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El capricho de Gaudí

Por Ariel Mastandrea

Parece un edificio sacado de las leyendas de los hermanos Grimm y concretado con empecinamiento en la edulcorada y artificial Disneylandia. Todo aquí es desmesurado en materiales y diseño. Todo es juguetón, arbitrario y colorinche, por algo se lo llama El Capricho. Abundan las paredes con ladrillo y cerámicas multicolores,

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los techos con centelleantes azulejos andaluces, las ventanas con formato ojival encrespado estilo musulmán y balcones con hierro forjado en arabescos. Por todos lados hay flores, crisantemos y, fundamentalmente, guardas con girasoles de cerámicas vidriadas.

El edificio, localizado en la localidad cántabra de Comillas, tiene el formato y la estética modernistas de fines del siglo XIX. Se trata de uno de los primeros encargos importantes de Antoni Gaudí, hecho por Máximo Díaz de Quijano (1841-1885), un indiano rico, abogado de ideología carlista y aficionado a la música y la botánica. Díaz de Quijano era concuñado del también indiano Antonio López y López, marqués de Comillas, igualmente muy rico y, a su vez, suegro del empresario catalán Eusebi Güell. Este fue el principal mecenas y amigo de Gaudí, por cuyo intermedio entraron en contacto el promotor y el arquitecto. El futuro propietario y el entusiasta arquitecto se llevaron bien desde un principio; ambos eran muy jóvenes, artistas, neuróticos, fantasiosos y muy empecinados.

Gaudí presentó un proyecto orientalizante, en paralelo a su obra contemporánea en la casa Vicens de Barcelona, con reminiscencias góticas, orientales, mudéjares y nazaríes. Las obras, basadas en una maqueta realizada por Gaudí, fueron ejecutadas por Cristóbal Cascante, compañero de carrera.

El diseño interior de la casa responde, principalmente, al hecho de estar proyectada para una persona soltera y con una finalidad recreativa, ya que se trataba de un edifi cio pensado para el descanso y las vacaciones. Colaboraron en la realización infinidad de artesanos; allí se reunieron los mejores ceramistas, talabarteros, jardineros, mueble ros, iluminadores y diseñadores de interiores de la época.

Una casa singular

El basamento de El Capricho es de piedra de sillería, y sus muros, de ladrillo con añadido cerámico. La cubierta es a dos aguas y su armadura de madera, como las viguetas de los forjados. El interior está distribuido en tres plantas: en el semisótano se encuentran la cocina, las despensas, los trasteros y el desván, que estaba destinado al servicio. La planta principal tiene cinco estancias, más el vestíbulo y el cuarto de baño, unidas por un amplio distribuidor paralelo al invernadero.

Se dice que Gaudí distribuyó el espacio basado en el recorrido del sol, situando las dependencias de actividades

matutinas hacia el sur, y las vespertinas al poniente, mien- tras que las estivales quedaban hacia el norte. También está clara la importancia de los jardines que se desarrolla- ron alrededor de la casa, ya que desde todos los ángulos se tiene acceso a ellos y de alguna manera se los integra, se los copia en motivos y se los representa en la casa.

La decoración de la vivienda se llevó a cabo con toda clase de lujos ornamentales, y los mejores materiales fue - ron tenidos en cuenta, como los vidrios coloreados para los vitrales y las cerámicas, tanto como las maderas talladas para las aplicaciones de los marcos de puertas y ventanas.

La casa se proyectó y construyó para alguien que dis- frutaba de la música y de su piano, por eso incluye mul- titud de detalles relacionados: las cenefas en el exterior imitan un pentagrama; las barandillas del exterior tienen forma de sol y de semicorcheas; sendas vidrieras del baño de la planta baja tienen una abeja tocando la guitarra y un pájaro tocando el piano.

Desde un comienzo, la gran casona estilo morisco des- pertó curiosidad pública y ni el arquitecto ni su dueño su- pieron manejar el acoso de los especialistas, los chismosos, los fotógrafos y los turistas. Los trabajos se realizaron entre 1883 y 1885, aunque lamentablemente su propietario no pudo disfrutarla mucho tiempo, ya que sorpresivamente murió unos meses más tarde de acabadas las obras.

Para expresar su dolor, la familia del propietario orga- nizó un sentido y gigantesco velorio al que asistió lo más granado de la alta burguesía catalana. Como contraparti- da, los lugareños de Comillas se asustaron. Durante tres semanas todo El Capricho vistió de luto con moñas gigan- tes en las puertas, ventanas y balcones; se cerraron los minaretes con fundas y damasquinados, se clausuraron los vestíbulos y jardines con amplias sedas y volados. Todo en negro riguroso y violento.

La herencia

Ya que Máximo Díaz de Quijano era soltero, la villa pasó a su hermana, Benita Díaz de Quijano; su hijo, Santiago López y Díaz de Quijano, emprendió en 1914 una primera reforma de la casa. Como no tenía mucha idea del valor ni del significado de la casa, se llevó el piano, quitó las cenefas con corcheas y pentagramas, sustituyó el invernadero por un bloque de obra y cambió las tejas cerámicas con formas de girasoles por placas de fibrocemento en blanco. Fue un verdadero desastre, al que le siguieron otros, hasta que se detuvieron las intervenciones porque, según se dice, el propietario enloqueció y hubo que internarlo.

Luego, el edificio cayó en el abandono tras la Guerra Civil y lenta, casi imperceptiblemente, comenzó el derrumbamiento. En algún momento se pensó que sería demolido, pero se salvó gracias a una declaración de bien de interés cultural que data de 1969.

En 1975 el ayuntamiento de Reus, localidad natal de Gaudí, tuvo una idea muy loca: sugirió desmontar el edificio pieza por pieza y trasladarlo a esa población, aunque el proyecto fue, por suerte, desestimado.

Poco más tarde, en 1977, la última descendiente de los López-Díaz de Quijano, Pilar Güell Martos, mujer un poco

harta de la curiosidad pública que despertaba su vivienda, por fin vendió la propiedad al empresario Antonio Díaz, quien la restauró a su modo en 1988 y la convirtió en un restaurante, provocando, primero, el estupor público y, luego, el escándalo, al quedar asociadas los famosos girasoles de El Capricho con los pollos con champiñones glaseados a la menta.

En 1992 el edificio fue comprado por el grupo japonés Mido Development, por intermedio de intereses especulativos nunca aclarados.

Por último, el Estado español intervino y en 2009 lo convirtió en museo. Luego de muchas idas y venidas, consultas y especulaciones teóricas sobre materiales y presupuestos, tras siete años de trabajos, se llegó a una restauración sensata. Hoy puede verse y visitarse esta maravilla juguetona. Y que quede para la memoria y disfrute de los pueblos como el primer Gaudí. D

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