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Autismo Severo

por Haydée Freire Jacques

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Haudée está casada y es mamá de dos hijos, siendo el más joven autista severo. Se graduó en Odontología, ejerció la profesión hasta 2006, cuando decidió dedicarse integralmente a su hijo.

A FIN DE CUENTAS, ¿QUIÉN SOY YO?

Nadie especial, en verdad. Entonces ¿por qué razón mi buen amigo Paiva me invitó a escribir una columna en esta linda revista? Sólo lo puedo suponer, pero creo que es por mi larga senda en esa noria que llamamos vivir con personas dentro del TEA. Resulta justo que yo les cuente un poco de esa trayectoria a ustedes, que amablemente gastan su tiempo leyendo mis ordinarias columnas.

Mi hijo nació en 1991. En aquella época, si uno tuviera curiosidad, vería que no existían personas con discapacidades (!!). Al menos uno no las veía nunca. Y en lo relativo al autismo, ni siquiera los terapeutas sabían qué hacer. En cuanto a los médicos, bueno, ellos decían que no había curación y que “con la edad su hijo se calmará”, como si tuviera un retraso mental (sic). Fue lo que oí yo, y lo tuve que tragar. De manera que ese periplo por lo desconocido, solitario, dolido y a menudo gracioso, me enseñó tanta cosa que, como otras madres en mi misma situación, puedo relatar mis experiencias, que pueden servir si no para enseñar, al menos para divertir muchos padres más jóvenes.

Yo aprendí, de mis errores, que soy juez en lo que a mi hijo respecta. Por seguir consejos de profesionales –bienintencionados, seguro–, fui en contra mi discernimiento y el resultado fue mucho dolor, mucho sufrimiento. Hasta que aprendí: si no estoy de acuerdo con las sugerencias, yo lo no hago y punto. Aprendí que el prejuicio existe, pero que la ignorancia es mucho más grande, y que, a veces, lo que pensamos ser discriminación puede que simplemente sea una curiosidad legítima, y un gran deseo de ayudar, sin saber cómo. Aprendí que esconder mi hijo en casa es el peor camino, pero cuesta mucho tiempo y esfuerzo el entrenamiento para que nuestros hijos afronten la sociedad y sus normas, sus ruidos, su diversidad. Pero siempre paga la pena. Aprendí que soy el norte de mi hijo. Si me encuentro en paz, la posibilidad de que él se apacigüe son inmensas. Con ello, aprendí a hacer de tripas corazón y soportar todo un tifón de emociones internamente, con la cara plácida de quién aprecia una laguna tranquila en el paisaje... Difícil, pero la práctica hace la perfección. Y aprendí que llorar no es demérito. Hace bien y puede ser muy necesario. ¡Inculparse no! Hacemos lo mejor en cada circunstancia, deseando siempre acertar. Nadie comete errores a propósito.

Bueno, ¡eso es! Mucho gusto, mi nombre es Haydée, mamá de Pedro.

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