arteficio El fin del mundo julio-septiembre 2020
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arteficio Literatura y artes visuales El fin del mundo Num. 6 Julio - Septiembre de 2020 Ciudad de México México Editor Manuel Hernández Borbolla Diseño Miguel Ángel Hernández Imagen de portada Autor: Manuel Bo Instagram: elbarriltatuajes
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Índice 6
Poemas pandémicos
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Campania
Manuel Hernández Borbolla
Javier Gómez
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Sonetos del encierro
50
La mente cósmica
Luis Eduardo Velázquez
Manuel Hernández Borbolla
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Otro fin del mundo es posible
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El apocalipsis del arte pop
Hugo Tapia
de Filip Hodas
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Mareas
61
Todo vuelve a empezar
Alejandra Canseco
Alejandra Vargas
18
Cotard
62
El apocalipsis del arte pop
Miguel Ángel Hernández
Valeria Cornu
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Bang Sangho y la psicodelia
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Cada quien su guerra
del fin del mundo
Luis Eduardo Velázquez
28
Epístola de un hombre del futuro
68
El fin del mundo... que conocemos
José Infante
32
Azul antártico
Sergio Kourchenko
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¿Tienes de la verde?
Sergio Loreto
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Fraseo
“Todas las obras de arte deben empezar por el final� Edgar Allan Poe
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Poemas pandémicos Manuel Hernández Borbolla
Cuarentena la ansiedad sin pastillas, el calor, la peste, el hastío, todos los gritos que no se ahogaron en un sediento vaso de alcohol.
Todo se volvió lejano. Y aprendimos que la vida era secarse los ojos en las sucias pantallas del teléfono, la computadora y el televisor.
Y los demonios de las mil cabezas destilaban su ira al unísono, escupiendo veneno a la menor provocación, repitiendo maldiciones adquiridas, que ni siquiera entienden.
Que vivir, reclusos de la mentira, del miedo, el escándalo y la ira, simplemente no es vida. Y estuvimos atentos, siguiendo la pista de la nueva catástrofe, la tragedia de moda, la última infamia asesina que contamina por igual el cielo y el alma.
Todo sea para calmar el fuego que quema desde adentro, el fuego voraz que sube desde la entraña a la herida. Fueron los días de la peste: enmohecida, brumosa y callada, detenida, no tan letal como el odio y su lenta agonía que todo lo que toca, marchita.
Nadie parecía reparar que la soledad en línea es peor enfermedad que cualquier virus. La hecatombe se convirtió en “nueva normalidad”: la cárcel del cuerpo el naufragio del hombre la ruina del tiempo.
Fueron los días del virus viral que todo lo devora a su paso: la noche, el día, la calma, el sueño, la esperanza idiota de un mañana de puertas abiertas que nunca llega, la esperanza de un mañana insoportablemente igual a los célebres restos del ayer.
Fue así que la prisión preventiva se volvió la nueva morada de nuestra especie. Todo se volvió distante en los días de guardar,
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Poesía
Encierro Dadme un poco de poesía, encierro, que yo haré con tu perfume, canto, ¡alabada sea la palabra! que se hizo fuego y destino en los sueños-tormenta del imponente tigre de bengala. Dadme un poco de frío, encierro, para sobrevivir al calor de la sangre que aúlla, temblorosa, en las noches sin luna que se cuelan tan adentro, como quien se pierde en un mar de besos machacados. Dadme un poco de dulce soledad, encierro, para que pueda charlar conmigo mismo sin la premura cotidiana de la vida, y su azaroso tren que nunca cesa. Dadme un poco de aire, encierro, que con mi aliento de poeta convertiré la quietud del tiempo en un derrame de flores, lamiéndome el alma, como cuando llueve bajo la piel. Dadme un poco más de ti, encierro, para disfrutar la música del silencio, el caudal del río que va y viene a ninguna parte, porque yo lo amo así, como es, a este mundo decadente y obsceno donde siempre germina la esperanza. ::.
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Varado a orillas del Ganga
y ser como los otros, los normales, en este mundo donde lo normal es no tocarse, no moverse, difundir falsedades y acaparar todo el papel de baño para quedar limpiecitos, mientras se ahogan en su propia mierda, reclusos de su mente.
Pasan los días y las calles solas y las vacas sonrientes y los monos hambrientos todavía se preguntan qué ocurrió, mientras los árboles floridos y los pájaros, indiferentes, disfrutan de la calma.
Vivimos presos en la fatalidad del mundo, la que acontece ahora, la que vendrá mañana, la que podría llegar a ser, mientras muchos anhelan el gran diluvio que arrase con todo y arrastre también su tristeza.
Todo el ruido del mundo se acumuló en los corazones ansiosos de mañana, en la gente temerosa que a cada instante se pregunta qué será de nosotros la próxima semana. No hay escapatoria de uno mismo, no hay escapatoria de la ruina del mundo y el peligro que encierra la estupidez humana.
Pero mi corazón ha echado raíces bajo la tierra y me dice que la única verdad es la del fuego y el río, que nada es para siempre y la vida momentánea, que las cosas pasan por algo y todo es para bien.
Dicen que anda por ahí causando estragos, un bicho invisible, y que los viejos y los enfermos mueren por miles, como si los viejos y los enfermos y los pobres y los solitarios no murieran por cientos de miles cada día.
Le hago caso a mi corazón y disfruto la libertad del encierro. Mis amigos dicen que la pandemia servirá para generar un cambio positivo en la conciencia de las personas.
Se dicen tantas cosas, y yo quisiera a ratos creerme todas las mentiras que salen en la tele, todo el terror mediático que se inyecta desde las pantallas, para entregarme al miedo
Yo por el contrario, creo que ya encontraremos otra forma de volver a ser los mismos: avaros, egoístas y mezquinos, temerosos de la propia sombra.
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Poesía El que quiera despertar, despertará. El que quiera permanecer dormido, dormirá, sin importar dónde se encuentre o el adversario al cual habremos de hacerle frente. Somos un montón de sueños a la deriva, somos el agua que desciende de la montaña, buscando su cauce. Las piedras me hablan del principio del tiempo, del equilibrio de todas las fuerzas, y yo aprendo de ellas a permanecer firme en medio de la tensa calma.
La gesta Yo vivo en otro tiempo, el tiempo de la eterna dicha.
Algunos tratan de escapar, desesperados, anhelan volar de un encierro a otro, para sentirse a salvo.
Abre los ojos, date cuenta que todos los días nace el sol. No te quedes ahí, lloriqueando, por todo aquello que perdiste.
Yo sólo sé de los murmullos del bosque, y que para vivir en la tierra del ensueño hace falta derrotar a los demonios que habitan dentro de uno, hace falta dolerse para cerrar las heridas que habrán de hacernos más fuertes, hace falta bañarse en las transparentes aguas del amor para soportar toda la angustia, toda la ira, toda la desesperanza que llueve sobre el mundo.
Un verdadero guerrero se vuelve inmortal en el campo de batalla. Prepárate, que todavía llueve la sangre del mundo sobre nosotros: y mañana seremos leyenda. ::.
Yo sólo sé un par de canciones, algunas plegarias al sol y la luna, yo sólo sé de besos y ceniza, de los frutos que nutren el alma, y me siento a contemplar la danza del viento, la tenue calma que se respira en este lejano rincón del fin del mundo, la risa que perfuma con incienso a mi hinchado corazón, los estertores del caos, la alegría de vivir sin miedo. ::. 9
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Sonetos del encierro Luis Eduardo Velázquez
Alborada Las lágrimas se desperdician a veces y yo cavilo ¿aferrarme a los años? Si somos un costal de huesos y daños embadurnados por noches de placeres. Tus alas se agitan más fuerte que el viento. Se reza por el regreso a tu morada. No te has ido, estás en un sueño no eterno sino nueva alborada. Son días de vivir el drama patibulario inventado por el poder que todo desgracia. Caíste, sin querer, solidario.
Sal
Vendrá la luz del alba. Son días de tormento imperfecto. Presente estás siempre… con y sin defecto.
Me embriagué esa noche del deseo del tintín de nuestros labios y lejos estaba de saber que fueran amargos. Debimos dejarlo en un escarceo. Pero insistí: ¡vaya tempestad tus ojos! Los miro, me miran, se miran. No saben si besarse hasta quedar rojos. Son luces de las olas que del mar tiran. No hay espectro en este paraíso. De tu maldad a mi bondad hay un abismo. Qué mejor que ser silencio en el bullicio. Esta historia tuvo final. Caí en tus dulces mieles de mezcal. Tus besos hincharon mi corazón como la sal.
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Poesía Viento “La mujer que no pide nada, merece todo”, estudia un paremiólogo. Amor viral, torna a cualquiera epidemiólogo. A insana distancia... hacer al amor del agua. Más si pruebo que tu deseo de unión no es tan grande. Como el Rey ante la Reina no es tan hábil. ¡Sutil atenuación febril! Cual truismo en el lenguaje.
Amantes
¿Serán tus besos apodíctica como obsequioso sin dialéctica? Déjame ser palaciego en tu reino.
Si ustedes fueran amantes sabrían de lo fugaz y los efectos de paz que no regala la pasión sino los vates.
Que en la reticencia huelo miedo al mujeriego cuando si acaso soy simple andariego. No temas: ¡somos aire del mismo viento!
El que ama no sabe lo que da. Solitario sufre tras la tormenta de una noche imperfecta, por entregarse hasta en veda.
Guerra
Maldito es el romance al dejar, infame, que esto avance. El alma luce solitaria como altar sin llama.
Hay segundos que quisiera rendirme pero quisiera es un verbo pasado. De ti salen fuerzas de guerrero improvisado y soy un soldado que te ha dejado seducirme.
Triste es el amante que vela viendo el sol salir sin su doncella. Si no vale el amor, no alumbra la estrella. ::.
Quedó firme al llamado remoto. La distancia impera en esta larga guerra y no hay tregua para el que se aferra a la muerte que llama hasta el último devoto. Todos al día quedamos pasmados en un río de cifras que desembocan en la vida, un nuevo sendero para los bienaventurados. Es la letalidad de un virus que asusta al más fuerte y al más enano. Todo estaba premeditado: ¡no sufras, hermano!
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Otro fin del mundo es posible Hugo Tapia
¿Qué podría dejar de amar que no estuviera ya en el fin del mundo? ¿El tiempo perdido? ¿La eternidad? ¿Presente y futuro? Enormes muros de agua fractalizando nuestro camino, como aquella cascada hecha sonrisas. Nuestro tamaño ante la oscuridad con la estructura invisible de la bóveda celeste y su tintineo de estrellas majestuosos mundos donde apenas nos dirigimos. ¿Te volvería a encontrar si nos citáramos ahí? Por la casualidad del encuentro, y el susurro de tu voz acariciando mi oído, con miradas ausentes de miedo. Todo por descubrir de tu mano hasta el próximo Fin del mundo. ::.
Poesía
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“El infierno está vacío y todos los demonios están aquí”. William Shakespeare
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Fraseo
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Mareas Alejandra Canseco
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vid-19. Los médicos y enfermeras aplaudían. Despierto aún dormida, con dolor de cuello. Se cruza un pensamiento de tortícolis por mi cabeza, pero antes de asentir, recuerdo la mano en mi mejilla volteándome el cuello hasta sentir dolor. No sé qué día es, ni cuántos llevamos aquí encerrados. Volteo. Roberto sigue dormido. Ese olor a fermentación combinado con tabaco me hace levantarme rápidamente de la cama, ver a Diego. Él está bien. Tengo suerte de que Diego duerme profundo, si no, ¿cuál sería su destino? Un llanto que hace rabiar al papá. Hoy los españoles tuvieron el mayor número de muertes en un solo día. La anciana italiana de 104 años ya está en su casa. Un joven se infectó por salir a una fiesta la semana antepasada. Los doctores y enfermeras están recibiendo amenazas, insultos, los están atacando. Roberto salió a la tienda, no quise decirle que hay escasez de cerveza para que no se desquitara conmigo. Pobre Lety, la del Oxxo. Tan buena gente. Y el poli que pusieron porque estaban asaltando mucho los meses anteriores. ¿Seguirá ahí? Extraño esa cotidianeidad de saludar al del gym que nunca abre a tiempo, a la señora de los tamales y atole afuera de la ferretería, saludar con la mano al señor mudo del café. ¡Tan rico su café! Quién sabe si estará abriendo
ientras sucede La Pandemia, mientras familias y parejas deben convivir en casa, mientras la gente debe justificar el hecho de salir, ya sea para comprar medicamento, comprar comida, estamos aquí, Diego mi hijo y yo. En un cuartito pequeño. No necesitamos más. Mi madre nos trae comida tres veces al día. Hace mucho no sentía esta sensación de calma, mientras el mundo entero se retuerce en una ansiedad colectiva. Viví bajo una tensión absoluta durante 68 días. Más de un mes de infierno en donde escuchaba en las noticias que en Italia se habían contagiado todos los ancianos de un asilo y que había muerto la mayoría. Roberto estaba en la cocina. Yo escuchaba solamente cuando abría una nueva lata de cerveza. Ese sonido de metal que punza en las entrañas. Para algunos es un sonido de placer. Se les hará agua la boca, pero a mí me pone a temblar. Diego dormía. Yo le subía a la televisión para no escuchar esos sonidos de metal, que me recuerda el sabor de la sangre. Los pasos de Roberto se acercaban. Y entonces era otro chocar de su piel con mi piel, de empujarlo, de que me volteara la cara hasta casi tronarme el cuello para besarme sin que yo lo consintiera. La anciana de 104 años había sobrevivido al Co16
ahora. Me acuerdo cada vez que pasaba lo veía jugar dominó con sus amigos y me recordaba a mi papá. Escucho que azotan la puerta. “¿Roberto?”, pregunto con un grito. Nadie responde. Empiezo a oler humo. —¡Ya te dije que no fumes aquí adentro, es asqueroso cómo huele toda la ropa después! No responde. Escucho que se está sirviendo de una botella. Por favor que no sea lo que yo pienso. Me asomo. Roberto se prepara una cuba. Boris Johnson se contagió de Covid, dicen que Bolsonaro también puede estar infectado. En México las cifras no han crecido tanto. López Gatell de pronto se convirtió en el rockstar de la pandemia. Ya hay hasta un grupo de fans en Facebook. Mi amiga Mónica dice que es muy guapo, pero yo siento que nomás es porque se ve que es bien preparado el señor, pero guapo no es. Al que sí están criticando un montón es a Andrés Manuel. Escucho que Roberto tose, supongo es por fumar. Circulan fotos de médicos y enfermeras totalmente exhaustos en los hospitales, con la máscara marcada en la cara de usarla tanto tiempo, con los labios cuarteados. Por la noche Roberto sigue tosiendo. Me voy a la sala. Duermo ahí varias veces a la semana. Mi mamá me llama al día siguiente, que cómo va todo, que allá en su casa que está fuera de la ciudad ni ha habido casos, que si no me quiero ir a pasar unos días allá con el niño. Muero por decirle que sí, por abrazarla, pero ni modo de dejar aquí solo a Roberto y ni pensar en invitarlo. No quiero hacer pasar un mal rato a mis papás. Roberto está borracho. Me pregunta por qué está tan sucia la cocina. Le digo que porque él no se mueve de ahí ni para poder limpiar. Además, le digo, tú también puedes limpiar, huevón. Se levanta violentamente de la silla pero veo cómo se agarra el pecho. Se vuelve a sentar. Yo me voy al cuarto. En Estados Unidos hay una crisis peor que en Europa y en México. Hay millones de desempleados. Trump quiere reabrir la economía, no quiere aplazar las elecciones. La gente está enojada, la gente está harta, la gente está asustada, la gente está triste. Esa noche siento mucho calor, salgo del cuarto. Por la mañana Roberto me dice que le duele el pecho. —¿Y que quieres que yo haga? Llama por teléfono, hazte la prueba, qué se yo. Nomás te advierto que me voy a ir con Diego por-
que me da miedo que se contagie de ese virus. —Tú no te vas a ningún lado —me contesta. Tomo a mi hijo y me salgo, nomás para que vea que sí soy capaz de irme. Ya no le tengo miedo. Salí al parque de la esquina nomás. La Manis no ha abierto el salón de belleza. Me urge un corte de cabello. ¿Cómo estará ella? Tan trabajadora. Recuerdo cuando compartimos experiencias de nuestras parejas, las dos callamos escenas violentas por protegerlos. Pero lo sabíamos bien, que nos habían abusado de alguna u otra forma, pero no nos atrevíamos a decirlo. A pesar de eso, nos sentíamos acompañadas. Nos sentíamos en comunidad. A la siguiente vez que fui, la Manis ya no estaba con el papá de sus hijos. Se le veía inmensamente triste. Ese día recuerdo que yo me dije a mi misma, “la siguiente soy yo”. Voy a dejar a Roberto ya no lo aguanto, ni él a mi. Hay un sentimiento generalizado de nostalgia en estos tiempos. La vida nunca será la misma y muchos mueren por regresar a su vida tal cual era. Quizá por la comodidad de lo conocido, quizá porque su vida realmente era buena, pero eso ya no existe. Muchos pensamientos de cuando éramos niños se me cruzan por la cabeza. Ese día que festejamos a mamá en el Museo del Niño, o aquel otro en que mi hermano nos confesó que iba a ser papá. O más atrás, cuando viajábamos los cuatro. Recuerdo estar en el hotel. Mi hermano se salió del cuarto para dormir con mis padres porque tenía miedo. Iba a ser el año 2000, se decía que el fin del mundo se acercaba. Yo puse pornografía toda la noche. Cuando regreso, Roberto no está. Los vecinos me comentan que se sentía mal, que fue a ver si alguien lo atendía. Yo agarré algunas de mis cosas y las de Diego y me pelé. Le llamé a mi mamá. “Prepárame un cuarto aislado mamá, vamos para allá”. Están abriendo fosas comunes en muchos lugares del mundo porque las funerarias ya no tienen capacidad para tantos muertos. La depuración del mundo. En Guayaquil se muere la gente en la calle y pasan días sin que nadie los recoja. Ni siquiera tocan a los cuerpos para no contagiarse. Los servicios funerarios nunca llegan. Quizá Roberto es una cifra más, de contagios, o quizá de muertos. Hoy en el periódico vi una imagen de un señor frente al mar, después de veintiocho días de internado, dio negativo al Covid. ::. 17
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Cotard Miguel Ángel Hernández
¡Q
ue maravillosa es la conexión que existe entre los hermanos! Más cuando son gemelos. A pesar de que muchos llegan a dudarlo y a calificar como una mera empatía llevada al extremo, en realidad existe un vínculo que va más allá entre este tipo de personas. Hay dos tipos de gemelos: los fraternos y los idénticos. Los gemelos fraternos parten de dos óvulos separados. Es decir que, además de compartir el mismo día de cumpleaños, son, en general, como cualquier par de hermanos. Lo interesante viene de los gemelos idénticos, en donde un solo óvulo se separa para formar dos seres humanos. En este caso es, si se me permite la expresión, un asunto que le compete más a la física que a la biología. Hablo de un entrelazamiento cuántico,
ese donde dos partículas comparten un mismo estado no importa en qué lugar del universo se encuentren o qué tan separadas estén. El motivo de esta larga introducción no es sino dejar un precedente de los hechos que se han suscitado en los últimos días y para los que no encuentro explicación, salvo la que ya he dado en estas líneas. No tengo manera de probar científicamente los hechos, ni espero que quien encuentre esto me crea, pero tal vez pudiera ser una guía para aquellos de mente más abierta o de medios más avanzados que los actuales. Comienzo mi historia. Yo, como ya se lo habrán imaginado, tengo un hermano gemelo idéntico. De niños tuvimos que pasar por el tedio que acompaña a todas las personas que se encuentran en nuestra situación, desde 18
Narrativa ser confundidos uno con el otro, ser vestidos igual o las interminables y repetitivas burlas infantiles. A pesar de eso, Julián y yo siempre fuimos muy unidos. Nuestros padres tuvieron la maravillosa puntada de ponernos nombres similares (Julián y Julio), pero, conforme íbamos creciendo, nuestras personalidades se iban definiendo de forma cada vez más marcada. No me atrevería a decir que éramos opuestos, pero sí podría decir que de alguna forma, nuestras personalidades eran complementarias. Yo por ejemplo fui más adepto a la lectura y la ciencia, mientras que mi hermano se la pasaba en la búsqueda de aventuras en el mundo real. A pesar de tener prácticamente el mismo físico, a él siempre le iba mejor en asuntos sociales y amorosos. A pesar de lo común que resulta la conexión entre hermanos gemelos, la nuestra iba más allá. A veces las personas se sorprendían de lo que parecía un poder casi sobrenatural. A mi madre le encantaba contar aquella historia de la cabaña. Todos los años, mi familia acostumbraba pasar las fiestas decembrinas alejados en el bosque. Rentaban un lugar bastante grande para toda la familia. En aquel tiempo Julián y yo no podíamos tener más de cuatro años, Mi mamá nos había dejado al cuidado de mi padre mientras las mujeres preparaban la cena. Él y otros hombres comenzaron a charlar y a beber. Pronto se olvidaron de que estábamos cerca. Nadie supo cómo fue que Julián había logrado abrir la puerta de entrada y salir al bosque solo. Durante largo rato los adultos se negaron a admitir que estaba fuera y se dedicaron a buscarlo por la casa. Para cuando por fin lo aceptaron, la noche ya había caído y los árboles tupidos sólo dejaban ver oscuridad. Se organizaron grupos de búsqueda sin mucho éxito. Mi madre se tuvo que quedar conmigo en la casa pues se decidió que, dado su estado alterado y mi edad, no sería bueno que saliera también. Yo había pasado casi toda la tarde durmiendo. Cerca de la media noche desperté con un chillido ensordecedor. El llanto siguió varios minutos mientras señalaba con una mano a la puerta de entrada. Mi madre tomó una linterna y conmigo en brazos salimos a la negrura de la noche dónde la guié al sitio exacto dónde se encontraba mi hermano sollozando. “Es como si hubiera tenido el mapa exacto de dónde estaba su hermano”, era la frase con la que siempre finalizaba el relato. Tal vez fue aquella conexión mágica lo que hizo
que no me sorprendiera la noticia de su muerte. Desde hacía algunos años era poco común que nos frecuentáramos. De hecho, en el último año no lo había visto más de una vez. En aquella ocasión, como en muchas anteriores, había acudido a mí como último recurso para conseguir algo de dinero. No necesitaba mentirme, yo sabía perfectamente que cada centavo iría directamente a las manos de aquel fantasma que Julián cargaba a su espalda desde hacía muchos años. Aunque en nuestra juventud los dos habíamos experimentado con drogas, fue él quien decidió quedarse en aquel camino de perdición. Mi sueldo como profesor de literatura no era mucho, así que se tenía que conformar con las pocas monedas que pudiera darle. Aquella última vez me quedé preocupado. A pesar de nuestra cercanía nunca habíamos demostrado afecto de manera física y ese día Julián se despidió con un abrazo. Casi como si supiera lo que estaba por venir. Durante las siguientes noches experimenté una opresión en el pecho y una desesperación poco común, acompañada de pesadillas diarias. Sentía que me seguían y a menudo veía de reojo sombras que escapaban apenas uno volteaba a verlas de frente. Traté de convencerme de que todo aquello eran imaginaciones mías, pero el estado de nerviosismo sólo se acentuó al pasar el tiempo. Decidí por fin, acudir con el médico, quien me recetó algunos calmantes y me sugirió que fuera con un psiquiatra especializado. La verdad es que en ese momento no podía pagar los honorarios de un especialista y me aferré a las drogas de prescripción como un náufrago se aferra a una tabla. En cuanto tomé los medicamentos, aquellos síntomas comenzaron a desaparecer. Al cabo de unos días apenas me acordaba de las pesadillas o de la sensación de que algo me perseguía. Volví a mi rutina normal, casi olvidando por completo el asunto, hasta aquella noche en que el encanto narcótico se cayó y volví a las tribulaciones más profundo que nunca. Me despertó una gota de sudor frío que resbalaba por mi frente. Era cerca de la una treinta de la madrugada. La desesperación se agolpaba en mi pecho como un dolor punzante. La garganta me escocía como si hubiera tragado un hierro caliente. Aquel suave sopor que me brindaban los ansiolíticos había desaparecido sin dejar rastro. La capa de sedación de fármacos con la que me envolvía cada noche ha19
arteficio bía desaparecido por completo y se habían colado aquellas pesadillas tribuladas de nuevo. Permanecí despierto un largo rato, no porque tuviera miedo a dormir de nuevo (que sí lo tenía) sino porque sentía que debía esperar algo. Finalmente, después de no sé cuantos interminables minutos, la llamada llegó. Crucé la ciudad hasta llegar a la dirección que me dio una voz metálica en el teléfono. “Creo que encontramos a su hermano, solo… venga”, había dicho la mujer en el teléfono. Entré a la morgue del hospital con un agujero en el estómago como augurio de la terrible verdad que me esperaba adentro. Esperé en una sala solitaria hasta casi el amanecer. Por fin salió un hombre de overol a recibirme. “Hicimos lo que pudimos”, dijo antes de pedir que lo siguiera. Entramos a un cuarto frío donde, en una plancha metálica, las formas de un bulto humano se dibujaban a través de una sábana. Al destaparlo me encontré con un amasijo de sangre y coágulos de lo que alguna vez fue Julián. Aunque su rostro había sido desfigurado a puñaladas y la cabeza separada del resto del cuerpo, pude identificar aquellos mechones de cabello y aquellas manos exactamente iguales a las mías. Caí en cuenta de que la frase “hicimos los que pudimos”, no se refería a tratar de salvar su vida, sino a maquillar y rearmar el cadaver de forma en que pareciera un poco más a un humano. En los días siguiente, el dolor del pecho y la garganta fueron menguando hasta casi desaparecer. En el cuello me quedaba más una incomodidad cercana a la de tener una corbata muy apretada, misma que después se fue, dejando sólo un hematoma que ennegrecía más con el paso del tiempo. También fueron apareciendo otros síntomas como el de un frío constante y la sensación de que no importa dónde me encontrara, siempre me faltaba la respiración. El aspecto emocional tampoco iba mejor. Por supuesto extrañaba mucho a mi hermano. Pero junto con esa sensación de vacío, crecía en mi interior algo más parecido a la nostalgia. Como si debiera pertenecer a otro lugar, a otro tiempo, otro espacio. Después del sepelio de Julián, todo el tiempo tenía la sensación de que el aire estaba viciado, como si me encontrara en el hocico de un animal y no pudiera mas que respirar su aliento fétido. En ocasiones hasta podía sentir un olor pútrido que me provocaba arcadas y me hacía vomitar. Comencé a bajar de peso pues no había alimento que pudiera nutrir mi acabado cuerpo. En una ocasión, mientras regresaba del trabajo,
me encontré en la calle con el cadáver de un perro que había sido atropellado. El perro no había solo sido golpeado, sino que los autos habían continuado aplastándolo de forma inclemente, hasta formar una pasta roja de tripas y pelo. Al pasar cerca de aquel horror noté el olor a muerte que se me aparecía en visiones, pero esta vez, en lugar de sentir asco, noté un calor que me entraba por la nariz y se me arremolinaba en el pecho a la vez como un nudo y un tibio consuelo para aquella añoranza que me aquejaba desde la muerte de Julián. No me enorgullece decir que fui a mi casa a buscar una bolsa negra y pala para limpiar aquella abominación. La recogí y la llevé de regreso. No fueron pocas las veces en que metía la cabeza en aquella peste, buscando el consuelo que sólo aquel olor fétido me podía dar. Por un tiempo me sentí mejor y hasta había recuperado un poco el color en la piel. Tenía más energía y hasta se me veía de mejor humor. Abandoné por completo los fármacos pues la única medicina que necesitaba se encontraba en aquella bolsa negra que guardaba bajo mi cama. La descomposición del pobre animal no se detuvo y pronto los gases y los gusanos que producía se volvieron insoportables. Los vecinos comenzaron a quejarse del aroma y tuve que deshacerme de la bolsa que se fue junto con lo que me quedaba de salud. Ingresé a un hospital del estado, en donde a base de intravenosas, trataban de mantenerme con vida sin la menor pista de cuál era el padecimiento que me aquejaba. El tercer día de hospitalización fue cuando lo noté por primera vez. Entre los sedantes y los somníferos no tuve la lucidez para darme cuenta antes. Mi corazón se había detenido por completo, dejando en mi caja toráxica nada más que un silencio parecido al de un sepulcro. La idea de que mi corazón se había detenido no paraba de girar en mi cabeza hasta que estallé en gritos pidiendo ayuda. Las enfermeras que desfilaron por mi cuarto ese día para atenderme sólo hicieron muecas de incredulidad cada que trataba de explicarles mi situación. Durante las siguiente horas y debido a mi falta de irrigación sanguínea, me resultaba cada vez más complicado mover las extremidades. Podía sentir la sangre haciéndose cada vez más espesa en mis venas y las articulaciones cada vez más tiesas. Mi terrible estado se deterioraba con cada segun20
Narrativa
do mientras recibía burlas de aquellos que debían cuidarme en aquel nauseabundo hospital. Julián se estaba pudriendo en aquella tumba y yo me estaba pudriendo en vida junto con él. Decidí tomar el asunto en mis manos. Tomé mi ropa y salí del cuarto de hospital lo más rápido que aquel rigor mortis me permitía. Nadie hizo nada por detenerme. Miradas atónitas es todo lo que recibí a mi paso mientras recorría el pasillo hasta la salida como un muerto viviente. Por suerte para mí, el hospital era casi vecino del cementerio. Se podría decir que era un negocio redondo. Como un mal chiste planeado por la ciudad. Me dirigí a la tumba de Julián con la intención de sacarlo de allí. Lo que haría después no era claro todavía. Durante el camino se me ocurrió que tal vez quemar su cadaver podría romper el lazo entre los dos, aunque nada me decía que eso haría que mi corazón latiera de nuevo. Comencé a escarbar la tierra con mis manos cadavéricas, pero las fuerzas fueron menguando. Cuando por fin cayó la noche sobre el cementerio no había llegado ni a la mitad del camino y apenas
podía moverme. Me recosté sobre la tierra removida y fijé la vista en el cielo estrellado que apenas podía distinguir. Podía sentir como mis globos oculares cuajaban y se convertían en algo más parecido a una manteca. Cerré los párpados y me entregué a la negrura donde iba a esperar a ver de nuevo la cara de mi hermano en el más allá. ::.
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Bang Sangho y la psicodelia del fin del mundo
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Akim Folin
Epístola de un hombre del futuro José Infante
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stimados destinatarios, les escribe un viejo de ciento tres años de edad, cuyo nombre no importa, pues ya en estas épocas nadie se refiere a las personas con los verdaderos nombres, sino que se usan apodos, algunas veces despectivos, otras un poco más civilizados. A mí me llaman ‘El viejo de las canas
azules’. No crean ustedes, compatriotas del pasado, que por ser azules mis canas este tiempo se figure más como una crudelísima distopía. No es así, porque todavía no han pasado tantos años. A nosotros nos han llegado cartas del futuro y son verdaderamente escalofriantes. Espero que el gobierno no se entere de estas palabras, y si eso pasara, lamentaría 28
Narrativa mucho que ustedes no podrán estar atentos a lo que dentro de cuatrocientos cincuenta y tres años ocurrirá en su tiempo. Mandaré este pergamino a una dirección donde, según los archivos históricos de mi biblioteca, fue alguna vez Tlatelolco. Será mejor que no les diga lo que ahora yace en esa zona. Estén atentos a lo que les contaré, porque siento que de alguna manera tengo que avisar a mis antepasados mexicanos de lo que hoy vivimos, por cierto, cada vez menos mexicanos. Ayer, un amigo mío, que no es mexicano, me dijo, “compadre, tiene usted que ocultarse. Ya usted es uno de los últimos cincuenta mexicanos sobrantes”. No se alteren, queridos lectores, no vayan a reproducirse como si no existiera el futuro. Quedamos pocos mexicanos, como también quedan menos de quinientos europeos, doscientos estadounidenses, cincuenta africanos, trescientos asiáticos, y el resto de nuestros hermanos latinoamericanos no son más de ochenta. Ya no hay países. Ya se vendieron todos. Sólo queda un nombre para referirse a nuestra superficie que alguna vez fue México, pero ese nombre no importa, no necesitan saberlo, pues al leer un nombre tan largo e industrial y además en un idioma todavía desconocido para ustedes, seguramente eso provocaría estragos en sus cabezas. No crean que las ciudades parecen solitarias, frías y austeras. Eso no ha pasado: en nuestra superficie hay cuatrocientos millones de habitantes, y esa población cada vez está menos cuerda. La gente ya no tiene una patria, pero sí todavía una clasificación basada por el tipo de piel, el color, la estatura y, lo más importante, el dinero. Es como si la gente estuviera vacía, sin pensamientos ni ambiciones, sólo con la piel que disfraza sus huesos. Los causantes de todo fueron aquellos esperpentos en las butacas de los altos mandos a las que nosotros, los últimos racionales, les llamamos Se Larebi Loen. Estos son los que compraron todo, los que quemaron los libros, las películas, los poemas, y los que callaron las voces. Son ellos los que gobiernan, muy cómodamente, en las sillas de caoba en el palacio, que ya acumula ciento veintiséis pisos, y que dan discursos, no frente al pueblo, sino frente a los atriles de oro y reforzados con diamantes. Es muy difícil ver algo verde como un olmo o un abeto. El césped, que alguna vez fue de un fulgor verdino, ahora es de un color trigueño y funesto. Aquellas mariposas que vuelan en el tiempo de ustedes ya
no existen. Sin embargo, a pesar de todo, hasta en el día más nublado, el cielo amanece esplendoroso con un sol eterno y siempre brillante, como si nada estuviera pasando. Cuando se contempla el alba sobre la tierra seca y polvorienta, haciendo penumbras en los interminables edificios del este y del poniente es la imagen más triste de nuestros días. Nosotros, los últimos pensantes, somos enemigos del gobierno. Los Se Larebi Loen ordenan cada mañana a su ejército, que nosotros llamamos Satsic Saf, a que inspeccionen cada rincón de la tierra para aniquilarnos. Pero nunca nos encontrarán, a no ser que sea cuando yo salga de la cueva a recoger un poco de agua de lluvia. Nuestra cueva es como una ingente madriguera. Ahí tenemos un jardín donde cultivamos, defecamos, orinamos y enterramos a los nuestros. Gracias a quien llamamos Atsinumoc, el último de los doctores que también es científico, tenemos la posibilidad de mandar estas palabras al pasado, para que, por lo menos de alguna manera, seamos recordados. Algo le pasa a nuestra tierra. Cada vez crecen menos los frutos que plantamos. Si Atsinumoc no lo resuelve pronto, ya no podremos seguir sobreviviendo. Apenas ayer salieron las últimas papayas, calabazas y zanahorias. Hoy ya no tenemos casi nada. Y preferimos morir de hambre a salir y consumir esas bazofias artificiales de las que se alimenta el pueblo. Ni siquiera Atsinumoc ha podido resolver en qué consisten esos alimentos. Allá, en la civilización, el pueblo, cada vez más enajenado, vive para trabajar, servir, comer tierra y, a escondidas, lombrices. Los otros, los que mandan, se bañan once veces al día, comen banquetes de la mayor opulencia y luego se dedican a yacer frente al monitor de sus artificios hipnóticos. Pero hay algo que sucede en estos momentos. Algo distinto que hace que algún mirlo se asome a nuestros orificios de tierra, y que los escarabajos nos acompañen en nuestras comidas subalternas. Todos dicen que pronto se viene el fin del mundo. Eso han dicho siempre. A veces les creo, pero he pensado que el fin del mundo no existe, o que en todo caso ya existió. Los Satsic Saf ya no vienen a buscarnos. Según nuestro infiltrado argentino, al que llamamos Araveug, observó muchas revueltas en las calles. Nos dijo que hay una pandemia en la que los perros son los que contagian a las personas. El pueblo ya percibía esa peste desde hace mucho 29
arteficio tiempo, pero ahora los contagios se salieron de control. Los enfermos, al principio, sufren de una fiebre endeble y muchA picazón en el cuerpo. Después, la piel se empieza a llenar de vellos grises, y al final, los de la alta sociedad se curan, y los demás tienen que adaptarse a vivir con un cuerpo tan peludo como el de los osos que existían antes. En lo demás no hay nada de qué preocuparse: no hay muerte. Eso dice el doctor Atsinumoc, que ya trató de curar a dos de nuestros venezolanos, y no hubo cura. Y los humanos no pueden contagiar, sólo los perros. El doctor Atsinumoc dice que es una enfermedad inocente. Sin embargo, Araveug nos cuenta otras cosas. Nos cuenta que allá en la civilización hay un pánico terrible. Una persona, que va de parte de los Se Larebi Loen, vocea diariamente, cada dos horas, en la plaza central, largos discursos que se los traduciré a ustedes, estimados lectores, porque el idioma de ahora se ha hecho bastante burdo. Discurso del vocero: “¡Escuchen todos, trabajadores de nuestro nuevo estado! Hay una pandemia que está arrasando con todas nuestras virtudes. ¡Es la enfermedad del Aicitlutse-24! Habrá que tener muchas precauciones. Por ahora, ¡nadie trabaja! ¡Nadie sale de sus casas! Y quien salga, será ejecutado inmediatamente. ¡Todos deberán usar la mascarilla espacial! ¡Tendrán que comprarla! ¡Y también tendrán que adquirir los medicamentos correspondientes! Estos estarán a la venta en las farmacias. ¡Comprarán también guantes, ropa espacial y el nuevo monitor que les servirá de entretenimiento mientras se resguardan en sus casas! ¡Y quien no compre nada de esto será aniquilado! ¡Porque es deber social y deber de ustedes como ciudadanos obedecer las órdenes del gobierno! ¡Nosotros hacemos trabajos incasables para que sea posible la propia supervivencia de la ciudad! ¡Nunca se había visto tanto esfuerzo acumulado en los poderes políticos para restablecer la salud en la población! ¡Así que vayan, vayan ahora a comprar y luego a resguardarse!, y recuerden: no se podrá salir a las calles, y si salen, ¡serán aniquilados! ¡A-NIQUI-LA-DOS!” Nos cuenta Araveug, que la gente no reaccionaba. Eran como monótonos oyentes que veían al vocero estremeciéndose entre sí, con las miradas ciegas, abandonadas, solas y perdidas. Nunca Araveug había visto tanto pánico en los seres humanos. La población fue directamente a las tiendas, y quienes no tenían dinero, endeudaron sus hogares, sus per-
tenencias y hasta sus hijos. Araveug vio a un pobre anciano que cedió a sus nietos para sólo obtener el maldito artefacto, porque si no lo hacía, lo hubieran matado. La gente se gastó el poco dinero que tenían. Ahora nada más poseen inútiles artilugios, máquinas y aparatos. La gente prefería comprar estas cosas en lugar de comida. Atsinumoc predice que pronto se extingirá el pueblo, y que después de ello, habrá guerras entre los altos mandos, para que los perdedores se bajen a los primeros pisos, porque, ¿de qué sirve que los de arriba se atraganten de tanta exuberancia, si no hay quién tire la basura? También nos cuenta Araveug que los medios, donde los Se Larebi Loen informan al pueblo, transmiten sucesos ominosos: “La noticia que ahora nos invade es la del Aicitlutse-24. Esta terrible pandemia ya lleva más de doscientos mil muertos. Entre los más grandes de nuestros políticos, Iratrog, Aírrevehce y Otsenre Ollidez, lamentablemente han fallecido. Los recordaremos siempre con la gran fraternidad y el mejor de los recuerdos, y los tendremos en la memoria en
LiXin Yin 30
Narrativa estas crisis, donde emprenderemos lo que nos enseñaron en la eficacia de gobernar sabia y sutilmente. Hoy por la tarde se les hará un homenaje en la plaza central, y helicópteros militares llevarán colgados a los féretros rodeando el continente. El gobierno aconseja a los citadinos que suban a sus azoteas con un pañuelo blanco para homenajear a estas grandes figuras que, sin duda, gracias a ellos gozamos de este nuevo mundo. En otras noticias, el periodista Alom Ed Terol, en su video comunicativo semanal, reveló los verdaderos orígenes de este inminente virus, y su conclusión fue que habrá que acabar, lo más pronto posible, con los sobrevivientes chinos; que ellos son los enemigos, y que por su culpa hay tantos muertos. Grandioso video en su columna semanal de nuestro querido periodista, les recomendamos que lo vean para que estén más informados. Por otro lado, el expresidente Nóredlac anunció que va a comandar un nuevo bombardeo en las costas del este y en todas las zonas de las que todavía hay terrenos baldíos, para que así se puedan construir nuevos edificios como aquel que construyó durante su mandato presidencial, llamado Zul ed aletse. Además el presidente Dlanod P. Murt asegura que elevará los impuestos un treinta y seis por ciento para contribuir al comandante Nóredlac. Sin duda estaremos muy ansiosos por ver las grandes hazañas del comandante y por supuesto que lo seguiremos apoyando. También habló en estas semanas el expresidente Xof Etneciv diciendo que estaba en serios problemas económicos y que necesitaba ayuda del pueblo. Así que organizó una donación para que los ciudadanos lo apoyen. Seguramente ha tenido una vejez complicada y por eso, estimado público, hay que cooperar. Donemos aunque sea una décima parte de nuestros ahorros para que nuestro honradísimo expresidente Xof Etneciv pueda sobrevivir a esta pandemia. ¡Ayudémoslo! También es importante comunicar que nuestro aclamado periodista Avyel Zemóg Oric ha felicitado las estupendas acciones del gobierno y que sin duda siempre estaremos en deuda con ellos, pues nunca un mandato se había preocupado tanto por el pueblo. Y por otra parte, en su columna virtual, expresa la urgencia de acabar con los mexicanos restantes, dice que son más peligrosos de lo que pensamos, que pueden transmitir enfermedades, y que nos lastiman y nos roban el aire que respiramos, así como tam-
bién nuestra tierra. Sin duda alguna, el comandante Nóredlac acabará pronto con ellos”. Todo se hace y todos actúan mediante farsas. Es como si las mentiras fueran las nuevas verdades, porque ya no existen las verdades. Desdichadamente, el paupérrimo pueblo está condenado a creer todo. Las voces recorren de boca en boca, hasta hacer mudos soliloquios. Los oídos escuchan sólo lo que proviene de las bocinas y de los portavoces: no se han dado cuenta de que ya están sordos. Los ojos observan nada más a los monitores, de alguna manera se han quedado ciegos, pues ya no distinguen los colores. El pueblo se ha quedado sin virtudes: ni siquiera el gusto por la comida, ni por el arte que ya no existe, ni por la pornografía que se transmite diariamente en los canales gubernamentales, y sólo sienten ese terror de perder las cosas, ese maldito terror de perder sus chingaderas, como dice Araveug, porque más allá de eso no sienten ni el frío de su flaqueza eterna, ni la hambruna de su miserable vida, ni el sueño de su aburrido descanso, ni el jodido coraje encabronado que deberían tener. Están extintos en su memoria los ideales que alguna vez fueron los que se oponían al sistema, llamados Satsiuqrana. Ahora son ignorantes de su misma fecha de nacimiento. Para ellos, todos los días son iguales. No saben ni sus nombres, ya en estos tiempos no importan. Así es como vivimos, compatriotas del pasado, en este despreciable presente. Pero no se preocupen, porque nos llegan muchas cartas del futuro que nos aseguran un futuro más humano y más digno, pero aún falta mucho. Y aunque siempre habrá muerte, eso no significa el fin. La muerte, la enemiga del humano linaje, no es nada más que un final individual. Tal vez para ustedes, al leer esta epístola, puedan construir un futuro más noble. Lástima que no conocemos todo. Es imposible que nos lleguen cartas que aseguren el fin del mundo. Si el fin del mundo llega, ya no estaremos vivos para contarlo. Y sin embargo yo sigo confirmando que el mundo no tiene finales, que fin del mundo no existe, o que en todo caso ya existió. ::.
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arteficio
Azul antártico Sergio Kourchenko El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en tener nuevos ojos”. Marcel Proust
T
odo está en orden. Sus pacientes, o más bien los padres de los pequeños, han sido notificados de que será su colega en el consultorio quien los atienda durante su ausencia. Veinte horas después, un transbordo y algo más de 10 mil kilómetros, la tienen en la antesala de su destino. Poco antes de aterrizar en la Tierra de Fuego, el aviso del piloto le permite una fugaz mirada al sinuoso Estrecho de Magallanes y ella no puede menos que pensar en la formidable hazaña del navegante que, para dar la vuelta al globo, tuvo que enfrentar motines, deserciones, hambruna y enfermedades. El ilustre portugués tenía apenas dos años más que ella cuando perdió la vida en una
batalla, no demasiado lejos de poner el pie de nuevo en casa. “Tanto por explorar y tan poca vida”, se dice a sí misma cuando el avión toca tierra. Como casi todo en Ushuaia, la posada que la aloja esa noche lleva el apelativo “del fin del mundo”, mismo que comparte con un museo, el faro insigne inmortalizado por Verne, un tren, varias ligas deportivas y torneos y, prácticamente cuanta cháchara se vende como recuerdo de haber pisado la ciudad más austral del planeta. Mientras que algunos escudriñan los textos sagrados y levantan la vista al cielo en busca de signos, queriendo encontrar una fecha por demás indeterminable, para muchos el fin del mundo es un evento lejano, 32
Narrativa abstracto e inimaginable que no altera su sueño. Para los habitantes de Ushuaia es a un tiempo terruño, orgullo e identidad y, desde luego, una importante fuente de ingresos. La noche transcurre de prisa, o al menos eso le parece ante la expectativa de embarcarse a primera hora. Coincide en el desayuno con algunos de sus compañeros de expedición, jóvenes todos ellos cargados de adrenalina, extraños hasta ese momento, pero que a partir de ahí serán camaradas de una aventura compartida. Antes de abordar, acepta a regañadientes ir con ellos a tomarse la foto junto al letrero de la ciudad y su omnipresente denominación, aunque que para ella el fin del mundo está todavía un poco más allá, en la Terra Australis Ignota. Al salir del Canal de Beagle hacia mar abierto, un solitario cormorán patagónico levanta el vuelo por la banda de babor. Su negra silueta se dibuja contra el diáfano azul del firmamento. El ave bate sus alas y planea a intervalos y acompaña a la embarcación hasta que ésta enfila la proa al sur. Entonces, pliega sus alas, alarga el cuello y se zambulle entre las olas. Un viento helado pero suave barre la cubierta y un miembro de la tripulación le confirma que se dirigen a la península antártica, a la Tierra de Graham, mismo suelo que los argentinos llaman Tierra de San Martín y los chilenos Tierra de O’Higgins. Hacia la tarde del segundo día de navegación, un resplandor emerge sobre la línea del horizonte. ¡Ahí está por fin! El último continente, la frontera extrema, el destino final. Un blanco espectáculo que empequeñece la pupila y un azul que ensancha el espíritu. Pareciera que sólo estos dos colores quedaban en la paleta cuando llegó el momento de pintar este rincón de la creación. No obstante, bastan y sobran para inundar la mirada con una multitud de variantes y combinaciones, complementada por dosis distintas de luz y sombra que brindan un panorama único, irrepetible. Conforme se aproximan a tierra, contempla arrobada los incontables matices. Aristas azuladas delimitan el perfil de las montañas de nieve. El sol concede un brillo intenso a las planchas de hielo que flotan aquí y allá sobre el mar y ribetea unas cuantas nubes dispersas en lo alto. Ella, ausente de palabras, levanta la cámara sabiendo de antemano que el resultado mentirá, del mismo modo que todas las reproducciones intentadas por la mano del hombre y sus artilugios. El barco fondea en medio de una bahía calma
y reluciente como un espejo. Unos cien metros lo separan de tierra donde elevadas paredes de hielo se yerguen a ambos lados. En uno, como barrocas catedrales cinceladas por el viento; en el otro, cual enormes rascacielos neoyorquinos de tersa lisura. Según lo previsto en el programa de la expedición y en sus propios planes, se suma a otros ocho aventureros para pasar la noche en la nieve. Una lancha los conduce hasta una meseta donde se instala el campamento. No está permitido llevar ningún tipo de combustible, por lo que no habrá otra calefacción que la que proporcione la vestimenta y la bolsa de dormir. El termómetro marca dos grados arriba de cero. Algunos, los más osados, dormirán a cielo abierto. Ella prefiere una tienda para protegerse del viento, único depredador en estos lares. El grupo se reúne para cenar en un círculo tribal, aunque sin fogata de por medio. El único calor adicional al de sus ropas proviene del café de los termos y del que imprimen a sus palabras para narrar historias de barcos atrapados por meses en el hielo, volcanes y erupciones, caza de focas y ballenas e innumerables disputas territoriales por la soberanía. Banderas recurrentemente izadas por un país y arriadas por otro para ondear la propia, hasta que —explicó el guía— el Tratado Antártico congeló en 1959 los reclamos de doce signatarios, para establecer algo así como un estatus de tierra de todos y de nadie. Entre otros aspectos, el articulado prevé medidas de protección de la flora y la fauna y la prohibición de pruebas nucleares, la explotación de recursos y el depósito de desechos tóxicos. Sin embargo, permite a los miembros el asentamiento de bases de investigación científica. Cuando le toca a ella la palabra, pregunta al grupo si creen posible que alguna vez el mundo alcance un grado de civilidad y compromiso semejantes, en materia de cambio climático. Tras un breve silencio, la conclusión unánime es que es improbable, considerando los intereses económicos y la inconsciencia de la ambición humana. Actuarán ya con el agua al cuello y quizá entonces sea tarde. Tras una noche que dura apenas cuatro horas sin llegar a alcanzar una oscuridad total, el temprano despertar en esta tierra de nadie no es una sorpresa, pero sí el regocijo de un anhelo cumplido. Tal como lo había imaginado, al abrir la cremallera de la tienda, media docena de solícitos mayordomos vestidos de negra librea y pechera blanca, asoma el pico para darle la bienvenida a la tierra que han habitado 33
arteficio sus ancestros por millones de años. Invirtiendo los papeles que dictan las normas de la etiqueta, es ella quien les sirve el desayuno, apenas unas galletas, pero que aquellos aceptan compartir sin ningún reparo y sin perder la compostura. Cumplido el protocolo, se retiran en su lento andar, con las cortas alas echadas hacia atrás para ayudar a su equilibrio. El campamento se levanta sin dejar rastro de su presencia. Incluso la orina ha sido recolectada en recipientes especialmente concebidos. En el trayecto de vuelta al barco, llama su atención un grupo de pingüinos que avanzan oscilantes sobre y bajo el nivel de la superficie, como sólo había visto hacerlo a delfines, orcas o ballenas. Es, piensa, como si trazaran una línea acompasada que lleva el pulso del planeta y que, por extensión, les une con las otras especies. Ya en el barco, se alista con otros experimentados buzos para la primera inmersión. Le cuesta un poco enfundarse en el neopreno con la ropa interior térmica. Comprueba dos veces el funcionamiento del equipo y parten en lancha al sitio elegido para explorar. Tras un chapuzón en el que se corrobora la hermeticidad de los trajes y el flujo de aire en los reguladores, el coordinador repite las últimas indicaciones: no bajar a más de 20 metros, no permanecer más de veinte minutos y no apartarse de su pareja. Bajo la superficie, el agua impoluta permite una excelente visibilidad. La temperatura es de -1°C que con la protección que portan no implica riesgo, salvo por una filtración o una exposición prolongada. Comienza, con su compañero, por recorrer la rugosa parte inferior de una placa de hielo flotante de unos veinte metros cuadrados, e imagina lo desesperante que sería tratar de abrir un hueco con su cuchillo, si toda la superficie estuviese cubierta de un hielo similar. Pocos metros más abajo, los pingüinos les tienen reservada una demostración de nado submarino. Tan torpes en tierra, son aquí veloces saetas. Sus alas, negadas para el vuelo, se tornan en aletas magníficas que les permiten giros y evoluciones imposibles de imitar y, aunque ella lo intenta, desiste convencida de que la miran tal como ella los ve sobre tierra. Las aves se retiran a lo profundo y vuelven para examinar a su vez a los visitantes y la fiesta parece no tener fin, pero consume los minutos que les quedan y es necesario ascender. Después de almorzar, como suele suceder por esos rumbos, las condiciones meteorológicas cambian
de súbito; un fuerte viento encrespa las aguas y obliga a suspender la inmersión vespertina, así como la pernocta y demás actividades en tierra. Los buceadores se resguardan bajo cubierta y se reúnen para jugar backgammon, tomar un mate o un café y comentar sus impresiones de la mañana. Ella accede a jugar una partida y cerca del final de la misma, cuando está en desventaja, los dados ruedan desde su mano para conseguir un doble seis, limpiar del tablero sus fichas y ganar el juego. Unos cuantos que creían impracticable esa jugada, aplauden el tiro. Al siguiente día, la naturaleza se muestra propicia y se repite el ritual preparatorio para una nueva inmersión. Mismas recomendaciones y mismas parejas, pero ahora en otro punto, más cercano a tierra. Los cuarenta kilos que lleva encima más su propio peso corporal se vuelven casi nada al sumergirse en las gélidas aguas. Se acerca con su compañero a la costa para observar un majestuoso glaciar con destellos de azul que se van perdiendo conforme la mole se adentra en las profundidades. Se alejan de la costa. El silencio es casi total, interrumpido solo por su propia respiración y sus pensamientos. Aunque sabe que su pareja está al lado, cierra los ojos para experimentar la soledad en esta insondable magnitud. Se siente suspendida en una plácida ingravidez, que imagina similar a la de flotar en la estratósfera y una voz interna le susurra que le encantaría comprobarlo. Una evocación, quizá impresa en sus genes, la refiere a la paz del útero materno durante la gestación. Agradece dentro de sí esta comunión con el universo que colma sus sentidos. De pronto, una burbuja, dos, muchas, obstruyen el torrente sanguíneo y sobreviene la confusión y el natural impulso del cuerpo por alcanzar la superficie a la que no llegará con vida. Todo intento de resucitación resulta en vano. Habían transcurrido doce minutos desde el mediodía, del día doceavo del último mes del año. A la distancia, sobre un macizo helado del rincón último del mundo, se congrega una larga fila de pingüinos, ahora enlutados y con gesto adusto, que parecen despedir a la fúnebre embarcación que se aleja, que se lleva para siempre a su compañera de piruetas subacuáticas, amortajada de un hielo tan puro casi como su alma y con los ojos llenos de azul antártico. ::.
Narrativa
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arteficio Anna Pavleeva
¿Tienes de la verde? Santiago Loreto
“
Tu cabeza en mi hombro”. José José se escuchaba en aquel bar de mala muerte cuando entramos por la puerta principal. Con luces de neón la palabra oasis iluminaba otra pequeña puerta lateral. Al fondo dos borrachos tenían una botella de Presidente casi vacía. Las meseras eran muy hostiles y todas usaban minifalda. Se adivinaba que después de determinada hora también hacían de prostitutas. Nosotros dos éramos los únicos clientes con facha de turistas en aquel lugar. Había cuatro mesas de billar con el paño roto y una barra llena de licores baratos y malos. No tenían aire acondicionado y estábamos a no menos de 34 grados centígrados. Caminamos hasta la barra y todo mundo nos observó detenidamente. Era media noche y esa pocilga estaba casi vacía. No quise levantar la mirada, pero calculé que no había más de cinco o seis personas aparte de nosotros. Nuestro único motivo para estar
allí era conseguir mariguana. Estábamos súper erizos. Pedimos un par de cervezas. Sólo había Tecate o Superior. Ni modo. Eso sí, bien frías. Cuando la mesera principal —que parecía socia del lugar— nos destapó las botellas, supimos que era el mejor momento para preguntar si tenían un poco de hierba que nos pudieran vender. Jesús se levantó por encima de la barra y fue al grano. —Estamos buscando de la verde. ¿Usted sabe si alguien por aquí nos puede vender? La mesera regordeta alzó las cejas y se inclinó hacia atrás. —No, aquí no hay eso —respondió de forma tajante y volvió a la máquina registradora hasta el otro lado de la barra. —¿De la verde? No mames cabrón, yo creo que ni siquiera te entendió —le dije riendo y enojado al mismo tiempo. 36
Narrativa Fui al baño para explorar un poco más el lugar. El baño de hombres apestaba a miados y el agua que salía del grifo estaba salada y caliente. Antes de regresar a la barra otra mesera pasó junto a mí. Quise preguntar sobre la mariguana, pero ni siquiera me dio chance de acercarme. Abrió una puerta contigua al baño y entró a un cuartito donde había más meseras-prostitutas. Me detuve por un momento. Después giré y caminé hasta aquel cuartito, toqué fuerte un par de ocasiones y nadie salió. Esperé uno o dos minutos. Se me hicieron eternos. Volví a tocar más fuerte y en tres ocasiones. Nadie salió. No me dio buena espina así que decidí dar media vuelta, regresar a la barra, pagar las cervezas y salir lo más pronto posible de aquella pocilga. Cuando regresé con Jesús y le hago la seña de que pagáramos y nos fuéramos, se nos acerca un gordo moreno, mal encarado. —¿Qué necesitan? —nos preguntó. Antes de que yo le respondiera que nada, que ya nos íbamos, Jesús se adelantó. —Mariguana, queremos comprar mariguana — soltó de botepronto. La regordeta de la caja registradora escuchó todo y se nos quedó viendo. El gordo moreno levantó la mirada y giró la cabeza para ambos lados. Enseguida nos hizo un ademán para que lo siguiéramos. “¡A huevo!”, susurramos los dos. Yo no tuve tiempo para hablar ni decir nada. Seguimos tras los pasos del gordo moreno que se dirigió al cuartitito de las meseras. Tocó una vez y enseguida una chica, una muchachita de no más de 15 o 16 años, abrió la puerta. El gordo moreno dio un paso al costado y nos hizo la seña de entrar. Primero ingresó Jesús y después yo que llevaba la cerveza en la mano. Cerró la puerta por fuera y quedamos dentro del cuartito con seis meseras prostitutas. Ninguna de ellas nos preguntó nada y ninguno de los dos dijimos algo. Yo sentí que estábamos fritos, cuando Jesús empezó a hablar. —¡Hola cómo están! Sólo queremos comprar mariguana. ¿Ustedes tienen? —preguntó sin tanto nervio. —No tenemos mariguana pero ustedes se pueden divertir con nosotras —dijo otra mesera que estaba sentada en un sofá con una minifalda súper entallada y con un escote prolongado, pintada con sombras exageradas y con los labios color violeta.
—Cobramos 120 pesos el palito y va incluida la propina —dijo otra mesera que se acercó y sin decir nada le agarró la pistola a Jesús. —¿De cuánto es la propina? —pregunté. —La propina es el segundo palo con cualquiera de ellas —respondió la chica sentada en el sofá y señalando a tres muchachitas que parecían niñas, entre ellas, la que abrió la puerta. —No gracias —respondí. —Sólo estamos buscando mariguana. —No queremos coger, solo queremos un gallo — agregó Jesús. —¿Qué es un gallo? —preguntó una de las muchachitas. —Un cigarro de mariguana —le respondí. En seguida la chica de minifalda y ojos de mapache se levantó y nos dijo en voz alta e indignada. “De aquí nadie sale sin al menos una mamadita”, dijo en voz alta. El ambiente se puso tenso. Jesús ya tenía a dos meseras prostitutas calentándolo y toqueteándole. Me miró a los ojos como diciendo, “ya ni pedo”. La mesera de minifalda se me acercó, me dio un beso y me agarró los huevos. Me desabrochó el pantalón y me la empezó a mamar. Volteo y veo a Jesús en la misma posición que yo, con las nalgas al aire, y a otra mesera chupándosela. No pasó ni un minuto cuando el gordo moreno entró. Dejó la puerta abierta de par en par. “Largo de aquí”, nos gritó. Nos quedamos estupefactos. El gordo moreno llevaba una pistola en la mano. Sudamos frío. Nos abrochamos el pantalón al mismo tiempo que las seis chicas del lugar abandonaban el cuartito. —No hay pedo, no queremos nada, ya nos vamos —le dije con la voz temblorosa. Salimos del lugar y ya no estaba el coche que habíamos rentado. Jesús y yo nos miramos y empezamos a caminar por la misma calle terregosa por la que habíamos llegado. Estaba todo oscuro y solo se escuchaban ladridos de perro a lo lejos. Nos dimos cuenta que entre las seis prostitutas nos habían robado la cartera, el dinero, las llaves, todo. Tardamos más de media hora en llegar al centro de Santa Rosalía. No había un alma. Estábamos a seiscientos kilómetros de Balandra y a mil kilómetros de Ensenada. —Vale verga cabrón, ahorita solo se me antoja un gallo —me dijo resignado. —Yo también quiero un gallo —respondí. ::. 37
“Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existe�. Apocalipsis 21:1
arteficio
Campania Javier Gómez
M
arcelo a su sobrino Licino saluda: Es firme e inmutable el destino de cada hombre. Así lo dictan los dioses desde su sagrado recinto. Sólo nos toca a nosotros, Licino, darle un brillo o una mancha a nuestra vida con cada uno de los actos que emprendemos ante las adversidades. Hoy recuerdo el día en que recibí la carta del emperador Tito, anunciándome la muerte de mi caro hermano Emilio, tu padre, ocurrida en batalla. Aquel día lloré como un niño por la pérdida de uno de mis más entrañables amigos. También lloré por Roma porque perdió a una de sus luces más brillantes. Fue senador en el reinado de Vespasiano y después comandó un ejército cruzando el mar, para arribar a puerto y evitar una sublevación en una de nuestras provincias… Yo lo acompañé, y aún siento en mi cuerpo el golpe del Euro, así como del Noto, trayendo consigo la más grande de las tormentas. Mis ojos todavía ven el concierto de centellas que golpeaban las turbulentas mareas, era como si el mismísimo Júpiter castigara con su mano a las tranquilas aguas. El ánimo de los soldados decaía, a pesar de lo que aseguraban los augures: la victoria de nuestro ejército. Mi hermano, Emilio, era el general del ejército. Firme en su posición, veía al horizonte. Nuestra nave daba tumbos sobre las aguas y en ocasiones parecía que era conducida por aquel mar bravío hacia su perdición. Todavía recuerdo la noche anterior en puerto, cuando Emilio me dijo las condiciones fijadas por
el Senado. Llevar no más de dos cohortes. Nadie podría prestarnos auxilio, debido a la lejanía de punto donde entablaríamos batalla y al posible temor de pueblos vecinos al ver unidades de nuestro ejército tan cerca de su territorio. Tu padre y yo lo sabíamos, el enemigo era numeroso y sólo teníamos como ventaja la experiencia de nuestros soldados y la disciplina de nuestras fuerzas. De repente, un rayo cayó a babor y Emilio ordenó dar un giro a la derecha. Las voces de los hombres comenzaron a multiplicarse y los látigos ordenaron incansables sobre las espaldas de los esclavos, el movimiento de los remos para dar el brusco movimiento. Evitamos la muerte segura en unos escollos. Y el ánimo del grupo afloró en los rostros al sabernos a salvo, gracias a la serenidad y vista de nuestro general. Las naves que nos seguían imitaron el movimiento, escapando así de la tragedia, o al menos eso creímos. Llegamos a puerto y desembarcamos con prontitud, arropados por el silencio que antecede a la lucha. La tormenta había terminado y tu padre, Licinio, me ordenó hacer un recuento de nuestras fuerzas. Con tristeza reporté la pérdida de tres de nuestros navíos, junto con doscientos hombres. Una sexta parte de nuestro ejército yacía en el mar. Emilio llamó a sus hombres más cercanos y juntos elevamos una plegaria a los dioses por nuestros compañeros caídos, y partimos de inmediato. Luego mandó a dos vigías para que inspeccionaran el terreno donde se llevaría 40
Narrativa a cabo la lucha. Marchamos por horas en la oscuridad y en formación, con Emilio a la cabeza de nuestro ejército. Aquel día lo observé con cuidado y no vi ninguna señal de cansancio o de preocupación, a pesar de no recibir noticias de los jinetes que salieron para informar la posición del enemigo. Marchaba seguro a la victoria. Así lo transmitía su porte al cabalgar por aquellas tierras hostiles. Atravesamos campos donde lo único que vimos eran las flores en los llanos y las sombras de los animales salvajes que huían al ver el número de nuestro cuerpo de legionarios. Al salir los primeros rayos del sol, descubrimos el campamento de los adversarios. Nadie se acobardó por la clara diferencia de las fuerzas rebeldes y tomamos nuestras posiciones. Tu padre mandó a dos de nuestros jinetes que avanzaran hacia el líder de aquella turba de salvajes para exigirles la rendición. Regresaron tan rápido como partieron, trayendo un ‘no’ como respuesta. A lo lejos escuchamos los insultos. Lo digo porque uno de nuestros hombres que marchaba a mi lado conocía aquella lengua y tradujo todo lo que escuchó para mí. Solamente oí lo que es normal escuchar en labios de todo bravucón: que nos matarían, que arrancarían nuestros corazones y los comerían, que violarían a nuestras mujeres e incendiarían nuestras ciudades, que sus dioses eran más fuertes que los nuestros. El lugar de la batalla era un valle, rodeado a los lados por dos colinas habitadas por densos bosques, al fondo se levantaba una montaña y el camino hacia sus tierras se dirigía hacia allá. Nuestro general ordenó avanzar y formó una cuña al frente con la mitad de soldados experimentados junto con nuevos elementos. Fue el momento de probar lo aprendido en los cuarteles. A nuestros costados formó otras líneas para enfrentar el ataque de sus fuerzas que no veíamos y creímos que estaban allí, escondidas, para envolvernos y matar a cada uno de nosotros cuando enfrentáramos la lucha de frente. El enemigo comenzó a gritar y corrieron, todos juntos hacia nosotros para derribar la primera línea de nuestro ejército. Nuestros hombres alzaron sus escudos y plantaron firmes sus lanzas. De pronto el cielo oscureció. De las colinas salieron una multitud de flechas que buscaban nuestro fin. Pero nuestros hombres se cubrieron el cuerpo con los escudos, e hincados en la tierra soportamos con valor la furia de sus dardos. Seguimos avanzando hacia el frente, donde estaba el líder de la revuelta que se paseaba seguro en su caballo,
como si nos estuviera esperando para pelear cuerpo a cuerpo. Recibimos otra descarga de saetas y Emilio ordenó a nuestros arqueros, que marchaban detrás de nosotros, atacar. Ahora las bajas se equilibraron. Vimos como nuestros rivales caían sin vida. Al chocar nuestra primera línea con el enemigo la detuvo e inició la carnicería. Ninguno de aquellos hombres pudo salir con vida del férreo golpe de nuestros escudos, ni del filo de las gladius. El metal romano bebía ríos de sangre sin lograr saciarse en la refriega. El líder rebelde gritó y un gran número de hombres salieron de los costados a caballo para romper nuestras filas y asesinar a cada uno de nosotros en su galope. Nuestros arqueros lanzaron otra ronda de sus mortales flechas e hirieron a un número importante de nuestros rivales. Soportamos con valor y una gran determinación su brioso golpe, mientras al frente avanzaban nuestros hombres, en forma de cuña y nos acercamos a su líder. Todo ocurría con una precisión matemática. Golpe de escudo, acometida de gladius, golpe de escudo, acometida de gladius. Así fuimos reduciendo sus fuerzas. Los que sobrevivían, las líneas de atrás extinguían sus vidas. En este punto de la batalla logramos ver que la victoria podría ser nuestra. De pronto escuchamos un grito de una multitud por la retaguardia. Eran sus fuerzas que se dirigían a matarnos montados en sus corceles, lograron pasar nuestra línea defensiva. Tu padre, Licinio, actuó con rapidez y reordenó a nuestros hombres para enfrentar al enemigo. Consiguió detenerlos e hizo la formación de un cuadrado que avanzaba con firmeza hacia su general. El ánimo de nuestros soldados no decayó, por el contrario, seguimos avanzando a pesar de que nuestras gargantas pidieran agua y nuestros cuerpos un descanso al pelear por varias horas y llegar a mediodía sin saber quién era el vencedor. Marchamos, a nuestros heridos los llevamos al centro de nuestra formación y un grupo de soldados los defendía de nuestros contrarios. Nuestros rivales atacaron con mayor ímpetu y número. Y donde caía un romano, dos ocupaban su lugar. Su líder dio por segura la victoria y con señas nos decía que avanzáramos, que él esperaría en su sitio nuestra acometida. Mientras tanto, cada uno de nosotros siguió haciendo lo que sabía hacer: golpe de escudos, acometida de gladius. Nuestro número iba reduciéndose. Yo, en ese momento, tenía una herida que sangraba en mi pierna como resultado del vuelo de una flecha, pero seguí luchando como todos nuestros hombres. Emilio 41
arteficio avanzaba a pie y seguía dando órdenes. En ocasiones iba a un costado y entablaba una lucha, ora iba al otro lado y segaba la vida de un enemigo. Arengaba y con su voz levantó el ánimo de nuestros hombres. El grito de la refriega aumentaba y pudimos ver al fondo, en la base de la montaña, a un nuevo cuerpo de caballería dirigiéndose hacia nosotros. Pensamos que sería nuestro fin, pero nuestro valor no disminuyó y juntos imaginamos como seríamos enterrados con honor y después descansaríamos en los Campos Elíseos, gozando de la compañía de nuestros grandes generales romanos que nos recibirían con gusto en la morada de los héroes. Seguimos luchando, a pesar de las violentas acometidas del enemigo que nos asediaba con ahínco. Y tu padre gritó: — ¡Son las fuerzas de Papio Apeo! Ahora nosotros gritamos de júbilo mientras avanzamos con mayor animosidad. Nuestro enemigo al verse atacado en su retaguardia huyó. Los que no vieron nuestra caballería, al tenerla tan cerca, arrojaron sus armas al piso. Y su general fue perseguido por la caballería y tomado preso. Tu padre, Licinio, y Papio Apeo se saludaron y así obtuvimos la victoria. Después me enteré, por otro de nuestros legionarios, que unos hombres del general Papio Apeo, se adentraron en terreno enemigo disfrazados y asistieron a la celebración que el líder rebelde dio a sus dioses para conseguir su bendición y asegurar la victoria sobre el ejército invasor. Los espías del general Papio Apeo se unieron a la fiesta, gritaron en agradecimiento a los dioses de los salvajes, bebieron y fornicaron hasta el cansancio. Inclu-
sive, uno de nuestros soldados, quien conocía tiempo atrás a una de las concubinas de su líder, fue el mensajero que informó todos los movimientos que hizo nuestro rival, no sólo militares sino también los acuerdos con pueblos vecinos. Por un momento estuve agradecido por su audacia, pero después pensé en el castigo que recibirían, por parte del Senado, al desobedecer una orden. Mi compañero me miró con alegría y me guiño el ojo. El informe sólo dirá que hubo enfrentamientos a lo largo de nuestras fronteras y por esa razón uno de sus cuerpos se acercó al lugar de la batalla. Al ver la situación tan comprometida de otro cuerpo romano, acudieron a su auxilio, pero al acercarse descubrieron que la contienda estaba dada de nuestro lado, así que sólo fueron testigos de la victoria de nuestras fuerzas, y un senador lo recibirá e informará al Senado lo ocurrido. Todavía conservo en la memoria la imagen de tu padre, Licinio, con una herida en un brazo, su cara manchada por la tierra y el sudor, esbozando una sonrisa, su gentil sonrisa que convertía enemigos en amigos. El tiempo fluye como el río, y sus aguas no son iguales, ya que la corriente cambia y no puedes bañarte dos veces en el mismo afluente, como decía Heráclito. Hoy sé que no puedo cambiar el pasado, y mis actos en el presente pueden asegurarte un futuro promisorio Licinio, como siempre quiso tu madre Helvia y tu padre Emilio. Ahora mi único interés es acrecentar tu patrimonio y tratar de cubrir el enorme espacio que dejó tu padre en tu corazón. Por esa razón emprendí el viaje hacia Campania, con el fin
arteficio de comprar una granja y con el paso del tiempo puedas aprender a manejarla para ser un firme sostén en tu vida futura. El viaje por la vía Apia fue placentero. Partí empeñado en recorrerlo a caballo para disfrutar de la vista del horizonte, del perfume de las flores en el campo y de la seductora danza de los vientos que refrescan cuando nos vemos asaltados por ellas. Deseaba descansar en las hosterías y por la mañana disfrutar de la leche fresca y de la miel untada en los panes recién horneados. Pero muchas veces nuestros planes cambian caprichosamente, y de improviso. En un punto del camino me hallé a un lado del carro del senador Espurio Albino, el senador que mandó la fuerza expedicionaria años atrás para ayudarnos. Me invitó a subirme y realizar el viaje junto a su esposa Agripina. No pude rechazar su ofrecimiento, y no porque no pueda controlar mi gusto por el vino, que el senador era conocido por su excelente gusto, por su generosidad y por su delicado trato a sus huéspedes y amigos. Lo hice porque necesitaba consuelo. Todavía traía sobre mis hombros la pesada carga de la muerte de tu padre y solamente un amigo cercano podría hacerla más ligera y agradable. Así, marchamos recibiendo el calor del estío y cómodos en su carro, disfrutando el sabor dulce de sus vinos y la encantadora compañía de aquel matrimonio cuyo pasado se unía al mío por la existencia de tu padre, quien fue uno de sus más queridos amigos en el Senado. Aquella charla me recordó los festines en donde probé los más exquisitos platillos, el tiempo donde mi paladar se entregaba a los más inolvidables placeres. Así como esos días pasaron con gran rapidez, la dulce compañía del senador Espurio Albino y su esposa Agripina llegó a su fin. Llegamos a Capua de noche, mis anfitriones buscaron afanosamente llevarme con ellos a una de sus residencias para dormir allí con toda clase de comodidades y partir al día siguiente a Neapolis. Su plan era viajar hacia Herculano y acompañarme una vez más en el camino. Me disculpé con ellos y expuse la razón de cierto negocio de suma importancia, ya que éste demandaba mi presencia inmediata, por lo que me despedí de ellos, con un poco de pesar y monté mi caballo para seguir mi camino. La Luna y las estrellas levantaron mi ánimo, a lo largo del viaje iluminaron con sus suaves rayos la vía donde mi caballo transitaba. También me encantaba galopar en la oscuridad por el camino sin guardar ningún temor, debido a mi experiencia en las marchas nocturnas del ejército. En cada una de
ellas mis ojos descubrían otra clase de belleza en los campos. Así llegué al término de mi viaje. Era medianoche, toqué la puerta de la hostería de un amigo mío de la infancia, cuyo nombre era Lelio y al abrir el portón me recibió con grandes muestras de cariño, ordenando a sus esclavos que llevaran mi caballo a su caballeriza y ofreciéndome agua caliente para darme un baño. Después de lavar mi cuerpo, bajé al comedor y me sirvió una cena espléndida. Juntos bebimos el mejor de los vinos y platicamos casi hasta el amanecer, su mujer, Clelia, al ver cómo nuestra charla se alargaba, se despidió de mí deseándome un dulce sueño y éxito en los negocios que iba a emprender el día siguiente. Me acosté tarde y desperté a mediodía. Una de sus esclavas tocó la puerta de mi cuarto y entró con las viandas. Comí con prontitud y me despedí de Lelio y su mujer, prometiendo que regresaría para disfrutar de su compañía y hospitalidad. Llegué a la granja, tenía una extensión de veinte yugadas y su principal producto era el vino. El nombre del propietario era Quirino y me trató con amabilidad. La familia de su esposa vendería gran parte de sus propiedades en un lugar lejano y él quería cambiar de residencia; aumentando así su riqueza al comprar esas tierras. Por eso se veía en la necesidad de vender la granja. También guardaba un temor oculto al Vesubio. Estaban cerca de cumplirse veinte años del terremoto y algunos propietarios no deseaban vivir la misma experiencia. Llegamos a un acuerdo, firmamos los papeles y entregué el primer pago, quedando una parte más pequeña a cubrirse en la kalendas de octubre. Hice la operación en el día fijado para los negocios, como lo había recomendado tu tía Marcia, en una de sus cartas. Estábamos cerca de las kalendas de septiembre y al marcharse el anterior propietario, tomé posesión de la granja. Conservé un gran número de su servidumbre, por la que también pagué. Sólo los más leales partieron con él. Yo reuní a hombres y mujeres en uno de los patios y prometí darles un buen trato a cambio de su diligencia en el trabajo y lealtad a mi familia. Una vez dicho esto nombré a un liberto, que conocía tiempo atrás, como el administrador de la propiedad. Era conocedor en el manejo de las propiedades agrícolas y había estado unido a mi familia desde pequeño. Tu tía lo conoce bien, me refiero a Briccio, posee un carácter agradable y una gran fuerza física, parece como si el trabajo en el campo lo hiciera más fuerte cada día. Vino con su mujer y dos 43
arteficio hijos pequeños. Llegada la tarde nos dispusimos a dormir. Al día siguiente nos levantamos antes de salir el sol y revisamos todos los pormenores de la hacienda que íbamos a revisar durante la mañana. La cosecha había terminado y debíamos prepararnos para el resto del otoño y el invierno. Desde el primer día disfruté de la leche extraída de nuestro ganado, Licinio, y del pan preparado por las esclavas. Briccio y yo revisamos el estado de salud de todos los animales y vimos, con gusto, que la mayoría guardaba en excelente estado; comprobamos que cinco vacas estaban preñadas y en unos meses aumentaría el número del hato. Escribí con mejor ánimo una carta a tu tía Marcia, anunciando la adquisición y el buen estado de la nueva propiedad. Parecía como si todas las penurias terminarían con rapidez e iniciaba una época, amparada por la diosa fortuna, en donde volvería la alegría a nuestra familia, Licinio. Faltaban pocos días para las kalendas de septiembre, Briccio y yo conversábamos sobre las semillas que debíamos sembrar en la siguiente temporada, cuando una explosión desencadenó una fuerte sacudida en la tierra. Vimos una cadena de humo saliendo del pico del Vesubio, era tan espesa que ocultó los rayos del sol y parecía como si estuviéramos presenciando un eclipse. En ese momento, tanto Briccio y yo, no supimos qué hacer, pero después recobré la calma y ordené que las mujeres y los niños huyeran a poblados vecinos, en donde los patrones pudieran recibirlos y darles protección. Escribí varias cartas, asegurando el pago de todos sus gastos durante el tiempo que durara la emergencia. Partieron y sólo los hombres más fuertes me acompañaron en la propiedad. Otra de nuestras tareas fue asegurar la vida del ganado. Giré instrucciones para sacarlo de la granja y llevarlo a las montañas más lejanas, arreados por otro grupo de hombres. Fue una marcha penosa, pero necesaria, afortunadamente viajaron en caminos solitarios y llegaron a su destino. Aseguramos las puertas de las bodegas del vino, mientras observamos cómo las piedras, encendidas por el fuego del Vesubio, incendiaban los techos de las casas en Pompeya. En ese momento tuve la idea de partir y ayudar a las víctimas, pero recordé la muerte de tu padre, Licinio, y supe que debía conservar la vida para cuidarte a ti, a tu hermana Cornelia y a tu tía Marcia, puesto que no tenían a otra persona que ocupara mi puesto. Ordené limpiar los establos,
cerré las puertas de la casa principal y aguardamos afuera para ver cómo se iban desarrollando los hechos. Seguía temblando la tierra, haciendo más difícil mantenernos en pie. Fue entonces, al subir a una colina, que Briccio y yo vimos con horror cómo el mar retrocedía, dejando al descubierto una multitud de seres marinos, luchando en tierra, intentando regresar a las aguas de donde provenían. Después el ponto regresó con toda su fuerza a sus terrenos y borró por completo el puerto de Pompeya. ¡Por Hércules! Ahí supimos que éste era nuestro fin. Siguió temblando y la candela del Vesubio no paraba. Los incendios se multiplicaron y la oscuridad avanzaba en los cielos. A esas horas no sabía qué decisión tomar: quedarme a esperar la muerte o retirarme con todos los esclavos y dejar al amparo de los dioses tu propiedad, Licinio. Subí al caballo y galopé a las granjas vecinas. En el camino me encontré con un grupo de mujeres, niños y hombres cubiertos de ceniza, como si hubieran salido del Averno, como si Tisífone hubiera permitido la salida de las almas de los desgraciados y todavía llevaran en sus rostros la marca del castigo sufrido en el Tártaro. Marchaban y caían. Bajé del corcel y ofrecí agua a los primeros que encontré, lavé sus rostros y con gran pesar vi a unas mujeres que cargaban a sus hijos, ya sin vida. Sólo pude abrazarlas y lavar su cara. Los hombres lloraban, pero como su piel estaba cubierta de ceniza no podía ver sus lágrimas, solo noté los gestos de pesar en sus rostros. La compasión provocó una herida en mi corazón y regresé con ellos a la granja. Ordené que curaran sus heridas y les dieran alimento. En unas horas estábamos rebasados. Partí a otras granjas, y pedía auxilio a los dueños que lograba hallar. Unos dieron la media vuelta y me ofrecieron solo su espalda. Una de mis vecinas más cercanas, abrió su puerta y vi el terror en su rostro, me dio las llaves y se marchó corriendo. Seguí tocando puertas y algunos se prestaron para ayudarme. Dimos el auxilio a cuantos pudimos. Durante uno de mis viajes, recordé que el senador Espurio Albino y su esposa Agripina estaban en su casa de Herculano. De inmediato avisé a Briccio de mi partida y di la orden de que en caso de empeorar la situación, partieran todos juntos hacia Capua. Entregué con prisa otra carta, pidiendo el socorro, de entre mis conocidos en aquella ciudad, hacia los esclavos y los sobrevivientes. En ese momento olvidé el compromiso que tenía contigo Licinio, con tu hermana y tu tía. Galopé a gran velocidad y llegué a Herculano. La ceniza caía a raudales y tuve
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que colocarme un manto en la cabeza para respirar y cubrirme del polvo. Con suma tristeza troté en la calles de la ciudad, viendo los cadáveres bajo los escombros. No sabía dónde se hallaba la residencia de mi amigo, y preguntando a los que huían, me dirigí a la propiedad del senador. Toque la puerta violentamente, y al no recibir respuesta, tomé la espada y rompí los seguros. Entré a la casa, revisé los cuartos, las despensas y jardines. No hallé ni a él, ni a su esposa. Supuse que tuvo un contratiempo y por esa razón no estaban en Herculano. Antes de marcharme me vio una joven y corrió hacia mí, arrodillándose y tomándome de las piernas me pedía que salvara a su ama. Era una arriesgada operación de rescate. La ceniza caía con mayor intensidad y los temblores no se detenían. Acepté ayudarla, juntos entramos a la casa, subimos a la habitación y vimos a la anciana sobre el piso. La revisé y todavía conservaba la vida. Ordené que buscara a los esclavos y bajó con rapidez, mientras yo tomé el cuerpo de la señora y lo bajé con suavidad por las escaleras. La joven halló a toda la servidumbre encerrada en uno de los almacenes. Me imagino que pensaban enfrentar el peligro, ocultos, pero no sabían que los conducirían a la muerte sus temores. Todos salieron y ordené a los hombres que sacaran el carro y lo unieron a los caballos.
el histrión pidiendo otros dos. Concedí su deseo y antes de que llegaran, coloqué a la anciana en el carro e hicimos espacio para dos personas más. Llegó el histrión, con su mujer y los cuatro hombres que la cargaban. Los subimos al coche y todos huímos de Herculano. En el camino fuimos hallando más cuerpos y me hicieron recordar las escenas de guerra, donde los restos de los soldados eran devorados por los buitres. Traté de pensar con lucidez y evitar desvaríos, ya que la realidad lo demandaba. No sé cuánto tiempo nos tomó acercarnos a Neapoli. Creyendo salvar la vida, oímos una gran explosión, mi caballo se asustó y caí al piso. Me levanté y vi una nube grisácea dirigirse hacia Pompeya, apagando los gritos de la multitud. Corrí con todas mis fuerzas y con horror descubrí que otra rama de aquellas nubes se dirigía hacia nosotros. Uno de los esclavos regresó por mí, los dos montamos y salimos a gran velocidad, pero la nube nos cubrió; no podía respirar y me desmayé. Otro día, por la tarde, abrí los ojos. Vi la frente amplia del senador Espurio Albino y a su esposa Agripina. La esclava de la señora que salvé en Herculano lavaba mis heridas. Después supe que su ama, era la tía de una de las amigas de Agripina. —¿Se salvó? —pregunté a la esclava. —¡Sí! —contestó con alegría la joven. —Ahora está en Capua. ¿Dónde me encontraba?, en tu propiedad Licinio. Sus muros soportaron los embates del Vesubio, así como sus techos y cimientos. Por la generosidad de los dioses, tu tío Marcelo había conservado la vida.
Cuando abríamos la puerta, un extraño entró y a gritos pedía ayuda. Lo alcancé y reconocí su rostro. Era el histrión al que tantas veces vi en el teatro, era famoso y acaudalado. Su mujer estaba encinta y no podía bajar la escalera sin ayuda, debido a los constantes temblores. Mandé a dos hombres y regresó 45
arteficio —¿Y la esposa del histrión? —¡Dio a luz a trillizos! —¡Por Ceres! Esa era la razón por la cual no podían bajarla los dos hombres, pues no cargaban a una sino a cuatro personas —respondí a la esclava riéndome. Al paso de una semana logré ponerme en pie y pude comprobar, con mis ojos, el daño a Pompeya y Herculano. Simplemente desaparecieron. La ayuda tardó en llegar y los sobrevivientes fijaron su residencia en otras ciudades. Imaginaban que una vez salvada la vida del infortunio, no era aconsejable jugar a los dados otra vez. También escuché con tristeza los rumores, asegurando que el infierno se había adueñado de las dos ciudades. Yo, tu tío, Licinio, intenté luchar contra esa idea. Para mi mala fortuna siempre llegaba a la misma conclusión. Antes de partir el senador espurio Albino, me entregó una carta de tu padre Emilio. Mis manos temblaban al sostenerla. No la abrí y esperé hasta la tarde para despedir con tranquilidad a mi huésped y a su esposa, prometiéndoles visitarlos en los primeros días de noviembre. Entré a mi habitación y rompí el sello; la carta iniciaba así: Emilio a su hermano Marcelo saluda: Uno de mis últimos deseos era recordar contigo nuestros años juveniles, vividos en Grecia bajo el cuidado de … Un día, nuestro maestro abordó el tema de la fragilidad de la vida y las cosas humanas, argumentando que todo a lo que diera vida el hombre, fenecería, porque heredaba la naturaleza de su creador. En verdad salí con la cabeza dándome vueltas, mientras tú mirabas al cielo, viendo a las estrellas y me preguntaste si también ellas morirán algún día. Sabía la respuesta. Sin embargo, también conocía de tu gusto por los luceros y temeroso de acabar con tu fantasía, respondí: “primero partiremos nosotros, ¿no lo crees así?” Sonreíste y al entrar a nuestra habitación platicamos de lo corta de nuestra existencia y de la necesidad de cumplir con nuestros propósitos. Ambos discutimos si el imperio construido por nuestros mayores llegaría su fin. Los dos conocíamos la respuesta, pero nos negamos a decirla, por miedo o porque veíamos su imponente poderío. Hoy, mi alma mora en el aire y espero, con el pasar de los años, que al terminar la edad romana, y
nuestra lengua more solamente en libros, exista una persona cuya curiosidad la dirija a preguntarse: ¿qué significaba ser un romano? Y espero también que al leer la obra de nuestros poetas, historiadores y filósofos concluya que fuimos hombres indomables, con carácter, con un alma y un brazo libre que nunca se dobló ante el yugo de los tiranos. Espero que la educación recibida por mi hijo Lucinio, forje esa clase de hombre. Obra así querido hermano. Que sigas con bien. ::.
Narrativa
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Fraseo arteficio
“Toda época se nutre de ilusiones, si no, los hombres renunciarían pronto a la vida y ése sería el final del género humano”. Joseph Conrad 49
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La mente cósmica
L
Manuel Hernández Borbolla
a luz roja anunciaba el fin de un largo trayecto. La cámara de animación suspendida detuvo el proceso. Ranjit despertó lentamente mientras su respiración y los latidos del corazón volvían a la normalidad. Presionó el interruptor dentro de la cabina para abrir la puerta. Revisó el calendario. Le parecía increíble que en solo un abrir y cerrar de ojos pudiera pasar tanto tiempo. Ranjit había pasado los últimos ocho años dormido desde la última vez que había estado consciente, esperando el momento en que las máquinas lo despertaran de su letargo para constatar los datos obtenidos en la computadora, analizarlos y enviar un corte preliminar a la Tierra. Bastarían un par de días para que la nave que transportaba a Ranjit cruzara la delgada línea imaginaria que delimitaba el Sistema Solar. Ningún hombre había llegado hasta aquí antes, y sin embargo, a Ranjit parecía no emocionarle la idea. Quizá porque había pasado la mayor parte de su vida dormido en una cámara de animación suspendida, inmerso en ese infatigable deseo humano de explorarlo todo. Nadie sabía con precisión dónde terminaría la aventura, pero eso parecía poco trascendental para un científico con anhelos de fuga. Había pasado mucho tiempo desde que Ranjit se había enlistado para una misión sin retorno a los confines del universo, una expedición suicida donde los objetivos no estaban del todo claros. ¿Qué ganaría el ser humano con abandonar por vez primera el Sistema Solar? Era la pregunta que a veces rondaba la cabeza de Ranjit, cuando pensaba que había cometido un error. De cualquier modo, procuraba no pensar en ello. No había marcha atrás, así que no tenía caso quejarse. La Tierra siempre le
pareció un lugar poco agradable para vivir, luego de las medidas implementadas para controlar la población humana en el planeta, tras rebasar los 22 mil millones de habitantes. Y eso sin contar con las colonias establecidas en la Luna. La tecnología no pudo contrarrestar los efectos devastadores de la arrogancia humana. Aquello se había convertido en un caos absoluto, donde la disputa por los recursos naturales habían convertido aquello en un verdadero infierno. Una guerra interminable de todos contra todos. Millones morían de hambre a diario para satisfacer la ambición de unos cuantos. Ranjit recordó con nostalgia sus días de la infancia y dejó escapar un hondo suspiro. Luego pensó en el infierno que tuvo que soportar cuando una horda de fanáticos religiosos mató a su familia en un año de revueltas sociales en que el gobierno se vió rebasado ante el descontento y la ira incontenible de la gente. Ese fue el detonante para que decidiera emprender un viaje sin regreso a los linderos de la galaxia. Sin nada más que perder, quiso huir de su pena enlistándose en el programa espacial con el objetivo de explorar otros planetas aptos para ser explotados por la voracidad insaciable del hombre. Extraviarse en el limbo cósmico era su particular forma de rendirse al irremediable destino de vivir arrastrando viejos dolores. Tomó los sensores conectados a la computadora para medir sus signos vitales tras el largo sueño. Todo parecía estar en normalidad. Revisó con detenimiento su presión sanguínea. Luego revisó los resultados arrojados por el escáner cerebral. Los colores revelaban las zonas del cerebro que habían estado trabajando durante el letargo de ocho años. 50
Narrativa Una época plagada de sueños que apenas y podía recordar. La animación suspendida era como una prolongación de la muerte: permanecer en estado latente, como una semilla capaz de esperar mil años antes de germinar. Ranjit miró atentamente el informe con los datos completos de la tomografía, mientras las imágenes holográficas se desplegaban en el monitor. Se detuvo un instante a observar las postales de su cerebro. Una mancha en lo profundo de su cerebro, ubicada casi a la altura del tálamo, llamó su atención. Los estudios posteriores confirmarían el miedo de Ranjit. Se trataba de un tumor inoperable. Así lo mostraba aquella mancha con forma de cangrejo observada desde los modelos tridimensionales que arrojó el escáner microscópico. Se sorprendió que algo así hubiera podido desarrollarse dentro de sí a pesar de permanecer dormido durante tanto tiempo. Otra de las tantas injusticias de la vida. Se sintió devastado, pero al cabo de unas horas, su condición dejó de parecerle un problema. De cualquier modo iba a morir tarde o temprano, condenado a la soledad de los exploradores espaciales que han dejado todo atrás para dar un paso adelante en esa larga lista de tristezas que es la historia humana. Quizá ahora que cruzara la frontera de lo conocido por el hombre y abandonara el Sistema Solar sería recordado como una persona importante en la Tierra. O quizá sería olvidado como un conejillo de indias sacrificado en un experimento. Daba lo mismo. Ranjit se desplazó lentamente hacia la cocina. Sacó una ración de proteína sintética, papas fritas y un vaso de agua con endulzante rojo. Se sintió reconfortado después de comer algo luego de tantos años conectado a la sonda que controlaba su lento metabolismo con una precisión asombrosa. Al terminar de comer, recogió la basura y la depositó en el contenedor. Se detuvo un instante y miró por la ventana. Contemplar las estrellas podía convertirse en algo monótono, pero por alguna extraña razón, le ayudaba a relajarse. Era como perderse en un mar oscuro donde podían diluirse todos los pensamientos en el vacío del espacio. Aunque a veces se sentía solo, recordaba que había decidido embarcarse en una misión como esta para escapar del dolor. Dormir durante tantos años hasta el fin del cosmos se había convertido en el sustituto perfecto de la muerte. No había que detenerse a pensar demasiado. Cuando se sentía triste encendía los controles de la cámara de animación suspendida y se echaba a dormir varios años, perdido en extraños sueños que se desvanecían tan pronto habría los
ojos. Un remedio más efectivo que el más avanzado fármaco disponible para acabar con la tristeza. Ranjit envió un par de informes a la Tierra para luego leer algunas páginas del Bhagavad-guitá, el libro que lo acompañaba en esta larga travesía. “El Espíritu nunca nace y nunca muere: es eterno. Nunca ha nacido, está más allá del tiempo; del que ha pasado y el que ha de venir. No muere cuando el cuerpo muere”, repitió en voz baja las palabras de Krishna. Las palabras resonaban en su imaginación, como si hubiera descubierto por vez primera una antigua verdad. Ranjit contuvo el aliento para arrojar un hondo suspiro. Miró por la ventana y su corazón enmudeció. Una galaxia con forma de cangrejo resplandecía a lo lejos. La misma mancha que apenas un par de días atrás observó en su cerebro. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Fue entonces que Ranjit tuvo una revelación: aquella galaxia remota era el mismo tumor que permanecía dentro de su cabeza. Comprendió que la realidad es un fractal que envuelve todas las dimensiones de la existencia. Los extremos se tocan. Lo grande es lo chico, del mismo modo en que la combustión de millones de galaxias puede caber en el efímero suspiro de una célula. “El infinito es tan breve cuando lo miramos con los ojos de nuestra propia finitud”, pensó Ranjit. Por un instante sintió que su misión suicida tenía un propósito. Comprendió que el tiempo no existe, y que el pasado puede ser transformado con solo modificar el punto de vista del narrador, como ocurre con cualquier relato. La realidad se tornó flexible. Descubrió que todas las posibilidades de la existencia caben en nuestra capacidad de imaginarlas. Lo eterno es una creación de la mente para reconciliarse con la muerte. Era como si cada acontecimiento de su vida estuviera conectado para llegar a este preciso momento. Ahora todo tenía sentido. El vacío que dejó su soledad era tan grande que sólo la totalidad del universo entero podía llenar ese hueco. Las palabras se diluyeron en la música del viento sideral. Se borraron las fronteras. Ahí estaba, absorto, sintiendo el palpitar del universo dentro de su propio corazón. “Nada es para siempre, ni siquiera la tristeza”, se dijo Ranjit. Cerró los ojos, aflojó el cuerpo y se recostó flotando apenas separado del piso. Se quedó dormido. La nave seguía su curso. Sin darse cuenta, cruzó la delgada línea de la historia para dejar atrás el Sistema Solar. Una tenue sonrisa dibujada en el rostro de Ranjit parecía anunciar el principio de un nuevo comienzo. ::. 51
El apocalipsis del arte pop de Filip Hodas
Todo vuelve a empezar Alejandra Vargas
Y
entonces grité. Grité como todas las noches tratando de encontrar alivio, grité desde lo más profundo de mis entrañas, pero en ningún lado se hizo eco. Han pasado seis noches y no puedo dormir. Doy vueltas y vueltas y vueltas y nada. En los pocos momentos que lo logro, de nuevo la misma pesadilla, ni siquiera quiero recordarla, se siente tan real que la piel se me eriza. ¡Por favor, ya! Quiero entender los porqués, qué pasa, qué pasa, qué pasa, ya van siete días. Y qué tal si… no, mejor no. Bueno es que… ¡agggh, carajo! Malditas “relaciones” modernas. 11 de la mañana. Necesito mantenerme despierta. Un café. ¿A qué hora era la junta? No tengo cabeza para más nada. No puedo presentar el proyecto así. ¿Ya? ¡Nada todavía! Ya vete, ya vete, ya vete de aquí. Me siento tan sola, tan desesperada, no se puede notar, no se puede notar, no se puede notar. Actúa normal, aquí no pasa nada. Ya son casi las 4 de la tarde y no he desayuna-
do. 4:05, 4:05, ¿¡4:05!? ¿A qué hora pasa el tiempo? Quiero gritar. ¿¡Es en serio!? Siete días. SIETE PUTOS DÍAS Y NI UN “HOLA”. ¡Auch! Mi dedo. ¿Cuál era el remedio que me había dicho mi mamá para ya no morderme las uñas? Sigue igual, neta que todo sigue igual. ¿Qué pasó? ¿Ahora qué hice mal? No entiendo nada, por qué nunca nada es suficiente, por qué nunca soy suficiente. En fin, ya es muy tarde, trataré de dormir. Duérmete ya, mañana será otro día y quizá sea mejor que hoy. Día ocho y todo sigue igual. Ya no puedo con esto. Una vez más, aquí voy: 15:34. Hola, ¿cómo estás? No contestaste mi último mensaje, ¿todo bien? 23:18. ¡Guapa! Perdón, estuve ocupado toda la semana, ¿vienes a mi casa el fin? Y sí, quizá solo estaba ocupado como siempre. ::. 61
arteficio
El moco es vida Valeria Cornu
S
oy el moco, y vengo hoy porque ya estoy cansado de todas esas personas quienes al referirse a mí afirman que soy asqueroso y repulsivo, porque no lo soy, en lo absoluto. He de confesar que no sabía cómo empezar y pensé que debería explicar quién soy y de dónde vengo, porque al conocerme, quizás las personas cambiarían su percepción sobre mí y mi extensa familia. Así que empezaré por decirles mis orígenes. Vengo de una familia numerosa, en la cual hay varios tipos de mocos, dependiendo a qué parte del cuerpo protegemos del ambiente externo. Yo me
alojo en la nariz, así que me dicen nasal. Los hermanos de mi mamá viven en el sistema digestivo, tengo tíos que radican en el sistema reproductor, otros residen en el ocular, algunos en el ótico y otros en el laríngeo. Mis abuelos habitan los pulmones que son parte fundamental del sistema respiratorio. Todos somos viscosos y adherentes. Algunos somos más aguados que otros y nuestro color varía según el lugar que nos hospeda y las enfermedades que tienen las personas que nos alojan en su cuerpo. Somos un buen síntoma para que los médicos sepan el padecimiento de sus pacientes, ya que dependiendo el tipo, color y familia del moco, es el estado de salud del 62
Narrativa portador. Todos somos de vital importancia para el ser humano que tanto nos menosprecia. Creen que somos un mal común y no es así. Sin nosotros, las personas enfermarían y morirían con una facilidad espeluznante. Somos los defensores número uno de los humanos, mis abuelos evitan la deshidratación de los pulmones, ya que guardan la humedad, los que se alojan en el sistema digestivo protegen contra ataques bioquímicos, la mucosidad respiratoria previene ataques bacteriológicos. Muchos de nosotros atrapamos polvo y suciedad y evitamos que agentes extraños y dañinos entren al cuerpo. En algunos lugares lubricamos, como sucede con el colon, el esófago y en los órganos sexuales. Esto último ayuda a que las relaciones entre humanos sea más placentera y menos accidentada. Y es en el cérvix, donde dependiendo de la consistencia del moco se sabe si la mujer es fértil o si está ovulando, y este moco ayudará a que el esperma, que viene en una carga de semen que también contiene moco, aminoácidos y fructosa, llegue a fecundar el óvulo. Así que gracias a nosotros, los mocos, la raza humana continúa poblando de mocosos la Tierra. Como pueden ver, nuestra presencia en el cuerpo humano es vital. A mí me tocó nacer en la mucosa nasal y acabé alojado en la nariz. El peor lugar, porque es el más ordinario, el que más gente ve cuando no podemos adherirnos bien a las paredes y al vello. A nosotros los mocos nasales, nos tocó ser los primeros en alertar cuando una enfermedad respiratoria aqueja al cuerpo que habitamos. Nuestro color varía del transparente, pasando por el amarillo, el verde claro, verde oscuro y hasta rojo cuando venimos con sangre. Si nos ponemos negros es porque el humano respiró humo, carbón o de plano la contaminación estuvo terrible. Nosotros nos encargamos de proteger al cuerpo de las agresiones externas, ya sean los virus y bacterias, humo, alérgenos como polen y otras sustancias, por lo que el color no sólo viene de adentro, sino puede venir de afuera. Como nos gusta la chorcha, en ocasiones llenamos la nariz de una cantidad excesiva de nosotros, lo que dificulta la respiración y deben evacuarnos sonándose la nariz o expectorando el moco en exceso de la parte posterior de la garganta, aunque dicen que no deben tragarnos pero lo cierto es que, aunque los humanos no estén conscientes de ello, nos están tragando constantemente sin darse cuenta. Si
nos vamos a la garganta nos convertimos en flemas junto con los que vienen de los bronquios. Pero en realidad, las flemas y las expectoraciones, también son mocos que se creen de otra alcurnia. Las personas constantemente nos expulsan en pañuelos faciales, algunos lo hacen bajo el chorro de agua, otros usan una pera de goma para succionarnos, especialmente en bebés e infantes, muchos niños y adultos nos absorben y nos tragan, otros se pican la nariz y nos comen como si fuéramos migajas de comida o nos hacen bolita y nos avientan al aire o nos pegan en la ropa o debajo de la mesa, los más cochinos nos expulsan tapándose una fosa y haciendo salir el moco de la otra con un fuerte soplido que va a dar al suelo o al pasto, esto sucede mucho con los jugadores de soccer en medio de los partidos, y nos llaman a nosotros asquerosos, son ellos que con sus acciones nos hacen ver mal. Los mocos somos 95% agua. El resto nos componen sales, inmunoglobulinas, lípidos y proteínas. No entiendo dónde está lo nauseabundo de eso. Y a que no sabían que entre las cosas que me componen están incluidas las lágrimas, porque todos nosotros estamos conectados de alguna forma con los demás líquidos y secreciones del cuerpo. Yo soy el moco más común, el que incomoda cuando sale de la nariz sin ser visto, el que gotea, el que pica, el que no deja respirar, el que escurre, el que sacan con pañuelos, con agua, con aspiradores, con uñas y dedos. Soy el moco nasal y lo digo con orgullo, ya que soy importante e indispensable para el ser humano porque humidifico, caliento y filtro el aire que respiran. Es a través de mí como llenan sus pulmones de vida, de inspiración. Así que de hoy en adelante, cuando pienses que un moco es asqueroso, recuerda que de no ser por mí, quizás tú, no estarías vivo. ::.
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arteficio
Cada quien su guerra Luis Eduardo Velázquez
“
Al que le va a dar le va dar y al que no pues no”, dijo la señora rechoncita que frisaba los 68 años mientras amasaba las garnachas en la esquina de la avenida 20 de noviembre y el callejón de San Jerónimo, donde se esconde el templo de San Miguel Arcángel, una estructura de arquitectura virreinal, que ha sobrevivido en el corazón de México a revoluciones, sismos y transformaciones desde hace 500 años. Esa avenida, trazada a mediados del siglo pasado desemboca a la plaza emblema del país: el zócalo de la Ciudad de México. Ningún día deja de ser pisada por transeúntes y ello ha hecho proliferar el ancestral comercio informal, ese que en la antigua Tenochtitlán llamaban trueque y ahora ambulan-
taje, con la diferencia de que los aztecas intercambiaban mercancía y en estos días hay extorsiones de grupos crimínales a los comerciantes, no importa si son los que menos tienen. Es la ley de la selva de concreto, aunque por estos días parece por instantes quedar congelada. Hay lapsos donde se ven calles vacías pues en las noticias y las redes sociales se dice, se repite, se grita, vaya es de lo único que se habla, que un nuevo virus, más letal que la influenza AH1N1, que desató una epidemia en 2009 en México, anda suelto y ataca ferozmente a los gorditos, aquellos que no se resisten a una quesadilla de maíz azul sumergida en grasa con chicharrón prensado; a los diabéticos fanáticos a la bebida esa capitalista de jarabe de Cola; a los hipertensos, personas negadas a la existencia del sabor si no hay sal; y a los viejitos, 64
Narrativa esos mayores a los 60 años, un baluarte en esta época del gobierno de don Andrés Manuel, hombre sexagenario, conservador de izquierda, poderoso por haber empoderado en el nuevo milenio a los millones de adultos mayores de capital del país cuando fue Jefe de Gobierno. La proposición de doña Claudia era apodíctica, encerraba una verdad que no dejaba lugar a dudas. Ese enunciado sólo se le habría podido ocurrir al filósofo de Güemes, pero eso no es el punto, sino que se lo había espetado de golpe a Juliana, una joven rolliza, sentada parecía un panal de abejas. La chica que esperaba impaciente su gordita de chicharrón escondía sus ojos llorosos con unas gafas oscuras que topaban con un accesorio de moda llamado cubrebocas, un pequeño trapo de tela que hoy vale más que un barril de petróleo mexicano. La comparación viene a cuento porque hace unos días se desató una guerra por ‘el oro negro’, el cual desde que México es nación ha mantenido en pie la economía mexicana, entre los rusos y los árabes que lideran la OPEP. Según los enviados del ahora presidente Andrés Manuel, quien vive por la zona en el Palacio Nacional, hicieron un acuerdo mal logrado, vociferan los especialistas en la prensa y en Twitter, que desató su furia y venden y venden petróleo en todo el mundo dejando la demanda de los barriles mexicanos en un valor menor a cero. Eso no lo vio ni el genocida Díaz Ordaz, ni el innombrable Salinas, ni el economista Zedillo, menos el vaquero Fox, el ilegitimo Calderón o el corrupto Peña.
día de hoy se pregunta quién es el padre por lo que está en la fila de las madres solteras, un segmento de la población consentido en la sociedad chilanga al que desde hace más de una década el gobierno les regala unos 500 pesos al mes. Eso sí la plata nunca es suficiente para la mayoría del mexicano pues renta casa, al no tener vivienda digna como lo marca la Constitución y muchas veces ni educación, como también lo dice la Carta Magna y menos empleo. Viéndolo con ligereza no pasa nada. En México puede haber 80 millones de pobres, pero en sus leyes tienen derechos humanos. “¡Cómo chingados no!”, diría Villa si viviera. Juliana hacía tañer el vidrio de su refresco de Cola con los tubos del puesto metálico de doña Claudia tan agudo como suenan las campanas de la Catedral, hoy clausurada también por el bicho ese mortal. —¿Apúrese con mi gordita? —le gritó Juliana a doña Claus, así la llamaban los clientes del Centro, desde empresarios fifís hasta comerciantes chairos. —¡Perdón güerita! —exclamó la doña que, mientras freía la gordita, le contaba a su marido que su amiga tenía una vecina que era enfermera del IMSS, la cual le había dicho que estaban aterrados del miedo porque no tenían mascarillas para atender a las decenas de enfermos que llegaban al Centro Médico Siglo XXI con dolor de cuerpo y síntomas de gripa. Sin embargo, eso no era lo que le había angustiado a doña Claus, sino que su amiga le contó que diario había más de diez muertos que iban apilando en bolsas negras y en las actas de defunción no se escribía el coronavirus. Le ponían neumonía “atípica”. —Ya mejor démela para llevar que tengo que ir a ver a mi tío que está enfermo de gripa desde hace seis días —dijo molesta Juliana. —Ya voy, se la freí más por si ahí anda el virus, no vaya a ser, dicen que se muere con el calor —soltó doña Claus, quien ni en época de epidemias perdía el buen humor. —Ándele pues —dijo la joven tras pagar 25 pesos y guardó la gordita en su bolsa de manta porque ya no dan bolsas de plástico en la Ciudad. Era medio día de un lunes que parecía domingo y corrió para cruzar 20 de Noviembre, siguió todo San Jerónimo, pegada a la barda de lo que fuera el Convento del mismo nombre, y desde hace unos años se convirtió en Claustro de universitarios. La construcción que va de las calles 5 de Febrero hasta Isabel la Católica fue fundado como Convento de
Para el caso es lo mismo porque en medio de todo este embrollo que surgió de las palabras de doña Claudia, quien al día se gana unos 300 pesos con su sazón y unos litros de grasa, el hilo conductor es el mentado virus importado de China, quesque debido a que a un asiático se le ocurrió comerse un murciélago. Así nació el famoso coronavirus que ha dado un frenón a la economía de la mayoría de los mexicanos que han seguido la instrucción de las autoridades con un famoso lema que reza: “Quédate en Casa”. ¿Quién pensaría que estar en casa salvaría a la humanidad del arma más letal que se haya conocido en una guerra mundial? Doña Claudia no cuenta en esta coyuntura que muchos llaman guerra sanitaria porque ella va al día. Si no sale a moler la masa no hay dinero y sin dinero no tiene como mantener a su hija, la Lupita, una jovencita tímida, a los 17 años parió a Jesús y al 65
arteficio Nuestra Señora de la Expectación, perteneció a las monjas de la Orden de San Jerónimo de la Ciudad de México en la Nueva España y ahí destacó la poetisa Sor Juana Inés de la Cruz, tan célebre ahora en la CDMX donde ha crecido con fuerza un nuevo feminismo y se ha convertido en estandarte de esas chicas que portan pañuelos verdes en el cuello, no para protegerse de un virus, sino para mostrar su apoyo a la interrupción legal del embarazo y además de aguerridas bailan una canción que dice: Y la culpa no era mía/ Ni cómo vestía/ Ni dónde estaba / ¡El violador eres tú! Juliana entró al edificio que está en la esquina de Isabel la Católica y el andador de Regina, que hace años fuera regenerado y ahora está invadido de chelerías, también cerradas por eso del coronavirus que tiene en casi estado de emergencia la ciudad. Cuando iba a hincarle el diente a la gordita de chicharrón, escuchó un balbuceo de su tío. Le preguntó a su hermano, un muchacho de 16 años quien dejaba sus ojos horas frente al YouTube, que cómo estaba el tío. — Muy mal, pero no lo he entrado a ver porque qué tal que me contagia. Además, en el Locatel nos dijeron que hay que estar aislados, entonces sólo le pregunté en la mañana cómo había amanecido y apenas me dijo “cansado” y parece le faltaba el aire. — ¡No seas tonto! —gritó Juliana, quien entró corriendo a la habitación. Su tío había seguido todas las indicaciones dadas en Locatel desde hace una semana cuando se había sentido mal. Recuerda que un día llegó con mucha fatiga del trabajo y pensó era normal porque dar mantenimiento a los trenes del Metro no era algo sencillo. El tío Roberto tenía 69 años y esperaba diciembre con ansias para jubilarse. Tras ver en las noticias que si tenía síntomas de gripa debía llamar al Locatel siguió la indicación y le hicieron un cuestionario básico, le pidieron esperar en casa donde en unos días le llevarían un kit con paracetamol, una despensa y cubrebocas. La única indicación fue guardarse en su cuarto lejos de toda la familia, si era Coronavirus podía infectar a alguien más y así estuvo los largos seis días. Juan, el hermano de Juliana, cuenta que el viejo le dijo que cada día se sentía peor. Era como una gripa aunque muy dolorosa. Un día incluso sentía le quemaban la espalda con un soplete de esos usados para reparar los viejos trenes de 1984, los cuales tras una manita de gato vuelven a dar servicio a cinco
millones de personas al día en el Metro de la CDMX. Por puro morbo, Juan se puso a buscar en YouTube sobre el coronavirus y encontró datos científicos y varias teorías. Una de ellas llamó más su atención. La teoría afirmaba que no era un virus, sino una arma química hecha por Estados Unidos y esparcida en China para iniciar la Tercera Guerra Mundial. Otra contaba que el Trump lo había creado y regado por Italia, España y Francia con el propósito de hundir a la Unión Europea, ya debilitada por el Brexit, y así apoyar a la corona británica a seguir siendo la primera potencia del mundo. No obstante la que más le hizo sentido fue esa que decía que el billonario Bill Gates lo había creado para dominar el mundo y hacer una irrupción tecnológica en la que el mundo cambiaría y ahora todos los habitantes del planeta estarían obligados a modificar sus hábitos laborales y sociales pues al dejar en cuarentena a todo el mundo por más de dos meses se iba a comprobar que la vida puede seguir con la tecnología y entonces habría un cambio del paradigma laboral porque muchas empresas pondrían en marcha eso del trabajo en casa y hasta los taxis empezarían a funcionar sin un chofer. Todas las teorías sonaban extremas y veraces. También en su paso por la red cayó en una entrevista del filósofo de la era Fernando Savater, quien decía que no hay tal guerra. Advertía que Hobbes basó su doctrina del Estado absoluto en el miedo. Aseguraba que el miedo es el primer sentimiento que hace que respetar al Estado por la creencia de que si no se tiene amparo de las instituciones del Estado la vida sería más breve, brutal y estremecedora. “El miedo es un argumento a favor de decir: métase debajo de mi ala que yo lo protejo”, afirmaba el filósofo en la entrevista con el medio digital americanuestra.com y después razonaba que en los días de la pandemia se había impuesto entre las personas la metáfora de que el Coronavirus es como la guerra. “No, no estamos en guerra. Lo que pasa es que la apelación a la metáfora de la guerra justifica todos los maximalismos, justifica todos los atropellos a las libertades individuales, justifica que no se conceda ningún valor a la decisión personal, sino que todo venga impuesto desde arriba. Que el Estado sea cada vez más intrusista en nuestra vida para protegernos sería muy peligroso”, se leía en la entrevista. Y las palabras hacían eco en la cabeza de Juan. La realidad en México para ese día 30 de la cuarentena, mostraba 872 muertos y se estimaban unos 66
Narrativa
80 mil contagiados como el tío de Juan. Por las noches salía un epidemiólogo de apellido López, quien actualizaba las cifras en cadena nacional y lo mismo era criticado por maquillar los datos que idolatrado por ser un doctor de Harvard, quien había luchado hace diez años contra el AH1N1 y salvado a los mexicanos de la muerte. Al ver a su tío, Juliana entró en shock, el cuerpo robusto estaba inmóvil, postrado en su cama. En unas horas había dejado de respirar con normalidad y hundía el pecho. Los labios se le empezaban a poner morados. “¡Llámale a la ambulancia” —gritó Juliana a Juan con desesperación. El mozalbete se salió de YouTube y marcó el 911. Pasaron 10 minutos y sonaba una musiquita pegajosa que decía: “Quédate en casa/ Quédate/ Quédate/ En Casa... En la línea se escuchó la voz de una joven y Juan le dijo a toda velocidad que necesitaban una ambulancia para su tío enfermo de coronavirus, ya no podía respirar. Le hicieron una serie de preguntas y pasaron otros 10 minutos. Juliana mientras intentaba dar primeros auxilios
a su tío, le puso jarabe de Cola en los labios y el tío iba perdiendo la conciencia. En la Ciudad de México las ambulancias pueden tardar hasta 50 minutos en llegar a un percance. Y así pasaron los minutos como si fueran horas. Juan escuchó las sirenas de la ambulancia y bajó rápido a abrir la puerta para dejar entrar a los paramédicos quienes de inmediato empezaron a rociar la casa con unos tanques que parecían de oxígeno, lo que le faltaba a su tío, y se pusieron unos trajes blancos como del hombre en la luna y entraron al pequeño cuarto donde yacía el cuerpo de Roberto. Juliana al verlos esbozo: “no te debía dar, tío”. Y se desmayó al saberse en una sociedad enfrentada a la muerte y el duelo colectivo. ::.
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El fin del mundo... que conocemos Miguel Flores
A
lo largo de mis 27 años me ha tocado presenciar varias fechas en las que presuntamente se va a terminar el mundo. La primera que recuerdo, fue cuando tenía alrededor de siete años. Era un párvulo, chamaco de mirada cristalina y cachetes regordetes que no sabía nada de la vida. Y aunque sigo sin saber nada de ella, al menos ya tengo algunas deudas y un trabajo “estable”. En ese tiempo, se rumoraba que el mundo terminaría en el 2000. Una vecina de donde en ese tiempo era mi hogar, la popular colonia Agrícola Oriental, a veces iba a casa y se sentaba conmigo y con mi hermano Óscar, en la sala de la casa, a leer la biblia. En realidad no entendía mucho lo que decía, pues su cara de castor con dientes afilados me distraían
y no dejaban que me concentrara en los textos religiosos que leía con ahínco una y otra vez, mientras nos daba un discurso santurrón. Era una cristiana de religión, cincuentona, de pelo crespo y corto, que usaba faldas largas y blusas lúgubres siempre. Alguna vez nos dijo: “este año se terminará el mundo, y Dios vendrá por nosotros”. En serio me daba miedo. La segunda ocasión que me tocó un supuesto fin del mundo, o al menos que yo recuerde, fue en el 2006. En ese entonces iba en la secundaria. Era todo lo contrario a lo que todos llaman un chico popular, pero mi mejor amigo de ese entonces sí que lo era. El Vampi, le decían, por su rostro análogo al de un vampiro. Era atlético, de tez blanca como las nubes, del barrio pesado del Centro Histórico y tenía una mirada fría y retadora. Se había aventado ya varios 68
Narrativa tiros con tipos de la zona en donde estaba la secundaria, La Doctores, lo que le daba más credibilidad a su rudeza y aumentaba su pegue con las morras en desarrollo, que ya usaban tanga y sacaban sus hilos por arriba del pantalón para calentarnos a los güeyes. El seis de junio del 2006 llegué a la escuela. Tocaba ceremonia, supongo que era lunes o algo así. Todos los alumnos estábamos en el gran patio de enfrente, en donde en medio había una estatua, nunca supe de quién, esperando a que comenzaran a hablar por el micrófono los profesores y directivos del centro escolar. Llegó el Vampi y me saludó. —¿Qué pedo güe, ya estás listo? —me preguntó. —¿Para qué? —respondí con otra pregunta. —Pues, hoy es el fin del mundo —dijo, argumentando la fecha: 060606, seis del seis del seis, el número de la bestia. Yo no sabía que ese número tenía un simbolismo, hasta ese día. Lo tomé de a loco, la verdad, y en la noche, antes de dormir, pensé: ¿sí se acabará el mundo hoy? Al siguiente día supe que no. La otra fecha que recuerdo, en la que acabaría el mundo de manera trágica, fue en 2012. Hasta hubo una película titulada con ese año, en donde se mostraban las desgracias que pasarían el 21 de diciembre. El aciago día que se mostraba en la película me dejó pensativo. ¿Este año será el bueno?, me pregunté. Ese día tenía ensayo con la primer banda de Hard Rock en la que estuve, por la mañana. Ensayamos normal, y por la tarde se suponía que iría a ver a una exnovia. Me había contactado días antes, y me confesó que se había mudado a Zumpango sola. Se había emancipado, y si quería, podía ir el fin de semana y quedarme con ella. Yo no sabía en dónde chingados quedaba Zumpango (hasta la fecha no conozco) y mucho menos sabía cómo llegar al lugar, pero el imaginarla desnuda en su baño mientras le tallaba la espalda fue un aliciente para aceptar su invitación. Le había dicho que estaba bien, que iba, pero que íbamos a coger, pues ese día se acabaría el mundo. “Tú ven, acá disfrutamos juntos el fin del mundo”, dijo. Pero la muy culera ya no me confirmó nada, no contestaba mis llamadas ni mis mensajes, así que seguro se había echado para atrás. Si cae un meteorito y me lleva la chingada, por mí está bien, pensé tras el arrepentimiento de mi ex. Pero no fue así. De ahí en adelante, me parece que han habido otro par de fechas que ignoro, pues dejé de poner atención en esas teorías estúpidas que se basan en
pendejadas como un simbolismo numérico o el inicio de un nuevo milenio. Pero este 2020 pasó algo que en realidad cambió el sentido del mundo en el que estábamos. Cambiaron nuestros días, nuestras formas de relacionarnos, de trabajar, de estudiar, de reunirnos. Un virus atacó al planeta entero, causando pánico, descontrol, cambio de planes, de muchos planes, y muertes, muchas muertes. Cuando comenzó el rumor del virus que atacaba al planeta entero desde inicios de año, a mí me dio risa su nombre. Coronavirus, jeje. Suena cagado e inofensivo. Cuando llegó a México, a finales de febrero, trataba de informarme viendo opiniones de especialistas en la materia, quienes decían que era casi inofensivo, que no afectaría tanto a la población y que la probabilidad de que alguien muriera de la enfermedad era una entre cien mil. Ah, sonaba bien, no tendría de que preocuparme. Lo que me sorprendió, fue cuando un día quise ir a una plaza cerca de casa a comer algo y estaba casi desierta. Los locales estaban cerrados, había pasillos a los cuales no se tenía acceso, los cajeros automáticos no tenían dinero, y los lugares de comida tampoco operaban. Las luces estaban apagadas y al supermercado solo dejaban pasar a una persona por familia. Aparte, todas las personas caminaban distanciadas y con cubrebocas, mirando raro a los demás si se les acercaban un poco. Poco después se anunciaría el confinamiento. “¡Chingó a su madre!”, pensé, cuando vi todo el caos que habían provocado seres microscópicos incapaces de notarse a simple vista. Me alerté más cuando me enteré de portadores del virus cercanos a mí. Mi hermana menor, por ejemplo. Su suegra, quien estuvo grave en el hospital e incluso intubada, pero afortunadamente la libró. O el señor Erasmo, un sesentón simpático que vendía aguas de todos sabores y dulces a precio banda en las madrugadas, frente al periódico en el que trabajo y a quien le compraba, con mis compañeros, sus productos. Me enteré que Don Erasmo murió poco después de contraer el virus. Esto sí es el fin del mundo y no mamadas. Al menos, el fin del mundo que conocemos. ::.
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arteficio
Fraseo arteficio
“Todos, en el fondo de sus corazones, esperan que llegue el fin del mundo�. Haruki Murakami
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