de magullones el bólido arrancaba con la famosa juntada de cables. Ahí en el fondo estaba Ibáñez, jugando con un pucho apagado, el pocillo de café vació y la mirada perdida hacia el ventanal, vislumbrando un horizonte promisorio lleno de dinero y mujeres, las dos cosas más importantes para él. Antes de que Gonzalito se acercara, la mirada de Ibáñez lo interceptó en el trayecto. –¡Gonzalitooo, Gonzalitoo querido! Vení, ¡sentante mi viejo! ¿Qué tomás? –No sé…un licuadito –¡Rubén! ¡Che Rubén, traele un cortado a mi amigo Gonzalito y otro para mí! – No, pero yo… –Sentate Gonzalito, qué pinta hermano. Siempre tan exótico vos, no sé de dónde sacás esa vestimenta. –Del tío Horacio, Carlitos, si no tengo un peso. – Qué fenómeno que era el tío Horacio, qué buen tipo, laburador viste, pero al pedo, Gonzalito, al pedo, se quemó la vida laburando y pa qué carajo laburas toda la vida. ¿Qué te digo yo siempre Gonzalito? –Que laburan los giles. –¿Y es así o no? –Y, no sé, hay que hacer el mango, ¿viste? Además perdóname pero mi tío Horacio no era ningún gil– dijo Gonzalito con una dignidad que se parecía a la vergüenza. –¡Pero no Gonzalito! No me mal interpretes mi viejo, yo te digo que tu tío Horacio era un fenómeno, buen tipo, lindas camisas, una casita acá en el hermoso Oeste, no era un gil así como quien dice gil gil… pero laburaba mucho, al pedo hermano. Todo el día metido en esa caja de cartón, le robaron el alma pobrecito Horacio. El mozo del lugar, apodado el Mago Rubén, quien era medianamente ancho, con una joroba llamativa y macabra, portaba un bigotón blancuzco y frondoso, se les acercó con dos cortados y un par de sobres de azúcar. Se sospechaba que Rubén era mozo del bar antes de que este abriera, era un ser formado en la vieja escuela de los mozos, poca amabilidad y parla, una fidelidad extrema con los habitúes del lugar, con una comprensión inaudita del mensaje de señas y una memoria borgeana para los asuntos de pocillos y minutas. El apodo lo había ganado
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dada su capacidad sigilosa para moverse por el restaurante y servir. El Mago se movía entre las mesas como una pantera a punto de cazar un antílope. Como todo buen mozo “old school” Rubén tenía un lado oscuro, una actividad inconfesable, un ardid de chapuzas y secretos que no develaría. Una frase lo marcó en sus inicios: oí, le dijo un colega en vísperas de retiro, los mozos no se confiesan. Que hablen los clientes, vos opiná de futbol y del clima ¿ta?, y eso hizo Rubén, para siempre. –Entonces lo que yo te quiero explicar –dijo Ibáñez– es que acá en este pedazo de tierra que algún ñato llamo Argentina, para que te vaya bien tenés que ser caradura, chantajear, vender espejitos de colores, está en nuestra sangre, en nuestro ADN. Los correctos, los que se comen el tocuen de la ley de la moral, de las reglas, de todo eso, salen perdiendo, Gonzalito querido. Son unos olfas, unos amargaos, unos tristes. Cuchame, si este país está lleno de bogas y psicólogos, chamuyeros de primera pero con papeles, digamos, y la gente compra, ¿entonces qué? Es simple: o estás del lado del que va y compra contento o estás del mío, pim pum pam, vas venís compras, llevás traes, dejás. Mire doña, esta oferta y usté caballero… Sí, sí, mire lo que tengo. ¿Sabés que hay que evitar en este país papá?, el laburo hijin, el la-bu-ro. Los giles laburan, los que se levantan todos los días a la misma hora, que tienen una vida de mierda y compran las heladeras en cuotas y se ponen contentos y se sacan fotos. Y las suben y las comunidades de mediocres van y aplauden. Viva, viva y ahí andan los eunucos felices con sus deudas. ¿Querés que te cuente un chiste? ¿Querés o no? Cucha Rubén, vos también. Ahí va… el trabajo es dignidad. ¡Ja! ¡Qué hijos de puta! Cómo la vendieron, un genio el tipo. ¿O no Maguito?– cerró Ibañez su monólogo cargado de verborragia. Rubén asintió con la cabeza prescindiendo de la oralidad. –Hasta el maguito te lo dice, y eso que el labura como un condenado –dijo Ibáñez–, pero él es pillo, Gonzalito. Vos en cambio siempre andás en la comarca de la duda. Cada tanto te agarran ataques de culpa y te levantás temprano, te peinás con la raya al costado, te calzás el uniforme de los tristes y salís a golpear puertas mendigando laburo. Y después volvés conmigo, cuando yo te ofrecí mil negocios para hacer pero a vos te da cosita, te de vergüencita me decís. ¿O no? –Y sí, pasa que a mi tía… no le alcanza con la jubilación y yo quiero despegar. –¿Sos un avión? ¿Qué querés, Gonzalito? Andá y anotate en el ejercito de los giles, andá, dale y sé feliz viviendo la misma vida mediocre de todos los días, repleta de planillas y relojes. Pero hacete cargo mi viejo, porque no hay trole que te deje bien a vos, después venís mendigando unos pesos. ¡Lo del trole lo decía tu tío Horacio! ¿Sabés que de ahí viene la palabra trolo, no? –¿Eh? –Pero claro, Gonzalito. ¡Rubén! ¡Rubén! –gritó Ibáñez al mozo, que estaba pasando un trapo húmedo por enésima vez en la barra–. ¿Vos sabés porque a los trolos les dicen así? –Ni idea –dijo Rubén fingiendo ignorancia. –Porque al trole bus se subía por atrás, ¿entendés? Como a los trolos te les subís por atrás, ¿va? Aprendan hijos míos. Ya sabés algo más Gonza. Ahora, a lo que iba. Yo no tengo una vida de aristócrata, eso está más que claro, pero sí soy más libre que muchos perejiles, ¿por qué? Porque dispongo de mi tiempo y de mi vida, viste que hay gente que se desespera en las vaca-
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ciones, que sale corriendo, que paga pasajes, que quiere vivir todo rápido en esos días, porque el resto viven esclavos de no saben qué. Bueno, yo no. Yo agarro el auto, el citroen ese, que está destartalado pero me lleva y me trae, Gonzalito, y con eso basta, que está jodido conseguir guita, que ya no es como antes, vos ya lo sabés, ¿o no Gonzalito? ¿Por qué no es como antes? –Por la informática y las computadoras. –¡Exacto! Por la informática y las computadoras. Muy bien Gonzalito, las computadoras arruinaron nuestro laburo, el de los antisistema, de los que vivíamos al margen. Antes ibas y pegabas un préstamo de diez lucas con un documento trucho. Sabés a los prestamistas que cagué, a esos de dinero fácil, de dinero ya y no sé cuántas empresas de garcas que le roban guita a los desesperados y a los jubilados, a los pobres viejitos. Yo, lo último que le pude despojar a este sistema del orto, fue una luca ochocientos que le choreé a los de tarjeta naranja. Flor de somier me compré, Gonzalito. Si hablarán las rubias que me he llevado a ese catre, pero ahora no, todo está registrado, te tirás un pedo y a los diez segundos lo encontrás en gugle. Y lo peor es que a esta altura las máquinas no se equivocan si ahora querés estafar, robarle al imperio del dinero, tenés que hacer carrera en programación informática o no sé qué cosa y ahí los filipinos nos cagan a palos. ¿Vos sabés de computación, Gonzalito? –Y no, un par de veces la usé, hice algún trámite para mi tía para la AFIP, pero no sé mucho tampoco. –Claro, peeero… –dijo Ibáñez con ojos picarescos, llevando a Gonzalito al rincón de argumentos que había preparado. –Peeero… –repitió Gonzalito, entusiasmado ya por la gestualidad de Ibáñez como si supiera de lo que este iba a hablarle inventando una simetría que no era tal. González era uno de esos tipos fáciles de manipular, de los que jamás se enfrentaban a una contingencia sino que eran arrastrados por los vientos de problemas de la vida diaria como si el destino fuera un curso inalterable. –Pero Gonzalito, ete aquí que hay que aggiornarse, aprender lo mínimo y andar atento. ¿Sabés que es lo que sigue fallando? ¿Sabés dónde se filtran las grietas?, ¿dónde los tentáculos del control del sistema no llegaron? A la gente hermanito. La gente sigue confiando, sigue creyendo, sigue cediendo. La gente no puede procesar información como las máquinas. La gente tiene lados flacos, zonas sensibles donde baja la guardia y ahí entramos nosotros. ¿Entendés? –Y no sé… más o menos. –¡Y no sabés y no sabés! Quiero saber si me vas a seguir en esta porque el negocio es bueno, hay que hacer un laburito de hormiga pero a la larga vamos a sacar unos buenos mangos. ¿Es agradable el laburo? No, pero es la que queda, Gonzalito. ¿Hace cuánto que no hacemos unos mangos? Venimos pichuleando 500 pesos por semana. Los últimos laburos que hicimos pagamos la comida, ¿y qué más? Nada, ni para un copetín acá en el bar, si no fuera porque el Rubén nos fía. ¿Hasta cuándo vamos a seguir así? ¿Estás o no? –Y bueno, la verdad es… –Ese es mi Gonzalito viejo y peludo nomás. Te voy a contar rápido cómo arrancó todo esto. Pedile a Rubén dos cafecitos más y que los anote.
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Ibáñez se acomodó en el asiento y se reclinó hacia adelante creando sin más que un movimiento corporal un nano clima íntimo, una suerte de cabina del silencio entre él y Gonzalito, que escuchaba atentamente, con ansiedad y algo de temor. Cucha, no va que estoy saliendo con la rubia esa potente que me levanté por ahí por el cheboli de Moreno, hermosa. Normita. Linda ella, es buena, ¿viste esas minas buenas? Así con esa cosa de inocencia del conurbano. Así que me invita a la casa que quiere llevarme a comer, que me regaló un par de camisas. Claro, yo algo de pinta tengo todavía y medio que me quiere llevar de las amigas presentable… yo la quiero pero… bueno, cuestión que la Normita cuida animalitos, está en un grupo de Facebook de esos que cuidan animales y entre quienes integran esos grupos cuidan gatos, los lavan, los secan, les dan la papita, el agüita, les dan las vacunas y les hacen operaciones. ¡Atendeme a eso que les hacen operaciones, eh! ¿Qué pasa con las operaciones? –¿Qué pasa? –dijo Gonzalito haciendo montoncito. –¡Cuestan guita! ¿Cuánto? Tres, cinco, nueve lucas así de una. Se financian entre ellas, autogestión, van, piden prestamos al municipio, son tenaces las minas esas, yo las respeto. Entonces, ¿qué hice? Me metí en el Facebook al grupito y puse “qué lindo gatito” y “hay que seguir trabajando”, y ese verso como para hacer chapa, las amigas de la Normita me conocen, yo un par de veces llevé un par de mininos a operar. Medio que me dieron luz verde desde ahí, ¿entendés? Entonces no va que me fijo en el Facebook y hay un montón de grupos del Oeste, de Moreno, Ituzaingo, La Matanza, Hurlingham, Merlo, Morón, todo el Oeste. Y hay varios grupos, yo después te paso los nombres. No va que la otra vez voy solo a “huellitas”, el lugar donde está la Norma, y me dicen que si no les puedo hacer un favor y llevar un gatito a operar y después a General Rodriguez que ahí hay una persona que lo va a agarrar para tenerlo en tránsito creo que le dicen. Entonces le digo que sí, que lo puedo llevar pero en un par de días, que no hay drama, entonces las mina me dice buenísimo y me da el minino: una cosa negra y horrible y pobre y me da luca y media para que lo vaya a hacer operar y le digo ¿qué paso?, pobrecito mishifú y blablá y la mina me dice que tiene una patita que hay que entablillarla y que esto y que lo otro. ¿Y entonces, Gonzalito? Y entonces me fui a dar unas vueltas y agarré un gatito de la calle, viste que hay lugares donde está lleno: estaciones de tren, inmediaciones de las villas, hospitales… agarré a uno, negro y más o menos parecido al que me dieron pero más o menos. Y yo pensé: si tiene tres millones de gatitos estas locas de mierda ni deben saber cuál es cuál. Entonces agarré el otro sanito y se lo llevé a un amigo que es enfermero ahí en el Posadas y necesita unos mangos. Es del palo, digamos. Él sabe, entonces le pone al sanito una tabla y una venda en la patita, ¿viste? Se la pone ahí y me dice listo, dale que sale perfecto. Le tiré 50 pesos y le dije que por ahí necesitaba más favores como este y me dice dale que va y se guardó el sarmiento en el bolsillo de la camisa sin vacilar. Entonces agarré el auto y me fui a casa, medio que mi vieja me dice qué es ese gatito qué pasa pero después no hinchó más las bolas. Entonces pensé y maquiné dos días en casa el finde, viste, no salí, me guardé, el domingo tomé unas copas. No vas a creer que no tuve culpa, Gonzalito, pero hay que sobrevivir. Entonces pensaba: qué pasa si se da cuenta, qué pasa si salta la ficha y dije no pasa nada, ¿qué carajo va a pasar? Si hay gente que hace cosas tremendas y anda sin dramas. Y me dije para mis adentros “tengo que dejar de pensar”. Los que piensan pierden, hay que hacer así, porque así se hace el mundo y la guita, haciendo no pensando, qué va a pasar si hacemos A o hacemos B, entonces encaré para
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la dirección que me dieron, el minino saltaba por todo el auto lo más bien, no parecía que lo hubieran operado porque claro no estaba operado. ¿Me seguís? Así que le di unas gotitas que compré para sedarlo y así daba la pose de recién operado. Y más o menos se calmó el bichito que quedó tumbado. Ibáñez se acomodó aun mas, corrió los pocillos del centro de la mesa y los posicionó en cada punta despejando el área como si lo que saliera de su boca fuera tan importante que hiciera volar por los aires todo lo que se encontraba en su camino. –Toco timbre, ¿viste?, y digo “hola, Marisa, soy Carlos, vengo de huellitas. Sí me dice la mina y sale, me saluda y yo le muestro el gato y ella lo mira extraño. Y yo medio que me cagué un poco. Y ella dice “no sé por qué me lo imaginaba de otro color, pero no sé, si ni siquiera vi una foto”, y se rió medio nerviosa. Es hermoso le digo yo, ni lento ni perezoso, para cambiar el tema de la identidad del felino, es buenito. Yo me encariño enseguida, le puse de nombre “pelusita” pero si querés le podés cambiar el nombre le mandé. La operación salió joya, pero tiene un carácter un poco inquieto y lo vas a tener que sedar para que no se resienta de la patita, pero me dijo el veterinario que como es joven en una semana lo podés desentablillar y listo. ¿Viste que fue una operación menor? Sedalo, a mí no me gusta hacer eso, pero no se queda quieto, Marisa. Bueno, me dijo ella. Y la empecé a chamuyar con qué lindo barrio y qué bonita tu casita y a qué te dedicas y pim pum pam, esperé a que pasen un par de días hasta que me cayó un mensaje de la mina de Huellitas agradeciendo por lo que hice y que tenían una situación similar, si podía llevar a un perrito que estaba abichado por Moreno, ahí me porté bien, además era un perro, los perros son un quilombo para cambiar, los gatos… los gatos de los pobres son todos iguales, feos, raquíticos, medio ariscos, los perros son distintos, son otra cosa, ¿entendés, Gonzalito? Después yo me ofrecí a llevar un gatito que había que operarlo de orejas, feo el minino ese. Mamita, qué cosa más horrenda, aparte yo no sé si los gatos se pasan la data o qué, pero este me rasguñó todo como si supiera el hijo de puta. La cuestión es que me pasan tres lucas y me tiran unos pesos para la nafta. Agarro a otro minino parecido, pero este me costó más encontrarlo. Porque no todo es tan fácil, Gonzalito. Se lo llevo a mi amigo enfermero y pum, le hace un laburo bárbaro en las orejitas, le mandó una cinta que encontró ahí y chau. Lo devolví. Las pibas del lugar chochas con el gato, claro, si escuchaba fenómeno, diez puntos. Se caía una pluma y escuchaba el bichito. La cuestión es que la última que hice fue una operación grande, me dijeron que era de suma urgencia y que me iba a acompañar una tal Betiana. Yo empecé a meter excusas con el horario para poder ir solo, le dije, vos fijate qué vivo que estuve, porque insistí que lo lleve otro porque a mi entender esa operación no se podía demorar pero que no podía por los horarios, que si ellas querían yo podía tal día pero a la nochecita y que tenía un veterinario de campo amigo, les mandé que podía solucionar lo de la operación, que era un tipo muy bueno que estaba de paso en Buenos Aires porque iba y venía a Azul y a otros lugares de por ahí. Resulta que me dijeron dale que sí, Carlitos, y me pasaron ocho lucas. Ahí le tuve que pasar una luca al enfermero. El reemplazo para este lo tenía en casa, porque fui acumulando, ¿entendés? Fui encontrando mishis por ahí, iba a buscar a capital que en algunas plazas van y te los regalan sin muchas preguntas y los fui poniendo en la casa de mi vieja en el fondito. Y el enfermero, te decía, le hizo terrible laburo. Le paso una presto barba en la panza para que pierda pelo, le puso un poco de anestesia y lo coció encima de la panza sin abrirla, como que lo hizo para que le quede la marquita, después le metió unas vendas, como
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que lo momificó y listo, pasó. –¡Ah! Y yo a todo esto, ¿qué tendría que hacer? –preguntó Gonzalito, que ya estaba merodeando la modorra. –Dos cosas: la primera es que yo no puedo tener a todos esos gatos de reserva ahí, son como quince o veinte y el fondo es chiquito. Es fácil mantenerlos, les doy arroz y cada tanto baldeo y listo, pero mi vieja es rompe huevos y además descubrí que es medio alérgica a los gatos, le salieron unas ronchas en la piel –mintió Ibáñez–, vos tenés en la casa de tu tía un lindo galponcito, los metemos ahí. ¿Entendés? –Y no sé –dudó Gonzalito–, pasa que mi tía… –Tu tía las pelotas, González –le espetó Ibáñez cambiando el tono y los modos–, poné los huevos y lleva guita a tu casa, hermano. Te voy a dar tres lucas para arrancar, ¿ta? –Sí, sí –dijo González tragando saliva –, ¿y la otra cosa? –Vení, seguime –dijo Ibáñez. Caminaron hasta el Citroen, Ibáñez no estaba nervioso pero sí inseguro. Se puso un pucho en la boca sin prenderlo, lo hizo jugar por sus labios, relojeó la zona y le ordenó a Gonzalito que se ubique en un lugar determinado para taparlo. El cielo estaba enteramente gris y una brisa escueta sacudía la copa de los árboles de manera tenue. En la calle no había un alma, salvo por un niño pequeño que atravesó corriendo la calle de manera fugaz. Ibáñez miró a Gonzalito con aire serio. Abrió el baúl del auto y de allí se desprendió un olor extraño y nauseabundo. Levantó un cartón, debajo había una caja con mantas y desde allí extrajo un gato famélico al que tomó por el cuero. Temblaba y su respiración era casi imperceptible, mientras la cara de Ibáñez se contraía en una mueca que oscilaba entre el asco y la misericordia. –Yo soy un hijo de puta –dijo Ibáñez–, pero no los puedo matar, estos son los que me dan para operar y ya no sirven. El Rubén mató un par pero es un loco hijo de puta, los cuelga, los tortura y me cobra carísimo. Este es el primero, es Pelusita. Lo envolvió en una manta y se lo tiró a Gonzalito. –Tomá, matalo y tiralo en algún conteiner de basura. Mañana nos vemos.
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El precio de la carne Walter Lezcano | Facu Bella
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apá odiaba a mi abuelo materno. Fue un odio que se construyó, lento y seguro, durante el tiempo que papá estuvo detrás de mamá y al final ella, un poco cansada y más que nada para sacárselo de encima según me enteré después por una tía, aceptó y le dijo que sí para salir. Papá me contó cuando yo era chica que no lo podía creer: ese fue uno de los mejores días de su vida porque mamá era la única chica que realmente había amado, incluso desde antes de darle siquiera un beso en la mejilla. Era uno de esos amores de conurbano: crecer juntos en el barrio y repetir la misma historia de los padres. Parecía un callejón sin salida. Pero eso no importa ahora. Las cosas a papá le salieron como esperaba: terminaron saliendo, poniéndose de novios, casándose, armando una familia con cinco hijos, comprando un terreno con una casilla chiquita de madera que de a poco iba sumando un ambiente de material y, bueno, todo lo demás: la rutina de vivir amontonados. Papá nunca quiso otra cosa más que compartir su existencia con esa mujer y pudo lograrlo. Nosotros fuimos el bonus track del asunto. Todo eso sin importarle si a mamá le pasaba lo mismo con él. El viejo era pura entrega. Lo envidio por eso. Yo para cada movimiento que hago calculo cuánto voy a ganar: sea poner guita en algo o empezar una relación con alguien. No sé si estoy idealizando pero en mi memoria fueron unos años maravillosos y felices donde no teníamos nada más que a nosotros mismos. La cosa humana lo era todo. Como si esas carencias que pasábamos para poder mejorar la casa –otra de las obsesiones de papá– no nos importaran porque podíamos hacer chistes, reírnos y contar con el otro para cualquier cosa. En mis primeros años la familia tenía el tamaño de un mundo y efectivamente lo era para mí. Después, las cosas cambiaron mucho pero no es eso lo que quiero contar. El abuelo, amparado con impunidad en su status de suegro pero también de patrón, se la puso difícil a papá desde el mismo comienzo de la relación con mamá. Imponía sus normas arbitrarias y caprichosas de cuándo, cuánto y cómo tenían que verse. También lo maltrataba cuando lo veía. Mis tíos me contaron entre risas, como si fuera algo gracioso: se burlaba de él, lo humillaba y le mostraba un desprecio casi insoportable. Mamá, que siempre tuvo por el abuelo un respeto muy parecido al temor físico inminente y la obediencia infantil que nunca se la pudo sacar de encima, jamás dijo nada de lo que sucedía y presenciaba con un silencio total. Se decidió a ser simplemente una espectadora de todo lo que padecía papá. Creo que él nunca se olvidó de esos momentos, ¿quién podría hacerlo?, pero los guardó en algún lugar medio inaccesible de su cabeza y ahí quedaron hasta su triste final. Nunca le escuché reprocharle nada a mamá. ¿Por qué? Es que no hay mucho que entender al respecto: fue un hombre que soportó estas cosas por el amor profundo que sentía. Algo que siempre le admiré y que todavía yo no pude sentirlo por nadie, y no sé alguna vez lo vaya a sentir. Mamá no tengo la menor idea de qué era lo que sentía por papá. A veces, en mis días malos que cada vez se repiten más, pienso, porque nunca pudimos comunicarnos demasiado, que ella se dejó conquistar por papá solamente para poder salir de su casa y vivir en otro lado. Después la situación se le fue de las manos y ya no se pudo escapar: cinco hijos, un terreno, la casilla vi todo eso.
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A medida que fui creciendo, y a mis hermanos les pasó lo mismo, pude darme cuenta enseguida que papá y el abuelo no podían ser más distintos, y eso, en algún sentido, separó un poco a la familia en dos bandos: los que iban a la casa de los abuelos y los que no. Papá, sin mentir lo digo, fue la persona más educada, respetuosa y amable que conocí en mi vida. Todavía me pasa de recordar o soñar con su voz siempre dulce diciéndome una y mil veces que me cuide, preguntándome cómo estoy. Son las mañanas que me despierto con lágrimas en los ojos. Y si uno de esos días hay algún tipo que se despierta al lado mío y me pregunta qué me pasa yo le invento algo. El abuelo, que nunca pudo dejar atrás la vida áspera y zarpada que había llevado en el campo de Corrientes en el que creció, era maleducado, bocasucia y desagradable con todos a su alrededor: con sus hijos (que le pasaban una guita para ayudarlo porque era jubilado con la mínima), con su mujer (que lo atendía con cierta reverencia y sin cuestionamientos como si fuera alguien superior) y con sus vecinos (que nunca le prestaron la mínima atención y ni siquiera lo saludaban cuando se lo cruzaban). Me alejé de él porque me sentía más cerca de papá y de su forma de ser. Pero era difícil alejarse mucho o mantener una distancia sana porque vivía al lado nuestro. Entonces en algún momento, tarde o temprano, nos llegaban noticias de lo que hacía y cómo se portaba: ya sea porque mamá, que no dejó de ir un solo día de su vida, o por los gritos que escuchábamos. Pero esa vez empezó de una manera distinta: los gritos vinieron de otro lado. Un vecino, Marcos, vino a contarle a mi hermano mayor, Oscar, que había un camión “dado vuelta” a unas cuadras de casa y que “todo el barrio estaba ahí”. Nosotros vivíamos a dos cuadras de la ruta y todo el tiempo pasaban camiones enormes que llevaban mercaderías o cosas grandes y pasaban a toda velocidad. A veces nuestra diversión era ir a mirarlos, ir y venir, pero papá no nos dejaba acercarnos demasiado porque le parecía muy peligroso y le daba miedo que nos pasara algo. –¿Cómo que está dado vuelta? –preguntó Oscar. –Así como te digo. Encima es un camión de vacas. La cara de Oscar irradió felicidad. No sé qué habrá imaginado pero lo puso muy contento. Se paró como para salir de casa. Papá le vio la intención al vuelo. –Vos no vas a ningún lado. –¿Por qué? –Ya sabés por qué, Oscar, te lo dije mil veces. Marcos lo miró a mi hermano como diciendo yo me voy igual y salió corriendo de casa. Un rato después vino mamá y nos contó que era cierto: un camión de vacas había volcado en la ruta cerca de casa y que las vacas estaban dispersas pero ya habían juntado a la mayoría. –¿A la mayoría? –preguntó Oscar que no había podido sacarse de la cabeza lo que le había
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dicho Marcos. –Sí, todavía quedaba una vaca que no podían encontrar. –No puede ir muy lejos –dijo papá–, es una vaca. –¿A qué velocidad puede ir a una vaca? –preguntó Oscar, pero en realidad parecía que pensaba en voz alta. Nadie le respondió. Era una buena pregunta. Papá interrumpió el silencio: –Ya la van a encontrar. Ni bien terminó de decir eso escuchamos varios hombres gritando. Entre ellos el inconfundible vozarrón del abuelo. Salimos al patio a ver qué pasaba y ahí los vimos: el abuelo, con su facón en la cintura, iba adelante de todo y movía las manos y gritaba dirigiendo a mis tíos, que con unas sogas tenían amarrada a la vaca y prácticamente arrastraban hacia su casa. –Son unos hijos de remil putas –dijo papá; fue la primera y última vez que lo escuché decir una mala palabra.
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Lograron meter a la vaca al fondo de la casa del abuelo. Mis tíos eran hombres fuertes y en el barrio les tenían miedo. Casi toda la cuadra estuvo mirando la entrada de la vaca. –¿Qué van a hacer ahora? –preguntó Oscar con una curiosidad desbordante. –No importa. Vos te quedás acá –le dijo papá. Mamá, con una sonrisa en la cara, abrió el portón de la calle. –¿A dónde vas? –preguntó papá desilusionado. Mamá no contestó nada, ni siquiera lo miró, y salió tranquila. La odié con toda mi alma porque no le dijo nada a papá. Hizo unos pasos moviendo el culo y se metió a la casa del abuelo. Papá nos metió a la casa y él, con cara medio triste, se encerró en su pieza. Antes de eso nos dijo a todos que nadie saliera por ningún motivo. Oscar, cuando no escuchó ningún ruido, se fue para el patio. Desde ahí se veía perfecto al fondo de la casa del abuelo porque nos separaba un muro pequeño.
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Lo que nos contó más tarde cuando vino fue que mientras los tíos sostenían a la vaca, el abuelo le abrió la garganta con su facón y la vaca se derrumbó en el piso. –La sangre le empezó a salir a chorros –dijo susurrando para que no escuche papá. Igual estaba eufórico como si hubiese visto la mejor película de todas. Mis hermanos escuchaban maravillados. También nos contó que para juntar la sangre usaban unas ollas que las llenaban a tope. ¿Qué hacían con esa sangre?, me pregunté. –Después como que la dieron la vuelta a la vaca entre todos y el abuelo le empezó a sacar la piel… –¿El cuero decís? –le pregunté. –Sí, sí, el cuero quiero decir. –¿Y mamá qué hacía? –Mamá miraba re contenta como imaginándose el asado que se iba a comer. La cosa es que enseguida la empezó a cortar toda a la vaca… No quise escucharlo más. Me daba asco y me daba pena la pobre vaca. Estoy segura que fue esa noche que me volví vegetariana y ya nunca más pude entrar a una carnicería. Yo sé que es exagerado pero es así. Fui a la pieza de papá. Golpeé la puerta un par de veces. Me dijo que pase. Estaba acostado mirando la televisión. Un programa de música. La encantaba la música, sobre todo el chamamé. Me acosté al lado suyo. –Oscar salió, ¿no? –me preguntó después de un rato. –Sí, le dije sin dudarlo. –¿Ya volvió? –Sí. Me acerqué un poco y lo abracé. Puse mi cabeza en su pecho. Le escuchaba el corazón. Marqué el ritmo con la boca.
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La casa Lucrecia Álvarez | Florencia Garbini
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egún el punto de vista, podía parecer una garra o una boca abierta. Moderna, blanca, con voladizos, ángulos rectos y grandes superficies vidriadas, la casa era considerada la obra maestra de un reputado arquitecto de Buenos Aires. Tenía la mejor vista que se puede pedir; miraba al mar y a la laguna, y lo que para mí era una garra –o una boca– se decía que representaba una letra “C”, por Camilo, el hijo. Esa condición excepcional del diseño tomó una dimensión mítica cuando su autor murió en un accidente en la ruta poco después de terminar la construcción. La señora Victoria se quedó sola con el bebé y pronto se dio cuenta de que las vacaciones iban a tener que esperar, por lo menos hasta que esa familia mutilada encontrara una nueva rutina que le permitiera planificar un descanso en la playa. Por eso tuvo que salir a buscar caseros en el pueblo, al principio solamente para vivir, para habitarla, después vería cómo seguir. Gente buena quería, de confianza, y así dio con la tranquilizadora imagen de mi mamá y su panza redonda a punto de tenerme a mí. Yo nací y me crié en una vivienda más sencilla, como escondida en la parte baja del terreno, sin otro paisaje que esa obra maestra. Todas las siestas examinándola por fuera mientras mi mamá estaba ahí adentro. Ella hacía la limpieza y cuidaba a Camilo. Papá la ayudaba en la cocina, se encargaba del mantenimiento del jardín y de la pileta y se daba maña para arreglar alguna cosa cuando hacía falta. La mayoría de las veces la dueña llegaba a mitad de diciembre con su hijo y se quedaban hasta fines de enero. Era como un mes y medio en que me sentía huérfano, pasaba el día con mi tía Rita y las fiestas con mis abuelos mientras mis papás hacían el servicio en la garra. Acercarme a la casa estaba prohibido estuviera o no la señora Victoria.
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–No importa que ella te vea –me decía mi mamá–, Jesús sabe todo lo que hacés. En esos eneros larguísimos y solos, a veces la tía me acompañaba a la laguna y ahí nos encontrábamos con mi madre, que llevaba al hijo de Victoria. Me fascinaba Camilo, estaba lleno de pecas. Nos sentábamos como indios. Él, con una sonrisa de labios estirados apuntando el mentón al cielo; yo, contándole una por una sus extraordinarias manchas. Guardo una foto de esas tardes en la laguna, nunca supe por qué nos llevaban por separado, era como una cita secreta con mi mamá y con mi amigo. En esos meses me imaginaba que ella era una princesa que había sido capturada por la garra y vivía sometida a los caprichos de esa casa maligna y radiante. A la noche la extrañaba más que en todo el día, pero no me dejaban esperarla levantado. Papá calentaba algo y comíamos viendo la tele, a veces me sacaba tema; me preguntaba cómo iba el colegio y esas cosas, pero todo era incómodo entre nosotros cuando ella no estaba. La casa no se alquilaba; la usaban al principio del verano y a veces, en febrero o en marzo, venía la socia de la señora con su familia. Eran como 12, no les gustaba que mi mamá estuviera ahí; así que ella hacía todo rapidito cuando bajaban a la playa y volvía con nosotros. Victoria y su hijo a veces iban para Pascua o algún fin de semana por abril. Después, se cortaba hasta septiembre más o menos. Estábamos todo el invierno solos, pero igual no me dejaban acercarme. A medida que fui creciendo empecé a disfrutar la llegada de los dueños, las tardes solo y la amistad de Camilo, que me pasaba a buscar para ir a la laguna en bicicleta. Un día, mientras volvíamos por el camino de tierra, le pregunté cómo era su casa y le costó creer que nunca había entrado. Estaba tan sorprendido que para no hacerlo sentir mal le dije que usábamos la pileta (eso era casi cierto; mi papá le había pedido permiso a la señora Victoria, pero nos metimos una sola vez). Cuando dejamos las bicis, me agarró del brazo y salió corriendo para la garra. Teníamos 14 o 15, fue la primera vez que entré. Antes de cruzar la puerta de la cocina le hice jurar por dios que no iba a contarle a nadie y se besó el índice haciendo la cruz. Entrar, para mí, significaba transgredir la regla de piedra de mi madre y desafiarla tomado por alguien que entonces se me hacía superior quizás solo porque reinaba en ese santuario que llevaba su inicial en un sistema de vigas invertidas y hormigón armado. La cocina me pareció gigante, sofisticada, limpia, incluso insonorizada; tuve la sensación de penetrar un nuevo mundo. Era gris, blanca y gris, con pisos lustrosos, una larga mesada de mármol brillante y alacenas de vidrio. Había dos heladeras, dos hornos, una cocina con seis hornallas y el orden aumentaba esa sensación de estar en un sueño fuera de escala. Parado en ese lugar me sentí otra persona, como huérfano, pero de un modo nuevo y deseable, ajeno a toda humildad en mi pasado. La habitación de Camilo me encantó, me acuerdo que una de las paredes tenía un empapelado con rayas azules, parecía una librería de Buenos Aires. Y todo impregnado con ese perfume elegante, mezcla de ropa limpia y útiles nuevos. Pensaba si él podría olerme a mí con
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esa nitidez. Me preguntaba si la contracara de ese mundo nuevo que estaba conociendo era el aroma de mi vida de pobre que, inmerso en ella, yo era incapaz de percibir. Subimos corriendo por la escalera de cemento, no aguantaba la ansiedad por ver qué cosa había en el primer piso, en la garra, y al principio me desilusioné un poco porque era un living-comedor. No entendí y Camilo me explicó que ese sector tenía las mejores vistas, por eso su papá había proyectado ahí los ambientes sociales, dijo “proyectar”, “ambientes sociales” y nombró a Clorindo Testa y a Le Corbusier. Le conté que yo quería ser arquitecto, él también. Me mostró un montón de libros, había uno con las obras de su papá, la tapa era una foto nocturna de la garra. Le pregunté si comían ahí arriba. –¿Mi mamá tiene que llevar y traer todo de la cocina? –a Camilo se le juntaron todas las pecas en una sola mancha roja que le cubrió la cara. A mí también me dio vergüenza. Después fuimos a ver el cuarto de tele. Era como otro living pero con sillones más cómodos y un proyector. Puso una película y antes de que empezara me dijo que si yo me fuera a hacer la carrera a Buenos Aires, podría quedarme en su departamento de allá. Mamá me rajó la cara de una cachetada cuando se enteró de que la señora Victoria nos había encontrado dormidos en los sillones. Estaba desencajada, se tuvo que meter papá ese día. Al final me dijo: –A ese chico no lo ves más y si volvés a pisar la casa grande, te meto pupilo en la Sagrada Familia y como que hay Dios, que no salís hasta los 18. Fue su miedo; el temor de Dios, de los patrones. Con ese reto nació en mí un sentimiento hacia ella que no puedo ni nombrar. El verano siguiente, cuando vinieron, Camilo me pasó a buscar en bici para ir a la laguna y me dejaron ir como siempre. Llegamos transpirando por el calor húmedo de diciembre, nos metimos al agua enseguida. No había nadie. Me contó que habían estado en Punta del Este la semana anterior, en el departamento de unos primos. –Estuve con un chico –me dijo y yo me quedé callado delante de esos ojos azules que más que confesarse, me interpelaban. –¿No estabas saliendo con una chica? –¿Con Sofi? cortamos el año pasado, no me gustaba tanto. –Pero se acostaron. –Ya parecés tu vieja. Sí que nos acostamos, pero me gustan más los pibes creo. ¿A vos no? –A mí... no sé. No tuve sexo todavía. –Pero cuando te hacés una, ¿en qué pensás? –No sé, Cami.
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–Los pibes del colegio antes hacían concursos a ver quién acababa más lejos, no sé en qué pensaban ellos para inspirarse, pero a mí me alcanzaba con verlos. ¿Te imaginás si se enteraran ahora que soy puto? –soltó una carcajada, dio un par de brazadas a lo hondo y volvió. Se tapó la nariz y se peinó para atrás–, para mí que sos de los míos. Ser de los suyos, yo no era de los suyos. No me enamoré de él ahí, fue mucho antes, pero ese día se me metió en el cuerpo el vértigo de la posibilidad. Él tardó 48 horas en quebrar esa tensión. Dos tardes después, de nuevo en la laguna, empezó a hablar de su papá; que era un bebé cuando tuvo el accidente y no se acordaba de nada. Durante mucho tiempo había odiado la casa, la sentía como la materialización de una ausencia. Me impresionó ese concepto; que fuera capaz de definir una sensación de un modo tan concreto, y le pregunté si en vez de Arquitectura, no había pensado en estudiar Letras. Me respondió que sí mirándome fijo: –Muchas cosas pienso. Eran un mar esos ojos, me sentí chiquito de nuevo, ahora en vez de contarle las pecas, hubiera puesto una escuadra para marcarle el ángulo de la nariz, recta como una rampa, por la que se deslizaba una lágrima. –¿Sabés que pienso también? Pienso si voy a ser arquitecto por mi viejo, voy a ser puto por mi vieja, por haberme criado con ella, ¿no? –se quedó un rato mirando la laguna y hubo un silencio de agua–, ¿en qué estás pensando vos? –En que tu viejo era un arquitecto increíble, yo pasé toda la vida mirando tu casa y estoy convencido de que no quiso hacer una “C”, sino una forma que puede apresarte o darte luz, como una palabra, una boca abierta. Ahí me besó, un beso mojado, hondo, definitivo. Sentí la necesidad de pegarme a él con todo el cuerpo, no iba a poder parar de besarlo nunca más. De nuevo lo resolvió rápido: a la mañana siguiente se volvió solo a Buenos Aires. Pasó el verano y empezaron las clases, el último año de colegio. Esos meses los viví como una película, no me acuerdo de haber estado demasiado involucrado en nada, toda mi energía estaba puesta en lo que vendría: soñaba despierto con irme a Buenos Aires a estudiar y soñaba con Camilo, con verlo, estar con él, volver a besarlo. Llegaron en diciembre, pero no vino a buscarme el primer día como siempre y tuve una sensación de muerte, estaba desesperado, día y noche mirando por la ventana de mi habitación. Que viniera, lo único que me importaba era que viniera para mirarlo de cerca, dejarlo hablar, sentirle el olor de la ropa. No vino. Tampoco fui yo, nunca me animé a golpear la puerta de esa casa. En los seis días que estuvo, salió con el auto un par de veces. Fui a la laguna a ver si lo encontraba, pero no estaba ahí, no sé adónde iba.
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Después de que se fueron, mis padres me contaron que iban a poner la casa en venta. Camilo se iba a estudiar al exterior y la señora Victoria prefería comprar algo más chico en Punta del Este. Ellos no iban a continuar trabajando para los nuevos dueños, probablemente la socia de Victoria, que no se llevaba bien con mi mamá. No volví a ver a Camilo. Intenté averiguar si fue arquitecto o qué. No pude saber. Estudié en Buenos Aires y ni un solo día dejé de buscarlo en la facultad, en los eventos con otras universidades, en las charlas, en las muestras. Todavía espero leer su nombre en alguna publicación de acá o del exterior. Pero desapareció con la garra, como si finalmente se lo hubiera tragado. A veces me entrevistan y cuento la historia del uruguayo que vivía a la sombra a una casa imponente. A los periodistas les encanta, ven en mi biografía una fábula de superación. Una o dos veces al año visito mis padres, viven en un chalecito de tejas en el pueblo, es pintoresco a su modo, papá tiene el jardín siempre floreciendo. Cuando voy, salimos juntos a caminar por la orilla del mar, antes no íbamos nunca: los dueños en la playa, el servicio en la laguna, nadie lo decía pero tenía que ser así para evitar un momento raro. En esos paseos descubrí una perspectiva nueva de la garra. Desde el mar la forma se ve más moderada, se parece más a una casa como tantas de la zona. Desde ahí, por primera vez, pude imaginar a mi madre adentro, no como una princesa cautiva, sino yendo y viniendo en delantal. Subiendo esas escaleras tan modernas sin baranda para llevarle la comida a Victoria y su hijo; tendiéndole la cama a la socia de Victoria, doblándole la ropa. Sirviéndole el café con leche a Camilo en la cocina. Una tarde le pregunté a mi viejo qué forma veía él. Se sonrió. –Es una casa –me dijo–. Dicen que hace una “C” por el nene, pero no sé cómo es lo de la “C”, tampoco me he fijado mucho la verdad.
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Historia del público.
Canción de existencia Felipe Romero Beltrán | Regina Lerose
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o los mires, imaginarlos en ropa interior solo funciona en las películas. Lo dijo serio pero no lo escuché, porque sentía que necesitaba extenderme a un lugar que no fuera mi cabeza porque mi cabeza estaba por estallar y las cabezas no pueden estallar. Por lo menos eso creía. El peso ideal del arco de violín es de 60 gramos y el equilibrio perfecto (o casi) se encuentra en el cuarto izquierdo, casi al medio; pero el agarre, el agarre es otra cosa. En ese punto el arco deviene en tu propio brazo y puede moverse con una libertad que ni el cuerpo humano, aunque fuese de madera y cerdas, podría siquiera imitar. Se torna peligroso, ciertos frotes suenan como las canciones de cuna que cantaba mamá para que logre dormir, dormir sosegada, libre de cualquier miedo. Hay un líquido que aparentemente limpia las cerdas para que suenen como nuevas, una vez compré el equivocado y terminó siendo un empaste de resina y cerdas; un empaste del que no podía salir, como esa vez en la que dije que quería verte y corriste al otro día hacia otro continente, le comenté pasando rápido el arco. Pero bueno, el empaste en algún momento pasó porque pasó, y las cerdas de nuevo pudieron tocar las cuerdas, las cuerdas que hoy pueden sonar. Me intriga si están escuchando lo mismo que yo, exponerse de este modo no es fácil, siento calor y me duele la cabeza. ¿Vos qué escuchas?, le dije, pero no me contestó, porque probablemente, en el compás anterior, escuchó las manos suaves de la abuela acariciar con un aplauso todos los errores atonales y vio la sonrisa del abuelo que ni siquiera los notó. Y sí, alguien tiene que seguir aplaudiendo. Seguí tocando ignorando el dolor de la anti postura. Nadie nace para manipular este instrumento. Nadie nace para amar. Nadie nace para dejar ir. Por eso doblé el codo un poco más de la cuenta y cambié el sonido a propósito para no llorar, no es tristeza sino la emoción de escuchar vida, ¿o vos no llorás cuando escuchás tu canción favorita? ¡Imaginate si creas una! ¿No te fuiste no?, le dije. Me dijo que no, pero a veces lo noto con la cabeza en la agenda que nunca termina de escribir. Repetí la secuencia de acordes que escuchamos en la fuente de aquella vez, solo para corroborar su atención. La reconoció por el sabor a la cerveza más cara del lugar, un poco pesada, de trigo y color dorada opaca. La madera de este violín tiene el mismo color. Siento que el calor de mi cabeza está aliviando, quizás ya haya estallado por el final que está sucediendo. La emoción recorrió mi columna y halló el punto de equilibrio justo en el estómago, ese movimiento se tradujo en una leve sonrisa soberbia y una última nota que, si la escuchaste, no la vas a poder olvidar. Levanté el arco. Una vez que se domina su equilibrio, se ha conquistado una de las mejores cosas que jamás se haya inventado.
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Me mata la timidez María Paz Moltedo | Pato
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uando de chiquita me confundí de persona y me agarré a la pierna de otra señora que no era mi mamá. Cuando me gastaban en el colegio por lo blanca que era o cuando se me caía la pelota en handball. Las primeras veces que intenté decir algo coherente o interesante a un chico que me gustaba. Las primeras veces que pasaba por al lado de alguno, y él ya sabía que me gustaba, o algo ya había pasado, me encendía como un farol, o ponía caras de, “todo sigue igual”, que eran peores que las que hace Sebastián Estevanez cuando intenta simular una expresión en las novelas. Cuando me desilusionaron, y mi cara fue muy evidente para quienes me rodeaban. Cuando alguien que yo quiero mucho era observado o juzgado, y yo era parte de esa escena y me sentía incapaz de hacer algo para detenerlo. Las primeras veces que leí algo mío en voz bien alta para un grupo de personas. Las primeras veces que me sentí ridícula y observada. Cuando me arrepentí de lo que hice la noche anterior. Cuando me expuse frente a un público. Cuando toqué el saxo, trabada sin poder controlar lo que mis dedos hacían ni la melodía que de esa garganta gigante dorada salía. Cuando actué de loca, de hija abandonada, de novia en crisis. Cuando bailé en el Teatro Lola Membrives como si fuera una figura del star system, con las luces apuntándome (por suerte con unas cuantas más). Situaciones límite en las que todas mis vísceras parecían decirme ¿¡qué estás haciendo!? ¡Estás haciendo cualquier cosa y todos te están mirando, ridícula! Y después terminaba sintiéndome triunfal, heroica. ¡Qué linda la sensación de vencer a la vergüenza! Cuando presento mis ideas ante la mirada crítica y juzgona de peces gordos, sentados esperando que les cuente algo que los lleve al estrellato numérico. Ahora, mientras escribo esto, con el chico del cable merodeando por el living, no sé por qué me incomoda un poco esa presencia desconocida en mi casa mientras yo sigo con mi vida. Cuando salieron de mi boca palabras que no quería pronunciar, cuando tuve que subir a algún escenario para recibir algo, o simplemente en algunas
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ocasiones de festejos de más chica en las que el hecho de ser el centro por un rato me asustó un poco. Bueno, algunas cosas, la gran mayoría las cuento en forma de clave, medio en código morse, o genéricamente, porque me da vergüenza exponerme demasiado en general. Y esas son solo un par de las que me acuerdo, pequeñeces, situaciones no muy terribles, pero que en ese instante para mí han sido un iceberg gigante sobre mi cabeza; pequeños momentos en los que descubrí lo que era la vergüenza. Llegó de repente, sin que nadie la convoque, atrevida, intrépida, y se me metió por las venas, infiltrándose con efervescencia, como un Alikal, de esos que hacen ese “sssnif ” que me encanta ver en el vaso, para después tomarlo y sentir que algo en mi cuerpo cambió mágicamente. Puede que la vergüenza en muchas ocasiones haya hecho virar mi cara a un color rosado, o que haya generado un vapor húmedo y frío alrededor mío, o turbulencias en mi panza, como si estuviera justo en la bajada vertical de una montaña rusa, o un cosquilleo en la boca que hizo que mis palabras se traben o salgan solas a una velocidad animal, sin que yo les haya dado permiso para tal aventón. Y el pavor más grande: ¿se me habrá notado la vergüenza? ¿Qué pasaría si cada vez que sentimos esa incontrolable y maléfica vergüenza, lo expresáramos, y dijéramos, me pongo colorada, me trabo, o digo cualquier cosa porque me muero de vergüenza de solo saber que ustedes pueden emitir algún juicio sobre mí que yo no pueda controlar. Porque es un poco eso la vergüenza, ¿no? El miedo a ese incontrolable pensamiento que el otro pueda tener sobre lo que hacemos, decimos o mostramos. Me da vergüenza solo pensar en los momentos en que la sentí. Vergüenza de la vergüenza. Estoy segura de que me perdí cosas por sentirla; y si hubiera podido gritar fuerte, “tengo vergüenza, bánquensela”, se hubiera evaporado al instante. Creo que ahora cada vez me encuentro menos con ella, pero por dentro muchas veces opera silenciosamente, como una víbora que se arrastra hábil y sinuosa. ¿Podrá alguien realmente morir de vergüenza? “Quisiera pero no puedo, me mata la timidez”, decía Emanuel Ortega en uno de sus hits que tan poco le duraron. ¡Me muero de vergüenza! Todos alguna vez dijimos. Y ni Emanuel ni nosotros ni nadie murió de vergüenza. Me alivia saber que si ella no es capaz de matar, entonces tal vez todos seamos capaces de matarla de a poco. Así que, que en paz descanse nuestra vergüenza, y que todos nos volvamos guerreros ante la pesada, pantanosa y densa mirada del otro, esa a la que nunca vamos a acceder en la realidad, porque es producto de nuestra imaginación.
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Barrilete no remontado Diego Tomasi | Juan Peña
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n tercer grado la señorita Silvia nos enseñó a hacer un barrilete. Había que llevar papel, tiras de caña, hilo. Era invierno, tal vez unas semanas antes de las vacaciones. Éramos cuarenta pibes usando el tiempo de clase para hacer algo que no tenía mucho que ver con el estudio, y por lo tanto estábamos fascinados. Fueron dos o tres clases. Después, los barriletes estaban listos. En la parte de atrás del colegio había un campo enorme en el que los varones jugábamos a la pelota en los recreos o antes de entrar al aula, bien temprano. Era el lugar ideal para remontar los barriletes que habíamos hecho. Pero yo no lo remonté. Fui al campo, vi cómo mis compañeros se divertían y cómo aprovechaban un viento constante pero sutil. La señorita Silvia me preguntó por qué no había llevado mi barrilete. Le dije que no quería. Me costó, recuerdo, pronunciar esas palabras. Ella entendió. Ella sabía que no era rebeldía o desobediencia. La señorita Silvia sabía que yo no iba a remontar mi barrilete porque me daba vergüenza. 2. Claro, la pregunta que sigue es: ¿Qué es lo que te da vergüenza de remontar un barrilete?
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Respuesta: No lo sé. 3. Comenté a algunos amigos que iba a escribir un texto sobre la vergüenza, y pedí que me recomendaran libros o películas sobre el tema. Armé la siguiente lista: Las fotografías, cuento de Silvina Ocampo. Fausto, cuento de Ana María Matute. Fur: an imaginary portrait of Diane Arbus, película protagonizada por Nicole Kidman, que en español se llamó Retrato de una obsesión. Freaks, película de 1932 dirigida por Tod Browning. Shame, película en la que actúa Michael Fassbender. Mask, de Peter Bogdanovich. Y El hombre elefante, de David Lynch. 4. Cuando había que pasar a izar la bandera, me negaba. Cuando había que actuar en un acto escolar también. Las buenas notas del boletín siempre venían acompañadas por una leyenda que se repitió en casi todos los años de escuela primaria: Debe participar más en clase. En los recreos los pibes corrían, y se golpeaban, y gritaban. Yo los miraba, apoyado en la pared. En casa la vergüenza desaparecía. Pero había algo del comportamiento en la escuela que se trasladaba. No me gustaba hablar demasiado, y mucho menos me interesaba discutir. Todavía me pasa: no discutir para no perder, para no entrar en ese estado incómodo que es el de asumir que uno se avergüenza de no haber dicho las palabras necesarias en los momentos correctos. 5. También mencionaron El ruido y la furia, de William Faulkner.
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6. Durante años me gustó una chica que venía poco a clase porque tenía problemas de corazón. Valeria. En quinto grado, el último día del año, apareció. Debo haber abierto la boca como en esas películas en las que se sobreactúa la sorpresa y la emoción. En los dos años siguientes empezaron las invitaciones a cumpleaños y reuniones. Valeria iba siempre, y yo también, pero fueron poquísimas las veces en las que le hablé. La mayoría, sobre temas sin ninguna importancia. Terminamos la primaria y nunca le dije que me gustaba. Mucho. En la secundaria nos tocó estar en cursos diferentes, así que nos vimos cada vez menos. Su madre y la mía eran amigas, y yo me enteraba con bastante detalle de las novedades de su vida. Unos años después fui a su casamiento. La vi llena de vida, y sonriente, y sentí un leve mareo al pensar en qué habría cambiado en la historia si yo no hubiera sido un adolescente tan vergonzoso. En ese momento decidí que se trataba de un planteo absurdo, por muchos motivos, y me propuse dejar de tener vergüenza. Para siempre. Lo consigo, a veces. 7. Noto que en los textos o en las películas que me recomendaron mis amigos abundan los ejemplos de personas con malformaciones o discapacidades físicas. No es lo que estoy buscando. Sin embargo, me llama la atención Freaks. No la vi, y no la veo, pero encuentro un documental sobre su filmación. Tod Browning, el director, tenía experiencia en historias sobre personajes mutilados o deformes. Y, sobre todo, tenía la voluntad de hacer una película que asustara mucho a todos los que la vieran. Pero el hecho por el que Freaks pasó a la historia del cine va más allá del género. Browning eligió a dos hermanos enanos, Harry y Daisy Earles, para que fueran los protagonistas de la película. Y en ese gesto decidió que para hacer una película sobre la vergüenza tenía que arriesgar. Arriesgó. En el estreno, el público se horrorizó. Ese elenco lleno de personas con problemas físicos atentaba contra una idea de normalidad que los espectadores no estaban dispuestos a negociar. Algunos salían corriendo del cine. Los críticos tampoco la entendieron. En la época del cine mudo, Tod Browning había podido filmar lo que se le ocurriera. Ahora, en el nuevo estado de cosas del cine sonoro, Hollywood no podía aceptar perder dinero. Y Freaks era una pérdida de dinero y un problema. Después del estreno en Nueva York, fue retirada de circulación. Era 1932.
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8. Me pregunto qué tienen que ver Browning y su película con todo esto. 9. Freaks estuvo prohibida en casi todo el mundo durante tres décadas. No era, ya, una película sobre la vergüenza, sino una película vergonzante. La vergüenza es una cosa horrible, pero solo si uno toma conciencia de estar sintiendo vergüenza. No debe confundirse con el miedo, que es lo que sentían esos espectadores que se escapaban corriendo del cine. Dice uno de los entrevistados en el documental sobre Freaks: “Tod Browning rodó una película con personas inolvidables, en una película increíble. Aunque fue el final de su carrera. Fue demasiado audaz”. Otro de los entrevistados agrega: “Tenía un concepto desesperado de la condición humana”. Debe ser eso lo que me cae bien del tipo. 10. Las cosas que uno deja de hacer por vergüenza. 11. Releo la lista que me pasaron mis amigos y me detengo en Silvina Ocampo. Revuelvo la biblioteca, encuentro una antología de sus cuentos (está Las fotografías) y me tiro a leer. Resulta que no es ese el cuento que hay que leer para entender la vergüenza. Hay que leer Los funámbulos. Es un texto en el que la vergüenza es menos física, menos palpable. Lo que hay es una vergüenza difícil de observar e incluso dimensionar. Es una manera de sentir vergüenza desde la timidez, no desde la necesidad de compasión. Pienso en mi barrilete. Tal vez sea un buen momento para volver a comprar papel, caña, hilo.
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La bañadera vacía Leila Sucari | Cinthia Baseler
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arcela tenía siempre el guardapolvo impecable. Era gorda, blanca y prolija. Nunca salía al patio, odiaba ensuciarse los dedos con tinta y era la única que tenía permitido escribir con lápiz negro. Durante los recreos, se quedaba ordenando su cartuchera de dos pisos. Le gustaba tener los crayones en degradé y afilaba los lápices con un resentimiento voraz que la maestra confundía con dedicación y entusiasmo. Nuestro odio era mutuo. A ella le daban asco mis rodillas sucias, mis huesos pronunciados y el desorden de mis rulos. Me decía varonera, en voz baja y apretando los dientes para que nadie la escuchara. Yo detestaba su silencio y envidiaba su capacidad de tener todo lindo y arreglado. Sin embargo, intentaba acercarme. Dos cosas de su vida me interesaban más que nada en el mundo: el perro lobo que, decían, vivía escondido en su casa y Vicente, su hermano mayor. Desde el verano, yo tenía un objetivo claro y era que me invitara a merendar a su casa. Puse empeño en lograrlo: le regalé los alfajores que Rosario nos entregaba todos los mediodías, junté los restos de lápices que quedaban en el suelo y la elegí para el grupo de ciencias naturales. Pero nada servía. No logré su atención hasta el día que descubrió que yo tenía la única figurita que le faltaba de su álbum preferido. Era mi oportunidad: prometí dársela a cambio de pasar un rato juntas. Accedió sin pasión ni resistencia. Con la frialdad de quien realiza una transacción comercial, acordamos que al día siguiente me iría con ella. Nos dimos la mano y nos despedimos sin mirarnos. Esa noche casi no dormí. Me dolía la panza de los nervios. Me desperté temprano y le pedí a mi abuela que me planchara el guardapolvo de tablas, el que usaba para los actos. Me quedé
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durante todo el día adentro del aula con Marcela. Las horas fueron eternas. Imaginaba el momento de saludar a Vicente y se me retorcían las entrañas. Ella se devoró de un tirón los sugus masticables que tenía en la mochila y que debían durarle toda la semana. Compartíamos una ansiedad muda que crecía a medida que se acercaba la hora de la campana. A la salida, nos esperaba su madre, una mujer triste que vivía con problemas de acidez. Caminamos despacio y de la mano las tres cuadras que separaban el colegio de su casa. Cuando llegamos, me dijo que podía dejar las cosas en la mesita de luz de su habitación. “Por allá”, dijo y se fue directo a fumar a la cocina. Marcela iba atrás, con la cabeza gacha y todo el peso de su cuerpo apuntando hacia el suelo. Como un animal herido que busca un refugio donde morir tranquilo, mi falsa amiga seguía los pasos de su madre y se tragaba el humo del cigarrillo mientras untaba una montaña de pan con manteca y azúcar. En el cuarto había olor a pis de gato y ropa sucia sobre la cama. En la mesa de luz, un cenicero repleto de colillas y revistas de moda descoloridas por el tiempo. Dejé mi mochila en un rincón y esperé en el living. Me senté sobre el sillón de cuerina beige, que a la noche se volvía la cama de Marcela, y observé las fotos que colgaban de las paredes: Vicente en un sube y baja, Marcela en su primera comunión, Vicente sonriendo con su dentadura perfecta, Marcela durmiendo abrazada a un oso de peluche. Las imágenes estaban cubiertas por una capa fina de polvo que les daba un brillo especial, casi mágico. Sobre la repisa de la tele, había una muñeca, un par de botines embarrados y sábanas viejas bordadas a mano. Intentaba aplastarme el flequillo, cuando apareció él. Me dijo hola y se acostó en el suelo, desparramado y hermoso. Se puso a jugar al Family game, saltaba círculos de fuego. Yo lo miraba y respirar me parecía una falta de respeto. Pasamos un largo rato así: él saltando, yo conteniendo la existencia. Marcela seguía masticando, su madre fumaba y del perro lobo no había rastros. En un momento, Vicente me miró. Clavó los ojos a la altura del dobladillo de mi guardapolvo y quedó petrificado en un gesto de asco e incomprensión. Mi corazón empezó a galopar. Yo, que no sabía qué hacer, apreté las rodillas y seguí el ángulo de su mirada. Entonces me di cuenta: un hilo de sangre corría entre mis piernas. El guardapolvo se había manchado de un rojo oscuro. Vicente era testigo de mi interior. Un calor nauseabundo me invadió el cuerpo. Me hundí en el sillón tratando de ocultarme. Todo a mí alrededor se ensanchaba. Quería desaparecer, transformar mi carne en líquido, mis huesos en polvo y ser absorbida por la alfombra. Vicente se río. Una carcajada seca y puntiaguda se clavó en el centro de mi estómago. Después dio un salto en el aire y se fue a la cocina. Estiré las piernas como una jirafa que acaba de nacer, enrosqué mi cuello y me alejé gateando hasta el baño. Quise huir por la ventana pero no entraba; me estaba volviendo gruesa y torpe como Marcela. Me saqué la bombacha y me metí adentro de la bañadera vacía. Lloré envuelta en una toalla con olor a humedad. Del otro lado de la puerta, la madre repetía mi nombre y hablaba un idioma imposible de entender, mientras yo escuchaba los ladridos agudos del perro que tenían atado en el lavadero del fondo.
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El fin del mundo Cecilia Fanti | Noelia Casas
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o habla. Nada dice nunca. En una clase de francés le dijeron que ella era más bien el tipo de persona que escucha todo, observa. Une observatrice. Tenía trece años y tampoco hablaba. Era flaca y canchera, un tanto ojerosa. Callada siempre. No habla porque en su casa no hablan. Gritan, eso sí, gritan y gritan y gritan hasta que las palabras se convierten en sonidos y los sonidos en ruidos y los ruidos la agobian. Ella se avergüenza. Cuando tiene siete años, su madre la descubre escuchando un casete de Xuxa en el reproductor Philco que había sido un regalo de navidad para ella y su hermano. Ella tiene las dos manos en forma de sopapa contra sus oídos, juega a que está en un estudio de grabación. Juega a que es Xuxa con sus auriculares gigantes grabando un lento llevo en mi sueño/ de ver caer el sol/ y no hallar durmiendo en las veredas/ niños sin amor, su madre la ve, baja el volumen y le dice que es una tontería escuchar música y taparse los oídos al mismo tiempo. Se lo dice brusca, en tono de reproche. Ella llora pero no explica que era un juego, que las manos no eran manos, que ella es Xuxa en un estudio de grabación de San Pablo. Aprende a callar, a hablar de lo pequeño, lo que no emociona ni molesta, lo olvidable. A no dar excusas. Lo ve en sus tías y en su madre cuando están juntas, lo ve en los ronquidos de su padre frente al televisor. Su hermano tampoco habla, prácticamente no está en la casa. No lo recuerda durante su infancia, no lo ve. Sí recuerda al hámster de su hermano, un animal que de tan viejo se podía sentir su columna vertebral al acariciarlo. Agarra al hámster de su jaula y se lo muestra al amigo de su padre cuyo hijo la mira desde la distancia, mostrándole su dentadura perturbadora, similar a la del animal. Agarra el hámster y se los muestra. El nene dientudo se ríe a unos metros pero no tiene mascota, no tiene las manos para agarrar una mascota. El papá del nene dientudo, un amigo de su propio padre, le dice que debería tirar al animal por el inodoro. Ella le responde que él, entonces, debería tirarse por el inodoro. Su padre le da dos cachetadas y le apaga la valentía de niña precoz, el hámster se le cae de las manos, empieza a sentir el picor en sus cachetes. Picor y vergüenza del golpe en público,
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que es de la única manera en que ocurren los golpes de su padre. No lo mira ni grita ni llora. Tampoco se sorprende. Se promete no perdonarlo nunca. Siente vergüenza y el nene dientudo se acerca a ella, agarra al hámster del piso y se lo alcanza. Lo recuerda como si hubiera sido una palmada en la espalda. Ella lo envidia porque a él no lo golpearon. Deja el hámster en su jaula y se va, quisiera gritarle al nene dientudo que es por su culpa, por la de su padre, el sádico que disfruta esos golpes cuando es causa o espectador de ellos, el que siempre pide dinero prestado y nunca lo devuelve, el de cuya amistad su padre se arrepentirá veinte años más tarde. El que es un sinvergüenza. Pero no lo hace, aunque esta vez la vergüenza se contamina con miedo. Aprende a pasar desapercibida. No sobresalir, ni con amigas, ni en sus calificaciones, ni en sus comentarios. Para no hablar con nadie, en los recreos finge hablar en el teléfono público de la escuela, que está en el pasillo que lleva a la dirección. Marca números inexistentes y habla poco, solo hace gestos y sonidos con la garganta. Apenas participa de la conversación. Enmudece. Aprende tanto a callar que cada vez que abre la boca, el comentario que sale es errado. Recuerda una vez que abrió la puerta de la sala de maestros, estaba en quinto grado, y le preguntó a una de las docentes si los bizcochitos que estaba comiendo estaban ricos. El resto de las maestras la miró con cara de desprecio, una le dijo que era una desubicada, otra que qué mal gusto y la que estaba parada movió la cabeza con desaprobación y dijo esta chica. Ella apenas balbuceó y cerró la puerta. Vergüenza y humillación, había fracasado en el intento de ser simpática,
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como sus compañeras de grado, las que iban de la mano de la maestra y hacían comentarios ubicados, no desubicados como ella. Ella no es simpática ni encantadora. Se lo recuerda. Calla. Vuelve al aula mirando fijo la junta de las baldosas, no pisa ninguna aunque no las mire. Se olvidó la tiza que había ido a buscar pero de todas maneras no vuelve a la sala que ahora mira con rencor y de reojo. En el aula, entonces, miente por primera vez, no hay más tizas en sala de profesores y hay que ir a buscar a la cooperadora. Su maestra la mira como si fuera estúpida, lenta, lela, nena andá a buscarla entonces, qué esperás; y dice esta chica, como las demás maestras. Comprende que mentir es fácil y empieza a hacerlo casi con compulsión y entusiasmo. Es un caso clínico. Ya no tiene razones para que sentir vergüenza, nada de lo que dice es suyo, cosas que agarra del aire, de la tele, los libros, los deseos, algún sueño. Miente en todo y miente bien. Entrena, ejercita y pocas veces fracasa. Recuerda una, la más violenta quizás, aunque también habrá otras. Está sentada en grupo en una clase de ciencias naturales y les dice a sus compañeros que tiene un problema en el corazón, que no saben qué es, que es extrañísimo, que quizás tiene que tomar medicación de por vida, o someterse a operaciones carísimas y peligrosas en el extranjero. Lo dice con la risa atragantada, lo dice fingiendo dolor en los ojos, lo dice mirando el manual de ciencias. Cree haberse salido con la suya, cree haber encontrado la medida de la lástima. Más tarde, la madre de uno de sus compañeros llama por teléfono a su casa, ve a su madre decir que no, hacer unas risitas fingidas y estúpidas, la ve mirarla fijo y cortar el
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teléfono. Su madre se acerca y la golpea tanto que su nariz queda sangrando. Ella llora pero no dice nada, su madre nunca le pregunta por qué dijo que estaba enferma. Su madre la golpea fuerte, para que aprenda, sin decirle nada. En su casa no se habla nunca. Los golpes suenan precisos y secos contra su nariz. Su madre le dice que la próxima vez antes de mentir lo va a pensar dos veces. Ella sabe que no. No habla. Se promete no perdonar nunca a su madre. Escribe en un diario íntimo que esconde contra el fondo mohoso de un placard. Odia. Aprieta la birome contra la hoja perfumada. Recuerda al perrito de la tapa. Tacha las enfermedades de su lista de mentiras. Sus compañeros no hablan de su mentira al día siguiente, no hablan entre ellos ni con ella. No hablan de su nariz hinchada. El del día anterior era un grupo circunstancial de estudio. El compañero cuya madre descubrió la mentira es el más humano, le convida dos o tres galletitas cuando termina el recreo. Ella siente humillación, no agarra ninguna ni le agradece. Sigue mirando para adelante, al pizarrón vacío. Se sienta sola y lejos de los demás. Pone su mochila en la otra silla para asegurarse de que nadie interrumpa su vergüenza. Recuerda la vergüenza al ver a su madre a la salida del colegio, una presencia innecesaria estando su casa a la vuelta de la esquina, la madre que todo lo controla, salvo su vergüenza, la casa a la que no invita nunca a ningún amiguito porque papá se puede enojar en cualquier momento y esos momentos son incontenibles, impredecibles y oscuros. Nunca se puede estar lejos del epicen-
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tro, aparece en cualquier lado, en grito, en golpe. Él es todo frustración y ella es toda vergüenza. Le avergüenza su casa a medio romperse, igual que sus padres. Juega a que no entiende, engaña, hace de cuenta que no sabe que la luz que su hermano está proyectando contra la pared sale de una linterna chiquita en su mano izquierda. Corre atrás de esa luz como un gato. Prefiere que la piensen tonta, ajena, estúpida. Se masturba en silencio desde que tiene recuerdo. La encuentran mirando tetas en una revista pornográfica, se muere de la vergüenza. Se ríen de ella, su padre y su hermano. Los dueños de la revista. En su casa no hay privacidad. Siempre hay vergüenza. Y gritos. Y después silencio. Recuerda la conciencia de esa vergüenza cuando una compañera de grado, su amiga, la única con la que era honesta, vulnerable y verdaderamente cariñosa le cuenta un secreto: su familia cree que la de ella es rara, muy muy rara, pero a pesar de eso buena gente. Siente la punción de la vergüenza, cree que enrojece, acepta esa derrota, agradece esa honestidad. Dice que sí, aunque sepa que es cierto no cree, hasta ese momento, que se vea desde afuera. Desde afuera se ve todo. Sigue mintiendo, aprende a ocultar cada vez mejor lo que avergüenza y duele. Registra todo a su alrededor, no olvida, no perdona, lamenta. Su vergüenza se afirma y crece por dentro como un bebé o un cáncer. La abarca, la completa, la rige. Recuerda más mentiras simples y pequeñas y continuas. Contextuales: una menstruación fingida cuando todas sus compañeritas tenían tetas, algunos pelos en el pubis y ella todavía jugaba a la maestra con su cuerpo de niña, la profesión de sus padres, tabaquismo desde los diez años, una familia rica que le iba a dejar una gran herencia, viajes al extranjero, relaciones sexuales. Recuerda su violencia contenida y algunos caprichos. Recuerda su violencia desatada. Recuerda diciembre de 2001 en su casa, recuerda de nuevo la humillación de haber acompañado a una amiga y su padre al shopping para comprar regalos de navidad, recuerda el anhelo de una familia más parecida a la de su amiga, recuerda llorar porque en su casa su padre prohibió gastar dinero. Es el fin del mundo. Ella no creció y mira solo para adentro. No lo entiende. Se adelanta a la vergüenza que va a sentir cuando le pregunten qué le regalaron para navidad. Su hermano se apiada y la rescata, le da un manojo de ahorros. Los suficientes para regalos para él y para ella. Los compran. Ella sonríe. Es feliz y superficial en un diciembre de sol y saqueos. Vuelve a su casa y su padre lo sabe. Sabe que gastaron dinero, no importa cuál ni de quién. La golpea con los puños en la cara y con las piernas en la espalda. Llora de vergüenza. Sus padres celebran la noche buena de todas maneras con la familia alrededor de la mesa y el árbol de navidad encendido y ella llora. Una señora que no conoce pero que está sentada al lado de ella le dice que debería dejar de llorar en la cena. Ella no la mira. Se recuerda su promesa de no perdonar nunca a su padre. Habla cada vez menos, llora con sus amigas más cercanas sin contarles las verdad. Cada tanto miente un poco más para darse fuerzas, los relatos son sórdidos e inventados. Sigue. La vergüenza la silencia. Recuerda volverse sumisa, la progresión de una aceptación silenciosa y cobarde, ya no miente y tampoco emite. Come poco y no se deja llevar. Prueba algunas drogas, baila con sus amigas siempre a un costado y con movimientos torpes. En el colegio la introducen a Sor Juana, a sus tretas para salvarse de sí misma y de los demás: conventos, pseudónimos, cartas, clausura, desafíos, poemas. Piensa que un hábito puede llevarse toda la vergüenza, taparla para siempre. Anhela el silencio, se fuerza a creer en Dios, a recitar oraciones, llevar estampitas y participar de las liturgias. Escribe. Por momentos no piensa y con el blanco en la cabeza descubre el pánico. Tiene
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su primera crisis nerviosa. No hay chicos en su vida. Le avergüenza su cuerpo desnudo. El del otro, en cambio, lo desea. Demora el sexo aunque relate historias épicas en un pueblo desconocido con un amante falso cuando le preguntan. Se aleja cada vez más. Crece. Recuerda que responde a todo que sí, se incomoda y avergüenza con los conflictos. No quiere ir al choque. Un día el choque viene a ella. La chocan y se destruye. Al despertar, descubre que la vergüenza habita en su cuerpo chocado. Sabe que ahora está atado a la enfermedad mental, al desorden. Recuerda algunas cosas, no todas. Dice poco y lo escribe para salvarse.
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Nairobi Ignacio Montoya Carlotto | Beto Ledes
“La vergüenza tiene mala memoria”. Gabriel García Márquez
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airobi 198
Las manos sobre el lavabo trazaban su andar de caracol siniestro y fluían en una viscosa sustancia, cerraban una estela roja sanguínea en un sendero centrífugo implacable. Daniel se encontró con un solo pensamiento, entre muchos otros posibles en ese momento: –¡Julius tenía razón, debí escucharlo! Era muy tarde. Julius era su amigo desde que tenía recuerdos de algo, fue su compañero de viaje trepados a la caja de un camión desvencijado desde Nakuru, a probar suerte en la capital, algo común por esos días, días en los que las corrientes migratorias eran una forma de vida, para los que buscan sobrevivir en la parte más informal de la economía Keniata. Pasaron tres décadas de ese viaje largo y polvoriento en el que dos jóvenes esperaban conquistar la capital, cosa aún más corriente a esa edad, a este presente lleno de miserias. Julius y Daniel se distanciaron hace poco más de un año, al mismo tiempo que Daniel comenzara a perder el rumbo apostando en los naipes por dinero, el poco tesoro que llegaba a con los magros trabajos ocasionales que lograban conseguir. Hace ocho años que Daniel vive con Nataly a quien conoció cuando trabajaba de fontanero en una casa encumbrada en la parte rica de la capital; ella, la doméstica de esa
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opulenta familia. Se entendieron desde el momento primero, en eso imposible de diferenciar entre el amor o el imperio de la urgencia de dos que se necesitan para combatir el aciago diario de una jungla cementada. Al poco tiempo se fueron a vivir juntos, el buen sexo y el tácito pacto de no hablar de un pasado olvidable, así como la ausencia de proyectar un futuro imprevisible, hicieron pasar de a uno todos los días entendiendo que cada uno conseguía, al final de cada jornada contar un remanso de calor y cariño, en ese pequeño PH que los dos sin decirlo nunca, procuraron llamar hogar. No tuvieron hijos, esa negación radicó en un acto de conciencia. Los celos de Daniel llegaron súbitamente, sin sospecha ni aviso, amanecieron en los días de la pareja como un sol quemante que desaguó sin piedad los frutos conseguidos más por la constancia que la propia virtud. De los celos, meras hipótesis de él, siempre unilaterales e inconsistentes, a la violencia, el movimiento fue aún más rápido, así en cuestión de días, las discusiones antes esporádicas se volvieron usuales y el primer golpe rápidamente arrepentido, extirpó un límite que no regresó. El crimen fue replicado por los periódicos y algunos canales de televisión, la brutalidad del mismo ganó espacio en las letras de molde. Daniel no atinó siquiera a esgrimir defensa alguna ni escapar luego de su crimen. El caso atrajo, como comenzaba a suceder por esos días, todo de sí, entre esa multitud de morbosos, guardianes de la ley y la moral, opinadores y demás, se acercó también un joven abogado que en pos de intentar demostrarle a su propio padre su porte, abandonó ahí buena parte de su ética, atendiendo a sus habilidades innegables este joven leguleyo obtuvo la posibilidad de dejar a Daniel con una libertad en sus manos, tan inmerecida como fluida para él. Apenas unos meses en prisión le dieron la puerta abierta a un mundo que le era tan desconocido como si no lo hubiera visto ni transitado nunca. Daniel partió dejando atrás todos y cada uno de los detalles de su vida esa misma semana en la que le concedían la libertad, mientras el joven abogado se abrevaba el triunfo sobre todas las teorías posibles. Cerró una puerta con todo dentro. Se estableció en el sur de Italia, nunca llegó a aprender el idioma de manera fluida. En una ocasión, meses después, quiso enviar unos pertrechos a una ciudad cercana. A los días la encomienda volvió a su departamento, el empleado del correo trató sin mucho esmero y con menos éxito explicarle que no se comprendía quién era el destinatario, su mala grafía dejaba expuesta su falta de educación. Esa fue, luego de tanto por lo que tener razones, la única vez que sintió algo que identificó como vergüenza. Argentina 2008 La frialdad de Buenos Aires no se compara con nada, esa poesía que tan bien arrastraba por el papel Borges, aplicaba con su humedad y su somnoliento mal olor de a ratos en cada cuadra, Luis caminaba porque lo prefería, no le gustaba el Taxi, las tantas y muchas cuadras diarias le producían dolor, que semana a semana se punzaba como una aguja en sus articulaciones desmejoradas por la artrosis. Un hombre con tantos recuerdos que a cierta edad solo pueda ver los más lejanos, revela cierto código de autodefensa, claro y necesario además. Luis además sabía de guardarlos, cuidar los recuerdos como si fueran secretos y encerrarlos en el más lejano rincón de la cabeza, hacerlos desaparecer como si no estuvieran. Y los secretos de Luis no
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solo eran para él, tenía un particular concepto de la verticalidad y la manera de obedecer, por el tiempo que se lo pidieran, jamás nada saldría de su boca que no fueran ahora los inocuos recuerdos de su San Justo natal, donde las historias de su madre y las peleas con sus hermanos de niños, serían la meta circular de todos sus relatos. Los pocos amigos de esta última etapa de su vida apenas sabían algo de él, más que ese bucle de siempre que implicaba escuchar por mil la misma parte de la historia. Entre esos recuerdos lejos en el cultivo de su mente, no estaban los pugnados al olvido obligado. Aun viviendo la adolescente parte de su vida con tan solo 12 años, recaló en la capital, llegó a la casa de un tío suyo que le había prometido un trabajo seguro y próspero en una fábrica de heladeras, promesa que cumplió y durante un tiempo lo prometido fue el destino de ese niño aun no entrado ni de broma en un adulto formado. Durante un tiempo todo estuvo bien. El trajinar diario de un niño que gana el dinero de un adulto quizás no lo dejó formarse, lejos de casa, de sus padres y bajo el avunculado de ese hermano de su madre, muchas normas fueron laxas y sin ejemplos claros, bien podría haber terminado peor, pero Luis, de naturaleza ordenada, solo quería contar con las rupias necesarias para no padecer lo que sus padres en Santa Fe. El hambre fue algo que juró batallar en su vida, si no podía en la vida de los demás no importaría, pero en la propia no. Así fue que viró a ese destino, de placeres simples y gustos módicos. Le resultaba fácil hacerse de lo necesario. Cuando la fábrica cerró, Luis ya contaba con algunos ahorros, los que ni siquiera tocó porque por medio de recomendaciones rápidamente llegó a otro empleo. Allí, en un taller mecánico, conoció a un oficial de policía que tenía el mismo apremio por escapar de la pobreza, no por real sino por el temor que lo aquejaba, un temor endémico que había acosado a toda una generación de padres que hicieron crecer hijos cuyo norte cotidiano resultaba de volver a casa con unos pesos en el bolsillo. Este oficial de policía, quizás por esas necesidades no habladas que hermanan a los de la misma clase, le tomó pronto gran afecto y así le consiguió rápidamente un pase a la fuerza. Se conocía que este oficial gastó más de un favor en el ingreso de Luis a su nuevo –y que sería definitivo trabajo– puesto que Luis apenas sabía contar. En su vida no había ni tiempo ni deseo de salir del analfabetismo. Aun así sus modales anchos, propios de quien sabe copiar a quien debe para quedar bien, lo transformaban no en un rústico hombrecito sino en ese ladero callado que sabe cuándo reírse del mal chiste del jefe y cuándo hacer la vista al costado para no ruborizarlo. Todo estuvo muy bien durante un tiempo, la paga era relativamente buena y todos le tenían gran aprecio, por su manera de estar silente o por que se sabía tornar necesario para las cosas en las que se debía confiar. Se sabe que en algunos momentos quien olvida, o hace como, y además lo torna creíble, puede ser poco menos que impresionable, si a esto le sumamos que sabe refractar las órdenes sin chistar y responde a un llamado en la pensión a cualquier hora para cualquier requerimiento, es para muchos el hombre ideal. Fue así transformándose en la mano derecha tácita y sigilosa del comisario, hombre ambicioso tanto de dinero como de ser sujeto a las miradas del poder. Luis, en 1974, clavó una estaca en su memoria sabiendo que todo eso que sucedía cuando lo requerían de improvisto en la pensión debería ser olvidado o recluido más lejos en su cabeza de lo lejos que quedaban los demás. Le quedó poca vida tanto por vivir como para recordar. Al volver a la democracia, el comisario le dijo que se guardara un poco, y fiel a su modo de obedecer lo hizo sin chistar, trabajó un poco en changas para nunca tener que tocar sus ahorros. Y todo como si nada por tres décadas. Ahora, a sus amigos del bar solo les contaba de su madre, y sus hermanos de niño en Santa Fe, aunque casi nada le resonaba, ni su caras siquiera.
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Hace cosa de un mes una mujer comenzó a trabajar en el bar al que Luis acude luego de caminar largo casi todas las tardes. Conversaron mucho y hasta la acompañó a su casa, so pena del desvío a la propia que eso le implicaba. La última vez ella coquetamente le dejó un sobre en la mano y se esfumó cerrando la puerta de la cancel tras de sí. Luis mira esa carta desde hace dos noches, sabe que esos símbolos significan algo, imagina que puede ser de muchas maneras, cada vez que cierra el sobre y decide quedarse en su habitación en lugar de ir al bar. Experimenta algo que no conocía ni recuerda siquiera de todos los anaqueles que tiene cerrados en su memoria, el calor en la cara que no es de fiebre, es de vergüenza.
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La crónica.
Una violación vergonzosa Cristian Maluini |Gustavo Salamié
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na abuela muy abuela con un ojo vidrioso y mocho camina con su bastón muy despacio ayudada por una regordeta petisa con los anteojos subidos a la cabeza y bolsas en los hombros. De frente vienen los pibes: gorritas, musculosas, pantalones tres cuartos, zapatillas bien gordas, los golpetazos a los bombos, los cachetes inflados de soplar las trompetas. –Ver a la gente movilizada es alentador. Dice una treintañera rubia y dientona, sonriente, sin maquillaje. Miles de personas repiten lemas de cabecera: Memoria, Verdad y Justicia. Otro Nunca Más rojo brota de la remera negra de un pelado cuarentón. Es 24 de marzo de 2017: se cumplen 41 años del golpe de la última dictadura cívico-militar, cuando una horda salvaje continuó con su plan macabro al frente del estado argentino y persiguió, torturó y asesinó a estudiantes, trabajadores, militantes, intelectuales, artistas, montoneros y, como emblema, desechó a sus víctimas, las desapareció, les destripó su condición de muertos. Y también fue una burla diabólica a miles de familias, desgarradas por la desesperación insoportable, los peores temores, bruto sufrimiento. Él arenga desde el camión, amplificado en los parlantes, muchos responden a los gritos: –Treinta mil compañeros detenidos desaparecidos. –Presentes. –Treinta mil compañeros detenidos desaparecidos. –Presentes. –Ahora. –Y siempre. –Ahora –Y siempre Entro por Diagonal Norte y, como siempre, la calle está llena de basura: botellas, papeles, bolsas, latitas, vasos rotos; pintadas sobre el asfalto dicen Cero en cultura con letras blancas. Una fotógrafa vuelve hacia la 9 de Julio. Cero en cultura se repite varias veces, como los papeles, las botellas, las tapitas, las personas. Hay carritos con bebés, nenas, madres, chicos, parejas de la mano, bicicletas, varios carteles muy por encima de las cabezas con los nombres de los desaparecidos. Carlos tiene el bigote muy blanco, los brazos en jarra, los anteojos puestos, un escozor al recordar ese momento, incluso temblor en el cuerpo, la cámara de fotos colgada del cuello. –Terminamos tarde una reunión y me enteré del golpe por la radio, en un bar. Estaba en un
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momento de transición entre el Movimiento Patria Socialista y el PRT, organización a la que ingresé dos días después del golpe. –¿Y qué percibías? –Miedo, mucha movilización. La dictadura vino precisamente a frenar todo ese proceso; en esa etapa ya había muertos, era un clima de caos, lo que no está mal: el caos es parte de la política. –¿Te tocó estar preso o sufrir el acoso de los militares? –No, por suerte no, tuve la suerte. Muchos de mis compañeros sí murieron o estuvieron presos. –¿Que Macri hable de 8 mil desaparecidos o del curro de los derechos humanos qué te provoca? –Lo que hace Macri es un espanto, que no llama la atención porque es su política; ellos vinieron para reconfigurar el país y a tender un manto de impunidad hacia toda la cuestión de derechos humanos. Provoca, él sabe que no son 8 mil; es una forma de avanzar hasta que lo dejemos. –¿Con este tipo de marchas se puede contrarrestar o no se hacen eco?
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–No se hacen eco porque no van a cambiar su política. Donde hay un cartel con la E tachada de prohibido estacionar, estaciona el colectivo de La Garganta Poderosa con un cartel que dice 30 mil veces verdad y fotos impresas colgadas de una soga: Ignacio y Estela; Etchecolatz dirigió personalmente la masacre de Patricia Ambrosio y a mí me torturaron a su lado, pero si usted tiene dudas, señor, le puedo mostrar el pecho; que aparezcan con vida los detenidos desaparecidos; el país, nueva etapa, las juras de los ministros, la situación, el futuro; Videla Presidente; Gente y la actualidad; así titulaba Clarín; Euforia popular por la recuperación de las Malvinas; Videla asume el lunes la presidencia; a no asustarse que ya enfrentamos juntos una dictadura cívico militar religiosa, nada puede ser peor; los lápices siguen escribiendo. Los militantes levantan campamento llevándose los trapos. Sobre una manta se rematan las últimas remeras. Otro turista mira extrañado. Dos murgueras corren apuradas. Un gordo de pantalones azules hasta los tobillos, gorra blanca y chomba muy apretada a su panza prominente vende globos: mickeys, bob esponjas, otros personajes. El humo siempre se escapa. –Me enorgullece que esta convocatoria sea tan grande, siempre es inmensa. Vengo a todas desde el secundario y ahora está mucho más politizada, están muy fuertes los partidos políticos. Sigue siendo la marcha de la memoria pero se convirtió en la seguidilla de las marchas docentes, no al ajuste, no a la entrega, no al endeudamiento. Parece que está por explotar pero está contenido. Dice Germán, estudiante de Bellas Artes, 27 años; después se envalentona: –El cartel de los diputados PRO que decía nunca más a los negocios con los derechos humanos es otra provocación. Se están yendo al carajo. Hasta quieren sacar las elecciones de medio término. Deslizan esas ideas porque saben que el apoyo de la gente disminuyó muchísimo. No sé si tienen ganas de reprimir porque se armaría un gran quilombo, pero están jugando con eso. No sé si es una jugada inteligente la de revolear piñas en el aire. Para salvarlos, en veredas supuestamente contrarias, tantas veces las mismas, los peronistas intercalan manías implacables, un sacudón en la paz de Germán: –El peronismo está muy enquistado con estructuras antiguas, jerarquías, gremialismo, tranza, arreglos, tires, manejos, intendencias: una bolsa de gatos que floreció a la primera de cambio, cuando un montón de saltimbanquis se cambiaron de lado. No me sorprende porque así es el peronismo. Y la izquierda nunca pudo tener un partido popular. Los autos cruzan por Perón intentando no atropellar fotógrafos, gordos, pálidos y vinchas que van a paso de hombre, buscan los huecos, los pasillos entre auto y auto. Una murga corta Maipú con el baile de las pibas y los flacos.
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El trapo gigantesco sostenido por tres largos tubos altísimos y sogas tapa la plaza, megáfonos resuenan, hay remeras que dicen revolución, remeras con la cara de Charly García, la camiseta de Chacarita, la camiseta de París Saint German en un pibito de botines fosforescentes que patea latitas rapado a los costados, con cresta desde la frente hasta la nuca, la 11 de Di María. Yo me pongo la camiseta, Juicio y Castigo a los responsables, otra de las consignas que más se lee. A Ana María Martínez la emboscaron en la puerta de su casa de Villa de Mayo, en 1982, cuando estaba embarazada de tres meses y militaba en el Partido Socialista de los Trabajadores. Unos chicos descubrieron un cuerpo semienterrado a la semana siguiente, en el Tigre. Quizás fueron once balas, pero nunca hubo autopsia. Hoy la comisión de Familiares, Amigos y Compañeros de Ana María Martínez se hace presente en esta marcha para pelear por cárcel común a todos los genocidas. Porque no hubo dos demonios, sino una dictadura.
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En la esquina de Rivadavia y Chacabuco, sentados sobre la vereda, descansan unos treinta militantes embanderados, engorrados. Al lado, mantas con enchufes, auriculares, estuches, tijeras, alicates, anteojos rayban truchos, carcasas de Boca y River brillantes, calculadoras, autitos hostwells para pistear. Persistir es luchar, unirse desde abajo, organizarse combatiendo, dice Cien Fuegos. Perpetua a Milani, dice la tinta indeleble. Sobre Avenida de Mayo hay más chicles masticados, más brazos cruzados, más heladeras, más parrillas, más brasas, más choris y patys y cebollas y pedazos de carne, más suciedad, más botellas cortadas, más olor a porro, más señas, más símbolos, más carteles, más banderas, más encrucijadas, más masacre de Devoto, que el fuego deje de quemar, año 1978. Las hojas verdes suben hasta los últimos balcones, desde donde miran señoras y abuelos. El sol deja un halo blancuzco y celeste trepado a las terrazas de los edificios. Los rastros del atardecer. –Hay gente que no le da ni pelota a estas manifestaciones, que está mirando dibujitos animados; los medios de comunicación no están transmitiendo esto. Se enoja Gustavo, enfático, firme, melenudo. –¿Cómo se revierte ese desinterés? –Hablando, haciendo política, no necesariamente partidaria. La docencia juega un papel en las personas que es clave. Hay un montón de lugares y canales para intentarlo: en las relaciones laborales, por ejemplo, preguntarles a tus compañeros si fueron a la marcha, y si no saben de qué marcha se trata contarles. Las noticias se repiten, se reinventan, se salpican: si es noticia cada entrevero agitado por oficinistas del efecto viral, si es noticia cada vericueto sobre la vida de los políticos más populares, si es noticia el perro guardián que rescató a su amo de una avalancha de polvo en el sur de Indonesia, si es noticia la vieja pordiosera que lee destinos y adivina pasados, si es noticia saber qué les pasa a los hombres y mujeres que la televisión maquilla para hacer que parezcan lo que no son, si es noticia el chino prodigio que se destaca por sus habilidades matemáticas, si es noticia el chino que se suicidó en un páramo del imperio, si es noticia la declaración rutilante del futbolista de moda, si es noticia el derroche de papel picado, si es noticia el ñato que aguanta en la casa con camaritas dispuesto a llevarse la tajada más ambiciosa y si es noticia el ovni descubierto en los montes de Villa Carlos Paz, hay que mirar para otros lados, desentenderse de los símbolos compuestos por la santísima espectacularidad mediática. –Cuando arrancó la dictadura tenía 16 años y no sabía lo que pasaba, me enteré con la caída, cuando se conoció masivamente el genocidio que había sufrido el pueblo argentino.
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Dice Eusebio, mestizo muy transpirado, el pelo gris hasta el cuello, un diente partido, la voz ronca. El periodismo es libre o es una farsa, le responde Rodolfo Walsh. Antes de entrar en la plaza rebosan artesanos, collares, colgantes, pulseritas; después las multitudes se agolpan, se chocan, se camina más despacio, sobresalen cientos de cabezas, el tránsito va achicando sus posibilidades. Las birras y cocas se balancean en la cabeza del morocho de los pantalones tres cuartos, la chomba arrugada y sudada y las zapatillas desatadas, un pilón de billetes en la mano, el pelado, la carpeta y el diario debajo del brazo, el vasito al tope. Un pasacalle muy largo implora: establecer en la constitución argentina la propiedad socialista de todo el pueblo sobre los medios de producción. Está entre dos postes de luz en el primer cordón de la Plaza de Mayo, de frente al escenario, de frente a la Casa Rosada. Pablo dice que no cree que pueda haber otro golpe militar. –El PRO llegó a través de las redes sociales y el marketing, no necesitan a los militares. Después dice que las bases están enloquecidas, que querrían cagar a piñas a los líderes sindicales. Desde el escenario se amontonan reclamos altisonantes, atisbos de esperanzas: puras penas. –Basta de persecución por razones sindicales y políticas a los trabajadores. –Basta de represión. –No a la represión de las luchas obreras. –Basta de persecución a las organizaciones. –Basta de represión y discriminación a los pueblos originarios y campesinos. –Basta de desalojos –Juicio y castigo a todos los responsables políticos y materiales de los asesinados por luchar en gobiernos constitucionales. –Castigo a De la Rúa y a todos los responsables de los asesinatos del 19 y 20 de diciembre de 2001. –Castigo a Duhalde y a todos los responsables políticos de la masacre de Avellaneda. –Por las muertes de Carlos Fuentealba y Luciano Arruga. –Por la muerte de Mariano Ferrerya. –No a la criminalización de la pobreza. –Basta de gatillo fácil. –Basta de asesinatos, persecución, encarcelamiento y torturas a los jóvenes de los barrios. –No a la precarización de las calles y las barriadas populares. –Aparición con vida de los secuestrados y desparecidos por la trata de personas. –Ni una menos, basta de femicidios. –Justicia a los responsables de la causa Amia. –Cárcel ya a todos los responsables políticos, empresariales y de la burocracia sindical por
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la masacre de Once. –Castigo a todos los responsables de la masacre de Cromañón. Y una última arenga, desbocada, con aplauso cerrado y persistente, el cierre a todo trapo: –Esta plaza es del pueblo, por lo tanto decimos no al ajuste y la entrega, viva la lucha docente, todos somos docentes, basta de despidos y suspensiones, reincorporación ya, paritarias libres y sin techo. Cantá, puto, agita una borracha: latita, pollera, musculosa, tacos, morral, buzo a los revoleos. La noche recubre el rito de la retirada. Con los treinta mil por la dignidad de los trabajadores, todos a la Plaza de Mayo, dice el cartel pegado en el container; el cartel electrónico indica que la zona está cerrada al tránsito. El de rastas se entona con su pantalón guerrero y su remera de coca cola y su pulserita en el tobillo y su barba y sus cánticos; alrededor, la calma y la parsimonia de los que se van muy tranquilos, preparados para contarles a los otros lo importante que es estar.
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Resuena de fondo el ladrido ricotero, y lo peor, la desgracia, la certeza de saber que ese perro es uno pero hay muchos, una jauría; que ellos, los que hoy sonríen tan campantes, son los perros, la jauría. En Avenida de Mayo y Tacuarí está el semáforo en rojo y el pibe revisa su teléfono con la bandera argentina colgada en la espalda, el hombre con su corbata y su sobretodo, el nene con la gorrita y la señora con su bebé, dos mozos se van con sus delantales puestos. Un cartel dice “precaución: reducción zona de calzada”. Hay más basura y menos gente que come paty y toma birra y allá adelante, en la 9 de Julio, están los escolares, y atrás un taxi que arremete y me pasa y por todas partes papeles, latas, botellas, tapitas y en las veredas de las confiterías más presentes.
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Terremoto adentro JoaquĂn Laurens | Juan Battilana
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ace media hora que lo apagué, pero todavía me punzan en la sien los zumbidos del celular. El efecto es bien físico: puntadas profundas en la cabeza que me sacan el equilibrio, un remolino en el estómago, pozo negro de angustia que empuja el diafragma hasta hacer brotar involuntariamente las lágrimas, que a esta altura ya tienen cada vez menos sentido, que son pequeñas gotas en el mar de frustración en que me encuentro. De bronca. De tristeza. De no sé bien qué, pero sé dónde: en el cuerpo, todo entero, ruborizado en pudor, aureado en un calor enfermizo que mi mente sólo augura superarlo con una única solución drástica. Que me trague la tierra. La culpa la tengo yo. La culpa la tiene él. La culpa no la tiene nadie. ¿La culpa de qué? La culpa de garchar: todo el puto mundo garcha. Nos filmamos para nosotros, un juego, somos grandes, sabemos que puede pasar. Pero nunca pensás que te va a pasar hasta que te pasa. Eso, valga la redundancia, pasó toda la vida, desde muchísimo antes de que existieran estos celulares del orto. Igual al que se le filtró fue a él, pedazo de pelotudo. Total, el pibe queda como un campeón, nosotras como dos trolas. Está bien, el flaco tampoco tiene la culpa de que la sociedad sea una cloaca hipócrita y machista, pero: ¡qué pelotudo por dios! ¡Cómo se te escapó! Ya está, ni quiero hablar con él ya. ¿De qué sirve? Ya excede, ya es sol y nosotros somos manos. Lo que me diga, la explicación que puede tener, no me va a servir. Lo hecho, hecho está, como yo, que estoy hecha mierda. Y no es por arrepentimiento, o por culpa. Yo no hice nada malo. Es el hecho de querer encerrarme en una cueva como topo, un par de años, hasta que se olviden del asunto. No quiero volver a mirar a los ojos a ninguna persona que conozco. No tengo fuerzas para enfrentar esas miradas. Voy a saber que ellos saben. Mi panza no encuentra más formas de retorcerse, tengo que dejar de pensar, me estoy haciendo más daño sola. Pero pienso en mi viejo, solo lo pienso, y estallo de nuevo en una crisis nerviosa que esta vez me obliga a tirarme en el piso. Grito, lloro, me quedo sin aire, me arqueo, pataleo. Al rato logro calmarme. Busco entre mis cosas, y maldigo haberme hecho la doc new wave con mis amigas. Solo eso explica que no tenga Alplax en mi casa. Con una pastillita podría sumergirme en la bobera que necesito. Poner en stand by la mente. Esta es una situación extrema. Y ahora que lo pienso, vivir en la bobera también. Pero no puedo ocuparme ahora. Ni me alcanzo para dejar de llorar. Me baño un rato largo. Me ayuda a calmarme. El agua cae sobre mi cuerpo. Me acuerdo que ese día también nos bañamos, los tres juntos, fue hermoso. Me excito y me empiezo a tocar pero enseguida caigo en cuenta de que esa calentura desenfrenada que a veces me agarra, fue la que me hizo actuar sin reparar del todo en las consecuencias. Y estar ahora en esta situación. Lloro de nuevo. Al menos mañana no tengo que ir al hospital: ni mañana ni nunca. Me agarra un escalofrío por la espalda tan solo con imaginar la escena. Les veo la cara a todos, al cuidador del estacionamiento, al guardia de seguridad en la puerta, a Bety -la del carro que me trae el café a la mañana-, al técnico radiólogo que no para de encararme, a mi jefe y sus chistes boludos, a mis residentes a cargo. Quiero esquivarlos a todos, hasta que se olviden. Voy a tardar un tiempo en buscarme otro trabajo, en otro lugar, pero es lo que menos me importa. Quiero escapar. Fantaseo con el suicidio, pero no más que lo que lo hice toda mi vida, tan sólo para descubrir que “no soy de esas”. Pero qué bien me vendría en este momento. Tal vez
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hasta los haga reflexionar un poco a todos, tal vez les labure la culpa y empiecen a tratar de modificar ciertos aspectos, tal vez juzguen menos, tal vez se vuelvan un poco menos hipócritas. O tal vez compartan mi carta de suicidio por whatsapp acompañando el video. Como para alimentar el morbo. Me da rabia. Me da impotencia. Es un río imposible de parar, es la cloaca maestra. De a ratos, me levanto de la cama y voy hasta la heladera. Agarro la botella de agua y tomo del pico. Desmesuradamente. El agua escapa por la comisura de los labios. Tomo agua de más. Para estoquearme y poder seguir llorando un buen rato en la cama. Y porque no me importa. Porque no me importo. Ya no sé cuánto tiempo pasó desde que me anoticié de esta desgracia. Horas. Insuficientes horas. Mi cuerpo catatónico ya no responde demasiado. Aun así, me llego hasta el baño para chequear los embates de mi agonía. Me veo en el espejo. Pero no logro mirarme a los ojos. Se me funden las imágenes, como si el espejo fuera la pantalla y mi cara no estuviera derruida, sino mirando fijamente a la cámara, degustando samaritanamente una pija, como hija de buen vecino. Estallo. Estalla el vidrio. Me derrumbo en lágrimas, una vez más, y siento la sangre correr por mi puño. Pero no me importa. No me importo.
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Salir afuera Gabriel Bertotti |Verónica Cerna
Mi celda de prisionero es mi fortaleza.
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speró que los últimos ruidos de la casa cesaran. Se aseguró así de que todos estuvieran dormidos y de que la casa hubiera dejado de latir. Las casas del gueto eran tan antiguas como la montaña o el río, y parecían tener vida propia, independiente de los huéspedes que llevaban centurias viviendo en las mismas habitaciones. Nadie dudaba de que eran las casas las que los alojaban y les permitían vivir entre sus paredes manifestando una arcaica gentileza urbana. Entonces abrió el cuaderno y persistió una noche más en la escritura de la novela en la que intentaba conjurar el infinito: todo consistía en crear constantes interrupciones que le impidieran al protagonista encontrar una respuesta definitiva al horror frío y cotidiano que lo estaba ahogando. Se esforzaba en contra de su naturaleza melancólica por no deleitarse demasiado en los aspectos oscuros. La opacidad en la trama era importante, pero no debía anular la ilusión de una posible salvación. Sabía de antemano que su héroe estaba condenado; pero el héroe, aunque sospechara su desgracia, todavía se aferraba a una certeza: cuando los asesinos vinieran a por él, los enfrentaría con toda la dignidad que posee un hombre. No daba datos demasiado precisos de su biografía, apenas un nombre y un apellido que era una simple letra. Cuando la terminara le buscaría un nombre apropiado y un apellido completo; ahora, para no pensar demasiado, se conformaba con el mínimo de austeridad que también se exigía en su vida cotidiana. Sabía que la clave del sentido de la novela estaba en la frase final. Una frase clara y poderosa hacia la cual dirigir toda la historia. O la imposibilidad de contarla. También necesitaba un título suficientemente definitivo como para ganarse la eternidad. No aspiraba a menos. Escribía a mano. Su letra era pequeña pero prolija. “Insoportablemente prolija”, le escribió su novia en una de las decenas de cartas que se escribían mensualmente. “Querido mío, no hay nada menos excitante que tu letra. Contigo la excitación está como retardada, siempre viene después de leerte o de que te hayas ido. Recién entonces, cuando no estás, me dan ganas
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de comerte a besos y de tocarte y solo me queda besar la superficie fría de un espejo y tocarme”. “Mi mano es tu mano”, le respondía él una semana después de que ella le hubiera mencionado los besos en un espejo, sabiendo que seguía siendo tarde, que a pesar de que su letra prolija era un muro que lo protegía del caos, el caos ya los estaba devorando y el caos se llamaba tiempo. Cuando ella ardía y le escribía palabras de fuego, él pasaba las noches en vela, escribiendo una novela que no acabaría nunca, que no podría acabar nunca. Cuando él ardía, leyendo las palabras de ella, y la imaginaba tocándose, le respondía temblando, y le enviaba una carta sellada con las últimas gotas de saliva de su lengua de náufrago a la deriva. Una carta que llegaría a las manos de su amada cuando ella estuviera tan fría como la superficie de un espejo. Comenzó a llover. Siempre que llovía interrumpía lo que estuviera haciendo y se acicalaba intentando mantener el silencio de la casa y se iba al prostíbulo de Madame Dora, sin paraguas, mojándose lleno de júbilo como un niño que corre por la intemperie descubriendo la magia de la lluvia. Llegaba empapado y era recibido por una disgustada Madame, que se lo entregaba enseguida a Cascabelito, la niña indígena que lo llevaba de la mano hasta una habitación tapizada con terciopelo rojo. Lo desnudaba lentamente, tarareando una extraña melodía, y lo secaba con una toalla amarilla. Y él, escuálido como una lagartija, le quitaba la toalla y le decía: “Con el pelo, Cascabelito, con el pelo”. Y ella sonreía y se soltaba la espesa melena enrulada y le rozaba las piernas, el pecho y los brazos, y una vez seco, lo acostaba a su lado y le hablaba de su tierra, de los infinitos espacios abiertos en que una palabra podía ser arrastrada miles de kilómetros por el viento. “No hablo de esto con nadie”, le decía, desnuda junto a su cuerpo desnudo, mientras él le acariciaba los pezones con la yema humedecida de los dedos con una delicadeza que ella agradecía tomándole la mano y compartiendo la humedad de su entrepierna. Y sin dejar de escuchar sus historias y de disfrutar del sexo que se abría a su mano, él miraba sus cuerpos desnudos en el espejo del techo. Su cuerpo escuálido y transparente de lagartija subterránea y el de ella, fértil y flexible, del color del té con leche que tomaba todas las mañanas mientras oía los reproches de su padre. “¿Cuántos años tendrás, Cascabelito?”, pensaba. “¿13,14? ¿Estar con una niña será un delito algún día? ¿Una imagen tan bella como la de tu joven cuerpo protegiendo al mío, enseñándome las palabras que en tu tierra nombran al gozo y a la alegría, podrá ser considerada algo tan sucio que merezca un castigo?”. Le ponía el dedo húmedo en los labios, interrumpiéndola, y le suplicaba, con las maneras de un huérfano: “Bésame, Cascabelito. Bésame”. Y Cascabelito lo besaba como le habían enseñado las putas más experimentadas, porque sabía, por escucharlas cuando se lavaban los sexos unas a otras, que no hay para un caballero nada más preciado que el beso de una niña puta. “Ni nada más caro”, le decía la Madame. “Que no se le olvide nunca, mijita”. “Nunca”, pensaba Cascabelito y cerraba los ojos para no verse en el espejo besando a una lagartija. Él se daba cuenta. “¿Te asustan los espejos?”. Y ella respondía con un misterio: “Sí. Ningún espejo es inocente”. Esa respuesta lo excitaba más que las caricias, ya que la poesía no era habitual en un sitio como ese. “¿De dónde vienes, Cascabelito?”. Y Cascabelito se giraba y mostraba sus pechitos disponibles para sus manos y su boca, y le acariciaba el pelo, y le respondía con el mismo tono con que una madre contaría un cuento de hadas: “De un lugar muy muy lejano”. Le gustaba estar con ese hombre misterioso que la trataba con elegancia, que nunca la forzaba a nada, y que la escuchaba como no lo hacía ningún hombre del gueto. Los hombres que frecuentaban la casa de Madame Dora inevita-
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blemente se sentían culpables. No de estar allí ni de frecuentar el cuerpo de una niña. Era una culpa antigua; se odiaban a sí mismos, y cuando se veían en el espejo, todas las renuncias y las cobardías de una vida entera se proyectaban ante sus ojos como si fueran parte de un film, y se la agarraban con ella, y le pegaban o la violaban con asco y terror. Pero este hombre delicado le hablaba con respeto y la consolaba cuando estaba dolida por las cicatrices de la saliva y del semen y le pagaba tiempo extra para que descansara una o dos horas sin hacer nada, durmiendo abrazada a un cuerpo desnudo que se agitaba con cada latido de su corazón. Cascabelito no podía amar a nadie, esa posibilidad le había sido extirpada, sin embargo, sentía hacia él un cariño semejante al que algunas personas sienten por su perro o por su caballo. “El espejo es un engaño”, le advirtió al oído con una tenue voz que no parecía la suya. “Está pensado para que te concentres en todo lo que se refleja en su superficie, pero es un ardid, una distracción barata. El misterio del espejo empieza del otro lado. En los ojos que te miran”. “¿Qué quieres decir? ¿Que es un simple truco prostibulario para que los clientes más puercos se masturben mientras nos espían?”. Se oyó un timbre agudo, persistente. Golpes en la puerta. Cascabelito se levantó y se vistió. “Todavía te queda media hora”, le dijo él. Ella le acarició la cara. “No. Ya no queda nada”. Le sonrió. “Yo no soy de acá. Yo vengo del otro lado”. Se fue arrastrando los pies. Antes de cerrar la puerta, le dijo: “Cuidado con lo que hacés cuando estás solo”. Cerró la puerta. Al hombre le pareció escuchar su voz hablándole desde un sitio muy lejano: “No hay
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nada más peligroso que estar solo”. Se tendió de espaldas. Oía la lluvia. Un temporal inundaba la gran ciudad. En esa habitación estaba cómodo. Y estaba solo. Lejos de su casa y de su familia. La única presencia que podía soportar a su lado se había ido, cuando estaba por analizar la rareza de toda la situación le comenzó a picar la nariz. Se metió el dedo, hurgó y sacó un moco verde, esponjoso. Lo miró deleitándose, cuando nadie lo miraba, desde niño, había disfrutado metiéndose el dedo en la nariz, pero este moco era particularmente grande y no sabía qué hacer con él. No se atrevió a metérselo en la boca porque todavía disfrutaba del sabor de la boca de Cascabelito y hubiera sido un insulto irreparable hacia ella, recordó que en el bolsillo del pantalón tenía un pañuelo recién planchado por una de las chicas que hacían la limpieza en su casa, chicas humildes a las que a veces manoseaba aprovechándose de su posición como hijo del Señor; pero su ropa estaba del otro lado de la habitación, sobre una silla de hierro que parecía estar más allá del océano. Lo dejó en la sábana, le recordaba una mosca gorda reventada por un cachetazo afortunado, la metió bajo el colchón y se rió de sí mismo. De la acción que venía repitiendo toda la vida: una vida de mocos secándose en sábanas o en sillones o debajo de mesas y sillas. Se sentía impune, liberado de toda culpa por la ausencia de testigos, como un ladrón que después de un atraco exitoso se quita la máscara en un lugar seguro y comienza a contar el botín silbando una vieja canción. Embravecido por la impunidad que le otorgaba la soledad de una habitación de prostíbulo comenzó a tocarse. Sintió la extraña atracción del espejo y se masturbó con los ojos abiertos, disfrutando de una imagen poderosa que lo hacia llegar rápidamente al éxtasis, el culo jugoso y abierto de la niña que tantas veces había deseado penetrar. Está amaneciendo cuando sale a la calle. Ya no llueve. Es sábado y no trabaja. Sus padres y sus hermanas tampoco, por lo que la casa estará llena de gente y de ruidos y se verá obligado a compartir la mesa familiar y a soportar las preguntas humillantes de su padre. A soportar la ironía que lo hiere tanto porque en lo profundo de su corazón sabe que es verdadera y que podría ser él mismo el que frente a un espejo se acusara de las mismas cosas. Camina arrastrando los pies, como lo hizo Cascabelito cuando salió de la habitación. La buscó por todos los pasillos. La buscó en el altillo donde se reunían los clientes más antiguos a fumar y a concertar matrimonios y negocios y donde las más selectas pupilas de Madame Dora subían a sentarse en sus rodillas y a ser manoseadas por hombres que ni siquiera pensaban en lavarse las manos antes de tocarlas. Eso siempre le había gustado. Entregarse sucio a un cuerpo ajeno. En su novela inacabable, cuando los personajes fornicaban lo hacían en suelos sucios de cerveza derramada y de serrín y de escupidas, y los amantes se revolcaban sobre toda esa inmundicia lamiéndose las caras, o se acostaban intentando enterrar la cabeza en el pecho del otro sobre asquerosos edredones en habitaciones cerradas y tan caldeadas que los cuerpos sudados olían a queso rancio. Una vez había cometido la imprudencia de leerle uno de esos capítulos a su madre, que lo miró como si fuera un criminal. Cada palabra que escribía lo hacía sentir culpable y cada frase terminada era una confirmación de su culpa. Tal vez por eso es que había decidido no terminar la novela haciéndola infinita con un claro final inalcanzable. Oyó la campanilla del tranvía. Le gustaron los rieles brillando sobre el empedrado, iluminados por un sol tan débil que su luz apenas podía atravesar las gruesas nubes que cubrían desde hacía años la gran ciudad. Decidió subir y vagar mirando el mundo desde la ventanilla. Alejándose de su casa y de su familia cómodamente sentado mientras dejaba a su mente correr libremente por un espacio sin molestos testigos ni miradas inquisitivas. “¿Por qué no dejas de perder el tiempo escribiendo esas cosas
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tan raras y te transformás en un hombre de provecho como tu padre?”, le preguntó su madre aquel aciago día en que le mostró sus escritos. “¿Por qué no te buscás una chica sana y limpia y de buena familia que te convierta en un hombre útil a la sociedad, digno del sacrificio de tus antepasados?”, le preguntaba cada mañana su padre, arruinándole el desayuno. “¿Por qué no te vas a vivir solo como hacen los hombres de tu edad y dejás libre tu habitación de una vez por todas?”, le preguntaban sus hermanas, apretadas unas contra otras en la perniciosa promiscuidad de su única habitación. El tranvía avanzaba por zonas desconocidas de la ciudad a una velocidad inaudita. No sabía que podía ir tan rápido. Ningún pasajero miraba por las ventanillas. Todos se miraban los pies o tenían la vista fija en la nuca del de adelante. No había cobrador. Se mareó un poco por la brusquedad con la que el conductor tomaba las curvas y porque no había ninguna ventanilla abierta. Intentó abrir una, pero no pudo. Parecía soldada. Supuso que una vez más el exceso de imaginación le estaría jugando una mala pasada pero no encontró ningún mecanismo para destrabarla. Decidió bajar y caminar. Se paró frente a la puerta trasera. Tiró del cable. Nada pasó. El cable estaba rígido y no cedía. El tranvía aumentó la velocidad. Tambaleándose se dirigió hacia el conductor. Le pidió que se detuviera, le dijo que se sentía mal y que necesitaba bajar. El conductor soltó el mando y se quitó las gafas negras que cubrían sus ojos. “Yo no controlo nada, jefe”, le dijo. “¿O no ve que soy ciego?”. Desesperado intentó forzar la puerta. La puerta no cedió. La golpeó con los puños cerrados. La pateó con furia. Pero no cedió. El conductor comenzó a reírse. Poco a poco, uno a uno, los demás pasajeros se rieron de él hasta que una gran carcajada lo aturdió. La risa de los pasajeros burlándose de su impotencia resonó en su cabeza. Una risa que no le era desconocida. Una risa antigua que lo perseguía desde niño. La misma que sonaba a sus espaldas cuando se empeñaba en ser como los demás y en los partidos de fútbol en los que lo incluían por pena le pegaba mal a la pelota y se caía. La misma de la vecina a la que intentó impresionar haciendo cabriolas con la bicicleta pero de la que solo obtuvo una sonora carcajada cuando se clavó en un agujero de la calle y salió disparado contra las piernas de su padre, que pasó por encima suyo como si no lo conociera. Las viejas risas de los compañeros del colegio cuando se desnudaban para bañarse en el río y tenía que soportar las miradas burlonas por su cuerpo de lagartija translúcida. Su sangre parecía espesarse, por su nariz entraba cal en vez de aire. Toda su vida igual, escapando de las burlas y de los juicios de los demás, buscando el lugar más apartado para poder estar solo y respirar. “Vuelva a su sitio”, le pidió el conductor. Parecía comprensivo, consciente de su profundo dolor. “Vuelva a su sitio pronto o me hará mear encima de la risa”. El crescendo de las risas de los otros se le hizo tan insoportable que gritó intentando tapar con su alarido el coro inclemente que le mordía la espalda. “Vuelva a su sitio”, repitió el conductor. Estaba tirado junto a la puerta, rodeado por los pasajeros de las primeras filas que formaban un círculo perfecto alrededor suyo. Las caras y los hombros pegados, mirándolo con una intensidad de alucinados. “Necesito intimidad”, exclamó, levantándose y abriéndose paso hasta su asiento. “Necesito estar solo”. “Eso es imposible”, le dijo la mujer que se sentó a su lado. “Nunca más estaremos solos”. La miró. Era bella y muy joven. “Jamás”, le dijo antes de besarlo. La lengua cálida y jugosa de la mujer invadiendo su boca lo ahogaba, quiso alejarla apoyándole las manos en el pecho, empujándola a su asiento. Lo único que logró fue excitarla. La mujer lo besaba vorazmente con los ojos cerrados. Cuando los abrió se alejó de un salto y se limpió los labios con la palma de la mano. “¡Puaj! ¡Qué asco! ¡No era a usted a quien quería besar!”. Los pasajeros giraron las cabezas hacia ellos como autómatas y los miraron. “¡Qué asco! ¡Qué asco!”. La mujer escupía y se limpiaba la lengua con un pañuelo. Uno de los pasajeros lanzó una risita, luego otro, y otro
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más, hasta que de nuevo una abrumadora carcajada los rodeó. La mujer corrió hacia la puerta e intentó abrirla. No pudo. La golpeó con los puños cerrados y la pateó con furia. En vano. Los pasajeros de las primeras filas la rodearon haciendo un círculo de cabezas y cuerpos pegados unos a otros. Sólo se veía un pie descalzo de la mujer surgiendo del círculo, dando la horrible impresión de que se lo habían amputado. El tranvía se detuvo frente unas naves industriales abandonadas junto al río. Se abrieron las puertas y subieron dos hombres robustos vestidos con unos impermeables demasiado ajustados. “Buen día, señores guardias”, saludó el conductor. Uno de los guardias lo miró. “¿Cómo sabés que somos nosotros?”, le preguntó. “Porque nadie más que un guardia me haría una pregunta tan tonta”, respondió el conductor. La respuesta pareció satisfacer al guardia que luego de un momento de incertidumbre conminó a los pasajeros a bajar. El hombre no se movió. Uno de los guardias se ocupaba de los pasajeros y los distribuía en dos filas según un método inescrutable. El otro guardia le pidió al hombre que bajara. Lo hizo de una manera muy educada. Al no obtener respuesta, agregó, cambiando el tono: “O me veré obligado a hacerlo bajar”. El hombre le respondió con una agresividad que lo sorprendió más que al guardia. “Hágame bajar si se atreve”, le dijo. El guardia cruzó una mirada con su compañero, parecía desorientado. El de afuera se encogió de hombros. “¿Está seguro?”, le preguntó de nuevo. “Seguro”, le
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respondió el hombre. “Entonces no me deja otra opción”, se lamentó el guardia y lo agarró de una oreja como si fuera un niño díscolo. Lo levantó a la fuerza, lo arrastró por el pasillo, lo hizo bajar a trompicones y lo colocó en una de las filas. “En esa no”, advirtió su compañero. Sin soltarlo lo pasó a la otra. Consultó con la mirada a su compañero, que le hizo un gesto afirmativo con la cabeza, recién entonces lo soltó. Cuando se oían las primeras risas el guardia que había ordenado las filas gritó: “¡Ahora no, desgraciados!”. El otro le pegó un cachetazo en la nuca a la mujer que cerraba una de las dos filas. Era una mujer madura, que no había dejado de temblar todo el tiempo. Cayó de rodillas y empezó a llorar. El guardia no se lo esperaba por lo que su primera reacción fue agacharse a consolarla. El otro tosió un par de veces llamándole la atención de una manera que creía discreta pero que no hizo más que levantar las suspicacias de los pasajeros. La agarró del brazo y la levantó. “Sea fuerte señora, no afloje ahora”. La mujer recuperó la compostura y trató de mantenerse erguida. “Muy bien”, la felicitó el guardia. “Ve que si se quiere se puede”. Caminaron manteniendo las dos filas detrás de cada guardia hasta la puerta abierta de un gran edificio de piedra, parecía una construcción muy antigua y tan alta que los pisos superiores se perdían en la niebla. Había dos ventanas tapiadas, el resto tenía las persianas cerradas. Cuando quisieron entrar se dieron cuenta de que las dos filas no pasaban juntas por la puerta. Los guardias se miraron confundidos. Uno tomó la iniciativa y sacó una moneda y la lanzó al aire. La moneda cayó entre las dos filas. “Salió cara”, dijo uno de los guardias. Se miraron, ninguno de los dos había elegido antes de lanzarla por lo que el resultado era inválido. El otro guardia agarró la moneda y dijo: “Elijo cara”. “Vale”, dijo el que la había lanzado antes. “¿Es necesario que diga cruz o se sobreentiende?”. Uno de los pasajeros opinó: “Para hacer la elección oficial creo que sería necesario”. Los guardias se miraron. “Entonces cruz”, dijo el otro. El guardia que tenía la moneda la lanzó al aire, la moneda cayó sobre el asfalto mojado, rodó medio metro y cayó en una alcantarilla. Volvieron a mirarse sin saber qué hacer. Se quedaron así por un rato. Hacía frío. Comenzó a llover. El viejo que encabezaba la fila de la derecha, harto de la pantomima, del frío y de la lluvia que caía con fuerza, tomó la iniciativa y entró. Su fila lo siguió sin pensarlo dos veces, luego entraron sin alterar el orden los de la otra fila. “¿Lo ves?”, preguntó un guardia al otro. “Es como yo siempre digo. Si las dejaran, las propias reses encontrarían el camino al matadero”. “A veces me pregunto si somos realmente necesarios”, dijo el guardia más robusto. Cuando el otro iba a responder lo interrumpió un timbre muy agudo, persistente, semejante al que el hombre había escuchado en el prostíbulo y que había obligado a Cascabelito a alejarse de su lado. Los guardias entraron y cerraron la puerta. Adentro estaba oscuro. Al fondo de un pasillo se veían unas luces. Los pasajeros fueron hacia ellas manteniendo el orden. Los guardias los esperaban sosteniendo sendos candelabros. “Por acá”, les dijeron y los hicieron pasar a una pequeña habitación circular en la que había una gran pantalla que ocupaba toda una pared y cinco filas de asientos. Les indicaron que se sentaran. Cuando no había nadie de pie perdieron el último resuello que les quedaba apagando las velas. Una voz de mujer, sensual y bien modulada, les habló desde los parlantes colgados en las paredes. “Los que han llegado hasta aquí deben abandonar toda esperanza. Ni siquiera esperen un juicio, porque el juicio ya se ha celebrado y hoy revelaremos las Actas. Cada uno de sus actos en la soledad sin testigos los ha condenado. No hay inocentes. Las víctimas son todas culpables. Nosotros lo sabemos. Nosotros vimos todo desde el otro lado del espejo”. Hizo una pausa. Todos se miraron buscando una respuesta en la mirada ajena. Una explicación o una razón
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siquiera en la mirada ajena. Pero todos miraban como ciegos. Un chico muy joven se levantó y gritó: “¡Ya está bien de esta puta mierda!”. Corrió hacia la puerta de salida. Antes de llegar a la puerta los guardias lo atraparon y se lo llevaron por una puerta lateral. Se alcanzó a oír: “¡No reconozco la autoridad de este tribunal!”. Se oyeron golpes y aullidos de dolor. “No hay ningún tribunal”, dijo la voz. Uno de los pasajeros comenzó a reírse. “¡Ahora no, desgraciado!”, gritó la voz. Y agregó, recuperando el tono sensual. “Serás el primero, entonces”. Se apagaron las luces, todo fue oscuridad y silencio por un rato hasta que la luz de un proyector iluminó la gran pantalla. En la pantalla se vieron imágenes editadas que componían un corto de apenas dos minutos en el que se recopilaban los momentos más íntimos de la vida de la primera víctima. Una selección morbosa de lo que hacía cuando creía que nadie lo miraba. Cuando se creía completamente libre del juicio ajeno. Pasados los dos minutos, y luego de que la voz le informara que el corto estaba llegando en ese preciso momento a las manos de todos sus contactos más íntimos, y que para siempre sería difundido en las redes globales, la víctima ya había desistido de irse, ya no quería salir del viejo cine ni manifestaba ninguna rebeldía. Una insoportable sensación de vergüenza después de haberse visto en las situaciones más patéticas y degradantes lo impulsaba a un solo deseo, a una insoportable necesidad: quería ser asesinado. Lo pedía a los gritos, desesperado. “Mátenme”, imploraba de rodillas. “¡Mátenme, por favor!”. “Ahora pueden reírse”, dijo la voz, y la inclemente carcajada impulsó a la primera víctima a refugiarse de las miradas de sus compañeros debajo de su asiento hasta que los guardias lo arrastraron afuera. “Gracias”, gritaba llorando desesperado. “Gracias”. Un disparo acalló las risas. El mismo ritual se repitió una y otra vez. Nadie permanecía inmune a lo que mostraban esos dos minutos. Todos habían vivido con una culpa secreta, íntima, ocultando cosas terribles en la oscuridad de su conciencia, pero la conciencia se había transformado en un lugar público. La intimidad y el secreto habían sido derogados. El tiempo que los protegía había desaparecido y estaban expuestos a un insoportable presente sin ocultamientos ni excusas. Solo les quedaba soportar el castigo o morir. El hombre había esperado su turno manteniendo una aparente calma. Sabía que estaba condenado. No le importaba lo que hubiera afirmado la voz. No le importaban la voz ni la posibilidad de ser desenmascarado. En cierto modo se sentía liberado, el riesgo ocultamente se había transformado con los años en cansancio y en un aburrimiento final que le impedía terminar una frase de su novela o una caricia o un deseo. De pronto la voz de esa mujer anónima le preguntó a él, el último que quedaba: “¿Cree que podría sobrevivir a su propia vergüenza?”. Se miró los pies. “¿Cómo cree que reaccionaría si se difundieran esos dos minutos de su vida? Imagine dispositivos que los siguieran reproduciendo sin pausa después de su muerte. Imagine que de usted solo quedaran esos dos minutos para toda la eternidad. ¿Querría seguir viviendo sin secretos, completamente desnuda la oscuridad de su alma a los ojos de todos los que esperaban algo de usted?”. La oscuridad y el silencio eran tan espesos en su materialidad contundente que los guardias contuvieron la respiración para no arruinar un momento tan patético. Se oyó un grito y un disparo. “Alguien acaba de elegir”, dijo la voz. Uno de los guardias resopló y comenzó a respirar a borbotones. El otro estaba rojo, a punto de estallar con el pecho hinchado de aire contenido. “Se le informa que el procedimiento a seguir es simple. Una vez que asuma que las imágenes han sido difundidas se le otorgarán un revolver y una puerta abierta, y deberá elegir. Alguien se acercará y le dirá al oído: “Plomo o mierda”. Como dicen en el gueto. Como dicen en el gueto. Como dicen en el gueto”. El hombre estaba cansado. Había escuchado a pesar suyo el mismo absurdo discurso para cada condenado. Con el mismo tono y las mismas palabras. Y ahora la repetición en un ciclo infinito de una frase sin
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sentido. “Como dicen en el gueto. Como dicen en el gueto”. De pronto la voz calló abruptamente, como si alguien hubiera apretado el stop de una grabación. “¿Quiénes son ustedes?”, gritó el hombre. Se encendió el proyector y un haz de luz atravesó las tinieblas para representar sus dos minutos de imágenes en la pantalla. Los guardias habían aprovechado el discurso y la proyección para salir a fumar un cigarrillo. Oyeron los gritos del hombre. Oyeron su desesperación al descubrir que estaba siendo observado y grabado cada vez que se refugiaba solo frente a un espejo o una pantalla. Uno de los guardias levantó las cejas, el otro se encogió de hombros. Los gritos eran insoportables, deberían estar acostumbrados, pero uno nunca se acostumbra a la humillación ajena. Para distraerse hacían anillos concéntricos con el humo; un verdadero arte que después de tantos años y tantos castigos dominaban como expertos. El hombre estaba de rodillas, llorando, mientras contemplaba las imágenes finales de una habitación roja en la que se le veía pegándole a una niña antes de penetrarla por atrás a la fuerza, porque había pagado y creía que por fin se lo merecía, y entendió, al ver la cara de la niña, que Cascabelito ya había elegido mucho antes de conocerlo y que había tenido miedo de morir y que había aceptado un cruel castigo en el prostíbulo más miserable del gueto. Cuando acabó la proyección se refugió en el silencio y en la oscuridad, y desde su escondrijo debajo del asiento, en un suelo tan sucio como los de su novela, preguntó: “¿Esto es Dios?”. No hubo respuesta, solo el espeso silencio roto por uno de los guardias que acercándose muy solemnemente le entregó un revolver mientras el otro abría la puerta de salida. “¿Plomo o mierda?”, le preguntó la voz con la misma sensualidad que reconocía en el tono con que Cascabelito le ofrecía una mamada. Algo raro había pasado en lo de Madame Dora. Una especie de alucinación de la que volvió en sí mientras penetraba salvajemente a la niña. Cascabelito, aullando de dolor, un poco sorprendida porque nunca lo hubiera esperado del hombre delicado que parecía escucharla y comprenderla, recibía cada insulto, cada escupida y cada cachetada como si lo mereciera, como si tuviera que redimirse de un antiguo pecado. Madame Dora le llamó la atención por su comportamiento y le advirtió que no volvería a tolerarlo. Esperó en el zaguán a que la casa dejara de latir, cuando el silencio fue perfecto subió la escalera eludiendo los crujidos de la madera, entró a su habitación y abrió la ventana. Todo estaba en calma. Una frase cruzó su mente como un rayo cayendo sobre el páramo oscuro, iluminando por un instante fugaz a las alimañas que se esconden en la noche. Abrió el cuaderno y escribió la frase final de una novela infinita: “Y era como si la vergüenza hubiese de sobrevivirle”. Respiraba relajado, todos los momentos de su vida convergían en esas misteriosas palabras. Sabía que ahora que lo conocía nunca podría llegar al final, que habría infinitas interrupciones y terribles desvíos, pero que tarde o temprano se haría digno de sus propias palabras. Se durmió feliz, en absoluta paz con el mundo. Lo que no sabía era que al otro día, al despertar de un sueño intranquilo, se habría transformado en un insecto monstruoso, pero ese era el inicio de otra historia.
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La tarea Patricia González López
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¿A quién llamas malo? Al que quiere avergonzar siempre. ¿Qué tienes por lo más humano? Ahorrar a alguien la vergüenza. ¿Cuál es la señal de que se ha alcanzado la libertad? No tener vergüenza delante de sí mismo. Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia
a primera represión fue sufrida por cualquiera de nosotros llorando a upa de alguien ¡Mirá cómo te mira la señora! ¡Mirá cómo se ríe la nena! milenios de miradas escondidas en los hombros de un adulto. El primer tumor que combatimos a destiempo, la doctrina de dominación universal ¡Queda mal! ¿Qué van a decir los vecinos? No va a caer bien... La ramificación en aspirantes a reproducir la especie
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y sus sentencias: No comer la primera porción de las cosas No ser culpable del plato vacío Mirarse al espejo antes de salir Portarse bien. De ahí en adelante, desaprender; descoser las reservas de llanto desabrochar el espíritu de las soledades en grupo soltar la carcajada del patetismo de callados limpiar las marcas del dedo índice y sus maldades la tristeza que nos une: ni humanos ni libres tarareamos intentos de actitud impuntual “Atrévete (te-te) salte del closet”. “¡Pase lo que pase, sea lo que sea, a tu manera!” ¿Cuántas piedras tropezadas nos hubiéramos ahorrado de haberlo sabido? “Yo, soy lo que soy no tengo que dar excusas por eso” ¿Cuánta penitencia menos por no ser lo que se espera?
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Dogo argentino Juan Duacastella | Mariana Betancur
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sta historia me la contó un amigo mientras tomábamos una cerveza en el bar de la estación Nuñez, hace ya varios años. El bar era en verdad una barra que daba de espaldas al andén, con un cerramiento plástico que se anexaba al toldo los días de lluvia y donde solíamos ir a ver los partidos de fútbol codificado cuando jugaba Racing. Mi amigo era muy hablador, y debo confesar que la historia parecía un poco inverosímil al principio, pero la cantidad de detalles y el pésimo papel que mi amigo cumple en la misma, terminaron por convencerme. Posteriores investigaciones, entre las que se incluyeron entrevistas al mismísimo dueño de ese bar, quien me aportó el nombre de uno de los protagonistas, y a la hija de mi amigo (heroína involuntaria) agregaron al relato las piezas necesarias para darle una forma más completa. Finalmente, sendas averiguaciones que hice con el tiempo tanto en la Asociación Mutual de Veteranos de Malvinas como en la Federación Argentina de Catch terminaron por validar la historia y completar las piezas faltantes. Rubén tenía 19 años y estaba haciendo la colimba cuando uno de sus superiores le informó una noche, junto a sus compañeros, que el ejército había recuperado las Malvinas. A Rubén le decían “chiquito” porque medía casi dos metros y era ancho como una heladera. En el cuartel, sin embargo, lo apodaron “el Monstruo”, porque cuando se enojaba era bravísimo y había fajado a un par de compañeros, cansado de que lo acosaran continuamente por su torpeza y timidez. Era rosarino, y en verdad no estaba muy seguro de dónde quedaban las Malvinas. Esa noche del 2 de abril todos se sintieron especiales y festejaron, hubo palabras encendidas y firmes apretones de manos. Recién cuando los despertaron al día siguiente, un poco antes del amanecer, les informaron que iban a viajar a Comodoro Rivadavia.
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Como todos sus compañeros, Rubén tardó en caer. Al principio el orgullo le llenó el alma y le escribió una carta a su familia, esa mañana en el micro que lo llevaba hasta la base aérea, contándoles con excitación lo que estaba sucediendo y pidiéndoles que recen por él. La carta nunca fue enviada y Rubén mismo la recibió a su regreso, comprobando avergonzado cuán inocente había sido esa mañana. Con el tiempo se odiaría en cada uno de esos recuerdos. Algunos compañeros estaban peor: iban cantando canciones contra los ingleses y amenazaban con ir a invadir Chile una vez que terminaran el trabajo en las islas. Solo unos pocos, en cambio, iban callados y temblorosos, castañeando los dientes, y esos fueron los que con el tiempo Rubén valoró como los más inteligentes. Le hubiera gustado estar en ese grupo. A la isla llegaron dos días después a bordo de un Hércules que volaba lento por el mal clima y temblequeba. Para la mayoría era el primer viaje en avión y varios vomitaron en el piso dejando un olor insoportable. Al llegar, lo primero que Rubén hizo fue mirar la nieve con entusiasmo, como si estuviera cumpliendo un sueño de su infancia. En cuanto tuvo la oportunidad enterró sus dos manazas en la nieve un rato, sorprendido de lo mucho que le dolían y lo dura y filosa que era. También se dio cuenta que no estaba tan abrigado como le había parecido y se ajustó el gorro de lana que usaba por debajo del casco. Ese día todos estuvieron de buen
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humor, un buen humor nervioso y de risa inmotivada, dedicado a tapar con ruido y anécdotas el temor generalizado que sobrevolaba las islas. Luego siguió una espera interminable de días y días con hambre y frío, que pronto fueron reemplazando todos los aires de valentía y grandilocuencia de los argentinos por un silencio creciente en relación a los ingleses, un silencio piadoso para con los propios argentinos que preferían olvidar las promesas heroicas que habían lanzado. Todos tenían miedo y se escondían del enemigo, a quien aún no habían visto. Pero también sentían vergüenza por esos hombres estúpidos que habían sido apenas semanas atrás, y se cuidaban tácitamente entre ellos para tampoco tener que enfrentarlos. Según pude averiguar, el regimiento de Rubén entró en combate recién en junio, en un punto conocido como Monte Dos Hermanas, siendo testigo de una de las primeras intervenciones de los gurkhas en la guerra. El terror que infundieron en Rubén y sus compañeros sería una herida imborrable. Ellos llevaban más de un mes de frío y privaciones, de falta de sueño, de castigos estúpidos y malvados por parte de sus propios superiores. Pero los gurkhas venían cantando, despreocupados, escuchando música en unos walkman sony que eran una maravilla, fumando cigarrillos oscuros sin miedo al fuego de los fusiles ni la artillería. Era como un ejército de zombis, de monstruos reales que salían de agujeros en la nieve plateada y resultaban inmunes a los disparos. Cada tanto aullaban y muchos blandían unos puñales curvos con los que ultimaban a los heridos. En algún momento del amanecer, alguien dio la orden de abandonar todo y correr, pero Rubén no se movió. Estaba inmovilizado y le daba lo mismo. Nadie puede sentir tanto miedo y seguir vivo, pensó. Hasta donde sé Rubén nunca dijo mucho sobre la guerra, y hay versiones encontradas sobre su desempeño. Lo cierto es que fue hecho prisionero con varios de sus compañeros y regresó a la Argentina una vez finalizado el conflicto, varias semanas después. En el viaje de regreso los oficiales argentinos les dejaron bien en claro que tenían prohibido hablar, que cualquier cosa que dijeran iba a ser motivo de castigo y deshonra. Para darle sustento a esta promesa, los hicieron viajar en micros con las ventanas cubiertas con papel de diario, para que nadie los viera. A Rubén no le molestó, porque se sentía avergonzado y tampoco quería que nadie lo viese. De hecho, al llegar a su casa comprobó que no toleraba la mirada piadosa de sus familiares, la curiosidad morbosa de los vecinos, o la algarabía forzada de los grupos de ex combatientes, donde se esmeraban por recordar lo que todos querían olvidar. Así que comenzó a salir cada vez menos de su casa, a dejarse ver lo menos posible, a cumplir involuntariamente con lo que sus oficiales le habían pedido. Un día se dio cuenta que él tampoco quería verse a la ojos, y quitó los espejos que había en la casa, quedándose solamente con uno pequeño y rectangular, del tamaño de un peine, que usaba para afeitarse. Veinte años después, Julián está en la plaza de la estación con su hija de siete. Su hija se llama Paula y está atravesando una época difícil, una de esas fases introvertidas que a veces tienen los niños. Le cuesta socializar, todo le da vergüenza y no quiere hablar con nadie. También está llena de temores, algunos absurdos y fantasiosos, pero otros más consistentes como el miedo a los perros. Esto hacía casi imposible salir a la calle a dar un paseo, o simplemente sentarse en la plaza un rato a leer un libro o usar los juegos. Y si lo hacían, Julián se esmeraba en controlar la
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escena para evitarle nuevos malos momentos que la hicieran retroceder. Tampoco era una buena época para Julián. Tenía varios problemas económicos que no podía solucionar y que ponían en peligro la estabilidad de su negocio y el trabajo de varias familias que dependía de él, aunque no se lo había comentado a nadie ni había pedido ayuda. Sentía que tenía que solucionarlo solo y se guardaba el secreto, como si el hecho de no mencionarlo en voz alta lo protegiera de la realidad. Esa tarde en la plaza estaba especialmente preocupado, y mientras su hija leía una revistita que habían comprado en la estación, Julián se distrajo yendo a buscar un diario que alguien había abandonado sobre un banco lejano y se puso a hojearlo. Fue solo un instante, un par de minutos según él, pero cuando se dio vuelta para volver, Paula estaba rodeada por media docena de perros de distinto tamaño, arrodillaba sobre el banco y a punto de entrar en pánico. Pensó que iba a tener una crisis y corrió lo más rápido que pudo pero antes de llegar pasó algo que lo dejó clavado en el suelo a unos metros de distancia. Otro perro, un perro grande y blanco se acercó y se puso delante de Paula, haciéndole frente al resto. Los demás se quedaron quietos, dudando, y el perro blanco ladró dos o tres veces hasta que se dispersaron y se fueron cada uno por su lado. Luego se sentó delante de su hija, de un modo protector, como haciendo guardia. Julián comenzó a recortar los últimos metros para acercarse cuando Paula se bajó del banco, y estirando la mano con los dedos hacia abajo, como una damisela del antiguo oeste que extiende su mano para que se la besen, se dejó lamer los dedos por el perro blanco, mientras una tenue sonrisa se le asomaba entre los labios. El perro se quedó unos segundos más con ella hasta que alguien lo llamó desde el otro lado de la plaza: ¡Lobo! El perro giró y volvió raudo hasta donde estaba su dueño. Y entonces lo vieron. Era un hombre gigantesco. Medía más de dos metros y tenía la espalda ancha y los brazos gruesos. Llevaba una gorra con visera, anteojos oscuros y por encima, la capucha de un buzo que le tapaba el resto de la cara, haciendo imposible distinguirlo. Cuando Julián se sentó en el banco donde estaba Paula, ella dijo: se llama Lobo ¿lo viste?, es lindo. Empezaron a ir a esa plaza todos los sábados por la tarde. Y todas las veces Paula se sentaba en el mismo banco y leía su libro, esperando. A eso de las siete de la tarde, aparecían Lobo y su dueño, siempre encapuchado. Paula los miraba de lejos, y mientras el hombre fumaba bajo un árbol, alejado del resto de los grupos de gente, el perro se quedaba firme a su lado como un soldadito. Pero cuando veía a Paula se alejaba por unos minutos de su dueño e iba a saludarla. Ella estiraba su mano para que el perro la besase y Lobo cumplía su parte del ritual con cariño antes de regresar con su amo. Una tarde, mientras Julián compraba unos helados se dio cuenta que Paula se había levantado y no estaba sentada en el banco donde la había dejado. La buscó con la mirada por el lugar donde están los juegos, luego siguió a varios chicos que correteaban por ahí, hasta que por fin la distinguió bajo unos árboles, a los lejos. Estaba parada delante de Lobo y su misterioso dueño. Un segundo de inquietud cruzó por la mente de Julián y se puso de pie. No podía escuchar
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lo que estaban hablando, pero no había dudas de eso: estaban hablando. Se puso a caminar al mismo tiempo que Paula saludaba al perro, frotándole la espalda con cariño. Al final le hizo una palmadita sobre la cabeza y emprendió el regreso. Se encontraron a mitad de camino. Ella venía sonriendo y tenía en la mano unos papelitos con el borde troquelado. Eran dos entradas para un espectáculo de lucha libre. Julián accedió a llevar a Paula a ver lucha libre si ella le prometía no contárselo a la madre, al menos en el corto plazo. En el fondo a él mismo le parecía una mala idea, pero como su hija estaba tan entusiasmada no tuvo mucha opción. Además ese año se había puesto de moda otra vez uno de esos programas de lucha libre en televisión, y en general estaba dirigido al público infantil, así que Julián usó ese argumento para tranquilizarse. Se equivocaba. El show era dentro del polideportivo de Nuñez, en un ring que habían levantado en medio de la cancha de básquet, un poco elevado sobre el parquet. Julián se dio cuenta pronto que las peleas de la tele eran mucho más entretenidas para los chicos porque estaban hechas por profesionales, bien ensayadas y con entrenamiento, mientras que aquí la cosa era más amateur, y solía pasar que los tipos se fajaran de más o alguno terminara por calentarse en serio. Paula estaba un poco horrorizada pero soportó con estoicismo las peleas, esperando por su amigo gigante. Hubo dos peleas antes, ninguna llegó al tercer round porque siempre se resolvía de algún modo brutal, con alguno de los peleadores aplastando al otro en el suelo mediante una llave dolorosa, hasta que el tipo golpeaba el suelo con la mano, dando a entender que se rendía. Y después llegó Lobo. Venía caminando desde el buffet del club, delante de su amo, que parecía haber crecido hasta alcanzar los tres metros de altura. El tipo llevaba una máscara de cuero negra que dejaba ver sus ojos encendidos en llamas, el torso iba desnudo, lleno de tatuajes. Usaba unos pantalones de tipo militar, camuflados, con borceguíes en los pies. Delante, abriendo camino entre la multitud de niños que lo abucheaban, venía Lobo, también enmascarado y rugiendo, con un collar de púas que lo hacía lucir todavía más terrible. Julián se dio cuenta que el tipo era uno de los villanos, porque los niños lo silbaban y todos lo insultaban. La máquina de humo largó una bocanada gris que llenó el pequeño gimnasio e hizo toser a la mitad de los presentes. El locutor, usando un micrófono que acoplaba por todos lados, lo presentó como si se tratara de una figura terrorífica. ¡El más odiado, el más terrible, el más impiadoso... con ustedes: el Monstruo Enmascarado y su terrible Lobo! Julián torció el cuello para mirarlo y lo divisó, entre el humo y la gente que lo asediaba, y los niños que zapateaban en el parquet de la cancha haciendo un sonido ensordecedor, avanzando como un dios nórdico, terrible y furioso. Miró a Paula: era la única que lo aplaudía. Del otro lado ingresó un personaje heroico y amado. Era musculoso y tenía el pelo rubio hasta la cintura, como los pibes de Jugate Conmigo. Se llamaba El Paladín. Entraba chocando las palmas con todos los niños, y repartiendo besos a los que se le acercaban. Tenía una música
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pegadiza que repetía su nombre y los niños enloquecían por él. Antes de llegar al borde del ring se detuvo, tomó carrera, y de un salto picó en la escalerita del costado, pasando por encima de las cuerdas y cayendo como un superhéroe, con una rodilla y un puño sobre las tablas, haciendo crujir el ring entero mientras el gimnasio estallaba en aplausos. Lobo, por su parte, había ido a pararse firme y tranquilo en un rincón del escenario, con la máscara puesta y gruñendo a los niños que se acercaban para chumbarlo. La pelea fue brutal y Paula la sufrió apretando la mano de su padre cada vez que el gigante caía. El árbitro fue completamente favorable al rubio, que finalmente ganó, después de haber asestado al Enmascarado un castigo indecible. Cuando terminó, todos los niños se amucharon en un rincón del ring para saludar al Paladín, mientras el Enmascarado juntaba sus pertenencias en su esquina, sentado en un banquito, recuperando el aliento. Julián miró a Paula: lloraba. Trató de consolarla pero ella se soltó de repente y caminó en dirección contraria a todos, hasta la esquina del gigante. Lobo la reconoció antes que su amo y le lamió las lágrimas. El gigante, transpirado y con un hilito de sangre que le corría desde debajo de la máscara, se dio vuelta y se puso de rodillas, sobre el escenario, con la frente apoyada en las cuerdas, hacia el lado donde estaba Paula, paradita ella sola en puntas de pie, con la mano estirada tratando de acariciarlo. Y entonces el tipo se metió la mano en un bolsillo de su pantalón militar y sacó una pieza metálica que puso sobre la mano de Paula. Julián, desde lejos, creyó que era una bala plateada, o también una lapicera pequeña. Unas semanas después, Julián regresaba a su casa de noche, después de ir a buscar a Paula por la casa de su madre, cuando una sombra que salió desde el zaguán de una casa vecina lo tomó del cuello, y antes de que pudiera darse cuenta estaba inmovilizado y tenía un cuchillo apuntándole a la garganta. ¿Te acordás de mí, Julián?, le dijo una voz detrás de su oreja. Julián se acordaba. Los llevaron dentro de su casa y los encerraron en el cuarto del lavarropas. Julián estaba aterrado, y no opuso la más mínima resistencia. Paula lo miraba con miedo, sentada en un rincón arriba del canasto de la ropa. ¿Quiénes son, papá? ¿Por qué te conocen? Julián no podía explicarlo, al menos no en ese momento, a su hija de siete años, aunque con el tiempo, más de grande, Paula se enteraría y comprendería cabalmente el asunto en que se había metido su padre. Pero en ese momento no entendía y Julián estaba bloqueado, aterrado, paralizado por la situación, sin saber qué hacer. Los tipos volvieron dos o tres veces al lavadero preguntando por un dinero que Julián les debía, y cada una de esas veces lo golpearon ferozmente. Julián hubiera querido aguantar ese castigo con dignidad pero lo cierto es que se hizo un bollo en el suelo y suplicaba que por favor no le pegasen más, que no tenía el dinero, que aún no lo había juntado, que le den más tiempo. ¿Más tiempo? le dijo el que parecía el líder de la banda, tenés quince minutos, huevón. Si no te empiezo a romper de a uno los huesos de la mano. El lavadero estaba en un desnivel de la casa, un poco por debajo de la línea de calle, y era iluminado por una ventana que desde adentro se veía muy alta, pero que afuera, hacia el patio trasero de la casa, estaba casi al ras del suelo. Paula estaba sentada en un canasto de ropa sucia justo debajo de la ventana, pero no llegaba a alcanzarla, aunque podía mirar las estrellas en el
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cielo. Julián lloraba en un rincón, con la espalda apoyada en la pared, la cara ensangrentada y sucia, llorando de miedo pero también de vergüenza. Los minutos pasaban, la tensión aumentaba. ¿Papá, qué vas a hacer? Pero Julián no hizo nada. Estaba paralizado. Un rato después volvieron los tipos. Habían agarrado de la cocina un cuchillo más grande todavía y sin decir ni una palabra, tomaron a Julián de un brazo y le pusieron la mano arriba del lavarropas. Última oportunidad, maestro, le dijo con tono falsamente amistoso el verdugo. Levantó el cuchillo y Paula se tapó los ojos. Pero entonces uno de los tipos señaló la ventana del lavadero y dijo: miren lo que es ese perrazo. Todos levantaron la vista justo cuando la ventana salía despedida para adentro y estallaban los vidrios en el piso. Detrás cayó un perro blanco y enorme, con la cara encapuchada y un collar de púas en el cuello, que fue directo a pararse delante de Paula, gruñendo de modo terrorífico y largando espuma por la boca. Los tipos dudaron un segundo pero entonces vieron al gigante que se descolgaba por la ventana y les hacía frente. Tenía el torso desnudo y aceitado, lleno de tatuajes con motivos bélicos, y llevaba una máscara de cuero negra que se ataba por detrás. El del cuchillo trató de atacar pero el Enmascarado lo lanzó contra la pared de un manotazo, como si espantara un mosquito. Los otros tres se acercaron, más por compromiso que
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por convicción, pero sufrieron la misma suerte. Paula se había parado sobre el canasto y sonreía de un modo que Julián nunca le había visto. Finalmente los tipos corrieron y el gigante le hizo una seña a Lobo, quien salió despedido tras ellos. Acto seguido le ofreció una mano a Paula y con delicadeza la bajó del canasto. No dijo una sola palabra y se fue. Cuando Julián logró componerse, el tipo ya no estaba y Lobo había desaparecido también. Delante suyo estaba Paula, con una sonrisa pícara, estirando el brazo para ayudarlo a levantarse. Julián trató de sonreír también pero le dolieron todos los huesos de la cara, y entonces vio el silbato canino que su hija llevaba colgando de una cadenita en el cuello. Brillaba con la forma de una bala plateada.
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Los colores del amor y el 2000 Azul Zorraquin
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n el 2000 me convertí en una adolescente. Había crecido entre polleras escocesas, piernas depiladas y camisas traslúcidas que evidenciaban corpiños teen. Fue una decisión terminante y conservadora que yo creciera entre mujeres, separada de “los otros”, los hombres, el género intratable. A los nueve vi un calzoncillo por primera vez. Estaba pinchando una aceituna en la mesa ratona de la casa que teníamos en Villa Adelina, cuando papá se sentó al lado mío con guitarra en mano y vistiendo unos Calvin Klein ajustados. Me levanté respetuosamente y me encerré en el cuarto a pensar. Unos años después, mamá me invitó a su taller de pintura. Rodeado de atriles y señoras de babuchas, descubrí a un modelo luciendo su miembro, reposado en una banqueta. Sentí náuseas; mi prima ya me había explicado lo que era hacer el amor. Estábamos acostadas en una cucheta y agradecí no estar mirándola a los ojos. Casi como una cuenta regresiva infernal, pronto llegaron las fiestas y con ellas el temido momento de socializar con la raza desconocida e intimidante. A comienzos de siglo yo usaba aparatos fijos y el pelo en la cara. Era algo así como la profecía viviente de los emos. Me vestía con jeans Levi’s de mamá que no existían en mi talle y los dejaba caer para lucir culotes de animal print con el objetivo de disipar las miradas a mis piernas raquíticas. Por suerte la ropa recortaba el pudor de un cuerpo que me aterraba. En esos años el amor no estaba atravesado por pantallas digitales ni últimas conexiones. La gente no se hacía tanto rollo y todo era más vital. Vital en vez de viral. A los trece me enamoré de un chico colorado. Ese mismo día, horas después, mientras tomaba una taza de nesquik caliente a la madrugada, decidí arrancar los posters de Leonardo Di Caprio que empapelaban las paredes de mi cuarto. Finalmente el amor se había vuelto algo agradable, tangible y real. Esa noche de calor sofocante en diciembre, había ido a una fiesta en una calle que no figuraba en el mapa. Me llevó papá y le pedí que me dejara a una cuadra. Es un quemo, le expliqué. Son 50, nena. Al patoba le pagué en patacones. Sonaba una canción de Las Kétchup en un quincho venido a menos que daba al río. Me prendí un cigarrillo de inmediato porque esa era la única manera en que podía lidiar con los eventos sociales. El Colo se acercó a pedirme fuego. Tenía una remera de Star Wars y unas zapatillas rojas con suficiente aire para sacarme una cabeza y media. Yo te conozco, piba. Me quedé mirándolo sin saber qué hacer. Preferí no sonreír porque cuando me ponía nerviosa, los alambres se me enganchaban en el labio. No nos conocíamos; si hay algo que aprendí de mi mamá es que los pibes no saben chamuyar. Yo no, dije, soy Azul. La vergüenza afloraba de mis poros como un hedor insoportable. Escuché que le gritaban y se fue. Fui al baño y abrí una lata de Red Bull que tenía escondida en la cartera. Me senté en el inodoro, recorriendo con los ojos las paredes que ardían con frases de sexo y amor en liquid paper. Me fondeé la lata y salí. El Colo estaba en la pista; tenía una cerveza Red Rocket en la mano y sonaba “Amor Clasificado”. Me sacó a bailar. Yo, aunque me daba frases de aliento internas, podía sentir la transpiración incómoda de mi empeine rozando la sandalia de goma. Traté de bailar a su ritmo pero recuerdo que solo lograba sacudir el short de seda entre mis piernas frágiles. Por suerte me sugirió sentarnos. Me ofreció birra, el elixir que me relajó. Me comentó que quería tener hijos colorados y que el gen colorado se salta una generación. Se ve que su abuelo también se llamaba así. La voz de Rodrigo, la birra y el cigarrillo me calmaron la ansiedad. Él le dio un trago largo y yo aproveché para recorrerlo entero. Me gustaba jugar a ser como el escáner del aeropuerto, solo que no buscaba semillas ni animales muertos; solo
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captar detalles de la piel, la ropa, los gestos. Te inyectaría un poco de botox en los labios, pero basta de tanta superficialidad. Vi que en su hombro asomaba un tatuaje imponente con el escudo de River. No podía ser de otro club. Me resultó fascinante que el Colo fuera obsesivo con su color, y yo siendo Azul, ¿debería hacer lo mismo? Azul, azulada. Marítima, pájaro, delfín o cielo. ¿Tinieblas? No sé cómo identificarme. Tienen que irse, se terminó la fiesta. El patoba interrumpió mi vuelo en el arcoíris. La noche se pasa rápido cuando te enamorás. Fui al baño y a la salida me nubló el humo y las luces en intermitente. En esa época un par de tragos de cerveza me mareaban. Busqué algún punto rojo de referencia en la pista pero no tuve éxito, así que usé mi Nokia destartalado para llamar un remis y volver a casa antes de las dos. Me decidí a empapelar la ciudad buscándolo, pensé en aprenderme todos los personajes de la saga Star Wars: jedis, droides y siths. Aunque los nombres fueran complicados estaba dispuesta a estudiarme la historia de Luke Skywalker y la princesa Leia, Hans Solo y Darth Vader y sobre todo del personaje predilecto del Colo, el predecible guardia real del emperador (que viste de rojo). Pero la ciudad es muy grande y el amor no había sido suficiente. Me acordé de mi abuela. Ella decía que el amor no correspondido se convierte en polillas empachadas de seda y manchadas de jean. Hice un bollito con las caras de
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Leo y puse un tema de Simple Plan que era como un oxímoron, porque me ponía triste y feliz a la misma vez. A partir de la mañana siguiente le escribí muchas cartas al Colo en mi agenda Pascualina. Cartas que jamás leería, dado que no sabía ni su nombre. Durante años fantaseé con un amor de colores que se funden como en un cuadro del Fovismo, pero nunca más lo vi. Siete años después me crucé al Colo en Facebook. Amigos que quizás conozcas. Que irónico, la idea del Colo en mi cabeza era tan real, que no había lugar para la duda. La mano me temblaba; la fantasía y la obsesión estaban ahora colmadas de sentido, condensadas en un perfil digital. Ahora estoy a un clic, me dije. Entonces apreté clic para agregarlo, pero ahí entendí que somos como muñecos que se van desarmando. El mensaje viaja más rápido que la realidad. Lo digital no tiene nada de real. Mi emoción de siete inviernos se disolvió y el amor que sentía se esfumó ridículamente como una estrella fugaz en la galaxia. Un tiempo después, me puse de novia con el Negro. A veces hay que pintar al amor con otro color.
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Nunca seré Enrique Symns Nicolás Garibaldi | Leonardo Silva
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oby tenía la relojería en la esquina de mi casa, no recuerdo que el local tuviera nombre, era simplemente la relojería de Boby. En frente estaba la remisería de Juan Carlos, esa sí tenía nombre, se llamaba “Remises Pídalo”, y de alguna manera tenía una conexión con la marca de sodas “Bebe”, si la droga hubiera sido legal y el transa se hubiera podido poner un puestito le habría puesto “aspiratela toda”. La cosa es que Boby no solo vendía relojes, en algún momento de la década fue diversificando su oferta y agregó productos chinos a pila. El Tetris 999 juegos en 1 relucía en la vidriera, me impactaba ver que a partir de un montón de cuadraditos podía correr carreras de autos. Tenía diez pesos pero valía doce, y Boby decidió fiarme esos dos pesos con la promesa de que volvería a pagárselo. Trato de recordar a Boby, mediría un metro ochenta, usaba anteojos, pelo negro y duro, rapado con un número alto de la maquinita, bastante flaco, se vestía como un jugador profesional de paddle: shorcitos, chomba de colores difuminados, zapatillas aparatosas y medias de toalla altas. No tenía forma de conseguir los dos pesos que Boby me había fiado para devolverlos. Creo que los diez pesos me los había robado de la mesita de luz de mi vieja, era todo raro, había faltado plata y yo había aparecido con un tetris nuevo, nadie me había acusado de nada, pero tampoco podía pedir dos pesos, el equilibrio era frágil. A medida que el tiempo pasó Boby se fue poniendo impaciente. La escuela quedaba a siete cuadras de casa, y Boby sabía que siempre volvía a la misma hora por la misma calle, entonces a la una y veinte salía a la puerta de la relojería y me susurraba casi sin abrir la boca: “ladrón, delincuente, malviviente, rufián, chorro, sinvergüenza”. Parece exagerado pero Boby usaba to-
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das esas palabras, no tenía preferencia por ninguna, a la distancia sospecho que para agredirme usaba un diccionario de sinónimos. La violencia de Boby iba en escalada, un día me dijo que me iba a matar, y hasta me esperó con una raqueta de paddle con la que me amenazaba como los chicos malos con los bates de baseball en las películas. Cuando llegaba tarde se volvía más agresivo porque me quedaba tomando coca y comiendo chicitos sueltos con amigos. Los insultos de Boby me hacían sentir triste, pero también me sentía tranquilo de que eso me estuviera pasando a mí y no a mi amigo el Lepra. El Lepra era demasiado vergonzoso y no habría aguantado un momento así, cuando algo le daba vergüenza se ponía rojo, pero no completamente, sino de a pedacitos, parecía que se le iba a caer la piel, de ahí el apodo. Un día me enteré que el Boby apareció muerto, en principio había sido un suicidio pero con la cantidad de enemigos que tenía se podía esperar cualquier cosa. ¿Al Boby le había robado?, me habían dicho que vergüenza era robar, pero no sentía vergüenza, me daba un toque de placer. Un poco más grande adquirí una técnica refinada de hurto de cd’s vírgenes marca Tophouse, los guardaba en el bolsillo de un buzo canguro y para disimular compraba una cerveza que se llamaba “El loco de San Tropez”, salía treinta centavos, me iba al estacionamiento del subsuelo del súper y me la tomaba al natural. Los tophouse venían en caja finita y eran más disimulados que otras marcas, la mala era que no todas las compacteras leían la marca de don Alfredo Coto. Lo ideal era robar no más de tres. Después me iba a la casa de Diego y le pedía que me grabara discos de rock and roll del hermano. Una vez que el cd salía tibio escribía con indeleble el nombre del disco, abría el word pad y en letra comic sans color bordó transcribía la lista de temas y la imprimía para la tapita, la impresora chorro a tinta le andaba maso, y dejaba algunas líneas blancas. Uno de los discos que tenía el hermano era Dirty Work de los Stones, Jagger y Richards peleados y Ron Wood agarrando la batuta. Los cd’s originales salían una fortuna, a no ser que uno fuera fanático de la zimbabwe, una técnica que me rendía era cambiar el código de barras de un cd caro por el de uno barato, funcionaba con bandas que no tuvieran alta rotación en la radio. Tras la muerte de Boby me sentía seguro, y creía que de cualquier microdelito que cometiera saldría impune, pero me equivocaba, el exceso me traicionó en un súper de Villa Gesell, puse una o dos bananas, una o dos peras, un puñado de uvas, lo pesé, le pusieron un precio, abrí las bolsas y le agregué cinco o seis bananas, cinco o seis peras, cuatro puñados de uvas. La chica de la caja pasaba las bolsas por el código de barras, pasó las bananas, pasó las peras y se detuvo en las uvas. Era demasiado barato para esa cantidad de uvas, se llevó la bolsa, la pesó en el sector verdulería y volvió con el precio real, “entonces las dejo” le dije, “vamos a pesar las bananas y las peras”, “no, si me van a tratar como un delincuente me voy”, la dueña me emboscó en la puerta y me dijo de todo, me fijé cómo estaba vestida pero no parecía una jugadora profesional de paddle.
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La plata de la abuela Néstor Centra | Carola Borquez
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os veranos eran especiales para Bochi, no porque se fuese de vacaciones a una playa o a la montaña, sino porque eran muchos los días que podía pasar en lo de su abuela materna. Aunque en esos días, fueron un par de meses, porque su abuela paterna estaba enferma. Una calle más ancha, con árboles, algo que no ocurría al frente de su casa, un pasaje de veredas angostas. Se llevaba mucho mejor con los chicos de allí que con la mayoría de los de su propio barrio, donde había un par que le hacían lo que hoy se llama bullying, pero en aquella época eran jodas normales cuando tomaban a uno de punto. Aquel hogar de sus abuelos tenía un pasillo largo que desembocaba en un gran patio, con una galería que cubría parte de él. Contaba con habitaciones, una al lado de la otra, donde vivían dos familias más; un baño sin inodoro ni bidet; y un tanque australiano para bañarse. Tenía varios primos lejanos, o que llamaba primos por la cercanía de la familia. Por una cuestión de edad, con el que más jugaba era con Rubén, al que una vez le reveló que los Reyes eran los padres y no se perdona haberlo hecho hasta estos días. En la calle se jugaba de árbol a árbol, y cuando eran muchos se utilizaba no solo la vereda, sino cruzados. Se usaba la pared para lograr un pase, había que esquivar el cordón, se raspaban las rodillas, los golpes eran más duros y siempre volaba alguna piña. La pelota podía ser de goma, la querida Pulpo, o una llamada Plastibol que recién había salido, era la novedad, pero no se lograba dominar bien y se iba con el viento. Los árboles brindaban un fruto llamado “venenitos”, por ser redondos y verdes. Servían para jugar a una guerra con ruleros a los que se adosaban los globitos para agua en la época de carnaval. Se ajustaban al rulero, se estiraba el globo y el “venenito” salía con una fuerza inusual, al grito de “cuidado con los ojos”, de parte de los más grandes.
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En una iglesia cercana se jugaban los campeonatos de verano, en el patio del Colegio. Nombres raros para equipos de los pibes, y no tan pibes, del barrio. Se llamaban Mondongo, Bondiola… Alguna que otra vez se complicaba y había que salir corriendo, como en aquella oportunidad en el que el policía que custodiaba sacó el arma y todos se asustaron en el medio de los golpes de puño. Las milanesas de la abuela eran el placer de los Dioses. Ese mediodía, mientras las hacía, Bochi se acercó a decirle que estaba con hipo, mucho hipo. Sin inmutarse, mientras freía, lo miró y le preguntó a su nieto “¿vos me robaste plata de la mesita de luz?”. Bochi, quien jamás había tocado una sola moneda, ni siquiera una figurita que no fuera suya, empezó a angustiarse, la miró y le dijo “no, abuela, ¿cómo voy a sacarte plata?”, y ella le repitió “sí, porque yo dejé plata y ahora no está”. Bochi continuó angustiándose, sintió mucha vergüenza, mucha, y se le llenaron los ojos de lágrimas, hasta soltar el llanto. La abuela lo miró con mucha ternura y le dijo: “¿Se te fue el hipo?” Sí, le dijo él. “Bueno, era mentira que me sacaste plata. Con el susto se te fue, ¿viste?”. Jamás se olvidó que un susto cura el hipo.
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Juez confesor Ignacio Porto | AndrĂŠs Fuschetto
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–¡ ilencio todos!, el Juez Confesor ha ingresado a la sala –dijo el Relator del pueblo mientras la figura alta y silenciosa tomaba lugar en el estrado. –Antes de empezar este juicio, elevo una plegaria hacia el Altísimo, para que me conceda prudencia en juzgar este caso– dijo el Juez Confesor en el gran salón–. Traigan a la declarante. Los guardias de justicia escoltaron a la mujer al estrado. –Dígame, jovencita, su nombre, origen y oficio. –A... Ada, Su Señoría. Vengo del palacio real, y allí trabajo. –Relator... tome debida nota –el juez hablaba con una voz aflautada que no conocía objeciones–, señorita… Ada –dijo esto como si tuviera que hacer un esfuerzo para recordar el nombre recién mencionado–. ¿Es cierto que usted trabajó al servicio de la reina Eva? –Sí... sí, Su Señoría –Ada temblaba; al estar tan lejos de su trabajo y hogar se sentía indefensa. –¿Y qué era específicamente lo que hacía? –preguntó el Juez Confesor. –Labores comunes de la cocina y limpieza, Vuestra Merced. –Aha –la voz del Confesor se detuvo como para asestar un golpe–, ¿solo eso? –También asistía a la reina en su refrigerio de la tarde –contestó Ada, y supo que la puerta ahora no se podía cerrar. –Y ¿es cierto que sirvió durante casi un año los tentempiés de la reina? –la mirada del Juez Confesor era penetrante, corría todos los velos de ocultamiento que Ada intentaba disimular. La recámara era considerada pequeña en comparación a las otras habitaciones de palacio. En verdad era gigantesca si se la medía con el salón común donde duermen todas las criadas juntas. Abarrotada de cosas bonitas, era un gabinete de lo maravilloso, donde coexistían en armonía un unicornio de cristal, un retrato de la reina junto a su rey (uno de los pocos que había colgados en el palacio), una colección de bellos relicarios; todas las paredes estaban decoradas con bellísimas e invaluables cosas. Ada servía el té con aprensión, hacía meses que practicaba en la cocina, pero había sido llamada para servir a su reina, y toda la tranquilidad que tuvo en los ensayos, se esfumó. Ema y Sanda eran las encargadas de las confituras, ellas debían presentar en la bandeja las delicias preparadas de la manera deseada, una forma que debían intuir ya que Su Alteza no especificaba cómo debían ser hechas las cosas, solo sabía si eran de su gusto o no. Todas las tardes la reina tomaba sola en su recámara el té. Nadie debía molestarla durante ese proceso. La reina Eva, que se entregaba al reino y a la corona por entero, con la única excepción de la merienda. Amada por todos, al pueblo le parecía una excentricidad risueña que su reina tuviera ese capricho, otro más de tantos, como no haber desposado otro marido cuando falleció el rey. La cuchara y la taza tenían una disposición precisa en el plato. El azúcar debía estar en un lugar determinado. La reina nunca decía cómo quería las cosas, y jamás criticaba o castigaba a quienes la servían. Simplemente ponía las cosas en el nuevo lugar en silencio. Todas las criadas, en algún punto u otro, eran llamadas a servirla en el té. Y todas lo hacían
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por varios días, pero aquellas que más veces erraban en el servicio, dejaban de hacerlo. Ada serviría el té. Al principio la loza de la tetera hacía música al chocar con la taza; luego de unos días de acostumbrarse de estar frente a Su Alteza, el golpeteo cesó. Las correcciones hacia Ada fueron disminuyendo hasta que cesaron. –Hoy quiero que Ada sirva las confituras –dijo la reina, siempre de buen talante. Ema y Sanda, perplejas, se miraron y cedieron su lugar, cada una tomó otro rol desde esa tarde. En los meses posteriores Ada tuvo que disponer del pliego y el lugar de las servilletas y los utensilios, así como la miel. Parecía como si la reina la hiciera correr de manera silenciosa y lenta, a través de una pista de obstáculos que solo existía en una pequeña mesa, en una habitación a determinada hora del día.
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–Sí, Su Señoría, fui convocada, y lo hice durante un tiempo. –Te diré porque estás aquí –la voz aflautada impartía miedo–, has sido citada para que, a través de tus palabras, podamos develar la verdad respecto de un crimen sucedido en el palacio. Ahora dime, en todas esas tardes que serviste a la reina, ¿hubo algo que te llamara la atención? –Hoy quiero que solo Ada me sirva –dijo la reina, y nadie la cuestionó. Ada, lejos de sentirse nerviosa, se desenvolvió con soltura, disponiendo de forma aparentemente caótica los objetos en la mesa, sirviendo primero una cosa y luego otra, sin consultar nunca a Su Majestad. La reina ni una sola vez la corrigió, la miraba con ojos risueños, como cuando un adulto mira a un niño hacer una gracia ensayada. Habiendo finalizado, la reina miró a los ojos de Ada y dijo:
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–Lo hiciste muy bien, Ada, te felicito. –Gracias, Su Alteza. –Hay una honestidad en los sirvientes, que respeto. Ustedes me sirven porque soy su reina, y porque les pago. Los nobles, en cambio, me sirven por otros motivos, por poder, por anhelar mi gracia, por estar en mejor posición que sus enemigos. Velan sus intenciones en actos floridos pero planeados, mezquinos. En cambio esto, no es más que lo que es. Donde yo simulo encontrar aquí un descanso de ambición ajena. –N... no señor Juez, nada en particular. –Cuento con que el Relator esté tomando nota de todo –dijo el Juez. –Debidamente, Vuestra Merced –dijo mientras escribía lo que se decía en un gran libro. –Continuemos entonces, Ada ¿y en qué consistía exactamente lo que hacías en el té de la tarde? Hacía unos meses que Ada era la única que atendía a la reina, y durante todo ese tiempo, su majestad Eva no le había dicho más que unas pocas palabras. Había un silencio acordado entre las dos, Ada servía pronta todo aquello que la reina no deseaba, y esta se limitaba a agradecer con una sonrisa. Miraba sus manos moverse en la mesa, ir de la taza a un pedazo de fruta; Ada, que no tenía corazón de poeta, se atrevió a comparar el movimiento de las manos al de los peces nadando en un estanque. La reina tenía una gracia especial, que provenía de ella misma y no de su título. Pronto la sirvienta, se encontró esperando las tardes para poder ver a su reina moverse con esa naturalidad. –¿Nunca te preguntaste por qué soy tan puntillosa con la merienda? –la pregunta descolocó a Ada. –No... no, Su Majestad –no sabía qué decir, toda la seguridad que había construido en el tiempo desapareció. –Hay algo en la manera de servir la merienda que deseo, algo que no puedo explicar ni transmitir. Es en la intuición del otro donde ocurre algo íntimo. ¿Cómo saben qué es lo que quiero si nunca lo he dicho?, ese conocerme sin conocerme es lo que busco. Muy suavemente, le tomó las manos. Y como una mariposa se acerca a una flor, la besó. Intuyeron mutuamente a la otra; exploraron aquello que ya habían soñado, como conocer por primera vez una casa olvidada. La luna fue dos en el cielo, y ellas ardieron. Y la luna se fundió, y nunca más fue sol.
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Y en esa intimidad presentida se conocieron. Su Majestad se convirtió en Eva, su amor, su propio cuerpo, su mundo entero. Y entre susurros se prometieron cosas, y se contaron deseos. Desde ese día Ada y Eva se convirtieron en mucho más que una reina y una sirvienta. Y Ada continuó atendiéndola en el té, y la reina continuó agradeciéndole con sonrisas mudas. –Le reitero la pregunta –el Juez parecía un gato relamiéndose al ver llegar la comida–: ¿y en qué consistía exactamente lo que hacía en el té de la tarde? –Yo le servía el tentempié en silencio, esperaba alguna orden, y cuando la reina sentía que había terminado, me llevaba todo de vuelta a la cocina. Si por alguna razón se cruzaban en algún otro lugar, o en otro momento, Eva jamás daba cuenta de su afecto. Por las tardes, la verdad era otra. Allí, en esa habitación llena de cosas maravillosas, de caballos mágicos de cristal, de collares que guardan rostros, de pinturas que mostraban algo que no era ni sería nunca, justamente allí las dos se convertían en un solo cuerpo, un solo amor. Ada la amó desde el primer momento, Eva... la quiso, es cierto, la quiso más que a muchas otras cosas en su vida, y por única vez, se entregó al principio con recelo. Los rumores hablaban lo que pasaba en esa habitación, pero nadie confrontaba con Ada directamente, por temor a represalias. Risas lejanas al mencionar al difunto. Conversaciones truncas al llegar la sirvienta a un lugar. La camaradería de los iguales no se aplicó más con ella. Ada era ahora distinta, una cercana al poder, alguien que podía regalar los secretos de todos a la autoridad. Su amor se coinvirtió en su aislamiento. Pero podía sobreponerse a todo, porque había una promesa cumplida cada día, solo para ella; solo para las dos. Una mañana de invierno su madre la fue a buscar, le dijo que por los crímenes de su hermano perderían la casa. Que solo un milagro de dinero podría evitar la expropiación. Ada entraba a un mundo perfecto, habitado por ellas dos, que existía, igual que en los cuentos de niños, por un momento nada más. No quería arruinar con cosas de fuera del cuarto eso, no quería tener que pedirle y romper con la ilusión de igualdad que había.
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Solo después del ritual de la mesa sucedía el amor, mientras Ada miraba la extensa colección de relicarios que había en el escaparate. Tan floridos, tan bonitos, tan valiosos. Del tamaño del carozo de una ciruela, eran tantos, que le hubiera llevado un buen tiempo contarlos. Y afuera el frío, y su madre, y los crímenes de otro. Mientras Eva se deleitaba, Ada se acercó al escaparate, justo detrás de su reina. Uno solo; un grano de arena, nadie se daría cuenta. –Son lindos ¿no? –dijo la reina–, elige el que quieras, así tendrás un recuerdo de mí durante el día.
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Era la primera vez que le expresaba abiertamente su amor; Ada quedó helada. No solo por lo que había escuchado, sino por la naturalidad con que se lo había dicho. Entonces era cierto, la quería, no era simplemente algo dicho en el ardor del sexo, Eva, su reina, su amor; la quería. –No... yo también te amo. Y se volvieron a amar. Antes de irse, la reina se levantó y eligió uno, parecía un caracol. –Todos tienen mi retrato dentro, pero este es el que más quiero, y ahora te lo doy a ti. Para que no me olvides, para cuando me extrañes –se lo dio y sonrió. –Entonces lo vería todo el tiempo –dijo Ada, que parecía tener alma de poeta después de todo, y la besó. Ada no sabía que alguien podía ser tan feliz, tanto que era como si el resto de las cosas hubieran enmudecido. Puso el relicario en el cesto de sus cosas, bajo su cama en la habitación de las señoritas. Y durmió con sueños de besos y finales felices. Al día siguiente, su madre la volvió a visitar, le dijo que en dos soles vendría el recaudador de castigos a cobrar en oro el delito de su hijo, y que de no hacerlo, cobraría con la cabaña de la familia. Durante el día guardaba el relicario consigo, y por las noches lo acariciaba. Pero tendría que tomar una decisión. El próximo domingo, antes de la Santa Celebración, pagaría la deuda que había causado su hermano. Había momentos, cuando extrañaba mucho a Eva, en que sentía un dolor físico e impreciso. Pero... ¿dejaría a su madre en la calle? El corazón enjoyado podría ser el cordero para el sacrificio de la paz de su familia. La luz naranja del crepúsculo iluminaba la habitación. Sentadas frente a frente, Eva la miraba con ojos perdidos, como si viera otra cosa, más grande y lejana. Se lo diría allí... tenía que explicarle la cruel realidad de la familia; que la única manera de
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salvar su hogar era con el regalo que le había dado. Ella lo entendería, sí. O acaso le diera dinero. Tomó coraje y aire. La mirada limpia, llena de algo más grande que las dos, ajena a los males del mundo, la encontró. Y no pudo. Y no quiso llevar lo sombrío de su otra vida a ese templo de amor; a ese sueño perfecto. Luego de trabajar en la cena del palacio, Ada regresó a la sala común para descansar; las miradas de desdén de quienes fueran sus confidentes tenían el impacto de la brisa en una montaña, entre la perfección de su amor y el caos que era su familia; combinaban una armadura alegre y triste que reducía a la mínima expresión todo lo demás. La despertaron unos soldados de la guardia real, exigiéndole explicaciones del relicario. La acusaban de haberlo robado. La encarcelaron unas horas y la llevaron frente al Juez Confesor; sería un juicio sumario, le dijeron. Allá arriba, en el estrado, el Juez Confesor parecía una de esas aves que devoraban a los ahorcados. El Relator del Pueblo le explicó con una precisión fanática cuáles eran los posibles castigos por el crimen. Llamaron a algunas de sus compañeras; habló su superiora directa. Nada de esto vio Ada, solo oía cuando llamaban a sus compañeras de trabajo a viva voz. –Han surgido... nuevas contingencias. Según ha sido confesado ante mí; usted pudo haber robado la joya de Su Alteza Real abusándose de su confianza –decía el Juez con una cadencia que era como una enfermedad de muerte, lenta y pegajosa–. Debe ser castigada en proporción a su ofensa... En ese momento el Juez Confesor hizo una pausa para tomar aire, una bocanada que pareció la antesala de una exhalación de placer más que una continuación de un diálogo. –… pero han llegado a mis oídos ciertos rumores, que hablan de un pago a cambio de realizar actos antinaturales... hecho que cambiaría mucho su situación. En vez de tener que perder todas sus posesiones y ser mutilada como Santo Castigo por atentar contra los bienes
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de Su Majestad, usted pasaría a ser una mujer que se vio tentada y sometida por una autoridad superior a cometer actos que hieren el santo orden natural. Ada calló, entendió la salida que le estaban ofreciendo. La situación tenía las mismas dos respuestas que hacía unos días, pero en una enfrentaba la mutilación. Y el temor decidió por ella. Dijo lo que aquellos oídos querían devorar –Un gobernante debe establecer el nivel moral de todo su pueblo. La reina nos avergonzó ante los ojos del Altísimo –el Juez hablaba como quien cuenta una victoria consumada– y debe pagar con el dolor de su cuerpo y su espíritu, el haber rebajado a su pueblo ante la mirada de Dios. Solo a través de una purga pública, podremos reivindicarnos ante SUS OJOS. Ver el cuerpo de Eva desnudo en público el dio una sensación de injusticia; allí la desnudez
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era un símbolo de infamia. Esa gente sentía por el cuerpo ajeno una repulsión que castigaba con la mofa y la vergüenza. Se escuchaban cómo los siete latigazos golpeaban contra el cuerpo de Eva. Ella volvería a ser reina, pero ahora La Institución se haría cargo del gobierno y le encontraría un consorte acorde a las normas y buenas costumbres. ¡Chak!, otro latigazo, y Eva tragó el dolor. ¡Chak!, y ahogó el grito; para el cuarto, el aullido era atronador. De fondo se escuchaba rezar a unos monjes suplicando por un perdón que nunca quisieron dar. Ada sintió en su pecho una especie de vacío, una suerte de hambre silenciosa que nada tenía que ver con el alimento, una necesidad imperiosa de negar lo que había hecho. Miró sus manos y le dieron asco. ¡Chak!, un grito que le arrebató a Ada todo tipo de entereza, supo que ya no sería nunca más la misma. Había perdido algo muy valioso de sí misma en ese juicio. El crimen de Eva había sido ser el cordero del sacrificio de otro. El suyo fue no estar a la altura del amor recibido.
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La madrastra Gustavo Grazioli |Sofía Iezzi
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o veía buscar una caja roja cada vez que hablábamos de sus años de adolescencia. Siempre mostraba las mismas fotos. “Esta es de la luna de miel ¡Qué joven estaba!”, aprovechaba para aclarar si se trataba de alguien nuevo que estaba viendo las fotos. “Mirá esta otra. La vez de las aerosillas en Bariloche”, recordaba con una voz atravesada por la nostalgia. Los que veían las fotos por primera vez se admiraban con las historias que le agregaba papá a cada imagen. De vez en cuando, si estaba de buen humor, solía bromear con alguna foto en la que lucían dos o tres chicas, las cuales ninguna era mamá. Se ponía histriónico y entre aplausos recordaba lo que había hecho con cada una. “Una de ellas me contaba que tenía que laburar más de doce horas para poder darle de comer al hijo. Se ponía mal y la tenía que consolar”, decía, acompañando la historia con alguna de sus picardías para hacerla fastidiar a mamá. Cada reunión con sus amigos era la misma historia: ir a buscar la caja roja, el brindis y venerar a papá por “los trofeos de guerra”, decían los amigos. Las fotos las tenía marcadas y algunas hasta plastificadas para que no se les arruinen los bordes. La caja roja, ese tesoro invaluable, era lo único que lo arrastraba más allá de la televisión. Lo otro había sido ir a la cancha a ver a River, hasta que en un partido, saliendo de la cancha, quedó en el medio de una pelea. “Para ver piñas me quedo en casa y pongo boxeo”, me decía cada vez que trataba de convencerlo para que vayamos a un partido. El último asado que estuve en su casa charlamos sobre River, mostró las fotos de siempre, hubo brindis y unos chistes como cierre. Cuando se fueron todos y mamá se fue a dormir la siesta, le pregunté sobre una foto que estaba en el fondo de la caja y nunca había mostrado. Era una chica rubia que posaba en la orilla de un mar que de fondo parecía asomar las letras
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de un casino. El pie de la foto estaba medio borroneado y no se distinguía bien qué lugar era. Papá me miró, parecía indignado. Terminó el vino de fondo blanco y casi sollozando confesó que esa mujer había sido su novia. Le pregunté por qué se ponía mal y le hice un chiste al respecto como dando entender que era un ganador. Pero esta vez no se rió. Se sirvió más vino, parecía vergonzoso, apretó los dientes y largó todo: “Esa chica salió cinco años conmigo pero después se enamoró del abuelo y tuvieron dos hijos…”, papá se entrecortó por el llanto y me pidió disculpas. –Esta foto la tendría que haber tirado hace mucho tiempo –lamentó. Se secó los ojos, terminó el vino y se fue con la caja roja hasta el living. La foto de la mujer, esta vez en un sobre color madera, fue a parar de nuevo al fondo de la caja. –Me voy a acostar con tu madre –dijo como si nada hubiese pasado. Ni bien cerró la puerta del cuarto con llave fui a buscar la caja. Abrí el sobre de la foto y atrás decía: “Mi madrastra, la mujer que amé, en Mar del Plata”.
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Carola y Valentino Clara Catelli | Já Ant
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alentino es músico: toca un poco de guitarra, de piano, y bastante el bongó y el pandeiro. En música, el comienzo del compás, y por lo tanto la división en tiempos a lo largo de las obras, se marca con el primer tiempo de ese mismo compás. Úmpapapa / umpapapa / umpapapa / umpapapa / Úmpapapa sería la acentuación de un compás cuatro cuartos. El ventilador tiene compás 6/3 durante la noche, y 8/4 durante el día. Valentino intenta averiguar por qué. Se desvela pensando en ese ventilador, en todos los ventiladores, en por qué sufre así por ellos. Le taladran con ritmo todas sus ganas de dormir. Y se levanta ojeroso, y todos le dicen desde chico que tiene cara de cansado, de enfermo. Caras que él traduce como feas: sí, le dicen que está feo. Y Valentino hace un par de meses se vio demacrado por primera vez y no quiere salir a tomar birra porque siente miedo de que alguien note su dejadez. No importa quién lo mire, ni siquiera le interesa que un alguien –indefinido y desconocido– efectivamente lo fiche. La pura sensación de pudor lo recluye a encerrarse, no vaya a ser cosa que alguien lo vea y note que no duerme, y que lo avergüenza no dormir, y que para colmo ese insomnio es por algo tan ridículo como una obsesión. Obsesión es cuando una idea fija o recurrente condiciona una determinada actitud. Carola se despierta de noche. Su dormitorio está en el noveno piso, debajo del balcón-terraza de la del décimo. Su cama está debajo de lo que ella calcula que es la rejilla de la del décimo, y la rejilla está debajo de la canilla. La canilla gotea, hace meses que gotea, y Carola no consigue que la del décimo la arregle. ¡Cloc!, ¡cloc! Es redonda. Carola sabe que la caída es redonda y estalla cuando choca contra la rejilla. Ella tampoco puede dormir.
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El sonido es la materia sobre la que actúa uno de los cinco sentidos: el oído. Sin embargo para muchos es más que uno de los cinco sentidos. Es solo uno, tan invasor que anula a la percepción de los demás, incluso a la elaboración de pensamientos conscientes e inconscientes. Sí, como el amor. Existen los casos en los que la recepción de un sonido puede eclipsar cualquier tipo de sensación de intercambio del cuerpo con el exterior. Sí, como el amor. Hay especialistas de todos los sentidos. Están los catadores –especialistas en gusto y olfato, porque estos dos sentidos están íntimamente relacionados. Por si no lo han notado, recuerden sus resfríos más pavorosos de invierno y cómo la nariz tapada impide saborear correctamente la comida. Están aquellos con un ojo privilegiado: perciben el ritmo en la imagen, los colores, su concordancia o la ausencia de tal. Están aquellos que palpan, que sienten, que con el tacto perciben texturas, composiciones, y que van absortos por la vida tocando rugosidades y superficies lisas. Y están los que oyen. Oyen todo, y nada escapa a su radar. Valentino y Carola son de los últimos: de los obsesionados con el sonido. O de los enamorados del sonido. Depende. Se les aparece el sonido como idea fija o recurrente que condiciona su actitud. Como sentido que obstruye cualquier otra percepción del cuerpo, e invade la mente. Y no los deja dormir. Y Carola sabe que se ve como diez años más vieja, que el del videoclub no la mira como antes, y menos el de la ferretería a la que tiene que ir para buscar masilla para tapar los agujeros de ventilaciones que le dejan entrar el sonido de la canilla, esa puta canilla que no la deja dormir. Y saber que el ferretero, un perejil que jamás habría despertado su interés si no hubiese sido porque le dijo “¿estás bien?, parecés enferma”, se preguntaba si ella estaba bien porque parecía enferma por no dormir, por estar obsesionada, la hacía sentirse transpirada, con el estómago cerrado. “Caminar por la calle en pelotas sería menos vergonzoso que este pelotudo me vea demacrándome por lo loca que estoy”, se puteaba. Para Valentino el año se divide en dos: cuando hay que prender el ventilador y cuando no hay que prender el ventilador. Cuando se siente libre, y cuando no quiere ir a lugares llenos de gente joven, porque transpira, se anudan él, su estómago y su lengua y no puede pensar, porque desearía que no lo vieran. Claramente esta diferenciación no se reduce al verano y al invierno, porque son muchas las veces en las que, por pertenecer a una ciudad extremadamente húmeda, hay que encender los ventiladores y turbos –ventiladores más chicos, portátiles, que pueden tener un formato cuadrado, apoyados en el piso, o que pueden ser de pie con una rejilla metálica que giran desde un centro fijo, cuarenta y cinco grados a la izquierda y cuarenta y cinco grados a la derecha– fuera de temporada. Una de las mitades Valentino la sufre, y por contraste ama la otra. La sufrida es la mitad de los ventiladores. Su psicólogo le pidió que se retrotraiga, que recuerde cuándo fue la primera vez que se sintió absorto por el ritmo de un ventilador. “A ver si puedo dormir de una puta vez, y sentirme en paz con mi cara”, piensa. Pero él no lo puede recordar, porque de hecho padece insomnio en épocas de ventiladores desde su más tierna niñez. Llegó a culpar a su tío, timbalero oficial de una banda centroamericana de merengue y salsa. Jorge, tío, le regaló su primer bongó cuando era un bebé. Valentino cree que Jorge le cagó la vida. En la esquina de Santa Fe y Ov. Lagos, en Rosario, hay una gran vecindad. En el medio de
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toda esa edificación hay un patio. En el centro de ese patio hay una fuente. Una fuente que rebosa de agua durante todo el día, de agua que constantemente cae e impacta contra otra gran masa de agua en movimiento en la gran pileta que es la fuente. El agua de la fuente circula y cae en la misma fuente, en un movimiento infinito de nunca acabar. En esa misma vecindad creció Carola, jugando a la pelota en ese patio, bañándose en esa fuente –aunque las reglas de la vecindad lo prohibieran terminantemente–, pero como a ella le faltaban las dos paletas de leche por haberse caído de boca a los tres años porque su hermano mayor la empujó para que ella dejara de llorar porque él quería arañar la pizarrita con la que jugaban al “maestro”, los vecinos la veían como alguien tierna y le daban un margen de disfrute antes de ir a sacarla de las orejas de esa fuente en la que, desde siempre, estaba terminantemente prohibido bañarse. Ella se sentía hermosa sin sus paletas, mostraba ese vacío por todas partes. A exactos siete metros de esa fuente estaba la cabecera de su cama, debajo de una ventana que daba al patio. A exactos siete metros de esa fuente Carola dejó de dormir por el infinito ¡plop cloc! de las gotas durante todo el año, salvo cuando podía prender el aire acondicionado que por viejo y destartalado ocultaba el sonido de las gotas. Las mañanas posteriores a noches de aire acondicionado se sentía hermosa. Por eso aún en invierno transcurría las vísperas de sus citas con aire acondicionado. Pero si lo contaba en voz alta, se sentía ridícula. La rutina de Carola es hartante, porque tiene su origen en evitar una obsesión: la de no poder dormir por la canilla que gotea arriba, en la terraza de la del décimo. Se acuesta. Empieza por acostarse, cansada, después de un día interminable, que comenzó deseando que se termine. Se da una ducha, se enjabona, se enjuaga, se seca, se lava los dientes, entra al cuarto, se pasa crema en las piernas y en los codos –detesta tener los codos ásperos, se le ajan y se le forman cascaritas–, toma su libro y lee hasta empezar a quedarse dormida, porque sabe que si no se provoca el sueño no se duerme. Llega el momento, el momento en el que no puede leer de corrido, en el que de una oración salta a la otra sin entender por qué los acontecimientos se suceden de esa manera. Deja el libro en el piso y apaga la luz. Recién allí, después de todo ese ritual que se ve obligada a repetir noche tras noche porque la experiencia demuestra que es lo más efectivo para finalmente dormirse, recién allí o se duerme, o pasa lo que más teme: oye las gotas de agua –que nunca sabe si son de la fuente de la infancia o de la canilla de la del décimo, porque está adormecida. Cuando oye el agua, todo se vuelve desolador. La primera vez que le pasó era muy chiquita, y la sensación del insomnio –sin saber a qué se debía– le pareció espantosa. Su hermana dormía al lado de ella, y ella se sentía sola, muy sola. Caminó hasta la cocina, con miedo, y seguía sintiéndose sola. Agarró unas pepitos del frasco de lata y corrió por el íntimo que comunica la cocina con su dormitorio por si algún monstruo la perseguía. Era por la madera, que crujía. Así que se sentó en la cama y empezó a respirar profundamente, y se quedó ahí como tres horas, mirando la pared. Hasta que se cansó y se acostó, y siguió mirando el techo durante unas varias horas más. ¿Qué te pasa hija que tenés esa cara? ¿Estás enferma? No, mamá, no dormí bien. Es la fuente. Dejá de joder piba, mirá si va a ser la fuente la culpable de esa cara. Y nunca más le creyó a nadie que le dijo qué linda sos.
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Durante varias semanas esa situación no se repitió, hasta que un día le volvió a pasar. Y ese día se dio cuenta de que la fuente tenía un ritmo, una armonía, y la conoció. Y a la vez siguiente se dio cuenta de que era por ese ritmo, esa armonía que no podía dormir. Cloc graves, plops agudos, y alguna caída de dimensiones sordas, más bien metálicas, fueron el inicio de su afición por la música, y de su obsesión y por siempre acompañante insomnio. Berkeley –un filósofo de la tradición empirista– decía que el hombre conoce lo que percibe. En tanto y en cuanto esa cosa, objeto o sensación no sea percibido no existe, porque la base de la existencia está en la percepción por los sentidos. Es así que el sonido solo existe porque nosotros lo conocemos, porque tenemos oídos y tenemos la capacidad de escucharlo. Mientras no lo percibamos, eso no existe. Esa noche, la fuente empezó a existir como un problema para Ana. Para Valentino no empezó como un insomnio, sino como un juego. Su tío Jorge que le cagó la vida le dijo: “Vení, vení, nene, escuchá al ventilador. ¿Ves? Tiene ritmo, como te vengo diciendo para el bongó. Escuchá: Tá catacatacataca / Tá catacatacataca / Prrrrram / Tá catacatacataca Tácatacatacataca. Efectivamente el ventilador tenía ritmo, y de él y de cómo identificar de qué compás se trataba, Valentino nunca se olvidó. El método era encontrar el acento más fuerte, y en base a él articular los demás sonidos. Era un ventilador de techo bien feo y sucio de madera, con tulipas de vidrio espantosas que imitaban flores que también estaban muy sucias. Lo que lo sostenía del techo estaba desmembrándose. Entonces cada tanto el ventilador se sacudía más y más fuerte, dando la sensación de que en el acento del compás que Valentino había identificado se iba a caer. Un ventilador que sentiría tan feo como él mismo. Cuando tenía insomnio se llenaba de ansiedad. Le empezaba a latir rápido el corazón, tanto que si se acostaba boca abajo con la mano en el pecho sentía que el cuerpo se elevaba un poco con cada palpitación: túctúc túctúc túctúc. Y el ventilador cada vez tenía un ritmo más evidente. Que por qué se hace tan fácil encontrar el puto compás, se preguntaba Valentino, que por qué no me deja dormir. Y de pronto el sonido tampoco lo dejó estudiar, ni leer, ni disfrutar de la comida. Porque en todo momento, ese sonido que le quitaba el sueño le hacía revolverse la panza de los nervios, tener sudoraciones y ponerse más y más nervioso. Así que juntó sus ahorros y se compró un ventilador BlueSky, de los buenos, “silencioso”, que es un pie y una cabeza, y que gira cuarenta y cinco grados a la izquierda y cuarenta y cinco grados a la derecha. Y decidió capitalizar esta desesperación y estudiar música. De paso taparía los sonidos de la vida. Y Charly es bien fiero, y tiene levante. Así que no tengo por qué sufrir así porque me vean demacrado. Vergüenza es robar. Valentino y Carola empezaron a ir a un psicólogo, porque el tema del insomnio se les está haciendo cada vez más complicado de sobrellevar. Pareciera ser que la obsesión por los sonidos de la vida cotidiana es una plaga, piensa el
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psicólogo, mientras escucha a Valentino decir que la última vez que quiso levantarse a una mina transpiró tanto que no pudo decirle ni cuántas horas había dormido, porque sentía el olor a chivo desde arriba, desde su cabeza, donde está su nariz. Y se acuerda de que ahora viene Carola, mientras Valentino sigue hablando de la pobre desgraciada que se lo fumó a él, a su vergüenza y a su olor.
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Como un fantasma Horacio Villar |Gustavo Salamié
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l mate se le enfriaba en la mano que temblaba. Ya hacía rato que había terminado la llamada. Charlie miraba la pantalla de la computadora encerrada en el momento que acaba de suceder. El tipo la había llamado, con miedo, atajándose. Casi implorando, pero siempre queriendo tener el control, le había dicho: –Vos sabes que yo soy padre de familia, tengo una nena, una mujer. Ya no soy así. El “Ya no soy así” quedó sonando en un eco, como queriendo asegurarse que había sido escuchado. Le preguntaba por un blog anónimo que daba vueltas por la web. El escrito relataba con lujo de detalles una escena que había vivido él con ella, Felicitas y dos chicas más en el 2002. Charlie tenía 15 años cuando ocurrió. Le contestó que no sabía nada, que no tenía nada que ver, que si sabía algo le decía. Si no fuera por los temblores en el cuerpo, juraría que se había quedado petrificada. Solo atinó a hacer clic en el chat de Facebook para abrir la ventana de Felicitas. No se animó a más. Estaba aislada. Sola. Entonces vio los tres puntitos y el consiguiente “Felicitas está escribiendo un mensaje”. Felicitas corrió a la computadora. Buscó el video de Mailén: Denuncia de abuso sexual contra Migue de La Ola que queria ser chau. Mientras escuchaba el testimonio iba identificándose con la chica que le hablaba desde la ventana de YouTube. Era un relato que volvía. Unos minutos antes Cristian Aldana la había llamado a su celular. Estaba desesperado. Le
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contó del video, del estallido en las redes sociales. El testimonio de Mailen había removido lo que siempre estuvo ahí, latente, oculto. El abuso. Felicitas tenía 14 años cuando ocurrió. La llamada fue igual a la de Charlie. ¿Quién había escrito eso?, era un tema muy delicado. Le pedía que denuncie la falsedad de la página, le pasaba el link por teléfono. Había que borrar ese blog. Tenía que seguir oculto. Felicitas le dijo que si a todo y balbuceó lo más que pudo hasta que consiguió cortarle. Le escribió a Charlie. Durante minutos ensayaron una conversación anodina. Pero no pudo más, la ansiedad la obligaba a salirse de sí, a dejar el aislamiento. –¿Qué querés hacer? –le preguntó. Del otro lado de la pantalla Charlie respiró. Los fantasmas empezaban a desprenderse de ellas. Ya no se callarían más. Pasó casi un año de esa mañana del domingo 17 de abril del 2016. Las chicas lo cuentan como si hubiera sido hoy mismo. Están cansadas, no durmieron. Se pasaron la noche hablan-
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do, rememorando. En la mesa hay papel y tabaco para armar, documentos de la denuncia y los peritajes, una bandeja de facturas y el termo que hace girar el mate. Hoy Charlie Di Palma tiene 30 años, Felicitas Marafioti 29. Se terminan las frases entre ellas, los recuerdos, las sensaciones. Cuentan chistes, putean. Sonríen. Hoy retoman una amistad; antes de las denuncias no se veían desde el 2010. A medida que fueron creciendo se alejaron del ambiente de la banda que marcó su vida: El Otro Yo, liderada por Cristian Aldana. Cada una se cargó a la espalda su adolescente maltrecha y avanzó sin mirar atrás. –Yo abrí los ojos en terapia, pero me costó entenderlo. ¿Qué consentimiento puede dar una nena de 14 años? Una nena de 14 años es un no. Él decía que no le tenía que contar a nadie, que era algo nuestro, especial; me decía que el mundo no iba a entendernos. Lo que hoy Felicitas cuenta tan claro no siempre fue así. La primera vez que fue consciente del abuso que había sufrido, revivió todos esos años juntos de una sola vez. El trauma dio la cara.
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–Después de varias sesiones me sentí un poco más fuerte. Pude conectarme con esa nena a la que le tuve tanto rechazo. Viví de vuelta esas situaciones de mierda. Caí en que eso no estaba bien, podía seguir pasando y había que hacer algo –cuenta casi sin respirar. Charlie y Felicitas retomaron contacto en octubre de 2015, apenas 6 meses antes de las denuncias. Con otra chica decidieron armar un blog anónimo relatando los abusos y humillaciones que sufrieron por parte de Aldana allá por el 2002. Todas ellas eran menores, él tenía 32 años. Cada una había trabajado el trauma por su cuenta. 15 años les llevó enfrentar a sus adolescentes, escucharlas, escucharse. El 16 de abril de 2016 Mailen subió su testimonio y denunció a Migue Del Popolo. Esa semana El Otro Yo compartiría escenario con La Ola que quería ser Chau. Aldana suspendió el recital y subió un comunicado a la página oficial de la banda repudiando el abuso sexual. En tan solo unas horas la publicación se plagó de comentarios que desmantelaban la hipocresía del cantante. Entre los usuarios empezó a viralizarse el blog de las chicas. A la mañana siguiente, luego de pasar toda la noche borrando los comentarios de sus atacantes virtuales, Aldana hizo su llamada desesperada. A la semana lo denunciaron por abuso sexual gravemente ultrajante con acceso carnal a menores de edad en siete oportunidades. –Le teníamos tanto miedo al loco que no sabíamos si cada una de las demás se había vuelto a arreglar con él. Yo medio lo justificaba hasta mis 21 años. Después empecé a entender lo que había pasado –explica Charlie. El control de Aldana las enfrentaba entre ellas. –Muchas veces quise buscar a Feli, pero una oscuridad me lo impedía. No era un monstruo con la cara de Aldana, era algo oculto, como un fantasma –se miran con Felicitas, se ríen imaginando una cara monstruosa que flota y las persigue. Aflojan los nervios armando puchos. Están hasta 20 minutos para terminar uno y cuando se dan cuenta no aguantan la risa. Son silencios permitidos, larguísimos de tan cortos. Aflojan. Salieron de sus cárceles personales, enfrentaron a su abusador y lo llevaron a la justicia. Pero aún son frágiles. No se revierten esos años, ese aprendizaje que no fue. Nadie les devuelve los cuerpos rotos, el no amor. Ellas se armaron como pudieron, siguen haciéndolo. –¿Porque yo tenía que ver en pelotas a mis amigas? ¿Pasar por toda esa situación si yo no la elegía? Nadie eligió, el único que lo hizo y dio órdenes fue él. Nosotras no teníamos experiencia sexual, la mayoría éramos vírgenes. No había amor, ni cuidado, ni placer en el hecho, pero te decías que la pasabas bien. El me decía que me gustaba, entonces tenía que ser así. Nunca conocí otra cosa –Felicitas se mete en la cabeza de esa nena. –Ese autoconvencimiento choto. Pasarla como el orto tanto tiempo. Más adelante descubrí que no era así. El amor era otra cosa, Coger era otra cosa. ¡Ah, era esto, la puta madre!, ¿cómo me perdí de esto durante 15 años? –remata y se pierden en carcajadas. Charlie bromea con su carrera. Dice que es una futura lingüista, pero que no le salen las palabras por no haber dormido en toda la noche. Recuerda a las Catch Up Girls, la banda que formó con Felicitas en el 2003. Se recuerda a sí misma, el camino hasta aquí.
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–Es como si hubiera retomado el punto en esa adolescencia donde mi esencia fue robada. Nunca fui yo, fui una construcción de otra persona. A mí no me cabe responsabilidad en esto, había un mayor ahí. Yo quería hacer música a los 14 años, ¿qué pasó que abandoné cada proyecto? La denuncia cayó en el momento en el que cada una estaba sanando. Pude encontrarme con la esencia no solo de la niña, sino de la mujer, encontrarme desde un lugar auténtico –dice Charlie un poco más seria. –A los 14 el mundo te parece una mierda y tenés al tipo del póster que te canta que tu rebeldía está re buena. Y de repente sale del póster, y vos lo conocés. Es muy zarpado. Yo soñaba con compartir escenario con él. –No teníamos la experiencia de sostener nada, todo se empezó a distorsionar. Todo lo que hacíamos era hacer y no terminar, y no saber por qué. Pero había una razón oculta. Te daba impotencia, nos pasó a todas. Autodestrucción. Situaciones extremas que el tipo aplaudía. Viví tu vida hoy, un discurso de mierda, éramos pendejas, ¿qué es esa data? –le aporta Felicitas. Hoy Charlie estudia Letras y retomó su carrera como música. Felicitas estudia cine y trabaja en el medio audiovisual. Tienen proyectos. En el reencuentro también nacieron nuevas posibilidades y el apoyo mutuo. Volver al mundo es su triunfo. Salvar del trauma el arte, la ternura, de esas quinceañeras que les fueron negadas. En algún momento de la conversación prendieron sus cigarrillos. Al agua del mate la calentaron más de una vez, se enfría cuando se pierden en ellas mismas, cuando se reconstruyen contando su historia. A diferencia del cenicero, la bandeja de facturas sigue intacta. Charlie se levanta para mover las piernas que están dormidas de estar sentada. –Queremos informar, ir a colegios a dar talleres, que esto no quede acá. Ojalá me hubieran dicho esto a los 14 años –dice sonriendo. Los usuarios más sádicos de las redes sociales les exigen su dolor, fotos llorando en la cama, un identikit de víctima. Ellas respondiendo, haciendo, informando, denunciando. Suben fotos sonriendo, vivas. Se sobrevivieron. Las víctimas, las adolescentes, están en ellas pero no son ellas. Las llevan, las cuidan y les ofrecen justicia, sentido. –Nos vendió que era amor libre. Pero no. Ya entendimos. Igual el enfermo es enfermo, no es boludo. Como ídolo sabía que tenía poder, control. Podría hacer mucho bien con eso, pero no. Por suerte no pudo controlar más a las niñas, porque crecimos, no sé que flasheó, que no íbamos a crecer nunca –dice Felicitas mientras se peina el mechón rubio. –El man tuvo la oportunidad de hacer las cosas bien. Ver a todas esas menores embobadas, como enamoradas, y decirles “gracias chicas, nos vemos el próximo show, vayan a sus casas”. Pero no –el relato le sale fuerte y decidido. Sin vergüenza. –¿Te puedo dar un abrazo? Juré que si me cruzaba con alguna de ustedes la iba a abrazar. Loca, yo soy de esa época y sabía que pasaba todo eso –le larga una desconocida a Felicitas.
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Están paradas frente a frente en uno de los pasillos que combina la línea H del subte con la B. La gente les pasa por al lado corriendo, llegando tarde a sus trabajos, a sus casas. Felicitas se saca los auriculares, siente la empatía genuina de la chica. Se deja abrazar. Le muestra el brazo. Tiene la piel erizada. –Darse cuenta de que no estás sola, de lo que generás, ahí vas sacándote el miedo. Aprendés que el riesgo sirve, que es noble y que es un pasito más en un movimiento groso que se está generando –Felicitas piensa para adentro. Se pone los auriculares. Sigue caminando.
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