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Número 4, Enero-Marzo ¡A chingadazos!
arteficio ยกA chingadazos! enero-marzo 2020
arteficio Literatura y artes visuales ¡A chingadazos! Num. 4 Enero - Febrero de 2020 Ciudad de México México Editor Manuel Hernández Borbolla Diseño Miguel Ángel Hernández Imagen de portada Alejandro Hernández Borbolla
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www.arteficio.blog Arteficio es un proyecto literario sin fines de lucro. Todos los textos pueden ser reproducidos bajo licencia Creative Commons citando al autor.
Índice 6 Gladiador Luis Vázquez 7 Vendrá Javier Gomez 8
Dolerán las espinas que fueron mariposas Manuel Hernández Borbolla
12 Acidez Alejandra Canseco 14
Ahora sí Valeria Cornu
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El manifestador Hugo Tapia
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El amigo imaginario Juan Bello
26 Venganza Gretta Penélope 29
Ecos de la tarde Manuel Hernández Borbolla
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El arte combatiente de Gian Galang
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La ciudad de los pilares J. Omar Gómez González
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Fraseo arteficio
“La literatura se parece mucho
a la pelea de los samuráis, pero un samurái no pelea contra otro samurái: pelea contra un monstruo. Generalmente sabe, además, que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado y salir a pelear: eso es la literatura”. Roberto Bolaño.
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Gladiador Luis Eduardo Velázquez
La vida es un ring donde sin disciplina el peleador cae, y caer se vale... prohibido es no levantarse. La vida es un cuadro donde los técnicos marcan distancia, corren y ganan. Los rudos saben que también se triunfa cuando los sueños se hacen añicos. La vida es una delgada línea, trazada bajo el rayo de sol que alumbra esa figura imperfecta, insolente: eres tú gladiador, victorioso sólo si vences el ego con puños, piernas y corazón valiente. La vida es una round que empieza con suaves campanadas como notas de dulcémele. En compás se baila, se disfruta como las tradicionales tres tazas de té: la primera, dulce como la vida; la segunda; fuerte como el amor; la última, amarga como la muerte. ::.
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Poesía
Vendrá Javier Gómez
Vendrá con su caballo de pesados pasos para acallar los pasos de mi antigua estirpe.
Vendrá por interrumpir la danza de tu corta vida. Vendrá escurriendo de sus labios tu nombre, bella Isolda. y asestará su golpe, dejando otra amargura en las voces de amigos y parientes, dejará su llaga revestida de lamentos en los oscuros velos. Lo nefasto cubrirá los rostros de familias y el grito del encono tomará tal fuerza que encenderá los brillos de armaduras y de espadas y encenderá también: la belicosa sangre de los míos. ::.
Vendrá con sus furores y partirá las venas de mis manos, las venas de mis brazos, de mi cuello. Vendrá con su filosa espada y cortará filosa mi suspiro, el aire en mis pulmones, el brillo de mis ojos. Vendrá de noche con su sombra y la sombra de su puño empujará a mi sombra hacia el vacío. Vendrá tu padre, Isolda. Para vengar la muerte con la muerte para cubrir la herida con la herida hallar la cura a su demencia de no verte caminar a su costado, de no verte sonreír, gritar, dormir bajo su techo, mentir, regresar por la colina.
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Dolerán las espinas que fueron mariposas Manuel Hernández Borbolla
Desnúdate, ha pasado el tiempo sin máscaras, deja que los murciélagos videntes sigan avivando el fuego que dormita en la memoria, como un temblor de carne muerta.
Prepárate para morder, que la delgada membrana que llevas puesta no está lista para soportar el crujir de los huesos, ni la crueldad del invierno y su hielo mortecino.
Quítate la venda de los ojos, que tu lengua no es sepulcro, es un animal herido y violento, una bestia hambrienta acechando a su presa en el luto sin dientes donde habrán de perecer las buenas conciencias y su insoportable vileza.
Enciende la mirada, amarilla, yergue las púas de tu dorso que alguna vez fueron alas, que nadie te dará una mano para salir de la oscuridad del pozo, estás solo, tú y tu alma, si acaso te acompañan en tu amarga travesía el hinóspito desierto y la cigarra, el alucinógeno llanto de la cactácea.
Afílate las garras, que la tormenta ha llegado a tu puerta sin que te dieras cuenta, eres tan sólo un pequeño insecto en esta selva habitada por monstruos queriendo arrancarte la cabeza y devorarte como hizo Cronos con sus hijos.
Arráncate el miedo-gangrena que te ha amputado el corazón, sé fuerte, pequeño hombrecillo, que el aire tóxico que respiras te ha llenado los pulmones de hollín, pero sigues vivo, vivo y crujiente, revolcándote en la asquerosa benevolencia de la compasión humana, ese chiquero de la inmerecida ternura.
Levántate y lucha, que las flores se ahogan en el inmundo pantano de la melancolía, las mismas flores que mueren de sed al calor del último beso. Levántate y pelea, pequeño hombrecillo, que la luna no es eterna cuando te han arrancado los ojos de un zarpazo.
Despierta, moja tus ojos de vidrio con solvente y aguarrás, sé como el tigre sin fronteras que reclama para sí su territorio, sé como una botella de alcohol temblando de rabia y placer en los desgarradores gemidos del violín,
No te compadezcas de ti mismo.
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Poesía
sé como el grillo y la lechuza para que escuches los muchos horrores que encierra la noche, bébete las espinas que habitan tu corazón como un fermento en la sangre, baila como la comadreja a ras de suelo, afila las piedras con las que habrás de librar las batallas, ensúciate la cara con el hedor de la ira, vuelve a parir los erizos que te hicieron gritar de dolor y acepta tu derrota, deja que el viento combustible siga su curso, vuelve a recordar el infierno que alguna vez habitaste, vuélvete uno con la tierra y la nada, tú que has nacido guerrero y asesino, defiende con la vida el agua fresca que corre bajo tu parcela y defiende también a la mujer que amas, pues llegará la hora maldita, los umbríos callejones donde rodarán las cabezas y no querrás esconderte para siempre dentro de una fosa.
Pero aquí no pasa nada. Sólo la vida batiéndose a duelo con la muerte, como una herida que nunca cesa. Aquí no pasa nada. Sólo la vida masticando sus miedos entre la neblina y los cerros, como una jauría de pies descalzos, una hemorragia de fierros oxidados, la bilis donde se conjugan el sueño y la tormenta, un arenal de mariposas muertas sobre el zacate. ::.
Date cuenta de tu propia fuerza, abraza a tus demonios, baila con ellos, hazles el amor, viólalos si es necesario, que en el panteón de la dolorida noche todavía llueven ácidas muertes desde el cielo, date cuenta de una y vez por todas, que tu cuerpo es una brasa ardiendo que nada ni nadie podrá apagarla, pues tus manos abiertas pueden ser también un fuego que lastima. Dolerán las espinas que fueron necesarias. 9
Fraseo arteficio
“El mundo es un buen lugar por el que vale la pena luchar�. Ernest Hemingway 10
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Acidez Alejandra Canseco
A
hora me parece sucio e hipócrita. Ahora lo que tiene que ver con él me parece repulsivo. Pobre Fabián que no tiene culpa de nada. Pero me parece repulsivo. —Qué puta eres. —Sí, puta y media. —Y cínica, además. —Sí, puta y media cínica. —Basta María, no te pongas ácida. —Puta y media, cínica y ácida, ¿qué más soy? —¡No sé, tú dime, no te reconozco! —Puta y media ácida, cínica irreconocible, y soy…soy yo. No he cambiado así que acostúmbrate a que esto no va a ser como tú quieres. Soy yo, soy, seré y no cambiaré porque no lo necesito. Eusebio se para y se va. Ella lo alcanza. Con mucha violencia, lo agarra del hombro para que se detenga. —Pero esta puta, cínica, ácida y media y reconocible te ama. Así que detente, no te vayas, no me dejes porque no te voy a dejar dejarme. —A ver a ver, primero dices que me acostumbre a algo que no quiero que seas y ahora me dices que no me vaya, que me amas. ¿También loca? —Loca y de remate, pero eso te gusta, mi puta acidez, locura, cinismo y medio, puta. La agarra con violencia y le planta un beso, profundo. De esos que la lengua casi no deja que pases saliva, respirar. De esos que te succionan, de esos ricos, sensuales, sexuales. Ella lo empuja. Él la detiene con más fuerza. —¡Cabrón, me vas a dejar moretones! Él la sostiene con fuerza y la toca. Con el dedo del medio comienza a masajear su clítoris por encima de la ropa. —Ni siquiera sabes tocarme, ni para eso sirves. —Y los orgasmos que te he dado por qué son, si no sé tocarte…
—Son porque me conozco tan bien que me puedo venir con cualquiera solo moviéndome y tocándome a mí misma, no te necesito. Tu mano tosca no me calienta. —Pues tampoco me gusta cómo me tocas tú a mí. —Entonces por qué siempre me pides un oral, por qué me quieres quitar la ropa en cualquier lugar. —Por puta. —Por puto. Se besan, jadean, él le toca los senos, ella le toca el pene por encima del pantalón. —¿Y esta erección? Ella le da un rodillazo en el pene y se va corriendo. —Hija de la chingada, ¿estás loca? —Loca y de remate y puta, cínica, y no me gusta que me llames puta, cínica, loca irreconocible, ácida y media. ::.
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Lenka Simeckova
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Ahora sí Valeria Cornu
I
ocasiones ella misma se sorprende de su manera de caminar, es casi un baile, pretende ser una mujer diferente, capaz de saborear la libertad que le ofrece ese deber cotidiano de ir por el alimento principal de su familia. Hoy decidió llegar más temprano que de costumbre. Había poca gente a esa hora, por lo que en apenas unos minutos tuvo que extender el pedazo de tela sobre el mostrador. —¿Dos kilos doña Elvira? —Hoy nomás dame medio, pero bien servido — contestó la clienta, sonriendo. —A veces dan ganas de matar a los hombres ¿verdad? —dijo la tortillera mientras hacía un nudo en el lienzo cuadriculado con rapidez.
r por las tortillas es la distracción más preciada de Elvira. Desde que se quita el delantal y lava sus manos en el fregadero puede sentir una especie de felicidad. Los cuarenta y cinco minutos que le toma llegar a la tortillería, hacer la fila y volver a su casa, son su tesoro más preciado. Ella camina cuesta abajo casi flotando. El juego que realiza con el trapo a cuadros la hace sonreír durante el trayecto. Se lo pone en la cabeza para detenerse el cabello o lo usa de bufanda. A veces lo amarra alrededor de su muñeca o se entrelaza los dedos de ambas manos, finge tener dolor de muela y se aprieta la quijada con él, y de vez en cuando se venda los ojos y cuenta los pasos que se atreve a dar sin ver. Nunca ha pasado de los diecisiete. En 14
—No sólo a veces... —sonrió Elvira. —Gracias seño, mañana nos vemos, si Dios nos presta vida. —Ándele Elvirita, vaya con Dios. Después de caminar un rato se sentó en una de las bancas de la plaza. Se entretuvo mirando las palomas que se amontonaban junto a la basura. Estaba a punto de levantarse cuando vio que Lucha se le acercaba. —Comadre ¿cómo se ha sentido? ¿Ya se le quitó el ardor? —Sí, ya ve que las hierbitas que me recomienda siempre me alivian, si es usted rete buena para eso de los menjurjes. —Ahora lo único que le falta es dejar a su marido, ya no puede seguir permitiendo que la ninguneén comadre. ¿No me dijo la otra semana que ya lo iba a dejar? Estamos mejor sin los malditos hombres, de veras, si nomás hay que armarse de valor y listo —dijo Lucha mientras le daba su bulto de tortillas a Elvira para poder sentarse. —Ya lleva meses diciendo que mañana y para usted mañana siempre es mañana comadre, ya estuvo bueno ¿no cree? —¿Y mis chamacos doña Lucha? ¿Qué hago con mis chamacos? —Pues lléveselos. ¿A poco su mamá no la aceptaría con todo y su pipiolera? —Yo creo que sí, pero ya ve que ahí está mi hermana con to’ y sus hijos desde hace dos años. Además, ¿se imagina cómo se va a poner Ángel cuando me atreva a irme? Yo creo que se me muere... —¡De ángel no tiene un pelo ese hijo de la chingada! Y no creo que se muera, si pa’ lo único que le sirves es pa’ entrenar los puños. ¿Qué ya se le olvidó todo lo que le ha hecho? Primero la engaña con cuanta vieja se le pone enfrente, le pone unas madrizas que pa’ qué le cuento y luego ¡le pega esa enfermedad! Si la que se estaba muriendo era usted, acuérdese. Pa’ mí que esa infección la agarró en un hotel de mala muerte. —Él dice que yo fui la que lo contagié, hasta me lo juró por su mamacita que nunca se ha ido con nadie más, y pues yo como que le quiero creer doña Lucha, a lo mejor... —Ay Elvira, ¡parece que nació ayer, carajo! No nos hagamos. Su marido será muy mi compadre pero eso no le quita lo pirujo. Ya es hora de que le ponga un alto a tanto golpe y tanta mala vida. Ya me dijeron en la tortillería que antier nomás se paseó
por la plaza con su trapo a cuestas y hoy, apenas pa’ medio le alcanzó —dijo Lucha sopesando el bulto. —Es que no le ha ido muy bien en la construcción. —Qué construcción ni que ocho cuartos. ¡Es un huevón de primera marca! Nomás gana unos centavos y se los chupa, comadre. Ya déjelo. No se espere a que le pase lo que a mi vecina. Denúncielo y váyase hoy, así como decía el señor presidente. Hágame caso comadrita. Ya párele con sus “mañanas”. —Sí doña Lucha, tiene usted razón. Mi mamá siempre me lo dice pero es que lo quiero rete harto. Y ya ve quesque quiere ahorrar para irse al otro lado. Dice que allá sí le va a echar todos los kilos y nos va a mandar harto billete. —De veras que es usted de esas que nomás se conforman con soñar. Ya ve mi marido, se fue hace siglos y primero, pus sí me mandaba mis centavos; pero acuérdese cómo cada vez se tardaban más en llegar los cables, y cuánto ya tiene que no me manda nada... desde que me dijeron que se fue para Nebraska. Ya tiene como cinco años ¿no? —Ya verá, doña Lucha, como un día de estos se aparece con harto dinero pa’ comprarle todo lo que le prometió —mintió Elvira. —¡Ay comadre!, usted no sabe lo que es vivir con las malditas dudas, ni siquiera sé si se murió, si ya tiene otra mujer o qué chingados le pasó. ¿A poco no le platiqué que ya hasta me dijo el padre Mario que si no regresa pa’ este año lo enterramos pa’ que pueda yo seguir mi vida? Ya ve que no es lo mismo ser viuda que dejada. Y pus a mis cuarenta, todavía tengo ganas de que alguien me quiera, porque créame comadre, preferible tener a un hombre que la maltrate a uno, que vivir sola como un perro — terminó Luz María sorprendida por sus propias palabras. Suena una campanada en la iglesia y Elvira se levanta rápidamente. —Me va a tener que disculpar doña Lucha, pero todavía tengo mucho quehacer. Mañana nos vemos, si Dios nos presta vida. Elvira se aleja tristeando. No levanta la vista del suelo. Su sonrisa se ha esfumado, el rostro se le va llenando de pena y de miedo. Conforme se acerca a su casa, siente que el medio kilo que lleva en las manos, es una carga demasiado pesada para poderla enfrentar. 15
arteficio Por la noche, una vez que sus hijos se han dormido, Elvira se hinca en el suelo frente a su cama y comienza a hablar quedito con la imagen de la Virgen de Guadalupe que cuelga de la pared de tabique. —Perdóname virgencita, pero esta vez sí me voy a atrever. Tiene razón doña Lucha; tengo que dejarlo. La verdad es que vivo en un infierno, tú lo sabes más que nadie, tú y Diosito que todo lo ven. Por favor, dame la fuerza. —Cierra los ojos un momento y después se levanta, baja una caja de cartón del ropero y comienza a llenarla con su ropa, pone su crema, un cepillo y un jabón. —Mis hijos tienen que quedarse aquí con su padre en lo que consigo trabajo. Puedo lavar y planchar ajeno y cuando junte unos centavos regreso por ellos, al fin ya están grandecitos. Se quita el delantal y lo acerca a su cara para olerlo, después lava sus manos y las seca con el trapo de las tortillas. Descuelga la imagen de la Virgen y la mete en la caja, consigue un mecate y se dispone a amarrarla cuando se escuchan ruidos afuera. Elvira pone la caja a un lado de la puerta. Ángel entra, va directo a la mesa y arrima una silla.
—Pensé que ibas a llegar más tarde —dice Elvira tratando de ocultar el temblor de sus manos. —Pues ya ves que no. Yo llego a mi casa a la hora que se me pega mi regalada gana —contestó Ángel sin mirarla. —¿Quieres cenar? —pregunta la mujer acercándose a la hornilla. —Pues tú ¿qué crees? Que vengo de un banquete o ¿qué? Claro que quiero cenar y rapidito, porque si no ya sabes cómo me pongo —concluye golpeando en la mesa. —Aquí tengo unos frijolitos, nomás que ya no hay tortillas —y le acerca el plato. —¡Y pa’ qué te doy dinero si cuando llego a esta puta casa no tengo ni qué tragar! —Ángel se separa de la mesa y avienta el plato al fregadero. —Es que los muchachos llegan con mucha hambre de la secundaria y ayer nomás me diste seis pesos —contesta Elvira alejándose de su marido. —Ven acá mosquita muerta. Me gustas mucho cuando pones tu cara de sufrida —la acorrala en un rincón. —Ven, qué rico culito tienes todavía después
de cuatro hijos, si nomás por eso te aguanto —Ángel le acaricia las piernas y le aprieta los senos con fuerza. —No por favor, me lastimas —dice ella, tratando de zafarse del aliento alcoholizado. —¿Para qué te haces la santita? Bien que te gustaba cuando éramos novios. ¿Qué ya no te acuerdas lo que hacíamos en la azotea de la casa de tu abuela? Ven acá, no te me vayas. —Vas a despertar a los muchachos Ángel. —Está bien, pa´ que aprendan cómo se debe tratar a las viejas y no se les salgan del huacal —le jala el vestido y lo rasga. Mete las manos debajo del fondo y busca la tela de los calzones con sus dedos mientras Elvira mueve las piernas como un pescado fuera del agua, forcejea y empuja a su marido con toda su fuerza sin conseguir ni una pizca de terreno. —Acuérdate que la doctora me dijo que teníamos que dejar pasar un tiempo para que me cure, por favor Ángel, déjame. Pero él ha dejado de escucharla, le descubre el pecho y la muerde, jala sus cabellos, entra en su cuerpo y hiere sin piedad sus entrañas hasta quedar satisfecho. —Pinche Elvira, todavía estás re buena —dice mientras se sube el pantalón, da media vuelta y descubre la caja en el suelo. —¿Y eso qué es? —No es nada Ángel —contesta Elvira dejándose resbalar por la pared hasta sentarse en el suelo. —¿No me digas que son tus cosas? ¿A poco pensabas dejarme, hija de la chingada? —Sólo pensé en irme unos días con mi mamá en lo que me curo. —Pues ahora sí te voy a dar algo de qué curarte. ¡Ven acá pinche vieja! Le avienta la caja al cuerpo haciendo volar por los aires lo que guardaba en su interior. Después le vacía la olla de los frijoles en la cabeza, la patea en la espalda y en el vientre varias veces, la levanta del piso moreteándole los brazos, la sacude, alza el puño derecho y escucha a sus hijos gritar. Entonces la suelta bruscamente y da un puñetazo a la pared, porque no quiere que ellos vean a su madre morir. —A ver, ahora sí, ¡hija de tu puta madre! ¡Lárgate con la vieja bruja y no vuelvas hasta que me pidas perdón de rodillas! ¿Entendistes? Y ustedes… —gri-
ta al señalar a los jóvenes —ni se les ocurra salir porque entonces sí van a rogar no haber nacido. Elvira puede ver que sus hijos se asoman desde el otro cuarto. Ella les hace señas de que metan la cabeza para que su padre no los lastime e intenta sonreírles. Ángel sale de la casa y azota la puerta dejando a su esposa tirada en el suelo en un charco turbio y oloroso. La mujer recoge la pintura de la Virgen que quedó empapada con el caldo, hace un esfuerzo para alcanzar el trapo de las tortillas que está en el fregadero y limpia con él los frijoles que están despintando el rostro de Nuestra Señora de Guadalupe. —¡Ay Virgencita chula!, te prometo que voy a dejarlo, nomás que me cure estas heridas. Yo le aguanto lo que sea, pero no le voy a perdonar lo que te hizo. ¿Tú qué culpa tienes?, mira nomás cómo te dejó… ¡Eso sí es pecado! Pobrecita de ti. A pesar de los intentos de la mujer por secarla, la imagen de la Guadalupana se desvanece en la tela. El aura junto con su rostro se escurren hasta llegar a las manos y deshacen la oración de la Virgen Morena hasta ensuciar de negro su hermoso manto lleno de estrellas. En unos minutos, de su colorido y preciado cuadro, sólo queda una mancha sin forma. —No llores madre mía, ya verás cómo te voy a arreglar todita —asegura Elvira besando el lienzo embarrado. —Allí por la Basílica seguro te dejan como nueva. No te preocupes por nada, porque te juro que ‘ora sí me voy Virgencita. Ahora sí... nomás que amanezca. ::.
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El manifestador Hugo Tapia
E
l día que nació mi hijo no estaba seguro de que juera el más feliz de mi vida. Aún recuerdo el ajetreo en la parcela entre la partera y mi suegra porque la criatura no quería salir y Prisciliana, mi esposa, ya estaba padeciendo los dolores. Amigas en la infancia, rivales en la juventud, no tenían calma. Cada vez que se encontraban empezaban a pelear hasta los puños por viejas querencias y favores no pagados. Otra vez ya estaban cacheteándose hasta que un grito de dolor de mi vieja las separó y les hizo recordar por qué estaban ahí, en medio de la parcela con el lodo hasta las rodillas. Las cosas de mujeres son cosas de mujeres, solo ellas saben cómo separarlo y se dispusieron a atenderla. Cleto, mi viejo amigo, no me dejó acercarme —“que las muchachas se encarguen”, decía— mientras me ayudaba a subir al manifestador. Es temporada de cosecha y no puedo abandonar mis deberes. En la madrugada le dije a Prisciliana que no viniera. Ya estaba bien panzona y ni podía cargar el arroz, que para qué iba. Ella me contestó que de todos modos la casa de la matrona le quedaba más cerca si iba a trabajar. Yo le dije que estaba loca, que era más terca que una mula, pero me dije para mí, “que estaba mejor”, así no tendríamos que pagar un carro a la casa de Toña, la partera. La noche anterior no me dejó dormir bien. Ya con la luna muy alta, la oía quejarse de dolores susurrantes, bajito como un jilguerito silbando en el monte, allá, lejos. Muy temprano se levantó a prepararme el desayuno y me dijo que su madre pensaba que sería niña, que por la forma de la panza y la luna llena. Le pregunté cómo sabía su madre que había luna llena el día que cogimos, si nosotros nos dimos cuenta porque se hizo un hoyo en el techo del jacal la noche anterior porque las lluvias estuvieron muy recias. —Cabrona, deja de estarle contando esas cosas a tu madre —repliqué. Al rato va a quererme poner un perservativo, ya vez que la vieja se cree doctora desde que va a las pláticas del centro de salud. Que por que ya son muchos chamacos, que la reproducción hace daño, si mírate, estás bien fuertota.
Pero no pasó de ahí. Vino la noche y luego levantarse temprano para el trabajo. —¿Órale, Primitivo te vas a subir o no? ¡Despierta! ¿Otra vez no dormites bien? Andas todo menso — me decía Cleto, regañándome. —Es que la Prisciliana otra vez hizo mucho ruido, giraba y giraba y no me dejó dormir. Cleto me sacudió la mano como pensando que estaba loco y se fue mientras me decía que regresaría cuando hubiera noticias del chamaco. Yo iba a empezar mi trabajo cuando me di cuenta de que no me amarré el látigo al cincho y tuve que bajar por él. Subirme nuevamente al manifestador me hace pensar lo importante que soy para el patrón y lo orgulloso que me hace sentir que todos le digan así. Un día en medio del campo estaba haciendo mi trabajo cuando llegó Don Roberto, el patrón , el mero mero, acompañado de una muchacha, con su pelo claro y brillante como el oro, con una cámara, un cuaderno, y unas bototas para el lodo —estos güeros nunca se ensucian ni un poquito, pensé— para que le explicara mi labor a la muchacha. Que para una revista, y que unas fotos y unos apuntes. Apenas entendí que tenía que contestar las preguntas que me hicieran. Pues caminamos hasta donde estaba mi puesto de trabajo. Apenas empezaba a subirme y la muchacha me preguntó cómo se llamaba aquella pequeña torre y qué eran las cuerdas amarradas tendidas como cables a la siguiente. Yo pensé en contestarle que pues se llamaban: torre y cuerdas, pero tenía miedo de que la señorita se ofendiera y me acusara con el patrón, de vez en cuando me da por hacer bromas a las personas, pero creo no me salen bien, porque siempre termino explicándoles lo que quise decirles. En fin, pues, tenía que pensar rápido, darles un nombre mientras subía los cuatro escalones y me acordé de la misa del domingo pasado, donde el padre platicó sobre los arreglos que tendrían que hacer en la iglesia a una parte del altar que se colocaba frente al retablo mayor para exponer la custodia con el santísimo. Inmediatamente relacioné todo, trepándome hasta mi posición de trabajo, señalé orgulloso. “Esta torre se llama mani-fes-ta-dor, apúntele bien”, le dije a la muchacha. 18
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Pensé que descubriría mi ocurrencia, pero no me dijo nada. Apuntó como apuntó mi nombre. Le expliqué que desde ahí se pueden ver llegar a los pájaros y espantarlos con el látigo, las sonajas que hay en las cuerdas hechas con latas y piedritas ahuyentan a los que están más lejos, le expliqué que si no se hace eso la cosecha se pierde. Y si se pierde se vienen los chingadazos con los comuneros porque todos trabajamos para el bien del pueblo y si no logramos los costales prometidos los patrones no pagan, si no hay dinero la mujer se enfurece y esa fiera reparte chanclazos a los chamacos y ni coger quieren. Al final del día creo que nos partimos la madre trabajando para no andárnosla partiendo en la casa. Si no, sería una madriza sin fin. ¿No cree, señorita? Nunca había sufrido el tiempo arriba de mi torre, hasta que empezó a sacar las fotos, que súbase que ahora bájese, que viendo al horizonte, que al cielo. Ya me había desesperado, pero aguantaba con el orgullo de saber que podía ponerles nombre a las cosas aparte de mis hijos. —Señorita, ¿sabe a qué otra cosa puede sacarle fotos? —dije. —¡Al hombre del arroz! —¿El hombre del arroz? —Sí, es el guardián de la montaña. Está en la falda del cerro, se puede ver desde aquí. ¿Nota su rostro en la ladera, con su piel de roca? Él vigila los campos y cuida a los hombres y mujeres que aquí trabajamos. Apenas se lo enseñé y se le pelaron los ojos como si hubiera visto un fantasma. Fue como una revelación. No podía creer que había pasado el tiempo tomando
fotos de la cosecha y de mi trabajo sin levantar la cámara para sorprenderse con el rostro en la roca, esculpido por la naturaleza, de un hombre recio, duro, de piel gruesa, quemada por el sol, y los granos de arroz que todos los días le rebotan en la cara. —Es fabuloso, dijo ella. Apenas estábamos terminando de contemplarlo cuando se oyó a lo lejos gritar a Cleto, —Primitivo, tu hijo, ¡pronto! La señorita preguntó qué pasaba y le expliqué que mi vieja estaba en el arrozal dando a luz a mi cuarto hijo. Apenas terminaba de decirle cuando ya había salido corriendo tras de Cleto hundiendo sus bototas en los surcos de lodo. Llegamos y la señorita se acercó preguntando si podría tomar algunas fotos, nadie le había respondido cuando ya estaba revolcándose para tener la mejor toma, llena de lodo, de los pies a la cabeza. Parecía carbonero. Su cámara emitía ruidos cada vez que sacaba una foto. Sólo se diferenciaba de los demás por los pequeños espacios que dejaban ver su pelo color oro. Prisciliana al centro con las piernas abiertas, mi suegra de un lado y la partera del otro gritando que pujara con fuerza. La señorita pidió que sonrieran viendo a la cámara. En ese instante, el chamaco salió expulsado cayendo directamente su cara contra el lodo, soltando un llanto estrepitoso. Nada ocurrió. La partera lo levantó, lo limpió y lo acercó a Prisciliana, mientras yo pensaba que así es como nacen los hombres y mujeres en el campo: con su primer chingadazo, el primero de muchos a lo largo de su vida, pero siempre protegidos por el hombre del arroz. ::.
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Fraseo
“La guerra no consiste sólo en la batalla sino en la voluntad de contender”. Thomas Hobbes
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Narrativa
El amigo imaginario Juan Bello
L
a misma plática de siempre, las historias típicas de secundaria que narrábamos como viejos: siempre la misma pero siempre diferente. Eran lejanas como si no hubieran sucedido nunca. Había pasado demasiado tiempo. Las repetíamos y repetíamos al compás de eructos y tragos de vinos siempre diferentes, gente diferente, escuchando rock progesivo que tanto nos gustaba. Tú sabes, cosas de niños que se quieren sentir hombres, ahora creo haber olvidado esas historias. Ahora solo estábamos el Five, Pagfina y yo. Unas horas antes, habíamos desertado de otra reunión mediocre, muy similar, porque también eran otros amigos de la secundaria, todavía más estúpidos. No pudimos aguantar su estática presencia y sátiras carentes de ingenio que aventaban hacia mí y hacia mi no muy agraciada novia, pura envidia, tú lo sabes. Si no hubiera ya terminado con el tequila ni hubiera surgido aquel carácter irascible que siempre me ha caracterizado cuando me empedo, no me hubieran dado ganas de arruinarle la noche al Caballo, el dueño de la casa donde estábamos. No debí haberle dicho al Five que mi casa estaba vacía. Mi plan era regresar no muy tarde y hacer el amor toda la noche con Pagfina. Ya sin poderme arrepentir, salimos muy indignados y rechazamos las ofertas que hizo el Caballo y el Gato de llevarnos a casa en su automóvil. Enfilamos valerosos por el solitario bulevar que nos llevaría directo a mi casa, Al voltear nos percatamos que alguien nos seguía en un carro. Era de quien habíamos huído. Pobre Caballo, siempre queriendo quedar bien con la gente exagerando su amabilidad. Seguramente se querían percatar de que llegáramos ilesos. Después de caminar unos 15 minutos, por fin arribamos al edificio. Feliz y a preparar todo para la fiesta: ceniceros, vino, música y a sentarse a esperar el amanecer. Nunca me di cuenta del plan que había formulado el Five con el Caballo y el Gato: el Five debía acompa-
ñarme caminando y, en el auto, Caballo y Gato nos escoltarían de lejos. Al llegar sanos y salvos, el Five regresaría con ellos. Ja! Y yo sin darme cuenta que era yo el que sobraba. El Five, melómano, al descubrir la gama de música programada para la velada y anclado por lo que le producía aquella perfecta música de Zappa y New Trolls, lógicamente decidió hacerlos esperar un poco. Se asomó a la ventana y les dijo que se quedaba, el Caballo esperó un poco más para ver si se arrepentiría, tocó el claxón algunas veces, y terminó por largarse. ¡Lástima! Debió haberse ido. Terminada la misma plática imbécil, busqué algo más de tomar y sólo encontré las sobras de la cena de Navidad: un vino tinto y anís, éste último, regalo del mismo Five, un recuerdo de su viaje a Cancún. Seguro aprendió a que nunca debió regalarme nada. Para entonces ya ni siquiera articulábamos palabras. Pagfina, evidentemente aburrida por el ambiente y los personajes alcoholizados, optó por dormirse en el sillón. Five no podía más, cada trago que le daba, se convertía en espasmo y vómito, pero le eché porras y siguió bebiendo. Poco después tenía hambre y decidimos preparar algo. Revisamos el refrigerador e hicimos un collage de comida: costillas de res, queso amarillo y blanco, jamón y hasta fresas. Traté de esconder lo más caro (como las fresas) pero él no me hacía caso y lo retomaba. Era muy cómico cocinando, a la vez parecía un chef muy serio y al mismo tiempo su cara medio paralizada por la ebriedad. Pagfina y yo lo veíamos y nos cagábamos de risa. Terminado su experimento gourmet, los sirvió en tortillas mal calentadas. Curiosos, Pagfina y yo lo probamos, no sabía nada mal, aunque las fresas no se podían retener en un taco, así que las apañábamos a modo de chiles cuaresmeños. Five, feliz, poniendo cintas y ordenado la siguiente tanda de música: King Crimson, Van der Graff, Il balleto de Bronzo, David Bowie... Yo ya ni lo dis23
arteficio —Ag,ag,ag,aghh… —era lo único que decía después de tremendas patadas en el estómago y costillas. —Estás loco Juan, deja eso —decía Pagfina, alarmada por la fusca. —¡Me quieren ganar! ¿Qué quieres qué haga? Five, levántate, wey! —llamaba a mi amigo y le daba más patadas. —Mmmh, ah, auch, aghh! —seguía balbuciendo después de la discreta paliza que le daba. El arbolito continuaba encendido, era artificial y pequeño, realmente mal adornado, situado a la cabeza de Five, como velando su borrachera, pero le estorbaba porque algunas ramas le picaban los brazos o la cabeza y a veces trataba de evitarlo, pero al moverse, tambaleaba al pinche arbolillo. —Cuidado con el arbolito, Five —volví a advertirle. Al ver a Pagfina y al no poder seguir descargando mi rabia en las costillas de Five, descargué ataques verbales contra ella. —¡Vieja puta! ¡Vete a la chingada! —y se fue. Quería ir tras ella pero no tenía fuerzas. Repentínamente, Five se despertó y casi tiró el arbolito. —¡Cuidado con el arbolito! Sorprendentemente, tomó el arbolito de su tronco, lo alzó y lo azotó contra la pared. Destruyó esferas y el mísero adorno de la Navidad quedó peor de lo que era. Creo que las esferas rojas rotas le venían mejor, y más chueco que de costumbre. Además, ya había pasado Navidad. El rostro de Five se transformó en una actitud de “¡qué pedo!” y se me lanzó en un abrazo no sé si de felicitaciones o agresivo. Me deshice fácilmente de su ataque y lo hinqué en el piso, innecesariamente, corté cartucho y le apunté a la cabeza, pronto empezó un ataque verbal en el cuál decía que lo matara y me retaba a disparar. Terminó por fastidiarme y decidí dormirlo. —Mátame, ¡aquí! —y se señalaba la sien. —¡Jálale cabrón, órale! —comenzó a llorar. No soporté más a sus súplicas y a su actitud retadora. Yo era el que tenía la pistola. Pensé que sería bueno desmayarlo un rato y dejé caer lentamente la cacha de la Colt, intentando que no le doliera mucho. Creo que no le dolió. Pronto escurría sangre como un deslave por toda su inocente cabeza. Alguien llamó a la puerta. Era Pagfina. Abrí y entró como si supiera que había pasado algo. —¡No mames! ¿Qué hiciste! —espantada y a la vez decepcionada de haberse perdido la acción.
frutaba en aquel estado en el que me encontraba. Se terminó el anís y siguió el vino tinto. También terminamos la botella. Me dio calor y me quité la chamarra de borrega. —¿Quién está ahí? —dijo Five al ver la chamarra que estaba enroscada en un sillón pequeño. —¿Quién está ahí? —insistió Five. Y al no tener respuesta, lanzó en un súper ataque a su enemigo imaginario, Five feroz, una y otra vez, hasta asegurarse de dejar yerto a su enemigo. Y yo encantado con la escena. Pagfina andaba un poco asustada y con una inevitable sonrisa que no podía esconder en aquella enorme boca de payaso. Aceptando que estábamos muy ebrios, decidí mandar a Pagfina a dormir y a Five lo recosté en el sillón. –—Ten cuidado con el arbolito de Navidad ¿eh? —le advertí a Five antes de irme a dormir. Me recosté en la cama de mis padres. Estaba tan ebrio que la mujer a mi lado no me causaba ningún placer, me jalaba hacia ella tal vez por el frío y el deseo. Me estaba fastidiando. Tal vez me poseyó el “espíritu amoroso” de mis padres. —Déjame ya —le decía suavemente al principio, pero ella insistía. —¡Deja de estar chingando! —No seas así, ¿por qué? —replicaba Pagfina tiernamente aunque yo no lo mereciera. Error de mujer que ama demasiado o no tiene a dónde ir. —¡Porque eres una puta! ¡Vete a la verga! Me levanté de la cama decidido a seguir bebiendo. Eran como las cinco de la mañana. Fui a la sala y el Five estaba mejor que despierto, las lucecitas del arbolito de Navidad le hacían verse como un niño feliz esperando sus regalos. Intenté despertarlo pero fue vano, pateé sus costillas y sólo gimió. —¡Puto! —le escupí en plena cara y regresé a la cama donde aún estaba Pagfina muy dormida. Encabronadísimo, lo mejor que pude hacer fue dormir. Ya de mañana, recibí una llamada telefónica de un carpintero que llevaría un mueble. Noté cierto tono de malicia en la voz del hombre porque decía que iba a ser más del dinero acordado. Colgué y fui a sacar el arma de mi padre guardada en su buró, era una Colt 38. Ya con valor, con el arma en el cinto, esperaba el mueble y esperaba el menor titubeo para descargarla en quién quisiera pasarse de listo, según mi paranoia alcohólica. Intenté otra vez despertar al Five, otra vez pateando sus costillas, esta vez con mis botas puestas. 24
arteficio Five acusándose y llorando, regaba su sangre por piso, sillones y paredes. —Ya me dio en la madre, me desmadró. Cuando se levantó del suelo, me recordó una muy mala película de terror, como un muerto viviente, su cara sin herida alguna estaba bañada en sangre y ésta se estancaba en sus clavículas. Caminaba por todos lados tratando de parar la sangre y cerrar la herida con sus dedos. Como no podía tenerse en pie mucho tiempo por la borrachera y el golpe, se sujetaba de las paredes recién pintadas de blanco, dejando sus dedos marcados como rastro de presa herida. Estaba tan confundido que en verdad pensaba que lo había plomeado. —¡Este güey me balaceo, me dio un tiro, ya remátame! —me decía retándome una vez más. —No mames, nada más te di un madrazo. —¿Sí, Pagfina? —Sí, no tienes nada. Y yo, preocupándome de que ya no regara más su sangre en mi casa, lo llevé a la regadera. Todo parecía un matadero, como si hubieran destazado a una res. Por donde pisaras había sangre chiclosa que se te pegaban en los zapatos. Las esferas rotas y rojas, los sillones rojos, las paredes rojas. Lo desnudé y metí debajo del chorro de agua. Tú sabes, la curiosidad de ver su pene después de aquel susto. Me dio asco. Creo que Pagfina sí lo vio mejor y me puse más celoso de lo que ya estaba. Se enjuagó lo mejor que pudo y guardé su ropa de atropellado, para vestirlo. Le di un pants morado que ya no usaba y le calcé mis Converse. Marqué al Caballo, todavía dormía; le pedí que nos llevara al hospital, pero se iba a tardar un poco, tenía que bañarse y desayunar. Y lo esperamos a que se bañara y desayunara. Así son los amigos. Five ya más consciente por el baño entendió que no tenía ninguna bala en su cráneo. —Ahorita llevo a que te cosan. Me siento bien mal cabrón —le dije para que ya no se preocupara. —No hay pedo güey —me contestó Five, haciendo gala de su comprensión. Llegó Caballo y nos fuimos al hospital más cercano que estaba por Indios Verdes y Lindavista. Solicitamos urgencias y rápido pasó Five, mientras yo, acompañándolo. Se recostó y saludaba a los médicos que lo atendían. —Buenos días, feliz Navidad y próspero Año Nuevo —gritaba a su paso y yo pensando en el grotesco
saludo de aquel pobre amigo. Salí del consultorio, el Caballo y Pagfina estaban nerviosos. —Y tú qué haces aquí? Ándale vete —le dije a Pagfina y no me contestó, se dio vuelta, se sentó en una butaca a esperar. Esperamos poco tiempo, pagué y vimos aparecer sumamente contento a Five, se despidió de todo el personal del hospital, con la misma felicitación con la que había llegado. —Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo —decía a quién pasaba por su camino. —Ya no mames! ¡Ya cállate! Ya pasó Navidad —le corregía pero ya era demasiado tarde porque el policía de la entrada se despidió de nosotros de la misma forma y ni modo de no contestarle. —Duele un chingo —decía Five y Pagfina venía consintiéndolo con palabras. ¡Pinche vieja! Al llegar a casa, Pagfina limpió un poco para hacerse más la mártir y poco después se fue, silenciosa. El Caballo llevó a su casa al herido para que durmiera y descansara, porque en cualquier momento llegaría mi madre. No me dio tiempo ni de la cruda, tenía que empezar a limpiar. Tallé las paredes, barrí esferas rotas y rojas, intenté lavar la tela de los sillones, pero fue mejor voltear las fundas. Lavé los trastes y encontré aún algunas fresas que dieron sabor al platillo de Five y las tragué. Llegó la familia ya noche y todo lucía normal. Al otro día que trapeó mi madre encontró sangre salpicada en la cortina y me preguntó que qué era aquello. Me hice el desentendido. Después en los surcos de las lozas del baño encontró charquitos de sangre y también halló la playera de Five manchada de sangre y luego más sangre por todos lados. —¡Oye! ¿Pues a quién mataste, cabrón? —me preguntó asombrada, esperando la respuesta para saber si espantarse y gritar. —A la Navidad —contesté. Cerré la puerta y salí de casa con una sonrisa de idiota. Iba a ir a buscar a Pagfina, seguro de que me iba a perdonar mis ofensas. Con Five ya no había nada qué intentar. ::.
arteficio
Venganza Gretta Penélope
V
ivir con el hocico ensangrentado es cosa fácil cuando uno le agarra cariño a la venganza y a la vida pendenciera. —De todas mis hijas, tú eres la más violenta — sentenció mi madre. Así marcó mi frente. Poco importaron las palizas de mis primeros dueños y la violencia de los desconocidos en las calles. Siempre actué en defensa propia, pero para mamá yo soy violenta. Ni modo, hay que cargar con esa cruz. A media noche me gusta escarbar un hoyo para huir y merodear por el vecindario. En la calle Francisco Villa están los mismos de siempre con sus mismas caras de fastidio. Por lo general somos tranquilos, pero luego, no sé, se nos barre una teja, se nos desconectan los cables, o simplemente, se nos mete el diablo y nos enfrascamos en gresca. Nos tiramos al suelo y rodamos de un lado al otro. Gana el que muerda más fuerte. Una vez se me trabó la quijada, ya me dolían los chingados colmillos del esfuerzo, pero nomás no podía soltar del cuello a ese maldito pitbull. Lo tuve prensado a mi mandíbula hasta que llegó el dueño de la panadería y con un palo de escoba me dio en el lomo hasta que el madero se rompió. El alarido me hizo soltarlo. Salí arrastrándome. Tuve suerte de no morir. A ese humano le gusta pegar. La
misma suerte corren los niños que con el balón golpean su pared, que los pobres borrachos que tienen el mal tino de quedarse dormidos frente a su negocio. Con rabia sale y jalonea orejas, avienta agua helada y corre a patadas a los ebrios. Nosotros lo odiamos y ya va siendo hora de darle una lección. La única vez que me ausenté de las calles por un largo periodo fue por aquella paliza. Con un gran esfuerzo me arrastré hasta la puerta de mi hogar y un vecino tuvo a bien tocar el timbre. Mí nueva ama salió, gritó y lloró. Siempre llora. Lloró cuando llegué con la cola agujereada por una pela, lloró cuando mi ojo quedó cerrado por caerme al intentar apresar un pájaro. Sus lágrimas y sus mocos gotean mi cabeza. Con aprensión preguntó por qué le hacía eso, por qué no me quedaba en casa si allí había comida y amor. Ojalá pudiera tranquilizarla y decirle: “porque soy violenta, eso me dijo mi madre”. Mi ama me llevó al veterinario. Me pusieron un líquido frío en una pata y me quedé media turulata. Con los ojos entrecerrados miré mi cuerpo debajo de un aparato que hacia un ruido infernal. No podía moverme, luego me quedé dormida y cuando desperté estaba en casa y recostada sobre la cama del hijo de mi ama. Seguramente algo grave me sucedía para que me dejan dormir encima de una cama. 26
Narrativa “Corriste con suerte”, exclamó el chico y me acarició el pecho. Yo dormí mucho y durante muchos días. Pero cuando sentí que mis patas traseras ya no dolían al bajar del colchón, lo primero que hice fue volverme a fugar. Ese condenado panadero me las pagaría. Empecé a vigilarlo. Antes de salir el sol, él ya levantaba la cortina de su negocio y allí se encerraba largo rato. Cuando las madres de los niños regresaban de llevarlos a la escuela, el panadero ya tenía abierto el local. Cuántas veces me arrojó cloro nomás por olisquear el dulce aroma que recorre su negocio. Motivos me sobran para querer morderle una pata. Al medio día monta su bicicleta y con una enorme canasta llena de bolillos pedalea hasta el puesto de tortas que está como a un kilometro de distancia. Me gusta corretearlo cuando sube a su bici. Él cree que voy a morderlo, pero sólo quiero chingarlo. Le ladro un par de cuadras hasta que logro hacer que la canasta se venga abajo y los panes se esparzan por todo el asfalto. Es hermoso ver cómo salen perros y aves de todos lados para robarse una pieza. Sólo los pobres idiotas que son paseados con correa se pierden el festín. Yo no agarro ningún pan, debo escaparme antes de sentir su asqueroso pie patearme el abdomen. Sin embargo, me quedo escondido detrás de un árbol mirando triunfal la escena. El muy sinvergüenza nunca tira los bolillos llenos de polvo y lamidos, los vuelve a colocar en la canasta y continúa su ruta. Después de la entrega se encierra a hacer más pan. Una muchachita de ojos rasgados, a quien el viejo panadero llama “india”, es la que atiende la venta. Cada tanto, la criatura nos pone agua en una jícara y tortillas en trozos y los deposita a los pies de un arbusto. Mis compas callejeros se dan gran comilona. Por eso la escolto, sin que ella se dé cuenta, hasta la otra colonia. Donde ella vive hay mucha gente, pájaros en jaula, gatos en los patios y también muchos perros hambrientos. Vecindad, le llaman. Cuando la luna aún no está muy alta, el panadero cierra su local y se dirige a su casa. Siempre sale con el cabello blanquecino y caminando en zig-zag. Yo creo que ése es el momento ideal para atacarlo. Pedalea despacio y avanza como culebrita. La idea del ataque me pone nerviosa. Paso varios días en casa. Mi ama celebra mi estancia. Me dejo querer, incluso, he permitido un estúpido pañuelo rosa alrededor de mi cuello. Si me llegara a morir, ella se pondría muy triste. La primera vez que me
fugué fue como al medio año de mi adopción. La adopción se dio en circunstancias muy tristes. La familia donde vivía me echó a la calle a patadas, tenía la piel repleta de sarna y el pelo se había desprendido de una buena parte de mi cuerpo. Llovía a cantaros. Tenía hambre y frío. Nunca como esa noche tuve deseos de morir. De pronto, un auto se estacionó frente a mí, se abrió la puerta, era ella y el niño pequeño. No me alcanzan las pulgas para agradecerles lo que han hecho por mí. Poco a poco ellos se han ido acostumbrando a mis ausencias. Yo celebro esa libertad que me dan. Amanecí inquieta, es señal de que esta noche será el ataque. Después de la comida escarbo un nuevo hoyo y escapo. Paso la tarde patrullando las esquinas. Nada ha cambiado. Les cuento mi plan a todos los perros que han sufrido palizas del pandero. Me muestran sus colmillos. Vendrán conmigo. Antes de que el hombre salga del negocio, nos hemos apostado en el lote baldío cercano a su panadería. El viejo borracho, que según cuida el predio, se quedó dormido en el sofá con la colilla del cigarro en la mano. Entre la yerba crecida nos agazapamos, el viento nos dirá cuando él pase por allí. Los pájaros han volado a las ramas altas y el cielo se ha llenado de estrellas. La gente que vuelve de sus trabajos se cruzaba la esquina al vernos. Nos tienen miedo, pero ellos no saben que nosotros les tememos más. De pronto, el perro tuerto ha levantado el cuello, olisquea, gruñe. Es él. La idea es cercarlo, derribarlo de la bicicleta y atacarlo sin piedad. “A mí me dejan la cara”, ordené. Nadie se atrevió a desafiar mi petición. Los focos de las casuchas apenas delatan su figura al avanzar despacio. La bicicleta rechina. Tres colegas corren detrás de él. No atacan. Su función es lograr que el hombre se descontrole y pierda el equilibrio. A los pocos metros lo logran. Su cuerpo yace en el asfalto. Balbucea maldiciones, jura que al siguiente día nos va a matar a balazos, pero él es nuestro, no sabe que ya no tendrá otro amanecer. El segundo grupo salta sobre él. Uno muerde un pie, otro desgarra la camiseta. Y yo, desde el toldo de un destartalado Oldsmobile espero mi turno. Doy la orden para que lo arrastren debajo de la única farola que alumbra la calle. Quiero que me vea, quiero que me reconozca antes de que su grasienta cara desaparezca dentro de mi hocico. ::. 27
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Narrativa
Ecos de la tarde Manuel Hernández Borbolla
C
esó el ruido de la metralla, pero en su corazón todavía resonaban los gritos, la ira, todo el horror de la guerra. Aquellos fantasmas que no se van nunca. Miró a su hija correr en medio de la campiña. Era una dorada tarde, apacible, junto al río. Se preguntó si alguna vez dejaría de oír en su cabeza los ecos de la batalla, si algún día podría perdonarse a sí misma por seguir viva. Todavía recordaba los cuerpos cercenados, los rostros llenos de dolor. Lorena se miró las manos y apenas pudo reconocerlas. Sonrió ligeramente mientras el viento llevaba el suave aroma del campo, a girasoles, un aire de flores otoñales y tristes, como la zozobra. Miró a la bebé mientras su hija más grande saludaba desde lejos. Se le humedecieron de pronto los ojos. Supo que no habría escapatoria para toda la pena, todos los muertos que tuvo que soportar y cargar durante años, tanta jodida miseria. Pero ahí estaba, viva, viendo a sus hijas crecer. Se preguntó si algún día podría volver a amar, si en realidad sería capaz de volver a sentir alguna otra emoción, más allá de la rutinaria congoja que le traía consigo mirarse al espejo cada mañana, con los ojos vacíos, como tratando de reconocerse a sí misma en medio de una jauría de gritos disfrazados de aparente calma. A veces incluso se preguntaba si no estaría muerta, purgando condena en el limbo, ese recóndito lugar escondido entre la sangre y la nada. Recordó aquellos ríos de cadáveres pudriéndose en las calles. Recordó el frío y el hambre. ¿Es esto lo que queda después de la tormenta? Apenas un viento helado que se filtra en el sueño, como un negro presagio, una sombra vagando en la levedad del aire. ¿Cómo soportar todo aquello sin volverse un ente lejano, un autómata que repite incansablemente la misma rutina de siempre para no derrumbarse cada vez que toma el cuchillo para partir por la mitad las verduras a la hora de la cena? ¿Qué era aquella extraña sensación de irse apagando por dentro? Miró a través de la ventana de la cocina. Los gorriones cantaban una canción en la soledad de los
árboles secos. Suspiró profundamente y sintió que el alma se evaporaba en su dolorido aliento. Las niñas llegaron de la escuela y la abrazaron, como todos los días. Traían algunos dibujos que habían hecho en las horas de clase. Lorena miró un paisaje soleado, dibujado con crayones en un blanco pedazo de papel. Ahí estaban todos: papá, mamá, la hermana, la perra. Todos tan sonrientes que por un momento le pareció que se trataba de un sueño, un espejismo, el velo de la esa otra vida que le había nublado la vista y el corazón. “Te quiero mucho mami”, dijo la más pequeña de sus niñas y le dio un abrazo, como si intuyera que su madre estaba triste. Lorena quiso alegrarse pero no pudo. Se sintió miserable de no poderle devolver un poco de cariño a la pequeña. Besó la mejilla de la chiquita y se quedó ahí, viéndolas jugar. Sintió un poco de comezón en el corazón. Después de todo, la vida podía ser también otra cosa además de la guerra. Un poco de fuego y calor para el alma, en medio de esa fría y oscura noche que a veces suele ser la memoria. Por unos instantes, pareció salir del letargo. Salió de la cocina y se recostó sobre el pórtico, para contemplar el jardín. El viento le acariciaba los vellos del brazo. Hacía tanto tiempo que no sentía su propio cuerpo. Se acercó Pancha, la perra, y le lamió el cuello. Le dio unas breves palmadas en la cabeza y permanecieron en silencio durante algunos minutos. Las niñas salieron al patio para mirar la puesta de sol junto a su madre. Una brisa ligera aromó la tarde con la melancolía secreta de las flores. ::.
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El arte
combatiente de
Gian Galang
arteficio Javier Marín
La ciudad de los pilares J. Omar Gómez González I
nado en la acera de enfrente, vigilante. No soy un prisionero, puedo salir y viajar libremente por toda Gran Bretaña. Sin embargo he sufrido el continuo acoso de la gente por un largo año, la prensa y del mismo Scotland Yard, por el caso de la desaparición de mis compañeros en la expedición a tierras arábigas. Saben que miento, los ojos y el recuerdo me delatan, pero no tienen pruebas… aún. ¡No! Decir la verdad no puedo hacerlo. Probablemente me creería un desequilibrado mental. Prefiero mil veces que crean que soy un asesino, un hombre que exterminó a su equipo de exploradores en las ardientes dunas del desierto por ambición o riquezas, antes que contar la horrible verdad. Por eso estoy solo, encerrado en mi biblioteca, escribiendo este diario que cuenta lo que realmente pasó, aunque el simple hecho de hacerlo ya representa en mí un agobiante tormento que solo la muerte, la real, pueda calmar. Solo entonces estas líneas ve-
“La muerte es misericordia, ya que de ella no hay
retorno; pero para aquel que regresa de las cámaras más profundas de la noche, extraviado y consciente, no vuelve a haber paz. (H.P. Lovecraft)
LONDRES, 1923.
M
i nombre es R. Ashcroft y soy un explorador maldito. Al menos eso es lo que grita la gente que, asiduamente se detiene frente a las rejas de mi mansión, en el barrio de Kensington, centro de Londres. Poco o nada salgo de ella. Las provisiones y suministros me son comprados por un empleado ocasional al que pago unas cuantas libras. Un coche de policía frecuentemente se ve estacio38
arteficio rán la luz y se sabrá, sin mencionar el lugar exacto, los hechos como verdaderamente sucedieron. Lo correcto es que inicie mi relato por el principio. Solo dos semanas después de mi fallido intento por convencer a la Royal Society en patrocinarme una expedición al Círculo Polar Ártico para alcanzar, por primera vez, el polo norte geográfico. Me había pasado los días bebiendo, lamentando mi poca fortuna, hundido y amargado. Por la tarde de aquel día, cuando los últimos rayos de sol arañaban ya el tenue velo de los altos cirrostratos, dando un tono rojizo al cielo, mi arrendataria, la señora Letterman, a la que guardo un gran afecto, entró en el cuarto sin apenas avisar. Tras una mueca de asco al ver el lamentable aspecto que representaba mi departamento, ubicado en la tercera planta de Tooley Street en el centro de Londres, se llevó una mano al rostro mientras gruñía. —¿Qué es ese maldito olor picante? —¡Hey Mrs. Letterman, gusto en verla! Tómese un trago conmigo. —¿Qué es ese maldito olor? —repitió enojada la mujer, con los brazos cruzados. —Alumbre y algunas enzimas experimentales. Las estoy utilizado en mis trabajos de Taxidermia. Me encuentro perfeccionando una técnica que ayudará a que la piel del animal mantenga una textura. —Tiene visitas Mr. Ashcroft —cortó secamente la mujer. —¿Quién? —Su único amigo. Lord Herwood está aquí. —¿Herwood? ¡Ese cabrón! Dígale que no estoy, que me he largado de la ciudad. —No puedo hacer eso Mr. Ashcroft, el señor Herwood, que si es una persona respetable ha subido conmigo —dijo la mujer mientras hacía a un lado su gruesa figura, alejándose de la puerta. En el marco apareció un hombre alto y de complexión fornida, cuya edad rondaría los cuarenta años. Una cabellera larga y rubia le caía en cascada hasta los hombros. Sus ojos eran de un azul pálido y sus facciones delicadas. Estaba sonriendo. Vestía una impecable levita negra que le llegaba a la rodilla; pantalones rectos, no demasiado ajustados y una camisa blanca. Llevaba un fino maletín de piel color caoba en la mano. —¡Herwood! Amigo, que te trae por esta tu humilde casa. Tú sí que aceptaras un trago ¿verdad? —¡Claro! pero al parecer has terminado con las reservas. Gracias a Dios que he traído esta botella
de port tinto, gran reserva, de finales del siglo XIX. Gracias Miss Letterman, yo me hago cargo ahora. La señora Letterman soltó un bufido y salió, cerrando la puerta. —¿Cómo te ha ido en la Royal Society? —murmuró Herwood mientras servía en una copa aflautada una buena porción de oporto. —Dudo mucho que no sepas lo sucedido en la Academia. Todo mundo, de Londres a Coventry sabe la respuesta. La junta directiva, con el propio Charles Sherrington a la cabeza se han decantado por la excavación en Egipto de Howard Carter y su mecenas Lord Carnarvon. A mí, en cambio, me han mandado al diablo. —¡Si, tienes razón! lo he leído en The Manchester Guardian. Nadia apostó una sola libra en ti. No me extraña, con lo sucedido en la expedición a Libia. ¿Fue en el 17? —En 1918. ¿Y cómo iba yo a saber de qué la expedición sufriría un ataque por parte de mercenarios sanusíes? —Quizá nada, pero la expedición estaba a tu cargo y hubo varios muertos. —A eso has venido… a burlarte de mí. Déjame complacerte aún más. Puse en la mesa las últimas libras de la familia para que la Royal Society, sí, la gran Real Sociedad de Londres auspiciara la expedición que yo propuse. ¿Y qué han hecho? Me han dado la espalda por la maldita excavación que Howard Carter lleva a cabo desde hace años en el Valle de los Reyes. Ahora lo he perdido ya todo, Herwood, primero ella decide marcharse, luego mi familia, mi fortuna, la expedición… todo… incluida mi colección de botellas. —Bueno —Herwood se sentó, tomando mi mano entre las suyas. —Me tienes a mí… tu amigo que te ama. —Vaya consuelo. ¡Aparta tu zarpa, no soy un affeminate! Mi amigo no se ofendió. En una sociedad machista, homofóbica e ignorante de principios de siglo XX eran recurrentes los tratos desagradables y crueles. Solíamos hablar a menudo del tema Herwood y yo acerca de la homosexualidad a lo largo de la historia, desde los griegos y romanos hasta el escándalo de Oscar Wilde, las causas u orígenes de la atracción hacia las personas de un mismo sexo, esa atracción tanto sexual como emocionalmente, así como las innumerables represalias de la Santa Inquisición contra homosexuales por lo que ellos llamaban pe39
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cado nefando. —Disculpa, no fue mi intención ofenderte —dije avergonzado —Olvídalo y dime. ¿Qué sabes de la ciudad de Irem? —¿Irem? —Sí, hombre. ¡Irem! También la han llamado Iram o Ubar, “La Ciudad de los Pilares”. —Pues nada… o todo. Es un viejo cuento para los exploradores. Jamás ha existido. —Debes tener algo mejor que eso aun tratándose de que sea un simple cuento ¿Qué más? —Bueno… se trata de una ciudad onírica, fantástica. Quizá anterior a las pirámides de Giza. Algunos autores de dudosa reputación y alarmistas la ubican en el sur de la península arábiga. Se dice que no ha sido visitada en más de 1200 años. —¿1200 años? —preguntó Herwood. —No puede pasar desapercibida toda una ciudad. —Es un lugar inhóspito, uno de los desiertos con dunas de arena más grandes de la tierra. Las temperaturas alcanzan los 50 grados centígrados en el día y las noches bien pueden bajar hasta los 10 grados bajo cero. Los últimos en llegar a ella, se dice, fueron unos beduinos yemeníes que enloquecieron al
poco tiempo, quizá debido a la insolación, aunque eso resulta dudoso, ya que ellos recorren en caravanas todo el desierto. Murieron poco después. Todos salvo uno, que destinó el resto de sus días a recopilar y escribir cosas referentes a seres y dioses primordiales, a regiones estelares, a ciudades y continentes ficticios como Sarnath “la predestinada”, Leng, Mu, Hiperbórea… qué se yo. ¿Por qué hablamos de esta mierda? Herwood extendió una sonrisa parecida a la de un lobo ante un rebaño indefenso. Luego dijo. —Porque amigo mío… tú tendrás tu expedición, no la que proponías a la Royal Society. Iremos en busca de la vieja Irem, ganándole la gloria a Carter. “Oh, mierda, ten cuidado, este tipo se ha vuelto loco”, pensé. Herwood se acercó la botella, sirviéndose una buena dosis de vino, luego abrió su maletín, desenrollando un viejo papiro amarillento que extendió en la mesa. A la luz de la bombilla eléctrica, el antiguo rollo reveló un mapa de trazados antiquísimos, con una gran cantidad de garabatos cuneiformes. —El mapa nos da la localización de la ciudad, situada efectivamente en Arabia, aunque por aquellos años es probable que estuviese bajo el mandato egip40
Narrativa cio. Decidí seguir el juego, creyendo que mi amigo se había vuelto completamente loco. —Te das cuenta de que una empresa de estas magnitudes representa un gasto exorbitante en transporte, provisiones, armas, equipo, permisos, horas de planeación, sin contar el conseguir hombres fieles y comprometidos a una empresa tan arriesgada. —Los gastos y planeaciones los he iniciado ya hace dos semanas, tras enterarme de que te encontrabas libre de compromisos. Andrews, que tú bien conoces, se encuentra en la India, cerca de Mumbai y me ha prometido reunirse con nosotros en Suez con al menos ocho hombres de su plena confianza. Howard Lewis es profesor de Ciencias en el Victoria University of Manchester, pero este semestre apenas tendrá clases y se ha unido al grupo. Desde New York llegan dos antiguos amigos de mis viajes por Norteamérica, Carlos Maytorena y Julián Baltazar, ambos mexicanos, fuertes, bragados y con un alto honor. Respondería por ellos. Vi el rostro firme y decidido de mi amigo, lleno de optimismo. Sin embargo era preciso demostrar la veracidad de sus palabras. —¿Cómo has conseguido el financiamiento? — pregunté ansioso. —De mi mansión en Devonshire. La he vendido. —¿Qué? —grité, reafirmando que Herwood, efectivamente, había enloquecido. —En qué demonios pensabas ¿A quién has vendido? —A una inmobiliaria. Han pagado al contado aprovechando el sustancial descuento que he ofrecido. No importará si damos con la rica ciudad de Irem. —Esto es locura amigo, pretendes que busquemos una ciudad imaginaria, sin mencionar las terribles vicisitudes a las que catorce hombres se expondrán. —Quince, Masón se ha apuntado también. —¡MASÓN!, ese viejo chivo —grité, abriendo mucho los ojos, incorporándome de un salto. —Y un gran experto en lenguas semíticas. Nos vendrá bien su ayuda. —Tendremos que arrastrarlo por medio desierto, es un maldito borracho. —¿Quién de nosotros no lo es? —respondió Herwood levantando su copa. Me dejé caer sobre el viejo sillón verde, incapaz de creer una palabra más de lo que mi amigo contaba. Se hizo un espeso silencio. Tras un largo rato lo miré detenidamente.
—Parece que lo tienes muy bien preparado. —De alguna forma, así es, el mapa y otros documentos llevan en mi familia por al menos cincuenta años. Mi abuelo, al morir hace poco más de dos años me ha dejado en su testamento su casa en Manchester, al igual que un montón de viejos trastes y libros enmohecidos por el tiempo. La casa es una mierda, debo confesarlo, apenas y se sostiene, y, dudo que alguien cuerdo la compre… aunque se encuentra en buen lugar, quizá pueda venderla después como terreno. Pero fue bajo los montones de estantes polvorientos en donde encontré el mapa y montones de libros extraños y antiguos. —¡Aja! ¿Cómo cuáles? —pregunté, sintiendo que un frio salido de la nada comenzaba a flotar por toda la habitación. —El Malleus Maleficarum de los inquisidores alemanes Kramer y Spregen, el abominable Unaussprechlichen Kulten de Von Junzt, el blasfemo Daemonolatreía de Remigius, publicado en Lyon en el año de 1595 o el Saducismus Triumphantus de Joseph Glanvil, edición de 1681. —Muy raros en verdad, quedan pocas copias – dije, ya que me consideraba un bibliófilo especializado. —Descontando al “martillo de las brujas”, que incluso tuvo la aprobación de su santidad, el papa Inocencio VIII, el resto bien puede hacer las delicias del Index Librorum Prohibitorum (Índice de Libros Prohibidos) del Vaticano, en especial el Cultos Indescriptibles de Von junzt. —Totalmente de acuerdo, pero hubo algo más… ¡mira! —dijo mientras de su maletín extrajo un viejo libro de hojas amarillentas. No llevaba título alguno en la portada. —¡Vaya, vaya! —murmuré sorprendido. —Con solo verlo puedo afirmar que se trata de un libro muy raro y valioso, al igual que… censurable. —¿Cómo lo sabes?, ni siquiera has visto el nombre. —Mira la tapa, está elaborada con una vieja técnica llamada Bibliopegía. Muy pocos pueden distinguirla. —Bibli…o… ¿qué diablos es eso? —Bibliopegia, también llamada “encuadernación antropodermica”, es decir, las tapas están forradas con piel de seres humanos. —¡Oh mierda! —aulló, perdiendo su acostumbrada finura. —Me estás diciendo que llevo cargando piel humana en mi maletín victoriano. Esto es inconcebible. 41
arteficio Pero yo no lo escuchaba, acababa de dar vuelta a la tapa y leía asombrado el nombre del libro: Manuscritos Pnakóticos —¡Vaya, vaya, vaya! Un auténtico grimorio del siglo XV, traducción inglesa… —Exacto —volvió a atacar Herwood, ya recuperado, apuntando al libro, con una mueca de asco. —Y adivina, menciona a la olvidada Irem como una ciudad muy bella y rica que existió en verdad en las viejas arenas del Egipto prefaraónico, mucho antes de que se construyera la gran pirámide y la primera piedra fuera puesta en la mítica Babilonia. Habitada por seres prehumanos, quizá enriquecidos por el comercio. La maldita expedición de Carter podrá encontrar algunas cuantas cámaras o alguna momia infecta, nada comparado con una ciudad entera, llena de riquezas. —Aún si el libro dice la verdad, la región en donde debemos buscar es enorme, miles y miles de kilómetros cuadrados de dunas de arena y cerros repletos de guijarros, serpientes y escorpiones. El mapa, suponiendo que sea real, está escrito con una gran cantidad de jeroglíficos que jamás he visto en mi vida. Tardaríamos meses, o años en traducirlos. Los egipcios no llegaban tal al sur de la península arábiga, solo abarcaron la península del Sinaí. —Ese problema ya está resuelto —me dijo con la alegre sonrisa que tendría un niño después de una travesura. —Masón los ha descifrado ya, apenas ha tardado poco más de una semana. El viejo chivo, como ves, aún es útil.
de cepa); el pelirrojo y hermético Lewis, a quien conocía de tiempo atrás, al igual que a Herwood. Julián Baltazar y Carlos S. Maytorena habían llegado tres días después de mi entrevista con Herwood. El primero era enfermero y el segundo abogado. Ambos resultaron compañeros fascinantes y de ideas revolucionarias, y pronto nuestra amistad se fortaleció. Salvo Masón (que superaba los setenta años) y Lewis (cercano a los sesenta), el resto de nosotros rondaríamos los cuarenta. Desde el Bósforo, que separa Europa de Asia, tomamos un barco que nos llevó por los Dardanelos, el Mediterráneo y finalmente el mar Rojo, vía el Canal de Suez (donde nos reunimos con Andrews y sus hombres) hasta Yidda, ya en la península arábiga. Recorrimos el trayecto de Yidda a La Meca, nuestro punto de entrada al desierto, en un camión FIAT 18 BL, héroe de la Gran Guerra. Ahí compramos camellos (y algunos caballos), pertrechos, herramientas, carpas, mismos que Harwood, en su calidad de mecenas y tesorero de la expedición, pagó de contado. Habíamos prometido, en una previa reunión a nuestra partida, que todo hallazgo de posibles tesoros serían repartidos equitativamente (una vez cubierto el gasto inicial de Herwood) aún entre Andrews y sus trabajadores, a quienes adelantó algunos billetes. Tres días después nos encontrábamos ya en una región completamente apartada de toda civilización, a pesar de que seguíamos la ruta de pozos y oasis. De vez en cuando, Masón echaba una ojeada al viejo papiro. A pesar de que imaginábamos que la arcaica ciudad llevaba siglos enterrada bajo la arena, nos resultó fácilmente llegar hasta la región, al oeste de la Sultanía de Omán. Acampábamos en círculo, previniendo algún ataque y todos, incluido los trabajadores cargábamos armas a la cintura o a nuestra espalda. Incluso Herwood, que se consideraba un pacifista, llevaba a la cintura un revolver Webley MK con tambor de seis balas. Masón (ahogado como una cuba) estudiaba el mapa a conciencia. Había traducido las distancias con una precisión que rayaba en lo extraordinario, y, con la ayuda de alguna montaña, una meseta o las estrellas nos condujo a la vieja Irem apenas tres semanas de nuestra partida de Londres. —Este es el lugar —gruñó Masón, descabalgando. De entre sus ropas empolvadas extrajo una pequeña licorera con funda de piel y le dio un largo trago. — No hay duda, el mapa no dice nada más. Nos encontrábamos en un pequeño valle, rodea-
II Salimos de la estación de trenes de Londres el día 20 de agosto de 1922 por la mañana, con destino al puerto de Folkestone, apenas una semana después de que Howard Carter y su equipo lo hiciera. Es justo señalar que Carter ya tenía ubicada la posible tumba de algún faraón en el Valle de los Reyes y que era cuestión de días para lograr penetrar en las cámaras funerarias. No requería financiación de la Royal Society, ya que Lord Carnarvon, su mecenas, era un hombre rico y con las influencias necesarias. Pero mi enemistad con Carter y el hecho de que la Royal Society apostara sobre seguro, había causado mi ruina. Atravesar más de media Europa vía Londres-Paris-Estambul en tren, con escalas en Viena y Bucarest, ya representaba un incómodo cansancio. El grupo lo integraban el viejo Rufus Masón (escoses 42
arteficio do de algunas montañas no muy altas, grietas, hondonadas y una meseta alargada. El sol se encontraba en su cenit y era realmente abrazador e implacable. Era un lugar desolado, dejado de la mano de Dios y de los hombres. —Bien —dije bajando del caballo. —Estableceremos el campamento en aquel claro. Tiene la protección de la montaña, cuenta con sombra una vez que baje el sol y nos defenderá de las tormentas de arena. Así lo hicimos y tras instalar el campamento y dejar a buen resguardo los animales, nos separamos en parejas con la intensión de abarcar todo el terreno. —Las ruinas deben encontrarse bajo la arena, busquen alguna columna, una barda, cualquier indicio que haya sido modificado por el hombre. Nos reuniremos en dos horas en el campamento para comer. Herwood y yo nos adentramos por unas estrechas y arcaicas grietas, llenas de polvo, guijarros y escorpiones del tamaño de un puño. La temperatura resultaba asfixiante, rondando los cuarenta y cinco grados con cero posibilidades de lluvia. De vez en cuando alguna nube piadosa se interponía entre el astro rey y nosotros. —Esto es un maldito horno— gruñó Herwood. —No te quejes ahora, todo esto ha sido idea tuya. Herwood calló, mientras se apartaba de uno de los monstruosos escorpiones que buscaban refugio entre los guijarros. Regresamos al campamento poco antes de cumplirse las dos horas, cansados y sudorosos, dejándonos caer sobre nuestras sillas plegables. Media hora después fueron llegando los demás miembros sin el
más mínimo atisbo en lo referente a Irem. Andrews y uno de sus hombres, de nombre Abdali, sin embargo, nos dieron una agradable noticia. Habían encontrado, al otro extremo de la meseta una pequeña charca con algunos cuantos matorrales y palmeras, lo que nos brindaba establecernos indefinidamente en la región, sin preocuparnos de momento del tesoro del agua. —¿Qué extraño? Pumar y Wahid no has regresado —dijo Andrews, a quien no se le escapaba el más mínimo detalle. —Quizá se han extraviado —afirmó Lewis. —Masón y yo casi nos hemos perdido entre un polvoriento laberinto, más allá de aquellas dunas. —Lo dudo, son hombres de recursos. Saldré a buscarlos si no aparecen en media hora. Asentí. —De acuerdo, aún disponemos de mucha luz. A nuestros oídos llegaron en aquel momento lejanos gritos, mientras se podía observar a un hombre sobre una de las muchas dunas, a unos ochocientos metros de distancia. Julián, que disponía de unos potentes binoculares que siempre llevaba colgando, exclamo: —Uno de tus hombres, sin duda alguna. Andrews le arrebato los gemelos. —Es Wahid, y al parecer quiere que vayamos con él. —Quizá han encontrado algo —aulló Masón, que se tambaleaba peligrosamente a causa del alcohol ingerido. —O quizá les ha ocurrido un accidente —mur-
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arteficio muré mientras echábamos a correr todos, incluido el viejo Masón. Mientras nos acercábamos, trepando y bajando por una gran cantidad de dunas transversales de algunos cuantos metros, logramos escuchar los gritos entusiastas de Wahid. —Lo encontramos, ¡venid, venid! Llegamos junto a él y tras una vaga explicación nos condujo por más de aquellas dunas ardientes y el lecho de lo que en muchos milenios, bien pudo ser un río. Luego el camino mejoró, caminando paralelo a la meseta, cuya altura sobrepasaba los doscientos metros. —¡Ahí!, detrás de aquella saliente. Cuando libramos la variación de la meseta, giramos a la izquierda y vimos a Pumar sentado bajo algunos arbustos espinosos que proporcionaban una débil sombra. A simple vista no se apreciaba rastro alguno de “La Ciudad de los Pilares” y pensamos que quizá el sol abrazador habría jugado una mala pasada a la mente de los dos jóvenes indios, pero al acercarnos pudimos apreciar el blasfemo monolito. —¡Carajo! —exclamé emocionado. —¡Mierda! —gritaron varios al unísono. Enclavada en la meseta se erigía un terrible bloque rectangular de piedra maciza, de tres metros de alto por uno y medio de ancho. En uno de sus extremos se distinguían unos cuantos jeroglíficos grabados casi quirúrgicamente. —Abran paso al experto —aulló Masón que llegaba agitado en aquel momento. —¡A un lado cabrones! —Puedes identificar alguno Masón —dijo Herwood, ansioso. —¿Puede este bloque de piedra significar alguna puerta? —No lo sé de momento, habrá que limpiar esto, además necesito mis apuntes. —Estamos de suerte —dijo Andrews. —Más allá, unos quinientos metros es donde se encuentra la charca y algo de yerba para los animales. —Cambiaremos el campamento —dije motivado por la situación. —Y limpiaremos este lugar. —¿Una puerta? —murmuró Julián. —Es imposible. Aún sin ver el grosor de ella, su sola altura me hace pensar que puede sobrepasar las dos toneladas. —Ese no es problema —gruñó Andrews. —Mi mochila está repleta de dinamita, nueve kilogramos para ser más explícito. Hacemos un par de agujeros aquí, otro allá y ¡BOOM! Cuando mínimo quedará fragmentada.
—Seguiremos el plan original señores, dejaremos la opción de volar algo para mañana. Está cayendo la tarde y hemos de trasladarnos a la charca. Por la noche Masón había logrado descifrar parte de los pictogramas, concluyendo que en verdad aquella era la entrada a una cámara. Pero una revisión más minuciosa nos decía que tenía un grosor cercano al medio metro, por lo que se utilizarían los explosivos de Andrews. Era probable que Irem no fuese otra cosa que una ciudad subterránea o una gruta debajo de aquella meseta árida y decadente, llena de tesoros inimaginables y objetos milenarios que aguardaban nuestra llegada. Aquella noche traté de irme a dormir temprano y descansar de un día de sucesos fascinantes, pero apenas pude dormitar a ratos, ya que terribles y constantes pesadillas frecuentaban mi mente inconsciente. Por la mañana, tras desayunar, cargamos nuestras mochilas con herramientas y materiales necesarios para la excavación. Íbamos todos, ya que la región se encontraba solitaria de todo ser humano que no fuésemos nosotros. Aún así, tras mi fatal experiencia en Libia, había pedido que todo hombre llevara sus armas al hombro desde el inicio del viaje. Lewis, ayudado por Herwood hacia la función de fotógrafo oficial, tomando imágenes de la región, el monolito y otra, de todo el grupo. A las once de la mañana Andrews hizo volar la puerta, pero no fue hasta la una, después de quitar los restos de piedras, cuando tuvimos acceso a un lúgubre pasillo, cuyas medidas eran similares a las de la loza que cubría la entrada. Un olor húmedo, viejo y decadente de las entrañas de la meseta nos envolvió, escapando al cielo azul, carente de nubes. Temerosos, ingresamos por el estrecho corredor que se extendía unos cincuenta metros, dando acceso a una bóveda más grande, o eso creímos en un principio, pues nuestros faroles ferroviarios, fabricados en hierro y plafón de cristal apuntaban al techo y paredes ornamentadas con pictogramas fabulosos y desconocidos. Carlos S. Maytorena, cuyos ojos se habían adaptado completamente a la perversa oscuridad grito: “¡Alto!, no deis un paso más”. Herwood y yo, que íbamos al frente del grupo, bajamos la mirada y lo que vimos nos dejó helados. Herwood, lanzando un grito agónico, dio un salto atrás. Tras rematar el pasillo de acceso con dos elevadas columnas de arcilla (adornadas de cenefas extrañas 44
arteficio y que se elevaban hasta un techo que se encontraba a no menos de 15 metros sobre nosotros) el camino terminaba en una corta plataforma adoquinada y después… un impresionante abismo. Herwood tuvo que ser asistido por Andrews y uno de sus hombres tras una breve crisis de histeria, mientras el resto mirábamos extasiados el monstruoso abismo. ¿ABISMO? ¡No! quizá no deba utilizar esa palabra pues aquello se asemejaba más a un pozo arcaico y demencial, elaborado por manos conocedoras, cuyos conceptos de ingeniería rayaban en lo extraordinario. La forma de la cámara era de un cuadrado perfecto, o mejor dicho, un cubo que se extendía hasta un fondo aterrador y desconocido, pues ninguna de nuestras lámparas de queroseno logró penetrar la más absoluta oscuridad mientras un frío espectral se elevó desde lo profundo del pozo, haciéndonos estremecer. —¡Mirad ahí, a la derecha! —exclamó Julián y todas nuestras lámparas enfocaron una escalinata estrecha que bajaba, en un ángulo de 35 grados la pared del extremo derecho. —Fantástico, parece que sigue descendiendo, utilizando cada una de las paredes. Hay que descender —resopló Masón dando un sorbo a una de sus varias licoreras. Las escaleras eran firmes e inclinadas. Tenían dos metros de ancho. —Dejad lo que crean innecesario junto a la escalera. Desconocemos por completo qué tan profundo puede ser el descenso. Doscientos, trescientos metros o alcanzar el mismo infierno —dije con decisión frente al grupo que me miraba nervioso. Dejamos herramientas y otros trastos. Andrews creyendo que era inútil ya, dejó su mochila cargada de explosivos. Herwood respiró profundamente varias veces intentando relajarse de toda aquella locura. —Estoy jodido —dijo. —Soy yo o hace un frío de narices. —No es el frío, es el lugar —susurró C.S. Maytorena, mientras echaba una última mirada al precipicio. —¡Vamos! —grité, pero mi voz ya no sonó con la misma firmeza, en parte justificada por lo dicho por Maytorena.
temíamos por lo inestable de las escaleras, tras milenios de abandono. Tras una hora, arribamos a un pequeño rellano en donde se encontraba una puerta, que daba acceso a una habitación sencilla y pequeña, llena de cestos podridos, jarrones rotos, estantes atascados de polvo, llenos de puñales triangulares, jabalinas, arcos, hachas con rebordes, etcétera. El aire que ahí se respiraba olía a vejez y una corrupción de evos. Tras otra larga hora de penoso descenso llegamos por fin hasta el final de aquella horrorosa escalera. —¡Increíble!— aulló Lewis, que no había pronunciado palabra desde el inicio del descenso. — Debemos estar a un kilómetro de profundidad y la temperatura ha descendido al menos diez grados que en la superficie. Es muy agradable. En la parte oeste se encontraba otra puerta que daba a otro lúgubre y estrecho corredor de al menos 50 metros de largo y que nos dio acceso a una galería rectangular hecha de inmutables ladrillos de arcilla. Seis imponentes columnas (tres a cada lado) de quince metros sostenían un techo plano. —Que me emplumen con brea —dijo Andrews. —¿Quién es el responsable de este inefable proyecto subterráneo? —Probablemente la tribu de Ad, que habitó estas tierras mucho antes que en Egipto gobernara el primer faraón. Si observan detalladamente señores, por el perfecto tallado de la piedra, la ingeniería en la construcción y las formas primitivas de la escritura cuneiforme, podríamos ubicarnos en el 4500 o 4000 antes de Cristo. Esto es, para darnos una idea, no anterior a Jericó o Catal Huyuk que superan los siete milenios antes de nuestra era, pero quizá sí más vieja que otras ciudades como Ur, Tebas o Babilonia —explico Lewis, que entendía bien de historiografía. —Al diablo la historia —bramó Herwood. —Este lugar está vacío. Solo un montón de vasijas y canastas podridas o rotas. ¿Dónde están las joyas y el oro que pregonan los libros? —Ahí tenemos otra puerta —dijo Julián, mientras se acercaba a ella. —El tesoro debe estar cerca. Apoyé una mano en el hombro de mi amigo, animándolo a seguir. —Ya solo el hecho de este descubrimiento nos representa fama y fortuna, sin mencionar un lugar en la historia. La puerta era enorme, de barrotes (parecida a las empleadas en las prisiones) toscamente tallados. Al analizarla Andrews y yo coincidimos que estaba ela-
* * * El descenso fue lento y penoso, pues carecíamos de una protección ante el vacío insondable así como 45
arteficio borada de cobre puro, pero los siglos le habían dado una tonalidad verdinegra. Se encontraba cerrada. —Si trabajaban los metales, en especial el cobre, el estaño y el oro, las fechas pueden ser cercana al 4000 a.C. Quizá a la par de la civilización sumeria y de ciudades como Urok o Biblos. Lewis calló. Pero el brillo en sus ojos azules nos hacía pensar que en verdad estaba disfrutando aquello. A un extremo de las rejas de cobre se podían percibir una gran cantidad de jeroglíficos que llamaron poderosamente la atención de Masón. Desgajar la puerta de sus goznes primitivos no fue una tarea fácil, pero al cabo de quince minutos nos internábamos por un nuevo corredor descendente muy estrecho, pero con una altura de casi siete metros. Masón y Lewis, quedándose, elaboraron unas sencillas antorchas, que colocaron a ambos lados de la entrada para examinar los antiguos pictogramas. “¡Los dos están locos!”, me había comentado Herwood en voz baja. Ambos habían dicho que se reunirían pronto con nosotros. El nuevo corredor no solo tenía una inclinación descendente, sino que resultó agobiantemente largo. Nuestras linternas (seis en total, pues Lewis y Mason se habían quedado con otra) se intercambiaban, enfocando el piso y el alto techo. Por primera vez, al internarnos por aquellos muros neolíticos un terror llegado de los confines del cosmos llenó nuestros corazones. “Cristo, en qué lugar nos hemos metido”, pensé mientras caminaba junto a Andrews por el estrecho corredor. Atrás venían Herwood y Julián seguidos de Carlos Maytorena y los ocho hombres del propio Andrews. Al llegar al final del extraño pasaje, Julián había contado exactamente 650 pasos, deduciendo que la distancia del pasillo rondaba los 600 metros aproximadamente. Nadie le prestó atención, ya que nos encontramos ante una nueva cámara, de proporciones realmente monstruosas, muy parecida a la anterior, con una serie de columnas cilíndricas, de unos cinco metros de diámetro cada una adornaban los extremos del rectangular recinto, que a nuestros ojos se extendía por kilómetros. Sin embargo, no fue la inmensa galería lo que desencajó nuestros semblantes, haciendo que el frio sudor resbalara por cada uno de nuestros rostros. En la base de cada columna, ardía alegremente la llama de una antorcha. Andrews que intentó vagamente alcanzar con las débiles luces de nuestros faroles ferroviarios el alto
techo, exclamó sorprendido. —¡Dios, debe tener una altura de más de cincuenta metros! —Quizá te quedas corto —respondió Julián, maravillado. —Hablamos de como mínimo ochenta metros por unos 130 de ancho. El largo de la cámara quizá… —Al diablo las mediciones —cortó Herwood. —¿Quién ha encendido las antorchas? —Quizá Lewis y Masón encontraron algún pasadizo y se nos han adelantado —gruñó Andrews. —No lo creo —murmuré nervioso. —Tampoco es pensable que alguien más haya entrado por donde hemos venido. El polvo y las puertas selladas llevan milenios intactos. Quizá haya una entrada desde la superficie, por el otro extremo de la meseta y algunas personas hayan utilizado este lugar como refugio o vivienda. Sea uno u otro el motivo, llevad preparadas las armas señores. Podrían ser hostiles. Mientras bajábamos por una larga rampa, de gastadas piedras calcáreas, Andrews, que era un veterano de la Gran Guerra, donde alcanzó el grado de Oficial de Artillería al servicio de Su Majestad Jorge V de Gran Bretaña, distribuyó a sus hombres para cubrir los flancos y la retaguardia, mientras Julián Baltazar, Carlos S. Maytorena, Herwood y yo tomábamos el frente. A ambos lados, junto a las gigantescas columnas pudimos apreciar una serie de portales y pequeños ventanales que (tras un breve vistazo por Andrews y sus muchachos) conectaban con varias grutas naturales que se encontraban en la más completa oscuridad. —¡Dios bendito! —aulló Andrews, tras revisar una de ellas. —Algunas cavernas se hunden aún más en la tierra, y me ha parecido escuchar, muy en el fondo, el cauce de algún rio subterráneo. A pesar de la gran cantidad de antorchas encendidas y de nuestras linternas, la oscuridad y las sombras dominaban el lugar, mientras un olor putrescente y orgánico que no pudimos identificar, se extendía por toda la abominable cámara. —¡Mirad! Justo en la parte central de la nave— dijo Herwood, que llevaba consigo la más potente de nuestras lámparas ferroviarias, gracias a una serie de lentes de color verde que ampliaban la luz. A unos cien metros se alzaban varias estructuras arcaicas finamente talladas en piedra y a medida que nos acercábamos pudimos apreciar seis pequeños obeliscos, de sección triangular, una mesa de cante46
ra y cuatro alargadas columnas, unidas entre sí mediante arcos y cubierto por un techo plano. —Parece un mausoleo —dijo Julián. —O un altar —contestó C. Maytorena. —¡Mirad ahí, bajo el ciborio… unas escaleras… solo Dios mismo puede saber a dónde se dirigen! — aulló Herwood. —Quizá sea un poco de todo —afirmé nerviosamente, más preocupado aún en qué o quiénes habitaban aquellos muros carcomidos por el tiempo. Cada uno de los seis pilares tenía en su base un recipiente cóncavo (que me hizo recordar a las pilas de agua bendita en las iglesias católicas), llenos con lo que en un principio creímos piedras. Herwood, extendió la mano, tomando una de ellas. Lanzó un grito de júbilo. —¡Eureka, amigos míos! —dijo mientras nos mostraba una gema traslucida de color verde. —Una esmeralda. ¡Y mirad!, por acá tenemos rubíes… y pepitas de oro. —Y zafiros… y lapislázuli —comentó Julián Baltazar que revisaba los pilares del otro extremo. — Una verdadera fortuna. No tuvimos tiempo en asimilar estas palabras. Una serie de gritos desgarradores provenientes de la entrada, en lo alto de la rampa, nos estremecieron. Eran Masón y Lewis que manoteaban y gritaban como unos poseídos. —¡Eeeehhh! ¿Qué bicho raro les ha picado a esos dos?— graznó Andrews. —Alguno grande para armar todo este griterío… si tan solo se pusieran de acuerdo en hablar uno a la vez —murmuro Julián. —¡Vamos! —grité, pensando que algo pasaba, mientras observábamos cómo las pequeñas figuras de Masón y Lewis bajaban por la rampa, gritando palabras como “salir a toda prisa” o “correr”. —No creo que sea para tanto —gimió Herwood, concentrado en llenar su mochila con algunos puños de gemas preciosas. —Venid, ayudadme con ésta… De pronto calló, como si un rayo lo fulminara, mientras su afable rostro se contrajo ante el frío toque de la muerte. Su boca solo dejo escapar un par de sonidos semejantes a gorgoteos agónicos. Es aquí donde el verdadero terror hace su aparición. Mientras sus palabras se desvanecían en la pestilente bóveda, algunos miembros del equipo nos volvimos para ver por qué callaba tan repentinamente. La visión, tan extremadamente aterradora, hizo paralizar nuestros sentidos y más de uno tem-
arteficio blamos, trastabillando. El ente que ahora se hallaba frente a nosotros era causa justificada para que más de uno perdiera la cordura. No creo poder describirlo tan detalladamente, mis recuerdos son vagos a partir de estos momentos. Medía metro y medio y era de aspecto insectil, con una cabeza grande y cónica de la que brotaban dos largas antenas. Tenía un abdomen alargado, cilíndrico y de aspecto gomoso, lleno de estrías repugnantes y placas de cutícula que daban forma a un complejo exoesqueleto. Caminaba erguido, ayudado de sus dos poderosas patas traseras. Su figura me recordaba a las langostas de la familia de los acrídidos. Herwood se encontraba tirado en el suelo, seminconsciente, quizá debido al shock de visión tan abominable. Jamás he sido un hombre de Dios y en más de una ocasión me he declarado un ateo confeso, a pesar de que fui criado en el seno de una familia católica. Pero en esta ocasión nada me impidió exclamar: —¡En el nombre de Dios! Julián Baltazar y Andrews levantaron sus revólveres casi al unísono y cuando la criatura amenazó con saltarnos encima, lanzando un chillido, apretaron los gatillos. Una lluvia de balas atravesó su cuerpo alargado y pegajoso, supurando de él un líquido negruzco y maloliente. Cayó al suelo mientras sus innumerables extremidades se retorcían en todas direcciones. La inmensa bóveda comenzó a llenarse de nuevos chillidos y en la penumbra pudimos apreciar que del sinfín de puertas y aberturas de los extremos salían extrañas figuras similares al monstruo abatido. —¡Ayudad a Herwood! —grité fuera de mí. —Nos largamos de este lugar. —¡A la salida, pronto! —espetó Andrews mientras recargaba su revólver. Corrimos enloquecidos por el centro de la alargada y gigantesca sala, disparando a las criaturas más osadas que intentaban cerrarnos el paso. De los altos ventanales, las grietas y demás oquedades comenzaron a emerger decenas… centenares… quizá miles de gigantescos insectos. Nos detuvimos a mitad de la rampa, donde Masón y Lewis ya nos esperaban con los rifles a punto. Con cara acartonada Lewis graznó. —Estábamos equivocados, hemos descifrado algunos de los jeroglíficos. Este lugar nunca fue una ciudad. Era utilizado como una prisión. La prisión de estas criaturas, una antigua plaga que tiene por objetivo la conquista del mundo.
—No podemos permitir que lleguen a la salida — gritó Masón con voz aguardentosa. Tan sobria como no recordaba haberla escuchado en toda mi vida. —Parecen rápidas —aullé, tratando de mantener la razón sobre la locura y el miedo. —La entrada es estrecha, quizá podamos contenerlas ahí —dijo Julián disparando. —Imposible, tiene una altura de por lo menos siete metros y veo que pueden caminar por las paredes, como las cucarachas… ¡los muy malditos! —contestó Andrews. —Entonces uno de nosotros tendrá que correr por el pasillo, cruzar la siguiente cámara y trepar hasta lo alto de la gigantesca escalera. Andrews, me ha parecido escucharte que tu mochila se encuentra repleta de cartuchos de dinamita. ¿Hay suficiente como para hacer volar la entrada y sepultar todo el maldito lugar? Era Herwood el que hablaba, al parecer recuperado de la impresión, tan flemático, tan terriblemente sereno como no recordaba haberlo visto. —Sí, claro, debe ser colocado a mitad del pasillo. La onda explosiva hará que centenares de toneladas de roca sellen la entrada. —Entonces propongo a Mr. Ashcroft para tal empresa, es el más ágil y en forma de nosotros. El resto nos quedamos aquí para contener en lo posible a las criaturas —dijo Herwood. —Estás loco —grité ofendido. —Eso sentencia al resto del grupo a una muerte segura, y en el final de los casos. Soy yo quien dirige esta expedición… un capitán debe hundirse con su nave. —¡A la mierda con eso! Es que no te das cuenta que tendrás la mayor de las responsabilidades. —¡Apoyo la propuesta! —dijo Andrews con frialdad. —Mis hombres y yo nos quedamos. Algunos de ellos gimieron lastimeramente y otros más lo miraron con rabia, pero no dijeron nada. Eran hombres leales. —No hemos atravesado medio mundo para que nos tachen ahora por falta de valor. Creo hablar en nombre de Julián y mío de que también nos quedamos —dijo Carlos S. Maytorena. —Yo también me quedo —replicó Masón. —¡Y yo! —contestó Lewis. —Escuche Mr. Ashcroft, no puede dejarlos salir. Estos que vemos aquí son soldados adultos, y es, muy posible, que las cámaras subterráneas estén llenos de larvas y ninfas. Con suficiente comida en la superficie pueden llegar a formar colonias de millones. Incluso pudieran de48
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arteficio sarrollar el poder de volar, como las langostas comunes. Ahora no pueden hacerlo, pues sus alas parecen muy cortas. La legión de seres insectoides se había detenido al inicio de la amplia rampa formando contingentes que alcanzaban —a simple cálculo y escasa visión— los tres mil individuos. Sus brazos alargados y deformes sostenían ahora lanzas, cuchillos triangulares, puntas de flecha, hachas con rebordes afilados y mazas antiguas. Sus alas, cortas y membranosas, de un color verdinegro producían un aleteo que enloquecía los sentidos. Algunos llevaban antorchas encendidas. —La decisión está tomada por mayoría. Toma, necesitarás esto… si lo logras. —indicó Herwood tendiéndome su mochila. —Pero… —Nada, olvídalo. Lárgate ya. Se han puesto en movimiento. Tomé una de las lámparas y la mochila de mi amigo, adentrándome por el estrecho y oscuro pasillo como un bólido. Herwood murmuró algo que ya no pude comprender, mientras Andrews distribuía a los hombres para hacer frente a un enemigo que los superaba en número. No sé cuánto vagué por aquel oscuro pasadizo, pero debieron ser solo unos cuantos minutos, pues cuando logré alcanzar la cámara más pequeña, aún resonaban algunos disparos aislados y lo que a mi juicio parecía un alarido. Seguí corriendo y cuando llegué a la base de la monstruosa escalera cuadrada, agudice el oído. Atrás, todo era silencio y oscuridad. * * * Andrews distribuyó a sus hombres con la pericia de un general, formando dos líneas compactas. La primera la conformaban Pumar, Fahim, Abdallah, Navil y Abdali; la segunda Wahid, Arshad, Hiresh y el propio Andrews. El flanco izquierdo sería protegido por Carlos S. Maytorena y Julián Baltasar, Masón y Lewis harían lo propio en el derecho. Herwood, menos experto con las armas, mas no en valor, fungiría como relevo. —Disparad con cadencia muchachos, no erráis el tiro, cuando se les acaben las balas uno de la segunda fila lo cubrirá, mientras recarga. Cuando no tengamos más opción, lucharemos cuerpo a cuerpo. Usad sus bayonetas, espadas o cuchillos. No parecen de-
masiado fuertes, pero nos superan quinientos a uno. La primera oleada no sobrepasó los cincuenta individuos, que se lanzaron a lo largo de la rampa en dos columnas, chillando y batiendo sus alas mientras el resto entonaba impíos cantos producidos por un aparato bucal lleno de palpos asquerosos y ba50
Narrativa beantes. Solo media docena de entes lograron llegar hasta donde se encontraba la primera línea de hombres, pero fueron abatidos rápidamente. Un ensordecedor chillido se elevó por todo el lugar y todo el ejército de insectoides se lanzó al ataque. Dos contingentes de ellos, uno a izquierda y otro a derecha treparon por los muros laterales para rodear al enemigo. —¡Dios santo! —gritaron aterrados Herwood y Lewis. —¡Fuego! —exclamó Andrews. —Debemos ganar todo el tiempo que sea posible. Cada hombre disparó a conciencia toda su carga. Incluso Herwood, en el paroxismo de su terror y ante la imposibilidad de recargar su Webley MK, lideró la lucha cuerpo a cuerpo. —¡Muero como un caballero! — aulló Herwood blandiendo valientemente un largo machete, destrozando a los primeros entes que alcanzaban lo más alto de la rampa. El resto de los hombres siguió su ejemplo, luchando en la vastedad de aquella sala antediluviana. Pero la lucha era muy desigual y perdida desde un inicio, uno a uno, cada hombre fue abatido por la horda de seres. Lord Herwood, mi amigo, fue atravesado por dos cortas lanzas, al tiempo que expulsaba un grito infrahumano. Trató de mantenerse en pie, pero el cuerpo no le respondió. Cayó al suelo cuan largo era. De su boca brotó una bocanada de sangre mientras un velo negro empañaba cada vez más su visión. Con las últimas fuerzas pudo balbucear. —Suerte amigo… lo… lo lamento… Exhaló un último aliento, justo cuando el dolor desaparecía de su cuerpo. Había muerto.
nuestros primeros antepasados. ¡No! Aquel horror solo tenía un simple objetivo: hacer la función de una gigantesca cripta, una prisión que retuviera, en sus abominables pasajes, a toda una colonia de criaturas gigantes y dantescas… una plaga bíblica. Pensar en tan infame y enloquecedor futuro me hizo recobrar nuevas fuerzas que yo mismo desconocía, brincando los escalones de tres en tres, hasta llegar a la mitad de la interminable escalera. Boqueando, traté de recuperar la respiración en un pequeño rellano plano, donde se encontraban un par de bancas de piedra caliza. Miré hacia el precipicio, rogando porque todo lo vivido no fuese otra cosa que una mala pasada de mis débiles funciones cerebrales. Al principio, por un largo minuto, todo fue oscuridad, pero, poco a poco, comenzó a distinguirse una débil luminosidad amarillenta que se abría camino, y supe al instante, que se trataba de aquella legión de antropofágicos entes. Recé mentalmente una plegaria por los hombres caídos y jure que, costase lo que costase, su muerte no resultaría en vano. Tenía una misión y muy poco tiempo. Reanudé la marcha a una velocidad desesperada, sin importar que mi organismo reventara por un esfuerzo mayor al de mis posibilidades. Por un momento me vi tentado en arrojarme al insondable pozo y terminar con aquel martirio. Pensé: “que el mundo se las arregle como pueda”. Pero no lo hice. A medida que trepaba escalera tras escalera, llegaron a mis oídos una serie de tormentosos zumbidos que aumentaban a medida que la distancia entre ellos y yo se acortaba, lo que me obligó (sin vergüenza, admito) a lanzar un alarido que retumbó como un trueno por la fría y oscura tumba. Mi lámpara ferroviaria comenzó a reducir su luz hasta extinguirse por falta de combustible en la última parte del trayecto, dejándome en una penumbra que rayaba en la locura, obligándome a avanzar casi a gatas por los empinados escalones. ¿Qué más puedo decir de aquella pesadilla? Llegar hasta lo más alto solo pudo ser logrado tras un esfuerzo titánico y mental que ningún hombre en plenitud de facultades racionales no debe ni de imaginar. Ahora pude percibir el olor putrescente que se alzaba desde el pozo arcaico y decadente. Miré por última vez hacia abajo y ruego a Dios porque me perdone algún día de tan terrible error. Los impíos seres se encontraban a unos tres niveles debajo de mí. Cientos o miles de ellos avanzaban veloces e implacables con antorchas entre sus garras, dando forma a una gigantesca ser-
* * * Ahora me encontraba en una huida desesperada, sin barrera alguna entre aquellas entidades horrorosas y yo. Supe al instante que su siguiente paso consistía en escapar del enorme complejo y del sinfín de galerías subterráneas. Llevaban siglos esperando, durmiendo un sueño etéreo, suplicando a sus infames dioses por que algún estúpido —como yo— lograra abrir aquella tumba arcaica. Aquel maldito lugar, lleno de galerías, templos, cámaras, y nichos antiquísimos que jamás habría sido habitado por 51
arteficio piente, que, en espiral se alzaba desde las profundidades del mismo Hades hasta la tierra del hombre, de las fieras, de la naturaleza o el mismo Dios. Sus duras y deformes alas, incapacitadas para volar, producían chirridos intensos y escalofriantes, como si se tratase de un himno de guerra o una sinfonía de triunfo. En pocos meses —con libertad y comida ilimitada— podían constituir colonias gigantescas de millones de individuos. Incluso, sin la capacidad de volar representaban una amenaza global mayor a la misma Peste Negra del siglo XIV, que pudiese llevar al ser humano a la extinción. Corrí por la mochila de Andrews, extrayendo un cilindro que tomé con manos temblorosas añadiéndole una mecha del carrete de aproximadamente un metro de largo. No tenía tiempo para más. Coloqué nuevamente el cartucho en la mochila repleta de cilindros de cartón llenos de nitroglicerina, agradeciendo la manía de Andrews por tal cantidad de explosivos. Encendí nervioso un cerillo (que amenazó con apagarse), acercándolo a la mecha. Un chisporroteo me hizo lanzar un grito de alegría. Arrastré la pesada mochila hasta el centro del pasadizo, que alcanzaba los tres metros de altura por otros tres de ancho, justo cuando las primeras hordas de seres antediluvianos alcanzaban lo alto de las escalinatas. Corrí como un loco, sabiendo que solo disponía de diez o doce segundos antes de que la mecha alcanzara el cilindro. El suave y asfixiante aire seco del desierto entraba como un bálsamo de esperanza por la boca de aquel mausoleo, que al inicio de nuestro descenso calificábamos de imponente y fantástico, y que ahora también podíamos agregarle los adjetivos de infernal y perverso. Un tenue resplandor dorado y las alargadas y deformes sombras de los pináculos más elevados me afirmaron que el día llegaba a su fin. Era el crepúsculo. Alcancé la salida y doblé a la izquierda jadeante justo un segundo antes de que el estallido se produjera. ¡BROOOOOOM! La explosión cimbró la meseta, que amenazó con venirse abajo mientras un alud de arena y piedras se desprendían por toda la ladera. La onda explosiva vomitó a través de la entrada una llamarada de fuego que se alargó casi diez metros. Mi cuerpo, lacerado y sangrante por los guijarros, rodó varios metros hasta detenerse en el fondo de una pequeña hondonada. Intenté incorporarme, pero la cabeza me daba vueltas. Un segundo después perdía el conocimiento.
Desperté varias horas después, bajo un manto estrellado y limpio de nubarrones. La pálida luna, en su cuarto creciente bañaba una luz plateada por toda la zona que se me antojo celestial. La cabeza y el cuerpo me dolían y la boca me supo amarga y terriblemente seca. Me incorpore despacio, comprobando que, fuera de algunos golpes, me encontraba bien. El relieve había cambiado. O al menos en una de las caras de la meseta así me lo pareció. Innumerables toneladas de roca cubrían la otrora entrada a aquel foso maldito y a sus aborrecibles criaturas. “Una tumba honorable para tan valientes amigos”, medité. Caminé tambaleante hasta el campamento, empaqué lo necesario para soportar un viaje de al menos cuatro días hasta el oasis más cercano, ya en la ruta utilizada por los beduinos o badawis, moradores del desierto. Tras amarrar a los animales, en una larga caravana, emprendí un penoso regreso a Londres, rogando porque ningún ser humano encontrara o excavara jamás en tan terrible lugar. ::.
*Del libro Crónicas lovecraftianas
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“Se pelea mientras hay por qué, ya que puso la naturaleza la necesidad justicia en unas almas, y en otras la de desconocerla y ofenderla. Mientras la justicia no está conseguida, se pelea”.
José Martí
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