TRIGÉSIMO OCTAVO NÚMERO | MAYO 2016
ASÍ VIVIMOS ASÍ GRITAMOS
OXXXVIIIO
Revista: Así Vivimos y Así Gritamos
Autores: Carlos Esteban González, Eduardo Gutiérrez Gutiérrez, Ernesto Rodríguez Vicente, Oliver Marcos Fernández, Unai Rojo Fernández y David Álvarez García.
Colaboradores: Rodrigo Roig Herrero.
Mayo del 2016 Nº 38
Edición: Carlos Esteban González Portada: Chiara Marquart Tabel. Sin título. Bolígrafo sobre folio.
Encuéntranos en nuestra página web: www.revistaasigritamos.blogspot.com.es Desde ella también puedes descargarte tu ejemplar. Para cualquier tipo de acercamiento, o si quieres pasar a formar parte de nuestra revista como colaborador, estaremos esperándote en nuestra cuenta de correo: revistasigritamos@gmail.com. La distribución de esta revista se realiza de forma gratuita a través de estos dos medios de contacto. De igual manera nos podéis encontrar en nuestra nueva página de Facebook https://www.facebook.com/revistasigritamos.
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Índice:
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El valor de las opiniones…………..………………………………………............................................ 4 Recuerdo de un sueño que fue real..….…………………………...….....…................................. 8 Libertad vitalista-relacional en Simmel……………………………............................................ 10 Donde estás…………….……............................................................................................... 13 There´s a long way to the top.…………………………………………………………………………………… 14 Nana de Nuna Cuna…………………………………………………………………………………………………… 19
Secciones
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Tren de sombras……………………………………………………………………………………….…………….... 20 Música............................................................................................................................ 23
Nota del Editor
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Supongo que muchos de ustedes, nuestros queridos lectores, no comparten ahora la situación que voy a tratar, pero, independientemente del tiempo en el que se encuentren, seguro que la han compartido en sus pieles. Ahora muchos de nosotros, a los dos lados del papel de esta revista, vivimos como si vivir nos molestara. Despreciamos las sacras actividades de dormir, comer, e incluso, de relajarnos. Vivimos con los colmillos temblando por el hastío, pero con ellos bien a fuera; sino pregúntele a cualquiera. En estos tiempos en los que uno soporta, por su propia acción, un peso semejante, tiende a confundir las cosas, a mutar lo urgente por lo importante. Cuando lo urgente avanza imparable en la escala de prioridades uno tiende a confundir su camino con algo ajeno, y a las cosas que en él halla como infieles trabas. Sin embargo, no hay mejor para deshacer un gran problema que conocerlo en profundidad. Lo que está claro es que esta situación sólo es buena cuando acaba, por ello, buscar un camino diferente que nos permita encajar lo urgente en lo importante se aparece como una alternativa necesaria. Nosotros, por nuestra parte, seguimos el dicho que dice: A quien continúa a tu lado en exámenes, nunca has de perderlo. Aquí nos tienen, treintayocho ya, sin sombra de duda.
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EL VALOR DE LAS OPINIONES
por David Álvarez García
-Mientras machacaba a aquel chico, lo que en realidad quería era meterle una bala entre ceja y ceja a todos los osos panda en peligro de extinción que no se decidían a follar para salvar su especie, y a las ballenas y delfines que se dejaban morir embarrancando en las playas. No pienses en términos de extinción. Considéralo una reducción de plantilla. – Chuck Palahniuk, “El club de la lucha”.
Hay muchos factores históricos y sociales a los que podemos aludir para referirnos a este nuestro tiempo: desencanto democrático, decadencia espiritual, corrupción política, pluralismo moral, globalización, etc. Pero ninguno de ellos me parece suficientemente característico. Quizá la pérdida de confianza en la democracia y en la diversidad pudiera valernos como punto de partida, pero pronto comprobaríamos su insuficiencia histórica. Y es que el quid de la cuestión es irreductible a un ámbito concreto del espectro humano. Cómo en las polis griegas, la comprensión se da únicamente en el conjunto, desde el conjunto. No obstante, hay que aferrarse a algo o encontrar el gusto en el esparcimiento y la disolución. Y precisamente en este esparcimiento generalizado podemos fijarnos para decir algunas palabras sobre el tema. Mucho se ha dicho sobre el “todo vale” y aun quedará mucho por decir. El relativismo encuentra su límite en el sentido común, pero éste ya hace mucho que es relativo a la cultura. Los intentos de universalizar este sentido no han podido superar la barrera de la crítica antropológica. Los valores hoy aceptados como fundamentales del hombre son una galantería de debilidad vital que a los ojos de una imaginaria Natura indiferente no dicen nada tranquilizador de nuestra especie. ¿Cuántas son las especies que el mundo ha vomitado, regurgitado y finalmente digerido convirtiéndolas en nutrientes inertes de otras funciones vitales? Cuán fácil es refugiarse en esta cosmogonía de los ciclos, y tanto más cuanta más información almacenamos en nuestras viejas alforjas. La información y la comunicación explicita y aparentemente exacta de la misma genera naturalmente una ilusión de grandeza por comparación, que a su vez choca de frente con la insignificancia de nuestra presencia en ausencia de Dios. Por otra parte, la información que vemos circular es pura ilusión de realidad. Estamos en el enésimo piso de la torre de Babel. El cambio en nuestra perspectiva sobre el mundo –desde estas alturas históricas- es una constante de nuestra existencia. En el siglo XIX, gracias al optimismo técnico tan propio de aquellos años revolucionarios y belicosos, se dio a ese cambio constante el nombre de progreso. Ello implicó el concepto de mejoría lineal; de que en general, el hombre se esfuerza y trabaja por mejorar un poco cada día, cada año, cada siglo. La idea de que
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ningún tiempo pasado fue mejor, pero sí peor. Y como era de esperar, surgió paralelamente toda una corriente teórica que frente a este mejoramiento de las condiciones de vida del hombre antepuso la expansión mundial de una tremenda decadencia vital y espiritual. Se ha querido llamar a esta corriente “irracionalismo” o “pesimismo”, tal vez con la esperanza de desacreditar a sus máximos exponentes. Siempre que alguien diga que todo va bien, no faltará quien digan que todo va mal; y mientras los primeros siempre tacharán a los segundos de almas perturbadas y trasnochadas, estos a su vez insistirán en lo cortos de miras que son sus detractores: ¡Cantamañanas! -¡Soplagaitas! –Y mientras tanto las nubes cuentan una historia que solo escuchan las flores y las raíces. En el aspecto teórico poco importa si es la razón o el instinto quien vocifera más alto, eso solo nos importa a los intelectuales - ¿en serio he dicho eso? -. Lo que realmente importa es quien mata a más y cómo se aprovechan esas muertes. No siempre vence quien más mata; así en la guerra quien mantiene la moral más alta puede resistir a los ojos de la Historia la ruina más absoluta. Se encuentran en este punto la teoría y la práctica, mostrando su simbiosis armónica que, por algún motivo que se me escapa, insistimos en negar. Pero la Historia no miente, más bien engaña y oculta –y, como todo imperio, destruye a quien niega su carácter único y absoluto. La idea de una única Historia resulta molesta cuando ante un hecho trivial nos encontramos con quinientas versiones opuestas ¿acaso tenemos un punto verdaderamente fuerte en el que apoyarnos para afirmar que un hecho es cierto y verdadero en un único sentido? ¿Qué demonios es un hecho “puro”? La más absoluta nada. Yo antepongo los cuentos a los libros de historia; o si preferís, leo los libros de historia como si fuesen cuentos de infinitas moralejas. La muerte: es curioso comprobar cómo cada escritor imprime sobre su obra un halo. Por lo general este halo está teñido del color de la determinación socio-cultural de su época, y casi cuesta creer que un individuo pensante y sintiente estuviese tras las palabras. Hay otro grupo de escritores que consiguen una cierta armonía entre su genio individual y el espíritu de su época –Montaigne, Zola, o Hegel, por ejemplo-. Y el último grupo, el menos numeroso, es el de aquellos quienes en su obra eclipsan con su presencia la época que los vio nacer, trascendiéndola violentamente –Platón, Kant, Nietzsche-. Entiendo por escritor a quien escribe impulsado por un egoísmo trascendental de permanecer en una prorroga temporal desafiando -con desdén- a la muerte. Poco importa que el escritor sepa o no cuál es su impulso y su motivación, que de hecho en el plano consciente es voluble y
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antojadiza; solo importa la efectividad de su presencia en los sedimentos de la cultura, en general. De ahí el valor de las opiniones. Sobre el papel, como tantas otras cosas, tenemos asegurada la libertad de opinar y no solo eso, sino que ninguna opinión es, a priori, más válida que otra. Así en ciencia, se puede legítimamente soltar cualquier imbecilidad que a uno se le pase por la quijotera y someterla a examen ante un tribunal. Y ¡Ay del pobre que se atreva a dejarse guiar por un prejuicio heredado! El jurado absoluto de la opinión pública es quien decide, y si dice que Plutón es un planeta, por sus cojones que lo es. Bromas aparte, aunque la ciencia natural se mantenga aislada en una élite de profesionales (¡gracias al cielo! ¿?), en el resto de áreas del espectro humano hoy en día estamos sujetos al “todo vale” solo limitado por la intersubjetividad de las masas –que se guían precisamente por el precepto de que para ellos todo vale, interpretado según sus apetitos, temperamentos e inclinaciones más o menos justificadas por la época-. En otros tiempos el criterio (de lo que fuese: arte, moral, religión etc.) venía dictado por una clase con una moral de grupo restringida y fuerte, con lo que quedaba asegurada la imposición de su sistema de creencia y opiniones, velado por una violencia despiadada y legitimado por la fuerza de la moral de esa clase. Solo valía su opinión, y si había que sacrificar a mil hombres por ella se hacía sin un atisbo de culpabilidad. Una cosmovisión tan dura y tan cerrada a controversia cierra la puerta a cualquier arrepentimiento posible –mientras se mantenga en pie el statu quo. Pero ¿acaso estoy diciendo que es preferible ese dogmatismo legitimado por la violencia al relativismo legitimado por la debilidad de la clase media, por su impresionabilidad con tendencia al consumo desenfrenado y a la cómoda mojigatería? Desde luego que no: estoy diciendo que ambas posturas son igualmente despreciables. Y como hijo de mi tiempo he de preocuparme por lo que me ha tocado presenciar. Y no es resignación lo que se susurra bajo las palabras, sino un desprecio afirmativo, un desprecio que clama al cielo: ¡ven a por mí! ¡más vale ser odiado que ignorado! En este texto quizá no estoy tan presente como en otros; haciendo valer mi egoísmo por encima de todo sentido común, de todo valor histórico que trate de subsumirme a su horizonte infinito. Desde las afueras de este mundo de los hombres, me aniquilo como un mártir absurdo buscando una salvación universal en la que no creo y que, desde luego, no deseo, ni merezco. ¿Qué podría hacérmela desear cuando tanto las convicciones como las
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inseguridades son remansos de muerte? El Tarrou de Camus no pudo escapar del deber que se impuso, es decir, no había posibilidad de cumplir semejante tarea: no condenar; y sucumbió a la peste en brazos de su amigo. En mi caso concreto el deber de decir lo que quiero resulta cada día más inverosímil y me dejo llevar por el Aqueronte, fulminando con la mirada a un Caronte que sonríe con el rostro de la humanidad. En fin, volviendo a lo que nos ocupaba en un principio, decíamos que actualmente, casi en cualquier materia, las opiniones de todos los hombres valen lo mismo ¿Y que valen? Tanto como se hagan valer. Mientras no arranquemos la lengua de nuestro interlocutor en el debate cualquier estrategia de argumentación, sea dogmática o científica, es válida para imponer cualquier opinión. Sin embargo, en según qué ámbitos hay ciertos tabúes y ciertas convenciones semánticas que, más que impedir la expresión de determinados significados, los maquillan para que sean aceptables, es decir, para que quien no tiene que entenderlos no los entienda, o entienda otra cosa –o nadie entienda nada-. Una cosa tan fácil de observar en los medios de comunicación, privados y públicos, tan trivial y aparentemente inocente, pasa desapercibida y todas sus implicaciones resultan banales. Una de estas implicaciones banales es que al igualarse todas las opiniones sobre el papel, en la práctica, como suele suceder, ocurre lo contrario. La opinión de un banquero vale más que la de un ministro, y la de este más que la de un concejal, etc. Esto siempre fue así –cambiando la jerarquía y las denominaciones en función de la época y la culturapero mientras que antes las diferencias estaban claras y bien definidas, hoy cualquier imbécil se cree con derecho a opinar sobre cualquier cosa y a ser tenido en cuenta como el que más ¿acaso no lo estoy demostrado? Otra implicación posible es que, aunque en la práctica unas opiniones pesen más que otras, sobre el papel ninguna opinión vale nada – pues el “todo vale” trae como corolario el “todo vale nada”. Estos juegos metalingüísticos que se engalanan con las togas de la metafísica tradicional –y viceversa- dirigen nuestra atención hacia sutilezas en vano, mientras el ciclo y la vorágine se ocupan de sus cosas. Ya estoy harto la verdad, de esto, de escribir sobre esto y en general. La conclusión es equívoca pero incuestionable: no hay más conclusión que el desdén, el desprecio y la inmoralidad cívica. Y cómo lema: ¡muerte a la cultura y que viva por siempre la inteligencia ideal! --------------
-La sociedad es un infierno de salvadores. Lo que Diógenes buscaba con su linterna era un indiferente…- Emil Cioran en “Breviario de podredumbre”
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RECUERDO DE UN SUEÑO QUE FUE REAL _ por Ernesto Rodríguez Vicente Ella caminaba con los pies descalzos por la calle. Solitaria y blanquecina, posaba su mirada sobre las sombras de la noche. Sus labios sonreían con una timidez casi nostálgica y sus manos frías temblaban con el deseo de su presencia. Él, turbado y sorprendido, recorría la casa rebuscando en los armarios las últimas prendas para el viaje. La hora se oxidaba en el reloj y el estrés ascendía por sus pulmones, mientras ella se mordía la lengua para que la sangre calmara su sed. No había por qué preocuparse, el viento soplaba a favor y, en el clamor de la distancia, sus almas dibujaban en el vacío el mágico momento en el que sus cuerpos se enlazaran como dos olas de espuma en la orilla del mar. Un breve silencio se extendió entre los corazones de los amantes y el pulso de arena se transformó en un río en el desierto, y en la corriente de cristal sus miradas de vapor viajaron en la oscuridad hasta la ciudad de plata, donde la sidra empapaba las plazas que esperaban la llegada del alba. Y cuando el café y los dulces saciaron sus párpados nublados, el viento de sal y esperanza les encaminó hacia la playa de canela. Allí la húmeda luz del tiempo embriagó sus resecos pesares y un leve pero intenso suspiro atravesó sus temblorosos espíritus, y en un beso de incienso y ambrosía se deslizaron en el aire todos los recuerdos, olvidando en un instante la cruda pesadez de la muerte. Paisaje – Paseo marítimo, Gijón. Susurra la sombra de espuma Alrededor de la ciudad de plata Y mueve con su voz desnuda El tenue fragor de la luz escarlata Peinan las olas los cabellos de agua Y las aves sesgan el viento Brillando como blancos cristales de hojalata Que tintan de olvido nuestro silencio Límpidos, límpidos son los resquicios Que la mar deja en tu mirada Y el tiempo que se asoma al precipicio Camina descalzo en mis palabras
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Su voz Cerezos de papel cuelgan de las ventanas, sus frutos son perlas de sangre que brillan al Sol cristalino y sus flores, como estrellas perfumadas, iluminan el aire triste y tembloroso. Surcan los cielos hombres descalzos, cuyas sombras invisibles forman pálidas nubes que ocultan sus pasos silenciosos, mientras se agita en la noche la tormenta y vibran sus almas de vapor entre azulados relámpagos de leche que se alejan como telas de araña en el viento dulce y violento. Mas el sueño gira en el huracán azucarado y el amargo café se llena de espuma y se eleva el mar de canela inundando la tierra prometida. Y ya sus manos acarician la nieve que cubre el rostro sucio y solitario, y ya sus labios se derriten y se funden a la orilla del deseo y su voz, como un suspiro de agua, se sumerge en el fondo de mi corazón.
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LIBERTAD VITALISTA-RELACIONAL EN SIMMEL _ por Eduardo Gutiérrez Gutiérrez En este artículo quiero tratar la idea simmeliana de libertad en un contexto ontológicovitalista; esto es, no vinculado a su filosofía moral y su idea de ley individual -aunque es innegable la presencia de esta noción-, sino más bien a sus ideas últimas -el escrito del que están sacadas estas ideas, Sobre la libertad, fue publicado después de su muerte-, desarrolladas en un contexto de pensamiento en el que la filosofía de la vida acapara todas sus reflexiones y temas de análisis. En este sentido tenemos que tener en cuenta que Simmel concibe al hombre como vida individual, y por tanto como un proceso psíquico, anímico o emocional continuo y dinámico, en el cual no pueden diferenciarse momentos o fenómenos abstraídos del todo vital que los dota de sentido -desde una perspectiva puramente vivencial y experiencial. La razón, con sus leyes lógicas, conceptos y categorías, sí que opera de este modo violentando la continuidad absoluta de dicho proceso-. Simmel entiende la libertad como una relación, de tal modo que el que domina a unos no es libre, porque pasa a depender de ellos: el tirano es igual de esclavo de sus súbditos que sus súbditos lo son del tirano. A esta idea Simmel le llama "dialéctica de la libertad". Entonces para él la libertad es, más que la imposición sobre los otros, la ausencia de necesidad y la independencia respecto de todo deseo, siendo la libertad del monje budista la máxima expresión de esta noción de libertad. El hombre libre es el hombre que no produce nada ni se vincula con nadie porque en todo producir y en todo vincularse hay una necesidad de dependencia que anula la libertad. Entonces, teniendo en cuenta la posición del hombre en el mundo y la relación de necesidad que mantiene con éste y con los otros, concluye que el hombre, en tanto que dependiente del mundo y de los otros, no es libre: "No desear algo [que equivale a ser libre de todo] es un orgullo extraño y es apropiado ubicarnos en esta posición asignada a nosotros en el mundo". Quisiera explicar cómo puede entenderse esta idea de la libertad de la relación a través de otra noción que en Simmel también adquiere un carácter relacional: la del pobre. Es pobre según Simmel el individuo que no tiene recursos suficientes para dar satisfacción a sus fines, pero que además recibe ayuda o se cree que debería recibirla. Por eso es la interacción con el pobre lo que hace del pobre un pobre, y por eso que considere que 'pobre' es una relación entre individuos y no un individuo particular. La escala de motivos para ayudar al pobre oscila del deber de hacerlo sin esperar nada del que recibe al deber de ayudar esperando que el otro reconozca el derecho de dar algo a cambio de esa ayuda. "Siempre existe muy poca libertad en el mundo, al igual que muy pocos alimentos. Lo que uno quiere, debe (a partir de un cierto umbral) quitárselo a los demás. Si quiero tener el camino libre de obstáculos, los demás tendrán que cederme su espacio". El hombre libre es libre de algo o de alguien, en tanto que no-necesitado e independiente absolutamente independiente-; la libertad humana es por tanto independencia respecto a las leyes de la naturaleza, a las que se enfrenta y rechaza en tanto que unidad con un
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horizonte de desarrollo propio e interno -íntimo y vital- para el que no existe ley aplicable. El ser humano es libre -la libertad del hombre no es libertad en sí, no es independencia absoluta y no-necesidad porque no-deseo, sino libertad para-hacer-algo y libertad respecto-de-alguien- en tanto que unidad porque, se comporte como se comporte y actúe como actúe, será siempre el mismo -él mismo- y no algo distinto a sí mismo: "tiene, entonces, la libertad de comportarse de una u otra forma sin perder su yo". Libertad es entonces lo contrario y opuesto a la necesidad, porque lo que es necesario no podría ser de otra forma; además, para Simmel el proceso de vida emocional, igual que el proceso de desarrollo de lo real, es un proceso dinámico y de una continuidad ilimitada; y donde hay continuidad absoluta no hay causalidad y por tanto tampoco necesidad. Pero es ésta, aclara Simmel, una libertad objetiva que tiene que ver con la posición del hombre en tanto que unidad frente a algo, y no la libertad subjetiva como capacidad de y para decidir. La libertad del hombre está asociada a su atrevimiento, a su capacidad de inventiva y de creación de algo nuevo, dado que el que está determinado no arriesga, no inventa y no crea novedades. Por eso que la libertad desde una perspectiva subjetiva se entienda como capacidad de elegir, porque en la capacidad de elegir entre dos caminos se manifiesta el riesgo de elegir el equivocado y el atrevimiento de no seguir el camino predispuesto. En el momento en que previamente a la elección el hombre tiene la certeza de seguir un camino -porque sabe que es el camino correcto y útil para su vida-, de modo que el otro se borra de su conciencia, desaparece la libertad porque desaparece el atrevimiento. Establece una semejanza entre la libertad y el deber, entendiendo ambas como una misma cosa. Parece seguir en un primer momento la idea kantiana de que es hombre libre el hombre que actúa según el deber ser de la razón; ser libre es no desear objetos empíricos que condicionen nuestra voluntad y su hoja de desarrollo o, lo que es lo mismo, limitarse al único y más puro deseo de la razón de gobernarse a sí misma -el deseo de la razón es deseo puro, distinto y superior al mero ansia de poseer objetos-. Aunque también podría interpretarse esta idea desde la perspectiva nietzscheana de que el hombre libre es el hombre superior que se hace dueño de sí y responsable de sí y de sus actos, de tal modo que es el hombre que obedece al deber ser que se pone a sí mismo como sujeto empoderado. Tomando partido por la línea nietzscheana y atendiendo a su concepto de ley individual como ley que el individuo se pone a sí mismo en tanto que vida individual -que por tanto no coarta a la vida-, dice: "Claro está que también podríamos entender la razón como un 'no yo' cuando es el representante de algo superpersonal, con lo que también su determinación se transformaría en una falta de libertad". Porque, explica previamente, para Kant la determinación pasional, afectiva o sensible del individuo es una falta de libertad en tanto que es un no-yo, un objeto externo, la fuente de esa determinación. Entonces, nos encontramos en este texto y en este autor con una libertad que debe ser vista desde dos perspectivas: como libertad absoluta, libertad en cuanto tal, equivalente a la no-dependencia y a la no-necesidad, es una idea que no puede aplicarse sobre la realidad práctica del hombre. Y como libertad relativa, como la libertad 'típicamente
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humana', que a su vez puede entenderse, siguiendo la distinción de Berlin entre libertad positiva y libertad negativa, como 'libertad para' o 'libertad de'. Una última idea que creo conveniente rescatar de este texto es la siguiente: el ser en cuanto ser, en cuanto acontecer nouménico inaprehensible e incognoscible, sólo inmediatamente vivido o experimentado de un modo intuitivo, es ajeno a la idea de necesidad, que es siempre necesidad lógica. Para el ser en cuanto tal, en cuanto fenómeno nouménico que escapa a nuestra razón y es por ello lo absoluto de lo irracional, no hay ninguna necesidad; para nuestra representación de la realidad, a la que llegamos a través de operaciones y formulaciones lógico-conceptuales, es decir, racionales, hay una necesidad lógica. El ser permanece aislado e indiferente a la teoría, siendo ésta incapaz de decir nada acerca del ser o siquiera de penetrar en su fondo: "Él no se puede derivar, descomponer ni unir para conformar unidades mayores, por lo que en general no es un objeto de la teoría, sino sólo de la vivencia". El ser se sucede o se despliega de un modo dinámico, continuo y fluido; lo que nosotros nos representamos del ser son sus contenidos, que se nos presentan ligados unos con otros; y se nos presentan ligados formando una línea de continuidad fragmentada según conceptos porque no somos capaces de concebir el mundo como una pluralidad de mundos, sino como un mundo único, ordenado y lineal -según las leyes de la lógica y de la razón-. La continuidad de los contenidos del ser hace necesario que dentro de cada ser exista un vínculo, de modo que la teoría, dependiente de los contenidos para hacer asible al ser, introduce la idea de necesidad, ajena al ser en cuanto ser. El conocimiento histórico es una excepción, según Simmel, a este modo en entender la teoría. El objeto de conocimiento de la historia es el acontecimiento real que no ha sido todavía expuesto a una reflexión teórica y no ha sido por tanto clasificado ni categorizado; esto es, una existencia real y primaria, no sometida a las leyes lógicas y por tanto ajena a la necesidad y a la libertad. Habla de este tipo de experiencia como 'experiencia pura', que es el objeto de estudio de la historia; lo que estudia el historiador es lo que ha ocurrido, de modo que requiere, igual que el teórico de que haya necesidad o el protagonista histórico que haya libertad, de acuerdo con sus fines prácticos, que haya acontecido algo.
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DONDE ESTÁS
por U. Rojo (Canto)
Te he buscado sobre truenos de piel viva En espejos de aire sucio En los astros fríos que mecen los rosales ¿En qué mares te meces paseando tan alegre Las noches de música perdida Por el camino de una botella de alta mar Tan rápida como el ocaso Y el acoso del esqueleto de los dioses?
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THERE´S A LONG WAY TO THE TOP por Carlos Esteban González There´s a long way to the top if you wanna rock´n´roll, que cantaba Bon Scott, aunque para algunos el hecho de que haya un largo camino hasta la cima es lo que les obliga a alcanzarla.
En alguno de mis viajes paré en la estación de autobuses de Santander, disponiendo de algo de tiempo entre el bus que me dejó allí y aquel que cogería haciendo transbordo. Aunque no recuerde a ciencia cierta el motivo o el destino del viaje, ni, incluso, a mis acompañantes, sí recuerdo que era hora de comer y que decidimos caminar para ocupar la espera y comer mirando al mar. Compramos algunas cosas en un supermercado cercano a la estación y dirigimos el paso con los equipajes y lo necesario para hacer unos bocadillos. Ya cercanos al puerto, pero desconociendo este hecho, nos cruzamos con un señor al que le adjudico ahora en mi recuerdo unos treinta, treinta y cinco años, moreno tanto de piel como de pelo. Tenía unos rasgos que mostraban que se enfrentaba habitualmente a las inclemencias del tiempo y un aro de oro en la oreja izquierda. Este señor apareció en la enésima esquina que dudábamos sin doblar y, ahora no recuerdo si porque le preguntamos dónde quedaba el mar o por su iniciativa, comenzamos a hablar. Tuvo a bien comentarnos que era extranjero y marino allí en Santander. Nos pidió dinero para ayudarle o algo de esa barra de pan que asomaba de entre las bolsas que llevábamos. Con el pan en la mano nos contó que a los marinos que cruzaban el mar se les permitía agujerearse la oreja como mérito distintivo de su hazaña, colocando en la ausencia de carne que ahora mostraba su lóbulo un aro de oro como el que él llevaba. Desconozco que fue de él más allá del momento en que conseguimos escapar a su presencia y, comprobando ahora la leyenda, parece que este aro de oro decoraba las orejas de los antiguos marinos no como mérito por la dificultad de su trabajo, sino más bien por su peligrosidad. El aro de oro, además de decorar su oreja, servía al marinero como seguro económico. Al ser un pendiente, era más probable que esa cantidad de oro no se desprendiera de su cuerpo y se perdiera, como previsiblemente ocurriría con un collar, pulsera o anillo y, si el marino o pirata fallecía en el naufragio, servía para cubrir los costes de su entierro o si sobrevivía y despertaba en alguna playa desconocida, podría servirle para empezar de nuevo. Igualmente, aunque entrando ya en el terreno fantástico sin ningún reparo, se dice por ahí1 que entre los navegantes de toda índole se extendió la idea de que sólo aquellos que hubieran cruzado con éxito el Cabo de Hornos
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La presumible señorita Trenzas en el blog Una carta para ti, en su relato El pendiente del pirata.
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tenían tres derechos inalienables: podían permanecer cubiertos en presencia del Rey, podían orinar al viento y podían ponerse un pendiente de oro.
Sea o no esto verdad, sigamos a lo fantástico. Si el aro de oro, que en nuestra época podríamos conceder de cualquier otro metal –habría que ver ahora a dónde lleva un aro de oro a un cuerpo, vivo o muerto-, es la muestra de haber cruzado y vivido para contarlo un mar, cabo u océano, yo vería igual de legitimado a aquel que haya decorado así su lóbulo como mérito por haber cruzado un libro y haber conservado lo suficiente de sí para volver y poder contarlo. Habrá quien considere que el ancho de un libro no se puede comparar con el ancho de un mar y cierto será que tal conciencia se deba a que no se ha acercado lo suficiente a libros como el archiconocido Ulises de Joyce o al no menos temible Porno de Irvine Welsh; también, porque habrá olvidado que, al menos, el mar se cruza en barco. De lo que no creo que no quepa duda es de la similitud en la profundidad, pues el océano más profundo tiene una profundidad medible, siempre mucho menor que el radio del orbe terrestre. Sin embargo, muchas de las obras que rodean las costas del caminar singular y la ignorancia presentan una profundidad absolutamente inimaginable; aunque los más experimentados lobos de tinta puedan llegar a pensarla. Una profundidad tal que, incluso, necesitaría de varias tierras seguidas para albergarse físicamente; sino pregunten por ahí cuantísimas barcas de pesca, veleros, goletas, galeones y flotas enteras se han tragado sin piedad ni reconocimientos las oscuras aguas de La crítica a la razón pura.
Pero leer sin ningún propósito más allá del entretenimiento o del conocimiento carente de objetivos, se parece más bien a los paseos que modernamente se dan en curiosas embarcaciones motorizadas sin perder nunca de vista la línea de la costa. Cruzar así un libro, dentro de lo que les busco decir, se parece más bien a ser pasajero en un crucero, si el libro es largo, o a ocupar el mismo puesto en estos barcos que hacen las veces de puente en ciudades cruzadas por el agua, como lo es Ámsterdam. Para ellos, y discúlpenme, pues de seguro todos pertenecemos ocasionalmente en ese grupo, no escribo este artículo. Mis palabras buscan más bien retratar la situación de todo aquel bucanero o corsario, dependiendo de su lealtad, de las palabras. Para todo aquel que trabaje con ellas y conozca en sus propias carnes las aventuras y desventuras que uno puede sufrir cuando realmente se enfrenta al océano que es el pensamiento de cada autor, sin olvidar la oscuridad de las aguas que moran su propia cabeza.
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Pues un marino sabe que la tierra suele guardar más calma que el mar, pero igualmente sabe que no podrá evitar volver a surcar sus olas. Cualquiera de nosotros sabemos que al levar anclas y comenzar a dejar atrás el puerto de la ignorancia a lomos tan sólo de nuestro genio y curiosidad, por la propia naturaleza del viaje nos vamos adentrando cada vez más en aguas completamente desconocidas, de las que no podemos alcanzar a imaginar las tormentas que albergan, ni la bravura de su olas, ni la fuerza u orden de sus vientos, ni, siquiera, si encontraremos en ellas tierra alguna; incluso en el presumible final del viaje. Pero la temeridad debe de ser la bandera, pues aún con esta consciencia emprendemos el viaje. Muchos son los que quedarán en el camino, y aunque no les espere la muerte, sí permanecerán en un limbo inundado por el sentimiento de enorme pérdida que lleva a uno a abandonar, un limbo que irá borrando las huellas de su viaje desde el punto en el que abandonó hasta que, ni en la propia memoria de quien abandonó, quede constancia alguna de su viaje. Este es un precio alto, más aún para aquellos que emprenden cada viaje por propia pasión, pues la misma pasión que les lleva a despreciar la quietud de la ignorancia, será aquella que desgarrará su barco, aun cuando la tormenta que consiguió que cediera ya no azote su cubierta.
Al igual que el marino, aquél empeñado en dominar la altura que ofrece el hombro de los gigantes pasados, una vez que se encuentra en medio del océano nada puede hacer para salir de él más que continuar. Al marino le atrapa el espacio, pues una vez inmerso en el sin fin del azul, su tiempo de vida queda determinado por el tiempo que puede permanecer en el agua sin necesitar arribar en tierra y, una vez más allá de la costa, volver es igual de incierto que seguir, siendo lo primero enormemente más deshonroso. Al bucanero de tinta le atrapa su corazón y tozudez. La misma que le ampara frente a la adversidad, le atrapa en ella. Una vez inmerso en el océano le es aún más imposible volver que al marino, pues su costa, libre de las tempestades y los tesoros de ese concreto océano, es la ignorancia, la cual no es sólo contraria al conocimiento, incluso al más difuso, sino también excluyente. Si está en medio del océano es porque lo ha surcado, lo ha visto, lo ha vivido, y dado que la mayoría de la realidad de estos océanos es intangible, tales hazañas no pueden deberse, sino, a que lo ha representado en su cabeza, y ello sólo puede tener lugar gracias a que sabe de él y puede llamarlo y elevarlo a su presencia. Entonces, si el bucanero de tinta tiene tantísimo poder sobre los océanos, pues es capaz de hacerlos aparecer a su voluntad ¿qué peligro puede amenazar tan privilegiada
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posición? Mucho me temo que una de las capacidades del hombre más indisolubles de la curiosidad: la duda. Sinceramente, y aunque pueda parecer extraño, considero que este es uno de los más flagrantes casos de traición. Una de las mejores armas y la más fiel amiga del motor y soporte de cada viaje del bucanero de tinta, viajes que conforman su identidad como tal, amenaza incesantemente y con gran vigor no sólo el bienestar del, en ocasiones, confiado viajero, sino que además amenaza tanto el éxito de los viajes, como a la posibilidad misma de viajar. Sin embargo, esto nos parece así debido a nuestra perspectiva, pues sólo parecerá traición cuando el viaje se defina por su final, colocando en tal valorado puesto el conocimiento. Si, a diferencia de este caso, el valor del viaje se considera alojado en la propia actividad -el placer de viajar por viajar, que diría un publicista-, no podemos olvidar cuan poderoso viento puede ser la duda, adalid de la destrucción de la solidez del conocimiento; sino, no tienen más que ver lo lejos que llevó la fiel duda al bueno de Descartes en su viaje El discurso del método, cuyo cuaderno de bitácora casi le cupo en la introducción, o lo lejos que llegaron cientos de escépticos con un par de líneas de sus Meditaciones metafísicas, sino pregúntenle a los fieles corsarios del bando contrario, a Moore, por ejemplo, que perdió la vida sin ganar la guerra.
Una vez que uno entierra en el recuerdo parte de su ingente ignorancia al surcar las oscuras aguas de algún océano ajeno, lo que reemplaza a la ignorancia, pues quizá tengan razón las voces que dicen que la naturaleza no soporta el vacío, es muchísimo más incómodo para el que alberga que su predecesora. El conocimiento, por ínfimo que sea, siempre refiere a un universo que parece invadido y dominado por el hombre, del que nuestra antropocéntrica mirada más bien sólo alcanza a admirar su complejidad. Pero lo que sí conocemos mejor es la relación que establecemos con el conocimiento. Fíjense, por ejemplo, en la relación que establecemos con aquellas cosas que, aunque no son para nosotras necesarias, notamos su presencia en nuestra vida como necesaria. Cuando no conocíamos aquello que ahora notamos como necesario, sitúense bien aquellos que se piensan menores sin un café a cuestas, cuando no teníamos ninguna relación con ello, su ausencia en nuestra vida era completamente inerte para nosotros. Esto ocurre con la ignorancia, por sí sola no nos hace nada, otra cosa es cuando la vida nos señala ese vacío en nuestro conocimiento y nos revuelca por ello. Sin embargo, el conocimiento, como la presencia del café en esas vidas, sí que produce reacciones, y de todo tipo. Muchas veces levamos anclas y abrimos con enorme ilusión las velas cuando, ante el descubrimiento de algo, comenzamos a imaginar cómo será el nuevo mar, cuáles aventuras allí se hallarán.
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Pero cuando uno ama a algo, sea la cuál sea la identidad de su cosificación en este universo de entes diferentes, le horroriza pensar que lo pierde, le horroriza ver cómo decae. No busco entrar en categorías éticas, pero esta vez voy a entrar en este remolino que les muestro por su flanco del egoísmo. Si uno ama un océano, un viaje, lo que de él sacó, o incluso viajar, y estas cosas empiezan a desvanecerse ante él, a perder su realidad, es normal que se sienta mal; siendo optimistas. Esto es lo que la duda hace, llega a todas las cosas que amas, te mira a los ojos y te dice: –Qué bonito lo que sea, sería una pena que no fuera real. Y como el conocimiento suele ser autorreferente, si uno da con la pieza adecuada y la derriba, puede acabar con el apoyo, incluso, de toda la estructura. La duda es incluso peor que la muerte, pues, a diferencia de lo que piensan muchos corsarios de tinta, a servicio de la razón, la fe, o de sí mismos, la muerte suele constituir un final. La duda, sin embargo, constituye un principio. Uno era feliz surcando un océano que había hecho suyo, con su maravilloso barco, ataviado para la ocasión y recostado en la barandilla de su castillo de proa admirando lo basto y magnífico de su cabeza, pero llegó la duda y como un virus consumió todo aquello que su cabeza albergaba, dejando sólo su nuevo y poderoso ejército de enormes virus destructores. Antes de que Uno llegara a ese océano no tenía nada, quizá un maltrecho barco de pesca, algo de su cuerpo y algunos trapos, pero esa nada que tenía, la ignorancia, era fundamentalmente inerte y fácil de manejar, pues sólo precisaba para ello no aferrarse a ella. Sin embargo ahora, en el nuevo principio que le da la duda, no vuelve a tener nada, esa nada la perdió para siempre y pertenece ya al reino del recuerdo. Lo que tiene ahora es una ingente horda de virus dudantes que tratarán de engullir todo aquello que les arrojen, mientras tratan de consumir a quien les alberga. ¡Imagínense que fatídico escenario!; si no se encuentran ahora en uno semejante o tienen el dudoso privilegio de recordar alguna situación semejante.
Entonces, ante incordio semejante, el único camino que queda es seguir, seguir aunque el océano nos trague, pues si continuamos aquí varados no encontraremos destino diferente ni más preferible. Sólo queda el consuelo de continuar nadando, con la ilusión de encontrar, o más de bien de procurarse, un intrépido guerrero de conocimiento que luche contra la horda de la duda sin dejarse consumir, y que, poco a poco, en el mejor de los casos, nos libre de los males de su voracidad, aunque continúe devorando cuanto tenga al alcance.
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NANA DE NUNA CUNA
por Ollie de Ninfo
Ay! Cántame mi dulce vida. Al oído suéname En la gruta con el fuego Tu voz El bosque eterno.
Abrázame con tu canto como a un hermano muerto. Así puedes abrazarlo a él con todo su aliento. Abrázame, mientras convierto Mi cuerpo en tu cuna nuna Abrázame mientras se esparce El sonido al calor de esta tumba.
Suéname pequeñito mi nuna Que ya voy cerrando el prisma que te imagina, Y tengo mi boca en la teta que amamanta mi ternura.
Cántame ligado en el sueño vida Despierta mi conciencia paciente Despiértame A que imagine el siguiente amanecer.
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TREN DE SOMBRAS
por Rodrigo Roig Herrero
HAY UNA CIERTA TENDENCIA EN EL CINE AMERICANO… GÉNERO: Terror, Thriller DIRECTOR: Robert Eggers REPARTO: Anya Tylor-Joy, Ralph Ineson, Kate Dickie, Harvey Scrimshaw GUIÓN: Robert Eggers PAIS: Estados Unidos DURACIÓN: 92 DISTRIBUIDORA: Coproducción ESTRENO: 13 de Mayo de 2016
“Todo aspecto que no sea sugerido por las imágenes en movimiento no es fotogénico y no pertenece al arte cinematográfico”. “La fotogenia puede definirse como cualquier aspecto de las cosas, de los seres y de almas, que aumenta su calidad moral a través de la reproducción cinematográfica”. Estas frases, escritas por la pluma del aclamado teórico y director del cine mudo Jean Esptein representaron una teoría que acabó convirtiéndose en la meta principal de muchos de los grandes autores de cine mudo europeo: El de la pureza de la imagen. Si nos alejamos un poco del sentido heideggeriano del concepto, podremos encontrar todo un ejercicio de reflexión sobre qué es el cine. Reflexionar sobre la imagen cinematográfica era, para los artistas, tan importante como filmar las historias. En efecto, su último deseo sería que estas historias emanaran directamente de la imagen cinematográfica, de la imagen en movimiento. Si la “pureza” se obtenía, en un primer momento, en la medida en la que eran sustituidas las habituales
técnicas
narrativas
en
la
literatura
por
recursos
meramente
cinematográficos, el concepto de Fotogenia (propuesto primero por Louis Delluc y desarrollado plenamente por Epstein) vino a resaltar la necesidad de eliminar cualquier elemento narrativo de la imagen cinematográfica. Esto conllevó a realizar films que recuperaban gran parte de la tradición artística europea. Sin embargo, su intención no era filmar escenas similares a cuadros o apuntes literarios, para el deguste de algunos intelectuales, sino de traducir grandes problemas que habían tenido una importante presencia en todos los debates estéticos a lo largo de los siglos: la perspectiva, la iluminación, etc… y entenderlos desde un punto de vista
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estrictamente cinematográfico, desde la imagen en movimiento. Por ello, el peso de las vanguardias históricas fue esencial para entender este periodo del séptimo arte, en especial por lo que Ortega llamó “deshumanización del arte”, es decir, por la eliminación del componente mimético de la obra. Este es el caso de uno de los más conocidos (y polémicos) periodos del cine mudo: El mal llamado expresionismo alemán. En esta etapa del cine, que los historiadores normalmente sitúan durante el periodo de la república de Weimar, se desarrollaron, en buena medida, muchos de los conceptos teóricos que se estaban debatiendo en los cafés de Berlín. Era habitual también que estos artistas colaboraran de un modo u otro en los films: Alfred Kubin, por ejemplo, fue seleccionado en un primer momento para llevar a cabo los decorados de El gabinete del doctor Caligari, pero también en otras películas del momento se acudía a momentos en los que la imagen tenía un peso mucho mayor, en lugar de simbolizar el lado más banal de las pasiones humanas, como sucede ahora. Así, Nosferatu nos demostraba como la imagen en movimiento también podía hacer referencia al desasosiego frente al absoluto como solo habían podido hacerlo Friedrich o Bocklin. En otros países, la plasticidad de la imagen también pretendía convertir lo fantasioso en realista, de hacer que las más oscuras de nuestras pesadillas tuvieran un lugar adecuado en el nuevo arte que a pasos agigantados estaba creciendo, como es el caso de Vampyr o de la aclamada Häxan. Pues bien, hoy por hoy, los films de autor parecen consagrarse cada vez más a esta propuesta. La película de la que hoy hablamos, La bruja, ha despertado toda una reacciones de seguidores en las redes sociales, pero también por parte de distintos estudiosos que han alabado la ópera prima de Robert Eggers, ascendido directamente al olimpo de los realizadores del cine de terror y considerado como uno de los autores más prometedores en un futuro no muy lejano (no en vano, Universal le ha dejado libertad para llevar a cabo el remake de Nosferatu). Pero sí hay algo en que todos se han puesto de acuerdo, en la incomodidad generada en el espectador por la belleza con la que se desarrolla la historia y el choque producido por el montaje horizontal, es decir, de “oído a ojo” que produce la relación casi dialéctica entre banda sonora de Mark Kroven y los maravillosos planos iluminado por la cámara de Jarin Blaschke (González Taboada la ha definido como “una mezcla no tan imposible entre El bosque y la Cinta blanca).
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En definitiva, estamos ante una película de terror, en el sentido más cinematográfico de la palabra. Nada de juegos de magia, de efectismos propios del Slahser… cine de terror con una firma autoral. Y esa firma autoral no es sino la búsqueda, de nuevo, de la pureza de la imagen. El cine de autor americano más contemporáneo parece haber echado la vista casi un siglo atrás, para aprender de cómo narrar historias únicamente con el poder de la imagen, y lo que es más importante, como conseguir expresar conceptos abstractos mediante un cine también abstracto. Hacía mucho tiempo que no veía en una sala de cine una película tan bella como es La bruja. Parece que ese relato folclórico al que hace referencia al inicio del film no solo se halla en su propia diégesis, sino que el propio director ha hecho un recorrido por el “folclore” de la historia del cine, descubriendo sus antepasados, sus ideas… y respondiendo ante ellas con un ejercicio que ha encontrado el equilibrio perfecto entre tradición y contemporaneidad, entre belleza y miedo, entre el realismo humiano y la trascendencia romántica, entre el montaje y la plasticidad de la imagen… Si tuviera que unirlo con algún periodo de la literatura, sería con la tradición del realismo mágico iberoamericano. En este sentido, el concepto de fotogenia al que nos hemos referido anteriormente cobra vida de nuevo en el cine sonoro, en especial en esta corriente del cine americano que hoy está encontrando una gran repercusión. Como suele pasar en estos casos, la tradición del cine europeo había rescatado del olvido todos estos elementos del periodo mudo, como es el de la fotogenia, reelaborando muchos ejercicios que ya habían tenido lugar antes: No en vano, tal sensación de desasosiego e intranquilidad ya lo practicaba Dreyer durante du etapa silente, lo recogió Haneke (dándole una bellísima a la vez que pérfida vuelta de tuerca) y ahora Eggers lo practica en La bruja de tal modo que la búsqueda por la narración (es decir, “¿De qué coño va?”) se torna inútil y banal, pues se trata de saber observar las imágenes para apreciar en ellas lo sobrenatural de lo natural. No sólo la revelación de la temporada, sino que también puede ser un iniciación muy interesante para dar los primeros pasos en el campo de la estética del cine de la mano de un film que, sin esconder de donde viene (¿Alguien ha visto El resplandor o Häxan?) puede convertirse en un vehículo más que apropiado para estudiar la plasticidad de la imagen.
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MÚSICA
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Pearl Jam – Even Flow “Una corriente continua, pensamientos que le llegan como mariposas. Él no lo sabe, pero las ahuyenta. Algún día, sin embargo, comenzará su vida de nuevo. Unas manos susurrantes suavemente le dejarán lejos. Alejadlo, alejadlo. Olvidaos de él” Lágrimas de Sangre - Voy a Celebrarlo "Saber que contigo conecto es un placer súbito" Ludovico Einaudi – Qual che Resta “…” Extremoduro – La Vieja (Canción Sórdida) "Cruzando la acera por debajo del cielo había una calleja y hablando de flores... allí no había flores ¡que va! Había una calleja y pasaba una vieja con un monedero y hablando del cielo... calló Dios del cielo ¡corre!” Clásico y Klayt – En el mapa "Escribo por placer y no por hambre." Fuel Fandango – Always Searching “La clave está dentro de ti el impulso, que te lleva a sentir.”
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