arteficio Viva la muerte noviembre-diciembre 2019
arteficio Literatura y artes visuales Viva la muerte Num. 3 Noviembre - Diciembre de 2019 Ciudad de México México Editor Manuel Hernández Borbolla Diseño Miguel Ángel Hernández Imagen de portada Manuel Hernández Borbolla
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www.arteficio.blog Arteficio es un proyecto literario sin fines de lucro. Todo el contenido puede ser reproducido bajo licencia Creative Commons citando al autor.
Índice 6
Siete poemas mortecinos y una canción amortajada
Manuel Hernández Borbolla
56
La señora del rebozo Juan Ignacio Ortega
16
La Guapachosa Roxana Río
58
Voz de polvo Javier Alamillo
19
He besado un cadáver Marina Viveros
59
Otros muertos nos esperan Hugo Tapia
20
Por la muerte Luis Velázquez
62
La muerte erótica de Tamato Yakamoto
21
Sensación muerte Carlito Brigante
68
Viene de noche Miguel Ángel Hernández
22
Calaveras
Sergio Kourchenko
70 176 Gabriela Barboza
24
Del otoño y otros versos Javier Gómez
72
26
Los muertos luchones de Miguel Valverde
77 Espejismo Javier Gómez
Crónicas del más allá Carlos Adampol Galindo
35 Efímero Alejandra Canseco 38 Del pasado que se niega Gretta Penélope
81 ¿Pesadillas? Aldo Rafael Gutiérrez
42
86 Decía Francisco Mondragón García
82
Día de muertos Manuel Herández Borbolla
3
Quieto / Vampiro en el metro Nancy Puga / Elías Lozada
Fraseo arteficio
“La noche vierte sobre nosotros su misterio y algo nos dice que morir es despertar.� Xavier Villaurrutia
arteficio
Siete poemas mortecinos y una canción amortajada Manuel Hernández Borbolla
Oda a la muerte tan solitaria en tu fúnebre jornada de alargar los silencios una eternidad, llegas siempre puntual a la hora victimaria que lo mismo provoca alivio que terror, a veces vienes con las manos tibias como sangre derramada, y a veces frías, como el grito invernal donde duermes placentera, ¡oh muerte! tan inoportuna y certera, repentina y paciente, eres impredecible, como la vida misma, alimentas la tierra donde abrirá la semilla y el grano, mancillas el dolor y lo envuelves en la espesa oscuridad del olvido
Tú que rondas, asesina, por parques, pueblos y ciudades, con la daga siempre dispuesta a desnudar nuestra finitud en el reflejo cóncavo de tus ojos, profundos, como la noche imperecedera donde habitan los recuerdos tragados por tu guadaña hambrienta y crepuscular, duermo sobre mis llagas que no cierran, empapado en mi propia sangre, mientras alados alacranes vuelan en mi habitación, en el desvelo lunar de gatos suicidas saltando por la ventana ¡oh dulce muerte! 6
Poesía
para arrojarlo lejos y disolver nuestros huesos en el subsuelo, ¡oh amiga muerte! tú que ayudas a desprendernos de nuestros cuerpos para multiplicarnos en las entrañas de la tierra, eres un engaño, una embustera que se ríe a carcajadas de nuestra ignorancia y nuestros miedos, tú, muerte con disfraz de pantera y calavera, te escondes en los recovecos del silencio para velar el sueño de los hombres y ocultar tu verdadero rostro, tu febril inexistencia de tumbas vacías y barcazas llenas de flores, ¡oh muerte postrera!, eres una quimera, una ficción cabalgando en el campo yerto, una promesa cumplida, la única certeza posible en este mar de dudas y extravío, mi epitafio será tu nombre, una canción solemne resonando en las hendiduras de la noche. ::. 7
M. Morali
Poesía
Áspera la vida y clara la muerte
¿Dónde empieza y termina la vida? ¿Dónde termina y empieza la muerte? Si para vivir matamos y para morir vivimos. Si del tenebroso espasmo de lo inerte germinan las semillas y brota el aire de colores. Si en el dulce aroma de la vida se engendra la muerte borracha, paciente, umbría. ¡Hay tanta vida en la muerte! ¡Y tanta muerte en la vida! ¿Dónde termina y comienza el delirio primigenio de la muerte? ¿Dónde inicia y concluye el carnívoro dolor de los vivos? ¿Dónde se abre y se cierra esta herida que es la muerte y es también la vida? Del aliento de la nada emerge el movimiento, fuego que baila para ser devorado por la tiniebla. En las entrañas de la pasiva muerte nace la vida: trémula, espontánea; y en el caótico frenesí de los vivos reside la cruel certeza de la muerte. La vida tan puntual y la muerte tan ambigua, compañeras redondas en su mutua dependencia, áspera es la vida y clara la muerte de manos frías. Ahí donde se apaga la vida se enciende la muerte. Ahí donde se yergue la vida se acuesta la muerte. ::.
9
arteficio
La muerte ensimismada
La muerte es una sola
Tantas vidas posibles bajo el antifaz de una misma muerte.
La muerte es una sola ausencia gimiendo en el balcĂłn de los sueĂąos forajidos.
Tanto por decir, tanto por hacer, tanto por vivir. Y al final, la quietud y la nada, la memoria fermentada bajo la cama.
La muerte es una misma herida cosida a los ojos umbrĂa errante derramadora de tristezas. ::.
Y al final todos desnudos, vestidos con los mismos trapos negros de la muerte. Y al final todos dormidos, en el sueĂąo tarantino de una misma muerte. ::.
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Mostacho
Poesía
La blanca muerte
La muerte blanca y calavérica yace en tus venas. Ronda tu mirada, pulcra, impía. Se lava la cara con jabón de lavanda para enjuagarse los ojos de nostalgias y averías. Luego se duerme mil años en el arrullo del arroyo de la vida, arrastrando remembranzas en el dulce verde de sus aguas, rozando piedras y raíces afiladas por el tiempo. Muerte blanca y luminosa, hieres con el aire frío destilado de tu boca que me quita el sueño. Quiero dormir para siempre a tu lado en esa clara oscuridad bajo tierra que es la muerte y donde habremos de volver desnudos tras el último suspiro y un último trago de vino. ::.
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arteficio
Adiooós
El tiempo se calienta. Todo lo demás es etéreo… Sólo nos quedan las palabras, la horca, el rubor y el deseo, un apretar de dientes, la placentera muerte. Y no quedó más remedio que saborearme todos los fuegos artificiales estallando en mis adentros. ::.
Micropoema sobre
la muerte y el tiempo La muerte o la trampa del tiempo. ::.
Poesía Día de muertos Taciturnos fantasmas rondan tu fotografía caminando por casas y calles desiertas.
mientras la muerte acecha. Atado al alba vestido de sombras te miro a lo lejos incendidado de amor.
Quieren llorar la soledad quieren menguar su dolor.
Herido de muerte bañado en recuerdos te invocan los versos de un febril corazón.
Te escribo desde el rincón de mis noches aciagas, delirando en la luz de tus ojos ausentes.
Áhhhhhhaaahhhaaaha... áaaahhhaaahhaaahhaaa... áaahhhhhaaahhhaaahhhaaaa... áaaahhhaaahhaaahhhhaaaaaa...
Quiero aprender a volar y dejarme arrastrar por el viento. (Interludio. Los grillos cantan)
Baila canta sueña mientras la muerte acecha.
Varado en la tierra perdido en tus ojos invento quimeras y apago el reloj.
Desnúdame el alma ansiosa mientras la muerte acecha.
Hundido en el miedo de mis pensamientos me fumo la luna y regreso hacia ti.
Ríe llora vive mientras la muerte acecha.
Áhhhhhhaaahhhaaaha... áaaahhhaaahhaaahhaaa... áaahhhhhaaahhhaaahhhaaaa... áaaahhhaaahhaaahhhhaaaaaa...
(Huapango)
Baila canta sueña mientras la muerte acecha.
::.
Para escuchar la canción escanea este código o visita: https://soundcloud.com/manuelhborbolla/dia-de-muertos
Desnúdame el alma ansiosa
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arteficio
La Guapachosa Letra & Música: Roxana Río Estaba haciendo un altarcito el primero de noviembre con su flor de Cempazúchitl y lo que le hacía feliz.
Que viene y va, que va y que viene. Que viene y va, que va y que viene. No me andes dando sustos ya te puse tus velitas te he puesto tu flores, tu virgencita te di tu molito, tus tortillitas tu cigarrito, tu tequilita.
Y al poner su retratito, vino un aire de la nada mi piel se puso chinita me dejo muy asustada.
¿Qué mas quieres Catrincita? Yo creo que quieres cantar.
Guapachosa la Catrina que con el viento se entretiene. Que viene y va, que va y que viene. Que viene y va, que va y que viene.
Que vas, que vienes, que vienes y vas. Que vas, que vienes, que vienes y vas. ::.
Guapachosa peloncita que con el viento se entretiene.
Para escuchar la canción escanea este código o dale clic al siguiente enlace: https://www.youtube.com/watch?v=uUf70eaFF3A
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Fraseo
“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.” Cesare Pavese
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arteficio
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Poesía
He besado un cadáver Marina Viveros
La sentí fría, muerta. Tan sólo su cuerpo, sin ella. Dudo olvidar aquel aroma a fruta descompuesta que emanaba de su piel semanas antes de fallecer. Quizá olvide su voz, su cara, sus palabras y sus ojos, pero jamás ese olor que penetró en mi nariz con más fuerza que el formol. Era hiperactiva, hacía mil cosas aún sin vista, con las manos temblorosas y el dolor al caminar. Temerosa de sentirse inútil. No importó que hiciera salsa verde con limones en lugar de tomates, ni que tomara la cuchara del agua para hacer guisados. Ella debía seguir actuando. He besado a un cadáver y éste dejó el pavor del que le sigue. Le temo a tus años a tus gritos, a tus llantos. Tengo miedo de que tu voz envejezca, de que se acabe tu vista y tu cabello encanezca. No quiero ver cuando dejes de bailar o que a tus nietos no puedas cargar. ¿Me dejarás cuidarte? quiero atar tus zapatos, abotonar tu ropa, acomodar tus cuellos, frotar tu espalda, besar tu cara, peinar tus cabellos. Quiero hablar contigo sobre esas locuras e ideas liberales que no nos atrevemos a volver realidad. Quiero que la edad no te caiga encima antes de poder llevarte por el mundo de mi mano. Quiero mami que te quedes conmigo, que nunca me dejes, que leas lo que escribo. Pero aún no te canses, camina conmigo. ::.
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arteficio
Por la muerte Luis Velázquez
Escribo por los que creen que estoy enamorado. Escribo por los que creen que estoy derrotado. Escribo por los que creen que estoy sonriendo. Escribo por los que creen que estoy obnubilado. Escribo por ti; por los que creen en lo que escribo. ¿Por la muerte? No escribo. ::.
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Poesía
Sensación muerte Carlito Brigante
Sí. Frío sueño. Luminoso silencio. Tiempo detenido inexistente toda visión es posible. Sí. Masa sin forma consciente de su sin tiempo nunca pasó pasa y pasará. Visión total no tiene nada que ver con lo visto antes o ahora o siempre o nunca. Abstracción impersonal ahí nada todo se entiende no importa. La hora que llegará nunca siempre es y no se reconoce no hay nada que reconocer. Sí. Tranquilidad inmaculada. Apretón de infante mano. Flotar en agua tibia cual nenúfar Escurrir de jugo azucarado. Zumbido de abeja. Caminar por arena tibia. Tocar de sedosas verdes hojas. Oler de caliente tierra húmeda. Sí. Estar con todo en rayo permanente de luz no se apaga no hay ni principio ni fin. Sin verbo sin masa. Nada todo fluir. Empezar finalizando finalizar empezando. ¡Oh! Sensación muerte. Sí. Esperar lo que siempre ha estado y ha sido. ::.
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arteficio
Calaveras Sergio Kourchenko
Para Juan B:
Para Manuel H
Bebiendo solo en un bar, una mujer voluptuosa le puso dura la cosa: la tenía que apalabrar.
Al agudo periodista dijo la muerte malvada: “Ya te cargó la fregada, aquí te tengo en mi lista”.
Llegados al callejón, el asunto quedó quieto: no había más que un esqueleto cuando ella alzó su faldón.
Él respondió: “No me joda, mejor deme una entrevista, le dediqué la revista y hasta le hice una oda”.
Corrió Juan y tropezó, su vida se fue al carajo tenía el pantalón abajo y la Parca lo alcanzó.
No valieron argumentos; el fallo fue ejecutado y el difunto sepultado sin importar los lamentos.
¡Oh seductor seducido! por la calaca falaz, por fin hallarás la paz, sin vencedor ni vencido.
Al cierre de la edición, tal como en noche de farra, con verso, trova y guitarra, le llora la redacción.
Un casi escribidor Lo halló la muerte en su banco, siempre con la misma excusa, siempre esperando a la musa, ante la página en blanco.
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Poesía Para Valeria C:
ParaJulio F:
Curso – taller - diplomado; ese afán sin llenadero se la llevó al agujero sin bastar lo publicado.
Matóle a Julio un Tritón, mas no aquel mítico ser; fue su afición por beber la que lo llevó al panteón.
Fue de letras congestión; así lo dijo el galeno, su cuerpo yace sereno, pero inquieto el corazón.
Una apuesta sin razón y el gusto por la cerveza le hizo perder la cabeza y empinóse un garrafón.
Haya sido lo que fuere Val ya tiene organizado curso - taller - diplomado porque la pasión no muere.
O dos, o tres; no se sabe; pero cayó de su silla, la cuenta fue la puntilla, eso sí, ni duda cabe.
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arteficio
Del otoño y otros versos Javier Gómez Otoño I
Testigo Tal vez perviva en mundo paralelo al dirigir mi última mirada hacia mi novia joven ataviada del blanco de las nieves en su pelo.
En su incierto viajar sube a la fuente, hoja sin sus colores encendidos, desprendida por fríos alaridos permanece con otras, inconsciente.
Y la siga camino al cementerio rodeada de mis hijos y parientes con manos y con piernas transparentes ceñido por la bruma del misterio.
Apenas revestida de verdores cantaba al escuchar la voz del viento, danzando por los aires en su asiento viendo infinito cielo sin temores.
Escucho del ministro su discurso palabras en el orden convenido para exaltar virtudes del viajero.
Hoy desprende su último suspiro sin saber el porqué de su fracaso, mucho menos lo breve de la vida.
Copiosas gotas salen de su curso en mi amante con rostro entristecido, piden auxilio al santo del madero.
Tan débil te acompaño en tu retiro hoja de roble o de sauce en el ocaso, uniendo nuestro polvo en la partida. II
Duda Si sólo somos agua contenida esperando el momento de su fuga, por qué sufrir imaginaria herida al ver el nacimiento de una arruga.
Sombrías cataratas en mis ojos claro anuncian el término del viaje, tembloroso cruzaré el paraje arrastrando lo que serán despojos.
Si sólo somos un suspiro breve volando en el espacio de centurias cuyos astros con su brillar de nieve no escuchan nuestros gritos y penurias.
Furiosa desnudez la siento en puño por el golpe de agujas del invierno adelantan tortura del averno, haciéndome desear viejo terruño.
¡Qué importan tristezas y dolencias! ¡Qué importa ver la muerte de repente! si ambas manos untamos con esencias
Y muy pronto el tejido de la araña disfrazará mi lecho en las oscuras horas, presas por la quietud del lago.
de las flores, de ríos cantarinos, sentimos golpe o roce por la frente del viento al descender por los caminos.
Quisiera florecer en tronco, en vago rubor de estío libre en las alturas y ser nueva semilla en la montaña. 24
Fraseo
“Porque la muerte no es morir, sino lo anterior al morir, lo inmediatamente anterior, cuando aún no entra al cuerpo y está, inmóvil y blanca, negra, violeta, cárdena, sentada en la más próxima silla” José Revueltas, El luto humano
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Los muertos luchones
Miguel Valverde http://www.miguelvalverde.com/
arteficio
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Narrativa
Efímero Alejandra Canseco
U
...
Para Gamba
n ataque de asma que se convirtió en paro respiratorio tiene a Gamba en un coma inducido. Cuando escuché la historia por primera vez mi cerebro escuchaba su nombre, negándose a que fuera el Gamba.
—¿Qué si me da miedo la muerte? — me preguntaba Jacinto. —Claro que no, pues si desde que nacemos estamos muriendo, mi amor. —Pero, ¿a dónde vamos cuando morimos? —Pues es el gran misterio de la vida, irónicamente. Es la gran aventura que sigue después de esta gran aventura que es la vida.
Recuerdo la última vez que lo vi. Estábamos en el Segundo Dinamo. Su perra pastor alemán pasaba corriendo a tal velocidad y con tal torpeza que a varios de nosotros casi nos tira. Pero se adoraban. Él siempre la regañaba, le gritaba. Ella nunca lo obedecía. Quizás por eso no lo pelaba, porque a nadie le gusta que le griten.
Mejor no saberlo, siempre las sorpresas son más emocionantes, al menos para mí. Me emocionaban las fiestas sorpresa, los sustos inesperados, el no saber a dónde ir. Ese fue el gran secreto de mi vida: nunca supe a dónde ir. Pero por decisión me dejaba llevar. Fluía, aunque a veces las presiones sociales y biológicas me hacían dudar si lo había hecho bien o mal. O de si ya debería planear. Ver mi vida a largo plazo. Pero, ¿para qué? El largo plazo que nunca sabremos si se cumplirá o no. El largo plazo que no sabremos si será largo o corto. ¿Y qué es largo y qué es corto? Nunca nadie sabe. ¿Para qué planearlo? ¿Para qué crear una ilusión? Mejor vivir lo que se tenga que vivir, cachar las oportunidades que se quieren cachar. Las demás, dejarlas pasar.
Recuerdo estar en una roca a unos metros del suelo, concentrada y nerviosa, escuchando unas porras anónimas. Cuando bajé, descubrí que había sido Gamba. Siempre sonriente, siempre echando carrilla. Siempre libre. ¡Venga Gamba, aprieta hermano, tienes que superar este crux! El más difícil sin duda. Todo el día he pensado en ese abrazo que ,supongo, nos dan ganas de dar a la persona que se está debatiendo entre la vida y la muerte. Y te preguntas: ¿por qué no se lo di antes? ¿Por qué no he visto a esa persona en varios meses? Y reparas en la huella que algunos seres humanos han dejado en ti, que es más profunda de que lo que creías. Y en lo efímera que es la vida.
Ahora te tengo a mi lado, Jacinto, y no espero nada más. Estoy tranquila y en paz. Recuerdo cuando tenía 34 años. Sentí una bomba de amor dentro de mí. Fue la primera vez que dije: “si me muero ahora no me importa; ahora que me siento plena, en todos los sentidos”. Aunque en el fondo, siempre te quise tener. Imaginaba un ser que salía de mí, que podía educarlo, llenarlo de amor, de 35
arteficio besos y de abrazos. Alguien a quien le pueda decir “no te preocupes, está bien”. Tu personalidad es perfecta. No te avergüences de ser tímido, eres un ser humano y todos somos diferentes, es el chiste. O decirle que no vale la pena enojarse, esas palabras que nunca olvidaré de mi padre, quien decía que pierdes el tiempo enojándote, la pasas mal y no vale la pena. Siempre decirle a este ser que lo amo, que siempre lo amaré y que le dé amor a todos. Que sea humilde, trabajador. Que todo lo que tenga se lo gane. Que siempre se respete a sí mismo y a los demás. Que ría cada vez que pueda. Que llore cuando le venga en gana. Que demuestre cada sentimiento. Porque somos seres humanos.
Con cuadros, espejos, libros, almohadas, paredes, manteles, voy cubriendo los vacíos que dejaste.
Y aquí estás pequeño Jacinto, a mi lado en mi lecho de muerte.
La plantita que me regalaste y estaba moribunda ha vuelto a florecer. Ya no es aquella que habitaba las montañas. Ahora es una planta urbana adornada con una maceta de ciudad.
Los elementos de adorno que tú pusiste han desaparecido por completo. Alguien más va a leer tus libros escritos en tu lengua. La música que escuchas es la melodía de la nostalgia que siento. Mi vocabulario va cambiando, para no repetir las frases que sólo serán dichas entre nosotros.
Tomando mi mano, de pronto, siento cómo la aprietas. Quizás tienes miedo. Pero no temas, mi vida, que estas cosas te dan un montón de fuerza. Quisiera poder decirte que me siento bien, fuerte a pesar de mi debilidad.
He mantenido las ventanas abiertas por días y noches enteras para que el aire se renueve por completo y no sea ya ni pizca del que compartíamos al respirar. Tu bebida favorita no figura ya en el refrigerador.
Que me voy con una sonrisa a pesar de no poder demostrarlo con gestos ni con palabras. A pesar de estar conectada a tubos. Siento tu cálida mano y eso me mantiene. De pronto escucho tu tímida y ronca pero tierna voz:
El sorbo de té que dejaste a tu partida se acaba de ir por la tarja y tallé varias veces el termo en donde estaba, no fuera a ser que quedaran partículas de tu saliva.
—Mamá, ¿por qué nos morimos?
No guardé ni siquiera una playera, un suéter, una sudadera para una noche fría en la que a través de aquellas prendas me abrazaras.
...
Intenté rellenar cada pedazo de pared vacía, pálida, blanca para ver si así podía sentir tan siquiera un poquito de peso dentro de mí. Porque me siento guanga, mis piernas se doblan, pareciera como si fuera un ser invertebrado y hueco. Porque este vacío en mi pecho, en el estómago, en el alma va a tardar en sanar, en ser llenado. ::.
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arteficio
Del pasado que se niega Gretta Penélope
E
l solsticio de otoño me pone inquieta. De mi dedo meñique brota sangre. Con los dientes desprendo otro trocito de piel y lo escupo lejos. La espesa marcha roja se infla y escurre por la falange. Chupo la sangre e intento volver a concentrarme en la búsqueda de un ‘no sé qué’ sin sentido. Revuelvo los cajones y encuentro una foto de un viaje al pueblo de Catorce. En la imagen, una adolescente con blusa hippie me sonríe sentada en una roca. Detrás de ella hay una cañada con enormes rocas de colores que marcan un camino invisible de pisadas wixárikas. Las pisadas humanas sólo se develan cuando jícuri estalla en el estómago. La vez que me sucedió, hace ya más de 25 años, pude hablar con el espíritu del desierto. Fui la amante del viento del Sur y sentí el respirar de la madre tierra. Mi futuro se descifró en el trópico de cáncer.
Dejo la foto, cierro el cajón y busco en el librero algún texto que me quiera hablar del pasado. Mis ojos se encuentran con Rayuela. Abro el libro al azar y una carta con cuatro pliegues bien marcados cae a mis pies. Con cautela la desdoblo como si fuera un pergamino. A pesar del tiempo, la hoja amarillenta conserva su letra a lápiz. “Mi paso cansado y tardío se siente acompañado por el tuyo”, decía la nota. La firmaba un tal Mefistófeles. Con la yema del dedo anular oprimo la herida de mi pequeño dedo sangrante. El dolor me ayuda a soltar lo que no quiero recordar. Doblo la carta y la devuelvo al libro de los amores que no pudieron ser. Camino por el pasillo de la casa. La luz perpendicular de la mañana penetra en mi pequeño apartamento. El otoño ha comenzado y con él mi recuerdo va hacia ti, Lobo querido. Sé que por estos días cumplías años, aunque ya no 38
Narrativa recuerdo bien si eran años de vida o de muerto. Para el caso es lo mismo, ya no estás. Un arrebato me llena de valor y decido intentar escribir, una vez más, nuestra historia. —¿Cuántas veces al día te masturbas?— dijiste con tus ojos agitados lanzaste el primer olisqueo en mi vida. —Las suficientes— respondí antes de que notaras mi turbación. Mis amigas apretaron sus libretas sobre el pecho y huyeron buscando refugio en el laboratorio de química. El mito de tu figura decía que nadie podía acercarse a hablarte por vez primera. Eras tú quien decidía a quién hablarle. Cierto o falso, te tenía frente a mí y tu amistad marcó mi vida. A mí me gustabas, Lobo. Nunca nadie lo supo. No era tu piel morena, no era tu ridículo bigote azabache, tampoco eran tus pupilas negras que se agitaban en el mar de la esquizofrenia. Lo que me gustaba de ti era tu percha y tu mala fama. Me gustaba verte vestido de negro, leyendo a los poetas malditos, perdiendo todas las clases. Siempre con la cara cubierta de humo de cigarros sin filtro y rodeado de adolescentes que lucían como tus groupies. La comunidad estudiantil te abría paso, te temían. No faltaban los que te consideraban un fanfarrón. Quizá sí lo eras, pero lo cierto era que nadie se atrevía a encararte. Mis compañeras me alertaban del peligro de tu amistad. Aseguraban que tenías pacto con el Diablo y que yo sería condenada a una de vida de tormentos si continuaba cerca de ti. De tus propios labios escuché que eras hechicero, que consultabas la ouija y el tarot de Marsella. Además, según tú, hablabas con los demonios. Yo mentía para llamar tu atención. Te decía, por ejemplo, que había soñado con un templo masón donde estabas ataviado con los ropajes propios de un iniciado. Me pediste que describiera el templo y yo detallé colores y formas arquitectónicas. Juro por Dios que lo inventé todo. Después del relato fantasioso, me tomaste por el brazo y asombrado, me confesaste que así era la logia a la que habías asistido para recibir tu grado jerárquico capitular. Desde entonces, creíste que teníamos una conexión, pero lo que sucedía era que tú y yo olíamos a lo mismo, olíamos a “lobo de estepa”. ¿Te acuerdas cuando me dijiste que me darías un beso de vaca? Yo cerré los ojos y apreté los labios. Poco sabía de esos menesteres. Tú sacaste la lengua
y lamiste la mitad de mi cara. Sentí la sangre reventar en mis mejillas, pero respondí como hacen las párvulas, gritado: ¡guácala! Sin embargo, no me alejé de ti ni un centímetro. Como tampoco huí cuando me confesaste al oído que me habías soñado con alas blancas envuelta en una densa tiniebla. Que me veías desnuda, erotizada y rendida a ti, como mi señor de la noche. Tuve miedo cuando escuché tu voz ronca tan cerca de mí. Pero le aposté a ser tu Perséfone. Debo confesarte, querido Lobo, que el día que te dije que escuché llorar en tu casa a una niña dentro de la alacena que estaba bajo la escalera, también mentí. Grande fue mi sorpresa cuando me dijiste que “ella” era el espíritu que encerraste en la ouija para hacerla hablar. Yo quería impresionarte y era yo la que invariablemente terminaba aterrada. Ahora que lo medito, quizá eran inventos tuyos para revertir mis mentiras. Me llevó muchos años aceptar que ya no estabas. Yo te seguía viendo caminar por todos lados. Tu presencia incorpórea me persiguió por largo tiempo. Dicen que en una noche de palenque en la tierra de tu padre, vaticinaste la victoria del gallo de plumas azules sobre el gallo blanco. Después abandonaste el redondel y te dirigiste a la presidencia municipal. Los policías te cedieron el paso por ser hijo del patrón y allí sacaste de la vitrina un revólver y teñiste con tu sangre el retrato del presidente que colgaba de la pared. Meses antes de que la bala te reventara, nos habíamos prometido que quien muriera antes regresaría en sueños a contar lo que hay después de ser arrojados al devorador de carne, mejor conocido como sarcófago. La noche de tu muerte no pude cerrar los ojos. Mi amiga Jazmín, otra más en el cementerio de mis dolores, me dijo que el humo del cigarro ahuyentaba a los espíritus. Desde entonces, mi habitación se convirtió en una densa nube de amoniaco y monóxido de carbono. No te quería allí y durante los meses, que después se convirtieron en años, hice lo posible por alejarte de mí. Pero tu figura gruesa y oscura se empeñó en perseguirme, Lobo Estepario. Bien sabía yo de tus impulsos suicidas y nunca quise creerte, o quise negarlo. Me sentí culpable de tu muerte, culpable por no haber hecho lo imposible por evitarlo. ¿Acaso lo hubiera logrado? Coleccionabas magazines de armas. La única tarde que tu mamá me dejó estar en tu habitación, hicimos el amor con prisa. Enrollado en la sábana, 39
arteficio enterrado?— le pregunté con miedo. El anciano torció la boca y un dedo con artritis señaló el mismo mausoleo que divide en dos la vereda. El estómago me dio un giro. Temblorosa, caminé hacia ti. Pedí permiso para robarme de una tumba contigua un ramito de siemprevivas. La entrada del sepulcro estaba cerrada con un candado oxidado. De un tirón el cerrojo cedió y empujé la reja que alguna vez, hace muchas lluvias, fue blanca y ahora lucía pátina. Leí los nombres, pero ninguna tenía el tuyo. Incluso, una lápida estaba sin rotular. Volví a mirar el reloj. Mamá ya debía estar muy cerca. Di media vuelta y salí. Unos metros adelante, podría jurar que un viento, atorado en las ramas lóbregas de los abetos, susurró “vuelve”. Di media vuelta y todo fue muy claro. La escuadra y el compás franqueaban la entrada. Releí los nombres y no figuraba el tuyo. En la lápida sin reseña había una hoja parduzca doblada por la mitad con una flor marchita dentro. Contuve la respiración y la abrí. Los párrafos confesaban el amor de una mujer hacia un hombre oscuro. Al final de la carta, tu nombre estaba unido al de ella dentro de un corazón sangrante. ¿Por qué no tendría tu nombre aquella tumba? Con sumo cuidado volví a dejar la hoja en su lugar. Saqué de mi pecho lo que yo ya te había escrito en el trayecto al panteón. Besé el papel, solté las siemprevivas por toda la cubierta de cemento y después de tantos años, lloré. Di media vuelta y caminé a la carretera donde mamá ya me aguardaba con las luces del auto encendidas. Nada preguntó. Yo nada dije, hasta ahora que desgarro el veto impuesto: Lobo querido, el cielo no ha dejado de ser más azul sin ti, pero la vida sí ha sido benévola conmigo. Aún sigo sin poder descifrar qué fue lo que me dijiste cuando después de tu muerte, soñé que yo estaba sentada en la punta más alta de una colina que estallaba en verdor. Tú te acercabas desde un punto desconocido. Tu larga figura se paró frente a mí. ¿Qué haces aquí? Pregunté alzando la cabeza y haciendo visera con las manos. “Vine a contarte lo que hay después de la muerte”, respondiste con tu sonrisa infantil. Era nuestra promesa ¿Lo recuerdas? Después te sentaste a mi lado y la escena enmudeció. Sólo veía tus labios moverse, pero no te escuchaba. Sin embargo, nunca deje de sonreírte como lo hago ahora que decido darle punto final a este relato. ::.
te paraste de golpe para decirme que me mostrarías pornografía. La frase me incomodó, pero para sorpresa mía, desplegaste ante mis ojos una revista de rifles y pistolas de muy diversos tamaños. Me señalaste el revólver con que te gustaría pegarte un tiro y yo me burlé de ti llamándote “ridículo”, asegurando que nunca lo harías. Qué equivocada estaba… Repentinamente, una falla eléctrica apaga el monitor de mi máquina y la casa queda a oscuras. Hasta ese momento percibo que el día está por concluir. He pasado una jornada completa invocando al pasado y a ti. La amenaza de la noche me agita. Mis dientes atacan la cutícula del dedo índice derecho. Corto un pedazo de piel y la lúnula se tiñe de rojo, rodeo con un pañuelo desechable el dedo y observo cómo la sangre va conquistando el blanco inmaculado del papel. Me aterra invocarte. Parecería que siempre me estás acechando desde el umbral. Respiro hondo y musito la misma oración que rezo desde hace 23 años para que tu alma y la mía estén en paz. La luz regresa y pulso el botón de encendido. La pantalla vuelve a brillar. Luego de todos estos años que negué tu muerte, el destino me arrojó a ti. Con amistades de mis padres, hice un viaje al pueblo Jaén, el Grande. Por la mañana, cuando bajé a la cocina por una taza de café, escuché a la dueña de la cabaña convocar a las mujeres para ir al pueblo de El Porvenir a comprar las viandas para el fin de semana. El nombre del pueblo retumbó en mi cabeza. Allí estabas sepultado, Lobo querido. Decidí ir a buscarte y quizá allí, por fin, podría negociar contigo un poquito de paz. Con recelo, mamá aceptó dejarme en la entrada del panteón municipal. La niebla cubría las lápidas. ¿Por dónde buscarte? Un camino polvoriento me llevaba a un mausoleo y luego el camino se bifurcaba. Me sentí la caperucita —sin capucha roja— pidiéndole al espíritu de un lobo que la guiara hacia él. Caminé hasta la barda donde terminaba el camposanto. Me cansé de leer las sepulturas y no encontrar tu nombre. Miré el reloj. Mamá regresaría en menos de media hora por mí. Abatida, abandoné el lugar. En la verja me topé con un hombre viejo, quizá el encargado de arrancar los rastrojos de las tumbas olvidadas para que no oculten las lápidas de los nuevos inquilinos. —Oiga, busco a Lázaro Pérez ¿sabe dónde está 40
Narrativa
41
DĂa de muertos Manuel HernĂĄndez Borbolla
Fotografía
E
n México, la muerte es dulce como el amaranto,
huele a copal, recita versos, camina en zancos y de puntitas, entre espigas rojas y pétalos de cempazúchitl, es dicharachera y bebe pulque de piñón, baila de tumba
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arteficio
“La muerte hace ángeles de todos nosotros y nos da alas donde antes solo teníamos hombros… suaves como garras de cuervo.” Jim Morrison
Fraseo
arteficio
La señora del rebozo Juan Ignacio Ortega
D
urante más de 30 años trabajé como fotógrafo de prensa. Me especialicé en nota roja. Ya sabes, asesinatos, accidentes, muertos. Llegué a reunir más de medio millón de fotografías, entre negativos, transparencias y formatos digitales. Ya retirado, me visitó Marcela, una de mis amigas, y
me convenció de participar en una exposición temporal. Es para que los jóvenes creen conciencia, me dijo. Comencé a revisar pacientemente mi archivo. Cada imagen contaba una historia, una calamidad, una lástima. Mi primera opción fue una impresión
Narrativa en papel titulada Accidente en Carretera 1. Un grupo de jovencitos de entre 17 y 20 años de edad, viajaban a exceso de velocidad en el auto deportivo que a uno de ellos le regalaron sus padres. El conductor perdió el control en una de las curvas que desembocaba en un puente. El auto salió por los aires y aterrizó, haciéndose añicos, sobre el acotamiento de la carretera que pasaba por debajo. La imagen, a contrapicada, mostraba en primer plano un antebrazo (única parte de los cuerpos que no desapareció) sobre los hierros retorcidos del automóvil. El resto, eran sangre y cabello. Noté por primera vez la presencia de una señora con reboso observando la escena sobre la parte alta del puente. Seguí con mi tarea. Ya casi para terminar con mi archivo físico, me topé con una de las imágenes más desgarradoras que pude congelar: se trataba del torso de una persona, aún con vida, extendiendo la mano hacia mí, pidiendo ayuda. El hombre, de unos 30 años, había pasado gran parte de la noche bebiendo con sus amigos. Al salir de la cantina, se había quedado dormido sobre las vías del tren. La locomotora pasó sin detenerse y partió al hombre a la mitad. Por aquel entonces, hacíamos guardias nocturnas en la glorieta del Ángel de la Independencia. Nuestro nombre clave en las frecuencias policíacas era Los Onces. La mayoría de los reporteros y fotógrafos usábamos motocicletas y solíamos llegar al lugar de los percances antes que los servicios de emergencia. Aquel ‘Día del Tren’, como bautizamos a ese evento, observamos cómo el torso del hombre se movía. Yo pensé que se trataba de espasmos, hasta que nos acercamos y el hombre (o lo que quedaba de él) habló. “Ayúdenme”, nos decía, “ayúdenme por favor”. Pero nosotros no podíamos hacer nada, salvo seguir tomando fotos Tomé la impresión tamaño carta y la acerqué a la luz de mi lámpara de escritorio. Detrás del torso viviente, junto a las vías, los vecinos estaban reunidos. Hombres serios, mujeres persignándose o tapando los ojos de los niños. Y ahí, entre la muchedumbre, se encontraba de nuevo la señora del reboso. Continué con mi labor, esta vez en la computadora, para revisar las fotografías digitales. La señora del rebozo aparecía en una gran cantidad de lugares: de pie entre los mirones, detrás de los accidentes, a veces mirando a la cámara. Siempre en presencia de los muertos. Igual que yo. Llamé a Marcela para cancelar mi participación en la exposición. No quería que alguien más notara
la presencia de la señora del rebozo. Me pasé varios días tratando de hallar una explicación. Debe ser una de esas personas que buscan estar cerca de la sangre, sólo por morbo, pensé. Pero ¿cómo explicar que siempre llegaba a todos los lugares antes que nosotros? Quiso el destino que en una de mis caminatas nocturnas, mientras reflexionaba sobre el tema, me tocara presenciar un accidente más. Un auto chocó contra un semáforo a pocos metros de mí. El conductor no llevaba puesto el cinturón de seguridad y salió disparado a través del parabrisas. Armado sólo con la cámara de mi teléfono celular, me apresté a tomar fotos. La gente alrededor se agitó de inmediato. Algunos se acercaron al cuerpo tendido en el asfalto, otros comenzaron a indicar a los demás automovilistas que se desviaran, otros más hacían llamadas. Y yo fotografiaba todo. Tomé tal vez 50 fotografías del lugar. En todas aparecía la señora del reboso. Pero no se veía a simple vista. Me estremecí del espanto y me alejé de ahí lo más rápido que pude. Cerré mi archivo. Intenté ver películas, leer o escuchar música, pero nada podía sacarme de la cabeza a la señora del rebozo. Nunca he profesado ninguna religión, así que rezar no era una opción. Desesperado, tomé mi celular y salí a la calle. Comencé a tomar fotografías de todo; a la gente, a los perros, a edificios, al cielo. En ninguna aparecía la señora del rebozo. Llamé a Marcela para invitarla a comer. Se lo debía. Fuimos a un restaurante a un costado del Parque México, en la Condesa. Le conté sobre la señora del rebozo. Incluso le mostré fotos. Esperaba que se burlara, pero se limitó a mirarme muy seria. —¿Y bien? ¿Qué opinas?— pregunté. —Tal vez es una necrófila— contestó. —No, es algo más. Sólo aparece en las fotos. Marcela tomó un sorbo a su café y concluyó: “tal vez te está siguiendo”. Pasaron algunos días y decidí unirme a mis viejos amigos onces a uno de sus recorridos. Era casi el amanecer cuando vino el llamado: habían localizado un cuerpo en el Río de los Remedios. Cuando llegamos al lugar, varias personas jalaban el cuerpo a la orilla. Permanecí a una distancia prudente y saqué mi celular. Me tomé una fotografía y junto a mí, apareció la señora Muerte, con el rostro cubierto por el rebozo y acariciando mi rostro con una de sus manos descarnadas. ::.
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arteficio
Voz de polvo Javier Alamillo
E
ra de caoba, barnizado, de color negro y con adornos de metal procesado. Dentro tenía recubrimiento de seda, sábanas acolchadas y dos almohadas. Llegué con una promesa de vacío, de silencio negro, total y mudo. Cuando morí no hubo vacío, ni silencio, ni negro. Sólo hubo voz. Al morir quedé pegado en una esquina del ataúd. No fui al paraíso, no fui al infierno, no fui al purgatorio. Estoy en una esquina. Sé que soy una voz, soy todo lo que escucho. Retumbo en el todo y llego a todas partes. Tengo recuerdos, de cómo morí, de cómo viví y de todo lo que esperé de la muerte. Ahora la desesperanza, la nada no existe. Sólo una seguidilla de sinsentidos inagotables. Puedo ver. No sé dónde están mis ojos, o si los tengo. Aunque soy sonido, veo; estoy lleno de imágenes de mi cuerpo descomponiéndose: mis ojos van sumiéndose en un vacío verdoso, mi carne secándose, mis dedos expulsando gusanos que se transforman en uñas, mi piel pegada a los huesos. La muerte es una mentira. En mis pies la carne desaparece y aun así la nada no llega. Veo mi rostro transformarse en una masa putrefacta, y del vacío no sé nada. Permanezco, en soliloquio eterno, hasta que mi cuerpo es sólo huesos, hasta que siento el tiempo ser eterno. Permanezco. Un golpe. Luz cegadora y llanto. Un viaje de miradas, el sol parece romperme, gritos de los que fueron mis hijos, pero ahora ya no son más que ruido lejano. Mi esqueleto, con la mandíbula rota, grita sin detenerse. Empiezo a despegarme de la esquina, parece que floto pero no me controlo. Fui exhumado. La idea de la nada vuelve a aparecer. Me muevo y la esperanza del vacío aparece. Saboreo el silencio, imagino el negro total. Desapareceré. Un calor increíble, infernal, que aumenta y abrasa. Me reconforta saber que la muerte no será una farsa, llegará la ausencia, el silencio y la nada. El ca-
lor aumenta más, escucho todo crujir, hay colores rojos y amarillos, se arremolinan y golpean entre sí. Aparece el blanco, un blanco total. Hay pequeñas partículas flotando por todos lados. Mi voz parece dispersarse. No hay ni una sola imagen. Sólo polvo. No dejo de escuchar mi voz. Cerámica gris, estoy en la tapa. ¡Estoy pegado en la tapa!... Ya no hay putrefacción, soy ceniza, y las imágenes son sólo polvo. Sigo sonando en el todo, retumbo. Sólo mi voz, sólo ceniza. ::. 58
Narrativa
Otros muertos nos esperan Hugo Tapia ¡Lee este puto cuento, toma una decisión y no pares de escribir hasta haberlo terminado! Otra vez me quedo sin decidir el final, repitiéndome a manera de recriminación por seguir congelado, con la mirada vacía, hacia el mismo infinito de siempre. El mismo infinito en el que me resguardo del temor a avanzar, donde puedo soltarme a flotar como si fuera jalea, sin forma, sin densidad, sin vergüenza. El crujido del espejo frente a la mesa me regresa de mi rincón etéreo. Siento las nalgas entumidas, al darme cuenta de que ha vuelto a amanecer, me justifico satisfecho. Es domingo, tengo que salir a pasear al perro. Jalándome la cara, estiro los brazos y me levanto. Veo tantas camisas y pantalones en el piso para terminar poniéndome lo mismo. Me dirijo a prepararme un café y no percibo el frio hasta que toco la taza caliente. Un poco de candor me regresa al alma cuando aspiro su aroma. La sensación pasa rápido porque estoy molesto por sentirme inepto, incapaz, estéril, por mentirme otra vez. Bostezo, sorbo el café e inútilmente espero que me hables.
— Vamos Rocket tenemos que estirar las piernas— le digo a mi perro mientras enrollo la correa entre mis dedos, tomo el morral y las llaves del auto. Antes de salir trato de mirarme al espejo, pero está roto. No entiendo cómo pasó, pero me hace saber que estás enojada. Lo cambiaré mañana. Pienso que esta ocasión vamos a hacer un recorrido especial, tengo algo que platicarte y ya ha pasado otro año. Tomaremos el sendero largo que nos llevará hasta la cascada, para que te des un chapuzón. Estoy seguro de que al volver por la tarde ella estará en casa. —Toma tu pelota, yo llevo el agua— le digo a Rocket. Hoy es el quinto año que estamos juntos y por si no sabias tenemos lo mismo viniendo a caminar. Si no fuera por estos paseos no podría soportarlo. Me gusta aspirar hondo, el aroma del bosque, sus texturas, sus gamas de colores y su profundidad. Cuando me siento perdido, escucho al viento, me quito la gorra para que el aire fresco me calme la 59
arteficio cabeza. Sé que estás ahí cuando me indicas retomar el sendero. No me importa por dónde me llevará, siempre me pregunto: ¿cómo sabes que ya ha pasado un año otra vez? Pero sigo confiando en ti. Sonrió cuando se empieza a escurrir suavemente el sonido del agua en mis oídos. —Si muchacho, ya llegamos, buen chico— le digo en voz alta mientras le doy unas palmadas. Un poco antes de que la brisa comience a mojarnos y que el estruendo del agua opaque mi voz, Rocket y yo hablamos, casi susurrando. No nos gusta gritar. Se acerca y se detiene enfrente para que le quite la correa, como si estuviéramos repasando algún plan. Me ladra y lo suelto, da dos pasos, voltea en señal de confirmación y se va. —Eres libre, explora y no tardes— le digo. Me gusta cuando sales corriendo hacia ningún lado, completamente libre. No me gusta que babeas la pelota y la tengo que agarrar, por eso siempre llevo alcohol, para limpiarme cada vez que la lanzo. Mientras te pierdes entre los helechos, continúo caminando el tramo que falta para llegar a la cascada. Mi pecho se angustia y no quiero pensar si regresarás. Me pregunto si también la escuchas y si te guiará en el camino. Mientras tanto, tomo una rama corta para empezarle a sacar punta, algo sutil, no es que vaya a cazar un oso ni mucho menos. Lo más difícil es trozarla, nunca se debe cortar una rama de la base, debe parecer algo natural. El árbol se siente herido si lo serruchan. No queremos hacerle daño. Sobre una piedra a la orilla del río en la base de la cascada y al sol, comienzo a quitarle la corteza. Me enorgullezco de lo perfecta que quedó y de mis habilidades con la navaja. De repente en lo alto de la cascada alguien grita saludando. —¡Buenos días! ¿por dónde puedo bajar? — pregunta el extraño. —Por la izquierda— contesto sin voltear, señalando el camino. El hombre delgado, flácido, seguro es oficinista. A simple vista parece salido de una revista de senderismo, mochila de tela, sombrero de safari, pantalones cortos y una vara larga como bastón. —Hola, me llamo Juan ¿y tú? —Moisés —Un gusto Moi, pensé que … —Moisés— lo interrumpo.
—Okey, Moisés. Pensé que nunca llegaría hasta aquí. Sólo quiero descansar y refrescarme un poco. Sonreí para mí cuando noté que guardaba su guía de senderismo en la bolsa. Lo sabía. Juan me pregunta si soy de estos rumbos, mientras deja su vara en el piso y se quita sus botas para meter los pies al agua. Le comenté que también venía de paseo con mi perro. —Perdona si parecí grosero, pero uno ya es bastante invisible como para que venga un desconocido a borrarme medio nombre. —Ya veo, no lo había pensado, pero tienes razón, hay veces que lo único que tenemos es eso. —No. No es lo único que tengo, tengo una vida, propiedades, un perro, una profesión, una novia y una labor que, si cumplo bien, al enterarse, ella regresará hoy por la tarde. Sabía que existía un camino más largo que nos llevaría a la mitad del río donde se forma una laguna. Lo invité a seguir bajando por el sendero. Me gusta la gente confiada, que no te conoce y como si nada te sigue platicando su vida. Me contó que vive solo, que la vida de oficina es una pesadilla, que invitó a sus compañeros sabiendo que no les gusta pasear al aire libre ni mucho menos enlodarse. El mismo trabajo de oficina le ha impedido desarrollar una relación estable. Tuvo una novia en alguna ocasión, pero lo dejó por su amigo, que ascendió de puesto. Dice que tampoco le dio mucha importancia. Cuando llegamos, la orilla estaba llena de piedras redondas y perfectas. Me arrodillé para tomar algunas de las que están cerca del agua y colocar mi estaca entre las rocas sin que Juan se diera cuenta. —Juan, si tu mente siempre está en otra parte es como si nunca estuvieras experimentando nada. Ya deja de hablar del trabajo. Y disfruta del río, aire puro y la tranquilidad del bosque, que a eso has venido. —Tienes razón Moisés, gracias. A propósito, en la cascada comentaste que tenías un cometido y alguien que te esperaría en casa si lograbas cumplirlo. ¿De qué se trata?— preguntó. Estaba por responderle a Juan cuando entre los arbustos apareció Rocket, con el hocico ensangrentado, los ojos brillantes, los colmillos amenazantes, desquiciado, como maldito. Quise gritar de emoción, pero no me gusta hacerlo. Me contuve para solo preguntarle susurrante. —Rocket, ¿la encontraste?, buen chico. 60
—¿A quién? ¿Qué le pasó a tu perro?— me preguntaba Juan mientras se aproximaba unos cuantos pasos. Todos los hacen. Es el instinto del miedo que los hace acercarse a mí, como si conmigo estuvieran más seguros. Como si me interesara protegerlos. Yo sólo quiero que ella regrese. Rápidamente me volteé, y me acerqué a Juan. —Mi misión es explicarte tu muerte. Él retrocedió, cayendo de espaldas a causa de las resbaladizas piedras, incrustándose la estaca que momentos antes había preparado. Justo en el corazón. —¡Sí!— gritaba desaforado, en señal de victoria. Lo había logrado. Me detuve un momento a contemplar la escena perfecta del atardecer y el río en un tono rojizo, magistral. —Juan, mira lo que has logrado, es hermoso, ella regresará. Sólo me quedó acercarme a Juan para tomarlo de la mano, llenarle las bolsas de su estúpido pantalón corto y su morral de tela, mientras le explicaba que no sentiría dolor, que el agua fría lo arrullaría en su camino al fondo del río, que ya no podría sentir nada porque la estaca había cortado sus sentidos justo por la espina dorsal.
—Te lo explico porque todo hombre debe morir con respuestas, no quiero que pienses que soy una bestia. Rocket, vamos a casa, otros muertos nos esperan. Regresamos por el sendero al auto. En el camino platicamos que las personas no deberían gritarle a un desconocido en el bosque, ni siquiera para saludarte. Ya estaba oscureciendo cuando llegamos a casa. Abrí la puerta. La ropa seguía en el piso y el espejo intacto, liso y terso, como cada año desde hace cinco. —¿Lo ves Rocket? Te dije que vendría. Regresé a la mesa decidido a terminar mi cuento, tratando de definir el final, empezando a sentir esa helada sensación de bloqueo, con la mirada esperanzada y plena hacia el infinito de siempre, resguardándome sin temor a avanzar, donde puedo soltarme a flotar como si fuera jalea, sin forma, sin densidad, pero contigo. ::.
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arteficio
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La muerte erรณtica Una revisiรณn a la obra de
Yamato Takamoto
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¿Qué hará la tierra con los huesos del que muere sin regreso en virtud de su ambición? Sin funerales, sin amigos, sus adioses sin testigos, sus domingos sin amor… serán como el del insecto aquel, muriendo solo, sin después. Morir así es no vivir. Morir así es desaparecer.
Silvio Rodríguez, Los funerales del insecto (fragmento)
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Mr. Letal
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Viene de noche Miguel Ángel Hernández
L
a noche se vuelve larga y oscura. El miedo se asienta en la familia como una manteca difícil de limpiar. Primero se escuchan algunos truenos, luego gritos de súplica, finalmente el silencio. El silencio es la peor parte. No se sabe si de verdad ha terminado o solo es que la muerte camina a su siguiente labor. Esa que deja familias en pedazos y nudos en el gañote que se van ablandando sólo con los años. El rugido de los motores se aleja. Es la forma en que la Muerte se despide por hoy, tal vez para hacer penar otras almas, tal vez para por fin descansar de su ajetreado día. No es fácil volver a dormir. Estela espera un rato y se asoma por la ventana tímidamente. Nunca se sabe. Trata de penetrar la oscuridad con los ojos. A lo lejos se mira una casa desvencijada. El plomo tiró las láminas de cartón y perforó el cristal de las ventanas. —Creo que se los llevaron— dice en un hilo que Joel padre y Joel hijo apenas escuchan. Ninguno responde. Estela se pone una chaqueta y
abre la puerta de su casa. Mira hacia ambos lados de la calle. La muerte se ha ido, dejando atrás un silencio helado. Echa a andar con cautela y se asoma por uno de los agujeros que la bala dejó en el vidrio. Está oscuro. Alcanza a escuchar sollozos. Abre la puerta con cuidado. En un rincón de la casa ve a Doña Mari echada sobre el cuerpo de Don Roberto. Venían por el hijo. Estela piensa en el pobre Alejandro, tan jovencito. Apenas veinte años y ya se lo llevaron ¿Habrá andado en malos pasos? Imposible. Se veía tan bueno, tan obediente. La verdad es que desde hace un tiempo ya no se necesita andar en malos pasos para que vengan de noche por ti. Se llevan a cualquiera, a veces sin razón. Joelito se asoma, desde la casa. —Métete— le ordena su madre. Él reconoce la urgencia en la voz. Otras veces se aventuraría a estirar la paciencia de su madre antes de acatar la orden. Esta ocasión no es buena idea. Ya ha pasado antes. Ningún adulto duerme esta noche. Entre los dolientes, los que tienen miedo y los que buscarán ayudar a Doña Mari con su muertito, se 68
disuelve la noche y llegan los primeros rayos del sol. El niño se despierta con el olor del café y los huevos de desayuno. En la casa se ha instalado un ambiente fúnebre y silencioso. La manteca que era el miedo cuajó hasta convertirse en un dolor a cuestas. Una incertidumbre punzante y el hartazgo de lo que nunca termina. Joelito se sienta en la mesa y su madre le sirve el desayuno. La mira a la cara y solo ve cansancio que se anida en forma de bolsas bajo sus ojos. —Ándale Joelito, desayuna papi. Vas a ir con los demás al cerro— le dice Estela. —¿No voy a ayudarle a mi papá en la milpa? La madre lo mira. Quisiera darle una respuesta diferente. —No mi amor. Vamos al cerro todos. Hay que ayudarle a Doña Mari a buscar al Alex. Joel no hace más preguntas. Termina el desayuno y coge sus herramientas, una pala de mango corto y un rastrillo metálico. Van a pasar toda la mañana escarbando en donde la tierra se vea suelta. A veces, la Muerte se lleva a la gente y la entierra en lugares desolados. Normalmente, cuando se encuentra un cadáver, se sigue cavando en el mismo lugar un buen rato. La Muerte rara vez deja uno solo. La mayoría de las veces se lleva a varios. Entonces, la familia de ese muertito descansa, deja de buscarlo y deja de imaginar las terribles cosas que le podrían estar haciendo. Por fin se le puede dar santa sepultura y comenzar a tratar de sanar las heridas, los huecos que dejan detrás. Aunque casi nunca se llenan. Quedan cubiertos por encimita y se destapan a la menor provocación, dejando escapar todo el dolor e impotencia que contienen. Esa mañana no encuentran a Alex. Harán falta muchas más búsquedas. Salir por las mañana a buscar fosas en el cerro se convierte en una actividad diaria de la comunidad, donde la suerte toma otro significado. Tener suerte no implica que no se los lleven, o que al que se llevaron regrese con bien. Suerte es encontrar su cadáver a medio enterrar y tener el consuelo de saber que ya no sufre. ::.
arteficio
176 Gabriela Barboza
J
osué siempre me tenía en su mano, no importaba que sudara. Despertaba y lo primero que hacía era verme. Podía quedarse hasta 20 minutos en su cama, mirándome. Sólo cuando sabía que ya era demasiado tarde me dejaba a un lado, pero la verdad, todos los días pasaba eso. En el metro ocurría lo mismo. Apretados y esperando entrar a un vagón me tenía consigo. Yo le podía brindar alegrías o hacerlo sentir furioso, aunque eso no dependía de mí. Muchas veces me tiró a propósito cuando su jefe le escribía algo que no lo parecía, como ese martes que nos enviaron a un lugar de la Roma para recoger unos documentos, porque él se encargaba de la contabilidad de la compañía. Recuerdo que ya casi iban a ser las dos. Josué tenía hambre y eso lo ponía de malas. Él se encargaba de que todos sus amigos lo supieran, era como descargar su furia y revisaba una y otra vez quiénes le habían respondido. No dejaba de verme para matar el tiempo, para reírse de lo que comentaban sus com-
pañeros o para recibir un encargo de su esposa, Alicia, que me tomaba cuando Josué estaba bañándose, o entretenido en los partidos de fútbol. Ella que terminaba todas las conversaciones con un corazón o un emoji de un beso. Cuando llegamos al edificio, cuyo número no logro recordar, nos dejaron en una pequeña sala junto con sus compañeras, quienes llevaban rato esperando. Era un sitio viejo que olía a humedad. La tele estaba apagada y había revistas viejas que no nos llamaban la atención. Sus compañeras platicaban entre ellas. A veces preguntaban algo y él respondía tratando de que la plática se prolongara, pero de inmediato nos daban la espalda. Sólo íbamos una hora o dos. No más. Pero se extendió un poco por los malditos trámites y porque no nos llegaba una factura de compra. Me volvió a ver para checar la hora y entonces pasó. El edificio antiguo empezó a moverse, más bien, a sacudirse como si estuviera hecho de piezas 70
Narrativa de lego. Bajamos rápido como pudimos. Por suerte estábamos en el primer piso y llegamos a la calle. El inmueble se cuarteó, pero seguía de pie. Él recordó que dejó unos documentos importantes en el centro de mesa. Regresamos e intentamos pasar pero el vigilante no nos dejó. Luego llegó el dueño del lugar y nos dio “chance” de entrar, pero rápido porque iban a llegar los de protección civil. Subimos de dos en dos los escalones. Sin embargo, por su sobrepeso se quedó unos segundos más para descansar. Luego escuchamos cómo los vidrios empezaron a romperse, tratamos de llegar a la puerta. No alcanzamos, las paredes empezaron a caer y ya no había salida. Las grietas del edificio antiguo se abrían cada vez más y no pudieron retener los recuerdos de los chicos que reían a la hora de la comida. No pudieron guardar la alegría de los que llegaban a la meta con sus comisiones. Ni siquiera lograron conservar en sus memorias grises y ásperas a las parejas que se escondían para robarse un beso en las escaleras. O los cumpleaños de ellos y los sollozos de algunos por sentirse poco valorados. Las paredes sólo pudieron ver cómo corrían los empleados mientras aquél lugar que los resguardó por mucho tiempo se hacía polvo. Aunque al final todos nos convertiremos en ello. Josué no me soltó. Apenas si podía respirar, me apretaba muy fuerte. Trataba de escribirle a su esposa pero no tenía tantas fuerzas como para mover los dedos. Gritó y su voz retumbó por aquel espacio pequeño. Sin darme cuenta empecé a vibrar muchas veces. Alicia insistía y eso le provocaba más frustración hasta que empezó a llorar bajito, cada vez más bajito … Sentí sus pulgares en mi cara. Dijo un par de cosas y luego se quedó inmóvil. Su mano fría me mantenía a mi lado. Quizá pasaron 30 horas. Me estaba quedando sin batería. Josué seguía muy quieto. Yo creía que también estaba guardando energías. De repente alguien quitó una piedra y vimos la luz. Podía sentir el aire y las palomitas del mensaje se volvieron azules. Hubo un silencio profundo. No entendía por qué Josué no me miraba como cuando despertaba. Unos sujetos de amarillo lo movieron y me soltó. Caí y con ello se fue la poca energía que tenía al igual que las canciones que lo hacían feliz. Tres días después desperté en las manos ásperas de un señor de la tercera edad. Pasaron unos segun-
dos para que yo pudiera estar consciente de lo que estaba ocurriendo. El señor me llevó consigo como lo hacía Josué y me percaté que la gente actuaba como si no hubiera ocurrido nada. Fue un sismo de más de 7 grados con más de 200 personas muertas, y ya lo habían olvidado. Regresó la impaciencia de la gente al esperar el metro; las señoras equilibrándose en los vagones para maquillarse; los chilaquiles de las mañanas y el café hirviendo con olor a canela que tanto le gustaba a Josué. Regresaron las cabezas agachadas para ver los celulares. ¿Por qué me duele? El mundo sigue girando y no se detiene por el dolor de nadie, menos de un artefacto desechable. He llegado a un sitio con cientos de celulares como yo. Un chico me ha tomado para observarme. Me han cambiado por dos billetes de doscientos pesos. El anciano se ha ido, el tipo ha sacado un par de desarmadores y empieza a quitar mis pequeños tornillos. ¿A dónde iré? Puedo intuir que después de que saquen mi pequeña memoria se estará perdiendo lo poco que conservaba de mi extraña relación con Josué. ¿Qué día es hoy? Mi último recuerdo de sus manos sudorosas se está desvaneciendo. Falta 30% y aún recuerdo la primera foto que tomó con su familia. Falta 20% y los corazones en sus conversaciones se están eliminando junto a los besos de Alicia. 10% y se va el último mensaje que pudo escribirle a su esposa: siempre estaré con ustedes. Falta 1% y me estoy yendo a un lugar distinto al que se fue él y no tendré quién me recuerde, como yo lo hago por Josué. ¿Qué día es hoy? Ahora recuerdo, 176 fue el número del edificio donde estuvimos juntos la última vez. Ojalá hubiera tenido huesos y no piezas electrónicas para haberte ayudado mejor... 0%. ::.
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Crรณnicas del mรกs allรก Carlos Adampol Galindo
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FotografĂa
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Narrativa
Espejismo Javier Gómez Después de jornadas calurosas a caballo, llegamos a Mineral de Plata, nueva joya del Oeste. Allí me había escrito mi hermano en respuesta a las cartas que le envié meses atrás y cuyas palabras siempre decían: “no todo lo que brilla es oro”. Mi compañero de viaje era el señor Torton, nuevo rico del lugar, cuyo descubrimiento de la veta más grande de plata de la región trajo el progreso a la comunidad. Un año atrás partió, dejando a sus hermanos a cargo de la mina e inició, con éxito, otros negocios. Ahora regresaba, con su rostro acusado de arrugas y con el cabello cano, limpio, aceitado, como si estuviera listo para acumular más riquezas. La vida le sonreía y no hacía caso de consejos, advertencias e incluso de las amenazas de su tío, el nuevo ministro del lugar, quien lo maldecía por la blasfemia cometida: cambiar las osamentas de los indios que permanecían enterradas en las cavernas, con el fin de llevar a cabo la explotación del precioso metal. Mi hermano pensaba igual y lo escribió en sus cartas, cuando supo que emprendería mi viaje acompañando al señor Torton. —No aceptes la plata de la mina, está maldita— dijo. Siendo él herrero, sólo atendía a los viajeros que pasaban por el pueblo y luego partían al alba. Así aseguraba su existencia y su salvación, según decía. Tantas veces leí su advertencia que no quise recibir nada por todos los servicios hechos a mi compañero. Él reía, pensando en lo absurdo de mi conducta. —No entiendo la terquedad de su hermano. Antes de mi llegada, Mineral de Plata era sólo una mancha en el valle. Cada día se hacía más y más pequeña, tanto que nadie daba una moneda por su futuro. Necesitaba de hombres visionarios— me dijo una noche el señor Torton. Recuerdo cómo abría su saco y alzaba la quijada, a la vez que colocaba uno de sus brazos en la cintura.
—Desde joven, mi padre supo de su riqueza, entregó su sangre y el sudor para extraer la plata y enriquecer a todos, pero cómo fue tratado— continuó Torton. —Su patrón, el dueño de aquellas tierras, lo corrió cual se corre a un perro viejo, lleno de chinches y pulgas, a patadas. Todos se burlaron de él. “El loco Joe”, así le gritaron al sacarlo de allí. Al oír esas habladas, tuve el deseo de acompañar a mi padre para vaciar mi revólver en cada uno de esos malditos que lo insultaron. Días más tarde lo escuché llorar, solo, en su habitación. Mi madre lo abandonó llevándose a mis hermanos. ¡Perra traidora! Lo decía apretando sus dientes y las venas de su cuello se hinchaban tanto, que daban la impresión de que iban a estallar. —Sólo yo me quedé con él. Diario me decía mi padre cuando tomábamos un descanso y el sol nos pegaba de frente: toma el camino a las montañas, JJ, tómalo y busca las cavernas. En donde halles el cementerio, allí empuña tu pala; cava, hazlo como un loco, mata si alguien sigue tus pasos; ese es nuestro tesoro, de nuestra familia, de los Torton— afirmó el viejo. Al principio creí que eran sólo habladurías de un enfermo. Sin embargo, al pasar las noches, siempre regresaba al mismo punto. —¡Mira esta moneda! ¡Mírala bien! Lo hacía sosteniéndola frente a mis ojos. —¡Aquí está la prueba! Mi padre nunca estuvo loco y ahora el mundo lo va a saber... Otra noche me contó que citó a todo el pueblo y mostró una enorme pieza de plata. “¡Somos ricos! Mineral de Plata es rica y ahora sólo depende de nosotros hacerlo realidad”, dijo. Me imaginé los rostros de asombro de cada uno de sus habitantes. El loco Joe tenía razón; ahora cincuenta años después su hijo Joe Junior lo demostraba, pensaron cada uno de ellos. Todos vieron el fin de sus penurias, menos el herrero, mi hermano. Fue la piedra del camino, como se dice, a las aspiraciones del señor Torton. Y atrajo a su causa a la mitad de los 77
arteficio pobladores. Pero el tiempo le dio la razón al dinero. En unos meses, el único que lo siguió apoyando fue el reverendo Jonas Torton, tío del susodicho. En cada uno de sus sermones advertía sobre el peligro de cometer el pecado mortal, de incendiarse por completo en los infiernos. Lo hacía con tanto fervor frente a sus feligreses, anunciando con su dedo índice el fin del mundo, decía que el apocalipsis se acercaba a Mineral de Plata y todos serían condenados al fuego eterno si hacían caso a su sobrino. Nadie lo creyó. Así la plata comenzó a circular por todas las manos de los habitantes y las casas crecieron, nacieron nuevas calles, negocios, hasta comenzaron las obras de una vía del tren que transportaría la riqueza a todo el país. “Enloquecieron y no los culpo. Sobre sus espaldas cargaron muchos años la miseria, el hambre, la desesperanza. En el fondo de su corazón, son gente de gran valía. Sólo necesitan tiempo para tomar, otra vez, el camino del bien”, decía mi hermano en otra carta. Por eso me recomendaba no tocar el dinero de mi acompañante y no lo hice. A unos días de llegar a nuestro destino, el señor Torton comenzó el mismo discurso a medianoche. De pronto sentimos el golpe de un viento tan frío penetrando hasta nuestros huesos. Miramos al cielo y fuimos testigos de cómo las nubes se fueron acercando unas a otras, rápidamente, y cambiaron de color. Escuchamos el tronar de las centellas, frente a nosotros, vimos cómo se acercaban miles de ojos diminutos, brillantes, como si cargaran una pequeña flama en su interior. Uno de nuestros caballos bufó de espanto, se paró sobre sus patas traseras, trató de liberarse de la soga que lo sujetaba por el cuello. Ambos tratamos de calmarlo, pero no lo conseguimos. Otro rayo cayó y con su luz descubrimos a miles de ratas corriendo hacia nosotros. Cada uno montó su caballo y partimos hacia una ladera. Desde allí, observamos la gran estampida de los roedores. Contamos cinco, diez, veinte minutos y el espectáculo no terminaba. El semblante del señor Torton cambió. Más truenos cayeron, no muy lejos de nosotros, con cada golpe, nuestros caballos resoplaban, querían huir, siguiendo a las ratas, pero nuestras férreas manos lo impidieron. Al cabo de dos horas la estampida terminó. Empacamos nuestras cosas y partimos a
todo galope. Atrás de nosotros nos perseguían las nubes negras, protestando con sus centellas. Parecía que esperaban nuestro arribo a Mineral de Plata para descargar toda su furia. Llegamos. Sólo una brisa salió a recibirnos. Las puertas de los negocios y casas se abrían y cerraban por la fuerza caprichosa del viento. No escuchamos los gritos de los hombres apostando en el bar, ni tampoco vimos a los niños jugando sobre la tierra, mucho menos a las mujeres que a diario salían de sus casas para llamar a cenar a sus pequeños y retirar la ropa seca de los lazos, tal como lo contaba en las cartas mi hermano. La pequeña ciudad había enmudecido. El señor Torton tomó su fusil, bajó del caballo y entró a la oficina de la mina. No encontró a nadie. Regresó. Marchamos unas cuadras con la garganta seca y temblorosa, hasta que percibimos un fétido olor. Provenía del hotel. Entramos y nuestros ojos casi salieron de sus órbitas. Frente a nosotros vimos sin vida a hombres, mujeres y niños, devorados por un grupo de zopilotes que entraron por las ventanas. Mi compañero disparó y los carroñeros volaron, golpeándose unos a otros en su huida. A un costado de la escalera estaban los cuerpos de sus hermanos. Allí pude ver la derrota en el rostro del señor Torton. Se hincó y tocó las caras de sus pequeños. Él los llamaba así, mis pequeños. Sus rostros mostraban un gesto de locura, marcado en el momento final. Lo vi a punto de llorar y toqué su hombro, sugiriendo que revisáramos a los demás. No eran los únicos. Volteamos las cabezas y todas tenían la misma huella insana, impresa en su faz. De pronto entró un desconocido, tambaleándose. Sus ojos estaban perdidos y mostrando en su cara la maldita señal. Con revolver en mano, gritó: “¡huyan!” Se dio un tiro en la sien. Cayó al suelo. Y yo sin conocer la causa del suicidio ni las alucinaciones que veían los ojos del sujeto, salí corriendo, con el corazón saltando de mi pecho, en dirección a la herrería. Allí encontré a mi hermano y a otros tres quienes tenían la idéntica marca. En cambio, la cara de mi hermano lucía apacible. Su mano tenía una hoja y la leí. —La locura regresó, la maldición llegó, parte antes de que arribe la torm… Me arrodillé y lloré sin freno hasta que mi compañero abrió la puerta. No quise mostrarme así, vencido, 78
arteficio y me levanté de inmediato. Allí quedó mi hermano, sin gozar de una sepultura y partimos. Ahora el rostro de Torton cargaba con la duda, la rabia, la desesperación de no saber lo que ocurrió. Se acercó a mí y riéndose de él mismo, así como de todos que creyeron en él gritó: “¡nadie está a salvo, muchacho, nadie!” Al verlo por última vez, logré percatarme de la locura reflejada en su rostro. Di la vuelta y descubrí la capilla; era pequeña, sus maderas estaban pintadas de color blanco, pero ahora el polvo las cubría y les daba un tono rojizo, como si también ellas estuvieran manchadas de sangre. En las escaleras, el cuerpo del ministro yacía sin vida. Huí a todo galope, mientras el señor Torton se dirigía a la tormenta, sosteniendo ambas pistolas, disparando hacia el vacío y gritando maldiciones. Atravesé montañas, ríos y poblados en donde la gente huía de mi aspecto atormentado. Hallé un pedazo de plata en el bolsillo de la chaqueta, justo al recordar el instante cuando se acercó el señor Torton. Comenzaron las visiones. En los cielos veía las imágenes de demonios que mi hermano y yo hallamos en las páginas de un libro de nuestro padre, tiempo atrás. “Alucinaciones”, me decía a mí mismo. Para mi mala fortuna, me siguieron y varias veces oí cómo pronunciaron mi nombre. Cabalgué por semanas hasta que mi corcel cayó muerto. No había comido por días. Caminé sin seguir una ruta, mi propósito era alejarme de Mineral de Plata, olvidar todo, comenzar una vida honesta. Pero las visiones no me dejaron en paz. En el último poblado pedí, exigí al alguacil que me apresara. Ahora permanezco rodeado entre barrotes, viendo cómo crece la mancha de la tormenta que se aproxima, escuchando los insultos de la gente, culpándome de abrir una de las puertas del infierno y asegurando mi muerte y el castigo eterno. Observo cómo preparan el tablado de la horca unos hombres golpeados por veloces vientos. Pero eso no me preocupa. Sólo tengo una idea en la cabeza: salir de aquí y dar muerte al señor Torton. ::.
Narrativa
¿Pesadillas? Aldo Rafael Gutiérrez Recuerdo que pasaban de las 12 de la noche. No, espera, debió ser antes porque alcancé el último tren. Ingenuo, como niño, subí en el último vagón a pesar de estar prácticamente vacío. Mi parada era hasta Taxqueña, así que me acurruqué con mi suéter y mi mochila. Hacía frío y por más que me tapara no podía acomodarme, aunque fuese para cerrar los ojos. Era tal la penumbra de la noche que ni siquiera distinguí cuando pasábamos entre los túneles, pero no le di importancia. Las cosas se volvieron más extrañas cuando ella se sentó justo en frente de mí. Me llamaron la atención sus pies tan blancos. Apenas había diferencia entre sus huaraches y sus dedos. Trataba de no verla. Me compararía con un degenerado. Pero de reojo alcancé a notar que su mirada estaba fija, insistente, en el fondo del vagón. Volteé en la misma dirección que ella y en los asientos no había ni polvo. Agaché la mirada y no vi más las pálidas piernas. Mi sorpresa fue mayor cuando sus manos rozaron mi brazo izquierdo. De saber lo que pasaría me habría salido por la ventana. Como en cámara lenta, recorrí su cuerpo hasta llegar a su cara. Su vestido liso, como hojas blancas de papel, y sus delgadas manos, con sus dedos que bien podrían ser remplazados por popotes, no me impresionaron. La sorpresa se dio cuando llegué a su rostro. Sus facciones de porcelana se iban resquebrajando y como el nacimiento de un polluelo naciendo de un huevo, se iba mostrando una criatura, irreproducible. Ahora su piel era una calle de grietas con pedazos de cartón colgando y ojos color asfalto. En un instante su ropa se volvió harapos momificados y sus pies, trozos de carne podrida. Moscas salían de su entrepierna. Un olor a desagüe casi logró hacerme desmayar. Tomó mi muñeca con estridente fuerza y me susurró al oído: “no corras, de nada servirá”.
Traté de soltarme pero a medida que luchaba, su mano, ahora convertida en corteza firme, me apretaba más. Cientos de voces y ruidos empezaron a retumbar en mi cabeza. Las luces de los vagones se apagaban y creí que moriría. Sin embargo, las lámparas de la estación iluminaron el tren y éste empezó a detenerse. Las puertas se abrieron y como pude me liberé. Corrí hasta que mi corazón acelerado estuvo a punto de partirme las venas. El miedo venció el cansancio de días atrasados, provocados por las tareas de la escuela y el trabajo de medio tiempo en McDonald’s. Aun así no podía perderla de vista, incluso sin verla. Sentía su respiración en mi espalda, pero me rehusaba a voltear. Casi estaba seguro de que me volvería como ella si tan sólo me atreviera a volver la cabeza. Al final desperté. Nunca volví a soñar eso, pero estuve aterrado mucho tiempo. —¿Entonces ya no tienes pesadillas sobre eso?— preguntó un amigo. —No, por fortuna duermo tranquilo. Pero fue tanto mi miedo que inclusive oriné mi cama. —Encantadora historia– dijo mientras soltó una enorme carcajada. —¿De qué te ríes? No es gracioso. —Para empezar, no lo soñaste, fue real. En segunda, te creo porque yo también vi a esa mujer, me la encontré en un camión. Y en tercera, nadie que la ha visto vive para contarlo. También llevo varios años muerto. ::.
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arteficio
Quieto Nancy Puga Atravesó el nubarrón la silueta de dos hombres a caballo, uno quieto, otro satisfecho por haber saldado la deuda. A galope confundido se tambalea un cuerpo con heridas casi frescas. ::.
Vampiros en el metro Elías Lozada
Todos íbamos corriendo disfrazados de vampiros. La lluvia apretó. Cada gota mojaba más. Al llegar a la estación mi maquillaje, y el de casi todos, se había arruinado. En los vagones volvimos a sacar el maquillaje. Mucho rímel y mucho polvo, diamantina en los pómulos, lociones caras y pantalones pegados. En verdad que nos esforzamos para parecer vampiros del siglo diecinueve. —¿Quieres que retoque tus ojos?— me preguntó Evangelina, quien por mucho era la mejor disfrazada. —Sí, necesito el toque de una mujer para delinearme— contesté sonriente. Yo estaba con el mejor humor a pesar de la lluvia y la empapada. La fiesta de la rabia era garantía de diversión. —¿No tienes zapatos?— expresó María. —¡Yo tengo como mil! María y Evangelina son personajes que acompañan. Los vampiros aparecen a mitad de la estación. ::.
arteficio
Javier Marín
Decía Francsico Mondragón García
U
Dos siluetas extrañas se abalanzaron sobre él propinándole severos golpes en la cabeza y el pecho. Un intenso ardor y la sensación que un río escapaba de su interior lo paralizó. Pudo ver qué las siluetas se desvanecían lentamente. Todo se tornaba oscuro. El miedo a perder la luz se apoderó de su ser. Intentó moverse, pero fue inútil. Todo se fue apagando hasta que ese dolor lo volvió a despertar. Se levantó de nuevo, caminó hacia la ventana rota y observó al exterior. Los vecinos susurraban mientras señalaban hacia él, pero no lograba escuchar sus murmullos. Más al fondo, una silueta gris le hacía señas. Sintió miedo, mucho miedo. Dio un paso atrás y volteó hacia la cama, lanzó un grito de terror al observarse sobre ella, bañando en sangre. Múltiples cortadas vestían su cuerpo y una palabra en la frente lo lleno de odio. “PUTO”, decía. ::.
n dolor extraño lo hizo despertar. Con dificultad abrió los ojos. Permaneció observando el techo de su cuarto por un instante y se incorporó lentamente. Algo extraño estaba sucediendo en él. Las cosas no se veían de la misma manera. Volteó a ver el espejo junto a la cama y no logró distinguirse. Es raro. “¿Estoy soñando?”, se preguntó. Cerró los ojos, se dejó caer nuevamente y tuvo la sensación de hundirse en una masa gelatinosa. Abrió los ojos nuevamente, el entorno se visualizaba borroso, más oscuro de lo normal. Por la ventana rota podía apreciar la lluvia en la calle. Las cortinas bailaban al compás que el viento les marcaba. “¿Por qué no hace frío?”, pensó intrigado. Recordó que el ruido del vidrio al estrellarse y caer en pedazos lo hizo incorporarse bruscamente. 84
SerĂŠ una sola y dilatada herida hasta que dilatadamente sea un cadĂĄver de espuma: viento y nada.
Miguel HernĂĄndez
arteficio
Historias de
muerte y horror Cuentos completos I y II Francisco Tario
No muy conocido pero con suficiente peso narrativo, Francisco Tario es un escritor mexicano que ha pasado de taller en taller los círculos literarios como un autor de culto. Cuentos como La noche del perro o La noche del féretro muestran su habilidad para contar desde lo surreal a través de personajes casi imposibles; Entre tus dedos helados compite con el horror de H. P. Lovecraft y el misterio de Poe.
Libros de sangre Clive Barker
Esta cinta que da cuenta del Anticristo se alejó de los cánones del cine de terror de la década de 1970, quitando a los monstruos y aquelarres fantásticos por el misterio, la paranoia y elementos que a veces evocan a lo mejor de Hitchcock. Este filme no juega con el efectismo o con el impacto de horror momentáneo, sino con aquello que el espectador arma en su psique.
Ash vs. Evil Dead Sam Raimi
Hilarante, grotesca, sangrienta, quienes se iniciaron en el horror de Sam Raimi de las películas Evil Dead, quedarán atrapados de inmediato por esta serie que plantea un universo extendido donde el desfachatado Ash Williams (Bruce Campbell) se enfrenta, con escopeta y motosierra en vez de mano derecha, a los poderes oscuros del Necronomicón.
La profecía
Richard Donner Esta cinta que da cuenta del Anticristo se alejó de los cánones del cine de terror de la década de 1970, quitando a los monstruos y aquelarres fantásticos por el misterio, la paranoia y elementos que a veces evocan a lo mejor de Hitchcock. Este filme no juega con el efectismo o con el impacto de horror momentáneo, sino con aquello que el espectador arma en su psique.
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arteficio ¡A chingadazos! El próximo número tratará sobre golpes, peleas, batallas, grescas, puñetazos, mordidas, empujones, cachetadas, lucha y esas otras cosas bonitas que la gente hace cuando maneja el automóvil.
Tienes hasta el
1 de diciembre para mandar tus cuentos, poemas y dibujos a:
revistaarteficio@gmail.com