Arteficio 7, Maravilloso y terrible, octubre-diciembre de 2020

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NĂşmero 7

Octubre-Diciembre 2020

Maravilloso y terrible



arteďŹ cio Maravilloso y terrible octubre-diciembre 2020


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arteficio Literatura y artes visuales Maravilloso y terrible Num.7 Octubre - Diciembre de 2020 Ciudad de México México Editor Manuel Hernández Borbolla Diseño Miguel Ángel Hernández Imagen de portada Manuel Hernández Borbolla

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www.arteficio.blog Arteficio es un proyecto literario sin fines de lucro. Todo el contenido literario puede ser reproducido bajo licencia Creative Commons citando al autor. 2

Jude Clark


Índice 6

Absurda dicotomía

40

Hotel Valencia

César Gumersindo

Manuel Hernández Borbolla

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Trizas y tiempo

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Me planché a un ñoño

Luis Velázquez

Elías Lozada

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Redención y otros sonetos

44

Quino, homenaje a un genio

Javier Gómez

10

Del bien y del mal

52

Los ilusos

Manuel Hernández Borbolla

Luis Velázquez

16

No regreso nunca

56

Un árbol de extraño follaje

Valeria Cornu

R.J. Ramírez

24

Cápsula

58

Sueño lejano

Hugo Tapia

María Magdalena López

28

La dualidad del ser

61

Alegoría hipertensa

en el pincel de Janus

Héctor Quispe

34

Tú, conocedora

José Infante

37

No hay pa’ más

Mariano Mangas

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“El secreto, querida Alicia, es rodearte de personas que te hagan sonreír el corazón.


Fraseo

Entonces, y sólo entonces, estarás en el País

de las Maravillas”.

Lewis Carrol

5 Heather Theurer


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Absurda dicotomía César Gumersindo

la maravilla marea lo terrible está en tierra,

la poesía es, y siempre será, la terrible maravilla que nos reencuentra con el sentido de las palabras la prosa no ¿o sí?

maravillosamente terrestre terriblemente etéreo,

la maravilla a toda prisa la lentitud terrible

las mil maravillas de noche vives plena, fogosa, intensamente un terrible día morirás irremediable y furtivamente,

terriblemente finito maravilloso principio

es maravilloso saberte mía con esa belleza terrible haciéndote ripios maravillosos enterrándome terribles versos

el virus es, ha sido y será terrible, su cura ¿acaso maravillosa?, el virus es una maravilla terrible porque hizo temible lo que era fabuloso, percibir tu aroma terrible ahora es respirar, inhalar al otro con rechazo, aquella maravilla de olerte está vedada, pues aunque así sabía que eras terrible (o lo contrario) hoy ni maravilla, ni terribilidad, solo una neutralidad irrespirable.

sinónimo maravilloso terrible antónimo amar es terrible desamar es maravilloso porque una suerte dialéctica hará que lo terrible retorne y la maravilla se vaya ¿o es al revés?

Volvámonos maravillosos: seamos terribles. Esto, bien dice mi amigo el poeta, es algo que ya terrible, horrendamente ya lo hemos vivido, ahora con impertérrita maravilla, afrontemos lo que de suyo, siempre ha sido y será: tendremos que morir, ¿acaso es tan malo?

Rilke decía: todo ángel es perverso porque la belleza (esa maravilla) es el principio de lo terrible

Y aquí otra vez la interminable duda, ¿lo bueno es terrible? ¿la maldad también? ¿hay maldad maravillosa? ¿terrible bondad? Así, reiteradamente iremos navegando con pedestre maestría hasta alcanzar, unívagos con un pie en tierra, el oxímoron perfecto, la terrible maravilla de estar vivo, para morir ::.

estar confinado contigo es (a veces) maravillosamente terrible no estarlo es (también a veces) terriblemente maravilloso

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Poesía

Trizas y Tiempo Luis Velázquez

Trizas No somos más que trizas de sueños ¿Tristes? ¿Orgásmicos? No lo sé. Sólo somos dueños de todos esos minutos mágicos. Una noche es el presagio de la luz de un día que no volverá porque sucede a contraluz. Pero sucedió y para siempre quedará. La luna se acuesta para relajarse, le llaman luna nueva. En ella yo veo el reflejo de tu bella alteza. Te toman suave para no marearse.

Tiempo

De figura agradable como el trinar de los pájaros surcas el cielo libre, suave, te deshaces como hielo.

Pienso en el tiempo perdido “¿Minutos desperdiciados?”, me pregunto. Una lágrima, un pleito, un insulto... No hay triunfo sin gladiador vencido. ¿Quién no pierde en la vida? El niño en las canicas, el adulto seductor, el anciano sin vida perdida. La derrota es el dulce sabor del vencedor. ¿Por qué la obstinación de doblegar? Si cada hora seduce más el que convence. Quien conmueve al otro desvanece. Siempre ese afán perfecto, que no contempla un segundo la naturaleza.

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Redención y otros sonetos Javier Gómez

Redención

Un aire juvenil toca y provoca un mar de chispa en corazón dormido, que enciende el brillo del amor temido en los cerrados ojos de una roca. Tritura la mordaza de su boca, despierta el grito del dolor sentido en piedra, cuyo rostro entristecido, se oculta en el mutismo de una loca.

Misionero

En tus bondadosos brazos caigo un gusano miserable, pobre e incapaz Lápida en India

Dé vida el palpitar en el granito, corra otra vez la sangre por las venas muertas al no tener preciado anhelo.

Seguro de postrarme ante tu planta y hallar gozoso el cielo en mi camino decidí dar un giro a mi destino al predicar tu voz con mi garganta.

Te otorgue otro final el erudito en ti mujer cautiva en las arenas y en el polvo lo rubio de tu pelo.

El peso de calores se agiganta y el hambre con su daño paulatino dobla mi cuerpo, ¡oh Señor divino! Voraz tierra extranjera me amedranta. Después de tanto tiempo a tu servicio creí ganarme un sitio en tu palacio, y de pronto unas voces me llamaron nacidas por el llanto en precipicio más negro y más profundo y tan despacio, pues todos mis pecados me atraparon.

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Poesía Mensaje

Bajo el poder de Hipnos

En las despiertas hojas permanece la letra en testamento milenario escrito por creador nonagenario al hombre cuando todo reverdece.

Despierta pronto el tallo en la semilla en su intento por alcanzar el cielo para tocar la pluma de ave en vuelo o asir el astro cuyo cuerpo brilla.

El canto de las aves crece y crece al oír nuestro paso temerario, prendidos por su trino de rosario, al repetir sus notas resplandece.

Desea transitar celeste orilla no duerme y bebe gotas en el suelo para aumentar su talla en el deshielo y unir el firmamento a su mejilla.

Somos sordos del salmo de la estrella, del verso de la Luna en la nocturna hora y del llanto vivo en hierba verde.

Hoy su vista se yergue en las alturas arriba de los montes y colinas, se baña en aúreo polvo de una estrella.

En todas esas voces Dios se pierde y en sombras su figura taciturna nos llama al escuchar nuestra querella.

Gozoso no descubre a las figuras con afiladas armas asesinas, el hacha con su canto lo degüella.

Vesper

Eterno descalabro

Probé el turbio rojo de tus labios vestidos por el frío y la violencia sacudiste mi cuerpo con tu esencia, mis ojos olvidaron tus agravios.

Pretendía alcanzar la rubia estrella para dormir cubierto en sus cabellos y derretir mi piel con sus destellos nacidos de infernal sonrisa bella.

Perdida estuvo en mar de los resabios mi voz al dar su aullido de dolencia al saberse tu repentina ausencia, te busqué con la mira de astrolabios.

Intenté atrapar fugaces rayos con mis ansiosas manos en la cima de mi vida para ganar tu estima pero siempre fallé en mis ensayos.

Me dijiste tan sólo un nombre breve oculto en la corriente de los vientos, posándose un instante en mis oídos.

Cómo atrapar lo cálido y violento de tus labios, lo dulce y doloroso de tus labios, lo etéreo y lo siniestro

Vesper, Vesper, probé tu piel de nieve y al hacerlo nacieron mis tormentos, mi amor se hizo dolor con sus gemidos.

de tus labios, unido a este tormento de tus labios, felices con su acoso de tus labios. esclavo en mi secuestro. 9


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Del bien y del mal Manuel Hernández Borbolla

El dragón del bien y del mal El deseo de vivir es uno de los tantos rostros del miedo a la muerte.

Todas las piedras son perecederas. Las estrellas parpadean en el firmamento para luego apagarse en un suspiro.

Huyo de mí mismo y no encuentro la salida. El encierro es un espectro concebido en mi mente.

¿Cuál será mi verdadero nombre? ¿De qué color es el presente?

Estoy exhausto.

A veces es necesario descender al inframundo para darse cuenta, abrir los ojos y explorar el dolor desde adentro.

La soledad es una carga muy pesada.

La noche que nubla mi corazón es pasajera.

El dragón, símbolo de la desolación del mundo, es también un presagio de buena suerte.

Nada dura para siempre. Ni siquiera la tristeza.

Escupe fuego sobre la aldea y riega los campos en época de sequía.

Si he de encontrar lo eterno algún día, que sea en la claridad de tus ojos, en la puesta del sol, el instante preciso donde se abren todos los silencios. ::.

Sombra de mi alma, regresa a la oscuridad a la que perteneces.

Esta sed de eternidad no será mi epitafio.

El bien y el mal engendraron al dragón de dos cabezas, que lo mismo reparte dicha o agonía. 10


Poesía Sierra Tarahumara Y miras los valles las nubes las verdes colinas dibujadas por el viento.

Cipreses y nogales, ciruelos, pinabetes, imponentes guardianes del tiempo ritual, esconden el secreto de los días pasajeros, aquí donde no existe la tristeza, solo el viento cuando acaricia sus hojas y los cálidos rayos solares perfumando el horizonte.

Y te miras adentro, con la trémula memoria buscando sentido entre las flores que no han terminado de nacer. La música remueve la tierra donde germinan los sueños con su suave lluvia de temporal, y te vuelves uno con la soledad de los árboles en medio de la inmensa pastura.

En las grietas de un grito de piedra viven las abejas labrando el polen que habrá de fecundar el tiemposemilla, ahí donde brota la dicha, amarilla y desnuda, la vida de los hombres cuando se contentan con simplemente contemplar el bello suceder del mundo. ::.

El curvo paisaje se disfraza de bosque y se transforma poco antes de llegar a la accidentada cañada. Sonrientes los pinos alumbran el medio día, y dan la bienvenida a los viajeros que llegan desde las áridas lumbres del oriente, para ofrendar la sangre y bailar en las bodas de la lluvia y el sol, pues saben que acá, en la cima de los cerros, moran las nubes y minerales durmientes que escuchan con gozo un coro de árboles tribales cantando alabanzas para el vasto firmamento.

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arteficio Diatriba en verso contra la mafia “intelectual” Entre ellos se aplauden, se adulan, se premian, entre ellos se protegen, se recomiendan, se alaban, se miman, se rotan, entre ellos se entrevistan, se callan, se firman, se promueven, se arrastran.

que indigne más a las hienas elitistas que ser despojados del dinero del erario que nunca fue suyo, o poner en duda su pedante “prestigio” que nunca ejercieron, que nunca honraron, que nunca entendieron, y ahora sólo les quedan aquellas frías y sucias medallas que les colgaron al cuello los otros afamados miembros de su excluyente camarilla.

Así operan las mafias “intelectuales” y sus caciques llorones, convertidos en mártires de la libertad de expresión por obra y gracia del compadrazgo, el ruido mediático y su aparatosa metralla fifí que nunca cesa.

Así operan los señores de la infamia, las vociferantes damas que escupen veneno y usan Chanel, esas cofradías de bribones, autoproclamados dueños de la ‘alta cultura’, tan respingados, con sus títulos nobiliarios que lejos de brillar, envilecen.

Todo sea para preservar sus muchos privilegios, conseguidos a expensas del sufrimiento humano, el luto de los pobres, todo sea para preservar su fama indecorosa hecha de seda y zalamera hipocresía.

Yo por eso prefiero andar la vida junto al campesino y la cocinera, el obrero, el albañil, la costurera, y toda la gente sencilla que no necesita de papeles y ni de aplausos para reafirmar su grandeza, la bondad que brota en sus ojos, su sonrisa auténtica que nadie les quita del rostro, aunque nunca escampe la continua tormenta.

Que nadie ose cuestionar a las mafias “intelectuales”, so pena de ser señalado y acusado en esperpentos textuales y otros burdos desplegados de indignación selectiva, pues no hay nada en este mundo lleno de injusticias, 12


Poesía

Que vuelen los versos como pájaros, los corazones colmados de alegría, porque la verdadera cultura se forja en la palabra de los pueblos, en las manos jornaleras de quienes pintan el mundo y lo bordan y le cantan las coplas azules que narran el acontecer del día, la noche y las batallas.

que llevamos tatuado en la claridad del viento que brota desde adentro, la palabra es ofrenda, es piedra, es río, es árbol, como la vida que viene y va y se evapora, la palabra es fonema, poema, música y rezo, lleva consigo toda la dicha que habrá de ser dicha con los vocablos calientes que enchinan la carne, palabras de agua fresca que abrazan y sueñan risueñas ese otro mundo posible que mora en el corazón de nuestra hinchada lengua, la palabra que no se rinde y no se vende y no se agüita, pues nosotros sabemos muy bien que estamos hechos de besos y palabras de pasos amarillos y rojos y pies descalzos haciendo camino, como quien escribe la vida de los hombres y mujeres que pueblan el mundo con su canto, intempestivo y floral, y su palabra impecable donde impera siempre la verdad. ::.

Sonríe compañero, que ya les llegará su hora a los mercaderes de la mentira y la calumnia, esos seres umbríos y diminutos, incapaces de sentir nada más allá de su odio corrosivo con sabor a licor añejo, esos pobres seres tristemente extraviados, acomplejados, lambiscones, ambiciosos, rígidos y grises, quienes todavía piensan que la palabra es tan solo otra forma de la propiedad privada. Sonríe compañero, que para nosotros el mundo se abre, pues bien sabemos que la palabra es sagrada, como la lluvia y el fuego, la palabra es lucha, guarida, refugio y fusil, es el calor de la sangre 13


arteficio

“Lo numinoso es un misterio que es a la vez terrorífico y fascinante”. Rudolf Otto

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Fraseo

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No regreso nunca Valeria Cornu

rría. Sintió frío y entonces, decidió ir en busca de su familia. Ensilló su caballo y con él recorrió todos los rincones de Yxmiquilpan. No quedó casa, choza, tienda o negocio sin visitar. Nadie los había visto. Parecía que se los había tragado la tierra. Ya para mediodía el caballo estaba rendido, Bothi no. Fue a los pueblos vecinos y nada. Recorrió el pueblo por segunda vez y nada. Dos días sin dormir y finalmente regresó a su casa. La carta seguía esperándolo, y volvió a golpearlo una y otra vez aquel ‘no regreso nunca’ y la carta se convirtió en sentencia, en un futuro incierto, en una cruz que Bothi se negaba a cargar. Rigoberto era un hombre fuerte, de campo, recio y curtido, pero nada lo había preparado para perder a su mujer y a sus cinco hijos de golpe. Se empinó el aguardiente hasta que el fuego lo quemó por dentro

No nos busque, no regreso nunca”, decía la carta que Rigoberto Bothi encontró aquella tarde al regresar del campo. Rigoberto leyó y releyó la frase tratando de encontrar alguna respuesta. Se negaba a entender. Finalmente, dejó la carta en la mesa donde la encontró y calentó un poco de café. Con la cuchara de madera hacía figuras en la espuma mientras el café hervía. “¿Dónde estará esa mujer? A lo mejor se fue donde su hermana… o de seguro están en algún convivio de la escuela…, pero ¿qué será eso de ‘no regreso nunca?’ De veras que se le van las vacas al cerro…no han de tardar”, afirmaba Rigoberto sin querer pensar más allá. Cayó la noche estrellando el cielo en los ojos de aquel hombre que se negaba a creer lo qué le ocu16


Narrativa y una tos incontrolable lo invitó a llorar. Gritó, maldijo y se quedó dormido hasta las diez de la mañana, cuando sus peones vinieron a buscarlo. —Don Rigo, ¡mire nomás cómo está!, se va a morir si no come algo. —Déjenme en paz, eso es lo que quiero, morirme, ¡morirme de una vez! ¡Cómo quisiera enterrarme el machete yo mismo!, nomás que no soy tan valiente. Entiérramelo tú, Gabino, por lo que más quieras, mátame tú y acaba de una vez con este dolor que es el más grande que hay. —Vamos, don Rigo, levántese. Vamos a darle un baño al río pa’ que se calme y recapacite, no lo vaya a castigar la virgencita por malagradecido. —Si ya me castigó, ¿qué no ves? Ya me castigó y ni siquiera sé qué hice pa’ merecer esto —respondía el abandonado con la carta en un puño. Los dos peones lo llevaron al río, lo alimentaron y le hablaron, pero nada sirvió. Rigoberto dejó de trabajar e inundaba sus riñones de alcohol día y noche mientras sus tierras comenzaban a secarse. Los peones se fueron y él quedó más solo que nunca hasta que llegó la policía. Cuando la patrulla se estacionó afuera de su casa pensó que algo terrible les había pasado a su esposa y a sus hijos, se aproximó a la puerta esperando lo peor. Entonces lo esposaron, le dieron dos cachazos y lo subieron a la patrulla. Él no entendía. Los policías escudriñaron su casa. —¿Qué buscan? ¿Qué pruebas? ¡Díganme qué es lo que quieren y yo se los doy! —gritaba el hombre, desesperado, sin que nadie le respondiera—. Deberían ayudarme a encontrar a mis hijos. ¿Por qué no me ayudan? Cuando llegó a la comisaría le dijeron que estaba acusado de haber matado a su familia. Su cuñada había puesto una demanda argumentando que Bothi era un hombre violento y que su hermana y sus sobrinos habían desaparecido misteriosamente dos meses antes. Lo tuvieron encerrado más de tres semanas mientras investigaban. Lo torturaron hasta casi matarlo y Bothi no hablaba más que de la carta que lo recibió aquella tarde de primavera, esa era su versión. Los peones confirmaron que estuvo con ellos cosechando y empacando alfalfa hasta las cinco, hora que termina la jornada y los vecinos dijeron haberlo visto desesperado buscando a su familia esa misma noche. Él no podría haber matado a seis personas para luego deshacerse de los cuerpos en tan

poco tiempo, no había ningún rastro de sangre, de lucha, de violencia, así que tuvieron que soltarlo. Fue el párroco de la Iglesia quien intervino por él y lo recogió el día que lo liberaron. A pesar de que Rigoberto seguía sin querer salvarse, el Padre lo acogió y le devolvió la esperanza. Lo convenció de rehacer su vida. Y fue así como Bothi dejó el alcohol, se cortó las barbas, remangó su camisa y volvió a sus tierras para trabajarlas como nunca. Sembró alfalfa durante cinco años, luego barbechó la tierra para meter hortalizas de lechuga y coliflor. Después sembró calabaza para dejar descansar la tierra y ya con la tierra nutrida volvió a meter semilla de alfalfa. Un buen día, el párroco le presentó a una muchacha joven y simplona que había venido de Coahuila al entierro de su tío Cirilo, quien era el herrero del pueblo de Yxmiquilpan, a quien por cierto, Rigoberto conocía muy bien, ya que le hacía las herraduras a sus caballos. Desde aquel día no se separaron. Bertha le devolvió la alegría, las ganas de vivir, lo único que ella no pudo darle fue un hijo, era estéril y no hubo santo, hierba, ni médico, que pudiera remediarlo, así que asumieron su condición y siguieron su vida con dignidad. Bertha lo ha acompañado desde hace veintiocho años. Rigoberto Bothi, ahora un hombre de más de setenta, camina nervioso en la sala de espera. Con pantalón de mezclilla, camisa morada, chamarra de cuero y un sobre que guardan sus manos curtidas, Don Rigo, es sólo un pasajero más. Nadie lo mira. Y si lo hacen, no le brindan más de un segundo de atención y vuelve a perderse entre la multitud. A pesar de que tiene un rostro duro, lleno de sol, arrugado de tanto trabajar, la tierra le llena las uñas y aún sin sombrero podemos ver que su cabeza está hecha para portarlo con orgullo. Para el resto de la gente, él, es sólo una historia más que a nadie le importa conocer. Camina abrazado de ese sobre amarillo pensando en que ya está viejo para estas cosas. Duda. Quisiera rajarse. Está a punto de hacerlo. —Señores pasajeros, su atención por favor. Aquellos pasajeros del vuelo 567 con destino a la Ciudad de Dallas, Texas, pueden comenzar a abordar. Entonces Rigoberto duda, espera, da un paso para adelante y dos para atrás, hasta que una azafata se percata de su nerviosismo y se acerca a él. Le pide el boleto, revisa el sobre y lo encamina a la 17


arteficio puerta donde otra señorita lo lleva hasta su asiento. Rigoberto, a falta de sombrero, se quita el aire con la mano derecha y agradece que lo hayan animado a subir. —¿Y ’hora? Ya estoy subido en esta cosa… que Dios me dé fuerzas —pensó. Mira por la ventana y se encuentra en su reflejo. Se da cuenta de todas sus canas, de sus arrugas, de cómo los párpados le están comiendo los ojos y trata de imaginar cómo era hace tres décadas. Cómo era aquella mañana que fue a trabajar sus tierras para alimentar a su prole sin imaginar que no los vería más. Recuerda cómo apartó al más pequeño de sus hijos quien le abrazaba las piernas porque quería acompañarlo a la cosecha y la mirada esquiva de su mujer que se le escabulló toda la mañana. Si hubiera sido más sensible a las pequeñas cosas, quizá hubiera sospechado que algo estaba mal, pero no fue así. —Deje ya a su padre, escuincle, ¿no ve que lo atosiga? ¡Déjelo, le digo! — ordenó la madre apartando al pequeño con las manos. Entonces Bothi era un hombre alto, curtido, orgulloso, lleno de vida, la cabeza de la familia, el pilar, la fuerza. Se sentía el héroe de ese chiquillo, y de todos los demás. Al menos eso creía hasta que una nota y seis palabras acabaron de un golpe con su imagen de padre y protector. Aquella tarde anaranjada comenzó a caer y desde entonces no ha parado. —Si no fuera por Bertha, desde cuándo ya me hubiera muerto —se dijo. Una mujer se sienta a su lado. Él saluda con cortesía y acaricia el sobre amarillo. Cuando el avión despega, Bothi siente un vacío más vacío que aquel que le dejó su familia y se aferra a los descansabrazos. Comienza a sudar. Entonces la mujer trata de calmarlo. —No se preocupe, es sólo la sensación del despegue, en un momento le pasará. —¡Ay señorita, perdóneme! pero es que nunca había volado. Yo creía que no me iba a atrever. Ella, al ver que el hombre abría y cerraba el sobre con nerviosismo trató de distraerlo un poco. —Y dígame, ¿se puede saber cuál es el motivo de su viaje? Roberto dudó un poco, repasó la pregunta en su cabeza y respondió: —Pus el motivo es que mi mujer me abandonó hace treinta y cuatro años y voy a ver a mis hijos.

—¿Perdón? —preguntó sorprendida con la respuesta. —Bueno, sí. Voy a ver a mis hijos y a conocer a mis nietos. —¡Wow! —dijo la chica al quedarse sin más palabras. Entonces ella no sólo quería hacer plática para calmar al hombre y olvidar el intenso olor a sudor y a tierra que lo acompañaba, sino que quiso saber más. La curiosidad la llevó a su segunda pregunta. —¿Y ellos viven en Dallas? —Sí. Todos. Hasta mi mujer, que ya no es mi mujer, porque el padre de allá donde vivo, dios lo tenga en su Santa Gloria, me convenció de que me divorciara por abandono de hogar pa’ que pueda yo dejarle mis tierritas a Bertha, que es mi mujer ahora, desde hace veintiocho años. Ella fue la que me ayudó a sacar todo el coraje que traía yo adentro. —¿Y dónde está? —No pus se quedó allá en la casa. Fueron mis chamacos los que me mandaron los papeles pa’ que

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Narrativa pudiera ir a verlos. Pero nomás me quieren a mí. Si supieran que gracias a ella yo sigo con vida, pus le hubieran mandado su boleto a ella también. Mire — terminó Bothi sacando los papeles y el pasaporte del sobre para corroborar su historia. —Me mandaron toditito, mi hija mayor trabaja en el consulado y ella fue la que me sacó los papeles. —Guárdelos, guárdelos, no se le vayan a perder — dijo la acompañante. —Ha de ser muy linda su hija ¿no? —No pus la verdad no sé. Sólo he hablado con ella por teléfono porque hace más de treinta años que no la veo, si fíjese que hasta ya es abuela. —¿Cómo? Eso sí que es increíble. —Sí, señorita. La verdad yo creo que ni siquiera la voy a reconocer cuando la vea. Me acuerdo que era igual a su mamá, pero ya son muchos años. Al único que he visto es al más chico. Ese es el que se llama como yo y es terco como una mula, igualito a mí. —Y ¿por qué nada más lo ha visto a él? —Pues le digo que es muy terco. Su mamá se lo llevó cuando tenía cinco años apenas, era un chamaco. Y ella le llenó la cabeza de mentiras. Los cruzó al otro lado diciendo que yo los iba a alcanzar y después les dijo que me había muerto. Allí vivieron muchos años, hasta que este muchacho, Beto, se le escapó a su mamá cuando tenía quince años y se vino a México a buscarme. Él dice que él se acordaba un poco del pueblo y que su mamá y sus tías hablaban de cosas en secreto que lo hacían tener harta curiosidad; y quería averiguar si era cierto que yo fui el que los dejó o que me había yo muerto. ¡Cómo me acuerdo el día que llegó a la casa! Estaba vestido como un pandillero de esos que le dan a uno miedo, con aretes aquí en las cejas y con cadenas bien gruesotas. Yo lo vi saliendo de la milpa, caminaba balanceándose de un lado al otro, con las manos en los bolsillos como si escondiera algo, me recordó a mi padre, era alto, con las piernas largas y flacas pero fuertes, como las de un caballo; ya cuando lo tuve cerca le pregunté: —¿Qué se le ofrece muchacho? —¿Es usted Rigoberto Bothi? —El mismo que viste y calza —le dije yo. —Soy yo papá, Beto. ¡Yo sabía que no se había muerto! Y entonces sentí que se abría el cielo y nos abrazamos. Bueno, él me abrazó, porque como que a mí me cuesta mucho eso de estar abrazando gente. Pero no me lo tome a mal, es que a mí me enseñaron así.

Una turbulencia obligó a Rigoberto a abrazar sus papeles, volvió a abrir el sobre para revisar que todo estuviera ahí. —¡Ay Virgen Santa! —No se preocupe, es sólo una bolsa de aire. —Pero se siente rete feo. —Imagínese que va en un camión y que hay baches en la carretera, en el aire pasa lo mismo, pero estamos seguros —dijo la mujer esperando calmarlo para que siguiera alimentando su curiosidad. El hombre enmudeció un rato. La mujer dudaba si podría hacer otra pregunta o sería mejor callar el resto del vuelo. Fue entonces cuando Bothi rompió el silencio. —Y pues mi Beto se quedó conmigo unos meses. Le enseñé todo lo que sé sobre la tierra y estaba orgulloso de mí cuando supo que ya eran treinta hectáreas que tenía. Pus imagínese, sin mujer ni hijos, en qué iba a gastar yo más que en tierras. Primero conseguí ganado allá en Veracruz, ese de cara blanca, setenta cabezas, y ya bien engordado lo vendí. Con lo que gané me compré un tractor. Después me puse a vender alfalfa y frutas; con lo que saqué, compré otro tractor y luego el gobierno me ayudó con una empacadora. Imagínese, me dan cincuenta pesos por cada paca de alfalfa y empaco como cuatrocientas al mes, no como antes que todo lo hacíamos a mano. Ahora tengo cuatro peones que recogen de seis de la mañana a doce del día para evitar la calor y luego nomás la echan en la empacadora y listo, salen re bonitas, todas parejitas. Y mientras, vendo también las granadas que salen como trescientas cajas por carro en agosto. Y fíjese, los mismos que las compran las recogen, igual que las tunas, los duraznos y los higos, yo no tengo que hacer nada más que cuidarlas de las plagas y echarles agua cuando de plano no llueve. —¡Wow!, ¿así que tiene un campo con alfalfa y otro con árboles frutales? —No señito, todo está juntito. Lo que pasa es que los frutales se siembran en cualquier parte, si con los bordes tienen, no necesitan mucha agua; los dejo en la orilla pa’ que la sombra no los perjudique. Es muy bonito por allá, debería de ir. —¡Me encantaría! —mintió la mujer. —Usted llega por la carretera México-Pachuca y agarra la desviación a Actopan y luego la de Yxmiquilpan y nomás pregunta por Rigoberto Bothi, que ese soy yo, para servirle a usted y a Dios y cualquiera le da razón. —¿Botji? —preguntó la mujer, ¿Be, o, te, jota, i? 19


arteficio

—No, Be, o, te, hache, i. Bothi. —¿Y ese apellido de dónde es?, parece alemán. —Pus ¿de dónde va a ser? De allá de Hidalgo — rió el hombre. —Quiere decir “montón de mezquites” en otomí. Es que allá de dónde soy se habla otomí, bueno, ya casi no, ya se está perdiendo, porque las maestras ya no tienen paciencia y ‘ora enseñan puro español. Pero los viejos como yo, seguimos masticando el idioma, que es el que nos hace sentir que somos de allí y de naiden más. Y pus nuestros apellidos son según de donde vivían los abuelos o lo que hacían. Los Sashni, son los que viven en el monte donde se dan las hierbas de espinas y los Garambujo son los que hasta ahora se dedican a hacer cazuelas de barro. Y así nos llamamos todos por allá —vuelve a sacar sus papeles— Rigoberto Bothi Rafael, ese soy yo. Mire nomás qué renegrido salgo en la foto, ¿a poco no? La mujer miró a fotografía del pasaporte. —Tiene usted una hermosa sonrisa —dijo, haciéndole germinar una sonrisa mestiza al viejo. —Ay señito, si usted supiera lo que tardé en sonreír cuando se fueron mis chamacos. Imagínese, nunca está uno preparado para perder un hijo, y a mí me quitaron los cinco de un jalón. No, si yo lo único que quería era morirme. —¡Qué duro! —Sí, ¡me estaba volviendo loco! Así nomás, de un momento a otro, mi mujer se los llevó. Lo bueno es que mi Beto volvió y desde entonces me ha venido a ver, hartas veces. Luego viene con cartas de sus hermanos y regalitos, de esos que le mandan a uno pa’ que se sienta que alguien lo quiere aunque sea desde lejos. La última vez que vino mi Beto fue en noviembre, y llegó con Nicolás, mi otro varón, y ese Nicolás, se admiró tanto de mis tierras que me está dice y dice que las venda y que me vaya a los Estados Unidos con el dinero y que allá compre terreno, que nomás deje pasar el tiempo y que a luego lo venda más caro. ¡Ni loco! Él nomás me hace números y cuentas y yo ni le entiendo, pero yo no dejo mi pueblo más que con los pies delante. La sobrecargo se acercó para ofrecerles una bolsita de cacahuates japoneses y refresco. Rigoberto copió a su acompañante y bajó la mesita sin contratiempos. Pero su esfuerzo por parecer un viajero frecuente se vino abajo cuando preguntó:

—¿Cuánto le debo señito? Provocando más de una sonrisa. Tomó un trago de Coca Cola y abrió su bolsita de cacahuates. Cogía de uno en uno, los dejaba recorrer varias veces el camino entre el pulgar y el índice y finalmente los aventaba en su boca para chuparlos antes de triturarlos con las muelas. El ruido del motor y de un bebé llorando los acompañó durante una buena parte del vuelo. La mujer miró su reloj y supo que no tenía mucho tiempo para saber más de su acompañante, así que continuó la plática como si nada los hubiera interrumpido. —Pero quizás podría usted hacer muy buen negocio haciendo lo que dice su hijo. —Ay señito, ya está usted hablando como él. Si fíjese, estuvieron unos señores de Wolmar ofreciéndome mucho dinero por mis terrenos y ni así se los vendí. —¿Wolma? —Sí, el supermercado ese muy grande que hay en todas partes. Si en el camino al aeropuerto vi hartos de esos. —¡Ah! Walmart. —Sí, sí. Ellos querían hacer una de esas tiendotas en lugar de mi alfalfa. Porque mire usted, ahora la carretera pasa por en medio de mis terrenos y pus dicen que el pueblo va a crecer mucho y que ‘ora valen diez veces más de lo que me costaron. Y ¿qué iba yo a hacer con tanto dinero? Porque ha usted de saber que yo sin trabajar, ¡me muero! Pero mis hijos, cuando divisaron que yo no estaba jodido, sino al contrario, les agarró el amor. Ora sí me quieren, hasta me mandan mis dolaritos, que ahí los tengo guardados, pus yo pa’ qué los quiero. Los pongo en una cajita donde guardo la carta que me dejó la ingrata cuando me abandonó y entonces me acuerdo de que todos me abandonaron, menos mi Beto. Por eso ya tengo mis papeles bien en orden, fui a la notaría y toda la cosa, para dejarle la mitad a Bertha y la otra mitad a Beto, que fue el único que ha visto por mí desde que me encontró. Los otros bien que son interesados. Nomás que lo ven a uno indio y creen que uno no piensa ni siente. Pobrecitos mis chamacos… —Pero han de vivir muy bien en Texas —dijo la mujer— ahí la calidad de vida no se compara. —Claro que no se compara. Lo que me platica mi 20


Narrativa

Beto es que allá los hacen menos, por indios y prietos, y que por más que estudian no pueden conseguir buenos trabajos. No, eso sí está feo, que te ninguneen. Mejor acá en México, pobre, pero nuestro. —¿Y entonces usted no piensa quedarse con sus hijos? —No, ni lo mande Dios. Yo no puedo negar la tierra que me vio nacer y la que me ha dado de comer toda la vida. Ya estoy hecho. Ni por más que le hagan, yo nomás vengo a conocer a mi prole, que la merita verdad ya ni siento que es mía, pero quiero verlos. Más a mis hijos, como que quiero ver qué fue de ellos, para poder morir tranquilo, con el corazón curado. Pero ya hasta tengo mi boleto de regreso, hice que me compraran también el de regreso, porque como yo no hablo inglés no fuera a ser que me dejen allá sin modo de regresarme. La aeromoza los interrumpe dándoles las

formas de migración. —Yo ya la tengo, ¡gracias! —dice la chica. —¿Tiene usted esta forma? —le pregunta a Bothi Rigoberto saca todos sus papeles y la azafata confirma que la forma está llena. —Muy bien, ya puede guardarla —termina la azafata. Rigoberto no la obedece y le extiende la forma a su compañera de asiento. —¿Está todo bien? Es que allá en el aeropuerto una señorita me ayudó a llenarla y no sé si ya quedó. —Seguro que sí, el personal de la aerolínea saben perfectamente cómo —dijo al regresársela sin leerla. —Y ¿cuánto tiempo se queda? —quiso saber la mujer. —Un mes. Se me hace que es rete harto tiempo, pero mi hija dice que apenas un mes pa’ recuperar lo perdido. Pero lo perdido, perdido, por más que le 21


arteficio hagamos. Nomás que quise darle gusto, pobrecita, como era la mayor y ella bien que sabía los planes de su mamá y la consecuentó, pus yo creo que la culpa no la deja. El avión dio una vuelta dejando ver sólo el cielo. Rigoberto se esfuerza por mirar la tierra pero la inclinación de la nave se lo impide. —Ya pronto vamos a aterrizar, está tomando el rumbo hacia la pista. Una vez que se niveló, Rigoberto miró el suelo. —O sea que ese suelo ¿es los Estados Unidos? — decía opacando el cristal con su aliento—. Qué plano está, como que no tiene variedad. Mire nomás, todas las casas son iguales y las calles derechitas. Es como ir a un mercado donde venden puro jitomate, pus aunque es muy bonito y rico, pus como que hace falta que haya de todo para disfrutar de las diferencias. ¿A poco no? —Puede ser que tenga usted razón, aunque le voy a decir que Dallas es una ciudad hermosa, de las más bonitas de todo Estados Unidos. Estoy segura de que le va a gustar. El piloto comienza a disminuir la velocidad, Bothi alza el sobre y saca los papeles. —Esto me van a pedir ¿no señito? —Sí, sí. Pero guárdelos hasta que llegue a migración. Cuando aterricemos yo le diré a dónde dirigirse, no se preocupe. Y dígame, ¿cuántos nietos tiene? —Quince. —¿Quince? Son muchísimos. —Sí, fíjese nomás. Puro gringuito. Yo creo que han de estar bien prietos, aunque ya son gringos de nacimiento. Si me dijo mi Beto que iban a hacerme una fiesta de bienvenida pa’ que los conozca a todos. Por más que quiero no me puedo aprender sus nombres, pus están muy extraños, sólo los hijos de Beto tienen nombres normales, como los nuestros. Si con decirle que a su hija más chiquita le puso Bertha. ¡Uy!, nomás de pensar en verlos a todos me pongo de nervios. Imagínese ¿qué van a pensar de mí que soy su abuelo? Si no soy más que un indio ignorante que apenas sabe leer y escribir. —Van a pensar que son muy afortunados de tenerlo. —¿Usted cree? —¡Seguro! —¡Dios la oiga señito! —dijo mirando hacia arri-

ba. —Yo quería traerles escamoles, barbacoa, o algo típico del pueblo pero me dijeron que no podía traer comida. Por eso nomás les traigo unas carpetitas que bordó Bertha. No, si esa mujer fue un regalo de Dios. Fíjese que me dio todas las carpetitas que llevaba hechas este año, es que ella las vende cuando hay feria en el pueblo, y ‘ora no va a tener qué vender por dárselas a mis hijos. Si algún día va a Yxmiquilpan vaya a mediados de agosto, que es cuando está la feria. Es bien bonita, hay concurso de reinas, charreadas, palenque, comida típica, se pone a todo dar, y venden de todo a buen precio. Si fíjese, el año pasado, con lo que saqué de una sola hectárea de lechuga me compré un caballo. —No tengo ni idea de cuánto cuesta un caballo. —Pus hay de hartos precios señito, pero a mí el mío me costó treinta mil pesos, porque me pagan la lechuga a peso la pieza y ellos la venden hasta en cinco en Iztapalapa, le ganan un montón, pero no dejan que naiden entre ahí a hacer negocios, por eso la vendo desde antes. Ellos van a ver la huerta, la valorizan y vamos poniéndonos de acuerdo en el precio y me la pagan, así, si no llueve o cae la plaga, ellos son los que más pierden y entonces ya hay más justicia. Aunque la verdad es que ellos siempre llevan las de ganar. El anuncio de abrocharse los cinturones y recoger las mesitas de servicio porque se aproximaba el aterrizaje hizo que el corazón de Bothi saltara en su pecho. “Ora sí llegó la hora, ¡ni cómo rajarme ya!”, pensó mientras se persignaba cerrando los ojos. La pasajera sabía que no había tiempo de saber nada más, cuando sintió el tren de aterrizaje bajo sus pies. La ciudad se veía hermosa, las nubes manchaban el paisaje y el azul del cielo era profundo y claro. Bothi calló. Abrazó el sobre ya manchado por el sudor de sus manos y se asomó por la ventana. Parecía estar rezando. En pocos minutos el avión tocó tierra americana y los pasajeros se levantaban de sus asientos a pesar de que el letrero de abrocharse el cinturón seguía encendido. Caminaron hasta migración. Hicieron la fila en silencio, ya que Bothi no hablaba. Los nervios lo estaban matando. Pasó con el vista y a pesar de que le sudaban las manos le sellaron su pasaporte sin problema. Caminaron con prisa hasta la banda 22


Narrativa de equipaje número tres y recogieron sus maletas. Con papeles en mano pasaron la última revisión. La mujer se aseguró de ir detrás de Rigoberto para ser testigo de su salida a la sala de espera. Rigoberto se detuvo. Ella también. Bajó su maleta y secó el sudor de su frente con las manos, respiró, cogió su maleta y caminó hasta la puerta automática. Al abrirse pudieron ver a mucha gente, Rigoberto no se detuvo. Había visto a su tocayo, e iba en su dirección, ya que era el único rostro realmente familiar. —Vayan, saluden a su abuelo —ordenó Beto no sólo a sus hijos. Y un montón de niños corrió a abrazar a Rigoberto provocando la sorpresa de quienes aguardaban en esa sala. Hacía treinta y cuatro años que Bothi no sentía las manos de un chamaco rodeándole las piernas y la cintura. Había chicos de todos

tamaños. —¡Bienvenido abuelo! ¡Welcome abuelo! —gritaban ante el asombro del resto de la gente. Su compañera de vuelo pasó al lado de la marabunta de niños. Bothi la miró entre el agua de sus ojos y se despidió inclinando un poco la cabeza mientras mostraba su sonrisa de maíz. Beto se acercó a su padre, separando a los niños. —Vamos, vamos, ya dejen al abuelo, ¿no ven que lo atosigan? —Déjelos mijo, déjelos. No ve que a eso vine — dijo Bothi abrazando agradecido a su parentela. ::.

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arteficio

Cápsula

G

Hugo Tapia

enaro siempre se pierde soñando despierto. Suele recordar con exactitud, como si fuera ayer, la escena de Matrix, donde Morfeo le otorga a Neo la más simple de las medicinas, la posibilidad de tomar una decisión y ejecutarla: la disyuntiva de la píldora roja o azul. La píldora azul tenía la capacidad de mantenerlo en un mundo ilusorio, creado para contener su forma física en una jaula espiritual. La píldora roja, en cambio, le abriría las puertas a una realidad alterna, nueva, la realidad real, la chida. Y ahí está siempre Genaro, como un pendejo, volviendo a pelear sin razón consigo mismo, lamentando que no pueda encontrar a nadie que sea ley, derecho, que hable con la verdad y sea capaz de soportarla, sin quebrarse al siguiente segundo. Así pasa sus días, en un vaivén de emociones y sentimientos fluyendo por sus venas. Ni siquiera ha tenido que hablar con el Doc, cosa que le encabrona más, porque ese pinche implantador come mierda es el único que le atiende, lo escucha. Es el único que remotamente le cree. Roberto, mejor conocido como el Doc, había pasado por una situación similar. Al igual que Neo, él también tuvo que decidir si tomar la píldora roja o la azul. Desde mucho tiempo atrás, el Doc tenía la vaga sospecha de haber descubierto algo importante cuando todavía trabajaba en un laboratorio del sector privado. Aquel descubrimiento era tan difícil de creer, que no se atrevió a contárselo a nadie. Pasó muchos años investigando por su cuenta, pero todo le salió mal. Hubo recorte de personal en el laboratorio. Su despido fue inminente. Su falta de compromiso a la hora de cumplir con la entrega de reportes, le ocasionó ser el primero en la lista de despedidos. El Doc consideraba que aquel papeleo inútil le hacían desviar su atención de lo que pensaba, sería el descubrimiento del siglo. Genaro y el Doc coincidían frecuentemente en un bar. En alguna ocasión conversaron. Terminaron maldiciendo al sistema, la pinche Matrix, noche tras noche, hasta volverse amigos. Hablaban siempre con la verdad, decían las cosas con franqueza, acompañados siempre de una buena cerveza. Su relación se fue haciendo cada vez más cercana.

Después de un tiempo, cada uno siguió su propio camino, trabajando por aquí y por allá. A Genaro le inquietaban ciertas cosas que no parecían normales, cosas que nadie más percibía. Sus hijos ya eran adultos se alejaron de él por su extraño comportamiento. Casi no los veía. El contacto entre Genaro y sus hijos prácticamente había desaparecido por completo. Su esposa desapareció de su vida tras el divorcio. Ella también se alejó de Genaro por su raro comportamiento. Pero aquella soledad poco parecía importarle. Vivìa a su manera. Disfrutaba de la calma y se apartó de la sociedad. Así pasaron los años, mientras Genaro continuaba recabando información de acontecimientos que para él no tenían sentido. La última vez que el Doc y Genaro se vieron, éste último quedó muy intrigado con la conversación que sostuvieron. Se pusieron muy serios. Tanto, que hasta la borrachera se les bajó. Terminaron curándose la cruda en una lonchería de mala muerte, pero la comida tenía un delicioso sazón. Llegaron ahí seducidos por el agradable aroma que emanaba de las parrillas, con la carne cociéndose en aceite, olor que por momentos se mezclaba con el clásico hedor del cloro que sirve para lavar los mosaicos y la banqueta. Todo sea para tratar de desaparecer el tufo e inmundicias dejadas por los vagabundos que mean y cagan sobre sí mismos, justo afuera del local, esos miserables que no dejaban pasar la ocasión de saborear las sobras de comida con cochambre que recogían del piso y entre la basura. Fue en aquella lonchería que Genaro y el Doc platicaron sobre la posibilidad de que el cerebro fuera en realidad un tipo de parásito con vida propia. Detalló suteoría al Doc. Lo que más le molestaba a Genaro, era que nadie se hubiera dado cuenta que el cerebro era un ente independiente del cuerpo humano. Afirmaba que, si algo así se supiera, ya existiría algún movimiento social que alertara a la humanidad sobre aquel terrible descubrimiento. Y eso fue lo que le hizo confirmar sus sospechas de que nadie más se habìa dado cuenta de la verdad. ¿Cómo era posible que en estos tiempos nadie hablara de dicha situación? Sólo existía una razón para eso. A nadie le convenía darlo a conocer. Genaro se percató de ello, porque cada día 24


Narrativa

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arteficio le empezaba a desesperar más, no tener control de sus acciones. Fue así que se dio cuenta de la verdad. Descubrió que el cuerpo humano no es más que una cápsula habitada por un organismo invasor que, desde tiempos inmemorables, nos había colonizado desde el interior, de una forma meticulosa, como para que los humanos diéramos por hecho que aquella masa insertada en nuestras cabezas fuera una parte de nuestra evolución, un órgano más. Pero la realidad era otra completamente distinta. Los humanos en realidad somos producto de la evolución de un organismo primigenio que requirió adaptarse a una especie de traje. Con el paso del tiempo, el organismo fue adaptando su traje, consiguiendo un cuerpo mejor, conocido como ser humano. Saber que todo lo que hacíamos como personas lo procesaba un parásito, resultaba muy incómodo y difícil de digerir. De este modo, los cerebros funcionaban como un parásito con la capacidad de administrar cada uno de nuestros pensamientos y movimientos, para sacar beneficio y mantenerse con vida. La recompensa: un montón de estímulos y dosis químicas para generarnos placer o bienestar. Así nos controlan, como un ente sin dignidad que se arrastra por comida. Y si acaso nosotros los humanos quisiéramos dejar morir a nuestro cerebro, perderíamos conciencia de nuestra existencia. Como si eso no hubiera pasado ya. Genaro sintió un dolor intenso. Aún podía escuchar el sonido del tubo estrellándose en su cráneo, al mismo tiempo que le invadía el miedo y el dolor. “¿Cómo puede estar bien vivir, si todavía no sabemos cómo hacerlo? Nadie a mi alrededor sabe”, se decía Genaro, mientras se arrastraba por el suelo, tristemente abatido por el golpe mortal que el maldito Doc acababa de darle. Estaba empezando a perder el conocimiento, pero tenía que alejarse, escapar como pudiera de su amigo el agresor. Al parecer, el Doc se había molestado por la manera en que Genaro se había ofrecido como voluntario para que le fuera extirpado el cerebro, pero luego se retractó. Por supuesto, su amigo no tenía licencia para implantarle un cerebro artificial fuera de un laboratorio. El Doc no se cansaba de recordarle que su aportación sería muy valiosa para el despertar de la humanidad, que aún continuaba dormida. Como la pérdida de sangre significaba que a su valioso organismo le estaban faltando nutrientes, lo cual comprometía las conexiones y la comunicación con sus demás sentidos, el parásito le ordenó taparse la herida con la mano, para aumentar sus probabilidades de supervivencia.

Algo que sólo serviría para prolongar su propia agonía, se dijo Genaro. —El trato ya estaba cerrado, sabes que soy hombre de principios y no puedo dejarte ir sin hacerte la operación que ya pagaste— le dijo el Doc a Genaro, al tiempo que el médico preparaba la inyección que pondría a dormir a su amigo para hacerle la implantación. —¡Púdrete, maldito come mierda!— gritó Genaro, desesperado. La aversión por los cerebros, o parásitos, como él los llamaba, lo había llevado a cerrar uno de los tratos mas estúpidos que jamás se le hubiera ocurrido. Extirpar el parásito e implantarse un cerebro artificial. ¿En qué estaba pensando? La violencia del Doc hizo que Genaro sólo pudiera enfocarse en tratar de escapar, encontrar una salida. Sintió que montarse en el arcoíris que se postraba a sus pies, para salir deslizándose, mientras comía los pedazos de algodón con los que estaba hecho, era su única opción.Se dio cuenta que sus incoherencias no tenían sentido. Ya nada lo tenía. Genaro no lograba recordar por qué estaba ahí y tampoco recordaba cuál era el origen de la aversión a su propio cerebro, como para querer deshacerse de él. De pronto un doctor toca su hombro, mientras un par de guardias lo sostienen en el piso. —Se volvió a escapar— dijo el médico en voz baja, mientras daba la instrucción de ponerle una camisa de fuerza a Genaro. —Este paciente no debe estar sin vigilancia, sufre de despersonalización combinada con alucinaciones graves, producto de los múltiples golpes severos que se ha dado, por la aversión que tiene a su propia cabeza. —¿Pudiste sacarlo Doc?— preguntó uno de los camilleros. —Revisen el implante que tiene, para saber si se le ha inflamado el cerebro. Avísenme si tiene dolores de cabeza intensos. La medicina debería mitigarlo. —¿Me dio la píldora Doc? ¿Ya puedo ver la realidad?— preguntó Genaro. El doctor escucha las palabras del paciente y pide que lo lleven al cuarto. El lugar es acolchonado y monocromático, sin color alguno capaz de estimular su mente psicótica. Aquella habitación sólo tenía una ventana por donde Genaro mantendría contacto con el mundo exterior. A través de ella, podía ver un enorme sauce llorón con la forma de un cerebro y el reflejo de su propia cara aterrada en el cristal, al saber que los parásitos estaban ahí afuera, y lo saludaban al compás del viento. ::.


Narrativa Fraseo

“El más terrible de los sentimientos, es el sentimiento de tener la esperanza perdida”.

Federico García Lorca

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La dualidad del ser en el pincel de Janus Puedes consultar mรกs de la obra de este artista en http://janus-arte.com






arteficio

Tú, conocedora José Infante

P

arecían dos surcos los que sepultaban la mirada. Nadie identificaba las pupilas. La gente notó toda la ignorancia de su ser. No sabía hablar, ni leer, ni cómo ni con qué alimentarse, y defecaba en los pasillos. Muchos pensaron que era ciega o sorda, porque no respondía a los gestos de los parlantes. Al poco tiempo se percataron de que seguía con la cabeza los bocados de carne. El olor la hacía estar atenta. Tenía un olfato inverosímil: percibía los hedores más profundos de la noche. Comenzó a intercambiar palabras y se expresaba ante

cualquier oyente. “Ya huelo la luna y las estrellas”, decía al punto del atardecer, mientras movía la nariz con gestos desagradables. Y callaba. ¿Quién diría que las vociferaciones serían ciertas? Lo supe desde que la vi en la solemnidad donde paría la hermana de mi esposa. Una solemnidad que, por cierto, consistía en la máxima estulticia del ser humano. Éramos sesenta y tres personas. Las conté, tenía que hacer algo con mi vista en lugar de contemplar la vulva de la mujer. Incluso sobraba espacio en el lugar. Aquellas mansiones lucían unas 34


Narrativa recámaras de terrenos ingentes. Dos años después estrujé el cuello de mi esposa. “Pronto crecerá mi sobrinita. Y nos enseñará la divinidad. Y nos iluminará con sus ojitos de fulgores. Y seremos salvados por su gracia”. Al momento en que terminó de hablar, no pensé en otra cosa más que en matarla. ¿De qué habría servido enterrarla? ¿Acaso ella era digna de yacer en la tierra? Una burguesa no tiene por qué morir como un buen campesino. Para estos son todas las tierras del mundo. Mi esposa no podía ameritar algo tan natural como la tierra de los campesinos, ni mucho menos continuar con su incrédula invasión. ¿Alguien como yo la habría dejado aprovecharse, incluso muerta, de los suelos de aquellos? Tampoco la incineré. Vale más la leña que una burguesa como ella. Decidí enviarla al cielo, a que vaya con su dios. ¿Qué otro uso pude darle a todo el dinero que dejó? ¿Quién diría que no es posible mandar al cielo a las personas con un par de maletas llenas de billetes? Nunca simpaticé con los burgueses, sobre todo porque la mayoría vive en su fanatismo sagrado. Tuve que casarme con ella. Así logré corresponder a mi única misión. Recuerdo cuando el reverendo me dijo: “Busca a la niña que nacerá con los ojos negros. Nacerá de aquella familia, de aquella mujer, en aquel día, en aquella hora. Será enviada por Dios. Ella nos salvará”. No quiero recordar más su tosca manera de hablar. Esa no era mi misión, por supuesto. ¿Por qué habría de seguir las órdenes de los regímenes eclesiásticos? Yo tenía una misión de vida, un objetivo de verdad: salvar a los mortales de la salvación. ¿Por qué no la cumplí? ¿Tal vez por curiosidad? ¿Por ociosidad? ¿Era también yo un burgués? No, nunca. ¿Entonces qué demonios era yo? ¿Un pensador? ¿Un poeta? ¿Un narrador? ¿Un hombre que vivía de los burgueses? ¿Un pobre desgraciado que ama a los campesinos y que teme verles los rostros de gestos inmortales? Eso no importa. ¿Por qué habría de importar quién soy yo en un mundo donde no importa nada y a la vez importa todo? En poco tiempo comprendí el poder que tenía Dios. “Gracias, Dios, por no haberme tocado aún”, decía yo, cuando con la navaja cortaba las cuerdas vocales del sacerdote, luego de que este me había dicho: “Mañana nacerá la niña. Tendrás que cuidarla hasta que crezca y cumpla treinta y tres años”. No lo dejé terminar. ¿Por qué habría de escuchar su voz una vez más? El tiempo pasó más rápido desde el nacimiento

de la niña. Los ricos seguían ricos; los pobres continuaban pobres; los campesinos morían sin alcanzar la victoria de sus tierras; los políticos gobernaban, uno detrás de otro; los revolucionarios morían, uno después de otro; los panfletos yacían a la espera de que alguien los pronunciara. Nada cambiaba. ¿Acaso cambiará algún día? La niña creció. Llegó a ser una mujer de alto cuello, espaldas anchas y tez trigueña. Cualquier transeúnte que la miraba sentía pavor al ver los ojos tan negros y penetrantes. ¿Cuál era el significado de su existencia? Siempre quiso saber todo, y nunca se atrevió a hacerlo por ella misma. Sabía muy bien que recibiría las virtudes. En las tardes, tres mujeres de rostros infelices la bañaban. “Huelen a tierra y a sal”, les decía Música. Ese era su nombre. “Música, ya vente. La comida está lista. Ustedes dos, ayuden a bajar las escaleras a Música. Tú, tráele la tetera. ¡Y que no esté muy caliente porque los labios de Música pierden su color! Ustedes, señoras, traigan un par de dulces de anís para mi querida Música. Sí, ya sabes que a Música le gustan bien pulidos y coloreados. ¡Música, ay querida, qué pálida te ves! Comeremos ahora mismo, eh, siéntate, no te vayas a desmayar. Pedro, sí, Pedro, ven, ponle cuatro cojines en la silla de caoba. Sí, Pedro, para Música. María, ¿dónde está el banquito para los píes de Música? ¡Leopoldo! Ven ahora mismo, sóbale la espalda a Música. Ay pobre niña. ¡No Leopoldo! ¡Con delicadeza! La espalda de Música es muy frágil. Francisco, ¿dónde se metió Miguel? Tráetelo para que corte un poco del pelaje de las ovejas. ¡Sí, francisco dile a Miguel o hazlo tú! ¡Música necesita un poco de lana para acomodar sus piernitas! ¡Florinda! ¿En dónde estabas? Ve y dile a los señores de allá que se toquen una serenata para Música! ¡Sí, las mañanitas! ¡Las mañanitas para Música! Recuerden que todos los días es el cumpleaños de Música! Anda, ve, Florinda. ¡Y que sólo desde la ventana! ¡No quiero que se acerquen mucho a Música! ¡Paco! Háblale al señor Román para que venga a tocar uno de sus preludios. Música se cansará de los rancheros. ¡Pero con cuidado Magdalena! ¡No puede ser, Magdalena! ¿Pero qué te pasa? ¡Cuántas veces te lo he dicho! ¡Con delicadeza! ¡Con una gota que se derrame en el vestido de guirnaldas azules, se echará a perder. ¡Y son vestidos carísimos, mujer! ¡Con delicadeza! Música necesita paz y tranquilidad. ¡No la alteremos con estarla cambiando de ropa a cada rato! ¡Es cansado para ella! Vestido tras vestido. ¿A poco crees que Música 35


arteficio está tan dispuesta? Música, mi querida Música, ven a comer. Feliz día, mi hija querida. Escuchemos a los mariachis que te cantarán sólo a ti”. ¿Qué tan tolerante tendría que ser el hombre para no matar de una vez por todas a la madre de Música? Siempre lo he querido hacer. Matar a un burgués es una de las cosas que más disfruto. Aunque no todo burgués, por supuesto. Hay un tal señorito Reyes, fanático de Porfirio Díaz, que vive bastante cómodo y escribe de maravilla. Así que esperé. Esperar: el error más grande de la humanidad. Esperé hasta ese día en que nunca salió el sol. “Huele dulce como el sol”, eso es lo único que alcanzó a decir Música, antes de recibir la santidad. ¿Por qué no la maté? ¿Por qué no lo hice si ese era mi único objetivo? ¿Acaso esperé para ver los estupores de los burgueses, engañados ante todo? ¿De qué hubiera servido no tener el espectáculo de la crucifixión? Música empezó a arder en fuego. Cada persona iba y venía con cubetas llenas de agua. La mojaban con furia, como si la bautizaran. Se apagaba el fuego y de súbito se volvía a prender. Al poco rato se notaba la piel carcomida por las flamas. Los cabellos ya no existían. Los ojos negros seguían intactos. La gente no se cansaba de arrojarle cubetas con agua fría. “¡Ayúdanos, se está quemando Música!”, me dijo un viejo burgués. ¿Acaso no se daban cuenta? ¿Dónde creían que estaba el sol? El cuerpo en llamas se elevaba hacia el cielo. Muchos proletarios murieron quemados al tratar de sostenerla por los pies. Los pobres hombres lo hacían en un acto pueril como cuando se sujeta un globo. ¿Esta era nuestra salvación? Al fin lograron colocarla en una pared de ladrillos con forma de cruz. ¿Acaso pensaron que eso sería la solución? Ella gritaba y se movía como nunca lo había hecho.

Fue allí, en ese momento, cuando me alcé de brazos, me subí a la luz de un farol y exclamé: “Tú, conocedora de los hechos pasados, de los porvenires y de los presentes, tú, conocedora del secreto de los mares, por fin has terminado de esperar: ya recibiste el fruto, ya escuchaste la voz que tanto añorabas. Aguardaste todo este tiempo y nunca desesperaste, aunque estuviste a punto de hacerlo. Preferiste esperar; esperar en la nada a que llegara el todo. Ahora eres única, te has destacado del resto de los peregrinos. ¡Adelante! ¡Despégate de la extensa cadena de la creación en que marchamos los demás! ¡Escápate de la condena temporal! ¡Y guíanos! ¡Guíanos con tu luz hacia la salida de la caverna! ¡De la maldita caverna donde yacemos aprisionados, encarcelados, en la misma posición para contemplar sólo una mínima parte de la verdad! ¡Llévanos a la purificación! ¡Sálvanos! ¿Acaso no era eso lo que querías? ¿Para qué, entonces, esperaste tanto tiempo? ¿Para qué, entonces, te vistes con los colores de la eternidad? ¡Ilumínanos con tu luz aparente! Aparente, sí, tu luz aparente. ¿Cómo sabes que alguien no te ilumina a ti? Dinos, cuéntanos todo. ¿Cómo es el cielo? ¿Cómo es el sol? ¿Qué es sol? ¿Qué hay más allá del mar? ¿Cuál es la verdad absoluta? Tú la sabes. Sabes, conoces y ves todo. Contempla el absoluto. ¡Contémplalo y dinos! ¿No es bello el saber? ¿No querías ser libre a través del conocimiento? Pues ya lo eres. Ahora dinos, ¿qué se siente? ¿Acaso no es maravilloso?” Se apagaron todas las luces: los faroles, las linternas de los campesinos, las velas de las viejas burguesas, el brillo de la luna y las estrellas, y ella se apagó. Nos quedamos ciegos, en lo más oscuro de las oscuridades, en la inmensa, nigérrima y absoluta nada. Nada distinto a lo que ya conocíamos. ::.


Ashley G

No hay pa’ más Mariano Mangas

“C

arnalito, Zacatecas, aguanta. Ya casi llegamos”. El Piscacha ruega para que aquel chico no se desvanezca. El Zacatecas se aferra al hombro del viejo, no se quiere ir. —Se me arrastran las patas, Piscachita. —Aguántese, carnalito, aguántese. Piscacha tiene los ojos inyectados de sangre. Ya no es por el alcohol, sino por el susto. Aquella mañana el Zacatecas se vistió con los mismos pantalones de mezclilla, remendados una y otra vez por su madre, Vicky. Entre la basura del tiradero el chico encontró unos guantes rotos que usó para abrigarse. Regresó al jacal, donde su madre calentaba las tortillas en el comal. Antes de servirse de la olla de frijoles, el Zacatecas se acercó a su mamá. —Mire, viejita, podría faltarnos todo menos estos

frijolitos con epazote que tan ricos me saben en la puntita de la lengua. Entonces él besó la frente de su madre. —Mi papá, que en paz descanse, decía que con tortillas, frijoles y un café bien negro le sobraba para echarse la jornada completa. —Poquita tortilla, amá, poquito café porque no hay pa’ más. Pero si me lo cocina con sus manos de ahuehuete, con eso tengo pa’ llenar el hueco de la panza. —Cómele bien, mijo. Afuera, Tino el perro del Zacatecas lo aguardaba para ir a buscar entre los desperdicios del tiradero. Flaco y roñoso durmiendo en un sillón desvencijado, el Zacatecas lo halló moribundo un par de años atrás. Lo hubiera podido dejar ahí a que se lo comie37


arteficio ra la sarna, pero algo en los ojos del can lo conmovió. “Tienes unos ojitos de dulce de abeja y pos ya me ganaste”, le dijo el Zacatecas al Tino. Vicky lo intentó ahuyentar con la escoba cuando llegaron al jacal. —Apesta a muerto —dijo Juana, la hermana del Zacatecas. —Na, vas a ver que lo curo de la roña —respondió— véngase pa’ ca Tino que le voy a echar su aceite quemado. Mientras Piscacha se esfuerza por avanzar entre los cerros de basura, Tino lame los hilos de sangre que bajan por los dedos del Zacatecas, como tratando de aliviar el dolor de su amo. El camino del jacal del Zacatecas a la casa de cartón de láminas cacarizas y botellas de plástico del Piscacha, era atravesado por las torres de luz. Al pie de una de las estructuras de acero se podía ver la improvisada construcción. Cuando su amigo llegó, el Piscacha ya tenía una fogata encendida. —¡Carnalito! —gritó el Piscacha cuando vio al Tino correr hacia él. —¿Ya estás calentándote el cogote, mi buen? —Tsss, a huevo. Órale, mi Zacatecas, date las tres para aguantar el frío —le mostró una botella de alcohol corriente. —Ya sabes que a mí no me gusta el pegue. Con las fuerzas que le restan, el Zacatecas le arranca la botella de caña al Piscacha. Arroja un poco de alcohol sobre la herida que lleva en las costillas y luego se bebe la otra mitad. Al llegar a la recicladora pretenden conseguir un teléfono para llamar a la madre del chico. Decirle a Juana que todo estará bien, que pronto verá a su hermano mayor llegar a casa. —Le voy a buscar unas Barbis a mi carnalita Juana. Siempre anda estudie y estudie. Mi Piscacha, por diosito que si tuviera harto dinero le pagaba su educación. —Pos, no lo dudo mijo pero tienes que chingarle pa’ eso. Ya vez que uno nomás anda trabaje y trabaje y nomás no sale de jodido. —Un día de estos verás. Ayer un camión tiró un chorro de juguetes viejos cerca del picadero. —No, carnalito, ¿no te acuerdas que los que mueven allí, ya nos la sentenciaron? Para qué quieres que nos chinguen. —Na, qué va, son putos. Sin hacerle caso al Piscacha, el Zacatecas andaba ilusionado entre los desperdicios del picadero.

Quería hallar bajo la podredumbre un tesoro para Juana. Él escarbaba entre peluches mugrientos, papeles, pañales y latas. El Piscacha abría bolsas negras para sacar botellas de plástico juntaba para vender. Tino olfateaba la cola a los otros perros, luego iba a revolcarse entre el estiércol de los burros y caballos que pasaban cargados con carretas de basura. —Cántame, Juanita, esa canción que te sale tan bonita. —No porque te burlas de mi silbido. —¿Quién te manda estar chimuela? —No me molestes. —Ándale, sólo una vez. —“Tú dices que me amas y siempre lo harás y que tus caricias a mí me darás. Me tienes amarrado, ay ya más, amarrado, oh nena bien amarrado, y mía serás”. Después de buscar entre juguetes descabezados, rotos, quemados, el Zacatecas encontró una muñeca llena de tierra, pero completa. —Sólo para mi Juanita que me canta por las tardes, con el silbidito que le gorgorea en sus dientes chimuelos. Ah, qué la Juana. Me gusta que se inventa cuentos. Dice quesque vuela en las noches. Que ve las luces de la ciudad como hormiguitas quemándose. Me enseña sus apuntes de la primaria y me tira cábula porque no sé qué dicen sus libros. Ni que me importara mucho, jum, lo único que me late es oír su risa de canario. ¿Verdad, Tino? Cuando el Zacatecas escuchó los ladridos de Tino, ya se había alzado una polvareda encima de ellos. Golpes de piedras y vidrios se escuchaban junto a los gritos de la trifulca. Varios pepenadores se revolcaban como perros. Aunque el Zacatecas le silbaba, Tino se empeñaba en corretear a unos y a otros. —Chingada madre, Tino, ven —le gritaba. Entre la nube de polvo el Zacatecas abrazó al Tino para llevárselo cargando. Sintió una pedrada en la cabeza, otra en la espalda y con un golpe de tubo le doblaron las piernas. A pesar de que Tino trataba de defender a su amo, a los dos los molieron a patadas. El Piscacha quiso defender a su amigo, pero con un solo golpe lo mandaron detrás de uno de los montones de basura. El Zacatecas se enroscó para protegerse y a su vez resguardar el tesoro de su hermana. Uno de los que lo golpeaban quería arrebatarle la muñeca. —Les dijimos, putos, que no se metieran aquí. Dame esa chingadera. 38


Narrativa —No, es de Juanita. —¡Ah, sí, puto! Entonces guárdame este fierro. Junto al Piscacha y el Zacatecas, pasa tambaleándose un borracho. No se inmuta. Va alegre cantando destemplado “Ay, de mí, que estando solo me visitas y así llorando tú me llevas… maldita vida, ¿por qué es así?”. —Aguanta, Zacatecas, ya vamos… —Ya, Piscacha, bájame que te va a salir una hernia. Aquí me acuesto tantito en lo que llega mi amá Vicky y Juanita. Somos invisibles, Piscachita. Pero esas gentes finas que no nos quieren ver cuando recogemos latas, cartón, saben que allí estamos porque apestamos a loción de basura. No chilles, manito, sólo fue un piquete. Tino, vente para acá, lame las tecatas de polvo que traigo en la cara. Yo sólo quería regalarle una muñeca a mi hermana, Piscacha. Si no podía darle lo que los ricos, nomás porque tienen

con qué, al menos esto sería su tesoro. Juanita, ay, mi Juanita, ¿le platicarás a tu muñeca cómo vuelas por las noches encima de la ciudad en llamas? —No, carnalito, no digas eso. Tú le vas a dar la muñeca. —¿Sabes qué me da coraje, Piscacha? Chillo porque me acuerdo de los frijolitos de mamá, del sabor a epazote en la puntita de la lengua. Ya no voy a sentir sus manos arrugadas y cenizas. Ay amá, ¡qué rico cocinas!, poquito porque no hay pa’ más. Poquito porque las tripas se nos juntan con las costillas y las lombrices se tragan entre ellas. Y tus frijolitos con su caldito que tanto ansío en la boca que se me hace tierra. ::.


arteficio

Hotel Valencia Manuel Hernández Borbolla

E

ra una ciudad gris. Las pantallas publicitarias que delineaban las calles con todo y sus colores parpadeantes, no hacían menos sofocante aquel cúmulo de edificios como cascarones, vacíos, llenos de gente rota. Lo lúgubre se hacía palpable en los reiterados anuncios de gente sonriente, vendiendo alguna baratija, como fingiendo la vida. Era ese tipo de existencia artificial, tan propio de las grandes urbes, donde uno suele sentirse completamente ex-

traviado en un mar de gente. Rostros que nada dicen, imágenes como metralleta, el ruido incesante, cuerpos que se rompen en la nada. Son los estertores del progreso, corazones estériles y fragmentados, presos de sí mismos, de su egolatría aberrante, que de alguna manera evidencia esa incapacidad de ser parte de algo más grande. Ese tiempo extraño donde un segundo después es demasiado tarde. En eso pensaba Clemente mientras caminaba por 40


Narrativa aquellas sórdidas calles, insoportablemente transparentes. “¿A dónde habrán huido todos los árboles?”, se preguntó en silencio, mientras evadía un charco sobre la banqueta. La tarde amarillenta no ayudaba. “Pronto caerá la noche y yo todavía sigo buscando a dónde ir”, se reprochó. A veces ocurre así. Uno camina y camina durante horas, sin rumbo, como buscando alguna señal. Casi como una escapatoria a ese silencio atroz, que lo va consumiendo a uno por dentro. Pensó en Paola, en lo felices que pudieron haber sido si las cosas hubieran marchado de otro modo. Era esa misma sensación otra vez. El vicio de la soledad. Después de preguntar por alojamiento en varios hoteles, finalmente encontró uno. Una pocilga llamada Hotel Valencia, sobre Tlalpan. No necesitaba grandes lujos, sólo una habitación sencilla que se ajustara a sus necesidades. Un baño con agua caliente y poco más. Era un hotel viejo y decadente, de esos que tanto le gustaban. La alfombra roída y desteñida hacía juego con la trémula luz, fría y parpadeante, que alumbraba el pasillo. Apenas cruzó la puerta puso el cerrojo. Desde la ventana de la habitación podían verse algunos letreros luminosos, el ruido incesante de los automóviles. Al otro lado de la pared se escuchaban los forcejeos de una pareja haciendo el amor. “Haciendo el amor”. Vaya forma tan extraña de referirse a la tracción de los cuerpos, los gemidos, como si el amor fuera realmente sinónimo de coger. Recordó aquella vez que fue con Paola a Texcoco y se quedó con ella en un sucio hotel. Les gustaba pasar la noche en esos lugares, repletos de insectos, y jugar a la prostitución. Había algo de encantador en representar la ruina humana entre caricias. Les parecía excitante. “Lástima que todo terminó tan mal”, pensó Clemente. Encendió el televisor, sólo para escuchar el ruido estéril que emanaba de la pantalla, quizá para armonizar el otro ruido de la calle o sentirse acompañado. Se quitó los zapatos y se tendió sobre la cama. Observó el techo durante un rato, absorto en sus pensamientos, uno tras otro, errantes. Más que pensamientos, aquello era una sensación tras otra, como un presagio. A veces sólo bastan esas cosas para sentirse completo. “No todos los cuentos que nos contamos a nosotros mismos resultan ser ciertos. Es complicado”, se dijo a sí mismo sin tener muy claro cómo es que había llegado a tal conclusión. El grito de una mujer lo sacó de su letargo. Se asomó

por la ventana. Un tipo corría hacia otro cabrón que corría despavorido, y lo empujó sobre una camioneta. Algunos jaloneos, reclamos. De más atrás llegó otro escuincle, para darle una golpiza al tipo que, según dijeron, les había robado un teléfono celular. “¡Lo van a matar!”, sollozaba la mujer. Clemente se quedó contemplando la escena sin hacer nada. Le divertía aquello, como si se tratara de un espectáculo, una especie de teatro callejero. Uno de los perseguidores sujetó al presunto ladrón, mientras el otro lo golpeaba con furia en el vientre y le propinaba otro par de patadas mientras el madreado iba descendiendo lentamente hasta el suelo. Con la cara hinchada y la camiseta echa trizas, el tipo se puso en pie como pudo y aceleró el paso, mientras los golpeadores daban explicaciones a los curiosos que pasaban por ahí. “¡Nos robó el celular”, gritaba uno de ellos, mientras el otro huía de sus golpeadores. Clemente nunca supo en qué acabó aquella historia. Suele ocurrir así, que sólo vemos una fracción de la escena. Siempre existe algo tras bambalinas, algo que detona toda la violencia del mundo contenida en un instante. Clemente pensó que la historia de la humanidad era eso: ir de la violencia de un instante a otro, hasta el fin de los tiempos. Se sintió cansado. Había sido un día largo, después de todo. Mañana tendría que levantarse temprano para contactar a los compradores y entregar el paquete. Suspiró. “Ojalá no se compliquen las cosas mañana”, se dijo en sus adentros, mientras dejaba la pistola calibre treinta y ocho sobre el buró. Se desvistió hasta quedar en calzoncillos y se recostó sobre la cama. Tomó el teléfono y echó un vistazo a sus redes. Tenía un mensaje. Era Paola. “Hola, ¿cómo estás?”, decía el texto. Se le estrujó el corazón al ver su fotografía. Recordó por un instante los días que habían pasado juntos, antes de que ella le terminara confesándole que se acostó con otro. Justo después ella dejó el departamento y desapareció de su vida. A veces ocurren esas cosas. “¿Qué querrá ahora, luego de casi tres años?”, pensó Clemente. No respondió. Decidió que era mejor borrar el mensaje y dar aquel asunto por finiquitado. Sintió una opresión en el pecho, una ligera dificultad para respirar. Los estertores del amor. Volteó la cabeza y miró el buró junto a la cama, donde reposaba, seductora, la Beretta treinta y ocho milímetros. Se alegró de seguir vivo. Mañana será otro día. ::. 41


arteficio

Me planché a un ñoño Elías Lozada

S

onaba de fondo In Rainbows, de Radiohead. El departamento era amplio, de techos altos y parades blancas, duela oscura y fina, y con ventanales de piso a techo. Mucha luz. Un sofá de piel hermoso, una mesita de madera y un librero muy grande repleto de libros de pasta dura. Eso era todo lo que había. Yo solo escuchaba, sus teorías del caos y la sociedad del espectáculo. Me divertía demasiado con sus analogías. No entendía bien a qué se refería cuando mencionaba la palabra despropósito. No era de forma entera un monólogo. Yo asentía y decía, sí o no, y preguntaba por qué. Sin embargo él llevaba el hilo conductor de toda la plática. Yo estaba hipnotizada. Me sirvió un whisky con hielos en un vaso de vidrió ancho y bajo. Riquísimo. Él tenía un whisky y una cerveza de lata. —El maridaje perfecto —exclamaba cada vez que daba un trago a la cerveza y al whisky. —La televisión miente por fuera y por dentro. Es muy fácil caer en las mieles de la tierra prometida de los 15 minutos de fama. Hoy todos quieren o queremos nuestros 15 minutos de fama. Lo decía tan seguro como quien recita su nombre en la primera clase de universidad. —Todos o la mayoría pensamos que 15 minutos de fama son suficientes para amarrar un buen contrato. Para alojarnos en una zona de confort que nos permita hacer más— continuaba de forma convincente. Siempre daba sus razones, que para mí eran imposible de contradecir. —15 minutos de fama y tendrás miles de seguidores en las redes. Miles de seguidores que te harán sentir feliz y complacido de ser leído y escuchado. Podrás hacer tu propio programa y sentirte un talento querido por el público y por el patrón. Pero todo es falso. El talento no asegura la fama ni el dinero, ni el estado de bienestar. A lo mejor sí la felicidad, pero no la felicidad que se proclama en televisión. La familia feliz por comer fuera de casa y por el viaje de vacaciones, todos juntos en el auto nuevo. Esa felicidad es ficticia. Él aseguraba que el talento da felicidad genuina

pero el talento genuino. No la imitación o la invención de fetiches. —¿Y si no tienes talento?— pregunté. —Nada, no pasa nada. La felicidad no es exclusiva del talento. Pero toda persona tiene cierto talento. Si lo conoces y lo desarrollas puedes ser feliz— afirmó. Luego siguió con su interminable reproche al sistema establecido. De repente, me quedé callada, como si no lo escuchara. Él enseguida se dio cuenta y me preguntó si ya estaba aburrida. —¡No, pero ya cállate y bésame por favor!— solté sin pensar ni medir las consecuencias. Se quedó callado y sonrió. “Tonto, no sonrías, bésame”, me dije a mí misma. Enseguida me le lancé antes de que él hiciera algo diferente. El primer beso fue un poco atrabancado. Derramé un poco de mi whisky en la mesita de madera y no le di tiempo de que soltara su cerveza y su trago. No sé en qué momento sus manos estaban libres y sobre mis pechos. Yo tenía mis pómulos calientes y rojos por la bebida y por la escena. Aunque yo inicié, él era el que terminó encima de mí. No me quitó el vestido cortó que me puse para provocarlo. Subió la falda e hizo a un lado mi ropa interior. Él sólo quedó con la playera blanca a medio quitar, y así me hizo el amor. Nunca se cansó de besarme los pezones hasta quedarse dormido. Despertamos muchas horas después, acostados en el sofá. Un edredón blanco nos envolvía. No recuerdo en qué momento nos desnudamos ni cuántas veces lo hicimos. Me bañé y me vestí. Cuando salí de su baño él dejó un té calientito y un recado en una hoja de papel: “Me tuve que ir, tengo clase de historia en mi facultad a las 9:30. Me gustas”… ::.

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Narrativa Fraseo

“Sabio es aquel que constantemente se maravilla”.

André Gide

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Quino (1932-2020)

Homenaje a un genio Se nos fue el gran Quino, uno de los grandes referentes de la cultura latinoamericana. Más allá de ser reconocido como el padre de la adorable Mafalda, sus libros temáticos son una joya, un auténtico deleite. Sin necesidad de utilizar palabras, Quino era capaz de sintetizar situaciones políticas y sociales muy complejas, con un par de viñetas. Un humor refinado, inteligente, mordaz, de ese que no se encuentra con facilidad. Lo vamos a extrañar, maestro.









arteficio

Los ilusos Luis Eduardo Velázquez

E

l futuro abogado estaba muy inquieto en una de las aulas de la universidad. La rutina para esos días era monótona. Cada sábado llegaba temprano el profesor del diplomado a la escuela, ubicada en la zona sur de la Ciudad de México, que se supone, es la zona más firme de la urbe porque fue bañada de lava basáltica del volcán Xitle hace más de 1,600 años. El temario era tan breve que el profesor —un destacado doctor en Derecho— al haberlo agotado en tan sólo un par de horas, se dedicaba a contar episodios de su vida desde el medio día hasta la hora de la comida. Ernesto era un hombre ansioso que estudiaba los sábados para titularse de su segunda carrera, porque sin cédula no podría litigar o sería un simple “coyote”, como se dice en el argot de la abogacía a quien lleva juicios sin título profesional. Su primera carrera y profesión era el periodismo, ahí había conocido la realidad cruda

de la vida y quizá de ahí parte de sus trastornos, que sólo se calmaban con una pizca de amor. La ansiedad es una de las enfermedades más comunes en la era virtual, donde todo mundo tiene una vida terrenal y otra en los móviles. Una de esas anécdotas relatadas por el profesor era que las personas difícilmente saben cuál es el valor real de su trabajo. El doctor en Derecho, que había trabajado para magistrados prominentes y ministros de la Corte, se quejaba de haber sido esclavo del sistema judicial por más de tres lustros hasta que conoció a un hombre que fue su socio y le enseñó que el valor de sus años de experiencia podría ser exponencial. Por azares del destino, siempre había gozado de buenos salarios en la administración pública y el Poder Judicial, no menos de 30 mil pesos mensuales. Eso sí, sus tareas eran de sol a sombra y pocas horas había para el ocio o para las costumbres 52


Narrativa licenciosas. Él lo dudaba, como buen abogado escéptico, pero recordó que una fresca mañana de otoño su socio, quien para ese entonces había fallecido de forma imprevista, le dijo: “te voy a dar una sorpresa”. Al siguiente día llegó a sus oficinas en el Pedregal y vio en el garage dos Mercedes Benz con un valor mayor al millón de pesos, color plateado, impecables, bien aparcados. —¿Y esos autos? —le preguntó al vigilante. —Los trajo el jefe —dijo sin sorpresa el hombre, quien a sus 40 años ya se dedicaba a ese oficio de mera afición porque meses atrás había echado andar una empresa informal con un par de sus familiares de venta de pan y café, en triciclos en las zonas de oficinistas en Polanco, que al mes le reportaban 25 mil pesos cada uno. El negocio, paradójicamente, no era el pan sino el grano tostado que ya soluble lo vendía al público a diez veces más de su valor real. El vigilante, conocido como Rafita, a quien los abogados machuchones lo miraban con inferioridad, era uno de los pocos mexicanos capitalinos que había logrado entender la Teoría de la alienación de Karl Marx y por esa sencilla razón, mientras la mayoría se perdía en el capitalismo, él sin saberlo y en forma práctica, ya era un emprendedor, que no empresario, que a sus familiares había reconocido como creadores de los objetos que ellos mismos fabricaban. Ya no eran obreros que en situación alienante pierden autonomía y dejan ser dueños de sus propia actividad. Todo un desafío en la antesala de la Tercera Guerra Mundial. En México, el café es una bebida usual para las personas. Muchos confiesan con sinceridad que sin una taza de ese fruto, que brota en varios estados de su tierra como Veracruz, Oaxaca y Chiapas, deambulan como sonámbulos por las calles. Cada país tiene sus creencias y sus bebidas, algunas espirituales y otras espirituosas. El jefe, formado en una de las universidades privadas más lujosas de México, donde más que profesionales forman empresarios, salió al garage rozagante. Nunca imaginó que la muerte lo acechaba, y le dio al maestro un juego de llaves del Mercedes Benz. —¡Qué es esto! —exclamó espantado. —Es un regalo un cliente nos dio un anticipo del juicio de amparo mercantil que iniciamos —dijo el patrón, que siempre presumía que para atender un cliente, tenía que portar en su vestimenta la suma de por lo menos 100 mil pesos. Si no llevaba una Mont Blanc en 53

la camisa no era digno si quiera de su trato. Negocios son negocios, era su premisa y legado de las aulas donde fue formado, allá por el poniente de la urbe, en uno de los barrios más ricos de México. El profesor que recién había dejado la esclavitud del Poder Judicial estaba atónito. Era un niño En Día de Reyes, que por cierto no sabía ni usar el juguete nuevo porque contaba a los alumnos que el carro se estacionaba solo. Así transcurrían las clases con más sustento de la filosofía de la vida que de la materia de Amparo. Lo que sí recitaba de forma clara era que para ser un buen litigante en Amparo mínimo habría que prepararse 15 años y entonces sí, poder cobrar mínimo un millón de pesos por juicio, donde no se hará simple justicia sino el control de la Constitución. ¡Vaya retórica de los abogados! Varios bostezaban y se aburrían con esas historias de un profesor de 60 años. Ernesto, el universitario angustiado, no tanto porque de alguna manera había tenido una experiencia similar años atrás en la que, después de ser esclavo en las redacciones había encontrado la forma de darle un valor o precio más justo a su trabajo. Le llaman filosofía cognitiva a ese encuentro que tienen dos personas que en mundos distintos avanzan por el mismo camino. Ya un poco aturdido de la clase, los alumnos salieron al receso que permitía respirar aire puro en esa zona de piedras volcánicas de la capital del país. La inquietud de Ernesto, un joven humilde y austero que vivía la treintena de edad, seguía punzante y sin pensarlo, descubrió que era por ella. No era la ansiedad diagnosticada hace cinco años, esa ansiedad que como el tequila, es traicionera. Ella siempre entraba con sigilo a la clase. La distinguían su ojos grandes de color claro como el agave. Ernesto anhelaba ver sus ojos y de sorpresa sintió sus manos en la espalda. Un abrazo cálido que empezaba por ceñir su cintura. Fue como un sueño. Entonces, Ernesto se atrevió y le ofreció su corazón desnudo. Ella, una mujer tapatía con rasgos chilangos, rió y con compasión le dijo: “llegamos tarde”. El corazón de Ernesto aleteaba y su mente buscaba argumentos para que ser casado fuera una nimiedad, algo irrelevante en estos tiempos de libertad amorosa y pudieran seguir el romance, amarse sin prejuicios ni miramientos. Le respondió con un verso de un soneto que traía en sus notas del iPhone de última generación:


arteficio Nunca es tarde al ver tus ojos, Dos gardenias de dulzura: Una la llevo en mis sueños; La otra atada en tu cintura. Era un golpe asertivo de Ernesto para llegar a la conquista. Ella, firme como una mujer de signo de tierra, suspiró, parecía rendida. En milésimas de segundo como buena abogada dedicada a temas de inteligencia, se repuso y soltó letal: —Eres la persona correcta en el momento equivocado —dijo con dulzura legal. La proposición era peor que una condena a la silla eléctrica, que en México, por fortuna, nunca ha existido. En sus adentros, el joven periodista, abogado y poeta en ciernes, pensó que más bien era la persona equivocada en el momento correcto y cayó rendido en el juego de palabras. Quedó mudo como la letra hache. No hay nada qué decir donde ya vive el amor, el sentimiento intenso. Estaba en medio de las rocas, desarmado. Fue un caballero andante derrotado en la retórica, un iluso como el maestro que filosofa-

ba sobre el dinero. En este mundo no hay nada más falso que la moneda y el billete. “El amor es fugaz y la ansiedad también”, pensó Ernesto al caminar como sonámbulo por el Eje 10. Te toma por sorpresa como el mejor trago a un deprimido y quien la sabe dominar avanza con una sonrisa. Felicidad le llaman unos; embriaguez otros. “Para el caso es lo mismo”, se repitió en silencio, mirando al horizonte. “Depende de la mente y su capacidad no sólo de interpretar sino de comprender que se debe vivir con ese miedo a la muerte, pero con ese valor a la vida y a la experiencia, porque como aquel abogado que siempre supo cobrar bien en vida, nunca imaginó que pronto le llegaría el día de su partida. Lo único que dejó fue esa vivencia contada por su socio sobre el precio de cada quien en esta tierra, donde lo valioso es disfrutar el día. Ernesto siguió andando y le cayeron a la mente aforismos de Narosky como anillo al dedo: “Un pobre con ilusiones es más rico que un potentado sin ellas/ La ilusión nos engaña. Acariciándonos”. ::.


Narrativa Fraseo

“El miedo al peligro es diez mil veces más terrible que el propio peligro”. Daniel Defoe

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arteficio

Un árbol de extraño follaje R.J. Ramírez

L

o he visto observarme un par de veces gracias a la tenue luz de luna llena. Sus hojas se mueven con el frío de la noche y tocan mi ventana queriendo entrar. Sin embargo, es mortal y mudo, razón por la cual no habría que temer. Después de todo, fue gracias al abuelo que él está aquí. Me conoce desde que era niño y hasta fuimos amigos algún tiempo. Durante muchos años un columpio de madera permaneció colgado de una de sus ramas y yo me mecía delicadamente mientras leía las aventuras de El Hobbit. Un día, el columpio viejo y descuidado quedó destrozado después de que la tía Nelly se sentara en él. No es que fuera sólo culpa de la tía, sino que todo en este mundo tiene un fin. Igual que el abuelo, quien un día de invierno simplemente ya no despertó. Fue la noticia más triste de mi vida. Planeábamos ir de picnic y ver nadar a los patos esa misma tarde. Se canceló la fiesta de navidad y también la de año nuevo. Así que nos fuimos a vivir a Coyoacán con la tía por un par de semanas, en lo que mi mamá y la abuela decidían qué hacer. No podía creerlo. El abuelo había dejado la casa a su único nieto, yo, que aún no me casaba ni planeaba hacerlo. Mi madre y la abuela no aceptaron volver, no podían

resistir una tristeza mayor al seguir en aquel lugar que les recordaba el deceso de mi apreciado abuelo. Decidieron que lo mejor era quedarse con mi tía. Y yo permanecí solo con una casa de cuatro habitaciones y un árbol de extraño follaje. De inmediato, como nuevo señor de los aposentos, me percaté que la altura de mi examigo había crecido notoriamente. Yacían a su alrededor cientos de hojas en el pasto, libres. Para el mes de febrero el árbol estaba completamente desnudo. Me pareció de lo más extraño. A veces no sabía ni en qué temporada estábamos, miraba las plantas y los arbustos de los vecinos y sólo el mío estaba sin hojas. Nadie me preguntó nada, es más, parecían no notarlo. Era como si no quisieran meterse en problemas. Llegó marzo, abril, mayo y fue hasta junio que comenzó de nuevo a florecer. Me alegré tanto. De seguro pronto estará repleto de frutos, lleno de vida, me regalará una abundante sombra y así podré recostarme sobre su tronco. Eso fue lo que pensé. Desde que me instalé no ha habido un día en que no piense en el abuelo. Siempre fue un hombre de palabra y sabía cómo lidiar con los problemas. Un día, mientras trataba de arreglar la fuga de agua del fregadero, pensé

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Narrativa cómo habría arreglado él aquel problema. No quedó otra opción que llamar a un plomero, pues sólo perdía más agua y tiempo. Y, sin embargo, mi frágil cartera lo resentía. Quién diría que sería tan difícil pagar y pagar facturas. La vida de un recién adulto no es fácil. “Debiste de aprender más del abuelo”, me decía mi madre. Y vaya que tenía razón. Mis días pasaban entre trabajos rutinarios y libros de fantasía, por lo cual, el árbol con su raro comportamiento era lo único que se escapaba de mi realidad. No sé qué diablos comenzó a pasar con él. Me daba la impresión de que no quería que lo dejase solo en casa. Sobre sus brazos posaban aves extrañas todo el tiempo. Eran como cuervos negros que incluso me seguían hasta el trabajo, por supuesto me llené de asombro, pues incluso hasta me observaban. Caminaba apresurado con la preocupación de que si no lo hacía llegaría tarde al trabajo. El caso es que la parvada de aves posaba entre los cables eléctricos. Así, como película de Hitchcock, traté de pensar que no me seguían a mí, pero los llegué a ver incluso en la oficina, del otro lado de la ventana, volando libres por los aires. “Tontos pájaros, ustedes que son libres vuelen lejos, viajen al otro lado del continente de ser posible, descansen sobre las montañas o los edificios más altos y déjenme en paz en esta jaula”, les dije en una ocasión echando humos como si fuese una locomotora. No, no me escuchaban. Pero me distraía bastante y el trabajo se acumulaba. Otro día más que saldré hasta la noche. Era en lo único que pensaba al momento de ver el reloj. No pasó mucho tiempo para que el jefe hablara conmigo. Comenzó a llamarme la atención bien seguido, ya ni sabía qué decirle. ¿Qué podía decirle? Como si mis problemas le importaran. Creía que me había vuelto flojo y así, poco productivo, de nada le servía. Reconozco que tenía cara de sueño la mayor parte del tiempo, pero nunca fui grosero con nadie. Es sólo que no me entendía. Aquel día fue muy claro conmigo cuando me dijo: “Sin excusas muchacho, está es tu última oportunidad, de lo contrario, sabes muy bien que allá afuera hay más personas pidiendo tu lugar”, dijo. Camino de vuelta a casa estaba bien agüitado, con la mirada perdida en el piso. Caminé tan distraído que hasta me olvidé de los pájaros que de seguro iban volando cerca de mí. Al llegar, lo observé: sus ramas fuertes, tan lleno de vida y energía, y sentí pena por él. Sabía que era el causante de que recordara al abuelo día y noche. Después de todo, mamá y la abuela tenían

razón: vivir en esa casa había sido un error. No tenía el valor de regresar con ellas porque yo ya no era un niño, el tiempo me había hecho crecer y debía seguir adelante de la misma forma que el abuelo lo hizo. Talar el árbol era quizás la forma más económica para mis bolsillos. Si desaparecía de mi vista dejaría de pensar en el pasado que me persigue, en el presente y hasta en el futuro. Al día siguiente muy temprano sonó el timbre. Recibí a los señores que amablemente me ayudarían a llevar a cabo mi cometido. Sin embargo, cuando ya comenzaban a trabajar para deshacerse de él, grité desesperadamente que pararan. Perdí un poco el control. Los llamé enfermos mientras me aferraba al tronco, llorando. Los vecinos salieron asustados a causa de mis gritos, clavaban sus ojos asombrados, mientras aquellos hombres me maldecían llamándome loco. La pasé fatal. El árbol jamás me perdonó a pesar de haber actuado relativamente rápido. Severas cicatrices marcaron su cuerpo, hojas muertas a su alrededor. Perdió por completo el brillo esencial que lo caracterizaba. Dejó de considerarme su amigo, eso es seguro. Me parecía triste. Ya nadie me cuidaba en mi trayecto al trabajo y tampoco visita alguna en la oficina. Al pasar el tiempo me volví productivo en mi trabajo e incluso me habían convertido en el empleado del mes. Mis compañeros comenzaban a apreciar mis capacidades e incluso el jefe me saludaba con una gran sonrisa y yo se la devolvía por pura cortesía, pero en el fondo seguía sintiéndome perdido. Aquella noche el insomnio me mantuvo fiel al jardín. Hacía mucho frío, el viento golpeaba mi cara. De pronto, me di cuenta de que una pequeña neblina aparecía delante de mis ojos. Mis pies descalzos sentían el césped mojado. Sin importar aquello, me acerqué y toqué sus hojas, tan gigantesco y aún perfecto en comparación conmigo. En aquel, lugar donde prevalece la razón, supe por qué estaba ahí con una soga helada que acariciaba mi cuello. Mi cuerpo se llenó de escalofríos. Pronto estaríamos juntos. Lágrimas de tristeza por mí y mi familia. Y entonces me arrojé al destino como quien se despide de un público al terminar la función estelar. Me arrojé a la nada y a todo, sin esperar flores o aplausos, presente, en el silencio, mientras el telón aterciopelado poco a poco nos iba separando. Pero el árbol estaba haciendo bastante ruido con sus ramas y al golpear la ventana me despertó con gran violencia. Yo me quedé sentado en la cama, observando la nada, asustado. ::.

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arteficio

Sueño lejano María Magdalena López “¡Andrés!, ¡Andrés!, ¡baja de la silla niño!” El chiquillo bajó de la silla dejando la ventana abierta. El sonido de la locomotora hacia su estruendo sobre las pesadas vías. Después volvía la calma y los ruidos del exterior apareceían de nueva cuenta. La abuela cerró la ventana, quitando la silla en donde el pequeño subía para contemplar el paso del tren.

“¡Todos los días haces lo mismo chamaco! Un día de estos te va a llevar el tren”. La madre del niño salió con prisa dejando a la criatura al cuidado de la abuela. La anciana preparaba la comida, lavaba los trastos y a ratos jugueteaba con el chiquillo que corría por las habitaciones soltando carcajadas al viento. Su pelo rizado se alborotaba con cada

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Narrativa brinco, sus pasos aún torpes lo hacían rodar por el piso sucio y polvoriento. Le daba un beso y lo sobaba con saliva para aliviarlo. Luego volvía al juego. Era un escuincle de tres años, hijo de nadie, sólo su madre sabía quién era el padre. Decirlo no tenía sentido. El niño era agraciado, de ojos grandes y tez sonrosada, extendía en su rostro una gran sonrisa y la agudeza de su inteligencia se hacía siempre presente. Era más vivo y listo que la hermana y su hermano el grande, el que se fue hace meses ‘al otro lado’. “A Jacinto se lo llevó el tren”, decía la abuela. Era un pueblo chico. Todos se conocían y sabían los defectos de sus habitantes, lo bueno y lo malo. La madre trabajaba en el mercado. Vendía canastos y sombreros, pocos y cada día más pocos. La abuela recibía la pensión del marido, pero esos pesos alcanzaban para poco. El hambre y la necesidad se metía en los huesos de cada uno de los pueblerinos. Pedirle al pobre era desgarrarlo y dejarlo sin carne, sin posibilidad de vivir. Poco había que hacer en ese lugar. Pero la carne se pega al hueso y los habitantes al pueblo que los vio nacer. Andrés jugaba afuera, con la tierra, con agua, y hacía lodo. Sus pies casi descalzos eran gruesos por el toque del polvo y la suciedad. Le gustaba observar el paso del tren. Gritaba para asemejar el ruido que la máquina hacía. Corría para alcanzarla, pero la abuela siempre le gritaba para que se detuviera. Lo hacía y sus ojos grandes y negros veían desaparecer a lo lejos cada uno de los vagones. La madre lloraba por las noches, cargaba al chiquillo y trataba de arrullarlo entre sus brazos. La abuela buscaba entre las palabras aquellas que dieran consuelo a la desolación y pobreza que las acompañaba. —Tal vez vuelva Jacinto, ya hace dos años que se fue, ha de estar bien. —Rebeca no regresa, ya es tarde y como siempre sigue en sus andanzas. Me dijeron en el mercado que la vieron subirse al camión del pelado, el que trae las verduras. Esa va a salir igual que yo, sin saber quién es el padre de sus hijos. —Así eras tú, ni caso me hacías, te apaciguaste hasta que tuviste tres y mira, dos son iguales que tú, y éste todavía no se sabe. Lo bueno es que es el más bonito y no está prieto como sus hermanos. Todos los días eran igual al otro, Rebeca entraba y salía de casa sin importarle lo que ahí sucedía. Tenía sus propios sueños. Salir de esa casa, enamorarse, vivir mejor. La madre seguía en el mercado y Andrés seguía creciendo y el tren no dejaba su marcha, cinco veces al

día y dos por la noche, las mismas en que el pequeño seguía observando por la ventana. Cada vez era más fácil arrimar la silla y subir la ventana para gritar haciendo eco del sonido del tren. Otros dos años pasaron y Jacinto volvió. Pobre, hambriento, golpeado por la vida y por algunos policías, con los sueños rotos, la esperanza perdida. Tenía veinte años. No era muy fuerte, pero tomaba y gritaba. Sumido en los delirios del alcohol, golpeaba cosas haciendo las tardes con sus noches un campo de batalla y de llanto para la madre. La abuela se encerraba en el cuarto que tenía puerta y atrancaba una silla para que no pudiera pasar. Se recostaba con Andrés, le tapaba los oídos para que no escuchara y pudiera dormir. —Abuela, ¿qué cosas lleva el tren? —preguntaba el chiquillo con inquietud. —Pues lo cargan de madera, fierros, cosas grandes y sueños Andrés, muchos sueños. Cuando era niña como tú, quería subirme al tren para que me llevara lejos y conocer muchos lugares y sobre todo visitar el mar. —¿Qué cosa es el mar? —El lugar más hermoso que puedes ver, tiene mucha agua y es grande, muy grande. Los ojos del niño brillaban como si en ellos se pudiera ver la imagen del mar. Un anhelo, un sueño lejano comenzó a aparecer en la mente del chiquillo: “subirse al tren y llegar hasta el mar”. Rebeca tuvo un hijo a los 17 años. Ahora era una boca más que alimentar. La madre, aunque con disgustó, parecía querer mucho a la criatura. Andrés ya tenía 5 años y le gustaba recostarse junto al bebé, pero a Rebeca no le agradaba. —¡Quítate, Andrés! Lo vas a apachurrar, ¡maldito escuincle! Cerraba la puerta con estruendo y lanzaba al niño sin importar si caía. La abuela lo consolaba abrazándolo contra su pecho. El tren no tardaba en pasar y Andrés puso la silla pare ver el paso del tren. Fue a la habitación del niño y lo cogió entre sus brazos, con torpeza logró subirse a la ventana para enseñarle al bebé los vagones que pasaban casi frente a ellos. Un movimiento en falso. La silla perdió el equilibrio y los arrojó al suelo al par de chiquillos, dejando salir el llanto de ambos. La abuela y Rebeca llegaron al lugar y después de cargar al bebé tomó del cabello a Andrés y lo arrojó contra la pared. —¡Te dije que no te acercaras al niño, maldito escuincle! La abuela se abalanzó contra la muchacha, pero ésta

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arteficio esquivó el golpe y la anciana se golpeó contra la puerta. Cuando Jacinto no tomaba era diferente. Mimaba a Andrés y lo llevaba a pasear por los alrededores y se perdían todo el día. Esa tarde se lo llevó a la ciudad para que viera las luces de los adornos navideños. Regresaron a casa dos días después, pero la abuela ya no estaba, el olor de la comida no era el mismo. La madre permanecía en casa y realizaba los quehaceres domésticos. —¿Dónde está la abuela, mamá? Las lágrimas salieron y sólo dijo: “se la llevó el tren de la tarde, se fue a perseguir sus sueños”. Desde entonces, para Andrés el tren era quien se llevaba a la gente y los sueños de todos. En silencio abría la ventana para ver el tren de la tarde, anhelando subirse ahí para seguir sus sueños. Tenía que conocer el mar, ese lugar que la abuela había ido a ver. La madre regresó al trabajo y Jacinto se iba sin regresar en días. El pequeño quedó al cuidado de Rebeca, que hacía poco caso de la criatura, la soledad comenzó a invadirlo, ya no escuchaba los canturreos de la abuela, tampoco los cuentos. Sólo oía gritos y maldiciones de la hermana. El consuelo era ver el tren pasar, pero ya no gritaba para no despertar al niño. Una tarde dos hombres corrían junto al tren. Aventaron la mochila que cargaban y luego uno subió y ayudó al otro a trepar al vagón abierto. Fue divertido verlos y a lo lejos, le dijeron adiós. El niño correspondió con su manita extendida como si hondeara una bandera. La imagen de los hombres subiendo el tren no se apartaba de su mente infantil. Todos los días soñaba con subir, correr y subir al tren. Ver por la ventana ya no era suficiente. Pasaba toda la tarde afuera, corriendo, para lograr estar sobre la máquina, pero estaba muy alta y él era muy pequeño. Entonces, pensó en tomar la máquina de frente y así no tendría que saltar, sólo esperar la llegada y subir. Era un plan perfecto. Lo ideal para lograr el sueño. Varios días atisbaba a la máquina. El estruendo de los rieles se estremecía cuando estaba próxima. El tren seguía una rutina siempre a la misma hora, no cambiaba. Cuando el sol se encontraba de frente a la ventana y cegaba los ojos sin dejar ver el horizonte, era el momento para subir a las vías y esperar. La madre tardaba en llegar a casa. Cada día demoraba más. Jacinto sólo iba a molestar, a golpear a la hermana y llevarse el poco dinero que había en casa. Rebeca dejaba al niño y salía a platicar con cualquiera

que llegara a la esquina. Andrés seguía soñando y esperando el tren. Aquella tarde el sol no salió. Las nubes tendían el manto gris sobre el pueblo. Llovió por la mañana dejando grandes charcos que se esparcían por las calles polvorientas con el paso de los coches. Andrés se mojó dos veces al intentar pasar por los charcos. Llegó a casa y limpió los zapatos sobre el sofá. Al ver semejante destrozo Rebeca le propinó un par de coscorrones y a empujones, quedó debajo de la mesa.El bebé lloraba y ella se encerró en la habitación que tenía puerta. El rechinido del tren se escuchó a lo lejos. El pequeño salió corriendo. Tenía que estar sobre la vía antes de que pasara. Sus piernas cortas se estiraban con esfuerzo. Luego tropezó con la vía. Un zapato se atoró entre las piedras. Se soltó, se puso de pie y vio de frente a la pesada máquina. Se encendió el faro. El silbato sonaba de manera repetida y el niño dio un grito, quedando debajo de la máquina. La noche se hacía presente y la madre buscaba ansiosa, preocupada, preguntaba, pero no encontraba. El tren se llevó los sueños y al niño entre los rieles. El eco de la noche sólo repite los gritos de la madre: “¡Andrés!, ¡Andrés!”... ::.


arteficio

Alegoría hipertensa Héctor Quispe

E

l pueblo fantasma en el que se convirtió el mundo a lo largo de toda esta cuarentena que supera 40 días, y que seguramente durará más de 40 meses, exhibe el reflejo del hombre contemporáneo, que se queda más solo cada vez. No hay peor soledad que la que se vive acompañada por otras soledades. Los ríos de asfalto llevan un cauce defectuoso, los autos gritan su ronquera entre la madrevieja de aire fatal. Viento, sismos y tormentas aportan la dosis de devastación a este estado de sitio, donde los residentes se atrincheran en sus jaulas de cemento. Los cuchicheos electrónicos zumban bajo los ojos empañados de los edificios que miran hacia las calles melancólicas, vestigios de una civilización que se aferra a morir mientras respira. Al interior, lagos rectangulares reflejan imágenes que informan sin explicar el significado de tantas escenas nubladas dentro del mundo offline. *** Debajo de las piedras, los pequeños seres asoman las antenas, extensiones de sus ojos. Son testigos permanentes de lo que se va, y de lo que queda entre la nube terrestre que no libera lluvia. Su peor enemigo no lo combate ahora, más preocupado en un tema mayor, huir de una plaga peor que lo ataca por dentro, pero que no puede matar. La imagen parduzca y su fama carroñera le dan un aspecto asqueroso a este insecto que es mucho más que una mala reputación. Un reportaje de la BBC de Londres publicado originalmente en octubre de 2016 afirma que de unas cinco mil especies de cucarachas, apenas el uno por ciento, podría considerarse una peste. Experimentos científicos ensalzan la resistencia de este

ser capaz de resistir radiaciones nucleares y climas. El informe integra una exposición del Museo de Historia Natural londinense: excepto la Antártida, la cucaracha ha sido vista en todos los continentes. Algunas especies sirven como fuentes de antibióticos, otras se comen y unas más usan camuflaje para no ser comidas. Regeneran sus patas perdidas y continúan su andar. Los científicos dicen que 350 millones de años no han sido suficientes para borrarlas de la faz. Del griego cucus, que significa mariposa nocturna, el sufijo ‘acha’ se refiere a degradación de algo, le da el tono despectivo perfecto. Como si nada, siguen su camino, comen, se aparean, reanudan el viaje sin destino ni intención. Cumplen con existir. *** Los ciudadanos de la generación zeta piensan que es posible vivir y diseñar cada día un mundo ficticio mejor armado que el real: más sensible, completo, seguro. Una segunda vida paralela en la que se reponga lo que haga falta. En el ecosistema online, el hombre anhela, sin reconocerlo, la consistencia de una cucaracha. La realidad avatariana es más que la efigie caricaturesca que posee fuera de internet. Cree que aquí sí puede tener una mejor trascendencia, en el ego imaginario escurrido entre las grietas de los derrumbes ideológicos. La fragilidad humana es evidente. ¿Qué habría sido de ésta sin la mediación de internet, ese espacio que busca mandar los dolores a la nube? El hombre envidia a las cucarachas, pero su lógica es inversa y lleva años en la búsqueda de su mejor insecticida. ::.

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