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Presintiendo Cuba
Presintiendo
Cuba: dos momentos y un traspié
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Por Pablo Trochon
¿Alfombra… roja?
Corre el 2014, Fidel todavía está vivo y el Mundial apenas ha comenzado. Arribando al Aeropuerto Internacional José Martí, un policía de civil se me acerca y me empieza a hacer un montón de preguntas. Acto seguido me invita a acompañarlo a otro lugar. Con zalamero tono, me subestima en forma grotesca durante los cuarenta y cinco minutos de la charla, intentando camuflar el momento incómodo con un encuentro entre amigos.
Ante mi estupor, me hace preguntas tales como motivo del viaje, si estoy aquí para hacer una investigación, por qué viajo, qué quiero conocer de la gente, qué autores cubanos he leído, por qué viajé a tantos países socialistas, qué lugares voy a visitar y por qué, y me pide que le detalle a niveles urticantes todo lo que llevo, por ejemplo la capacidad de cada una de las tarjetas de memoria. Todo lo que le voy diciendo lo va anotando en un folleto de una agencia de viajes, ingeniándose para que la cantidad de datos se vaya acomodando entre las letras ya impresas.
Sigue haciéndose el amigo y me invita, ante mi respuesta de que viajo principalmente para conocer a la gente, y que no me guío por el gobierno de turno (noción que para el cubano medio muchas veces es difícil de entender, y no estoy siendo sarcástico): “Acá tiene un cubano, pregúnteme lo que quiera”. Le respondo que no viajo con una lista de preguntas y que no me interesa hablar con él. Con una sagacidad que emociona, cuestiona por qué estoy nervioso y le digo que porque no me gustan los interrogatorios; él dice que esto no lo es, que solo estamos charlando porque a él le encanta hablar con gente culta (sic) como yo (le he dicho que soy profesor).
Pero esto no es todo, porque tras pasar migraciones y retirar la mochila, una agente de Policía me para otra vez, me pregunta prácticamente lo mismo que su compañero y pide una nueva revisión del equipaje por rayos X. Luego me deja esperando y la veo que va con el otro policía a verificar que a los dos les haya dado la misma versión, como si yo, claramente un espía del imperio, fuera a no haber preparado bien mis respuestas en los cuarteles de la CIA.
Respiro, pese al calor abrasador, una vez afuera. Pero mientras fumo en la puerta y arreglo un precio con Carlitos, el taxista, percibo a otra policía que me sigue. Así soy recibido por la patria de la Revolución, la patria en la que –según me cuentan– tres de cada cinco cubanos son informantes del gobierno.
El Chevy turquesa atraviesa el vapor rumbo a la bellísima Habana, mientras Argentina juega un desastroso partido contra Irán que Messi remata con un gol en los noventa. Más tarde, por la San Miguel, rumbo al Capitolio, me voy fundiendo en mi nuevo destino: olores de todo tipo, casas derruidas, gente mirando desde ventanas y balcones, sogas con ropa colorida colgada, cuadras y cuadras de pasivas y una proverbial cantidad de autos antiguos que realmente impresiona.
Primer capricho
Atrás queda la hermosa Baracoa, la base de Guantánamo, la Selva Maestra tupida de historia, emoción y tocororos, Playa Girón, la Bahía Cochinos, hasta el hermoso azul intenso de Playa Larga, entre otros. Me despierto en Trinidad, con la imagen de una vieja francesa que hurga en su nariz. Salgo del enjambre de anfitrionas y taximetristas para buscar mi casa de renta, tipo de alojamiento en casas de familia que permite levantar en una noche con un huésped lo mismo que gana un profesional en un mes. En Cuba no hay hostels y couchsurfing está prohibido, porque atenta contra el negocio antes citado, por lo que las opciones son hoteles lujosos o estas casas particulares, que valen mucho la pena porque podés conocer la cultura desde adentro y atesorar personajes memorables.
Tras comprar crema para quemaduras y protector solar en la farmacia de la clínica, único lugar donde se encuentran, me tiro a seguir descansando y recuperándome de las terribles quemaduras, a raíz de la simpática confusión de un bronceador con un protector que tuve en Cayo Coco y Cayo Guillermo, en donde se encuentran algunas de las mejores playas del mundo.
Alrededor de las cinco de la tarde salgo a recorrer la preciosura que es esta ciudad: su empedrado irregular y las coloridas casas coloniales que se acomodan a las pendientes son encantadoras. Cada tanto garúa y eso favorece que no haya muchos turistas. Se cruzan los firuletes de las rejas, los cables del tendido eléctrico, las señales de tránsito rudimentarias, los muros enmohecidos y las vigas de madera podrida que los atraviesan, las farolas y las balconadas, la torre de la iglesia derruida al fondo, el barrial, los paraguas chillones, el mar de tejas añejas… Los niños que juegan, las señoras con sus bolsas de verduras, alguna arrastrando un largo tramo de caña de azúcar y entonces la plaza central, tan pintoresca, con sus molduras y sus arbustos torneados.
A las siete voy a cenar a un paladar (cantina popular) y como una entrada de la casa a base de camarones empanados, pasta de cerdo, vegetales y espagueti con galletas, y luego un pargo empanado con arroz, frijoles y vianda (carbohidratos, en general yuca, plátano o boniato), y una cerveza Bucanero.
Trinidad.
Viñales.
De profundis Sancti Spiritus
Desayunado temprano salgo con Guillermo, un malagueño buena onda que me lleva de paseo por el parque Tope de Collantes, pero de un modo mucho más interesante (y más barato, diría Charly) que los tours normales porque será mano a mano y por casi doce horas.
El recorrido, agreste, auténtico, vernáculo, es gratificante: atravesamos la ciudad, un pueblito en el que nos detenemos a saludar a unas personas que nos regalan un mango precioso y nos internamos por un valle. Después de bañarnos en una ollita muy linda, nos cruzamos con una culebra comiéndose a un lagarto, avistamos un montón de aves y comenzamos el ascenso por el frondoso verde hacia la casa de Isidoro y el Viejito, a quien encontraron tirado en la calle y se lo llevaron al campo para que encarara. Los dos son muy amables, espontáneos y todo el tiempo hacen chistes.
La parcela es muy linda. Hay chivos, pavos, vacas, cerdos, gallinas, caballos, perros y gatos. Descansamos y damos otra pequeño recorrido a la olla de La Cangreja, donde antaño supuestamente una santera curaba gente. Me lleva por una parte prohibida, donde hay una antigua central hidroeléctrica comida por la jungla y sobre la que debo guardar secreto. A la vuelta, nos cruzamos con Isidoro que nos ha ido a buscar intuyendo nuestro sacrilegio.
Almorzamos deliciosamente cerdo con arroz, yuca y aguacate, que el Viejito cocinó. Posteriormente, Isidoro afloja la cáscara de unos granos de café que han estado quince días al sol. El Viejito los tamiza, después los tuestan en una olla curtida por el hollín y el tiempo, los muelen y hacen un café exquisito.
A las cuatro y media emprendemos la vuelta por otro camino, pasando por un mirador desde el que se ve el Valle de los Ingenios, Trinidad, la Bahía de Ancón y las lagunas con su barco hundido. La garúa, que comienza a quince minutos de salir, cuando estamos en la cumbre se vuelve terrible aguacero por más de cuarenta minutos.
En el descenso, totalmente empapados y embarrados, va escampando. Pasamos por un lugar donde han ocurrido varios abigeatos y carneadas ilegales por parte de vecinos, dado que las vacas, así como el tabaco, el café y el cacao, les pertenecen al gobierno, el cual comercia su carne a precios que los campesinos no pueden afrontar. Como pirañas, dice que son: agarran una vaquita y cada uno se lleva su mordisco, algunos para el consumo personal, otros inclusive para vender. Dice el mito que algunas veces han sido descubiertos y han asesinado al involuntario testigo, pues la ley cubana penaliza el robo de vacas con la muerte, y el asesinato con solo años de cárcel.
Un viejo nos acerca en sulky a la entrada de Trinidad mientras la penumbra se descuelga de los cielos. Vuelvo, me ducho, ceno súper abundante una sopa de frijoles con cerdo, arroz y repollo cuando una orquesta hace oír unos sones en algún lugar de la manzana.
Muy por el contrario, la jornada acaba bailando electro pop y reguetón en la célebre discoteca Ayala, que está dentro de una cueva enorme, con varios litros de Havana blanco en compañía de unos viajeros colombianos y un
fallido intento de extender la noche en 500 años, al cual cierran por batahola.
Últimas postales
Dejo el fiasco de Playa Ancón, con su gentío, su mugre y música estridente, y ceno en la Casa Rubia asada con arroz y vianda. Luego, la Escalinata, una casa de música a cielo abierto donde una orquesta toca son cubano y salsa, se llena de jineteros/as y gringos bailando muy mal. La novia de uno de ellos, Samuel –que está festejando su cumpleaños–, muy bebida, baila provocadoramente con cada cubano que se le cruza mientras el pobre saluda e intenta sonreír. En algún momento, los manoseos toman un tinte que el pobre francés no puede resistir, por lo que acaban peleándose a los gritos y corriendo uno atrás del otro.
Al día siguiente me despido de Trinidad con una no menos memorable parrillada de pargo, camarones y langosta en el paladar de la vuelta. Luego vendrá el Castillo de Jagua, con la trunca ciudad nuclear que los soviéticos estaban instalando –interrumpida tras el desastre de Chernóbil y la caída de la URSS–, Cienfuegos y sus comparsas, el impresionante salto de agua El Nicho y el aplastante 7 a 1 de Alemania a Brasil, pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.
Segundo capricho
consigo que un supervisor me venda un tique en la guagua Astro, que no admite extranjeros, haciéndome pasar por un tal J. León. Intento no hablar, no sacar fotos para no delatarme y ruego que no aparezca un inspector durante las casi cinco horas de viaje y las ochenta veces que se detiene en cada uno de los entrañables pueblitos que depara la ruta, en uno de los cuales el chofer se baja a entregar una torta en una casa.
Me alejo de La Habana, de su encanto de dama aristocrática en decadencia que se mantiene altiva en su devastado pero pintoresco escenario. Se larga una tormenta eléctrica increíble; los rayos tienen una intensidad plateada que nunca había visto, y se pueden ver sus extensas ramificaciones, algunas de ellas paralelas a la tierra: alucinante. Se nota que la gente tiene miedo a las tormentas.
Muy diferente es la provincia de Pinar del Río, con su verde intenso, la tierra rojiza, sus grandes formaciones rocosas tapizadas de frondosa vegetación, las plantaciones eternas, el turquesa lechoso de las costas, el azul estridente del cielo y, en el medio de todo eso, la preclara Viñales.
Hago una caminata de tres horas por este entrañable pueblito, capital de casitas multicolores apoyadas en callecitas tranquilas, enmarcadas en un valle coronado por una naturaleza ferozmente hermosa, rodeado de montañas y valles tabacaleros. Es singular la cantidad de pintadas y pequeños monumentos que homenajean a los Cinco de Cuba.
Al día siguiente, tras un desayuno con disposición ornamental, salgo a bicicletear veinte preciosos kilómetros,
con chozas y chicos a lo lejos. Visito de lejos el famoso y ridículo Mural de la Prehistoria, que realmente tiene poco que hacer allí, ante la impactante belleza natural del paisaje, y unos miradores desde los cuales se alcanza una vista sin igual del alfombrado salpicado de mogotes, palmas y flores. Me acerco a unos secaderos, y unos campesinos for export me cuentan el proceso de plantación del tabaco, el secado y cómo la venta del noventa por ciento de la producción al gobierno es obligada.
Pero Pinar del Río no se limita al escenario agreste del colorido, tupido, increíble valle sino que posee aún más con lo que deleitarse y un fácil ejemplo son las playas de Cayo Jutía. Voy en una camioneta Van por los 65 kilómetros, algunos del terraplén que conecta con la isla, pero yo me bajo antes, en el faro, para ir visitando otras playitas. No es tan fácil ni tan cerca como pensé, así que debo caminar bastante por la ruta bajo un sol ardiente. Sin embargo, después encuentro un par de entradas para explorar, que hacen que valga la pena.
Finalmente salgo a la playa turquesa, transparente y no muy extensa del ranchón, donde tomo sol y me baño. Paso una tarde bellísima, excepto por la pareja que se ha traído un parlante gigante donde cantan una y otra vez canciones de Pimpinela.
Ya en Viñales otra vez, dos señores discuten fuertemente y uno le dice a otro: “Los dos somos cubanos, pero yo soy campeón y tú no, y ni en el 2018 lo vas a ser. Vaya muerto”. El contexto que sustenta esta sentencia es que ayer, bajo una tormenta eléctrica increíble, se desató la tensa y emocionante final del Mundial de Brasil, interrumpida varias veces por el dueño del bar Patio del Decimista, que apaga la tele por miedo a que se le rompa con los rayos, redoblando esos vacíos el nerviosismo. Alemania gana a Argentina, a siete minutos de terminar el alargue, y lo que escucho ahora es un eco inusual de aquello: un sentimiento de pertenencia hacia Alemania y Argentina, que hace encabritar a estos tipos como si realmente fueran alemán y argentino respectivamente.
Nocturno de Cuba
La noche de julio, cálida y auspiciosa, me trae en la casa de renta un arroz con frijoles y salsa picante, pollo frito, pan tostado con manteca, palta con aceite y morrón verde, plátano frito, vianda y sopa de pollo con fideos excelentes y por apenas seis CUC (el CUC es una de las dos monedas oficiales, casi de uso exclusivo para turistas, que mantiene paridad con el dólar y que garantiza la inaccesibilidad de los cubanos a los productos que escapan a la canasta básica), mucho más barato que en un paladar.
Luego, feliz, paseo la nocturnidad y desemboco en el Parque Central, donde hay un festival campesino, como una competencia de payadores, donde los participantes, que hacen esa especie de duelo entre cantantes mediante la improvisación, no acusan mucho ingenio sino más bien una circulación por tópicos y fórmulas consabidas, adornados por una música estridente. Al acabar la justa, un dj comienza a pasar música y el público aumenta exponencialmente armándose un memorable bailongo callejero.
Para chusmear me meto en el único boliche del pueblo, el Polo Montañez, donde por un CUC de cover, el turista más fácil y ávido de jineteros, puede disfrutar de un
Topes de Collantes. La casa de Isidoro y el Viejito.
grupo de música latina, unos solistas melódicos y un flaco que hace bailes afro. Acabado el show dan paso a la orquesta que nos deleita a pura salsa y bachata, y todos salen a bailar, descosiendo la pista. Es un placer observarlos.
Salgo al parque, donde hay vida local más auténtica, y me encuentro con Osmani, quien ha sido mi guía esta mañana en que recorrimos el Valle en bicicleta. Compro a un precio absurdo un Havana añejo, excelente ron que no da resaca, e inauguramos una larga charla que no tarda en caer en la figura inagotable de Fidel.
El muchacho me cuenta muchas cosas: que es francotirador, que a pocos kilómetros, hasta no hace mucho, Castro tenía una caverna cubierta de artillería como para afrontar una Tercera Guerra Mundial, pero que hace poco la movieron porque habían detenido a un agente secreto en Estados Unidos y había riesgos de que batiera todo. Que cuando Fidel enfermó, hace unos ocho años, se envió a un pelotón de francotiradores a hacerle custodia durante un largo mes porque temían un ataque que quisiera aprovechar los posibles desajustes que el malestar del líder produjera. Nada pasó, excepto que Osmani tuvo que pasar ahí, frente a la residencia del entonces presidente, tirado en el piso, con solo una lata de sardinas diaria, aguardando…
Con el gesto más conspicuo y a la vez precavido, alentado por una segunda o tercera botella, ya no recuerdo, refiere cómo una vez conoció a unos franceses en un tour que, a sabiendas de su condición de francotirador y motivados por vaya uno a saber qué intrincado designio, en aquel mismo parque, aguijoneados por el mismo alcohol, propusieron hacerle llegar a la Isla de la Juventud un fusil en lancha desde Panamá, para acabar con alguien que se cuida de no nombrar, haciendo el gesto de la barba. Verdaderamente no sé qué decir, uno no anda por ahí festejando el sicariato pero tampoco ofuscándose con los anfitriones que han tenido la gentileza de confiar en nosotros con semejante confesión, o con semejante fábula; una épica que se me va desplegando como en aquellos libros para niños que al abrir las páginas, las ilustraciones se alzaban tomando tres dimensiones como un abanico.
Con alas un día, con agallas al otro, galopando o reptando, se había adueñado del curso de los ríos subterráneos, de las cavernas de la costa, de las copas de los árboles, y reinaba ya sobre la isla entera. Ahora, sus poderes eran ilimitados. Lo mismo podía cubrir una yegua que descansar en el frescor de un aljibe, posarse en las ramas ligeras de un aromo o colarse por el ojo de una cerradura. Los perros no le ladraban; mudaba de sombra según le conviniera. Por obra suya, una negra parió un niño con cara de jabalí. (De El reino de este mundo, de Alejo Carpentier).
La siguiente jornada la ocupo en una caminata muy disfrutable, aunque el sol está mortal, por el valle, las plantaciones y un par de cavernas, la de la Vaca y la de Majagua, que son los refugios en las alturas para el pueblo en caso de desastre natural. En la oscuridad, el grito desesperado de una chiva que se cayó dentro de un tanque de agua, rebota en las paredes de la gruta y se propaga por los valles. Le avisamos a un campesino para que su dueño la rescate.
Más tarde, en la entrada a Las Terrazas, paso en el Viazul la escuelita rural República Oriental del Uruguay. But no matter, the road is life.
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Pablo Trochon. Viajero, escritor, tallerista, gestor cultural, profesor de literatura y de español para extranjeros.