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JAVIER D’AMBROSIO
El filo rojo de la vida, el blanco espejo de la muerte
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Foto: Paula Delgado.
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Por
Daniel Tomasini
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a brisa cercana del mar amortigua el calor de la tarde a fines de enero. Son las cuatro y el sol es un disco de fuego sobre Punta Ballena. Un jeep amarillo del año 51 nos recoge en Solanas y nos traslada ruidosamente unos pocos kilómetros hacia el norte. Al subir, nos invade un penetrante olor a nafta: “Recién llené el tanque”, nos dice un hombre joven, sonriente, de aspecto deportivo. A pocos minutos de la civilización se encuentra la casa de Javier D’Ambrosio, nuestro ocasional chofer, situada en un afloramiento rocoso que geológicamente forma parte de esa magnífica cadena de rocas volcánicas que se extiende hasta las sierras de Minas como la gran columna vertebral de un enorme ofidio. El jeep traspasa una portera y se detiene al pie de la vivienda. Hay que ascender por rústicas escaleras de grandes troncos y piedras. La vegetación serrana invade las estribaciones de la casa, a modo de jardín natural; el perfume de la marcela inunda el calor que el soplo del mar – que no vemos– obstinadamente envuelve. Tenemos la sensación de estar en el corazón del país, cuando realmente estamos muy cerca del balneario más cotizado de Uruguay. El lugar despierta una sensación extraña que excede la cómoda rusticidad, incluso si consideramos todos los elementos de confort que conforman el complejo, donde destaca una piscina horadada en la roca y alimentada con agua del tajamar situado a pocos kilómetros más abajo. No podemos evitar el sentimiento de que algo ‘salvaje’ nos rodea. Cuando ascendemos por los pedregosas peldaños observamos pequeños hilos de agua surgiendo de la roca. Agua de manantial, de alta pureza. Bordeamos una especie de gruta donde nuestro peculiar anfitrión nos dice que es su taller. Un atelier cavado en la roca donde podemos observar telas de gran tamaño en proceso de trabajo, utensilios, pinturas, potes de esmaltes de varios colores…
Éste ha sido nuestro primer acercamiento a la obra de Javier D’Ambrosio. Un rápido vistazo que luego tendremos tiempo de ensanchar. Aparte del entorno protector de la piedra, nos enteraremos pronto de la importancia que tendrá para él la blanca memoria de los restos óseos cuya descomposición y reintegración fatalmente acontecerá, pero que aún permanecen como testigos imperturbables de los seres que fueron. La vivienda principal, asiento de sus actividades diarias – independiente del taller–, es una construcción también erigida en roca, con techo quinchado y una estructura de grandes palos que recuerda a la vivienda primitiva, no obstante estar provista de las comodidades necesarias. Entre éstas, destaca una estufa cuya chimenea es compartida con otra estufa situada debajo, en el dormitorio –también de paredes de piedra–, y con el parrillero en la terraza: lugar de encuentro en el que se han dado cita algunas personalidades como el venerable Lama Karta (segundo del Dalái Lama), invitado a Uruguay por el gobierno de Bélgica. Javier D’Ambrosio es uruguayo, pero tiene también nacionalidad belga. Habla el flamenco perfectamente, así como francés, inglés, italiano y portugués. Reconocemos, paso a paso, su particular terraza, al borde del acantilado rocoso. A varios metros de altura de las estribaciones del suelo, la brisa se cuela insidiosamente. El sol comienza a bajar y pronto arderán en su parrillero las brasas con las que se cocinará un exquisito asado. Javier es un experimentado cocinero, fue en Australia donde demostró su talento, salvando de la quiebra al restaurante de un amigo. Tiene el título de arquitecto, aunque no le interesa ejercer: “No me aguanto a mí mismo, imagínate si tengo que aguantar a un cliente”. Su elección ha sido trabajar como decorador de interiores y creador de páginas web, profesiones que junto con el arte plástico conforman el núcleo de su actividad. Desde la terraza ondean extrañas banderas. Trozos de tela cuelgan de largos palos y cañas de bambú. Huesos de ballena lucen como guadañas toscas y desafiladas. Pedazos de terciopelo de varios colores vivos envuelven cada tanto estos artefactos. Banderas que evocan el mundo europeo y el mundo africano se mezclan en su danza de viento. Una heráldica heterodoxa desafía la tarde con su mensaje multicultural. Muchas cañas terminan en puntas afiladas, en otras se ven claramente piezas metálicas similares a lanzas. Un enorme caparazón de tortuga se extiende, como una res desollada, sobre una estructura de hierro de dos centímetros de diámetro, terminada en puntas filosas. “Las tortugas son seres maravillosos”, comenta al pasar. Estamos rodeados de armas. Un inquietante y silencioso eco de guerra recorre las tablas de la terraza, que sordamente ‘Whale’. Nogalina, alquitrán, esmalte y fósil de ballena sobre lona de algodón. 2,24 x 1,88 m. 2010.
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se quejan ante nuestros pasos, mientras caminamos y observamos. Desde la altura, la vista se pierde en un valle que muy lejanamente recoge la imagen de dos casas, como para recordarnos que realmente estamos en la civilización. Nos invade una sensación de vastedad. Allá lejos, en el tajamar, una elegante garza descansa bajo la sombra de grandes sauces. Los eucaliptos y los pinos se ven pequeños y trazan un denso borde verde-gris opaco al límite de la mirada. Un enorme perro se acerca, color té con leche; su cabeza se yergue y se contonea de una manera especial, buscando caricias. Cuando sostengo su cabeza entre mis manos siento un estremecimiento. Muestra, como si sonriera, colmillos curvos, de cinco centímetros, perfectamente adaptados para desgarrar. Sus ojos oblicuos, su pelo muy espeso, me hacen pensar en un lobo. Su mirada me tranquiliza porque lo salvaje está contenido. Me llega el recuerdo de la lejana lectura de Colmillo blanco, la historia del perro lobo que Jack London ambienta en la tundra inhóspita y desierta. La metáfora de la vastedad salvaje se cuela en mi pensamiento durante la charla con Javier D’Ambrosio, que comenzamos ya definitivamente instalados sobre cómodos almohadones. Frente a nosotros se halla un hombre de cuarenta y cuatro años, con cabellos muy negros –similares al de un indígena– que el viento desordena durante la conversación. Su tez denuncia el sol esteño y hace que su dentadura parezca más blanca. Su corte de cara es europeo, italiano, de sangre siciliana. “Delante de mí nadie habla mal de mis amigos” afirma, confirmando esa legendaria lealtad.
Cuando hablamos mantiene abierta su computadora, donde hay cientos de fotos de sus obras, de su taller en Miami, de él junto a sus amigos; otras lo muestran junto a diversas personalidades. Ya entregándole una obra al presidente uruguayo José Mujica (un presente del Reino de Bélgica, cuando este país presidía pro témpore la Unión Europea), ya con el ilustre visitante del Tíbet envuelto en viva túnica naranja, con cabalistas argentinos, y un largo etcétera. Ahora entorna los ojos, mira a la distancia. En realidad está mirando hacia adentro. Rápidamente su mente desanda un camino de años de penurias y alegrías. Habla con gran franqueza y seguridad. No hay poses ni fingimiento. Fluye naturalmente. Parece disfrutar de todos los hechos acaecidos, tanto felices como infelices. A los diecinueve años un infarto cerebral le paralizó el lado izquierdo de su cuerpo y se recuperó casi milagrosamente. Luego devino la muerte de su padre, ingeniero propietario de una importante empresa que se declaró en quiebra. Una gran soledad se desplegó ante su atónita mirada, sobre todo por la pérdida de su querido padre. Quedó, entonces, sumergido en la más profunda ‘nada’, sin apoyo de casi nadie. Sin embargo encontró las fuerzas necesarias para volver a enfrentar la vida. Javier menciona a Clever Lara como uno de los pilares de su recuperación física: “Una persona íntegra, que me ayudó con su consejo, con su paciencia, con su inteligente sensibilidad”. Cuando asistía al taller de Lara ya hacía ‘cajitas’,
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objetos que lo obsesionaban y que constituyen el antecedente de toda su producción posterior con objetos. Clever Lara adivinó su talento creador y supo guiarlo hacia su original destino plástico. “Quedate acá, no bajes a pintar naturalezas muertas”, le dijo en una oportunidad el maestro. “Todo lo que soy artísticamente se lo debo a Clever Lara”. Y agrega: “También su ayudante, Gustavo Fernández, me ha apoyado mucho”. Su reconocimiento artístico se inició cuando ganó dos primeros premios en dos importantes concursos: el Premio Coca-Cola y el Paul Cezánne. Luego vino un extenso periplo de exposiciones individuales y colectivas por todo el mundo: Norteamérica, Europa, África, America Latina. Al recordar sus primeros días en pos de la conquista de un nombre en las artes plásticas, habla con cariño y admiración de los críticos María Luisa Torrens y Nelson Di Maggio. “Alfredo Testoni me apoyó muchísimo, con él preparé todo el material para enviar a las fundaciones por solicitudes de becas”. “Hoy ya no hay ese tipo de apoyo para los artistas”, dice con cierta tristeza. Si su recuperación física fue notable, lo mismo sucedió en el plano económico luego de haber perdido todo. Más allá de su inteligencia y sus dotes naturales para las relaciones humanas, la clave del cambio hay que buscarla en sus extraordinarias ganas de vivir. La vida, para los seres especiales, les impone también experiencias especiales, elecciones de las que depende el todo o la nada. Javier D’Ambrosio abre la compuerta de los recuerdos que llueven lentamente. Habla de todas estas experiencias que
indudablemente son muy fuertes. Al terminar, acompañando la frase con cierta impaciente inclinación hacia adelante y una sonrisa levemente irónica, nos incita a “contar todo”. Sin embargo, ese contar todo resulta contingente. Lo más importante es remarcar la impronta particular de su personalidad, que demuestra una fuerza expansiva hacia todo lo que es vital. Una fuerza que labra porfiadamente, desde la oscuridad, su camino hacia el sol. Esta energía biológicamente natural le hace tomar lo que le hace falta, le permite encontrar las vías necesarias para la supervivencia. Y así volver a situarse nuevamente en las primeras filas de la batalla. Su conversación y sus maneras, sin embargo, no delatan un ser hiperactivo. Camina con parsimonia y sus maneras no son bruscas, sino armoniosas. Pareciera estar siempre ejecutando un ritual. De pronto, esa energía le permite alcanzar grados de actividad sorprendente, como el felino que se muestra indolente hasta el instante último y fatal. Por descendencia, su destino debería haberlo llevado a ocupar cargos eclesiásticos en el Vaticano. Nos cuenta que aún se considera católico, apostólico y romano, aunque no admite que se especule con la culpa y el pecado. Ha elegido, sin embargo, otros caminos. Él ha permitido sentirse absolutamente libre. Se casó con un hombre en Bélgica, después de divorciarse de una mujer. Ahora es sacerdote Ifá, una misteriosa religión de la cual no existen más que veinticinco sacerdotes en todo el mundo. El rito constituye un acto artístico porque el arte es el mediador, por lo tanto el artista y el sacerdote se funden. Nos cuenta que fue iniciado
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‘Tree of life’. Esmaltes sobre lona de algodón. 2,26 x 1,90 m. 2011. A subastarse el 31/3/2011 en Hard Rock Cafe de Los Ángeles para la lucha contra el sida.
en Nueva York por uno de los nietos del maestro Joaquín Torres García. Habla con mucho cariño y respeto de Bélgica, un país que a su vez tiene mucho respeto por todos los artistas. “A los belgas le debo mi afianzamiento como persona y como artista, debo reconocer esta generosidad, que no es común”, sostiene, orgulloso de su segunda nacionalidad. “Me siento un flamenco”, enfatiza. Voluminosos collares y pulseras adornan su cuello y sus brazos. Son amuletos. Muchos de ellos están fabricados a base de fósiles y fragmentos de meteoritos. “Éstos son del desierto de Arizona, y éstos son de Uruguay”, comenta, señalándolos; “estas cuentas de vidrio oficiaban de dinero en algunos pueblos de África”. Nuestra mirada vaga por la estancia. Sorprende la enorme cantidad de objetos que ocupan cada espacio libre, tanto en el exterior como en el interior. Nos detenemos en las maderas petrificadas, fósiles de millones de años de antigüedad, en las osamentas de animales salvajes. Una colección de pinturas sobre la chimenea integra una instalación espontánea, donde conviven las telas, los cuernos y los huesos, las fibras vegetales y las maderas forradas con seda, las plumas con su delicada sensualidad atadas en pequeños penachos. Sobre la mesa multitud de revistas, cazuelas, cocos. Sin embargo, no hay desorden. “Soy muy barroco”, confiesa. El sol ya se ha ocultado y los últimos brillos de la tarde aún visten el aire claro de la sierra. La conversación prosigue. El dueño de casa se inclina levemente, coloca su mano debajo de su barbilla. Habla del amor, pausadamente, cada palabra es pronunciada con énfasis, aunque quedamente. Es bisexual
y considera que todas las relaciones sociales son sexuales. Como no oculta cómo es, habla sin tapujos. Su franqueza es temida, sobre todo cuando se enfrenta a la hipocresía. “Tengo un master en miserias humanas”, nos dice sonriendo, con un peculiar tono en la voz que –pensamos– acaso no corresponda con su juventud. “No me callo nada y agradezco todo lo que me ha sucedido”. Javier D’Ambrosio, sin embargo, ha encontrado la paz y ha trasmutado el dolor. Es inteligentemente afectuoso con la gente que quiere y que lo quiere. Filosóficamente sostiene: “Hay que saber para qué se ha venido a este mundo”. Nuestra atención se distrae momentáneamente en esos pensamientos que vagan, como fantasmas en la mente: el misterio del hombre, de la vida y de la muerte. Nuestro anfitrión sigue hablando. Ahora lo envuelve un aire de chamán. Con una sencillez solemne habla del culto a los muertos y del respeto a los antepasados. Habla de los restos óseos, uno de sus materiales creativos por excelencia. Sus comentarios evocan una vida que se adhiere porfiadamente a los huesos, a la ceniza, a los caparazones. Sentimos que este concepto animista habita en su casa Nueve Soles, ubicada en el camino Las Golondrinas, donde nos encontramos ahora. Por una rara coincidencia, el nombre de la casa se lo había puesto un dueño anterior y parece que lo hubiera estado esperando a él. Nos explica: “El mundo de los muertos se divide en nueve y se representa con un sol. La muerte es un cambio, hay una regeneración constante entre la materia que se desintegra y la tierra que nos alimenta y que pisamos. Al mismo tiempo asegura que no le teme a la muerte sino al sufrimiento. “Creo en el proceso evolutivo del espíritu”, asevera.
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En Nueve Soles todo da la sensación de estar vivo. De apariencia inerte, los objetos parecen estar esperando el momento para moverse, para desplazarse, para actuar. Las globulosas tunas que hieren con sus púas el viento serrano semejan inmóviles erizos, detenidos en las oquedades de las rocas rosadas, salpicadas de liquen inmemorial. “Me siento muy protegido en este lugar, que para mí es un paraíso y es donde quiero vivir”, sostiene con seguridad un hombre que ha viajado por los cinco continentes. Javier ha guardado las cenizas de su padre en bolsitas de cuero y viaja con ellas. “¿Qué va a hacer este chico con estos palos y estos huesos?”, se habría inquietado su padre al observar la temprana producción artística de su hijo, a quien amaba mucho y a quien siempre apoyó incondicionalmente. Por fortuna, su padre llegó a ver los primeros frutos de su talento artístico. A la mañana siguiente, las cáscaras de cocos caen sobre la mesa de Nueve Soles. Son ocho. En cada tirada, nuestro anfitrión traduce la posición de éstas en signos y luego forma letras. Asegura que se trata de una escritura ancestral: “Moisés leyó esta palabra antes de atravesar el Mar Rojo”, nos dice señalando la mesa. Estos signos misteriosos son
incorporados en sus pinturas y en sus esculturas. “Todo lo que expulsa el mar tiene un significado profundo para los sacerdotes Ifá. El mar es considerado la calunga grande, el gran cementerio universal”, comenta Javier, a la par que nos refiere el sincretismo de esta religión milenaria de Nigeria, de origen bantú. “Se toca con la religión hebrea, la musulmana y la católica en algunos puntos”, agrega. Su reciclaje de objetos en mares de todo el mundo se fundamenta en estas creencias. Nos levantamos. Deambulamos por la casa. Luego de nuestro primer encuentro con su pintura al pasar, nos proponemos observarla detenidamente en el taller-gruta. Es absolutamente intuitiva, salvaje, grandes pinceladas de esmalte que exaltan una composición donde el color semeja cicatrices, sonrientes o calladas heridas horizontales, verticales, cuadradas. A menudo chorreadas, en insólitas combinaciones. Rostros esquemáticos reducidos a un mínimo, y sin embargo reconocibles a través de toques certeros de color. Personajes que son sólo trazos, pero que están llenos de vitalidad. Todo está cargado de trascendencia. ‘‘Soy feliz cuando pinto, lo hago directamente, sin bocetos, ni idea previa’’. Este año donará una obra para
‘Nek’. Esmaltes y alquitrán sobre lona de algodón. 2,20 x 1,85 m. 2009. D
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la lucha contra el sida en Los Ángeles, Nueva York, Dallas y Washington. Pequeñas y exquisitas telas donde juega con los contrastes más audaces, rojos contra azules, verdes fluorescentes y plácidos celestes. El chorreado aleatorio produce sorpresas en la retina, hasta dolorosas si se quiere. Las corrientes cromáticas se entrelazan, se enfrentan, se anulan una con otra. La obra cobra una animosidad placentera y estimulante. Es una pintura gestual. Nace resuelta de la intimidad del espíritu, antes de materializarse en la mancha, en el chorreado, en el pegote, en los huesos adheridos a los lienzos, a las maderas duras, a los fósiles.
Javier D’Ambrosio con el venerable Lama Karta en la terraza de ‘Nueve soles’.
Hace poco realizó unas instalaciones en la Fundación Atchugarry, en Manantiales; similares a las que realizará este año en Angola y Portugal. De hecho, todo su arte es instalacionista, performático, una comunión entre arte y vida. Su propia persona constituye una obra en sí misma. Su creación contiene la simple complejidad de su ser y también su encanto. Con su justeza y su equilibrio. Surge del manantial más fresco y más profundo. La insondable faz oscura de la luna es el mundo prohibido del místico. Javier D’Ambrosio consigue caminar por el borde filoso y rojo de la vida a través del blanco espejo de la muerte. Una inteligencia muy fina lo guía. Hace veinticuatro horas que llegamos a Nueve Soles, un lugar en donde lo primitivo y lo tecnológico se encuentran en una encrucijada mágica. La vastedad salvaje a pocos minutos de Punta del Este, el perro lobo que sonríe, el hechicero y la computadora. Mundo paradójico, relativo y efímero del que formamos parte, no sabemos por cuánto tiempo. A modo de despedida, acariciamos algunas osamentas, colocadas en piques de alambrados recubiertos con viejos líquenes. Osamentas perfectamente blancas, estéticamente blancas. Javier nos observa. ‘‘Los huesos de San Ambrosio, en Milán, también están al descubierto apenas tapados por sus vestiduras: así lo quiso el santo’’. Sus ojos brillan de un modo particular mientras pronuncia estas palabras. Las tunas redondas aún hieren el aire caliente de la sierra, mientras el astro rey una vez más comienza a descender en los Nueve Soles. D Daniel Tomasini. Artísta plástico, poeta y escritor. Licenciado en Artes plásticas y visuales. Docente del Instituto Escuela Nacional de Bellas Artes (Udelar).
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