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Matinée del domingo, por Carlos Diviesti

Joker.

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Historia de un matrimonio.

Érase una vez en... Hollywood.

El año pasado el streaming hizo su estruendoso debut en los Oscar con una película mexicana. Este año las producciones de Netflix ya son netamente locales, y son, además, las que mayor prestigio artístico cargan en su metraje. El irlandés (The Irishman, Martin Scorsese, 2019) e Historia de un matrimonio ( Marriage Story, Noah Baumbach, 2019) son dos de los argumentos mejor contados de esta selección; sin embargo, no ganarían el premio a la Mejor Película porque Hollywood (al igual que ciertos espectadores, entre los que se incluye quien suscribe) no se doblegará ante el cine en casa respecto del cine en las salas de cine. A Hollywood le costó unos cuantos años darle el premio a la Mejor Película a una producción surgida de la televisión como fue Marty (Delbert Mann, 1955), por lo que Netflix seguirá creciendo y se cuajará de Oscar en algunas ediciones más. Pero todavía no.

Si Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) perdió el premio de la Academia frente a Rocky (John G. Avildsen, 1976) en 1977 fue por esa hibridez entre sociopolítica, drama y tragedia que espantaba al público de a pie, hasta que el público de a pie comprendió el sino de ese tiempo y, apenas dos años des pués, respaldó una producción que conjuga los géneros con cínico patriotismo, como fue el caso de El francotirador (The Deer Hunter, Michael Cimino, 1978). Este no es año para Joker (Todd Phillips, 2019), más allá de que hayamos expresado por qué no es una gran película desde estas mismas páginas. Los productores de la segunda mitad del siglo prefieren el revisionismo histórico de Argo (Ben Affleck, 2012) al cinismo (bienpensan te) del Guasón y su mirada hacia los años setenta. Que sea la película más nominada de la producción 2019 quizás se deba al impacto local y mundial en la taquilla, como siempre pasó y como siempre pasará. Pero fijémo nos que el respaldo a Joker en el Festival de Venecia (donde ganó el León de Oro), más que legitimar una historia surgida del cómic, demuestra aquello de lo que hablábamos. Hollywood, más que antes, observa que el mercado internacional es la mejor manera de salvar la plata más que de ganar prestigio. El furor Joker, incluso con esa carga de pesimismo artificial, tuvo escala planetaria. ¿Jo Jo Rabbit (Taika Waititi, 2019) y su falsa comedia sobre el Holocausto se merecen el Oscar? ¿ 1917 (Sam Mendes, 2019) y su proeza técnica sin heroísmo se lo merecen más? ¿ Érase una vez en... Hollywood (Once upon a Time in... Hollywood , Quentin Tarantino, 2019) y su optimismo nihilista tendrían que tener mayores chances? ¿Contra lo imposible ( Ford vs. Ferrari, James Mangold, 2019) y su glorioso estilo old fashioned son los mejores depositarios del premio? Quizás la mejor película de la producción 2019 en esta lista arbitraria (faltan muchas, como suele suceder) sea Mujercitas (Little Women, Greta Gerwig, 2019). Más allá de su mirada aggiornada a la agenda, al clasicismo de su fuente y a ser la enésima versión (entre el cine y la televisión, entre largometrajes y seriales), es pura luz, pura construcción de verosímil, puro impulso de sus actores (fíjense si pueden abstraerse de otra cosa que no sea la imagen de Saoirse Ronan, ¡Florence Pugh!, Timothée Chalamet y Louis Garrel cuando están en pantalla), y, por fin, puro relato.

Y sí, la decadencia de Hollywood empezó cuando dejó de preocuparse por las historias que cuenta. Y hoy, cuando la literalidad hace estragos en la imaginación, ver cómo se construye el tiempo sobre una tela blanca debiera no ser un escape ni una razón de Estado, sino la mejor manera de comprender el propio curso en la vida de este mundo.

Por Alexander Laluz

que, sin hacerle justicia al planteo musical, lo interpreten como postal ruralista o pieza (fósil) de un rancio conservadurismo.

El término folclore define otra cosa: un conjunto de prácticas, de saberes, de objetos, de construcciones simbólicas que atraviesan el tejido con una particular forma de circula

de este texto, es que este trabajo, tanto en lo compositivo como en lo interpretativo, se orienta saludablemente a un rumbo distinto al de la canción que fosiliza ese universo sonoro.

Se la juegan por una expresividad suelta, descontracturada, que subraya el valor de lo colectivo y lúdico del quehacer musical. Por

Músico de campo, de Puro Chamuyo El interior existe (e insiste)

La historia de Puro Chamuyo no tiene misterios. Tampoco consignas de pose estética ni ambición virtuosa. En 2017, cuando todavía se presentaban como trío, estos jóvenes de Tacuarembó lanzaron Atrevidamente nuestro (Ayuí), un debut discográfico que llamó la atención por el tratamiento tímbrico, la frescura de las composiciones, la soltura expresiva en el dominio musical de la canción de proyección folclórica. Ahora, transformado en cuarteto, Puro Chamuyo lanzó Músico de campo (Ayuí, 2019), con otro lote más que interesante de composiciones.

El asunto, ya se preguntarán los lectores, es tratar de definir qué tiene –o puede tener–de valioso un proyecto que, si se escucha sin atención, a vuelo del zapping, puede sonar a tradicionalista, a cosa filogauchesca, cargada de pintorescas evocaciones camperas.

Uno. Ya don Lauro Ayestarán –al igual que otros estudiosos de su generación – les dio las justas proyecciones a palabras que suelen usarse sin demasiada reflexión para nombrar algunos asuntos musicales. Pero el punto –hay que reconocerlo– es que tales precisiones no han calado mucho, o casi nada. Así que no es extraño escuchar que un proyecto como el de Puro Chamuyo sea caracterizado en la jerga fuera de control del periodismo –sea radial, televisivo, escrito – como folclore, y que con tal término se active un surtido de asociaciones

ción, con otra forma de movilizar las memorias colectivas en articulación dinámica con los procesos de tradicionalización. En convivencia con estos fenómenos –y también contaminándose, integrándose, amalgamándose – están otros fenómenos musicales como las mesomúsicas –o músicas populares– que se configuran y se sostienen por otras formas de producción, circulación y recepción, que se conciben y entienden en un marco socioeconómico industrial-capitalista.

En otras palabras: una cosa son los discos, las presentaciones –los textos producidos por los medios – de Amalia de la Vega, Jaime Roos o Madonna; y otra muy distinta son las milongas, pericones y chotis que se movilizan en otros dominios de la memoria y las prácticas colectivas. Los primeros, como lo definían Ayestarán y Carlos Vega, son mesomúsicas: producciones musicales que operan y se cargan de sentido en un funcionamiento social y económico signado por el mercado discográfico, los medios, los conceptos de autor, entre otras variables.

Las líneas anteriores, por cierto, no caracterizan con profundidad estos conceptos, pero quizás despejen algunas zonas con fusas. Lo que proponen los chicos de Puro Chamuyo no es folclore, sino canciones de proyección folclórica. O, lisa y llanamente, mesomúsica.

Dos. Y, efectivamente, las canciones del cuarteto que forman Juan Pablo Silva, Joaquín Martínez, Carlos Pedrozo y Gonzalo Olivera recuperan, reelaboran y resignifican esquemas formales y gestos musicales que conectan con un universo sónico-simbólico tradicionalizado de la región. La diferencia, o eso interesante y valioso que se anotó al comienzo

otro lado, también se desmarcan de las imposturas academicistas, de intención virtuosa, que pretenden elevar una forma popular, como efecto nefasto de los complejos de inferioridad ante lo culto.

El disfrute, el swing, sin otra pretensión que hacer música, no sólo se hace evidente en las trece canciones de Músico de cam po –lo mismo ocurría en el disco anterior–, sino que se convierte en marca distintiva de un estilo. Una cualidad que, además, opera como factor que amalgama al cuarteto, po tencia el tratamiento tímbrico y arreglístico –logrando efectivas soluciones al ensamble de guitarras, acordeones, bajos, percusión, voces– e integra las diferencias estilísticas de los invitados especiales, como Pepe Guerra, el dúo Copla Alta, Walter Serrano Abella, San tiago Echavalete, Patricio Echegoyen y Juan Domingo Silva.

El juego de remisiones a lo local y a lo tradicional está, en este marco, activado a partir de lo vivencial y de lo generacional. Son músicos jóvenes, con actitud joven, que asumen conscientemente que están cargando de sentido sus milongas, pol cas, rasguido-dobles, valsecitos, habaneras, aires de chacarera, con las vivencias del territorio desde sus perspectivas. Esto es valioso porque les permite alejarse de la impostura. Son sus experiencias las que recortan el universo significante. Son las experiencias en y de Tacuarembó, las de la región –incluyendo otros departamentos fronterizos, las zonas próximas de Brasil e incluso Argentina– las que actúan como punto de partida y de llegada del proyecto, y no ese tamiz de postal que busca asimi larse a la capital fagocitadora. Porque el interior sí que existe y también insiste.

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