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Diez años de cine uruguayo
DIEZ AÑOS DE CINE URUGUAYO VISTOS POR UN CRONISTA BONAERENSE Todo el ancho mundo
A entender de quien suscribe, el cine uruguayo, al igual que el rumano o el iraní, jamás resigna su pintura de la aldea para ser universal. Eso es lo que lo hace tan profundamente sencillo, tan cercano en la distancia, tan personal en su relación con los espectadores. Y tan deudor de su metrópolis, tan suave y tan magnética.
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Por Carlos Diviesti
Desde que vi Gigante (Adrián Biniez, 2009), en la apertura de la XI edición del Bafici, en abril de 2009, hasta hoy pasaron casi once años. Más allá de los tres premios que había ganado en la 59ª edición de la Berlinale, Gigante me trajo la imagen de una ciudad cercana y desconocida, una ciudad de la que tenía identificada, por fotos, una tipografía determinada en sus carteles, esquinas sin chaflanes, un color entre ámbar y gris, unas manos típicamente curtidas que tamborilean el parche de un tambor. Montevideo representaba aún entonces, para mí, la imagen de Carolina Raymondo, mi compañera de la primaria, y la de su familia, que eran montevideanos y vivían en Buenos Aires, allá en la segunda parte de los setenta. Los Raymondo eran gente que sonreía y parecía mirar el mundo con tranquilidad, aunque estuvieran nerviosos.
Montevideo
En febrero de 2011, por impulso del cine, viajé por primera vez. El interés que tengo por el cine uruguayo nació hacia 1994, mientras participaba en el taller de realización cinematográfica de José Martínez Suárez. José nos pasó dos películas que le habían traído de Montevideo en VHS: Mataron a Venancio Flores (Juan Carlos Rodríguez Castro, 1982) y La historia casi verdadera de Pepita la Pistolera (Beatriz Flores Silva, 1993). Esas fueron las primeras películas uruguayas que vi en mi vida, en un mismo videocasete. Hoy Pepita la pistolera me causa el mismo placer sin edulcorante cuando veo a Margarita Musto empuñar el mango de un paraguas, con los ojos admirados por lo fácil que le sale el primer robo. Más tarde vi El dirigible (Pablo Dotta, 1994), de la que me obsesiona la idea de habitar la cúpula del Palacio Salvo. Y también vi El chevrolé (Leonardo Ricagni, 1998), con toda su tendencia al desborde de fin de siglo y las heroicas imágenes de vinilo de Ruben Rada, Leo Maslíah y Horacio Fattoruso. Y no vi nada más hasta que aparecieron 25 watts (2001) y Whisky (2004), de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, en los principios del Bafici y su posterior zona de influencia. Y vi El viaje hacia el mar (Guillermo Casanova, 2003), mi primer acercamiento a Juan José Morosoli; El baño del papa (Enrique Fernández y César Charlone, 2007) y su picaresca con sordina, primera vez que vi a César Troncoso en la pantalla; Acné (Federico Veiroj, 2008), en la sala Lugones del teatro San Martín, toda una legitimación artística para el ambiente prostibulario de entrecasa de aquella fantástica escena); y Miss Tacuarembó (Martín Sastre, 2010) y la poética camp de Dani Umpi en el rostro impar y adolescente de Natalia Oreiro). Entonces empezó otro cantar, el de la voz de mi ciudad, parafraseando a Mariano Mores y apropiándome de una Montevideo que me llamaba cada vez más fuerte. ¿Qué me llamó tanto la atención de Gigante? No sabía que Biniez había vivido a veinte cuadras de mi casa, ni que era compatriota, ni que su último trabajo en Argentina había sido para cuidar a la abuela de un amigo, ni que había visto en el cine Rex de Lanús (donde seguramente nos habíamos cruzado) aquella versión de Los viajes de Gulliver (Gulliver’s Travels, Peter R. Hunt, 1977) como complemento de un programa en unas vacaciones de invierno. No sabía que Horacio Camandulle era maestro de escuela, casi un debutante frente a la cámara, y que estaba construyendo su casa en una cooperativa de vivienda. No sabía que Montevideo tenía unas hermosas placas de numeración rectangulares en cada casa, que ciertas calles tenían tantos árboles, que sus paredes no eran grises ni sus vidrios tan opacos porque, quizás por estar tan sola de cara al mundo, Montevideo tiene la habilidad de adherirse el tiempo a la superficie. Y no sabía que tenía esas playas tan amplias para sentarse a mirar un río que, bo, no es un río, es un verdadero mar. En Gigante, vista hoy, aún campea el amor, y su historia de amor, que por suerte se escapa a la mirada panóptica y furtiva de una cámara de seguridad, es tan vasta que no habrá de perder vigencia y la transforma en uno de los clásicos internacionales más entrañables del siglo XXI. Uno puede entender el principio del siglo XXI si ve Gigante en ambas orillas del Plata, en Berlín o en cualquier sitio del inmenso orbe que habitamos.
Vi las dos funciones de Gigante programadas en esa edición del Bafici; me quedé con las ganas de ver otra vez cómo Jara hace justicia por puño propio y salva del robo y una paliza a su posible rival en los afectos de Julia. Por suerte, Gigante es una coproducción con Argentina y se estrenó en Buenos Aires en octubre de 2010. Dejé de verla en el Arteplex del Centro o en el Gaumont cuando ya me empezaba a obsesionar, unas seis veces después. Cuando dejé de verla porque bajó de cartel, empecé a sentir que me faltaba algo. No de Gigante en sí y de la epopeya de Jara por ser correspondido por Julia, sino que me faltaban
Las olas.
Gigante.
esas imágenes sobrias, mansas, plenas, que no pueden ser narradas a voz en cuello porque uno cometería un sacrilegio si se pusiera altisonante al hablar de Montevideo. Esas imágenes que no necesitan palabras, como ocurre con Hiroshima (2010, Pablo Stoll), la epopeya en bicicleta de un Juan que viaja en tren a ninguna parte y no caza una pelota en el fulbito, mientras se consume como la pavesa de un porro que da lo mismo si se comparte o si se apaga –total, la bomba explota sorda, más lejos–. No éramos tantos en la función de Hiroshima en la 24ª edición del Festival Internacional de Mar del Plata, en noviembre de 2010. A todos nos parece haber visto cómo se nos ampliaba la perspectiva.
“Tengo que viajar a Montevideo”, me dije. Pero yo no sé ser turista. Me contacté con Camandulle y con Biniez por Facebook. Les pasé el comentario de Gigante que había publicado en mi blog. Les propuse formalizar una entrevista. Me tomé vacaciones en febrero y, si ellos estaban allá, podía viajar a conocerlos. Averigüé dónde alojarme. Encontré en internet un hotel en Ciudad Vieja, el hotel Spléndido, frente al Solís. Por fotos me gustaba mucho que la cortada Bacacay pareciera tan parisina. Reservé una habitación sin pensarlo demasiado, por una semana, y saqué el pasaje por Colonia Express porque me resultaba simpático que el barco zarpara desde La Boca.
Claro que las imágenes de primera mano que tengo de pie sobre las baldosas de Montevideo se corresponden con la Plaza Independencia y el Palacio Salvo, pero la primera visita que hice a un sitio tradicional y emblemático de la ciudad fue a la sede de Cinemateca en la calle Lorenzo Carnelli 1311. Hacía tanto tiempo que no veía un cine de calle cuyas puertas vidriadas tuviesen pegados los afiches de las películas, y con letras recortadas en papel a dos colores los títulos de los ciclos que se ofrecían allí... La sede de Cinemateca me recordó al cine Rex de Lanús, quizás el sitio fuera de la escuela y de mi casa donde pasé más tiempo durante mi infancia y adolescencia. Me embargó una emoción que me ha durado muchos años. Una emoción que renuevo cuando el viento me pega en la cara frente a la Rambla Argentina en cualquier momento del año, y miro el mar y más allá.
Como no sé cómo ser turista, me instalo a vivir en cada lugar al que voy. Trato de naturalizar los nombres y la traza de las calles, en qué panaderías venden mejor pan para hacer sándwiches, cuáles son los puestos de las ferias donde se compran las mejores frutas, en qué cuadra paran las líneas de ómnibus, qué recuerdan los monumentos por los que uno pasa y le llama la atención el movimiento. Y como a mi vida la rodean las casualidades, que se potencian en el tiempo libre, puedo subir ochenta y cinco pisos en un ascensor del Empire State con Michelle Pfeiffer, puedo ir a almorzar a un restaurante de la Ciudad Vieja y en la mesa contigua tal vez se siente el vicepresidente de la República Oriental del Uruguay, o
La vida útil.
puedo filmar con un iPad una casa vacía en Los Cerrillos y descubrir que empecé a rodar un documental entrañable. ¿Son señales trazadas en la brecha de mis días? No sé, no quiero tener la más pálida idea. Quizás sea porque aprendí a no hacer grandes planes y a recibir de todo corazón a la gente que se cruza en mi camino.
Me parece que Montevideo y yo nos parecemos bastante en cuanto a eso.
Me pasaron un pique. En VIC (Video Imagen Club, Juan Benito Blanco 866) venden muchas películas uruguayas. Amén de Gigante, compré Ruido (Marcelo Bertalmío, 2005), Joya (Gabriel Bossio, 2007), Hit (Claudia Abend y Adriana Loeff, 2008), El cuarto de Leo (Enrique Buchichio, 2010) y Mundialito (Sebastián Bednarik, 2010). En todas ellas descubro un denominador común: cómo los jóvenes rastrean las cicatrices y el eco de un ayer que se aleja inexorablemente, pero que está impreso en los muros de la ciudad. Esos ejemplos del cine uruguayo tienen la certeza de observar el presente sin el peso agobiante de la investigación histórica o sociológica; son películas que tampoco tienen urgencia en modificar el mundo, sino en ser testigos de su propio devenir.
En eso también nos parecemos el cine uruguayo y mis intereses artísticos.
Entonces, a la vuelta del viaje, después de aquellas entrevistas que nunca publiqué en ninguna parte, vi en la XIII edición del Bafici otras dos películas que habrán de trascender los años. Una que es testigo del momento, Norberto apenas tarde (Daniel Hendler, 2010), dirigida por un actor y que cuenta la necesidad de un hombre no sólo por ser actor, sino por ser feliz donde vive. La otra, La vida útil (Federico Veiroj, 2010), con su gris de cinemateca en el lomo, con sus argumentos sobre lo que se es en la vida y sobre lo que se quiere o se debiera ser, con su muestrario de cómo son las cosas y cómo no cambiarán jamás, con ese rendirles tributo a las luchas anteriores mientras se pone en guardia para las peleas por venir y, al igual que tantas otras obras maestras de la historia del cine, no tiene tiempo ni tiene edad. La vida útil, sostengo, con seguridad, es la obra maestra del cine uruguayo.
En 2011 vuelvo otras dos veces a visitar a los nuevos amigos y a los que no conozco. Y ya no dejo de volver. Visito a mis amigos, voy a los festivales de cine, escribo en esta revista, estreno mis obras de teatro.
Ya lo dije: no sé, no puedo, no tengo ganas de ser turista.
En cada vuelta voy al cine. Conozco la sala del cine Alcázar, de la avenida Agraciada 3759, que no funciona como cine desde hace décadas pero que evidentemente es uno de los palacios plebeyos, como cierta gente llama a las salas de cine, más hermosos que haya visto, con sus arcos moriscos plenos de almocarbes. Conozco el cine Universitario, de Canelones 1280, y las salas de Cinemateca 18 y Cinemateca Pocitos. En Cinemateca 18 (18 de Julio 1280) vi algunos estrenos de películas internacionales, y en Cinemateca Pocitos (Alejandro Chucarro 1036) vi Solo (Guillermo Rocamora, 2013) y su delicado equilibrio entre la paciencia y la reconciliación; Welkom (Lucía Fernández y Rodrigo Spagnuolo, 2015) y su intento de thriller en una Montevideo de recién estrenado cosmopolitismo; Multitudes (Emiliano Mazza de Luca y Mónica Talamás Sarli, 2014) y su valioso registro sobre las diferencias entre lo colectivo y lo etnocéntrico; y Los modernos (Mauro Sarser y Marcela Matta, 2016) y su experimento visual y temático sobre un modelo de comedia poco transitado por el cine latinoamericano.
Y en Grupocine Ejido vi Anina (Alfredo Soderguit, 2013), colorida incursión animada en la diversidad y la tolerancia; en Grupocine Torre de los Profesionales vi Artigas, la redota (César Charlone, 2013), ficción histórica demasiado anclada en la contemporaneidad; en el Movie Montevideo vi Clever (Federico Borgia y Guillermo Madeiro, 2016), comedia ácida con personajes extrañados; en el Life Alfabeta vi La flor de la vida (Claudia Abend y Adriana Loeff, 2017), delicada observación sobre el amor y la vejez; y en la Sala B del Auditorio Nelly Goitiño vi Belmonte (Federico Veiroj, 2018), en la que los bocetos de la obra de todo artista están guardados en el glorioso y caótico catálogo de la infancia, donde las aguas turbulentas de la niñez se llevan a los amigos más allá de la Rambla Argentina aunque se yuxtapongan piedra, bronce, luz, color, forma y contenido.
Verán que algunos sitios que he nombrado ya no existen. Pero estuvieron allí. Yo los vi. Estuve en ellos. Recuerdo cómo eran los interiores, el olor que exhalaban los cortinados, la cantidad de pasos que habían surcado sus alfombras. En los casi diez años que pasaron desde mi primera visita, Montevideo ya no se parece tanto a esa Buenos Aires del final de mi infancia. Se alzan torres vidriadas de elegante brutalidad, y las antiguas construcciones de la Ciudad Vieja hicieron del vintage un valor de moda. Por ejemplo, en los cines Casablanca de la calle 21 de Setiembre 2838 vi la película Las ventajas de ser invisible (The Perks of Being a Wallflower , Stephen Chbosky, 2012), y al siguiente viaje ya no eran los cines Casablanca, tenían el impersonal apelativo de Life Cinemas 21.
Es extraño ser testigo del nacimiento de los posibles nuevos clásicos. Para uno, las cosas nuevas no dejan de ser nuevas nunca, porque las cosas viejas no pierden su actualidad en el recuerdo. A veces sueño con tener un copiador holográfico y llevar conmigo los sitios que me hacen feliz para reproducir en aquellos días que tienen tantos espacios vacíos. Con qué ganas recortaría algunos recovecos y los pondría todos juntos en una única manzana.
No estaba para ver La vida útil cuando se cerró el ciclo de la vieja Cinemateca, en noviembre de 2018. Pero en su nuevo complejo, durante 2019, vi Las olas (Adrián Biniez, 2017). Cuando salí de la sala, y tras conversar brevemente con el amigo Adrián (que había ido a presentar su tercera película, y con quien en ese momento la distancia hacia el compatriota emigrado estaba desdibujada por completo), descubrí que el tiempo se me atoró en la garganta. No sé si tengo ganas de emerger en otra playa si allí no está mi madre para leerme una historia de Julio Verne pletórica de viajes. Como siempre, en Ciudad Vieja me pega el viento del mar en la cara. Y tengo la sensación de que ese es mi rincón preferido antes de que se ensanche el mundo. D