arteficio
Número 8
Enero-Marzo 2021
¡Música, maestro!
arteficio ÂĄMĂşsica, maestro! enero-marzo 2021
arteficio Literatura y artes visuales ¡Música, maestro! Num.8 Enero-marzo 2021 Ciudad de México México Editor Manuel Hernández Borbolla Diseño Miguel Ángel Hernández Imagen de portada Manuel Hernández Borbolla
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www.arteficio.blog Arteficio es un proyecto literario sin fines de lucro. Todo el contenido puede ser reproducido bajo licencia Creative Commons citando al autor.
Índice
6
3 poemas musicales
Manuel Hernández Borbolla
9
Canción de cuna
Luis Velázquez
10
Lírica
Deltazul
14
Esa música alguna vez fue tuya
José Infante
18
Cuatro Caminos
Valeria Cornu
28
Tenochtitlán Music
Hugo Tapia
3
32
Pinceladas de un trovador
Luis Alberto Romero
36
La última rola de Humberto
Manuel Hernández Borbolla
38
Sonata enterrada
Sergio Kourchenko
arteficio
“Todos los escritores que conozco preferirían ser músicos“. Kurt Cobain
Fraseo
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3 poemas musicales Manuel Hernández Borbolla
Sonata a deshoras (o el poeta cabalgando la acidulada noche) La noche respira y se vuelve otra sustancia, enervante, como el delirante aroma de sus pechos prohibidos aún por florecer, como roídos cuerpos que preguntan dónde yacen sus propias tumbas. El sapo de los tres ojos mora en su fortaleza hecha de crepúsculo y penumbra, bebe chicha morada mientras croa las viejas baladas que aún resuenan en el estanque, la vida es una cosa compleja, difícil de aprehender con las manos y la lengua, es un rechinar de dientes sobre el concreto, el beso hiriente del huizache, una marea de carne a la deriva, el dulce licor de la muerte, una tierna epifanía, la embriaguez del amor y su vestido rojo lleno de espinas. Suena la hecatombe en las percusiones del corazón, las fiebres de saberse animal herido, con los sueños y la sangre, siempre dispuestos a pintar paredones de grises ladrillos, umbríos de tanto esperar y esperar el tiempo de la dicha que a veces pasa y nunca se detiene en el baldío donde juega mi risa amarillenta, entre los columpios, el calor de saberse hombre encarnado en la tierra, un cúmulo de preguntas sin respuesta, un eterno diambular por callejones sin salida y tus labios que siempre regresan y tus ojos que siempre fosforecen en la pálida noche serena que no revienta, todo calma, el correr del agua de coladera que se hace río y fétido mar, tan susceptible,
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Poesía óxido de navíos encallados para siempre en las arenas del recuerdo, una pareja de pájaros muertos bajo el muelle, un aluvión de cosas por decir y por hacer, el tiempo breve que se escurre de la boca a la entraña, muérdago rojo, oscura salvia que llueve de mis párpados amaneciendo, las flores caníbales aún se acuerdan de mí y de ti escarbando suspiros en tu cama pasajera, un río entre tus piernas, un ardor que merodea la virgen cordillera de tu cuerpo, selvática y feroz, como las alimañas que moran en la habitación de tu mente, traicionera y profana, voraz y vehemente, así se fueron las horas en el humo del cigarrillo y el copal, las horas inertes que despertaron de su trance en las primeras horas de la mañana, así eras tú como la niebla espesa y gris, sofocante, como un rumor de cuchillos sedientos, el café que se enfría sobre la mesa de madera, un olor a hierba mojada, plegarias que vomitan el nombre secreto de Dios en lo alto de la montaña, como una antigua profecía antes de surcar el laberinto, los días vuelan intempestivos hacia ninguna parte, los ojos secos miran vacíos la suciedad del horizonte y la distancia del corazón a la boca, las ganas de saberse eterno, así nos fuimos evaporando, como las olvidadas épicas gestas de las abejas escribiendo la historia desde la colmena, el inminente choque de los trenes, piedra sobre piedra, hombre sobre hombre, una fiera caricia, una dulce dentellada, entre sal y el trueno, una sombra inhabitada, barracudas ciegas, la contradictoria simetría de la condición humana es el terregal de mis ojos tan obscenos que se mueren de mirarte obedeciendo el reptar de la sangre al compás de las velas y el vino, la terrible partitura de tu voz, estertores de mi alma enamorada que desnuda y sueña y desuella toda la violencia del mundo, toda la belleza derramada sobre las flores. ::.
7
arteficio
Las musas musicales
La música por dentro
La música es una sustancia pegajosa que se adhiere al corazón como una estrofa de versos dolientes.
Si el mundo debe arder que arda. Si las antiguas efigies deben caer que caigan.
La música es una luz de piernas abiertas en la insolencia de la noche primitiva.
La historia se escribe con las pulsiones del corazón, un millón de heridas gritando de placer y dolor, las manos rojas de tanto moler el tomate, el ajo y la cebolla. Yo prefiero refugiarme en las hojas de un libro o los colores encendidos del atardecer.
Musas hirientes evaporadas al calor de la sangre llegaron sensuales en la última copa de vino.
Sólo aquellos que llevan la música por dentro pueden bailar entre las ruinas, parir la belleza como quien mira un destello brotar de su interior. ::.
Todo lo que dicen fueron flores desnudas. ::.
8
Poesía
Voces de cuna Luis Velázquez Se rompió la fuente, tras la turbia lluvia vino esa melódica calma. Un verso, el primer cuento no onírico, sino el dulce cántico. Al arrullo eya eya... Al arrullo ... ninna nanna... Al arrullo nana... Lengua universal: latín, italiana, castellana. Del corazón a la esfera feminina donde no siempre es felicidad, a veces, dolor, maldad. De un padre que se ha ido, De un legado perdido. Al fin, el primer lenguaje. Canto de cuna, Voz de ternura, alimento espiritual. Canto que ahuyenta al miedo en ancestral símbolo. El primer cuento que no narra una historia, da lo mejor de sí. ¡Duérmase mi niño!.. ::.
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Lírica Deltazul Selva Gris Hierve gente Me siento atado al sol Me sofoco, deseo salir Sed de paz, cierro los ojos no estoy aquí. Solo, en un lugar. hay nubes como mar. Solo, ningún lugar De aire, el manantial. Humo de sueños se consumen en la Selva gris. Almas atadas al asfalto Y siento la lluvia no estoy aquí. Solo, en un lugar hay nubes como mar. Solo, ningún lugar. De aire, el manantial. Me convierto en anhelos, ya no soporto el deseo. Necesito estar más lejos. Y ahora respiro solo polvo, ya no soporto el desierto. Necesito irme más lejos. Tanto tiempo consumido en deseos, tanto tiempo imaginando un camino, tanto tiempo atrapado en el miedo de no lograr vivir ese sueño. Necesito más dinero, más prestigio. Me convierto en anhelos incumplidos, necesito estar más lejos No soporto un minuto más en el gris desierto. Solo. Un lugar. Nubes como mar. Aire. Manantial de paz.
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Poesía
Huellas
Atardecer
Un presentimiento vino a mí al amanecer Evocó el recuerdo de los sabios del ayer Sus cuentos del futuro revivieron frente a mí Y caminé al este para descubrir.
Con la tierra a mi pies El olor de la humedad La luz toca mi piel. Viento frío desde el mar Sonidos de atardecer El día se empieza a transformar.
Espejismos sobre el mar acercándose a mí Un delirio al horizonte acercándose más Son figuras que crecen cada vez más
Tanto tiempo que pasé siempre ausente del presente extraviado en el ayer. Ahora empiezo a caminar en ríos de colores que me llevan hacia el mar.
Regresé sobre mis huellas en la arena gris Síganme, tengo que mostrarles lo que ví Al llegar de nuevo, las figuras señalé Yo nunca entendí, por qué no las pudieron ver.
Lo que soy el día de hoy ya no es igual. Ahora vuelvo a comenzar. Lo que soy y a donde voy ya no es igual. Tal vez ya podré volar.
Espejismos sobre el mar acercándose a mí Un delirio al horizonte acercándose más Son figuras que crecen cada vez más. Descendieron sobre el mar No vienen en paz Tienen armas y una cruz, las van a usar. Nuevas huellas en la arena y vienen más.
Puedes escuchar las canciones escaneando el código.
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arteficio
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Fraseo
“Cada persona es el reflejo de la música que escucha”. John Lennon
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arteficio
Esa música que alguna vez fue tuya José Infante
E
Oigo caer desde un mar elevado el sonido perdido de un álamo.
ras joven en aquel entonces. Tu voz sonaba roja, como un bermellón exquisito. Parecía que sangraba. ¿Por qué empezaste con la música? ¿Para qué? Sentías como si el aire te estrujara el cuello cada vez que escuchabas el silencio. El ruido de la ciudad, los coches, los aviones, los pasos, las bicicletas, las palabras, todo eso te conmovía, sobre todo las palabras y el fragor del tiempo que sonaba blanco, tan blanco como el blancor jamás descubierto. Muchas veces algo te sonaba negro, y pensabas que tal vez era la luna, o el sol, o las estrellas, o el cielo, o el eco resonante de la galaxia negra, o incluso el palpitar del tiempo. ¡Qué lástima, te fallaba el oído!
Oigo el sollozo que brama y el súbito viento que lo acompaña ayudándolo a caer más, a caer más, a caer más, a caer más, a caer más. Cae el primer olvido del tiempo. Cantabas tus canciones y sentías una nostalgia. ¿Qué significaban? Nadie las entendía y aun así la gente cantaba, siempre con el ritmo de tu guitarrón implantado en las venas. Alguna vez quisiste descifrar el sentimiento que te hacía componer, porque era eso lo que escribía los versos, tú sólo empeñabas 14
Narrativa el bolígrafo. Por más que buscabas, lo único que entendiste fue que sin el sentimiento no eras nada.
que a tus compañeros. Amabas a la gente, aunque no querías darte cuenta. Todavía le temías a los idilios. Abandonaste para siempre aquella voz amarilla. Querella tras querella querellándose tres tropeles trepidan el intrínseco suelo del pastizal coloreado de sudor; tres tropeles con las tripas tronando como truenos en un teatro truculento donde los trucos traen los triangulares trastos y a los trovadores tiran triciclos como trampas.
Cuando suenan mis cuerdas las palabras se dirigen al tiempo. Sólo entre ellos dos, palabra y tiempo, se intercambian el secreto de la música. Llegó un momento en el que no sabías qué tanto se entrometía en tus palabras. Sólo el ritmo y la melodía de tu instrumento sobresaltaban los oídos, por eso tus compañeros te seguían. Hubo un día en que escuchaste una voz. Recuerdas esa voz, aquella voz que sonaba tan amarilla como las hojas secas de los árboles. Esa voz amarilla te dijo algo que no pudiste olvidar: “Me gustas no porque traigas tu cabellera larga, ni porque me veas con esos ojos de morderme los labios, ni tampoco porque cantas con esa voz de diablo. Me gustas porque me haces recordar cosas que nunca he vivido. Y las recuerdo con desesperación, porque me hacen volver en el tiempo hacia los recuerdos. El problema es que no sé a dónde ni a cuándo, porque esos recuerdos no existieron. Me gustas porque pareces un recuerdo que nunca tendré”. Mátanos, soneto de las mil voces mátanos con una sílaba de amor mátanos sin que estrujes el viento mátanos ya pa quitarnos el miedo ese pinche miedo de querer amar.
Y escribías tus canciones, jugabas con las palabras. Pensabas que eran tuyas, que te pertenecían, que eras dueño de todas ellas. Nunca fueron tuyas. Las palabras no son de nadie. Escribiste una canción acerca de las palabras, ¿cierto? Sí, la titulaste: ‘Estas palabras son sólo mías y nadie las usa porque saben que son mías’. ¿Por qué ponías títulos así? ¿Por qué no una simple palabra como en las canciones populares? Ah, querías ser diferente.
¡Olímpico animal, levántate! Levántate, desgraciado perro del demonio, levántate y ven, abrocha las leguas de tus botas y camina: todavía quedan pueblos por engullir.
Empezabas a prepararte. ¿Qué significaba la música para ti? Prendías el radio, buscabas, buscabas, buscabas. La música romántica te sonaba azul. Te dolía ese azul, ese sonido de acordes que desprendían un aroma a perfume francés. ¡Cuántas veces estuviste a punto de vomitar! Prendías fuego a tus letras que no te atrevías a cantar; tan sólo al pronunciar esas cenizas hubieras sangrado. Esperabas a que la llama te llegara a los dedos y entonces soltabas. Agarraste el guitarrón, te sentías como un gaucho, como el gaucho Martín Fierro, o como don Segundo Sombra. ¡Tan sólo eras el trovador de la colonia! ¡Un trovador muy digno, eso sí, vestido de ropa callejera, siempre con el guitarrón en las manos, y al que no le gustaba usar sombrero! Usté, Bito Manué, ¿sabe usté de qué tamá e la vó del tití? Pué mirá, allá, de aquel lao, a onde la lú, pará, iluminá, la sombla de la samble azú.
¿Recuerdas esta canción? Fue la única que escribiste acerca del amor. Al estar sentado frente al papel, tu mano, trémula, hacía que el lápiz sollozara. Susurrabas cada verso y percibías un sabor a metal. Tragabas, tragabas, pensabas que era saliva. Agarraste la guitarrón y empezaste a tocar. Las cuerdas sonaron de un verdor violento, parecían que percutían. Subías cada vez la velocidad hasta que te conformaste con un ritmo de blues. ¿Por qué no continuaste con ese tipo de canciones? ¡A la gente le gustaba! El amor es el tema más universal que penetra cualquier alma, menos la tuya. ¡Cuánto éxito habrías tenido! Desde entonces quisiste ser un hombre maduro. No buscaste la felicidad. ¿De qué habría servido? ¿Cuál es la función de un feliz mortal en el mundo? Caminabas con la frente en alto, vestido siempre de colores. Admirabas los paisajes, te gustaban los árboles y el pastizal donde te sentabas a leer. Seguías a tus maestros, los seguías a todas partes, incluso a las huelgas y a los bares. Los amabas, al igual
Saliste del país. ¿Qué era México para ti? ¿Acaso cabías? ¿Acaso perteneciste alguna vez? En el pri15
arteficio mer instante de cruzar la frontera, de pisar la tierra guatemalteca, de admirar y de escuchar las voces de la gente cuya miseria no terminaba de compararse con la tuya, te diste cuenta: eras latinoamericano, por eso te quedaba tan pequeño el pedazo de patria mexicana. Caminaste, caminaste, caminaste. Conversabas con la gente, les cantabas tus canciones. Te agachaste ese último día en que tenías que seguir; te agachaste y besaste el pavimento. Sentiste aquella voz resonante en tu cabeza, aquella voz de un color indescifrable; aquella voz censurada por los que visten el mundo de barras y estrellas, aquella voz inmortal de Jacobo Árbenz. Estabas enamorado del pueblo y lo abandonaste. Nunca fuiste un revolucionario. ¿Qué podías hacer más que inclinarte y hacer una breve reverencia al derroche de los títeres que saludaban con la espalda desde lo más alto del gobierno? ¿Bueno? Sí, soy yo. Hablo para decirte que no me busquen, que sería imposible buscarme, pues ni yo me he podido buscar. Recorro las huellas de Sandino, en busca de unas cuantas letras para componer una canción. Tal vez sea bueno seguir también los rastros del Che Guevara y de Fidel, y los de Martí, los dos Martí, uno José y otro Agustín Farabundo Martí. Busco, algún día encontraré algo, tal vez en la eterna esperanza de las hermanas Mirabal. Y componías tus canciones. ¡Cómo sonaban en el eco del pueblo! Sonaban más que los pasos al marchar, incluso callaban las metralletas de las dictaduras. Ya no eran tuyas: las canciones eran del pueblo. Y te sentiste nostálgico, siempre nostálgico. ¡Cómo te dolía perder tu voz! La perdiste, quieras o no, la perdiste. El pueblo cantaba, tú sólo escribías y colocabas acordes.
Hace mucho que el sol pide agua, pero sólo hay cenizas y más cenizas. Son los escombros que dejan las sombras que pasan y se van, que vienen y se van, que ejecutan y se van, que intervienen y se van que llegan a decir unas palabras, a pisotear los frutos nacidos de manos campesinas,
a lucir sus trajes impecables y llenos de estrellas, a decir: ‘God Bless América’, y a sonreír con sonrisa de perro, porque son como perros, como ya lo había dicho antes el buen Efraín, y a llegar con sus canciones, invadiendo, con su música de Hollywood detrás de las nucas. ¿Cuánto tiempo tardaste en componer esta estrofa? Construiste la melodía en sólo un par de horas. ¿Y lo demás? Esa fue tu canción más larga: cuarenta y tres minutos, y la voz nunca se calla. ¡Con cuántas páginas tenían que salir las personas a las calles! Le agregaste un ritmo de tambores parecido al que usó Shostakóvich en su sinfonía número siete, ‘Leningrado’. ¿Querías hacer lo mismo? Canten, adelante, canten, sientan cómo de orgullo mis pechos se estremecen. ¿Quién soy si no parte del vulgo? Después de todo silencio. Era el silencio. Ese sonido que escuchabas negro era el silencio. Te gustó. ¿Tan acomodado estás entre la infinidad nigérrima de la música? Ya no prendes el radio. Ya no quieres volver a cantar, o más bien, no te dejan. Ya estás viejo. La música que te despojó el pueblo canta todavía, suena como un arcoíris al marchar en las calles. Te callaste, o más bien, te dejaste callar. Ahora sientes la misma nostalgia de cuando eras joven. Te quedaste mudo. Tienes que escribir para comunicarte, aunque el sollozar del lápiz te arroje pólvora a los oídos. Te dan de comer como a un perro; tal vez eres un perro. Sí, eres un perro al que le traen los platillos del Hollywood State Restaurant, y que convive con perros. Los sobrinos de Míster President te saludan, los hijos de Businessman te aplauden al pasar sobre el rincón artificial del jardín. ¿Y sabes qué te dejó mudo? Oh, Míster Money te dejó mudo. ¡Blasfemia de ti! ¡Blasfemia de ti! Preferiste vivir en el silencio; en un silencio muy cómodo, oculto, lleno de todo menos de música: en un silencio lleno de nada. ::.
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Cuatro Caminos Valeria Cornu
L
a franja de luz de la puerta entreabierta debilitaba un poco la oscuridad. Una discusión entre mamá y papá lo despertó, pero se quedó en la cama, aunque hubiera querido ir a abrazar a su padre, quien se iría al otro lado, con sus tíos, el siguiente fin de semana. El silencio de la noche lo dejó escuchar: —Te digo que ya lo pensé bien, y estamos mejor juntos y jodidos, que ricos y separados. — ¿Y si no te regresan el dinero? —Me vale madres, ¡que se lo queden! Por algo les llaman coyotes ¿no? Mañana mismo le avisas a tus hermanos que me rajé y listo, fin de la historia —dijo Roberto mientras se acercaba a la habitación de sus hijos. Entró en la recámara dejando a la luz escabullirse en cada rincón.
Gustavo se volteó contra la pared haciéndose el dormido y cerró los ojos. Oyó cómo su padre cobijaba a sus hermanos y al llegar a él, se sentó en la cama y le acarició la cabeza; entonces, casi en un susurro, Roberto dijo a su esposa quién estaba en el quicio de la puerta. —Diles que ellos no tienen nada qué perder, pero que si yo cruzo el río voy a tener que dejar el corazón de este lado —arropó a su chiquillo y lo besó en la sien. Al salir del cuarto concluyó— y si no lo entienden, ¡pus que se jodan, total! —palabras que provocaron en Gustavo una enorme sonrisa que fue difícil apagar con el sueño. Le ganó al despertador, como siempre. Desde bebé, Gustavo no dormía mucho. Era tan inquieto que cerrar los ojos se le hacía una pérdida de tiempo. A sus seis años ya sabía leer, sumar, restar y un poco 18
Narrativa de inglés. Le encantaba jugar fútbol en el recreo y fue elegido para cantar ‘El niño del tambor’ en el festival navideño de la escuela. Al levantarse, Gustavo sonrió al ver que un hermoso tambor rojo descansaba en la cómoda. Tenía adornos dorados y una cinta de tela gruesa azul rey para colgarlo; las baquetas de madera clara hacían una cruz en el parche de cuero. El pequeño sabía que su papá era el responsable de la sorpresa, pues era un hombre que se esmeraba en complacer a sus hijos y especialmente cuando se trataba de una tarea escolar. Al salir de la cama, lo primero que hizo fue coger el instrumento. Entonces despegó los palitos, se lo colgó del cuello, salió de su cuarto y comenzó a tocarlo y a cantar: “el camino que lleva a Belén, baja hasta el valle que la nieve cubrió, los pastorcillos quieren ver a su...” —Mijo, mijo, déjanos dormir otro ratito —rogó su madre entre sueños. Gustavo se limitó a cantar en su mente y tocaba la percusión muy despacito para no despertar a su mamá ni a sus hermanos. Sabía que su padre había salido de madrugada, como todos los días, ya que las primeras horas de la mañana eran las más productivas. Después de disfrutar un rato su regalo fue a vestirse. El pantalón a cuadros verde con gris, la camisa blanca y el suéter verde militar descansaban al pie de la cama desde la noche anterior, porque con sus tres hermanos y las prisas matutinas corría el riesgo de terminar con alguna prenda ajena. La escuela estaba a unas cuantas cuadras de la vecindad; no había necesidad de tomar transporte público. La madre de Gustavo correteaba a sus otros hijos desde que apagaba el despertador para que no llegaran tarde y, a veces, los acompañaba hasta la puerta de la escuela para asegurarse de que no se fueran a ir de pinta. Pero con Gustavo era diferente, él siempre estaba listo muy temprano y gracias a que ya iba en primero de primaria su mamá lo dejaba irse caminando solo, por eso no tenía ni un retardo. El frío de los primeros días de noviembre sorprendió a la ciudad cuando el despertador sonó. —Mamá, mamá, ¿ya viste mi tambor? —Sí Gus, te lo dejó tu papá. Quería dártelo él pero ya ves que tiene que aprovechar los días de más chamba. —Es el tambor más chido que he visto en mi vida. —Sí, mijo —contestó la madre incorporándose
para ir a despertar a los demás—. Vamos, vamos ya despierten flojos, ¡vamos arriba ya! —decía quitándoles las cobijas—. ¿A poco ya estás listo Gus?, si es rete temprano. —Es que me dijo la seño Selene que si me aprendía la canción y llegaba quince minutos antes podía ensayar lo del festival con ella —explicó el niño persiguiendo a su madre hasta la puerta del baño. —Apenas son seis y media, ni siquiera va a estar abierta la escuela mijo. —Sí mamá, no ves que Don Fermín llega desde antes, dice que muchos papás dejan a sus hijos afuera antes de irse a trabajar y por eso llega lo más temprano que puede, pa que no se queden afuera. Es re buena gente. La mamá salió del baño y se dirigió al cuarto de sus hijos seguida de Gustavo. —Ay Gusano, tú siempre crees que todo el mundo es buena gente —dijo la madre apretando los cachetes de su niño con dulzura. Al percatarse de que todos seguían en la cama se exasperó—. ¡Arturo, Jaime, Rodolfo, despierten ya o se quedarán toda la tarde castigados sin salir! ¡Vamos, échense agua en esas greñas, límpiense bien las lagañas y se comen su pan! ¡Se hace tarde chamacos! ¡Apúrense! Deberían de aprender a su hermano. Los niños que aún retozaban en sus camas se levantaron a regañadientes y la batalla mañanera por suéteres y calcetines comenzó. —Dame la bendición mamá —pidió Gus en la primera tregua. —Que Dios te bendiga mijo, pórtese bien. Gus salió apurado con mochila al hombro y tambor en mano. Brincaba en lugar de caminar y jugaba a no pisar las uniones de la banqueta, ni las grietas, y mientras lo hacía iba cantando quedito: “…algún presente que te agrade señor…mas tú ya sabes que soy pobre también”... —Buenos días Don Fermín, ¿ya llegó la seño Selene? —Buen día gusanito madrugador —contestó el portero sonriendo por el entusiasmo del niño —todavía no llega, pero no ha de tardar. Bienvenido al palacio del saber —terminó haciendo una reverencia teatral. El patio de la escuela “Mártires de la Libertad” ya albergaba algunos alumnos apáticos y amodorrados. Gustavo corrió a su salón y se puso a practicar con su tambor. “Y no poseo más que un viejo tambor, ron pom 19
arteficio pom pom, ron, pom, pom, pom”... Una mujer joven, delgada, con coleta de caballo y grandes ojos chocolate se quedó mirando a su pequeño gran alumno y esperó a que terminara la canción para aplaudir. —¡Ay seño, me asustó! —Buenos días Gus. Te felicito, ya te sabes toda la canción, —dijo la joven al dirigirse a su escritorio—. Si sigues así, estoy segura de que el día del festival te vas a llevar todos los aplausos. —Ojalá. Dios la oiga maestra —contestó el niño esperanzado. —¿Y ese tambor? —preguntó a su alumno. —Me lo compró mi papá ¿Verdad que está de pelos? —Sí, es muy bonito —dijo la maestra tratando de corregir el léxico del niño—. Pero te dije que íbamos a hacer uno con cartón. Especifiqué claramente que no había necesidad de comprarlo, no queremos que el festival represente un gasto innecesario para los padres. —Sí, pero como le platiqué que me escogieron para cantar. Se puso tan contento que me trajo mi tambor. Es que mi papá es el mejor papá del mundo. —Estoy segura de que así es —terminó la señorita tratando de recordar cuándo fue la última vez que ella había dicho lo mismo. La profesora estaba dispuesta a empezar un nuevo día de enseñanza y aprendizaje. Reconociendo que en ese salón quien más aprendía era ella, aprovechaba desde el primer minuto hasta el fin de la jornada. Por eso, comenzaron inmediatamente a ensayar. Gustavo llegó temprano toda la semana y practicaba su canción hasta que sus compañeros terminaban de ocupar las bancas. Para el final de la semana ya todos se sabían la letra y el último “¡ron pom pom pom!” seguido de un aplauso, de ellos para ellos, anunciaba el inicio del estudio. El viernes, después de la clase de deportes, la maestra ordenó: —Saquen su libro de Conocimiento del Medio y ábranlo en la página quince. Después de leer la lección y explicarla un poco, la profesora Selene comenzó a preguntar a los niños si sus padres practicaban una profesión u oficio, con la finalidad de completar y enriquecer el tema. —¿Y tu papá Gustavo, tiene un oficio o una profesión? —No sé seño Selene —eran pocas las veces que él ignoraba alguna respuesta.
—Vamos a ver... entre todos te ayudaremos a saberlo. ¿En dónde trabaja tu papá? —En el metro. — ¿Y qué es lo que hace? —Pus él consigue carteras, relojes y monederos y luego se los lleva a unos señores de Tepito —respondió el niño con la misma naturalidad como si hubiera dicho que vendía los boletos. Después de un silencio ensordecedor un compañero gritó: —¿Es ratero? ¡Tu papá es un ratero! —¡Ratero!, ¡ratero!, ¡ratero! —gritaron los demás. La maestra, al no poder controlar los comentarios, pidió silencio y ordenó: —Saquen una hoja, les voy a hacer un examen sorpresa de matemáticas. A partir de ese momento ya nadie lo miraba igual. Las niñas murmuraban y los niños lo señalaron con maldad. Entonces Gustavo supo que no debería haber contestado a la pregunta, pero… “¿Cómo mentirle a alguien que ha sido tan buena?”, pensó. “Ellos no lo conocen, mi papá no es
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Narrativa malo, nomás que desde que lo corrieron no pudo conseguir otro trabajo, si lo hace es para que no nos muramos de hambre. Ellos no saben lo que es tener un hoyo en la panza que no te deja ni dormir.” Al terminar clases nadie quiso jugar con él, le gritaban nombres y hasta hubo quien le escupió en la cara. Entonces regresó a su casa desilusionado e intranquilo. El fin de semana casi no vio a su padre y no comentó con nadie lo ocurrido en el salón. Aunque hubo momentos en que hubiera querido hacerlo para quitarse el enorme peso que recaía en su conciencia y que no lo dejó dormir en dos días. El lunes tardó en despertar. Su madre sorprendida tuvo que quitarle las cobijas y sacudirlo un poco. —Gus ¿te sientes bien? Es lunes mijo, ya es hora de ir a la escuela —dijo la madre un poco preocupada por la actitud de su hijo más pequeño. Los cuatro niños corrían haciendo golpear sus mochilas en sus espaldas. Al doblar la esquina vieron a un grupo de padres que se amontonaban en la puerta. Al percatarse de que los Fabela Cantón habían llegado les prohibieron el paso y los rodearon como si fueran delincuentes. —No queremos ladrones en esta escuela —dijo un hombre. —¡Váyanse de aquí! ¡No queremos que nuestros hijos convivan con raterillos de quinta!—chilló una señora con tubos en la cabeza. — ¡Fuera!, ¡fuera!, ¡fuera! —gritaba el grupo al unísono. Gustavo soltó su mochila y se tapó los oídos con las manos. En su mente trataba de recordar la canción que tanto conocía para no escuchar las terribles acusaciones, pero por alguna razón que no comprendió, ni una sola palabra surgió en su cabeza, parecía que las letras se habían revuelto sin control. Sólo el coro pudo repetir: “ron pom pom pom, ron pom pom pom”… Los padres insultaban sin compasión a los cuatro niños que se paralizaron como gatos deslumbrados por un auto que viene hacia ellos a toda velocidad. El director salió a la puerta para ver cuál era la razón del alboroto. Separó a algunas personas y pudo ver al centro de la multitud al cuarteto de hermanos confundidos hasta las lágrimas. Los padres de familia, encargados de la mesa directiva, le pidieron una audiencia para explicar la situación, así que dejaron a los pequeños a merced de las lenguas venenosas mientras presidente, tesorero y secretarios entraron
a la oficina de la dirección. A las diez de la mañana la mamá de Gustavo daba golpes en el escritorio del director y para las once, sus hijos ya no tenían escuela. — ¡Pinche gente! —gritaba Roberto enojado—. Me mato trabajando para que mis hijos sean mejores que yo y mira lo que hacen. Si me hubiera ido con tus hermanos al otro lado hubieran dicho que era un mojado y nadie los estaría fregando; ¡puto país de mierda, por eso todo el mundo se larga, carajo! —No te enojes Beto, tú mismo dijistes que estábamos mejor aquí —decía la madre desesperada—. Mira, no te apures, mañana mismo voy a la primaria que está por los panteones para ver si me los admiten. —¡Qué primaria ni qué nada. ¿Querían ver rateros? pues ¡rateros serán! —Pero Roberto, estoy segura de que... —No hay más qué hablar mujer. A ver chamacos, ya oyeron —dijo el padre trabado de coraje —mañana mismo los cuatro se vienen conmigo al metro Toreo, yo les voy a enseñar cómo sobrevivir en este mundo de mierda. Gustavo levantó la cabeza de su almohada y veía a su padre borroso, por tanta agua que le arrasaba en los ojos. —Y usted no llore Gusano. Conmigo va a aprender más que en la puta escuela, ya verá —dijo Roberto indignado. —¿Y el festival? —preguntó el pequeño mirando su tambor. —¡Qué festival ni qué madres! —Pero... cantar en el festival es lo que más quiero en el mundo. —Pus ya te jodistes mijo, porque en este país lo que uno más quiere en el mundo siempre acaba por chingarse. —No digas eso Roberto, son niños —interrumpió la madre. —Pus es la puritita verdad. Mira Gusano —dijo sentándose en la cama de su hijo— si tanto quieres tu tambor, pus mañana te lo llevas. Nomás que lo metes en tu mochila y si quieres, cuando vayas adentro del metro, hasta puedes tocarlo. ¿Quién sabe? A lo mejor hasta te ganas unos centavos. Nomás cuidado con la tira porque te lo quitan ¿eh? Eran apenas las cinco de la mañana y los cuatro niños ya estaban vistiéndose con su uniforme de la escuela; sin gritos, sin peleas, sólo el silencio los acompañaba en su tristeza. Antes de las seis ya iban 21
arteficio camino al Toreo de Cuatro Caminos. Al llegar a los paraderos, los microbuses, como sombreros mágicos, dejaban salir más pasaje del que parecía caber. En las afueras del metro se amontonaban los tricicleteros con sus ollas humeantes atiborradas de tamales de pollo, rojos y verdes; un silbato anunciaba al carrito de los camotes y los plátanos machos; los ambulantes con sus gorditas de nata, tortas y refrescos, a gritos se disputaban la clientela; y un hombre de traje y corbata vendía bolsitas de lunch, con una leche, un jugo en minibrick y un sándwich de jamón con una rajita de jalapeño a sólo diez pesos. Antes de bajar en la estación, Roberto reunió a sus hijos y explicó: —Ora van a venir todos conmigo, pa que vayan aprendiendo bien el oficio. “Entonces era oficio”, pensó Gustavo con tambor en mano. —Están mis carnales por todos lados, pero ustedes se hacen como que no los conocen. Pongan cara de niños buenos y no miren a nadie a los ojos. —¿Por qué papá? —preguntó Arturo, el mayor. —Es que después ya es rete difícil quitarle algo a alguien que ya vistes a los ojos –explicó Roberto rascándose la cabeza—. Hoy nomás vienen a ver, y poco a poco van a poder empezar a ganarse la vida, ya verán, ni quién necesite la pinche escuela, ora sí van a aprender lo que es la realidá —terminó haciendo sonreír a todos menos a su benjamín. Al medio día ya estaban de regreso en casa, contentos y entusiasmados. —Hubieras visto mujer, hoy si nos fue rete bien, ¿quién va a sospechar de un padre con cuatro escuincles? La semana que entra los voy a dejar solos pa que empiecen en el negocio. Imagínate vieja, vamos a ganar cinco veces más. ¡Ora si nos vamos a hacer ricos y te voy a poder comprar tu telota de pantalla plana! —Roberto, ya hablé con la comadre y dice que seguro en la primaria de Tlalpan sí me los aceptan, como su hermana es la directora y... —No, vieja. Cuando quise hacer las cosas bien no se pudo. Y desde hoy, mientras yo tenga pies y manos nadie se va a volver a burlar de mis hijos. —Pero... —¿Qué hay de comer? —terminó Roberto negándose a escuchar razones. En la primera semana, Gustavo ya se había aprendido de memoria el recorrido de la línea dos del metro que empezaba en el Toreo de Cuatro Caminos y
cruzaba la ciudad de Oeste a Este y de Norte a Sur para terminar en Taxqueña. El “Tren de la Ciudad” era su preferido, un NM-02 modelo 2006 decorado con paisajes de la Ciudad de México. Gustavo buscaba siempre el penúltimo vagón, donde estaba pintado el ángel de la Independencia y Cuauhtémoc con su lanza. Para entonces, el pequeño ya reconocía a los vendedores que viajaban ilegalmente ofreciendo sus productos escondidos en mochilas: —“Llévese este bonito detalle por sólo cinco pesos, el llaverito con la imagen de nuestro milagroso santo Juan Diego... chicles, deliciosos chicles de sabores, aproveche la oferta de tres por cinco pesitos... no se quede sin su disco con los éxitos del momento, música para bailar, sea el rey de sus fiestas... si quieren que sus hijos saquen dieces, tengo el paquete escolar con lápices, sacapuntas, goma y pegamento a quince baros nomás”. Durante sus recorridos, el pequeño se acompañaba de músicos, cantantes y bailarines con instrumentos o grabadoras; sabía cuáles ciegos en verdad lo estaban y cuáles no. Los mimos y los payasos le asustaban un poco así que procuraba no acercarse mucho a ellos. Las parejas que se agasajaban con besos sabor a torta de huevo lo hacían voltear para otro lado, y cuando un policía o un soldado uniformado entraban al vagón, tenía que tomar asiento y mirar el suelo para no delatarse, porque su simple presencia lo hacía temblar ligeramente. Un día, cuando entró en el carro el hombre que a diario rezaba su letanía: “Tengo una niña enferma, la quieren operar mañana pero necesita un estudio que se llama resonancia magnética, yo no sé ni qué es eso, sólo sé que cuesta cinco mil pesos y que no los tengo; por caridad, ayúdeme a salvar a mi niña, su estado es muy grave, Dios y la Virgen son testigos de que estoy diciendo la verdad”. Al percatarse de que el niño movía los labios al tiempo que él recitaba su cuento le dio una bofetada tan fuerte que le tiró su primer diente. El metro de la Ciudad de México es un circo lleno de excentricidades. Y para protegerse de ellas la gente no mira a los demás. A tal grado que, un día, viajaron de ida y vuelta con el cadáver de un sordomudo que acostumbraba dar tarjetas pidiendo dinero y Gustavo fue el primero en darse cuenta de que no respiraba. Después de que todo el mundo, lo había ignorado en vida, una vez muerto, no había una sola alma que no quisiera verlo. A golpes y empujones 22
Narrativa
peleaban los mejores lugares en el circo de paramédicos y autoridades. Al niño de seis años le gustaba bajarse en la estación Chabacano para ver a los jumpers, un grupo de jóvenes que realizaban una acrobacia increíble, saltando las vías del metro. Lo hacían tomando impulso y brincaban desde la línea de seguridad pintada en el suelo para llegar hasta el otro lado. Algunos levantaban las piernas y daban un giro en el aire y los más osados lo hacían en grupo, tomados de las manos, cuando las luces del tren se acercaban con rapidez. Uno de ellos, era tan hábil en eso del parkour, que hacía un mortal en el aire antes de aterrizar. —Y cuándo crees que voy a poder hacer “el salto de la muerte tour”—preguntó Gustavo a su hermano mayor. —Pus cuando estés mal de la cabeza, ¿no ves que estás bien enano carnal?—contestaba Arturo despeinando cariñosamente a su hermano—. Anda, súbete a los de enfrente, ya es hora. —Pero a mí me gusta el de Cuauhtémoc. —Pus sí, pero ya oístes a papá; eres el único que dejan entrar solo allí en el de puras mujeres. Órale gusano que ya son las siete.
Gustavo esperó detrás de la línea amarilla y cuando oyó que el tren se acercaba su corazón se aceleró nada más de pensar que algún día podría realizar el salto aquél. El paso de los vagones parecía ante sus ojos como una película en cámara rápida; el aire caliente lo despeinó, el rechinido de los frenos anunció que las llantas de caucho se habían detenido y las puertas se abrieron. Sólo mujeres y niños pequeños eran admitidos en los vagones delanteros durante las horas pico. Pero éstos, a pesar de ser supuestamente los más débiles de la raza humana, se empujaban y apretujaban con fuerza y sin piedad. El vagón se atascaba de infantes llorones, mujeres de la tercera edad y señoritas en minifaldas. Gustavo no podía evitar quedarse mirando las axilas oscurecidas por pelos a medio crecer de las señoras que viajaban paradas cogidas de los pasamanos; sabía que eran la presa más fácil y quería evitar mirarlas a los ojos. El vaivén del carro zarandeaba a los pasajeros creando un baile subterráneo monótono y común. Como el vagón todavía no se llenaba lo suficiente para poder trabajar sin riesgo, el niño se recargó cerca de la puerta y dejó su cuerpo a merced del movimiento del tren. Sabía que 23
arteficio en las próximas estaciones el carro se llenaría hasta el tope. Y así fue. Entró tanta gente que por más que se apretujaran unos contra otros las puertas no podían cerrarse. “Solicitamos su cooperación, favor de no accionar las palancas y permitir que se cierren las puertas para agilizar la marcha de los trenes”, decían en los altavoces. Era tal el caos, que un grupo de mujeres, desesperadas por entrar, comenzó a saltar por las ventanillas. Desde afuera ayudaban a una de ellas a subir por las altas ventanas. Al montar en el travesaño, las personas de adentro la ayudaban a bajar con tal de evitar un accidente, y una vez a salvo, las de afuera le pasaban su bolsa y era el turno de la siguiente aventurera. Gustavo reconoció que era el momento perfecto. Las puertas se abrían una y otra vez y los altavoces imploraban a la gente que no las obstruyera. La distracción que estas chicas provocaban en el resto de los pasajeros era como ponerle a un niño todos los dulces de la piñata en las manos. Así que el chamaco empezó a cruzar de un extremo al otro haciéndose espacio con los hombros y agachando la cabeza; cuando las señoras volteaban al sentirse empujadas y veían que el culpable era un niño de un metro diez de estatura, lo ignoraban, sin saber que el pequeño manos de seda, no sólo sacaba monederos y carteras de los bolsos, sino que entre tanto alboroto, a veces se daba el lujo de sacar el dinero y devolver los objetos vacíos a sus dueñas en lugar de deshacerse de ellos en el bote de basura de la siguiente estación. Entonces, con movimientos suaves casi imperceptibles, la recompensa terminaba en las bolsas de sus pantalones o en el morral y ponía punto final al evento con una cara inocente. Al principio su nuevo modus vivendi no lo hacía tan feliz, pero conforme pasaban los días le empezaba a gustar y sentía que estaba jugando un juego de video y que cada vez que conquistaba un robo más, subía de nivel, por lo que se proponía conseguir más tesoros cada vez y se arriesgaba a intentarlo con un mayor grado de dificultad. A veces, se daba el lujo de llamar la atención de la recién timada y decía “¿señora, no es este su monedero?, estaba aquí en el suelo” y las mujeres le sonreían agradecidas después de ese detalle tan honesto y Gustavo se anotaba un punto extra por la exquisita actuación. Su altura le permitía meter la mano en chamarras y sacos sin ser visto, y cuando la ocasión lo ameri-
taba, sacaba el dinero de los bolsillos traseros de los ajustados jeans de las más jóvenes. Tenía buen ojo, y con ver las marcas y dobleces de la tela sabía si había billetes o no; su extraordinario instinto le ayudaba para elegir los lugares donde se encontraban los de más altas denominaciones, habilidad que sorprendía a todos menos a él. Al llegar a la última estación, ya de noche, Gustavo se quedó sentado en una banca viendo a los niños de la calle haciendo, entre otros trucos, el afamado “paso de la muerte”. Estaba tan entretenido que perdió la noción del tiempo. —Gus, ¡sabía que ibas a estar aquí! —lo reprendió su hermano mayor— no sé por qué te llaman tanto la atención las idioteces de esos güeyes; papá ya está bien encabronado porque no llegas. ¿Y cómo te fue enano?— Arturo le puso, cariñosamente, una mano en el hombro y subieron las escaleras para salir de la estación. —Chido —respondió Gustavo. Una vez en el microbús, los Fabela acostumbraban ocupar el asiento largo de atrás para contar las ganancias del día. —¡Órale mijo, fuiste el que más lana sacó! A ver si aprenden al Gusano —les dijo Roberto a los otros—. Sí seguimos así me canso de que ora sí vamos a tener una feliz Navidad. Compraremos un pinche pavo de seis kilos y el mero veinticinco nos vamos a Tepito pa que escojan sus regalos —dijo el padre con tal entusiasmo que hizo sentir orgullosos a sus hijos. Después de cenar, Gustavo a regañadientes se metió a bañar. “Su ronco acento es un canto de amor, ron pom pom pom, ron, pom, pom, pom”, cantaba el niño en la regadera. Al escucharlo su madre quiso llorar y el canto de su pequeño le dio fuerza para iniciar de nuevo la conversación de la que tanto huía su marido. —Roberto, hoy volvió a venir la maestra Selene; dice que la inspectora de zona ordenó que acepten a los niños otra vez en la primaria, que es su derecho y que ella puede ayudarles por las tardes para que se pongan al corriente. —Mujer, ¡ya párale a tu tren! Ya vistes que no la necesitan. ¿Llevarlos pa que los estén chingando? ¡Ni loco! ¿Me oyes? Primero los mando con tus hermanos de mojados antes que dejarlos regresar a la puta escuela. ¿Eso es lo que quieres verdad? Que terminen del otro lado, viviendo siempre perseguidos como delincuentes. 24
Narrativa —¿Cómo crees Beto?, si la pasada es rete peligrosa, ya ves las historias que nos han contado. Eso no es para niños —decía la esposa afligida— aquí estamos bien; pero lo que digo es que tienen que estudiar, porque si no... —Ándale vieja, dame de cenar que ora sí hay pa carne —terminó Roberto sin ganas de seguir discutiendo. Los árboles navideños, luces, coronas y Santacloses percudidos invadían todas las estaciones. —Ya están dando los aguinaldos, así que abusados. Acuérdense, usen la psicología o como se llame esa madre. Luego, luego, se les ve cuando llevan más billete que de costumbre, como que no se hallan — explicaba el padre—. Yo hoy no voy a entrar porque me llegó el pitazo de que ayer me fichó un azul, así que tengo que estarme quieto uno o dos días pa que se calme la cosa; pero nos vemos cuando acaben, donde siempre, ya saben, échenle ganas ¿eh? —dijo Roberto viendo a sus retoños con satisfacción—. Ah, y tú Gusano, te me vas en el de las viejas, y no te esperes al de “la Ciudad” porque ya hasta te van a conocer, te metes en cualquier otro menos en ese ¿oístes? Después de que el más pequeño asintió; los varones de la familia Fabela Cantón, al entrar a los pasillos del metro caminaron en cuatro diferentes direcciones, con la adrenalina recorriéndoles el cuerpo y despertándoles los sentidos. Conocían lo que tenían que hacer: subir y bajar al azar entre las veinticuatro estaciones, siempre en la línea azul, que era en la
que tenían protección, y debían elegir distintos vagones cada vez, ya que los pasajeros frecuentes tienen la tendencia de utilizar siempre el mismo carro, les da seguridad, ni siquiera para eso son capaces de tomar un riesgo, hasta buscan estar siempre en el mismo lugar. Los que acostumbran ir parados por falta de lugar, no son capaces de sentarse aun cuando hay asientos vacíos; los que llevan audífonos se pierden en su música y parecen zombis inmunes a los sonidos del mundo; otros se protegen detrás de un periódico o un libro, y muchos se ocultan cerrando los ojos. Los más despiertos son los turistas, quienes maravillados, observan las excentricidades de los mexicanos; y también los niños, que buscan encontrar algo nuevo y diferente cada día, cada vez. Gustavo esperó detrás de la línea amarilla hasta que llegó el tren que le latió. Era muy temprano aún, así que no encontraría la oportunidad de saquear a alguien antes de una hora. Por eso jugó a tratar de imaginarse los símbolos que distinguían a todas las estaciones en orden, al derecho y al revés. Su padre le había dicho que los dibujos eran porque antes casi nadie sabía leer ni escribir, y cuando el hijo le preguntó por qué los personajes no tenían ojos ni boca y no obtuvo respuesta, el niño explicó su teoría: “Yo creo que no les salían las caras y ya tenían que entregarlos” concluyó, haciendo reír a su padre hasta las lágrimas. Empezaba la aglomeración y el pequeño manos de seda inició su labor. Esta vez, en contra de las reglas que le había impuesto su mentor, pues sin-
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arteficio pudo hacerlo y cayó entre los fierros que ya vibraban la llegada del próximo tren. En un instante, el “Tren de la Ciudad” con la imagen del “Caballito de Sebastián” al costado, entró en la estación a 75 kilómetros por hora arrollando al niño de sólo seis años sin que nadie pudiera hacer nada. Días después, durante el festival navideño de la primaria “Mártires de la Libertad”, la maestra Selene y algunos padres y compañeros que habían acusado al pequeño Gustavo meses atrás, no pudieron contener las lágrimas cuando el coro terminó de cantar ante un tambor rojo con adornos dorados, solo y sin dueño: “Y cuando Dios me vio tocando ante él, me sonrió. Ron, pom, pom, pom. Ron, pom, pom, pom. Ron, pom, pom, pom.” ::.
tió que su juego necesitaba un reto más grande, así que no pudo resistirse a la tentación de robarse un hermoso celular con pantalla a color que se asomaba de la mochila de una joven que venía con varias amigas. Se quitó la gorra y en un solo movimiento hizo como que le daba forma con la mano y volvió a ponérsela en la cabeza con el teléfono dentro. Cuando el metro se detuvo, después del rechinido y antes de que se abrieran las puertas, el celular comenzó a sonar con la grabación de la voz de la víctima que decía a todo volumen “Gabriela, contesta, Gabriela ¿qué tal si es un galán? contesta ya Gabriela”; la muchacha se llevó la mochila al pecho para contestar, al mismo tiempo que Gustavo puso sus manos en la cabeza para detener la vibración que parecía iba a tirarle la cachucha. En ese momento, la chica se percató de que el niño tenía su aparato. Un segundo después las puertas se abrieron y el pequeño ladronzuelo corrió impulsado por los gritos de las jóvenes. —Devuélveme mi celular pinche escuincle. —¡Agárrenlo! ¡Agárrenlo! ¡Ese niño es un ladrón! —decían las demás mientras corrían detrás de su amiga. El niño aventó la gorra con todo y celular y se sorprendió cuando la muchacha no se detuvo a recuperarlo, sino que siguió persiguiéndolo. Él trataba de escabullirse y perderse entre la multitud de usuarios que abarrotaban la estación. Una mano gigante tomó a Gustavo por el brazo. —¿A dónde crees que vas? El niño miró al caballero y lo pateó en la espinilla, así que éste lo soltó y el mini carterista siguió corriendo por los pasillos hacia las escaleras eléctricas, pero un oficial de policía estaba a sólo unos pasos de allí, así que prefirió correr hasta el final de la parada. Las chicas estaban muy cerca. —¡Es un ladrón! ¡Ese niño es un ladrón!, ¡agárrenlo! Gustavo llegó a un punto sin salida, no tenía escapatoria, a menos que... El pequeño corrió con pasos largos para tomar vuelo, pisó la raya de seguridad amarilla y al impulsarse dio un salto. “Estoy volando, pude hacer el ‘salto de la muerte tour’ y papá no lo van a creer”, pensó. El salto duró dos segundos, quizás tres, pero en su mente fue un vuelo en cámara lenta, espectacular; era libre, era grande. Al descender, quiso alcanzar el otro lado de las vías con su pie derecho pero no 26
Narrativa Fraseo
“La música es un eco del mundo invisible“. Giuseppe Mazzini
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arteficio
Tenochtitlán Music Hugo Tapia
D
urante su periodo de estudios en el conservatorio nacional de música, además de cumplir cabalmente con las tareas y prácticas necesarias para terminar su carrera, Federico gozaba de una sana curiosidad por leer. Y mientras más investigaba más dudas le surgían. Su especialidad fue la historia de la música y aunque le parecía fascinante aprender sobre los orígenes de la misma, no le convencía del todo la forma en que se había documentado el tema. Le incomodaba encontrar una y otra vez el mismo patrón de la historia escrita por las mismas personas que se suponen las primeras, cuya interpretación y estudios sin duda eran poco objetivos, dejando a un lado a civilizaciones que denominaban inferiores o demasiado autóctonas para ocuparles más tiempo del necesario. Si
acaso algunas limitadas menciones, sólo para tener referencias exótico-tropicales de distintos lugares que no tuvieron la suerte de tener rastros de linaje griego o europeo que, según ellos, valieran la pena. Pero él sentía en su interior que había algo más, algo que no se estaba diciendo en todos esos libros y que, para su buena suerte, no tendría que viajar a ningún otro país para descubrirlo. En los recónditos libreros del conservatorio encontró un ejemplar en el que se mencionaba un lugar donde, se creía, podía ser el origen de toda la música en el mundo, donde todo comenzó. El libro mencionaba que la trampa para que los conquistadores españoles no pudieran ver más allá de la superficialidad de la ciudad de Tenochtitlan sólo funcionaría si se les distraía con oro. Lo que estaba en el fondo iba más allá: que el verdadero 28
Narrativa valor para la humanidad no estaba en el reino terrenal sino pertenecía a Tlalocan y ahí muy pocas personas tendrían un verdadero interés por descubrir y accesar a mundo tan peligroso y oculto. Al principio, a Federico le quedó la idea de que aquellas palabras se trataban de un simple artículo más, pero el libro hizo su parte y se adhirió a su mano como si estuvieran destinados a estar juntos. Una vez por semana y como parte de su práctica profesional debía dirigirse al bosque de Chapultepec para dar mantenimiento a la cámara de Lambdoma, instalación sonora que traduce ondas energéticas del aire y sol en sonido, pero principalmente del agua, ubicada en el cárcamo de Dolores. Procuraba hacer sus traslados de la manera más silenciosa posible. En su auto no ponía música. Prefería siempre caminar para tener la sensaciones auditivas enfocadas en todo lo que lo rodeaba, ruidos sutiles, armónicos y sobre todo, naturales. Ahí conoció a Sandra, una buzo industrial que ocasionalmente daba mantenimiento al cárcamo. Cuando se conocieron eran por completo indiferentes, pero con el paso del tiempo se hicieron de un buen compañerismo. A ella le atraía estar en ese lugar por una razón por completo diferente. Don Carlos, su padre, trabajó para el sistema de drenajes profundos y de ahí se perfiló la profesión de Sandra. Desafortunadamente su padre sufrió un accidente que, según su hija, no tenía que haber ocurrido. Como era de esperarse, las autoridades sólo hicieron lo mínimo suficiente para liberar el trámite y entregar el cuerpo. Las inconsistencias del reporte medico intrigaban a Sandra porque ya habían varias ocasiones que su padre le decía que había personas sospechosas que súbitamente querían saber cosas, estar al pendiente de objetos que podrían estar en el fondo del drenaje. Todo esto empezó a suscitarse poco después de que declarara en su bitácora de trabajo una nueva y extraña bifurcación bajo el agua que no aparecía en los mapas y aparentaba ser mas vieja que las construcciones recientes. Para Sandra y Federico, la música producida por la cámara Lambdoma era mágica. Juntos tenían varias teorías de lo importante que eran las cámaras acústicas, su ubicación, y la atmósfera general que se creaba en esos lugares. Les unía la curiosidad de ver cómo funcionaba aquel mecanismo. Pero la curiosidad creció más cuando ella le contó que su padre, siempre que se adentraba en los límites de los túneles no registrados, tenía la sensaciones de
percibir y escuchar vibraciones atípicas dentro de su cuerpo, algo que no era normal escuchar en ese lugar ni a esa profundidad. Esa experiencia hizo que de pronto, el padre de Sandra pensara que ahí había algo más por descubrir. Cuando escuchó aquella historia, Federico decidió tomar clases de buceo para poder sentir eso en carne propia y acompañar a Sandra en las expediciones que, con un poco de suerte, podrían cambiar la historia al encontrar algo importante. Tuvieron que hacer un plan a largo plazo para que una vez que tuvieran el equipo necesario, pudieran explorar el drenaje por horas o hasta días con provisiones suficientes, en lo que sería la misión más importante de sus vidas. Aquel viejo libro del conservatorio y las ganas de encontrar la verdad sobre la muerte de su padre, eran las únicas cosas que mantenían la operación, pese a las dificultades que surgieron en el camino. Después de todo, hay ocasiones en que los objetivos personales son suficientes para mover toda una cultura. La fecha de acceso estaba programada varios días antes. El fin de semana habría una cena de gala por el aniversario del bosque de Chapultepec y pondrían todos los sistemas a funcionar para que el espectáculo de luz y sonido fuera inolvidable. A la mañana siguiente, como era costumbre, se apagarían los sistemas para darles mantenimiento. Así que nadie sospecharía al ver a dos buzos haciendo sus respectivos trabajos en las cámaras y dentro del cárcamo. Las pistas del libro y los mapas del padre de Sandra les volaban la cabeza, pese a que en ocasiones se desanimaban con sólo pensar en que nunca nadie antes había tenido sospechas o ánimos de investigar aquel misterio. Quizá por ello, a veces les parecía como si estuvieran perdiendo el tiempo. La inmersión al cárcamo siempre era especial. Aunque aquel es un lugar con acceso restringido, la sensación de bajar a las profundidades de la ciudad los hacía sentir una sensación espectral. Los primeros metros del camino ya reconocidos para el trabajo, pasaron en un parpadeo. El punto mágico inició cuando llegaron a donde estaba el túnel nuevo que su padre había platicado a Sandra tantas veces. Difuso por los sedimentos de lodo, parecía un túnel más, que no se había terminado de pulir. Pero al aproximarse se develaba otra realidad. Al pasar una mano por encima, se iban limpiando y descubriendo pequeños jeroglíficos, marcas que, con cierta facilidad, un ojo inexperto podrìa confundir con ra29
arteficio yones cualquiera. Aquellos símbolos estaban en un lenguaje completamente nuevo y diferente, a pesar de tener rasgos de varias culturas ya conocidas. El corazón casi les estalla de felicidad al llegar al lugar marcado. No se podían imaginar todo lo que les esperaba aún por descubrir. Como tenían el oxígeno contado, tampoco tenían mucho tiempo qué perder. Por lo poco que pudieron interpretar, imaginaron que el lugar al que se dirigían podría estar influenciado por la música originaria universal, la música primigenia de todo el mundo. Cuando terminaron de recorrer el túnel, llegaron a lo que parecía ser una enorme recámara que se abría a todo una caverna espectacular, una caverna enorme. Estaban ni más ni menos que en el acceso subterráneo al lago donde alguna vez se asentó la gran Tenochtitlan. Si no fuera porque todo lo estaban grabando y dejando registro de lo que estaban viendo sus ojos, sabrían que nadie les creería si lo contaran. Sandra encontró señales de que su papá ya había llegado al menos hasta esa entrada y comprendió los riesgos que corrió al hacerlo solo, para no levantar sospechas. Bajo ese nuevo ambiente subacuático entendió que era probable que la muerte de su padre en realidad pudo haber sido consecuencia del tremendo esfuerzo que hizo para preparle el camino a su hija, pues de algún modo intuía que su hija algún día llegaría hasta ese enigmático lugar. En esa antecámara tuvieron que mandar unas luces sonda para tratar de iluminar la zona y hacerse una idea del tamaño de aquel inmenso sitio. Quedaron maravillados al ver que era colosal y no parecía terminar. Lo que tenían ante sus ojos fue inconcebible: una serie de conchas de caracol marinos, del tamaño de edificios, fungían como enormes pilares que sostenían el techo interior. Las estructuras tenían pasillos, puertas y ventanas estilizadas, escaleras principalmente para bajar desde lo que parecía ser una conexión al exterior. Hasta cierto punto, era lógico entender por qué razón los españoles se cegaron con las riquezas del exterior y no dieron importancia a los secretos que se escondían más abajo, al adentrarse al mundo de Tlalocan, donde además de riquezas materiales, se encontraba la historia sobre el origen de la música. Federico se congratulaba pensando que, afortunadamente, los aztecas tendrían sus prioridades para ocultar lo verdaderamente valioso para la humanidad, un tesoro tan valioso que, pese a las dificultades técnicas, decidieron mantenerlo oculto bajo el agua. Lo más escondido posi-
ble, sólo al alcance de aquellas pocas personas que supieran apreciarlo. Aunque tenían cámaras de aire donde podían descansar, las más hermosas se encontraban completamente sumergidas en el agua. Los tesoros estaban conformados por una vasta gama de instrumentos musicales que venían acompañados de unos manuales precisos de cómo usarlos. Los antiguos escritos indicaban el proceso de elaboración y el tipo de rituales en que habría de utilizarse cada instrumento, todos con el tipo de notas que, por su extensión, rebasaban y serían un nuevo campo de estudio en todas las universidades de antropología musical. También había una librería que contenía un catálogo de instrumentos en desarrollo y otros terminados, pero lo que más les impresionó, fue que algunos documentos marcaban con cierta precisión a qué lugar del mundo estaba destinado cada instrumento.Federico pensaba que no había lugar para presunciones raras, pero al mismo tiempo, sentía un impulso en su interior: aquí estaba el santo grial del origen de la música mundial, desde sus primeros pasos hasta edades más avanzadas, que requerirían de muchos estudios para su comprensión. También había un apartado especial donde los antiguos Tlalocanos explicaban por qué decidieron dejar para sí mismos los instrumentos originarios de hueso, viento y percusiones. Por su parte, Sandra encontró las notas de su padre, donde ya tenía un mapa bastante avanzado de posibles túneles que conectarían toda la ciudad desde el agua hasta la superficie. Ahora, ella sería la encargada de terminar la labor del padre. Decidieron salir con la suficiente evidencia en audio, video, objetos y manuales para que nadie refutara su descubrimiento. Se corrió la voz de una manera como pocas veces han movido las fibras de esta ciudad, de una manera orgánica. El descubrimiento adquirió una gran relevancia. El mundo se postró ante la inminente superioridad del desarrollo musical de los antiguos y los mexicanos fuimos reconocidos como los creadores de la música universal. Las páginas de la historia cambiaron para siempre. Federico encabezó la nueva línea de investigación que le dio para vivir toda su vida de una manera creativa y Sandra fue durante toda su vida, la líder en jefe de los buzos que hicieron las inmersiones en aquellas cámaras. Su padre tuvo el reconocimiento de explorador maestro. A partir de ese momento sus vidas solo pudieron brillar. ::. 30
arteficio
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Pinceladas de un trovador
Pinturas de Luis Alberto Romero
Izquierda Ojalá Derecha Al final de este viaje en la vida Historia de las sillas El viento eres tú Tu imagen
El artista tomó como inspiración varias canciones del cantautor cubano Silvio Rodríguez, para realizar oníricas pinturas. Puedes consultar más de su trabajo aquí: https://arteluisalberto.blogspot.com
Izquierda Canción del elegido Del sueño a la poesía Tu fantasma Tonada Melancolía
Arriba A dónde van
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La última rola de Humberto Manuel Hernández Borbolla
S
onó el teléfono y contesté todavía medio dormido. “Hola Flavio, aquí Marco. Solo para avisarte que Humberto murió”, alcancé a escuchar por el auricular. Deduje todo lo demás. Me levanté de la cama despacio, sin hacer ruido, para no despertarla. Me puse el pantalón y la camisa a medio abrochar, con los zapatos en la mano para ponérmelos al salir de la habitación —¿A dónde vas a esta hora?— me preguntó Alicia con la voz ronca y cierto enfado. No era la primera vez que discutíamos por cosas como esta. —Humberto está muerto. Debo ir al funeral— contesté mientras ella abría los ojos llenos de sorpresa y se levantaba ligeramente hasta recargar su espalda contra la pared. Regresé y me despedí con un beso, mientras se cubría el cuerpo entre las sábanas, iluminadas con los primeros rayos solares que penetraban a través del ventanal.
Salí con prisa. Ya casi era hora de la ceremonia y aún tenía que pasar a mi casa por algunas cosas antes de arribar a la funeraria. Mientras el autobús caminaba lentamente por calles repletas de autos inmóviles, no pude evitar pensar en Humberto Ramírez. Siempre había despertado en mí cierta admiración, a pesar de su alcoholismo, sus excesos y sus estupideces. Todavía corría por el barrio aquella anécdota de cuando lo tuvieron que sacar de un congal minutos antes de que empezara la función. Estaba inconsciente, ahogado en ron, recostado sobre uno de los sillones que aún olían a sexo. Tuvieron que ponerle hielo en los testículos y darle una taza de café para revivirlo. Lo lanzaron al escenario sin que supiera qué demonios pasaba. Aún así, tocó como si todo hubiera sido parte de un plan minuciosamente diseñado, como si fuera la última vez que pisaba un escenario con una guitarra entre los brazos y la voz hecha pedazos, resquebrajándose en melancó36
Narrativa licas canciones que penetraban hasta el interior de cada uno de los asistentes al concierto. Ahora estaba muerto. Cuando llegué a la funeraria estaba irreconocible. Era otra persona en comparación a la última vez que lo vi. Ahí estaba, frío, rígido, callado, con el rostro reconstruido por gruesas capas de maquillaje y un leve rubor en las mejillas, delimitado por una placa de cristal que impedía todo contacto físico entre el mundo de los vivos y los muertos. “Pocos como él”, pensé mientras observaba a las personas que desfilaban en silencio a través de los largos pasillos de la funeraria para darle un último adiós. No había mucha gente. Sólo algunos familiares y amigos de antaño, que esporádicamente soltaban una risa sutil cuando rememoraban aquellas interminables giras por centro y Sudamérica, aquellas épicas travesías llenas de aventuras, amores pasajeros y recuerdos que se iban acumulando en cada pueblo, cada pequeña ciudad que recorrían arriba de aquella destartalada casa rodante que presenció tantas cosas, como la vez en que Humberto padeció un par cardiorrespiratorio por un pasón de cocaína. Quién diría que, contra todo pronóstico, el cabrón viviría varias décadas más hasta llegar a los 83 años. Todo una hazaña, dado su singular estilo de vida. A un costado del féretro yacía una fotografía en blanco y negro junto a una veladora y algunos arreglos florales. Él hubiera querido que embalsamaran junto a su guitarra, su verdadero amor en la vida, ese viejo pedazo de madera roída por el tiempo que lo había acompañado fielmente durante una vida entera llena de todo tipo de excesos. Empecé a tocar la guitarra por él. Aún recuerdo la primera vez que lo vi tocar de noche, a las afueras de un bar, sobre una banqueta inmunda junto a las putas que desfilaban cada noche en Sullivan. Estaba sentado en el piso, con la luz de neón pegándole de lleno en la cara mientras ejecutaba con maestría esos lascivos acordes que le salían tan bien, aquellas notas precisas que llenaban el espacio y cortaban por dentro, como un fiero cuchillo. La escena hubiera sido absolutamente lastimera de no ser por la manera en que se apoderaba de la atención de los transeúntes. Tocaba movido por la inercia, como poseído, con una lumbre que le quemaba las entrañas y lo hacía vomitar todo ese dolor acumulado durante tantos años, el mismo que terminó por matarlo una noche gris de otoño. Apenas y podía sostenerse. Se aferraba a su guitarra como si no tuviera otro punto de
anclaje para mantenerse con vida. Su único mundo posible. Quien lo conoció bien, cuenta que en los últimos años de su vida se convirtió en mejor músico, a pesar de estar medio loco y medio enfermo. Era como si su alma se hubiera despojado de todo peso y quedara ahí, expuesta, desnuda y sensible a todo. Sus arrebatos imbéciles fueron sustituidos por un diálogo cada vez más íntimo entre él y su guitarra. La fluidez de sus dedos resbalaba hipnóticamente por el diapasón, sin prisa, dándole a cada nota el tiempo necesario para respirar, al mismo tiempo que se desgarraba el alma cantando tristezas con su voz aguardientosa, áspera y titubeante, maldiciendo a las mujeres que lo ignoraron hasta el cansancio o simplemente no supieron quererlo de la manera en que él quería. Lo había tenido todo y lo perdió todo. Así, nada más. La fama y el poco dinero que juntó en su juventud se escurrieron por el caño. Cuando supo que su esposa esperaba un hijo de otro, comenzó el anunciado final. Era el pretexto idóneo para materializar ese plan absurdo y autodestructivo que tenía en mente desde hacía años. Matarse lentamente, la respuesta a todos sus problemas. Se bebió todo lo que tenía, incluida la dignidad. Intentó suicidarse en un par de ocasiones, pero no lo consiguió. Era demasiado cobarde. No tenía la sangre fría como para atreverse a tanto. Siempre le faltaron güevos para dar el último paso, el definitivo, el que terminaría abriéndole de golpe las anheladas puertas de la inmortalidad. Terminó viejo y solitario, desecho por dentro con una cirrosis crónica que le aquejaba desde hacía años. Nadie se explicaba cómo pudo vivir tanto en semejantes condiciones. Ahí estaba yo, recordando la vida de aquel hombre, quien había sido mi mentor, mi primer guía en ese fantástico descubrimiento de la guitarra cuando acorralado por la pobreza intentó dedicarse a la enseñanza de escolares durante un breve periodo de tiempo. Yo cursaba la preparatoria en aquel entonces. Tomé mis cosas y me marché. Fui a una de las tantas cantinas que frecuentaba casi a diario para escuchar sus viejas anécdotas. Pinche Humberto. Intenté curar mi ansiedad con un vaso de ron. Me acerqué a la rocola, saqué una moneda y puse una de sus canciones in memoriam, a manera de despedida. Las primeras notas me arrebataron un leve suspiro. Con su propia voz lloró su muerte. ::.
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arteficio
Sonata enterrada Sergio Kourchenko
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I unca se le dijo a nadie; así que, cuando Stepán Mijáilovich Levsky falleció, su última voluntad asombró a todos por su extravagancia. Sólo el maestro Osipov conocía su secreto y le había jurado ante los íconos jamás en la vida revelarlo. Al funeral acudió mucha gente, pues prácticamente no había una sola casa en el pueblo que no tuviera al menos una pieza surgida de las manos del difunto: ya fuera una mesa con sus sillas, ventanas o puertas de la vivienda, anaqueles para la cocina, una cama donde reposar la fatiga o un simple banco de ordeña. Y, aunque siempre fue un hombre taciturno y de maneras un tanto rudas, nunca tuvo una mala palabra con nadie y su arte en el trabajo de la madera era muy apreciado. No obstante, de camino al cementerio, un murmullo recorría el cortejo que avanzaba con paso
grave por el camino enlodado por la nieve. Unos preguntaban quién más había muerto; otros, que si el carpintero había perdido el seso, porque, qué clase de ocurrencia era aquella de hacerse sepultar así, además de tener que pagar doble a los enterradores, en pleno invierno y con la tierra tan dura. Al frente de la columna, detrás de la carreta, marchaba en silencio Vladímir Stepánovich, con el cuerpo encorvado y la barbilla pegada al pecho, como escondiendo la cara a la nevisca. Colgada de su brazo, iba su esposa Nadia, quién pese a que estaba ya muy cerca de ser madre, insistió en hacer el camino tras el féretro de su suegro. El maestro Osipov, quien fuera mentor de Volodia y el más cercano amigo del difunto, sostenía a Nadia por el otro brazo. II Grígory Efímovich Osipov era un hombre corpu38
Narrativa lento de carácter alegre, con una melena ensortijada y negra barba. Había estudiado en el conservatorio de San Petersburgo y se había colocado como segundo violín en una orquesta de Austria, de la que fue despedido cuando se presentó borracho a un concierto. Su mujer, cansada de las repetidas humillaciones por sus excesos con la bebida, le dejó dos días después. Osipov se autoexilió en estas remotas tierras y trabó amistad con Levski, quien había perdido a su esposa por las fiebres, a poco de nacido su hijo. Algunas tardes, músico y carpintero se reunían en casa de uno u otro para jugar a las cartas, beber vodka, tomar té, llorar o reír juntos evocando a sus compañeras idas. También, en ocasiones, Grisha tomaba el violín y tocaba y cantaba para su amigo, o arrullaba al pequeño Volodia con las notas de la Canción de cuna de Brahms y su voz de bajo profundo, misma que le valió incorporarse con éxito al coro de la iglesia para interpretar, a capella o en polifonía (no se permitían instrumentos), los cantos milenarios de la liturgia. Osipov se prometió a sí mismo nunca hacerlo borracho y cumplió, por lo menos en la iglesia. Volodia creció escuchando el violín de Osipov, que lo mismo tocaba y cantaba canciones populares, o bien, piezas de los grandes compositores. De manera que no fue una sorpresa cuando a los diez años pidió a su padre le permitiera aprender a tocar el violín. —Déjale, ya se verá si tiene madera de músico — dijo Osipov, haciendo énfasis en la palabra madera. Y Stepán lo dejó, con la condición de que aprendiera su oficio, porque, “los tiempos son inciertos para traer el pan a la mesa”. De la mano, de Osipov, Volodia reveló tener aptitudes para la música y, al cabo de no mucho tiempo, tocaba junto a su maestro en fiestas y celebraciones. Tres años después, Grígory propuso enviarlo con Samuel Isáyevich Goldman, quien fue su maestro en el conservatorio y había establecido una escuela de música no lejos de Krasnoyarsk. Levsky dio su anuencia otra vez, convencido de las habilidades de su hijo. Cuando le despidió, le dio la bendición. “Si alguna vez decides que éste no es más tu camino, el taller siempre estará ahí esperándote, lo mismo que tu padre”, dijo. No teniendo otra boca que alimentar además de la propia desde que su hijo partió, la dieta de Stepán se limitó, como la de los antiguos, a sopa de col y kasha. Volodia volvía a casa dos veces por año, en Pas-
cua y para la Navidad. En cada ocasión, siempre había alguna oportunidad de mostrar sus avances, con los que tanto su padre como su maestro se sentían más que satisfechos. III A dos años de terminar sus estudios, Vladímir Stepánovich quedó cautivado por los ojos negros de Nadezhda Afanásievna Levedeva, una esbelta joven que se matriculó en la escuela en flauta trasversa. La armonía que descubrieron entre sí rebasó las notas musicales que juntos interpretaron, para instalarse en sus corazones. A partir de entonces, ambos se concentraron de lleno en la sinfonía en que la vida se había convertido para ellos. El mismo día que recibió la carta de Volodia donde le comunicaba que iba a ser padre, que dejaba la música y que volvía a casa para casarse y ocuparse de la carpintería, Stepán Mijáilovich comenzó a construir otro ataúd. Ya antes había fabricado el de su amada Elizaveta Vasílievna y tenía el suyo propio aguardándole en la sala, donde, cubierto con los cojines que la misma Liza había decorado con tanto esmero, servía de asiento a los esporádicos visitantes y guardaba en su interior el edredón y los almohadones de pluma de ganso, imprescindibles para el invierno, tan extremo y prolongado en la región, que las pocas aves que por algún inexorable sino habían perdido la migración al sur, caían a tierra, congeladas en pleno vuelo. Así de frío sentía el corazón Stepán y le parecía que cada clavo que ponía en el ataúd en vez de penetrar la madera lo hacía en su propia piel. Pero la sensación y el frío se fueron diluyendo cuando cayó en la cuenta de que había otro proyecto cuya inmediatez requería de su atención: una cuna. Volodia regresó con Nadia al inicio del verano, y Stepán le recibió como si fuera el hijo pródigo. Abrazó y besó a ambos con júbilo. “Bienvenida, hija, a tu casa”, dijo a Nadia. Como en las fiestas de antaño, dispuso la comida en el patio, colocó la mesa bajo la sombra del arce y le puso el mantel bordado por Liza. No había sobre la mesa un ternero cebado, pero sí un humeante borsch, un pirog recién horneado y unos blinchikis de moras para el postre; todo ello preparado con la ayuda de Nadia, quien resultó tener un sazón envidiable. Stepán quedó prendado con la belleza y sencillez de Nadia y se congratuló por la elección de su hijo. Para cuando llegó el samovar y se sirvió el té, Na39
arteficio dia confió a Stepán que su padre no estaba contento con su unión y con el rumbo que tomaba su vida y que se negaba a asistir a la boda. Stepán le dijo que no se preocupara, que a veces los padres se hacían ilusiones con respecto al futuro de sus hijos, pero la vida se encargaba de poner a cada uno en el lugar que le tocaba. La boda se celebró tres semanas después y a ella acudieron desde Kazán los padres de Nadia. Algo había escrito Stepán a Afanasi Lebedev, que junto con su esposa Raisa llegó tan complacido como si su hija desposara a un príncipe. Esa carta, cuyo contenido nadie más conoció, le ganó para siempre a Stepán un lugar en el corazón de Nadia. Con algunas variantes, el banquete de bodas repitió el menú anterior y reunió apenas unos cuantos allegados, entre ellos el pastelero Evstafi y su esposa Anna, quienes obsequiaron el karavay de bodas bellamente decorado y, por supuesto, Grigory Efímovich, que entre otras piezas, interpretó Ojos negros para la pareja Stepán cedió a la pareja la recámara principal, en la que ya había puesto la cuna, así como el antiguo espejo de cuerpo entero de Liza que había rescatado del cobertizo y se instaló en el antiguo cuarto de Volodia. Ante la negativa de Nadia, zanjó la cuestión con un lacónico: “No necesito más”.
aterido, con las cejas y los bigotes escarchados y la faz tan azul que pensaron por un momento que no llegarían a casa. Volodia se lo echó a cuestas y lo llevaron junto al fuego, lo desnudaron y le cubrieron con estiércol caliente de vaca. Dos días tardó en llegar el doctor y su pronóstico no fue bueno. Durante una semana Nadia no se separó del enfermo, brindándole todos los cuidados que estaban a su alcance. Al atardecer del octavo día, con una voz inusual para un hombre en su condición, Stepán gritó: “¡Vengan a ver cómo se muere un hombre!”. Cuando acudieron corriendo a la habitación, pidió a Volodia que extrajera dos sobres de su mesita de noche; bendijo a la pareja; besó el abultado vientre de Nadia, de cuyos negros ojos rodaban lágrimas silentes. Tosió dos veces y expiró. V El primero de los sobres era el testamento en que Stepán legaba a su hijo todo cuanto poseía; en el segundo, estaba la última voluntad del difunto, que incluía solo dos cosas: la primera, que no hubiera música en su funeral y, la segunda, que le enterraran junto con el violonchelo que había dejado encargado con el maestro Osipov. Volodia levanto la vista del papel, para toparse con los ojos de Nadia, que los tenía tan abiertos como los suyos. Después recordó que cuando recién llegaron, advirtió el segundo féretro en la salita e inquirió a su padre al respecto. “Es para un amigo”, fue toda la respuesta que obtuvo. —Ya saben cómo era —decía Osipov sinceramente dolido, cuando fueron a darle la noticia—, nunca daba explicaciones de nada. Solo trajo el instrumento un día y me dijo que ya enviaría por él después; nunca imaginé que éste fuera el día, ni ese el destino del violonchelo. Grigory Efímovich se siguió una borrachera de tres días hasta que sepultaron a su amigo. De camino al cementerio, no podría decirse si era él quien sostenía a Nadia o si lo que hacía era apoyarse en ella. Cuando los sepultureros bajaron a la fosa el segundo ataúd, el que contenía el violonchelo, a Volodia le pareció ver que Osipov sonreía, pero no era el tipo de mueca triste con la que se despide a un amigo, sino que percibió en ella algo festivo. “De seguro sigue borracho”, pensó.
IV Pasaron los meses y la vida crecía dentro de Nadia, que pasaba las tardes tejiendo para el bebé, sentada junto al hogar en su mecedora, regalo de su suegro. También crecieron las habilidades de Vladímir como carpintero y el taller prosperó con la llegada de migrantes del oeste que demandaban muy distintos trabajos. Una mañana, escombrando el cobertizo, Stepán encontró el viejo trineo que de niño había llenado de alegría los inviernos de Volodia, con suaves o vertiginosos descensos desde la pequeña colina que se elevaba entre las coníferas detrás de la casa. Stepán estimó que ya había nieve suficiente para probarlo, enceró los patines y subió la cuesta. Una vez en lo alto, trepó en el trineo y se dejó deslizar pensando en que dentro de no mucho tiempo repetiría ese mismo placer con su nieto. El trineo ganó velocidad, pero chocó con un tocón oculto por la nieve, volcó y Stepán fue a dar con la cabeza contra la base de un árbol, perdiendo el sentido. Varias horas pasaron hasta que Nadia y Volodia lo encontraron
VI Como ocurre con frecuencia en la vida, mientras 40
Narrativa unos se marchan de este mundo antes de tiempo, otros arriban a él cuando les corresponde. Cuatro días después de sepultado Stepán, Nadia dio a luz una niña sana y hermosa a la que llamaron María, en honor a la Madre del Salvador. Su piel, blanca como la nieve y sus ojos verdes, heredados del abuelo, vinieron a traer luz al duelo en cuya sombra estaban envueltos sus padres. El tema del violonchelo se volvió leyenda en la localidad, e incluso más lejos. Pero al igual que la tierra había cubierto los ataúdes, el tiempo se encargó de hacer lo propio con la historia que, sin embargo, subyacía en la memoria de sus habitantes. Un día, tendría Masha alrededor de ocho años, un compañero en la escuela, sin otra intención que la curiosidad de niño, le preguntó si su abuelo estaba enterrado con un violonchelo. Ella, que no tenía ningún antecedente al respecto, no supo qué responder. Minutos después, ya en casa, Nadia y Volodia le refirieron lo que sabían, pero no pudieron explicarle el porqué de la decisión de Stepán. Intrigada y sin respuestas, la niña pidió visitar la tumba del abuelo y sus padres consintieron. Esa noche, Masha soñó que estaba sola en el cementerio, de pie ante la fosa abierta de su abuelo. Anochecía y nevaba ligeramente. En el fondo, en lo que le pareció una distancia considerable, estaba un féretro con un crucifijo en la tapa. A un costado de la tumba estaba la pila de tierra que habría de cubrirla y, en el otro, el ataúd que supuso contendría el violonchelo. Se vio a sí misma acercarse, levantar la cubierta lisa, y sí, ¡ahí estaba el violonchelo!, intacto y reluciente. Se acercó más para tocarlo, pero en cuanto puso sus dedos sobre el instrumento, éste se convirtió en polvo. Se despertó, sobresaltada.
lo, pero el maestro nunca le dijo más de lo que ella ya sabía. Cuando inició sus clases cada tarde en casa de Osipov, Masha era apenas más alta que el mástil del instrumento que llevaba a cuestas y que pesaba la mitad que ella. Comenzaron a llamarle “la otra loca del violonchelo”. En una ocasión, Masha preguntó a su maestro si pensaba que ella había heredado la locura de su abuelo, como decían por ahí en el pueblo. —¿Acaso tu abuelo te heredó un palacio? —le preguntó a su vez Osipov. —No —respondió ella. —¿Por qué no? —Porque nunca tuvo uno. —Pues tampoco tuvo ninguna locura que pudiera heredarte. Y tú, deberías escuchar más a tu corazón, en vez de prestar atención a habladurías. La música —agregó— es un regalo de Dios para nuestros oídos y para el alma, pero a ti además te dio el don de interpretarla. Escucha en tu interior y lleva esas notas a las cuerdas. Si eres paciente, el tiempo te dará todas las respuestas. Pero Masha seguía insistiendo: —¿Es cierto que mi abuelo construyó su violonchelo y como no resultó lo que esperaba decidió llevárselo a la tumba? —¿Quién te dijo tal cosa? —Mmm… no sé, la gente. —Yo creo que si Stiopa se hubiera propuesto hacer un violonchelo, de él habrían salido notas tan bellas que el mismo Stradivarius le habría envidiado. La formación de Masha siguió más o menos los mismos pasos que la de su padre, con dos diferencias notables: permaneció bajo la guía de Osipov hasta que cumplió los 18 y, cuando Volodia la despidió para ir a concluir sus estudios en la escuela de Goldman, le recordó lo que muchas veces le había dicho antes: “No puedes tener un novio hasta que obtengas tu diploma”.
VII Nadie podía haber sido más feliz que Grígory Efímovich Osipov, cuando un día asomaron por su puerta unos vivaces ojos verdes, tras los cuales apareció una niña larguirucha con la petición de que le enseñara a tocar el violonchelo. Masha contaba ya con la anuencia de sus padres y con nociones musicales de ellos adquiridas. Muy pronto demostró que su vocación era genuina y que poseía aptitudes y determinación suficientes para que al fin, como había bromeado Osipov: “alguien en esta familia terminara siendo un músico”. Durante los años que siguieron, la pupila le interrogó repetidamente sobre aquél asunto de su abue-
VIII Como veinte años atrás, Nadia hacía el camino del cementerio del brazo de Volodia y se preguntaba por qué la gente elegía el invierno para morirse, o si acaso era el invierno el que elegía a las personas. A su derecha iba Masha, intensamente acongojada. Osipov, que en aquella ocasión había sorteado con ella el lodo del recorrido, estaba dentro de un ataúd en el carruaje que les precedía. El cortejo no era esta 41
arteficio vez tan concurrido: apenas tres compinches de cantina, el último alumno de Osipov con sus padres y, seis integrantes del coro que entonaron para él un salmo de esperanza. Y aunque eran pocos, tampoco esta vez faltaron las murmuraciones: “No podía ser de otro modo, no hay cuerpo que resista tal cantidad de alcohol”, decía uno. “Pero, cómo no, si se bebió mares”, respondía otro. “Sólo faltaba que lo enterraran con su violín, como al loco de su amigo”, opinaba un tercero. Poco sabían ellos que el propio Vladímir Stepánovich había levantado las manos, ya rígidas sobre el pecho del muerto, para insertar su preciado instrumento en un abrazo para la eternidad. No supo, bien a bien, porqué lo hizo. Quizá rememorando aquél gesto incomprensible de su padre o, simplemente, porque pensó que a Osipov le gustaría tenerlo con él. Los sepultureros dieron las últimas paladas y la gente comenzó a dispersarse. Masha pidió a sus padres que se adelantaran, pues quería pasar a presentar sus respetos a sus abuelos. Se despidió de su maestro, lamentando otra vez que no hubiera vivido suficiente para verla terminar y le prometió volver en la primavera con un ramo de flores. Caminó hasta las tumbas de sus abuelos pensando si el violonchelo seguiría ahí intacto, como en su sueño. Apareció entonces un muchacho escuálido, de unos 13 años y con unos mechones rubios que asomaban bajo la gorra, se le acercó con un voluminoso paquete envuelto en papel y atado con una cinta. —Es para usted, señorita; el maestro Osipov me encomendó que se lo diera. Ella le conocía. Era Iván Nikitin, el más reciente alumno de violín de Osipov. Tenía la cara tiznada, los ojos enrojecidos y llevaba un abrigo que podría, por lo holgado, pertenecer a un adulto fornido. Masha agradeció la entrega y preguntó si además había un recado. El muchacho negó con la cabeza y, haciendo una especie de reverencia, dio media vuelta para marcharse. —¡Vania! —le atajó ella— date una vuelta por casa y estoy segura de que mi padre podrá encontrar un tiempo para ayudarte con tus lecciones. Y, si yo estoy por aquí alguna vez, también podría echar una mano. Le pareció ver que el demudado semblante del chico cambiaba por un instante antes de alejarse corriendo. Masha se sonrió con la sonrisa que él no se había atrevido a mostrar abiertamente y se sentó de nuevo junto a la tumba de sus abuelos para desatar
el envoltorio. De inmediato reconoció las partituras, algunas ya amarillentas, que por largos años había reunido su maestro y que ahora, en un último acto de generosidad, le heredaba. Al hojear el legajo, encontró un sobre con su nombre rotulado en él. El corazón le repiqueteaba como un redoble de tambor. Rasgó el sobre, extrajo la carta y leyó. IX Querida Máshenka mía: Debo, en primer lugar, pedirte me perdones por haber guardado silencio ante tus preguntas. Tu abuelo, ese que no conociste pero que hubiera adorado tus ojos y tu arte, me hizo jurar que en la vida hablaría una palabra al respecto. Hoy, que ya no tengo la vida, me considero libre de esa promesa. Él se llevó su secreto consigo, pero yo creo que tú mereces conocer la historia. Quizá sepas que Stepán Mijáilovich se opuso en principio a que tu padre fuera músico, pero una vez que lo aceptó, le apoyó en todo momento cubriendo estudios y gastos, primero en mi casa y luego en la escuela de Goldman. Recuerdo muy bien cómo exudaba orgullo cuando el pequeño Volodia amenizaba con sus notas las comidas de Pascua con aquél primer violín traído desde Praga con mucho sacrificio. Tu padre tenía realmente facultades para la música.
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Narrativa No se lo digas, pero yo pienso que tú eres mejor y, desde luego, más sensible. A él la vida le tenía reservado otro derrotero y, ya ves, no se equivocó. Un día, tu abuelo vino a mí con la misma petición que tú me hiciste hace no tanto: quería aprender a tocar el violonchelo. Me explicó que faltaban tres años para la graduación de Volodia y que pensaba que era tiempo suficiente para que aprendiera a tocar una pieza, para hacer con él un dueto en tan significativa ocasión. Como se trataba de una sorpresa, todo debía permanecer en secreto hasta llegada la hora; pero, como sabes, esa hora no llegó. En aquél entonces Stepán no sabía más de música que el deleite de escucharla, así que hubo de trabajar duro para comprender sus principios básicos e ir progresando poco a poco. Me pidió una pieza que tu padre conociera bien y en la que el lucimiento corriera a cargo del violín. Juntos elegimos la Sonata para violín en sol mayor de Bach. Sí, esa misma que me empeñé en que aprendieras desde tus primeros años. Tendrías que haber visto cómo educó sus rudas manos de artesano para pulsar las cuerdas y deslizar sobre ellas el arco. En su determinación, Stiopa encontró la forma de trasladar al instrumento movimientos que había realizado durante toda su vida: lijar, cepillar, serruchar y barnizar; y supo hacerlo con la energía o la sutileza que la partitura le exigía. Aunque ensayamos la sonata completa, el adagio fue el movimiento en el que alcanzó mayor destreza. Aún teníamos tiempo, pero tu padre dejó la escuela y tu abuelo no quiso continuar. Para cuando lo dejó, era capaz de ejecutar el adagio sin fallas y con una sensibilidad como la que imprimió en cada uno de los muebles que bien conoces. Luego que supo que Volodia regresaba, se apareció por mi casa y me dijo que daba por terminadas sus lecciones y no había nada más que hablar. Esa tarde, fue la única en su vida que bebió al parejo conmigo. Cuando murió y fueron a mi casa por el violonchelo, mi sorpresa no fue fingida, desconocía por completo sus planes. Solo algún tiempo después comprendí que lo que quería era sepultar el dolor de una expectativa incumplida. Por último, debo confesarte que en su entierro tuve que reprimir la risa, pues al momento en que descendía el ataúd del violonchelo, me sobrevino la ocurrencia de que tu abuelo bien podía haber elegido el piano para acompañar a tu padre.
En fin, esto es lo siempre quise que supieras, pero no me estaba permitido hacerlo. Ahora eres tú la que debes decidir qué hacer con lo que ahora sabes. Te abrazo desde la eternidad Grisha p.s. Dile a Vania que puede conservar el violín que le presté; que es suyo, siempre que haga un buen uso de él. X Para cuando terminó de leer la carta, la nítida caligrafía de su maestro empezaba a diluirse con las lágrimas sobre ella vertidas. Estrechó contra sí el manuscrito y regresó a donde recién había dejado a Grisha. Se echó de bruces y extendió los brazos abrazando el túmulo helado, sin dejar de sollozar. Permaneció así un rato y después corrió a casa. Sin decir una palabra, tomó su violonchelo y regresó al cementerio. Comenzó a nevar. En la soledad de la tarde, recargada sobre la lápida de Stepán Mijáilovich, ejecutó solamente el movimiento del adagio de la sonata. En su mente seguía las notas del violín, e imaginó que Grisha, como tantas veces habían hecho juntos, era quien tocaba esa parte. Masha sintió que su alma vibraba con cada una de las notas que se desprendían de las cuerdas, con la convicción absoluta que la música se elevaba entre los copos de nieve, para llegar hasta donde tenía que llegar. Epílogo El verano siguiente, en la escuela de música de Samuel Goldman, María Vladimírovna Lévskaya se graduó con honores como ejecutante de violonchelo. En la función de cierre, acompañada por su padre al violín, tocó la sonata completa, que si bien compuso Bach, en su corazón pertenecería por siempre a su abuelo. Vladímir Stepánovich nunca entendió por qué ella había elegido aquella pieza, en que la parte más virtuosa de la ejecución no corría a cargo del violonchelo. ::.
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“Yo sólo puedo creer en un dios que sepa bailar”. Friedrich Nietzsche
Narrativa Fraseo
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